La Flor de las Ruinas

Fernán Caballero


Cuento



Capítulo I

A principios de este siglo, y antes de la invasión de los franceses en la Península Ibérica, se había reunido una numerosa sociedad en una de las casas de campo que circundan a Lisboa como macetas de flores.

Entonces la política estaba circunscrita al Gobierno. ¡Ojalá sucediese hoy lo mismo! Así podríamos decirle con el descanso que exclamaba un marido al contemplar el panteón de su mujer:


Ci gît ma femme... ¡Ah! qu'elle est bien
pour son repos, et pour le mien!


(Aquí yace mi mujer...
Ella descansa, y yo también.)


De esto resultaba que en las sociedades no disputaban, sino que se divertían, los concurrentes. No tomaban los hombres, para darse importancia y talante de hombres públicos, esos afectados aires de madurez, harto desmentidos en la vida privada; ni se anticipaba una agria y criticadora vejez. Por el contrario, se prolongaba, alguna vez con exceso, una alegre y móvil juventud; lo que, a lo menos, no hacía a los hombres antipáticos, hipócritas y arrogantes, ni peor al Gobierno.

Las mujeres, sin tener pretensiones algunas al espíritu de independencia que les quieren inocular las ideas avanzadas, no aspiraban a ser libres; pero eran de hecho soberanas; lo que engendraba el buen gusto y finura de aquella sociedad. La influencia de la mujer es la más selecta cultura que recibe el hombre.

La señora de la casa en que se hallaba reunida la sociedad que hemos mencionado, estaba sentada a la mesa, cubierta ésta de un opíparo refresco. A pesar de que había pasado su primera juventud, era aún muy bella; y aunque con su acostumbrado buen trato se ocupaba sin cesar de las personas que tenía a su lado, sus negros y hermosos ojos no se apartaban de un joven elegante y bien parecido que estaba sentado a los pies de la mesa. Uno de sus vecinos, que era íntimo amigo de la casa, lo notó y se sonrió. Entonces ella le dijo en queda y conmovida voz:

—¿No es cierto que es muy hermoso?

—Como que es vuestro vivo retrato contestó su amigo.

—No, no —repuso la señora—; yo soy pequeña, él tiene la persona de su padre.

—Verdad es —contestó su vecino —que tiene la aventajada estatura de su padre; lo que no obsta a que tenga las perfectas facciones de su madre.

Este hijo acababa de llegar de Inglaterra, en donde su padre, que era cónsul extranjero, había dispuesto que se educase; y en regocijo de su regreso se daba la presente fiesta. Habíase la concurrencia levantado de la mesa, y formaba ahora diferentes grupos, unos cerca del piano, otros al lado de las mesas de juego, y otros en el terrado ante la casa, para gozar del fresco y de la hermosa vista que desde allí se extendía en prolongada lontananza, más bella aún a la mágica luz de la luna, que reflejada en el mar, le daba un brillante horizonte de plata.

La dueña de la casa se sentó al lado de la abierta puerta del jardín, y a poco el recién llegado vino a sentarse a su lado.

—¡Qué hermoso es esto, madre mía! exclamó con entusiasmo.

—¿Con que... no has olvidado del todo a tu patria en los diez años que has estado ausente, hijo mío?

—¡Oh, no! —contestó el joven—. Pero las imágenes que conservaba mi memoria eran las que vi en mi niñez con mis ojos de niño, y que son por consiguiente completamente distintas de las que percibo ahora.

—¿Y cuáles te agradan más?

—Me sería difícil decirlo, señora. Lo que sí puedo aseguraros es que lo que ahora veo tiene la ventaja de una sorpresa admirativa, sin haber perdido el indefinible encanto que el recuerdo le presta. Así es que gozan a un tiempo mis ojos y mi corazón.

¿Te parece, pues, bella, aun viniendo de Londres, nuestra Lisboa? —preguntó con patrio orgullo la hermosa portuguesa.

—Bellísima, madre. ¿Cómo no me lo había de parecer la hermosa ciudad, cuyos pies besan el Tajo con sus dulces labios y el Océano con sus saladas olas, y que retirándose de ambos, como altiva doncella, se refugia a las faldas de su madre, que la corona de mirtos, azahares y jazmines corno a una ninfa?

—¿La amas, pues, más que a la soberbia Inglaterra? —preguntó con gozo su madre.

