Las Guerras de los Judíos

Flavio Josefo


Crónica, Historia


Prólogo de Flavio Josefo a los Siete Libros de las Guerras de los Judíos
Vida de Flavio Josefo
Libro primero
Capítulo I. En el cual se trata de la destrucción de Jerusalén hecha por Antíoco.
Capítulo II. De los príncipes que sucedieron desde Jonatás hasta Aristóbulo.
Capítulo III. Que trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano, Judas, Eseo, Alejandro, Teodoro y Demetrio.
Capítulo IV. De la guerra de Alejandro con Antíoco y Areta, y de Alejandro e Hircano.
Capítulo V. De la guerra que tuvo Hircano con los árabes, y cómo fué tomada la ciudad de Jerusalén.
Capítulo VI. De la guerra que Alejandro tuvo con Hircano y Aristóbulo.
Capítulo VII. De la muerte de Aristóbulo, y de la guerra de Antipatro contra Mitrídates.
Capítulo VIII. De cómo fué acusado Antipatro, delante de César, del pontificado de Hircano, y cómo Herodes movió guerra.
Capítulo IX. De las discordias y diferencias de los romanos después de la muerte de César, y de las asechanzas y engaños de Malico.
Capítulo X. Cómo fué Herodes acusado y cómo se vengó de la acusación.
Capítulo XI. De la guerra de los partos contra los judíos, y de la huída de Herodes y de su fortuna.
Capítulo XII. De la guerra de Herodes, en el tiempo que volvía de Roma a Jerusalén, contra los ladrones.
Capítulo XIII. De la muerte de Josefo; del cerco de Jerusalén puesto Por Herodes, y de la muerte de Antígono.
Capítulo XIV. De las asechanzas de Cleopatra contra Herodes, y de la guerra de Herodes contra los árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció.
Capítulo XV. Cómo Herodes fué proclamado Por rey de toda Judea.
Capítulo XVI. De la ciudades y edificios renovados y nuevamente edificados por Herodes, y de la magnificencia Y liberalidad que usaba con las gentes extranjeras, y de toda m prosperidad.
Capítulo XVII. De la discordia de Herodes con sus hijos Alejandro y Aristóbulo.
Capítulo XVIII. De la conjuración de Antipatro contra su padre.
Capítulo XIX. De la ponzoña que quisieron dar a Herodes, y cómo fué hallada.
Capítulo XX. De cómo fueron halladas y vengadas las traiciones y maldades de Antipatro contra Herodes.
Capítulo XXI. Del águila de oro y de la muerte de Antipatro y Herodes.
Libro Segundo
Capítulo I. De los sucesos de Herodes, y de la venganza del Águila de oro que robaron.
Capítulo II. De la batalla y muertes que hubo en Jerusalén entre los judíos y sabinianos.
Capítulo III. De lo que Varrón hizo con los judíos que mandó ahorcar.
Capítulo IV. De las acusaciones contra Arquelao, y de la división. de todo el reino hecha por César.
Capítulo V. Del mancebo que fingió falsamente ser Alejandro, y cómo fué preso.
Capítulo VI. Del destierro de Arquelao.
Capítulo VII. Del galileo Simón y de las tres sectas que hubo entre los judíos.
Capítulo VIII. Del regimiento de Piloto y de su gobierno.
Capítulo IX. De la soberbia grande de Cayo y de Petronio, su presidente en Judea.
Capítulo X. Del imperio de Claudio, del reino de Agripa y de su muerte.
Capítulo XI. De muchas y varias revueltas que se levantaron en Judea y en Samaria.
Capítulo XII. De las revueltas que acontecieron en Judea en tiempo de Félix.
Capítulo XIII. De Albino y Floro, presidentes de Judea.
Capítulo XIV. De la crueldad que Floro ejecutaba contra los de Cesárea y Jerusalén.
Capítulo XV. De otra matanza y destrucción hecha en Jerusalén.
Capítulo XVI. De lo que hizo el tribuno Policiano, y del razonamiento que Agripa hizo a los judíos, aconsejándoles que obedeciesen a los romanos.
Capítulo XVII. En el cual se trata cómo comenzaron los judíos a rebelarse contra los romanos.
Capítulo XVIIII. De la muerte del Pontífice Ananías, de la de Manahemo y de los soldados romanos.
Capítulo XIX. Del estrago y matanza grande de los judíos, hecho en Cesárea y en toda Siria.
Capítulo XX. De otra muy gran matanza de los judíos.
Capítulo XXI. Cómo los judíos que vivían en Alejandría fueron muertos.
Capítulo XXII. Del estraga y muertes que Cestio mandó hacer de los judíos. 
Capítulo XXIII. De la guerra de Cestio contra Jerusalén.
Capítulo XXIV. De cómo Cestío puso cerco a Jerusalén, y del estrago que en su ejército hicieron los judíos. 
Capítulo XXV. De la crueldad que los damascenos usaron contra los judíos, y de la diligencia de Josefo, autor de esta historia, hecha en Galilea. 
Capítulo XXVI. De los peligros que pasó Josefo, y cómo se libró de ellos, y de la malicia y maldades de Juan Giscaleo. 
Capítulo XVII. Cómo Josefo cobró a Tiberia y Séfora. 
Capítulo XXVIII. De qué manera se aparejaron y pusieron en orden los de Jerusalén para la guerra, y de la tíranía de Simón Giora. 
Libro Tercero
Capítulo I. De la vida del capitán Vespasiano, y de dos batallas de los judíos.
Capítulo II. En el cual se describen Galilea, Samaria y Judea.
Capítulo III. Del socorro que fué enviado a los se foritas, y de la disciplina y usanza de los romanos en las cosas de la guerra.
Capítulo IV. Cómo Plácido vino contra Jotapata.
Capítulo V. Cómo Vespasiano vino contra las ciudades de Galilea.
Capítulo VI. Cómo fué combatida Gadara.
Capítulo VII. Del cerco de Jotapata.
Capítulo VIII. Del cerco de los de Jotapata por Vespasiano, y de la diligencia de Josefo, y de lo que los judíos hacían contra los romanos.
Capítulo IX. Cómo Vespasiano combatió a Jotapata: de los ingenios y otros instrumentos de guerra que para ello tenía.
Capítulo X. De otro combate que los romanos dieron a los de Jotapata.
Capítulo XI. Cómo Trajano y Tito ganaron combatiendo a Jafa, y la matanza que allí hicieron.
Capítulo XII. Cómo Cercalo venció a los de Samaria.
Capítulo XIII. De la destrucción de Jotapata.
Capítulo XIV. De qué manera se libró Josefo de la muerte.
Capítulo XV. Cómo Jope fué tomada otra vez y destruida.
Capítulo XVI. Cómo se rindió Tiberíada.
Capítulo XVII. De cómo fué cercada Tarichea.
Capítulo XVIII. De la laguna de Genasar, y las fuentes del Jordán.
Capítulo XIX. De la destrucción de Tarichea.
Libro Cuarto
Capítulo I. De cómo fueron cercados los gamalenses.
Capítulo II. Cómo Plácido ganó el monte Itaburio.
Capítulo III. De la destrucción de Gamala.
Capítulo IV. Cómo Tito tomó a Giscala.
Capitulo V. En el cual se comienza a contar el principia de la destrucción de Jerusalén.
Capítulo VI. De la venida de los idumeos en socorro de los de Jerusalén, y de lo que hicieran.
Capítulo VII. De la matanza de los judíos hecha por los idumeos.
Libro Quinto
Capítulo I. De otro estrago hecho en Jerusalén, y cómo los idumeos se volvieron, y de la crueldad de los zelotes.
Capítulo II. De la discordia que había entre los de Jerusalén.
Capítulo III. Del estrago de los gadarenses, y cómo se rindieron.
Capítulo IV. De ciertos lugares que fueron tomados, y la descripción de la ciudad de Hierichunta.
Capítulo V. De la laguna del Asfalte.
Capítulo VI. De la destrucción de Gerasa, y juntamente de la muerte de Nerón, Galba y Othón.
Capítulo VII. De Simón Geraseno, príncipe de la nueva conjuración.
Capítulo VIII. En el cual se cuenta el fin de Galba, Othón, Vitelio y lo que Vespasiano hacía.
Capítulo IX. De los hechos de Simón contra los zelotes.
Capítulo X. De cómo Vespasiano fué elegido emperador.
Capítulo XI. De la descripción de Egipto y de Faro.
Capítulo XII. Cómo el emperador Vespasiano dió libertad a Josefo.
Capítulo XIII. De las costumbres de Vitelio y de su muerte.
Capítulo XIV. Cómo Vespasiano envió a su hijo Tito para acabar la guerra con los judíos.
Libro Sexto
Capítulo I. De los tres bandos en que estaba dividida Jerusalén, y de los finales que por ello se hacían.
Capítulo II. Del peligro en que Tito se vió queriendo poner cerco a Jerusalén.
Capítulo III. De las escaramuzas y salidas de los judíos contra los romanos, mientras éstos asentaban su campo.
Capítulo IV. De una pelea o revuelta que los judíos tuvieran entre sí el día de la fiesta del pan cenceño.
Capítulo V. Del engaño que los judíos hicieron a los soldados romanos
Capítulo VI. De la descripción notable de la ciudad y templo de Jerusalén.
Capítulo VII. En el cual se cuenta cómo los judíos rehusaron rendirse a los romanos, y cómo los acometieron.
Capítulo VIII. De cómo cayó la una torre, y cómo los romanos ganaron los dos muros.
Capítulo IX. De cómo un judío llamado Castor se burlaba de los romanos.
Capítulo X. De cómo los romanos ganaron por dos veces el segundo muro.
Capítulo XI. De los montes que Tito mandó levantar contra el tercer muro. De la larga oración que Josefo hizo a los de la ciudad por que se rindiesen, y del hambre que los de dentro, estando cercados, padecieron.  
Capítulo XII. En el cual se trata de los judíos que fueron crucificados, y de los montes que fueron también quemados.
Capítulo XIII. Del micro que los romanos levantaron en el cerco de Jerusalén en espacio de tres días.
Capítulo XIV. Del hambre que los de Jerusalén padecían, y de cómo fue el segundo monte levantado.
Capítulo XV. De la matanza que fué hecha en los judíos de fuera y dentro d e Jerusalén.
Capítulo XVI. Del sacrilegio que se hacía en el templo, del número de muertos en la ciudad, y de la gran hambre que dentro padecían.

