La Maldición Materna

Fernán Caballero


Cuento


Vamos a referir un hecho cierto, sin nombrar el lugar en que sucedió ni las personas a quienes acaeció, trasladando el hecho a otro punto y dando otros nombres a las personas que en él actúan.

Lo que nos mueve a darle publicidad es el considerar el poco o ningún aprecio que se hace, y la solemnidad que ha perdido hoy día, tanto la bendición como la maldición paternas. Verdad es que no puede esto extrañarse, en vista de la influencia que necesariamente deben ejercer en el espíritu de un siglo en el que la indiferencia religiosa de los gobiernos y asambleas gubernativas (que son los tutores de los pueblos) han permitido a los hombres de talento predicar la abolición de la familia, negar la divinidad del Redentor y ensañarse descaradamente contra su Iglesia, de la que dice el sabio Augusto Nicolás «que es Dios reconocido y servido por la humanidad, siendo la revolución la humanidad emancipada de Dios, revolucionada contra Dios, atacando a Dios».

Y, no obstante, se ven y se tocan los efectos de la maldición paterna, y más generalmente en el pueblo; lo uno porque siendo éste más enérgico y menos contenido que las clases cultas, la lanza siempre que la cree merecida; lo otro porque el pueblo es franco, y cuenta y deja contar lo que le acontece, y con más razón si en los sucesos reconoce la inmediata intervención divina, para que sirvan de lección o de escarmiento.

La hermosa y robusta fe del pueblo español —y quien dice fe dice religiosidad, porque sin fe no puede haber ninguna clase de religiosidad ni tampoco sentido común— respeta y tiene en tanto el poder de una maldición o anatema dimanada de la autoridad espiritual, que unida a su sentido poético, lo extiende hasta sobre lo inanimado. De esto hemos traído una prueba en el prefacio de la colección de cuentos y poesías populares, en el siguiente relato:

«En la iglesia de un pueblo fue robado un vaso sagrado; fulminado el terrible anatema de la Iglesia contra el sacrílego criminal y sobre el encubridor que retuviese en su poder el santo objeto substraído, el anatemizado reo, en su angustia, escondió el hurto en el hueco de un olivo. Tan luego éste perdió su savia, su lozanía y se secó, y cortado que fue, se halló en su concavidad el vaso robado. « Demos por sentado, añadíamos en dicho prefacio, que el olivo se secó por la casualidad; no motejemos por eso, sino envidiemos al pueblo que cree sin cortapisas esa fuerza e inocencia de su fe voluntaria y no exigida, que cree al olivo encubridor secado por el terrible anatema de la Iglesia, y no ridiculicemos con acre e impío sarcasmo esta superabundancia de fe. Si se arroga el escéptico e impío espíritu del siglo presente el derecho de condenar las sencillas, candorosas y fervientes creencias de pasadas épocas, se hará el Herodes de los inocentes.

En la provincia de Córdoba, a seis leguas de la capital, a orillas del río Guadajosillo, se halla el pueblo de Castro. Por privilegio concedido por el rey Alfonso XI, en Écija, año 1351, mandó el soberano que tomase nombre Castro EL LEAL, por los que fueron en dicho lugar de Castro, guardaron muy bien la verdadera lealtad e servicio de los reyes ende yo vengo e el mio Señorío. —Ignoramos si algún día usó el honroso privilegio concedido a su nombre, añadiéndole por epíteto el de la más noble de las virtudes, pues es la lealtad estrella fija y brillante en el cielo de las virtudes; pero en cuanto a hoy, se denomina con el distintivo material e insignificante de Castro del Río.

En 1565 compró D. Alonso Fernández de Córdova, primer marqués de Zelada, al rey don Felipe II el pueblo de Castro en ciento y tantos millones de maravedises. Estaba este magnate casado con doña Catalina Fernández de Córdova, tercera marquesa de Priego y décimonovena señora de Aguilar.

Los habitantes de Castro, que querían permanecer realengos, llevaron muy a mal esta venta. Desde últimos del siglo XVII se halla unido el marquesado de Priego a la casa de Medinaceli, en cuya época sostuvo el pueblo grandes pleitos con el duque de este título, solicitando la reversión a la Corona.