—Sí por cierto. Inglaterra es grande y bella; pero lo es como una estatua de mármol. Tiene el porte digno y frío de una princesa, y no inspira amor y simpatía. Así es que todo inglés que puede hacerlo, vive la mitad de su vida ausente de su patria; y nosotros no nos hallamos sino en ella. Y es que ellos aman a su país por reflexión, y nosotros al nuestro por sentimiento. Que hayan los ingleses formado a su país, o que su país los forme a ellos, de ambas maneras preside a esta obra de cabeza la frialdad. Así es que en aquel país se piensa más, y en el nuestro se siente más: el inglés admira a su país; nosotros amamos al nuestro.

—¡Muy cierto! —exclamó la madre—. Tu padre me llevó recién casada a Inglaterra. Todo lo hallé muy hermoso en aquel país de las perfecciones materiales. Pero, hijo mío añadió poniendo su mano sobre su corazón—, este rinconcito que tenemos aquí no lo hay allí!

Capítulo II

Tenía Pedro, que así se llamaba el recién llegado, una naturaleza esencial y profundamente poética. No porque tuviese una imaginación vasta y creadora, sino porque tenía un manantial perenne de poesía en su corazón. Por lo cual, si bien no expresaba un pensamiento bello engarzado en buenos versos, lo impregnaba todo de ese maná poético bajado del cielo sobre esta árida vida, sin que por eso prestase una disposición o viso romanesco a las cosas; pues para él era lo poético lo sencillo y lo cotidiano, pero no lo extravagante. Su ideal era restricto, y alumbraba con su divina luz interna cada objeto, aunque pequeño, siempre que fuese por naturaleza bueno, inocente y sincero. Apartábase instintivamente de los volcanes y sus ardientes lavas las pasiones; de los fuegos fatuos, de las falsas brillantes ideas, del ruido y de la pompa de la retumbante palabrería, teniendo, cual los Reyes de Oriente, una estrella en el cielo, a la que con fe ciega seguía.

De esto resultaba que era Pedro un joven modesto y reconcentrado, porque sólo en su madre hallaba aquella paridad de ideas y de sentimientos, que inspiran y engendran una entera confianza. Divorciado por inclinación y por deber de todos los vicios, no había intimado con los jóvenes de su edad, que los suelen ostentar, no sabemos si como prerrogativas, si como despreocupaciones, si como gracias, o como trofeos de rebeldía.

Así sucedía que solía pasear solo, sin dejar por eso de gozar entre aquellos mirtos y laureles, que hacen del de Lisboa tino de los más bellos paseos de Europa.

Muchas veces había notado Pedro con extrañeza a una joven de condición humilde, pero de hermosura notable, que se sentaba solitaria en uno de los bancos del paseo, y que puesta la mano en la mejilla, no levantaba sus ojos del suelo sino para fijarlos en él. Había en aquellas miradas una mezcla de tristeza, de inocencia o ignorancia de los usos establecidos, unida a un interés tan sentido, sin ser provocado por el que lo inspiraba, que no pudo menos de sorprenderle. Empero en el sentir delicado de Pedro, lo chocante de la provocación superó todo el atractivo que la hermosura y todo el interés que la tristeza debían naturalmente inspirarle. Cada tarde hallaba Pedro a la muchacha en el mismo sitio; cada tarde veía a algunos jóvenes calaveras, a quienes aquella linda aparición atraía, rudamente rechazados, y cada tarde era más marcado el dolor que se iba grabando profundamente en aquel rostro joven y hermoso. Dice Kératry que Dios ha dado la compasión por abogada a la desgracia. Así sucedió que algunos días después, al llegar la entrada de la noche, y al notar que la muchacha se levantaba para retirarse, y que por despedida fijaba en él sus grandes ojos, de los que corrían abundantes lágrimas, Pedro, a pesar de la timidez de su carácter y de la rigidez de su conducta, fue arrastrado a seguirla, más por la compasión que las lágrimas inspiran, que no por la seducción que la belleza ejerce. Después que en su seguimiento se hubo internado por algunas calles solitarias, Pedro se acercó a ella, y le preguntó con timidez sí le aquejaba algún pesar, y si era de naturaleza que pudiese él remediarlo o aliviarlo.

—¡Soy muy desgraciada! —contestó ella, prorrumpiendo en un amargo llanto.

—¿Cuál es vuestra desgracia?