Prólogo de Flavio Josefo a los Siete Libros de las Guerras de los Judíos

Porque la guerra que los romanos hicieron con los judíos es la mayor de cuantas muestra edad y nuestros tiempos vieron, y mayor que cuantas hemos jamás oído de ciudades contra ciudades y de gentes contra gentes, hay algunos que la escri­ben, no por haberse en ella hallado, recogiendo y juntando cosas vanas e indecentes a las orejas de los que las oyen, a manera de oradores: y los que en ella se hallaron, cuentan cosas falsas, o por ser muy adictos a los romanos, o por abo­rrecer en gran manera a los judíos, atribuyéndoles a las veces en sus escritos vituperio, y otras loándolos y levantándolos; pero no se halla m ellos jamás la verdad que la historia re­quiere; por tanto, yo, Josefo, hijo de Matatías, hebreo, de linaje sacerdote de Jerusalén, pues al principio peleé con los romanos, y después, siendo a ello por necesidad forzado, ‑me hallé en todo cuanto pasó, he determinado ahora de hacer saber en lengua griega a todos cuantos reconocen el imperio romano, lo mismo que antes había escrito a los bárbaros en lengua de mi patria: Porque cuando, como dije, se movió esta gravísima guerra, estaba con guerras civiles y domésticas muy revuelta la república romana.

Los judíos, esforzados en la edad, pero faltos de juicio, viendo que florecían, no menos en riquezas que en fuerzas grandes, supiéronse servir tan mal ¿el tiempo, que se levan­taron con esperanza de poseer el Oriente, no menos que los romanos con miedo de perderlo, en gran manera se amedren­taron. Pensaron los judíos que se habían de rebelar con ellos contra los romanos todos los demás que de la otra parte del Eufrates estaban. Molestaban a los romanos los galos que les son vecinos: no reposaban los germanos: estaba el universo lleno de discordias después JA imperio de Nerón; había mu­chos que con la ocasión de los tiempos y revueltas tan grandes, pretendían alzarse con el imperio; y los ejércitos todos, por tener esperanza de mayor ganancia, deseaban revolverlo todo.

Por cosa pues, indigna, tuvo que dejar de contar la verdad de lo que en cosas tan grandes pasa, y hacer saber a los partos, a los de Babilonia, a los más apartados árabes y a los de mi nación que viven de la otra parte del Eufrates, y a los adia­benos, por diligencia mía, que tal y cual haya sido el principio de tan gran guerra, y cuántas muertes, y qué estrago de gente pasó en ella, y qué fin tuvo; pues los griegos y muchos de los romanos, aquellos ti lo menos que no siguieron la guerra, engañados con mentiras y con cosas fingidas con lisonja, no lo entienden ni lo alcanzan, y osan escribir historias; las cua­les, según mi parecer, además que no contienen cosa alguna de lo que verdaderamente pasó, pecan también en que Pierden el hilo de la historia, y se pasan a contar otras cosas; Porque queriendo levantar demasiado a los romanos, desprecian en gran manera a los judíos y todas sus cosas. No entiendo, Pues, yo ciertamente cómo pueden parecer grandes los que han aca­bado cosas de poco. No se avergüenzan DEL largo tiempo que en la guerra gastaron, mi de la muchedumbre de romanos que en estas guerras largo tiempo con gran trabajo fueron dete­nidos, mi de la grandeza de los capitanes, cuya gloria, en ver­dad, es menoscabada, si habiendo trabajado y sufrido mucho por ganar a Jerusalén, se les quita porte o algo del loor que, por haber tan Prósperamente acabado cosas tan importantes, merecen.

No he determinado levantar con alabanzas a íos míos, por contradecir a los que dan tanto loor y levantan tanto a los romanos: antes quiero contar los hechos de los amos y de los otros, sin mentira y sin lisonja, conformando las palabras con los hechos, perdonando al dolor y afición en llorar y lamentar las muertes y destrucciones de mi patria y ciudades; porque testigo es de ello el emperador y César Tito, que lo ganó todo, como fue destruido por las discordias grandes de los naturales, los cuales forzaron, juntamente con los tiranos grandes que se habían levantado, que los romanos pusiesen fuego a todo, y abrasasen el sacrosanto templo, teniendo todo el tiempo de la guerra misericordia grande del pobre pueblo, al cual era prohibido hacer lo que quería por aquellos revolvedores sediciosos; y aun muchas veces alargó su cerco más tiempo de lo que fuera necesario, por no destruir la ciudad, solamente Porque los que eran autores de tan gran guerra, tuviesen tiempo para arrepentirse.

Si por ventura alguno viere que hablo mal contra los tira­nos o de ellos, o de los grandes latrocinios y robos que hacían, o que me alargo en lamentar las miserias de mi Patria, algo más de lo que la ley de la verdadera historia requiere, suplícole dé perdón al dolor que a ello me fuerza; porque de todas las ciudades que reconocen y obedecen al imperio de los romanos, no hubo alguno que llegase jamás a la cumbre de toda feli­cidad, sino la nuestra; ni hubo tampoco alguna que tanto mi­seria padeciese, y al fin fuese tan miserablemente destruida.

Si finalmente quisiéramos comparar todas las adversidades y destrucciones que después de criado el universo han acon­tecido con la destrucción de los judíos, todas las otras son ciertamente inferiores y de menos tomo; pero no podemos decir haber sido de ellas autor ni causa hombre alguno ex­traño, por lo cual será imposible dejar de derramar muchas lágrimas y quejas. Si me hallare alguno tan endurecido, y juez tan sin misericordia, las cosas que hallará contadas recíbalas Por historia verdadera; y las lágrimas y llantos atribúyalos al historiador de ellas, aunque con todo puedo maravillarme y aun reprender a los más hábiles y excelentes griegos, que habiendo pasado en sus tiempos cosas tan grandes, con las cuales si queremos comparar todas las guerras pasadas, Parecen muy pequeñas y de poca importancia, se burlan de la elegancia y facundia de los otros, sin hacer ellos algo; de los cuales, aunque Por tener más doctrina y ser más elegantes, los venzan, son todavía ellos vencidos por el buen intento que tuvieron y por haber hecho más que ellos. Escriben ellos los hechos de los asirios y de los medos, como si fueran mal escritos por los historiadores antiguos; y después, viniendo a escribirlos, son vencidos no menos en contar la verdad de lo que en verdad pasó, que lo son también en la orden buena y elegancia; porque trabaja cada uno en escribir lo que había visto y en verdad pasaba; parte por haberse bailado en ello, y parte también por cumplir con eficacia lo que prometían, teniendo por cosa deshonesta mentir entre aquellos que sabían muy bien la verdad de lo que pasaba.

Escribir cosas nuevas y no sabidas antes, y encomendar a los descendientes las cosas que en su tiempo Pasaron, digno es ciertamente de 1oor y digno también que se crea. Por cosa de más ingenio ' y de mayor industria se tiene hacer una historia nueva y de cosas nuevas, que no trocar el orden y dis­posición dada por otro; pero yo, con gastos y con trabajo muy grande, siendo extranjero y de otra nación, quiero hacer historia de las cosas que pasaron, por dejarías en memoria a los griegos y romanos. Los naturales tienen, las bocas abiertas y aparejadas para pleitos para esto tienen sueltas las lenguas, pero para la historia, en la cual han de contar la verdad y han de recoger todo lo que pasó con grande ayuda y tramo, en esto enmudecen, y conceden licencia y poder a los que menos saben y menos pueden, para escribir los hechos y hazañas hechas por los príncipes. Entre nosotros se honra verdad de la historia; ésta entre los griegos es menospre­ciada; contar el principio de los judíos, quiénes hayan sido y de qué manera se libraron de los egipcios, qué tierras y cuán diversas hayan pasado, cuales hayan habitado y cómo hayan de ellas partido, no es cosa que este tiempo la requería, y además de esto, por superfluo e impertinente lo tengo; porque hubo muchos judíos antes de mí que dieron de todo muy verdadera relación en escrituras públicas, y algunos griegos, vertiendo en su lengua lo que habían los otros escrito, no se aportaron muy lejos de la verdad; pero tomaré yo el principio de mi historia donde ellos y nuestros pro­fetas acabaron. Contaré la guerra hecha en mis tiempos con la mayor diligencia y lo más largamente que me fuera Po­sible; lo que pasó antes de mi edad, y es más antiguo, pasa­rélo muy breve y sumariamente. De qué manera Antíoco, llamado Epifanes, habiendo ganado a Jerusalén, y habiéndola tenido tres años y seis meses bajo de su imperio, fue echado de ella por los hijos de Asamoneo; después, cómo los descen­dientes de éstos, por disensiones grandes que sobre el reino tuvieron, movieron a Pompeyo y a los romanos que viniesen a desposeerlos y privarles de su libertad. De qué manera He­rodes, hijo de Antipatro, dio fín a la Prosperidad y potencia de ellos, con la ayuda y socorro de Sosio. Cómo también, des­pués de muerto Herodes, nació la discordia entre ellos y el pueblo, siendo emperador Augusto, y gobernando las pro­vincias y tierras de Judea Quintilio Varón; qué guerra se levantó a los doce años del imperio de Nerón, de cuántas cosas y daños fue causa Cestio, cuántas cosas ganaron los judíos luego en el principio, de qué manera fortalecieron su gente ‑natural, y cómo Nerón, Por causa del daño recibido por Cestio, temiendo mucho al estado del universo, hizo capitán general a Vespasiano, y éste después entró por Judea con el hijo mayor que tenía, y con cuán grande ejército de gente romana, cuan gran porte de la gente que de socorro tenía fue muerta por todo Galilea, y cómo tomó de ella algunas ciudades Por fuerza y otras por habérsele entregado.

Contaré también brevemente la disciplina y usanza de los romanos en las cosas de la guerra; el cuidado que de sus cosas tienen; la largura y espacio de las dos Galileas, y su naturaleza; los fines y términos de Judea. Diré particular­mente la calidad de esta tierra, las lagunas, las fuentes; los males que lo ciudades que por fuerza tomaron, Padecieron, y en contarlo no pasaré de lo que a la verdad fielmente he visto y aun padecido; no callaré mis miserias y desdichas, pues las cuento a quien las sabe y las vio.

Después, estando ya el estado de los judíos muy que­branto, cómo Nerón murió, y cómo Vespasiano, habiendo tomado su camino hacia Jerusalén, fue detenido por causa del imperio; las señales que lo fueron mostrados por decla­ración de su imperio; las mutaciones y revueltos que hubo en Roma, y cómo fue declarado emperador, contra su voluntad, por toda lo gente de guerra, y cómo partiendo después para Egipto, por reformar las cosas del emperio, fue perturbado el estado y todas las cosas de los judíos por revueltas y sedi­ciones domésticas; de qué manera fueron sujetados a tiranos, y cómo éstos después los movieron a discordias y sediciones muy grandes. Volviendo Tito después de Egipto, vino dos veces contra Judea, y entró las tierras; de qué manera juntó su ejército, y en qué lugar; cuántas veces fue la ciudad afli­gida, estando él Presente, con internas sediciones; los montes o caballeros que contra la ciudad levantó. Diré también la grandeza y cerco de los muros; la munición y fortaleza de la ciudad; la disposición y orden del templo; el espacio del altar y su medida; contaré algunas costumbres de la fiestas, y las siete lustraciones y oficios del sacerdote.