Hasta aquí la historia, que no es de nuestra incumbencia, pero cuyos hechos hemos presentado para que se pueda comprender el origen de las tradiciones y cosas que vamos a referir, pues lo antedicho explicará una frase muy conocida y usada por los vecinos de los pueblos colindantes de Castro, que para mortificarlos les dirigen en tono de broma preguntándoles, y es ésta: «¿Usted será de los que dicen: viva el duque, mi señor?» Esto lo miran los interpelados como un insulto, y el castreño que la pronunciase afirmativamente, esto es, que reconociese al duque por su señor, no sólo lo mirarían sus convecinos como deshonrado, sino que sería cruelmente castigado por ellos.

Tal sucedió a un pobre despreocupado, que por una libra de tocino que le prometieron prorrumpió en vivas al duque, su señor. Sabido esto por sus paisanos, le dieron un manteo de tal calidad, que salió de él con un ojo y algunos dientes menos. Campesinos de los cortijos inmediatos al término de Castro han intentado obligar a los zagalillos de ganado a pronunciar la anatematizada frase, y no han podido conseguirlo ni aun colgando con brutal crueldad a los pobres niños por los pies a un árbol, y encendiendo debajo una hoguera de hojarasca, cuyo humo los habría sofocado a no haber hecho cesar a tiempo la bárbara prueba sin haber logrado su intento.

Esta tenacidad secular en no querer reconocer otro señor que el rey ha dado lugar a lances serios, y lo ha dado también a chistes y burlas, como no podía menos de suceder en Andalucía, y no es menos gracioso el asegurar los burlones que cuando los castreños rezan las letanías, en llegando el que, lleva el rezo a la advocación de la Virgen, Janua Coeli, entendiendo los demás que dice Medinaceli en lugar de ora pro nobis, responden en voz grave: pase pase.

En el patio de una de las casas más humildes de Castro del Río se hallaban las dos vecinas que en ella vivían, ocupadas la una en planchar la ropa de su marido, la otra en remendar la de sus hijos.

—¿No te se han enfriado todavía las planchas desde anteayer que te sirvieron —dijo esta última a la primera—, y estás otra vez de plancha?

—Sí, hija —contestó la interrogada—, que Dios nos manda la pobreza, pero no la porquería; ayer volví a lavar, que mañana va mi Juan a Córdoba en caa de sus amas, y no quiero que le abochorne algún zumbón, preguntándole si su mujer no sabe lavar; además le precisa hablar con la señora, que me ha encargado moza de mi satisfacción, y la diga que se la he hallado que ni pintada.

—¿Sí? ¿Y quién es?

—Es Rafaela, la sobrina del tío Prisco, que desde que nació ha sido la prosulta de la desdicha. Al nacer ella se murió su madre y fue criada a traguitos. Pero después murió su padre, que era un infeliz, un pan perdido, de resultas del manteo que le dieron cuando se supo que el muy sinvergonzón, por una libra de tocino que le aprometieron, dijo: «¡Viva el duque, mi señor!».

—Y merecido que lo tuvo —observó su interlocutora con indignación.

—No digo que no —prosiguió la otra—; pero el desdichado estaba muerto de hambre, y el hambre tiene mala cara, y asina me pienso que en aquel trance diría para su chaleco: «La vergüenza pasa y el tocino queda en casa», que asina piensan más de cuatro encumbrados.

—Pues le acaeció al revés, que el tocino se lo comió, y la vergüenza, en cuanto le quedó de vida, no se la pudo quitar.

—Pero cuando murió el padre, ¿no recogió el tío Prisco a los dos hijos que dejó, que lo eran de su hermana?

—Sí, los recogió el tío Prisco, que está rodeadito y no necesita trabajar, pero que es el más díscolo y desamoretado del pueblo, con un genio de Barrabás, que por todo se encabrita como potro cerril y parte como banderilla de fuego. Les ha dado a los sobrinos más hiel que pan; y ahora, para que nada le falte a la pobre Rafaela, le ha caído soldado su hermano, que es una prenda.