—No puedo decirla.

—Así no hallareis consuelo. ¿Por qué venís todas las tardes al paseo?

—Antes venía porque me obligaban; ahora vengo por mi propia voluntad.

—¿Quién era, y cuál el motivo que os obligaba, a vos, tan linda y tan niña, a venir sola a un paseo público?

—No puedo decirlo.

—¿Y por qué venís ahora de motu proprio?

La muchacha calló. Pedro repitió su pregunta.

—¿Qué os importa? —respondió ella con una mezcla de despecho, de aflicción y de brusquedad, que aunque unidos, se hacían cada cual palpables en sus palabras duras, en su acento amargo y en sus dolorosas lágrimas.

—Me importa, puesto que lo pregunto —dijo Pedro.

—¿Y por qué os importa?

—Porque me interesáis.

—¿De veras? —exclamó ella.

—Muy de veras —respondió Pedro—. Decidme, pues, el motivo de vuestra aflicción.

—¡No puede ser! Si os intereso, demostrádmelo de otra suerte que no con preguntas. Pedro sacó del bolsillo una moneda de oro, que presentó a su interlocutora.

—¡Eso no! —exclamó ésta con vehemencia—. No me lo demostréis ni con preguntas ni con monedas. Las unas demuestran curiosidad; las otras, caridad; pero ninguna demuestra... Se detuvo y añadió con tristeza:

—¡Interés!

—Dejad que os acompañe a vuestra casa dijo Pedro, cada vez más empeñado, y cada vez más interesado por aquella extraña mujer. Esta no pudo disimular un estremecimiento, y exclamó:

—¡No, no! ¡Ni pensarlo! ¡Eso no puede ser!

—¿Sois casada? —preguntó Pedro.

—Ni soy casada, ni me casaré nunca, ¡nunca!

—Entonces, ¿en qué puedo serviros? —tornó a preguntar Pedro, absorto de encontrar tantas anomalías, tan extrañas reticencias en aquella criatura singular.

—¿Servirme? En nada podéis servirme repuso ella.

—¿Pues en qué puedo al menos complaceros y mostraros mi interés?

—Con dejarme que os mire, que os hable y que os ame, sin rechazarme, como hasta aquí habéis hecho.

El morigerado carácter de Pedro, la delicadeza de sus ideas y sentimientos en cuanto a la reserva y modestia de la mujer, tan instintivas en ella que no necesita la educación ingerírselas, llevaron un rudo choque al oír aquellas palabras.

Viendo que callaba, la joven volvió a prorrumpir en un amargo llanto, exclamando:

—¡Madre, madre! ¿Por qué me pariste?

¡Qué crueles son los hombres todos!

—Pero... ¿y si yo os amase a mi vez, como de cierto sucedería? —preguntó Pedro.

—¿Y qué mal habría en eso? —repuso ella.

—Es —dijo Pedro— que yo no puedo ni debo amar sin saber a quién amo: a un ente misterioso que se oculta de mí; a una mujer que, cual una nube, aparece sin saber de dónde viene, y cual aquélla, puede desaparecer sin que se sepa dónde irá.

—Yo creía —repuso ella— que el amor no hacía más pregunta, ni necesitaba saber más, sino si era correspondido; pero ya veo que hasta para amarse se pide pasaporte. ¡Adiós!

Olvidad a una infeliz, que creyó por un momento hallar un corazón que le diese sólo un poco de amor, en cambio de todo el suyo. Diciendo esto, se alejó. Pedro corrió tras ella. Entonces la muchacha se paró, y le dijo, cruzando sus manos:

—¡Por Dios! ¡por Dios! ¡No me sigáis! Os juro que mañana me hallareis en la alameda!

Y rápida como esas exhalaciones que se ven sin dar tiempo a fijarlas, desapareció cual ellas en la oscuridad.

Capítulo III

Al día siguiente Pedro, sin premeditada intención, y aun sin notarlo, salió más temprano que otras tardes para ir a su acostumbrado paseo. Mas a pesar de eso, cuando llegó, ya estaba aquella extraña muchacha en su misma actitud triste, en su acostumbrado asiento.

Al poco rato se levantó y salió del paseo. Pedro la siguió a distancia, hasta que internados por calles solitarias, y debilitada la luz del día por la total ausencia del sol, pudo alcanzarla y dirigirle la palabra sin que fuese notado.