Hablaré de las vestiduras del Pontífice, y de qué manera eran las cosas santas del templo también lo contaré, sin co­llar de todo algo, y sin añadir palabra en todo cuanto había.

Declararé después la crueldad de los tiranos que en Judea se levantaron con sus mismos naturales; la humanidad y cle­mencia de los romanos con la gente extranjera; cuántas veces Tito, deseando guardar la ciudad y conservar el templo, com­pelió a los revolvedores a buscar y pedir la paz y la con­cordia.

Daré particular razón y cuenta de las llagas y desdichas de todo el pueblo, y cuántos males sufrieron, unas veces por guerra, otras por sediciones y revueltos, otras por hambre, y cómo a la postre fueron presas. No dejaré de contar las muertes de los que huían, mí el castigo y suplicio que los cautivos recibieron; menos cómo fue quemado, contra la vo­luntad de César, todo el templo; cuánto tesoro y cuán gran­des riquezas con el fuego perecieron, mí la general matanza y destrucción de la principal ciudad, en la cual todo el estado de Judea cargaba.

Contaré las señales y portentos maravillosos que antes de acontecer casos tan horrendos se mostraron; cómo fueron cautivados y presos los tiranos, y quiénes fueron los que vinieron en servidumbre, y cuán gran muchedumbre; qué fortuna hubieron finalmente todos. Cómo los romanos pro­siguieron su victoria, y derribaron de raíz todos los fuertes y defensas de los judíos, y cómo ganando Tito todas estas tierras, las redujo a su mandato, y su vuelta después a Italia, y luego su triunfo.

Todo esto que he dicho, lo be escrito en siete libros, más por causa de los que desean saber la verdad, que por los que con ello se huelgan, trabajando que no pueda ser vituperado por los que saben cómo pasaron tales cosas, ni por los que en ella se hallaron. Daré Principio a mi historia cm el mismo orden que sumariamente lo he contado.

Vida de Flavio Josefo

No soy yo de bajo linaje, sino vengo por línea antigua de sacerdotes: y, ciertamente, tener derecho de sacerdote y parentesco con ellos es testimonio entre nosotros de ilustre linaje, así como entre otros son otras las causas que hay para juzgar de la nobleza; y yo, no solamente traigo mi origen de linaje de sacerdotes, sino de la principal familia de aquellas veinticuatro, entre las cuales hay no pequeña diferencia: y también por la parte de mi madre soy de casta real, porque la casa de los Asamoneos, de donde ella desciende, tuvo mucho tiempo el reino y sacerdocio de nuestra nación. Ahora contaré sucesivamente el orden de mi genealogía.

Mi cuarto abuelo fue Simón, por sobrenombre Psello, en tiempo que Hircano, el primero de este nombre, hijo del pontífice Simón, tuvo el sumo sacerdocio. Este Simón Psello tuvo nueve hijos, y uno de ellos fue mi tatarabuelo, Matías de Aphlie por sobrenombre: éste hubo de una hija del sumo pontífice Jonathás a Mattía Curto, mi bisabuelo, el primer año del pontificado del príncipe Hircano: este Mattía Curto engendró a Josefo, mi abuelo, a los nueve años del reino de Alejandro, el cual engendró a Matatías a los diez años que Archelao, reinaba. Este Matatías me engendró a mí el primer año del imperio de Cayo César; y yo tengo tres hijos, de los cuales el mayor, que se llama Hircano, nació el cuarto año del emperador Vespasiano; luego al séptimo año me nació otro llamado justo, y al noveno año otro, que se dice Agripa.

He trasladado aquí, sin hacer caso de las calumnias de gente desvergonzada, esta sucesión de mi linaje, como está sentada en los padrones públicos que hay de los linajes.

Mi padre, pues, Matatías, fue hombre tenido en mucho, no sólo por su nobleza, pero mucho más por su virtud, por cuya causa fue conocido en toda Jerusalén cuan grande es. Yo, desde mi niñez, con un hermano mío de padre y madre, llamado Matatías, anduve al estudio, y aproveché notable­mente, y di muestra de aventajarme tanto en entendimiento y memoria, que cuando había catorce años, ya tenía fama de letrado, y tomaban consejo conmigo los pontífices y princi­pales del pueblo sobre el sentido más entrañable de la ley. Después, ya que entré en los dieciséis años de mi edad, deter­miné ver a qué sabían las sectas que había entre nosotros, que, como hemos dicho, eran tres: de fariseos, de saduceos y de esonios; porque pensaba elegiría después con mayor faci­lidad alguna de ellas, si todas las supiese. Así que caminé por todas tres con mal comer, peor vestir y con grande tra­bajo, y no contento aún con esta experiencia, como oí decir de un hombre llamado Bano, que vivía en el desierto, vis­tiéndose del aparejo que hallaba en los árboles y sustentándose de cosas que de suyo produce la tierra, y bañándose, por con­servar la castidad, muy a menudo de noche y de día en agua fría, comencé a imitar la forma de vivir de éste, y gasté tres años en su compañía, y después de haber alcanzado lo que deseaba, volvime a la ciudad. Ya tenía diecinueve años cuan­do comencé a vivir en la ciudad, y apliquéme a guardar los estatutos de los fariseos, que son los que más de cerca se llegan a la secta de los estoicos entre los griegos.

Cuando cumplí veintiséis años sucedió que hube de ir a Roma por la causa que diré: en tiempo que Félix era procu­rador de Judea, envió a Roma presos, por culpa harto liviana, a unos sacerdotes, mis amigos, hombres de bien y honestos, para que allí tratasen su causa delante del César: yo, por librarles en alguna manera del peligro, principalmente por­que entendí que no hablan dejado de tener cuidado en lo que tocaba a la religión, aunque puestos en trabajo, y que sustentaban su vida con unas nueces y unos higos, vine a Roma, pasando hartos peligros en la mar, porque la nao en que íbamos se anegó en medio del mar Adriático, y andu­vimos nadando toda la noche seiscientos hombres, y a la mañana Dios nos favoreció, y vimos un navío del puerto de Cirene, que recogió casi a ochenta de nosotros, los que nadando tuvimos mejor dicha. De esta manera escapé, y lle­gué a Dicearchiaii o Puteolos, como los italianos más quie­ren llamarlo, y tomé conversación con un representante de comedias, llamado Alituro, que era judío de linaje, y Nerán le quería bien.

Por medio de éste, luego que fui conocido de Popea, mujer del emperador, alcancé, por respeto suyo, que fuesen dados por libres los sacerdotes y otras grandes mercedes que ella me hizo, y así torné a mi tierra.

Allí hallé que crecían ya los deseos de las novedades, y que muchos tenían ojo a rebelarse contra el pueblo romano, y yo procuraba reducir a los alborotadores a que considerasen mejor lo que hacían, poniéndoles delante la gente con quien habían de tener guerra, es a saber, los romanos, con los cuales no igualaban ni en saber tratar las cosas de la guerra, ni en la buena dicha, y amonestábales que no pusiesen por su desvarío e imprudencia en peligro a su tierra, a sí mismos y a los suyos: de esta manera los apartaba cuanto podía de aquel propósito, teniendo consideración al fin desventurado de la guerra, y con todo, ninguna cosa aproveché, tanta era entonces la locura de aquellos desesperados.

Temiendo, pues, caer en odio y sospecha que de mí te­nían, como favorecedor de los enemigos, repitiéndoles de continuo unas mismas razones, o que por esta causa me prenderían o matarían, metíme en el templo de más aden­tro, ya que el castillo Antonia era tomado. Después, luego que fue muerto Manahemo y los principales del bando de los ladrones, tomé a salir del templo, y trataba con los pon­tífices y con la gente principal de los fariseos, que estaban con harto miedo; porque veíamos haberse puesto en armas el pueblo, y nosotros no sabíamos qué hacernos. Y como no pudiésemos refrenar a los movedores del alboroto, fingíamos por una parte, por cuanto el negocio no carecía de peligro, que nos parecía bien su determinación; por otra les dábamos por aviso, que se detuviesen y dejasen ir al enemigo, porque esperábamos vendría en breve Gessio con buen ejército y pacificaría aquellas alteraciones.

Vuelto Gessio, murió con muchos de los suyos en la pelea que entre ellos hubo, la muerte de los cuales fue causa de toda la desventura de nuestra nación, porque luego les creció el ánimo a los autores de la guerra, esperando que sin duda vencerían a los romanos: en el cual tiempo sucedió otra cosa. Los de las ciudades comarcanas de la Siria prendieron a los judíos que moraban dentro de unas mismas murallas con ellos, y degolláronlos a todos con sus mujeres e hijos, sin haber cometido delito alguno por que lo mereciesen; porque ni les habla pasado por el pensamiento levantarse contra los romanos, ni contra ellos particularmente habían inventado cosa alguna; pero entre todos los demás se aventajó la per­versa crueldad de los escitopolitasiii; porque como los judíos que moraban fuera de su tierra les hiciesen guerra, obligaron a los judíos que tenían dentro de ella a tomar armas contra los otros, siendo de su tribu, lo cual es cosa prohibida por nuestra ley, y con ayuda de ellos desbarataron a los enemigos. Después de la victoria olvidáronse de guardar la fidelidad que debían a sus compañeros que tenían en sus casas y tie­rras, y matáronlos a todos, siendo muchos millares de hom­bres los de aquella gente.

No fueron tratados con más mansedumbre los judíos que vivían en Damasco; pero esto harto prolijamente lo contamos en los libros de la Guerra Judaica; ahora solamente hice mención de aquellas malas venturas, por que sepa el lec­tor haber venido nuestra gente a aquella guerra, no de su propia gana, sino por fuerza.

Siendo, pues, desbaratado el ejército de Gessio, como vie­sen los principales de Jerusalén que tenían abundancia de armas los ladrones y todos los otros turbadores de la paz, temiendo, por estar ellos desarmados, los sujetasen los ene­migos, como después aconteció, y entendiendo que aun no se había rebelado contra los romanos Galilea toda, pero que parte de ella estaba entonces sosegada, enviáronme a allá, y a otros dos sacerdotes, hombres de buena fama y honestos, llamados Joazaro y Judas, para que persuadiésemos a aque­llos malos hombres a que dejasen la guerra, y les diésemos a entender que era mejor encomendarla a los principales de la nación: que bien les parecía estuviesen siempre apercibidos con sus armas para lo porvenir; mas que debían esperar hasta saber de cierto lo que los romanos tenían en voluntad.