—Verdad es; esas voces tiene —dijo la vecina—. Cuando muchacho, le tomó el señor cura de monaguillo, y como le vio a la par tan humildito y picudillo, y se enteró que sabía las letras, aunque no las juntaba, le enseñó la leyenda y la pluma, y salió muy aventajado, por lo que dijo su mercé, cuando supo que le había tocado la suerte, que poco había de tardar en salir a sargento y en hacerse sujeto.

—Lo que no quita que el tío esté hecho un veneno, porque le va a faltar el jornal que entraba en su casa, pues el sobrino es un trabajador de los de punta; y con eso tenía a los sobrinos siempre con sed de dientes, sin hacerse cargo de que la mano es menester de que coma. La pobre Rafaela, que es un jardín de virtudes, con tantas tribulaciones se ha puesto tan delgada, que parece está estudiando para tabique. Yo la he dicho que para huir del bracono de su tío se meta a servir, que yo la llevaré en casa de mis amas a Córdoba, que son unas usías legítimas de antaño, y no de esas medias tintas del día, que gastan mucho papel y poco tabaco. Aquella casa es una casa de bendición, en que, como en la de San Basilio, todos son santos, hasta el aguador, y en la que es tal la caridad, que resucita a los muertos.

—¿Y qué dice ella?

—Ella desea ir; pero su primo Matías, que la quiere, no lo consiente; por más que hace ella por convencerlo, él se retranca y se está en sus trece.

—¡Qué! ¿La habla Matías? —exclamó la interlocutora.

—Ellos lo niegan por miedo del padre, que si lo supiese se pondría hecho un toro de fuego; pero no me se ha escapado a mí.

—Vaya, mujer, que tienes punzones en los ojos que todo lo penetran; bien dice el refrán: «No lo que ve la suegra, sino la vecina que todo lo escudriña». Paréceme que ella hace malamente en someterse de aquesta manera a Matías, que es tan espino majoleto como su padre; a mí no me atan tan corto, que corto la soga.

—¡Y qué quieres, si ella es un pan de rosas, y cada uno vive con su genio! —repuso la otra—. A Matías le quise aconsejar por su bien de ambos; pero él se retrepó y me dijo, volviéndome las espaldas: «El que no tiene calentura no necesita médico».

Expuestos quedan en el referido diálogo los antecedentes de la muchacha que pocos años después se hallaba sirviendo, querida y atendida de sus señoras, en una de las principales casas de Córdoba.

De cuando en cuando la venía a ver su protectora, la mujer del guarda del campo de sus señoras, y siempre acompañada de Matías, que seguía queriendo a Rafaela como quiere el campesino, cuyo primer amor se entreteje en su existencia de manera de no poderse separar el amor y la existencia; es este amor como un árbol arraigado en el terreno que le es propio; bien podrá el tiempo ajarle sus flores (¿qué amor carece de flores?), pero no puede ser trasplantado; su tronco es inamovible, sus raíces indesprendibles: este es el amor que la Iglesia consagra y bendice.

El tío Prisco, cuyo genio malo y despótico le hacían contrario a toda voluntad ajena, a toda cosa que no fuese dispuesta por él, había rabiado por haber salido soldado su sobrino, había rabiado por haberse ido a servir a Córdoba su sobrina, que le era muy útil en su casa, y más que por todo rabiaba por los amores de su hijo con ésta, de los que se había enterado.

Teniendo Matías un genio tan violento como el de su padre, nada le había dicho éste a su hijo sobre el particular, aguardando la ocasión propicia para hacerlo de un modo solemne y terminante.

La mujer del guarda, patrocinadora de esos amores, decía en su enérgico lenguaje a su vecina: ambos, padre e hijo, callan porque saben que dan duro con duro, y saben que ninguno ha de cejar, y procuran no encontrarse en la vereda.

De esta suerte pasó tiempo; entonces, por medio del cura, pidió Matías a su padre licencia para casarse, licencia que le fue negada de la manera más terminante, y si no lo fue con ira e insulto, fue debido al respeto que inspiraba la persona intermedia.

Viendo la obstinación de su padre, y conociendo que ésta sería inmutable, se decidió Matías a dejar pasar algún tiempo, y entonces acogerse a las leyes eclesiásticas y civiles, las que, para evitar mayores males, pasado el plazo señalado por la ley, conceden al hijo que es mayor de edad el tomar estado sin este requisito cuando razón de valía no se oponga.