Cuanto por ambas partes se dijeron fue con poca variación lo que se habían dicho la tarde antes, acabando la entrevista, por parte de ella, con la vehemente y angustiosa prohibición de que la siguiese, y la promesa de volver a la tarde siguiente. Cada tarde volvía Pedro más empeñado, más interesado y más seducido por aquella hermosa joven, que era a un tiempo tan delicada y tan inculta, tan sentida y tan áspera, tan franca y tan misteriosa, llegando esta última peculiaridad al extremo de no poder averiguar Pedro lo más mínimo sobre su persona, su familia y su condición.

Por más que la reciente confianza que se establece entre dos personas que sienten ambas, como por mitad, un mismo sentimiento, autorizase a Pedro a ser exigente en sus preguntas, y obligase a ella a ser franca en sus respuestas, nada supo Pedro, porque la tierna y feliz joven que sonreía con dulzura, se tornaba al oír sus preguntas en taciturna y áspera; y si él persistía, ella le amenazaba con alejarse para siempre de su lado. Sobre lo que más insistía Pedro, que era en saber su domicilio, no pudo arrancarle otra respuesta que la singular y afirmativa repetición de que vivía entre ruinas, sirviéndole esta declaración a un tiempo de respuesta a las indagaciones de su amante, y de pretexto para no introducirle en su casa. Así era que Pedro, a falta de otro nombre, le había puesto el de Flor de las ruinas; pues mientras existan el amor y la poesía, siempre será la flor el emblema de una hermosa, o de una querida joven.

El amor y la poética mente de Pedro, unas veces le llevaban a pensar que fuese la que amaba alguna huérfana encerrada desde niña en algún convento o instituto de enseñanza, que hallaba medio de disfrazarse y escapar por algunas horas de su encierro. Otras conjeturaba que podría ser un miembro de alguna familia arruinada, que vivía aislada y oscuramente en algún ángulo de su derruida casa solariega. Otras, en fin, se estremecía con la idea de que pudiese ser alguna mal casada que huyese sigilosamente del techo conyugal. Sobre esto le tranquilizaba la seguridad que le había dado ella de que no era casada; pero al mismo tiempo le había dado otra, y era que no se casaría nunca. ¿Ligábala quizás algún voto? Si había vivido reclusa, ¿cómo era tan atrevida y tan llena de decisión? Si había vivido en el mundo, ¿cómo era tan completamente ignorante de sus usos, de sus miramientos, y casi de su lenguaje? Pedro se perdía en sus conjeturas, se desesperaba en medio del caos de confusiones en que vivía, gracias al capricho de una niña, que le dominaba y seducía, a pesar de su temprana razón y de la severa delicadeza de su sentir. Pedro había exigido, para que sus relaciones no fuesen notadas —cosa de que por una de sus muchas anomalías no parecía cuidarse su querida—, que ésta no volviese a la alameda, y que fuesen sus entrevistas en un lugar más apartado y solitario. Siempre en estas citas ella se adelantaba a Pedro; y la señal para encontrarla era la que en el Mediodía prefiere el amor, porque es el idioma del corazón, esto es, el canto, en que a la vez expresa su pensamiento con la letra y su sentir con la armonía. Pedro apresuraba sus pasos cuando llegaba a sus oídos una voz clara.y sonora que cantaba éstas y otras parecidas estrofas:


He de amar; amar en quero,
pro mas que murmure a gente;
q'esa gente que murmura,
tal vez nao seja inocente.

Se o amar fôra pecado,
era en gran pecador;
más o cen facil perdoa
culpa que nasce d'amor.


(He de amar; amar yo quiero,
aunque murmure la gente;
que esa gente que murmura,
tal vez no sea inocente.

Si el amar fuese pecado,
yo fuera gran pecador;
más perdona el cielo fácil
culpa que nace de amor.)


Cuando ella lo divisaba, salíale alegre y ligera al encuentro, se asía a su brazo como el pámpano a la rama del olmo, y paseaban en el crepúsculo, abstraídos de todo, sin pensar en el ayer ni en el mañana, que amargan el hoy con recuerdos, y con cuidados lo agitan, desapareciendo de un todo el sol sin que lo notasen, y acudiendo en el cielo las estrellas sin que las percibiesen. Porque el sol y las estrellas de su existencia eran aquellos momentos en que reunidos paseaban, y en los que se embelesaban repitiendo las eternas variaciones de aquellas palabras te amo, que según dice un autor, nunca envejecen. De esta suerte pasó la primavera, la que con otras flores había visto brotar y amparado este amor al aire libre, entre el cielo y la tierra, en medio de las flores, como el amor de los pájaros, como el de las mariposas; cantando cual aquéllos, jugando cual éstas, sin pensar en el mañana cual unas y otros!