Con este despacho vine a Galilea, y hallé en gran peligro a los seforitasiv por defender su tierra de la fuerza de los galileos, que la querían destruir porque perseveraban en la amistad del pueblo romano y eran leales a Senio Galo, gober­nador que era entonces de Siria, y díjeles que se asegurasen y apaciguasen a la muchedumbre que los ofendía, y consen­tirles que enviasen cuando quisiesen a Dora (ésta es una ciu­dad de Fenicia) por los rehenes que habían dado a Gessio: a los de Tiberíades hallé que estaban ya puestos en armas por razón de esto que diré.

Había en esta ciudad tres parcialidades, una de los nobles, cuya cabeza era Julio Capela, éste y los que le seguían, es a saber, Herodes Mar¡, Herodes Gamali, Compso Compsi (porque Crispo, hermano de éste, a quien Agripa el mayor había hecho gobernador de aquella ciudad muchos años ha­cía, estaba a la sazón en su hacienda de la otra parte del Jordán); todos estos eran autores de que permaneciesen en la fidelidad del rey y del pueblo romanov; sólo Pisto, entre la gente noble, no era de este parecer por amor de su hijo Justo. La otra parcialidad era de gente común y baja, deter­minada a que se habla de mover la guerra: en la tercera par­cialidad era el principal justo, hijo de Pisto, que por una parte fingía estar dudoso en lo de la guerra; por la otra deseaba secretamente que hubiese alguna alteración y mu­danza en los negocios, con cuya ocasión él esperaba hacerse más poderoso. Así que salió en público a hablarles, y pro­curaba mostrar al pueblo cómo su ciudad siempre había sido contada entre las de la provincia de Galilea, y que había sido cabeza de aquella provincia en tiempo del rey Herodes el Tetrarcabvi, que fue el que la fundó e hizo a Séforis sujeta a su jurisdicción: que siempre habla estado en esta preemi­nencia, aunque debajo del imperio de Agripa el viejo, hasta el tiempo de Felice, gobernador de Judea, y que ahora al cabo, después que el emperador Nerón la dió a Agripa el mozo, había perdido el ser cabeza de la provincia; porque luego Séforis había sido antepuesta a toda la provincia, desde que comenzó a estar debajo de la obediencia de los romanos, y hablan dejado en ella los archivos y mesa realvii. Con estas y otras muchas cosas que dijo contra el rey, alteró el pueblo a que se rebelase, y deciales ser ahora el tiempo que convenía para tomar las armas, y hacer su liga con las otras ciudades de Galilea, y restituirse en su preeminencia con el favor que todos les darían, a causa que aborrecían a los seforitas, a los cuales debían, de buena gana, destruir, por estar tan por­fiadamente asidos a la amistad de los romanos, y que con todas fuerzas se habían de ayudar para esta demanda. Dicho esto, movió al pueblo, porque era elocuente, y venció con los embustes de sus palabras a los que daban más sano consejo, porque también sabía disciplinas griegas; confiado en las cuales se atrevió a escribir la historia de lo que entonces pasó, por desfigurar la verdad: mas de la maldad de éste, y de qué manera él y su hermano casi echaron a perder su patria, en el proceso adelante lo contaremos. Entonces justo, persuadido que hubo a los de su ciudad, y forzado a algunos a tomar las armas, salió con todos, y quemaba las aldeas de los hyp­penos y gadarenos, que confinan con la tierra de Tiberíades y de los escitopolitas.

Mientras pasaba esto en Tiberíades, estaban las cosas de los giscalos en este estado: Juan, hijo de Levi, viendo que algu­nos de sus ciudadanos querían, feroces, echar de sí el yugo de los romanos, procuró retenerlos en la lealtad y en lo que eran obligados según virtud, y no pudo en ninguna manera hacerlo.

Entretanto, los pueblos vecinos de los gadarenos, gabara­ganeos y de los de Tiro, juntaron un grande ejército y vinieron sobre Giscala, tomáronla, y quemada y destruida, se volvieron a su casa: con esta injuria se le encendió a Juan la cólera, e hizo tomar armas a todos los de su tierra, y habiendo peleado con los dichos pueblos, reedificó su ciudad y, por que estuviese más segura, fortifícóla de muralla a la redonda.

Los de Gamala perseveraban en la fidelidad de los roma­nos por esta causa: Filipo, hijo de Jacírno, mayordomo del rey Agripa, escabulléndose, sin esperarlo él, mientras combatían la casa real de Jerusalén, cayó en peligro de ser degollado por Manahemo y por los ladrones, sus compañeros; mas salvóse por intervenir ciertos parientes suyos de Babilonia, que esta­ban entonces en Jerusalén, y huyó cinco días después, disfra­zado por no ser conocido; y como llegase a un pueblo suyo, que está cerca del castillo de Gamala, hizo venir allí a muchos de sus súbditos.

Entretanto, acontecióle una cosa de milagro, que fue causa de que de otra manera pereciera. Dióle de súbito una calen­tura, y escribió unas cartas para Agripa y Bernice, y diólas a un esclavo suyo horro para que las diese a Baro, porque a éste hablan a la sazón dejado encargada su casa el rey y la reina, y ellos habían ido a Berito a salir al camino a Gessio. Baro, recibidas las cartas de Filipo y entendido que se había salvado, pesóle de ello mucho, temiendo que en adelante, por estar Filipo sano y salvo, no habrían menester el rey y la reina servirse más de él: hizo, pues, parecer al hombre que trajo las cartas delante del pueblo, y acusólo como a falsario y que había fingido la nueva que había traído, porque Filipo estaba en Jerusalén con los judíos haciendo la guerra contra los romanos, y así lo hizo condenar a muerte. Filipo, como no volviese el hombre que envió, y no supiese la causa, tornó a enviar otro con otras cartas para saber lo que al primero había acontecido o por qué tardaba en volver; pero Baro buscó a éste achaques por donde también lo mató, porque los sirios que moraban en Cesárea lo habían alentado para que pro­curase estar más alto, diciéndole que Agripa había de morir a manos de los romanos por haberse rebelado los judíos, y le habían de dar a él el reino por el parentesco que él tenía con los reyes, porque claro estaba que Baro era de linaje real, pues descendía del Sohemo, rey del Líbano. Este, pues, le­vantado con esta esperanza, detuvo en su poder las cartas, recatándose mucho no viniesen a manos del rey, y tenía guar­das en todos los caminos, porque escabulléndose alguno se­cretamente hiciese saber al rey lo que pasaba, y mataba muchos de los judíos por complacer a los sirios que moraban en Cesá­rea; y aun mando en Bathanea determinó, con ayuda de los traconitas, dar sobre los judíos llamados babilonios, que mo­raban en Batira, y haciendo parecer ante sí a doce judíos, los más principales de los de Cesárea, mandóles que fuesen allá y dijesen de su parte a los judíos que les habían dicho que ellos andaban ordenando levantarse contra el rey, mas porque no quería creerlo, les avisaba que dejasen las armas; porque haciéndolo así, sería prueba muy cierta que con razón no habla dado crédito a los rumores falsos; mandóles también decir que era menester que enviasen setenta varones de los más principales que respondiesen al delito de que estaban acu­sados. I‑licieron aquellos doce lo que les fue mandado, y como viniesen a los de su nación que moraban en Batira y hallasen que ninguna cosa ordenaban de nuevo, hicieron con ellos que enviasen los setenta varones; viniendo éstos con los doce em­bajadores a Cesárea, saliéndoles a recibir Baro al camino, acom­pañado de la guarda del rey, los mató a ellos y a los mismos embajadores, y luego prosiguió su camino para ir contra los judíos que moraban en Batira; pero primero que él, llegó uno de aquellos setenta que por dicha se escapó, y avisados con esta nueva, tomadas de presto sus armas, se recogieron con sus mujeres e hijos a la villa de Gamala, dejando en sus pueblos muchas riquezas y gran número de ganados.

Cuando oyó esto Filipo fuese también él allá, y como lo vió venir la gente, daban todos voces que tuviese por bien ser su capitán y encargarse de la guerra contra Baro y los sirios de Cesárea, porque había habido fama que éstos habían muerto al rey; pero Filipo reprirnióles el ímpetu, trayéndoles a la memoria las buenas obras que del rey habían recibido, y además de esto, cuán grande era la pujanza de los roma­nos y que se corría grande peligro en provocarlos de tal suerte, como era rebelándose. De esta manera pudo más el consejo de este varón.

Como el rey sintiese que Baro quería matar a los judíos que estaban en Cesárea con sus mujeres e hijos, que eran muchos millares, envióle por sucesor a Equo Modio, como en otra parte se ha dicho; y Filipo conservó a Gamala y la región comarcana en la ¡ealtad con los romanos.

En este tiempo, como yo viniese a Galilea, sabidas estas cosas por nueva cierta, escribí al Concilio de Jerusalén, que­riendo saber de ellos qué era lo que me mandaba. Fuéme respondido que me quedase en Galilea, y que entendiese en defenderla, y detuviese conmigo también a mis compañeros, si a ellos les pareciese; éstos, después de haber cogido muchos dineros de las décimas que por ser sacerdotes se les daban y debían, determinaban volverse a su tierra; pero rogándoles yo que se detuviesen conmigo, hasta que hubiésemos dado orden y asiento en todas las cosas, fácilmente vinieron en ello. Partien­do, pues, con ellos de Séforis, vine a Bethmaunte, que está cua­tro estadios de Tiberíades, y a los principales de aquel pueblo, los cuales, después que vinieron, y entre ellos justo también, díjeles que yo y mis compañeros veníamos por embajadores del pueblo de Jerusalén para tratar con ellos de derribar el palacio que había edificado allí el tetrarca Herodes, y adornado de di­versas pinturas de animales, pues que sabían que aquello era vedado en nuestras leyes; y rogábales que lo más presto que ser pudiese nos diesen lugar para hacerlo, lo cual, aunque lo rehusa­ron muy grande rato Capella y los de su bando, al fin, porfian­do mucho, acabamos con ellos que consintiesen.

Entretanto que nosotros estábamos en esta porfía, Jesús hijo de Safias, capitán de un bando de marineros y hombres pobres, juntando consigo muchos galileos, había puesto fuego al palacio, creyendo sacar de allí buen despojo porque habla visto ciertos adornos de él dorados, y robaron muchas cosas más de las que a nosotros nos parecía. Después de haber nos­otros hablado con Capella y con los principales de los Tibe­ríades en Bethinaunte, nos fuimos a los lugares más altos de Galilea. Entonces los de la parcialidad de Jesús mataron todos los griegos que moraban en aquella ciudad y cuantos habían tenido antes de aquella guerra por enemigos.