Rafaela, que no había sentido ni inspirado más amores que el de su hermano, que había marchado con su regimiento a la Habana, y el de su primo Matías, quería a éste con ternura, y con ésta y la suavidad de su carácter sabía templar los violentos arranques de su genio, por lo cual la mujer del guarda solía decirle: «Matías, si no fuese por Rafaela que es tu buen ángel, tan bravío y fiera eres tú como tu padre».

Rafaela, entretanto, había ido empleando su salario en reunir su ajuar con la satisfacción que se siente en poseer y disfrutar los bienes adquiridos con el propio honrado y trabajo; pero antes que en lo agradable, había pensado Rafaela en lo útil. No se había comprado vestidos ni pañolones de espumilla, sino que había convertido sus salarios en el ruidoso almirez, amado ruiseñor de nuestras maritornes culinarias, el que competía en brillo con el velón; éste, con sus cuatro piqueras, que miraban a los cuatro puntos cardinales, parecía, en amor y compañía de los periódicos, esparcir sus luces sobre las cuatro partes del mundo. La caldera para colar la ropa y las planchas para alisarla, esos indispensables auxiliares del aseo; algunas tazas, platos, ollas y cazuelas estaban colocados con grande orden en primer término delante de una cama con su buen colchón, sábanas y vistosa colcha, que era el costoso regalo de novia de su buena señora. Sus señoritas habían ofrecido a Rafaela regalarle el vestido de novia, de lanita, lo que la había alborozado; pero no así la condición que para dárselo habían puesto, y era que al recibirlo había de decir: ¡Viva el duque, mi señor! A esto se resistía horripilada.

Un día que las señoritas volvían de haber ido a las tiendas, enseñaron a Rafaela una gran cantidad de muestras de lindas telas, para que escogiese la que más le agradase. Terrible fue para la pobre muchacha, a la que tanta falta hacía aquel vestido; pero no sucumbió a la tentación, y siguió negándose, no diremos obstinadamente, sino digna y valerosamente, pues recordaba el baldón y desgracia que sufrió en parecidas circunstancias su pobre padre.

Entonces la señora, compadecida, dijo a sus hijas.

—No insistáis, que la hacéis sufrir inútilmente; contentaos con que diga: «¡Viva don Alonso de Aguilar!».

Los lectores recordarán que don Alonso Fernández de Córdova, señor de Aguilar, que lo compró al rey Alfonso IX, fue el primer dueño y señor de Castro.

A decir esto no tuvo Rafaela reparo, ignorando los antecedentes, y prorrumpió en un sincero ¡viva don Alonso de Aguilar! Por lo cual se encontró feliz poseedora de su vestido de novia.

Hase dicho que las paredes tienen oídos, y se debía añadir que tienen bocas para repetir lo que oyen.

Aunque en la anterior descrita escena no había presentes sino Rafaela y las señoras de la casa, las paredes, a pesar de su aparente formalidad, hubieron de repetir lo ocurrido, con la malicia de aplicar el viva de Rafaela al duque, su señor.

Sabido es que nada corre más que una mala noticia, a no ser una calumnia, y bajo estas dos agilidades llegó tan luego a Castro del Río la voz de que Rafaela, por tal que la regalasen un vestido, había gritado el ominoso viva.

Pocos días después vino a verla la mujer del guarda, acompañada como siempre de Matías: pero la cara de éste, que tenía siempre, según la expresión popular, fuño, en esta ocasión estaba tan adusta y sombría, que la pobre Rafaela, pasando en un instante de la más franca alegría a la más viva inquietud, le preguntó azorada:

—Matías, ¿qué traes?

—Seis leguas andadas —respondió con aspereza el interrogado.

—No es eso lo que te encapota, Matías; algo traes cocido por dentro.

—Pues sábete que vengo a decirte que ya no me caso.

La pobre huérfana, que tan inesperadamente vio quebrarse el solo lazo de cariño que le unía a sus semejantes, puso ambas manos sobre su corazón, que le pareció iba a quebrarse, y cayó ahogada por sus sollozos sobre una silla.