Pero pasó la primavera y su hermano el verano, siguiendo el otoño, que acorta las tardes y enturbia su cielo, y las entrevistas de los amantes se hicieron más cortas y menos frecuentes. Entonces Pedro resolvió salir de la situación singular y subyugada en que se hallaba.

Tenía él una gran ventaja para poder imponer su voluntad, aun en el corto reinado de la mujer, esto es, en el tiempo que es amada; y era la que tiene aquél de los dos amantes que es querido con más pasión que la que él mismo siente. Así fue que, confiado en el ascendiente que ejercía sobre su querida, le intimó la terminante resolución que tenía de hacerla optar entre la alternativa de terminar unas relaciones envueltas en un misterio que desunía sus almas, y que no podían satisfacer de esta suerte ni a su corazón ni a su razón, o de introducirle con franqueza y lealtad en su domicilio y en su vida interior.

—¿Para qué quieres —le dijo ella, apurada y cariñosa— conocer las ruinas? ¿No te basta la flor?

—Bástame la flor —respondió Pedro—; pero la quiero con raíces, la quiero sacar de sus ruinas, y traerla a un suelo que sea mío, y en que pueda cultivarla, sin temor de que me sea arrebatada.

—La flor de las ruinas tiene espinas, y sabe guardarse —repuso ella—; y no puede —añadió con tristeza— trasportarse! Además... ¡las ruinas van a desprestigiar a la flor!

—Más la desprestigiará esta prolongada y singular ocultación —dijo Pedro.

La pobre y apurada niña rehusó, suplicó, lloró; pero fue inútilmente. Pedro, exasperado por su obstinada negativa, insistió inflexible en su determinación, y la pobre flor de las ruinas cedió al fin con violenta repugnancia y profundo dolor, fijando para complacer a su amante un determinado día.

Capitulo IV

Por aquel tiempo había en la parte alta de Lisboa un barrio que destruyó el terremoto de 1755, y que no había sido reedificado. Formaba anchas calles de ruinas sin belleza ni prestigio, decrépitas sin recuerdos, viejas sin nobleza, restos sin antecedentes y sin la solemne calma de la muerte, como los tienen las ruinas que hace el tiempo, teniendo aquéllas el repulsivo sello de la destrucción, como las que hace el hombre, o produce un cataclismo. Alzábanse aún trozos de paredes con los huecos que tuvieron; pero los unos, despojados de sus vidrieras y celosías, parecían ojos sin párpados, y los otros, privados de sus puertas, parecían entradas de cuevas. Los patios y las habitaciones, en alberca y rellenos de escombros, mostraban por sola gala alguna díscola ortiga o algún silencioso lagarto, que vestía del color de las piedras para no ser apercibido. Un débil eco respondía desde algún lóbrego pasadizo con exhausta e indistinta voz a las melancólicas reflexiones que infundían y hacían formular al que las pisaba aquella aglomeración de cosas finadas. ¡Nada quedaba de lo que les diera vida! Con sus moradores habían desaparecido las bellezas, los adornos y las comodidades con que aun la más modesta existencia suaviza su domicilio, como los pájaros sus nidos con plumas y musgo. Nada podía verse que fuese más antipático a la vista y al sentir que aquellas filas de aglomeradas y desnudas ruinas, que parecían la residencia del misterio absoluto, la mansión del crimen impune, y el refugio de la desolación solitaria.

Verdad es que al pie de la altura en que se hallaban estaba el magnífico paseo, en el que, entre mirtos y laureles, paseaba la elegante muchedumbre. Verdad es que algo más lejos, y a orillas del Tajo, corrían presurosos por las soberbias plazas el comercio y la vida. Pero estaban separados de los tristes vestigios de la gran catástrofe por lo que desune y aparta más que la distancia, que es el abandono; por lo que anonada y destruye más que la muerte, que es el olvido!

—No obstante, ¿dónde habrá lugar en que no se encuentre la vida, cuando hasta en la caja en que se encierra un cadáver y es sepultado en las entrañas de la tierra renace?