Yo, cuando oí esto, descendí muy enojado a Tíberíades y trabajé por recuperar todo lo que pude de la hacienda del rey, que había sido robada, así como candeleros de Corinto, mesas reales y Iran copia de plata por labrar, y todo lo que cobré determine tenerlo guardado para el rey. Llamados, pues, diez de los mejores del Senado, y Capella, hijo de Antylo, les entregué aquellos vasos, mandándoles que no los diesen a nadie sin mi consentimiento; de allí vine con mis compañeros a Giscala, a casa de Juan, a saber qué pensamiento era el suyo, y luego hallé que, con deseo de revueltas y novedades, procuraba alzarse con la tierra; porque me rogaba que le dejase llevar el trigo de Usar, que estaba depositado en las aldeas de Galilea la superior, diciendo que quería gastarlo en edificar los muros de su tierra; pero como yo oliese sus pen­samientos y lo que pretendía, dije que en ninguna manera se lo consentiría. Mi pensamiento era tener guardado aquel trigo, o para los romanos, o para mí mismo, porque tenía yo el cargo de aquella región que me había encomendado la ciudad de Jerusalén. Como de mí ninguna cosa alcanzase, habló sobre este negocio a mis compañeros, los cuales, sin tener cuenta con lo que será, y codiciosos de cohechos, por presentes que les hizo, le pusieron en las manos todo el trigo de aquella provincia, porque yo no pude ponerme contra dos.

Después Juan se aprovechó de otro engaño, porque decía que los judíos que moraban en Cesárea de Filipo, estando por mandamiento M rey, a quien eran sujetos, detenidos dentro de los muros, quejándose que les faltaba aceite limpio, se lo pedían a él porque no les fuese forzado usar del de los griegos contra su costumbre; pero no decía él estas cosas por tener respeto a la religión, sino vencido con codicia de torpe ga­nancia; porque sabiendo que en Cesárea se vendían dos sex­tarios por una dracma, y en Giscala ochenta sextarios por cuatro dracmas, envióles todo el aceite que allí habla, dándole yo lugar a ello, como él quería, que pareciese que lo daba; porque no lo consentía de voluntad, sino por miedo de que si le fuera a la mano, me apedreara el pueblo.

Después que estuve por ello, valióle a Juan muchos dineros esta mala obra; de aquí envié mis compañeros a Jerusalén, y en adelante me ocupé sólo en aderezar armas y fortalecer las ciudades. Después, haciendo llamar los más esforzados de los salteadores, como vi que no había remedio que dejasen las armas, acabé con la muchedumbre, que los tomasen a sueldo, dándoles a entender cómo era más provecho para ellos tenerlos así, que no que les destruyesen la tierra con robos, y de esta manera los despedí, habiéndome prometido debajo de jura­mento que no entrarían en nuestra región sino cuando fuesen llamados, o cuando no les quisiesen pagar su sueldo; mandéles primero que se guardasen de hacer injuria a los romanos y a os oradores de aquella región; sobre todo más procuré tener a Galilea en paz; y como quisiese, debajo de título de amistad, tener como prendados a los principales de aquella región, que eran casi setenta, de que me guardarían lealtad, haciéndome amigo con ellos, los tomé por compañeros y anegados en lo que se había de juzgar, determinando las más de las cosas por su parecer; llevando cuidado en la delantera, de que por no mirar no me apartase de la justicia, y de guardarme de ser sobornado con presentes.

Siendo, pues, de edad de treinta años, en la cual, ya que uno refrene sus torpes deseos, con dificultad se escapa de la envidia de los calumniadores, principalmente si tienen gran mando, a ninguna mujer hice fuerza, ni consentí que cosa alguna me diesen; porque de nada tenía necesidad, antes ofre­ciéndome las décimas, que como a sacerdote se me debían, no las quise recibir; pero recibí parte de los despojos de la victoria que hubimos de los sirios que allí moraban, la cual confieso que envié a mis parientes a Jerusalén; y aunque torné por fuerza de armas a los seforitas dos veces, a los tiberienses cuatro, a los gadarenses una, y hube en mi poder a Juan, que muchas veces me había urdido traición, ni de él ni de ninguno de los pueblos que he dicho consentí que tomase castigo, como contaremos en el proceso de la historia; por lo cual pienso que Dios, que tiene cuenta con las buenas obras, me libró en­tonces de lo que me andaban urdiendo mis enemigos, y después muchas veces de muchos peligros, como se dirá en su lugar.

Y era tan grande la lealtad y amor que me tenía el vulgo de los galileos, que habiéndoles tomado sus ciudades, y ¡le­vídoles cautivas sus familias, más era el cuidado que tenían de ponerme a mi en cobro, que no en llorar sus desventuras. Viendo esto Juan, hubo envidia de ello, y rogóme por sus cartas que le diese licencia, porque estaba mal dispuesto, para irse a recrear a los baños de Tiberíades, la cual yo le di de buena voluntad, no sospechando cosa alguna, y aun escribí a aquellos a quienes yo había encomendado la gobernación de la ciudad, que le aparejasen posada para él y sus compañeros y todo lo necesario para su honesto mantenimiento; yo en­tonces moraba en una villa de Galilea que se dice Caná.

Juan, después que vino a Tiberíades, trató con los de la ciudad, para que olvidando la palabra que me habían dado, se uniesen con él; y muchos hicieron de buena gana lo que les rogó, porque eran hombres amigos de novedades y codi­ciosos de mudanzas, e inclinados a revueltas y disensiones, y principalmente a Justo y a su padre Pisto les vino esto a pedir de boca, porque tenían gran deseo de dejarme a mi, y pa­sarse con Juan; pero viniendo yo entretanto, hice no llegase a efecto, porque Sila, a quien yo había puesto por gobernador de Tiberíades, me envió un mensajero a hacerme saber la voluntad de aquella gente, y avisarme que me diese prisa, porque de otra manera la ciudad vendría presto a poder de otros.

Leídas, pues, las cartas de Sila, tomé doscientos hombres en mi compañía, y caminé toda la noche, enviando el mensa­jero delante que hiciese saber mi venida a los tiberienses; por la mañana, estando ya muy cerca de la ciudad, salióme el pueblo a recibir, y Juan entre ellos, el cual, como me saludase con rostro muy demudado, recelándose que, descubierto en lo que andaba, corriese peligro de la vida, fuese corriendo a su posada, y como yo llegase al teatro, despedidos los de mi guarda, que no dejé sino uno, y con él diez hombres armados, comencé a hablar al Ayuntamiento de los tiberienses desde un lugar alto, y amonestábales que no se amotinasen tan presto, porque de otra manera se arrepentirían antes de mucho a de haber cumplido su palabra; y que nadie les creería de allí en adelante de ligero, y con razón, teniéndoles por sospechosos, por haber faltado entonces a lo que prometieron.

Apenas había acabado de decir esto, cuando oí a uno de los míos decirme que descendiese, porque no era tiempo de ganar la voluntad de los tiberienses, sino de mirar por lo que tocaba a mi propia seguridad, y cómo librarme de mis ene­migos. Porque después que Juan supo que yo estaba casi solo, escogiendo de los mil soldados que tenía aquellos de quienes más se fiaba, los había enviado para que me matasen, y ya estaban en el camino. Pusieran en obra su maldad si de presto no saltara de allí abajo con Jacobo uno de los de mi guarda, recogiéndome Herodes, natural de Tiberiades, el cual, llevándome al lago, entré en un navío que a dicha estaba allí; y habiendo escapado de las manos de mis enemigos, lo cual nunca pensé, llegué a Taricheas.

Los moradores de aquella ciudad, cuando oyeron la poca lealtad de los de Tiberíades, enojáronse en gran manera, y echando mano a las armas, me rogaron que fuese por su capitán contra ellos, diciendo que querían vengar la injuria de haber ofendido a su capitán; y publicaban esta maldad por toda Galilea, para que todos se levantasen contra los de Tiberíades, rogándoles que todos se viniesen a Taricheas, para hacer, con consentimiento de su capitán, lo que les pare­ciese; de manera que de toda Galilea acudieron con sus armas, rogándome con mucha importunidad que fuese sobre Tibe­ríades, y tomada por fuerza de armas, la pusiese por el suelo, y vendiese en almoneda los moradores con todas sus familias. Lo mismo me aconsejaban también mis amigos, que se habían escapado de Tiberíades; pero yo no lo consentí, teniendo por mal hecho comenzar guerra civil, y pareciéndome que una contienda como aquélla no se debla extender a más que a palabras, y aun decíales que a ellos tampoco les venia bien que se matasen unos a otros entre sí a vista de los romanos. Al fin, con esta razón se amansó la ira de los galileos.

Y Juan, después que no le sucedieron sus lazos corno quería, temió le viniese algún mal, y tomando la gente de armas que tenía consigo, dejó a Tiberíades y se fue a Giscala; de allí me escribió excusándose de lo que había pasado, que él no había sido parte en ello, y rogábame que ninguna sos­pecha tuviese de él, haciendo juramentos y echándose crueles maldiciones para que diese más crédito a lo que me escribía.

Pero los galileos, habiéndose juntado otra vez gran número de ellos de toda la región, con sus armas, entendiendo cuán mal hombre era aquél y perjuro, me rogaban que los llevase contra él, prometiéndome que a él lo quitarían del mundo y asolarían a su tierra Giscala. Dadas, pues, las gracias por el favor, les pro­metí que trabajaría por no deberles nada en amistad y buenas obras; pero rogábales que no diesen más lugar a la ira y me per­donasen, porque tenía por mejor sosegar los alborotos sin muer­tes. Esto pareció bien a los galileos, y luego vinimos a Séforis.

Los de la villa que estaban determinados a permanecer leales al pueblo romano, temiendo mi venida, procuraron ocu­parme en otros negocios para vivir ellos más seguramente, y enviaron un mensajero a Jesu, capitán de ladrones, que moraba en los confines de Ptolemayda, prometiéndole mu­chos dineros si con los ochocientos hombres que mantenía nos hiciese guerra. El, movido por lo que le prometían, quiso dar 3obre nosotros, que estábamos sin tal pensamiento, y tomarnos desapercibidos. Así que envióme a rogar con un mensajero que le diese licencia para venirme a hablar; lo cual alcanzado, por­que yo no había sentido la traición, tomando la compañía de ladrones, se dio prisa en el camino; pero no salió con la maldad que había intentado, porque como estuviese ya cerca uno de los de su compañía, que se le amotinó, me hizo saber su pensamiento; como yo le oí, salí a la plaza, fingiendo que ninguna cosa sabia de la traición, y conmigo todos los galileos con sus armas y algunos de los tiberienses.

Después de esto, habiendo puesto guardas en los cami­nos, mandé a los que guardaban las puertas que, viniendo Jesu, le dejasen entrar con solos los primeros, y a los demás cerrasen las puertas; y si se pusiesen en querer entrar por la fuerza, que a cuchilladas se lo impidieran; los cuales hacién­dolo como se lo habían mandado, entró Jesu con pocos, y mandándole yo que luego soltase las armas si no quería morir, viéndose cercado de armados, obedeció. Entonces los que venían con él, que quedaban fuera, como sintieron que su capitán era preso, luego se fueron huyendo; y yo, tomando aparte a Jesu, de mí a él le dije que bien sabía la traición que me tenía armada, y quiénes eran los que habían sido causa de que se ordenase; pero que yo le perdonaría su yerro si, mudado el pensamiento, quisiese serme leal en adelante; el cual, pro­metiéndomelo, le solté, dándole licencia que tornase a recoger la gente que antes tenía, y amenacé a los de Séforis que me lo pagarían si en adelante no viviesen sosegados.