—Mira tú —le dijo la mujer del guarda—, mira tú que el muy papanatas ha dao crédito a las habladurías del lugar, que dicen que por un vestido has dicho tú: «¡Viva el duque, mi señor!».

—Es mentira, es muchísima mentira, mentira tan descarada como el sol de Junio! —repuso indignada y poniéndose de pie la acusada.

—Ya lo decía yo —exclamó con aire de triunfo la mujer del guarda dirigiéndose a Matías; pero éste permanecía mustio y desconfiado.

Entonces la pobre muchacha corrió bañada en lágrimas a suplicar a su bondadosa señora que viniese a atestiguar el que no había pronunciado la deshonrosa frase.

La autoridad de aquella noble y respetable señora era tal, tan autorizado su fallo, que Matías, que lo que deseaba era ser convencido, lo estuvo desde el momento que esta señora le aseguró que Rafaela no había dicho «¡viva el duque, mi señor!» y sí sólo «¡viva don Alonso de Aguilar!».

Pero a veces, y como haciendo paréntesis en las dulces expansiones de la reconciliación, Matías preguntaba con algún recelo: pero, Rafaela, ¿tú a qué santo dijiste: viva don Alonso de Aguilar?

—¿No ves —contestaba ella— que este nombre dijo la señora, que es tan buena, para que se contentasen las señoritas, como hubiera dicho Periquillo, Sarmiento o Juan de las Viñas?

Poco tiempo después, a pesar de la oposición de su padre, que era más violenta desde que había hallado en lo que se dijo de Rafaela una razón en qué fundar su oposición, se casaron Rafaela y Matías, y se establecieron en Castro.

Años pasaron, pero no pudieron extinguir ni aun mitigar el injusto, amargo y profundo resentimiento que abrigaba el iracundo y obstinado de ser viejo hacia su hijo y su sobrina. A pesar de ser aquél un cumplido hombre de bien y ella un dechado de esposas y de madres, no hablaba de ellos sino para infamarlos. Esto lo sabía Matías, que, a su vez, y a pesar de las cristianas reflexiones de su buena mujer, abrigaba hondo resentimiento hacia su padre.

La muerte de su madre, baldada hacía años, había traído a Matías a la casa paterna, en la que desabridamente fue recibido por el tío Prisco; esto, y en aquellos momentos, acabó de exasperar a su hijo, que iba allí a cumplir un deber sagrado, y como si lo que ya había hecho no satisficiese al díscolo y rencoroso anciano, apenas salió el cadáver de la casa, concluidas las ceremonias y cumplidos que son de uso, el padre se encaró con el hijo y le intimó que saliese, añadiendo con rudeza y altivez la orden de no volver a pisar su casa.

—El cuidado será mío —repuso irritado el hijo— que me sobra vergüenza para no presentarme donde a mí y a mi mujer, sin motivo ni razón, se nos infama y envilece.

—¿Sin razón dices? —exclamó el padre con violenta explosión de coraje—, ¿sin razón dices, tú que te has casado contra la voluntad de tu padre, tunante?

—Señor —repuso, pálido el rostro, encendidos los ojos, Matías—, tenga su mercé en cuenta que si soy hijo soy también hombre, y hombre cuya honra no ha de dejar mancillar ni aun a su padre.

—¡Honra! ¿Pues acaso la tienes? —repuso con recalcada expresión de desprecio el padre.

—¡Señor!... —gritó Matías exasperado—, cuenta con lo que habláis, que sanan cuchilladas, pero no malas palabras.

—Envilecido, sinvergüenza, ¿acaso no sabes que el que a los suyos trae la lepra los enferma y no sana, y te has casado a sabiendas con una mujer, que lo propio que su padre ha perdido la honra?

Al oír estas últimas palabras, Matías, lívido de furor, fuera de sí, se abalanzó al anciano, y su crispada mano cayó sobre el rostro de su padre, que se bamboleó al empuje que recibió, y cayendo sobre la silla en que había estado sentado, exclamó con voz ahogada y estridente:

—¡Maldito! ¡Maldito! Has puesto la mano en el rostro de tu padre; permita Dios que no vuelvas a ver más dónde la pones.