Así era que, aun entre aquellos desamparados y lóbregos esqueletos de los que fueron edificios, se había instalado alguno que otro de esos parias voluntarios que viven aislados, porque ese aislamiento que se compadece, a ellos les simpatiza o les conviene.

Una techumbre de aneas, un pedazo de estera colgado ante los huecos de las ventanas, algunas malas tablas unidas unas a otras por la parte alta, y por la parte baja por barrotes, y cerradas por el interior con una tranca formando puerta, eran los reparos hechos para hacer habitables parte de aquellas ruinas. En lo que habían sido habitaciones interiores y en los patios y corrales, se veían algunos cerdos arrellanarse como sibaritas sobre camas de inamovibles inmundicias, y algún gallo flaco subido en lo más elevado de los amontonados escombros, cacareando con la arrogancia que gastar pudiera aquel guerreador que hubiese tenido la infausta gloria de haberlas hecho.

¡Cuál no sería, pues, el espanto de Pedro, cuando, precedido de su guía, llegó a este lugar de desolación, que fue al que lo condujo, y cuando, empujando una de las descritas puertas, le introdujo en uno de aquellos antros lóbregos y miserables!

—¿Adónde me conduces? —exclamó Pedro con horror, deteniéndose a la entrada.

—¿No te lo decía yo? —respondió ella con abatimiento—. ¿No te lo decía? ¡Que las ruinas despojarían a la flor de su prestigio!

—Pero —exclamó Pedro—¿por qué no me has confiado la manera miserable en que vivías?

¿Por qué con inconcebible extrañamiento y orgullo has rehusado los socorros del hombre que te amaba?

—No podía admitirlos, en vista de que no puedo variar en un ápice mi existencia.

—¿Por qué?

—Porque soy esclava.

—¡Esclava! ¿De quién?

—De mis perversos hermanos. He intentado libertarme y huir de su cruel tiranía, ¡y siempre estos ensayos me han salido fallidos y me han costado caro! Mira esta cicatriz en mi cuello, este brazo aún sin movimiento por una dislocación que ha sufrido, y comprenderás, no sólo el yugo que sobre mí pesa, sino también el peligro en que estaría mi vida si me escapase de ellos, pues en todo lugar que me escondiese sabría encontrarme su puñal.

—¿Y a qué te obligan, infeliz?

—Me obligan a cuidar de su casa y a preparar sus alimentos. Me obligan ¡gran Dios! a traerles aquí a aquellos hombres ricos que, imprudentes, se obstinan en seguir mis pasos cuando me fuerzan a ir para ser vista a los sitios públicos.

—¿Qué dices? —exclamó Pedro aterrado:

—¡Sí, si! —prosiguió ella con vehemencia desesperada—. ¡Sí, sí! Para eso aprovechan la hermosura que dicen que Dios me ha dado! Y una vez que han entrado entre estas ruinas que encubren y callan cual cómplices, los despojan; y para que este delito no se sepa ni se trasluzca...

La voz se anudó en la garganta de la que hablaba, que miró en torno suyo con pavor, como si temiese apercibir entre las grietas de las carcomidas y hendidas paredes, oídos que la escuchasen, y ojos que la espiasen.

—Acaba —dijo Pedro con ansiosa suspensión—; ¿qué hacen?

La interpelada se acercó a su amante, y le dijo en queda y profunda voz:

—¡Los... asesinan!

—¡Qué espanto! —exclamó Pedro, desviándose de ella—. ¡Y yo he amado a esta funesta mujer, a este reclamo del crimen, a esta sirena de cementerio!

—¡Por eso —prosiguió ella— nunca he querido traerte a mi casa! ¡Por eso me he resistido a ello con tanta obstinación! Y cuando obligada por tí te he complacido, aprovechando la ausencia de mis hermanos; cuando con obedecerte he querido probarte mi cariño, ¡infeliz de mí! ¡sólo he conseguido perder el tuyo!

El tedio, el horror y el asombro sellaban los labios de Pedro.