Por el mismo tiempo vinieron a mí dos vasallos del rey de los Grandes de Trachonitide, y venían con ellos sus escuderos de a caballo, y traían armas y dineros. Como los judíos apre­miasen a éstos que se circuncidasen si querían tratar con ellos, no consentí que se les hiciese enojo alguno, afirmando que era menester que cada uno sirviese a Dios de su propia voluntad, y no forzado; y que no se había de dar ocasión en que les pesase a los otros haberse acogido a nosotros por su seguridad; y habien­do persuadido de esta manera a la muchedumbre, diles abundan­temente a aquellos varones de comer a su costumbre.

Entretanto, el rey Agripa envió gente, y por capitán de ella a Equo Modio, para que tomasen por fuerza el castillo de Magdala; pero no atreviéndose a ponerle cerco, teniendo los caminos tomados, hacían el mal que podían a Gamala; y Ebucio de Cardacho, que tuvo la gobernación del Campo Grande, oído que yo había venido a la villa de Simoníada, que está en los fines de Galilea, y de ella sesenta estadios, tomando de noche cien de a caballo que tenía consigo, y casi doscientos de a pie, y los gabenses que habían venido en su ayuda, cami­nando de noche, llegaron a aquella villa. Contra el cual, como yo sacase un gran ejército de los míos, procuró sacarnos a un llano, confiando en los de a caballo; pero ninguna cosa le aprovechó por no querer yo moverme de mi lugar, porque vela que él había de llevar lo mejor si, llevando yo gente toda de a pie, descendiese con él en campo raso. Y después que Ebucio peleó valientemente un buen rato, viendo al fin que en aquel lugar no se podía aprovechar cosa alguna de los ca­ballos, dada señal a los suyos que se recogiesen, se fue a Gaba, sin dejar hecho nada, habiendo perdido solamente tres en la refriega; pero yo fui en su alcance con dos mil hombres de armas, y como viniese a Besara, la cual villa está en los confines de Ptolemayda, a veinte estadios de Gaba, donde es­taba entonces Ebucio, habiendo aposentado mi gente fuera por los caminos, para que estuviésemos seguros que no diesen sobre nosotros los enemigos hasta que hubiésemos llevado el trigo, de que se habla traído allí gran copia de las villas co­marcanas de la reina Berenice; y así cargué muchos camellos y asnos que para esto habla traído, y envié aquel tributo a Ga­lilea; después que fue este negocio acabado, di campo abierto a Ebucio para que pudiese pelear. Y como él no se atreviese, atemorizado de ver nuestra osadía, volvime contra Neopo­litano, porque oí que había talado los campos de los tiberienses. Este estaba en socorro de Escitópolis con un escuadrón de a caballo. Habiendo, pues, estorbado a éste que diese más enojo a los de Tiberíades, me ocupaba M todo en mirar por las cosas de Galilea.

Por otra parte, Juan, hijo de Levi, que dijimos que vivía en Giscala, después que conoció que todas mis cosas sucedían a mi voluntad, y que yo era amado de mis súbditos y temido de mis enemigos, no pudo sufrir esto con buen corazón. Pa­reciéndole que no era por su bien mi prosperidad, tornóme muy grande envidia; y teniendo esperanza que con hacer que mis súbditos me aborreciesen atajaría mis buenas dichas, solicitó a los de Tiberíades y a las de Séforis, y parecióle que también a los gabarenos, a que, dejándome, se hiciesen de su bando, las cuales ciudades son las principales en Galfica. Decíales que siendo él capitán, andarla todo con mejor concierto.

Los de Séforis no vinieron en ello, porque sin tener cuenta conmigo ni con él en esto, tenían ojo a estar debajo de la sujeción de los romanos. Los de Tiberíades lo rehusaron igual­mente, aunque prometieron tenerlo a él también por amigo; pero los gabarenos se sometieron a Juan por autoridad de Simón, que era un ciudadano principal y amigo y compa­ñero de Juan; mas no se pasaron a él abiertamente, porque temían mucho a los galileos, cuya buena voluntad para con­migo habían ya conocido por experiencia; pero secretamente andaban buscando ocasión para matarme, y verdaderamente yo me vi en muy grande peligro por lo que ahora diré.

Ciertos mancebos dabaritenos atrevidos, como viesen que la mujer de Ptolorneo, procurador del rey, caminaba de las tierras del rey a la provincia de los romanos por el Campo Grande con mucho aparato y compañía de algunos de a ca­ballo, salieron a ellos de repente; y haciendo huir a la mujer, robáronle cuanto llevaba. Hecho esto trajeron a Taricheas, donde yo estaba, cuatro mulos cargados de vestidos y diversas alhajas, entre las cuales había muchos vasos de plata y qui­nientas monedas de oro. Queriendo yo guardar esto para Pto­lomeo, por ser de mi misma tribu, porque nuestra ley manda que procuremos por las cosas de los de nuestro linaje, aunque nos sean enemigos, dije a los que lo habían traído que cumplía que se pusiese en guarda, para que se vendiese y se llevase lo que por ello se diese a la ciudad de Jerusalén para la fábrica de los muros. Esto pesó muy mucho a los mancebos, porque no les di parte del despojo, como lo esperaban; por lo cual, derramándose por las aldeas de Tiberíades, sembraron fama que yo quería entregar a los romanos aquella región, porque había fingido que guardaba aquel despojo para fortalecer a Jerusalén; y a la verdad lo guardaba para restituir a su dueño lo que le habían tomado, en lo cual no se engañaban; porque después que los mancebos se fueron, llamando dos principales ciudadanos, Dassion y Janneo, hijo de Leví, muy amigos del rey, les mandé que le llevasen las alhajas que le habían sido tomadas, amenazándoles de muerte si descubriesen este se­creto a algún hombre.

Y como se sonase por toda Galilea que yo quería vender a los romanos su región, estando incitados todos para darme la muerte, los de Tarichea, que también daban crédito a las falsas palabras de los mancebos, aconsejaron a los de mi guarda y a los otros soldados que, dejándome durmiendo, se viniesen al cerco para consultar allí con los demás para quitarme el mando; los cuales, persuadidos, hallaron allí muchos que ya se habían antes juntado, dando voces todos a una que se debía tomar venganza del que hacía traición a la república. Pero el que más hurgaba en ello era Jesu, hijo de Safias, que entonces tenla el sumo magistrado, hombre malo y de suyo dado a mover alborotos, y tan desososegado como el que más puede ser. Este, trayendo entonces consigo las tablas de Moisés, po­niéndose en medio, dijo: "Ya que vosotros no tenéis cuidado ninguno de lo que os toca, a lo menos no queráis menospre­ciar estas leyes sagradas; las cuales Josefo, este vuestro capitán, digno de ser aborrecido de todo el pueblo, tiene corazón para venderlas, por lo cual merece que se le dé muy cruel pena." Habiendo dicho esto, y respondido el pueblo a voces que así debía hacerse, tomó consigo ciertos hombres armados, y fuese corriendo a las casas donde yo posaba, con propósito firme de darme la muerte, sin sentir yo cosa ninguna del alboroto.

Entonces Simón, uno de los de mi guarda, el cual había entonces quedado solo conmigo, oyendo el tropel de los de la ciudad, me despertó aprisa; y avisándome del peligro en que estaba, aconsejáme también que determinase antes morir como capitán generoso, que no como a mis enemigos se les antojase darme la muerte. Amonestándome él esto, encomen­dando yo a Dios mi vida, y vistiéndome de negro, salí; y llevando una espada ceñida, tomando el camino por aquellas calles por donde sabia que no había de encontrar a ninguno de mis contrarios, Regando al cerco me mostré a me viesen, derribándome en tierra, el rostro en el suelo, y regando el suelo con lágrimas de tal manera, que movía a todos a misericordia; y corno sentí a la gente mudada, procuré apar­tarlos de sus pareceres, antes que los armados volviesen de mi casa; y confesando que no estaba sin culpa del delito que me imponían, les rogué ahincadamente que supiesen primero para qué fin guardaba el despojo que me hablan traído, y que después, si les antojase, me diesen la muerte.

Mandándome el pueblo que lo dijese, entretanto volvieron los armados, los cuales, cuando me vieron, arremetieron contra mí con propósito de quitarme la vida. Mas estorbándoselo el pueblo con voces, reprimieron su ímpetu, teniendo para sí que después que yo confesase la traición, y cómo había guar­dado para el rey el dinero, tendrían mejor ocasión de poner en obra lo que querían.

Después que todos estuvieron atentos, dije: "Varones her­manos, si os parece que he merecido la muerte, no rehuso morir; pero quiero, antes que muera, deciros la verdad. Por cierto, como yo vi esta ciudad muy a propósito para los foras­teros, y que muchos, dejadas sus propias tierras, se huelgan ve­nir a vivir con vosotros, para teneros compañía en cualquiera cosa que sucediese, había determinado edificaros unos muros con estos dineros; y por tenerlos guardados para esto, ha na­cido este vuestro enojo tan grande." A estas palabras dieron voces los de Taricheas, y los extranjeros, dándome las gracias, y diciéndome que me esforzase y tuviese buen ánimo; pero los galileos y los de Tiberíades porfiaban en su ira, y hubo entre ellos diferencias, porque éstos me amenazaban que se lo había de pagar, y los otros, por el contrario, me animaban y me decían que estuviese seguro. Pero después que prometí que también haría muros a los de Tiberíades y a las otras ciudades que estuviesen en lugar aparejado, dando crédito a mis promesas se fueron cada uno a su casa; y yo, habiendo escapado de tan grande peligro, sin esperar más, volvíme a mi casa con mil amigos y veinte hombres armados.

Mas los ladrones y los que habían levantado el alboroto, temiendo pagar lo que habían hecho, con seiscientos armados volvieron otra vez a mi casa con propósito de ponerle fuego. Y sabiendo yo su venida, teniendo por cosa fea huir, deter­miné usar contra ellos de osadía; mandé cerrar las puertas de mi casa, y yo mismo, desde un tirasol, les dije que me en­viasen algunos que recibiesen el dinero, por el cual ellos an­daban alborotados, para que no hubiese por qué tener más enojo. Como ellos determinasen esto, al mayor alborotador de aquellos que entraron en mi casa, torné a echar fuera después de haberlo azotado y cortándole una mano, la cual hice llevar al cuello colgada, para que volviese así a los que lo habían enviado. Ellos se atemorizaron con esto en gran manera; y temiendo sufrir la misma pena si allí se descubriesen, porque pensaban que yo tenía muchos armados en mi casa, súbita­mente huyeron todos; y así, con esta astucia, me escapé de otros lazos que me podían armar.