Al llegar Matías a su casa dijo a su mujer que sentía un vehemente dolor en el ojo izquierdo, dolor que se le fue aumentando al par que su angustia al sentir igual dolor en el ojo derecho; cuando llegó el médico que fueron a requerir, Matías estaba ciego.

Habían pasado años cuando tuvo que ir a Castro del Río un pariente de las señoras en cuya casa había servido Rafaela, y éstas, llenas de bondadoso interés, le encargaron que viese a su antigua criada y les trajese noticias de ella.

Llegado que hubo, preguntó al dueño del mesón por ella y por su casa.

—Y muy buena y propia que la tienen aquí a la vuelta —contestó el interrogado—. Esas gentes están muy bien arropaditas. A la mujer se le murió un hermano que tenía aguas allá, que desde soldado había ascendido a oficial, y que le dejó sus ahorros, con los que compraron unas hazas de tierra y la casa en que viven descansaditos, sin deber nada a nadie, sino su alma a Dios; tan bien están, que se han llevado a su padre de él consigo.

—¿Cómo ha sido eso? —preguntó el forastero—; mis primas creían que estaban reñidos por haberse casado Matías contra la voluntad de su padre.

—Así fue por muchos años; pero el tío Prisco enfermó, se puso perlático, y aunque era más bravío y amargo que la retama, y malo de esta que corre —añadió señalando una de las venas de su brazo—, que quien dice la verdad ni peca ni miente, la enfermedad y el desamparo lo amansaron, y ya es un sol puesto.

El cura habló a Rafaela, que es la paz de Dios; ésta habló a su marido, y fueron ambos a ver al padre y se lo trajeron a su casa, en la que lo cuidan y miman a cual más.

El caballero siguió la dirección que le habían dado y entró en una casa que, aunque pobre, tenía buenas proporciones, y en la que reinaba gran aseo y orden.

Rafaela, que lo reconoció por haberlo visto en casa de sus señoras, salió alegre y obsequiosa a su encuentro y lo introdujo en la habitación común. Allí vio sentado con semblante sereno y apacible a un hombre como de cuarenta años, al que Rafaela dijo llena de júbilo:

—Matías, aquí está el primo de mis amas, que han encargado de verme y llevarles noticias de mí; ¡mira qué bondad tan buena!

El interpelado volvió su sereno rostro hacia la puerta, dando cortésmente la bienvenida al recién entrado, el que entonces pudo notar que el marido de Rafaela estaba ciego, lo que le llevó a hacer un gesto de sorpresa. Rafaela, que lo notó, le dijo:

—Sí, señor; ¡mi pobre Matías ha perdido la vista! No se le conoce mucho por tener sus ojos sanos y abiertos; pero ¡ay, señor! son dos pesetas falsas.

En este momento entró en el aposento, sostenido por una linda niña de diez años, un agobiado anciano cuyos movimientos entrababa la parálisis.

Al oír sus pasos, el ciego se puso de pie, y Rafaela se apresuró a arrimar un tosco pero cómodo sillón de anca, en el que, ayudada de la niña, hizo sentar al anciano.

—Pero —preguntó a Matías el forastero —¿no ha consultado usted para su curación a algún hábil facultativo?

—En muchas ocasiones, señor, para obedecer a mi padre y dar gusto a Rafaela —contestó el interrogado—; pero todos los médicos de consuno han dicho que mi ceguera no tiene remedio, y yo me he alegrado.

—¡Alegrado! —exclamó el forastero.

—Sí, señor; porque mi ceguera es el dedo de Dios, es un castigo, y asina mientras más sufro y expío mi culpa, más se aligera el pesar y arrepentimiento que me inspira, y se aumenta en mi alma la esperanza del perdón que pido.

—Y yo —añadió el anciano, en el que la enfermedad y los años habían amansado su genio indómito— llevo, si no con placer, con resignación, mis crueles padeceres, que son también un castigo, pues no es el que comete la culpa el solo culpable, que lo es también el que a la culpa provoca. Ambos, señor, fuimos culpables; a ambos nos ha castigado visiblemente Dios; ambos sufrimos resignados su justicia, y ambos, arrepentidos, esperamos de su misericordia el perdón que le pedimos.


Publicado el 12 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
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