—Y no obstante —prosiguió ella—, tú eres el solo hombre, el solo ser que he querido! Por el amor que te tenía, que me hacía imposible traerles más víctimas, he recibido la herida cuya cicatriz conservo! ¿Y qué te ha pedido en cambio esta pobre flor de las ruinas sino lo que la más humilde pide al sol, florecer al calor y brillo de su luz? ¿Qué te espanta en la que poco ha amabas, que de ella apartas tu vista? ¡Oh! ¡Infelices mujeres! ¡Siempre empujadas al mal por los hombres, y nunca sostenidas por ellos cuando quieren hacer el bien! ¡Míseras desheredadas de perdón, del que son sus corazones inagotables fuentes!

¡Existencias de cristal, de las que con despotismo se apodera el hombre, y que empaña con su amor, quiebra con su crueldad, su abandono o su desdén!

Cuanto esa mujer decía era tan cierto, aplicado a ella, que Pedro, compadecido, iba por fin a contestarle, cuando sonaron fuertes golpes dados en la puerta.

Capítulo V

—¡Cristo crucificado! ¡Ellos son! —exclamó la joven, aterrada al oír los golpes.

—¿Quiénes?... —preguntó Pedro.

—¡Mis hermanos, los asesinos sin piedad, los verdugos sin misericordia! —respondió ella, alzando las manos con espanto.

Los golpes redoblaron.

—¿Qué hacer, Madre de piedad, qué hacer?

—murmuró la infeliz, volviendo en torno suyo sus desatentados ojos como para buscar un medio de salvación, que era imposible. La mal pergeñada puerta cedió en este instante a un vigoroso empuje, y tres forajidos entraron en aquella estancia, mal alumbrada por un candil colgado en una de las salientes asperidades del descarnado muro. Después de hacer a su hermana algunas cortas y brutales reconvenciones por su tardanza en abrirles, se dirigieron hacia Pedro, sin demostrar extrañeza por hallarle allí. Mas su hermana, precipitándose a su encuentro, escudó a su amante con su cuerpo, exclamando con vehemencia:

—¡No, no le matareis sin atravesar antes mi pecho!

Por única respuesta, el mayor de los tres la cogió por un brazo, y la tiró al suelo a distancia, apartándola así del lugar en que pasaba esta escena. Pedro estaba desarmado; pero aun en el caso de que hubiese tenido armas, toda resistencia contra tres forajidos era tan inútil como insensata, y sólo habría servido para precipitar la inevitable catástrofe; por lo cual los forajidos le despojaron de cuanto llevaba, sin que opusiese resistencia.

—¡Por Dios, hermanos! —gimió su pobre hermana, que se había arrastrado sobre sus rodillas hasta sus pies—. ¡Os pido que no le matéis! ¡Es el solo hombre que he amado!

¡Con su vida me arrancáis la mía! ¡Tened piedad... una vez siquiera! ¡Tened piedad de él y de mí!

Los forajidos no hicieron caso alguno de estos angustiosos ruegos, y se apoderaron de Pedro.

—¡No, no le matareis! —exclamó su hermana, levantándose erguida—. Si no le soltáis por compasión, lo haréis por temor de mi venganza. Y eso que vosotros no sabéis hasta dónde puede llevar la venganza una mujer, que si no tiene vuestra mala alma, tiene en sus venas la misma sangre quo corre por las vuestras!

—¡Atadla! —mandó el hermano mayor.

—¡No, no! ¡Matadme de una vez, si no queréis que vengue la muerte de aquél a quien amo, y que vosotros, tigres sanguinarios, fieras malditas de Dios, queréis matar ante mis ojos! Pero yo lo impediré; que la desesperación da fuerza y valor; y si no lo logro, me vengaré, —¡tan cierto como hay en el cielo Dios que nos juzga, y sol que nos alumbra!—delatándoos a la justicia. El hermano mayor dio un paso hacia ella; el menor le detuvo, diciéndole:

—No exasperarla más, está fuera de tino, y es capaz de todo.

—Pero no se puede dejar ir a este hombre repuso el mayor.

—Saquémosle de aquí —propuso el menor.

—¡Cómo! ¡Si hace una luna que deslumbra!

—¿Y quién pasa por este sitio a esta hora?

Para más seguridad lo disfrazaremos —repuso el menor, que en seguida sacó de un arca un hábito de fraile.

—Saca también la mordaza —advirtió el que hasta entonces había callado, el que en seguida se puso con el mayor a atar de pies y manos a su infeliz hermana, que se repercutía con violencia y rechazaba con desesperados, pero inútiles esfuerzos, a sus hermanos, que la dejaron atada y presa de una espantosa convulsión, tendida en el suelo. Habiéndole igualmente atado las manos a Pedro, puéstole la mordaza, revestido el hábito de fraile y caládole la capucha, salieron a la ancha calle que tenían que atravesar para internarse, como lo intentaban, en las ruinas del lado opuesto.