Y con todo esto no faltó quien después alborotase el vulgo, diciendo que no era bien hecho dar la vida a aquellos caba­lleros de la casa de¡ rey que se habían acogido a mí, si no se pasasen a los ritos de aquellos a quienes venían a pedir am­paro, y cargábanles que eran favorecedores de los romanos y hechiceros; y luego se comenzó a alborotar la muchedumbre, engañada por los que le hablaban a favor de su paladar. Lo cual sabido, desengañé yo al pueblo, diciendo que no era razón hacer enojo y agravio a los que a ellos se habían acogido; rechazando la vanidad de la culpa que les cargaban de ser hechiceros, con decir que no había para qué los romanos diesen de comer a tantas capitanías, si podían alcanzar la vic­toria por industria de hechiceros.

Amansados un poco con estas palabras, ya que se habían salido, moviéronlos otra vez a la ira contra aquellos caballeros algunos hombres perdidos, tanto que, tomando sus armas, fue­ron corriendo a las casas en que los otros moraban en Tari­cheas, para quitarles las vidas. Como yo lo supe, temí mucho que, consentida esta maldad, ninguno en adelante se acogiera a nosotros; por lo cual, tomando algunos otros conmigo, vine apresuradamente a la posada de ellos; la cual cerrada, ha­ciendo traer un barco por una cava que iba de allí al mar, nos entramos en él y pasamos a los confines de los Hippenos; y dándoles con qué comprasen caballos (que por salir huyendo de esta suerte, no pudieron sacar los suyos), los despedí, rogán­doles mucho que con fuerte ánimo llevasen la presente ne­cesidad, porque a mí también me pesaba mucho verme forzado a poner otra vez en tierra de sus enemigos a los que una vez se habían fiado de mi palabra; pero tuve por mejor que ellos muriesen a manos de los romanos, si así sucediese, que no que en mi tierra fuesen muertos por maldad. No mu­rieron, Porque el rey les perdonó su yerro; veis aquí en qué pararon éstos.

Los de Tiberíades rogaron al rey por cartas, que enviase gente de guarnición a su tierra, prometiéndole que se pondrían en sus manos. Lo cual hecho, luego que vine a ellos, me pi­dieron con mucho ahínco que les edificase los muros que les había prometido, porque habían oído que Taricheas estaba ya cercada de muros. Yo se lo otorgué, y después que de todas partes junté los materiales, mandé a los oficiales que comen­zasen la obra.

Partiendo yo de allí a tres días de Tiberíades para Tari­cheas, que está treinta estadios, por acaso descubrí ciertos caballeros romanos que llegaban cerca de Tiberíades. Los de la ciudad, pensando que eran del rey, comenzaron luego a hablar de él con mucha honra, y de mí se atrevieron a decir injurias y afrentas. Luego vino uno corriendo a hacerme saber lo que pasaba y cómo tenían ojo a amotinarse, de lo cual recibí mucho temor, porque entonces, como venía cerca el sábado, había enviado de Taricheas mis hombres de armas a sus casas, para que celebrasen su fiesta los de Taricheas más a su placer, estando sin gente de guerra; y fuera de esto, todas las veces que estaba en aquel lugar, me paseaba aun sin los de mi guarda, porque confiaba en la buena voluntad que muchas veces había experimentado tenerme los moradores. Asi que, como solamente tuviese conmigo siete soldados y algunos amigos, no sabía qué hacerme; porque no me parecía bien tornar a llamar la gente, ya que era tarde, a los cuales en el día siguiente no les permitía nuestra ley tomar armas aunque fuesen necesarias; y si llevaba en mi defensa a los de Taricheas y los forasteros que moraban con ellos, convidándolos con la esperanza del despojo, veía que no tenla fuerzas bastantes con ellos. La cosa no sufría dilación, porque temía que aquellos que el rey enviaba, se alzasen con la ciudad y me echasen a mí fuera; por lo cual determiné aprovecharme de una astucia. Puse luego mis amigos de quienes más me fiaba, delante las puertas de Taricheas, para que no dejasen salir a nadie; y haciendo juntar las cabezas de las familias, mandé a cada uno que sacase una nao al lago, y que, entrando en ella con su ¡loto viniesen tras mí; y entonces yo, con mis amigos y, aquelos sie'te soldados, entrando en una nao, tomé el camino de Tiberiades.

Como los de Tiberíades conocieron que no era gente del rey la que pensaron, y que todo el lago estaba lleno de naos, asombrados y teniendo temor de que su ciudad se perdiese, como si viniera gente de guerra en las naos, mudaron el acuerdo que habían tomado. Así que, dejadas las armas, me salieron a recibir con sus mujeres e hijos, recibiéndome con muchas bendiciones, porque pensaban no haber yo sentido su propósito, y rogábanme que tuviese por bien el venir a su ciudad. Yo, como llegase cerca, mandé a los pilotos que echasen las áncoras lejos de tierra, porque no viesen los de la ciudad que las naos estaban vacías; y llegado junto a la ciudad en una nao, reñí con ellos porque eran tan ligeros para quebrantar tan neciamente la palabra que me hablan dado; después les prometía que sin duda los perdonaría si me enviasen diez de los más principales, lo cual hicieron ellos sin detenimiento; y venidos, los metí en una nao y los envié a Taricheas a que los tuviesen en guarda.

Con esta maña, prendiéndoles poco a poco unos en pos de otros, pasé allá todo el Senado, y otros tantos de los más principales del pueblo. Entonces la otra muchedumbre, como vio el peligro en que estaba, rogábame que hiciese justicia del que habla sido causa de aquel alboroto. Este decían que era Clito, mancebo atrevido y mal mirado; yo, que tenía por cosa nefasta matar hombres de mi tribu, y con todo eso me era necesario castigarlo, mandé a Lebias, uno de los de mi guarda, que se llegase a él y le cortase una mano, el cual como no se atreviese a salir solo entre tanta gente, porque los de Tiberíades no sintiesen su temor, llamé yo a Clito, y le dije: “Porque mereces que te corten ambas manos por haber sido conmigo hombre tan ingrato y fementido, es menester que tú seas el verdugo para ti mismo, porque si no lo quieres hacer, se te dará castigo más grave." Como me rogase mucho que le dejase una mano, con gran dificultad se lo concedí; y luego, de buena voluntad echó mano a un cuchillo, y porque no se las cortasen ambas, se cortó la mano izquierda. De esta manera se apaciguó aquel alboroto.

Vuelto yo después a Taricheas, los de Tiberíades, como supieron el ardid de que yo habla usado, maravillábanse cómo sin muertes había amansado su locura. Entonces, haciendo sacar de la cárcel a los tiberienses, a Justo y a su padre Pisto, que estaban entre ellos, diles un convite, y dijeles mientras comíamos, que yo bien sabía que los romanos sobrepujaban en potencia a todos los hombres, pero que disimulaba por tantos ladrones como había, y aconsejábales que también ellos hiciesen lo mismo, esperando mejor tiempo; y que entre­tanto no llevasen a mal estar sujetos a mí, pues que no podían tener capitán que fuese más a su provecho que yo. Y avisé también a justo cómo antes que yo viniese de Je­rusalén los galileos habían a su hermano cortado las manos, acusándole de que fingió ciertas escrituras, y que fie falsario;

y que después, de la partida de Filipo, los gamalitas, teniendo disensión con los de Babilonia, habían muerto a Chares, pa­riente del mismo Filipo, y a su hermano Jesu, cuñado del mismo justo, le habían dado una pena justa y moderada. Ha­biéndoles dicho esto en el convite, por la mañana envié a justo con los suyos dándolos por libres.

Poco antes Filipo, hijo de Jacinio, se habla ido de Gamala por la causa que diré. Luego que supo que Baro se habla rebelado contra el rey Agripa, y que Equo modio había sido enviado por su sucesor, el cual era su amigo, hizole saber Por cartas su estado; y como él las recibió, hubo mucho Placer de que Filipo estaba en salvo, y envió aquellas cartas al rey y a la reina, que entonces estaban en Beryto. Entonces el rey, corno entendió que era mentira lo que se había sonado que Filipo se había ofrecido a los judíos para ser su capitán contra los romanos, envió ciertos de a caballo que se lo trajesen; y cuando vino, abrazándole con mucho amor, mos­trábale a los capitanes romanos, diciendo: «Este es aquel de quien hubo fama que se habla rebelado contra los romanos." delandóle luego que tomase una capitanía de a caballo, fuese corriendo al castillo de Gamala, sacase de allí a los de la casa, fuese a restituir en Batanea a los babilonios, y trabajase de todas maneras para que los súbditos no urdiesen novedad al­guna. Habiéndole el rey mandado esto, Filipo se fue con mucha prisa a ponerlo por obra.

Un Josefo que se hacía médico, haciendo junta de mancebos de los más atrevidos, y sublevando los grandes de los de Ga­mala, aconsejó al pueblo que se rebelase contra el rey, y que poniéndose en armas, procurasen cobrar la libertad que solían tener. De esta manera atrajeron otros a su parecer, matando a los que osaban hablar en contrario. Entre éstos murió Chares y Jesu, su pariente y una hermana de justo, natural de Tibe­ríades, corno arriba dijimos. Después de esto me rogaron por carta que les enviase socorro, y juntamente quien les cercase su villa con muros; yo les otorgué lo uno y lo otro.

En estos mismos días se rebeló también contra Agripa la región Gaulanitide hasta la villa de Solima. Cerqué también de muros a los lugares de Logano y de Seleucia, que de suyo eran fuertes. Asimismo fortalecí las aldeas de Galilea alta, aunque estaban en sitio áspero y alto, a Jamnia, a Anierytha y a Charabes. Y en Galilea hice fuertes estas villas, Taricheas, Tiberíades y Séforis; y aldeas, la cueva de los Arbelos, Ber­sobe, Selames, Jotapata, Capharath, Comosogana, Nephapha y el monte Itabirio. En estos lugares encerré también gran copia de trigo, y metí armas con que se defendiesen.