Estaba la calle tan bañada de la luz de la luna, que caía perpendicularmente sobre la tierra, que apenas hacían sombra los objetos. A cada lado de Pedro se colocó uno de los hermanos mayores, siguiéndole el tercero; y así se puso en marcha la fúnebre caravana en absoluto silencio, pues hasta sus pasos cautelosos pisaban mudos la tierra. Apenas habían llegado a la mediación de la calle, cuando de repente oyeron una voz recia y de mando que les gritó:

—¡Alto ahí!

Cual una centella reanimó y encendió esta voz las apagadas esperanzas de Pedro.

—¡Es una ronda, y somos perdidos! ¡Huyamos! —dijo el menor de los hermanos.

—¡Quietos! —mandó el mayor.

Y sacando un puñal, cuya hoja brilló a la luz de la luna como un relámpago, dijo a Pedro:

—¡Si hacéis un solo movimiento, sois muerto!

El otro hermano le imitó, y Pedro se halló preso entre las afiladas puntas de dos puñales ocultos en las mantas de sus dueños. En este momento llegaba la ronda.

—¿Quién va? —preguntó el que hacía de cabeza.

—Un Padre que llevarnos para auxiliar a nuestra madre moribunda —respondió con serena voz el hermano mayor.

El jefe de la ronda se cercioró de que lo que decían era cierto viendo al callado religioso, y Pedro, sin poder exhalar el más leve sonido, ni hacer el más mínimo movimiento, oyó con desesperación alejarse a la ronda, y debilitarse gradualmente el mesurado compás de sus pisadas.

—Aligerar el paso —dijo el mayor de los forajidos, volviéndose los tres a encaminar hacia la ruinas.

Más antes de llegar a ellas, volvió a oirse al jefe de la ronda, que gritó con voz enérgica:

—¡Alto ahí!

Los ladrones se pararon, murmurando imprecaciones. La ronda se acercaba con pasos apresurados, precedida por una mujer que, con el cabello suelto, el rostro desencajado y con las muñecas ensangrentadas, corría y gritaba con desgarrador acento:

—¡Salvadle! ¡salvadle!

Y precipitándose en el grupo de los detenidos, arrancó la capucha que cubría la cabeza y el rostro de Pedro, exclamando con delirio:

—¡Está salvo! ¡Bendita sea la Providencia y la justicia de Dios! ¡Líbrese la sangre inocente, aunque sea a costa de la culpable!

—¿Qué has hecho, infeliz? —exclamó Pedro.

—Lo que sólo me quedaba que hacer contestó ella—: procurar tu salvación y buscar mi muerte.

—¡Oh! ¡No morirás, que yo te salvaré! exclamó Pedro.

—No de mi puñal —dijo en voz ahogada por la ira el mayor de los forajidos, el cual, antes que nadie hubiese previsto ni podido impedir su acción, había cumplido su amenaza.

—¡Oh! ¡Qué frío es este acero! —dijo la herida, poniendo la mano sobre su traspasado pecho—. ¡Adiós, Pedro!... —añadió, dirigiéndose a éste, que se había precipitado a ella y la sostenía en sus brazos. Muero por haberte salvado; y así es mi muerte más feliz que lo ha sido mi vida!

—¡No mueras, no! —exclamó desesperado Pedro—. Mi salvadora será mi compañera a la faz del cielo y del mundo.

—¡No no! —repuso en balbuciente voz la moribunda—. La flor de las ruinas debe morir entre ellas... ¡sola y abandonada como ha vivido! ¡Juez de los corazones —añadió, alzando sus ya quebrantados ojos—, ten conmigo la compasión que los hombres no han tenido!

Algún tiempo después se ajusticiaban en Lisboa tres bandidos, entre los cuales uno atraía con particularidad la atención de la muchedumbre por llevar la señal de Caín en la frente; mientras en una de las casas más ricas y conocidas se celebraba una junta de facultativos por hallarse en inminente peligro, de resultas de unas calenturas cerebrales, el hijo de los dueños.


Publicado el 28 de junio de 2020 por Edu Robsy.
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