Entretanto Juan, hijo de Levi, cada día me tomaba mayor odio pesándose de mis buenas dichas; y como determinase quitarme de todas maneras del mundo, después que cercó de muros a Giscala, su tierra, envio a su hermano Simón con cien soldados a Jerusalén, a Simón, hijo de Gamaliel, a rogarle que hiciese con los de la ciudad que me quitasen el mando y nom­brasen al mismo Juan, por voto de todos, presidente de Ga­lilea. Este Simón, natural de Jerusalén, era de muy ilustre sangre de la secta de los fariseos, la cual a la verdad parece que guarda con más perfección las leyes de la tierra, varón de notable prudencia, y que pudiera con su consejo tornar al estado primero y en su ser las cosas que andaban de caída; habla ya mucho tiempo que tenía a Juan por amigo, y con­migo estaba mal en aquel tiempo. delovido, pues, por los ruegos de su amigo, aconsejó a los pontífices Anano y Jesu, hijo de Gamala, y a otros hombres de su bando, que me bajasen por­que crecía mucho, y no diesen lugar a que subiese hasta la más alta cumbre de honra, porque también les venia a ellos provecho de que me quitasen la gobernación de Galilea; mas que no debían Anano y los otros tardarse, porque descu­briéndose este concierto, no viniese con ejército sobre la ciu­dad. Aconsejándoles esto, Anano el pontífice, respondió que no era lo que decía cosa tan fácil, porque había muchos pontífices y principales del pueblo que eran testigos cómo administraba bien la provincia, y que no era cosa justa acusar a aquel a quien ninguna culpa se le podía cargar.

Entonces Simón les rogó que no descubriesen nada de lo que pasaba, que él podría poco, o me echaría muy presto de la gobernación de Galilea; y haciendo llamar al hermano de Juan, le mandó que enviase presentes a los amigos de Anano, porque por ventura con esto haría que viniesen más presto en su parecer; de esta manera acabó al fin Simón lo que quiso; porque Anano y sus compañeros, sobornados con dádivas que les dieron, entraron en consulta para quitarme el cargo, sin que otro ninguno de los de la ciudad lo supiese; así que pa­recióles bien enviar cuatro hombres, los más señalados en linaje, e iguales en erudición; de éstos eran plebeyos los dos, Jonatás y Anonias, fariseos, y el tercero era Jozaro, de linaje sacerdotal, que era también fariseo; y Simón, uno de los pon­tífices, el cual era de menos edad de todos; a éstos mandaron que hiciesen juntar los galíleos, y les preguntasen cuál era la causa por que me querían tanto; y si les respondiesen porque era de Jerusalén, dijesen que también ellos eran de Jeru­salén; y si porque era sabio en las leyes, que también ellos tenían noticia de los ritos de la tierra; y si dijesen que me amaban por sacerdote, que les respondiesen que también dos de ellos eran sacerdotes.

Instruidos de esta manera los compañeros de Jonatás, tomaron del tesoro 40.000 dineros de plata, y porque por el mismo tiempo había venido de Jerusalén un Jesu, galíleo, con una compañía de seiscientos soldados, llamaron a éste y lo tomaron a sueldo, pagándole tres meses adelantados, y le man­daron que fuese con Jonatás y con sus compañeros, y que hiciese lo que ellos le mandasen; y diéronle trescientos ciuda­danos más, pagándoles de la misma manera su sueldo. Después que todo esto se concertó así, los embajadores partieron, yen­do en su compañía el hermano de Juan con sus cien soldados con el mandamiento de quien los enviaba, que si yo de mi voluntad no me pusiese en armas, me enviasen vivo a Jeru­salén, y si me defendiese, que me matasen, que ellos los sacarian de ello en paz y en salvo. Diéronle también cartas para Juan, en que le requerían que estuviese apercibido para hacerme guerra, y aun fueron causa que los de Séforis, Gabara y Tiberíades fuesen en ayuda de Juan contra mi.

Como mi padre lo supiese todo por Jesu, hijo de Gamala, que le habían dado parte de todos estos conciertos, y era muy amigo mío, y me lo escribiese, dióme mucha pasión la ingra­titud de mis ciudadanos que por envidia me querían matar, y no menos me afligía que mi padre, muy acongojado, me llamase, diciendo que deseaba verme antes de su muerte; por lo cual descubrí a mis amigos todo cuanto pasaba, y les dije que dentro de tres días había de dejar la gobernación, e irme a mi tierra; cuando ellos oyeron esto, todos tristes y con lá­grimas me rogaban que no les desamparase, porque se perderían si dejase de tener mando sobre ellos; y como yo tuviese más cuenta con mi propia salud que con lo que ellos me rogaban, recelándose los galileos que, por mi ausencia, los tuviesen los ladrones en poco, despacharon mensajeros por toda su comar­ca, con los cuales hicieron saber que yo quería partir. Oído esto, acudieron muchos de todas partes con sus mujeres e hijos, no tanto porque me deseasen, según yo pienso, como temiendo el mal que les podía venir, porque les parecía que con mi presencia estaban ellos en salvo. Vinieron, pues, todos a mí de un acuerdo en el Campo Grande en donde yo estaba en aquella sazón, en la villa de Asochim, en el cual tiempo una noche soñé un sueño admirable.

Porque como estuviese en mi cama triste y turbado por las cartas que había recibido, parecióme que veía un hombre junto a mí que me decía: Déjate, buen hombre, de estar triste y temer, porque esas tristezas te han de hacer grande y di­choso en todo. Te sucederán dichosa y prósperamente, no sola­mente estas cosas, sino aun otras muchas; por lo cual perse­vera, acordándote que te conviene hacer también guerra con los romanos. Después de este sueño me levanté queriendo bajar al campo, y viéndome entonces la muchedumbre de los galileos, entre los cuales había también mujeres y muchachos tendidos en el suelo, me suplicaban con lágrimas que no los desamparase en tiempo que tenían a la puerta sus enemigos, y que por irme yo, no dejase su región sujeta a cuantas inju­rias les quisiesen hacer los que mal les querían, y como nin­guna cosa pudiesen alcanzar con sus ruegos, conjurábanme que me quedase, diciendo muy afrentosas palabras contra el pueblo de Jerusalén, que no los dejaban en paz.

Oyendo yo esto, y viendo la tristeza del pueblo, movíme a compasión, pareciéndome que no era mal hecho ponerme por tan grande muchedumbre, aunque fuese a peligro mani­fiesto. Así que dije que quedaría, y mandándoles que de todo aquel número estuviesen allí cinco mil con armas y vituallas, despedí los otros cada uno a su tierra. Y como se apercibie­sen aquellos cinco mil, tomados éstos y tres mil soldados que había tenido antes, y ochocientos a caballo, caminé a la villa de Chabolon, que está en los confines o términos de Ptole­maida, y tenía allí mis gentes puestas a punto, corno que quería hacer guerra contra Plácido; éste había venido con dos capitanías de a pie y una compañía de a caballo, enviado por Gelio Galo para que pusiese fuego a los lugares de los galileos que confinan con Ptolemaida, y como él hubiese cercado su gente de un foso no lejos de los muros de Ptole­maida, asenté yo también mi real sesenta estadios de Cha­bolon, por lo cual de ambas partes sacamos muchas veces nuestra gente corno si quisiéramos trabar batalla; pero en todo ello no hubo más que ciertas escaramuzas, porque Plácido, cuanto mayor codicia me veía de pelear, tanto más él temía y rehusaba la batalla, y nunca se apartaba de Ptolemaida.

Por el mismo tiempo vino Jonatás con sus compañeros, el que dijimos antes que fue enviado de Jerusalén por el bando de Simón y del pontífice Anano, y procurando tomar­me a traición, porque no se atrevía a acometerme cara a cara, escribiáme una carta de este tenor: “Jonatás y sus compa­ñeros, embajadores de la ciudad de Jerusalén, a Josefo desean salud. Porque en Jerusalén se ha dicho a los principales y go­bernadores de aquella ciudad, que Juan, natural de Giscala, te ha urdido muchas veces traición, nos ha enviado para que lo reprendiésemos y le mandásemos que haga, de aquí en adelante lo que tú le mandares; por lo cual, para que también con tu acuerdo y consejo proveamos remedio para en lo porvenir, te rogamos que vengas luego adonde nosotros estamos sin mucha compañía, porque en esta villa no puede caber mucha gente de guerra."

Esto escribieron de esta manera, esperando una de dos cosas: o que me tendrían a su voluntad si iba sin armas, o si llevase gente de guerra me juzgarían por rebelde a mi tierra; esta carta me trajo uno de a caballo, mancebo atrevido, que en otro tiempo había servido al rey en la guerra. Eran ya dos horas de la noche, y por acaso estaba yo a la mesa en un banquete con mis amigos y con los principales de los gali­leos; y como un criado me hiciese saber que me buscaba un judío de a caballo, mandéle que lo metiese; él no hizo acata­miento a ninguno; solamente, sacando la carta, dijo: "Esta te envían los que ahora vinieron de Jerusalén." Los otros convidados se maravillaban de la desvergüenza del soldado, pero yo le rogué que se sentase y cenase con nosotros, lo cual como rehusó, yo, con la carta en la mano de la manera que la había recibido, comencé a hablar con mis amigos otras cosas; y de ahí a poco levantéme y despedí os a que se fuesen a acostar, e hice quedar solos cuatro amigos muy especiales, y un mozo a quien había mandado sacar vino; en­tonces abrí la carta y la leí muy de corrida, sin que alguno lo viese, y entendiendo fácilmente lo que contenía, toméla a doblar, y teniéndola en la mano corno si no la hubiera leído, mandé dar al soldado 20 dracmas para el camino, las cuales recibidas, corno me diese las gracias, entendiendo yo de él que era codicioso de dineros, y que con esto sería fácil cosa vencerlo, le dije: "Si quieres beber con nosotros te daremos un dracma por cada taza." Aceptó el partido, y bebiendo mucho vino para ganar muchos dineros, ya que estaba borra­cho, comenzó a descubrir los secretos; y sin que ninguno se lo preguntase, confesó de su propia voluntad que me tenían armada traición, y que me hablan condenado a muerte. Oídas estas cosas, respondí a la carta de esta manera:

“Josefo, a Jonatás y a sus compañeros, desea salud: huél­gome de que estéis buenos y que hayáis venido a Galílea, mayormente porque puedo ya poner en vuestras manos la gobernación de ella, y volverme a mi tierra, que ha mucho tiempo que tengo deseo de tomarla a ver, por lo cual de buena ' gana iría adonde estáis, no solamente a Xalo, pero aun mas lejos, aunque ninguno me llamase; mas perdonadme, porque no puedo ahora hacerlo. Conviéneme estar en Cha­bolon, y aguardar a Plácido porque no entre por Galilea, que es lo que él procura; mejor es, pues, que en leyendo esta carta vengáis vosotros acá donde yo estoy. Nuestro Señor, etc."

Dada al soldado esta carta para que la llevase, envié con él treinta de los más notables galileos, mandándoles que sola­mente saludasen a aquellos hombres, y que ninguna cosa, fuera de esto, dijesen; y di a cada uno un soldado, de quien me fiaba, para que mirasen si los que yo enviaba tenían algu­na plática con Jonatás.

Después que fueron estos embajadores, habiéndoles salido en blanco la primera experiencia, escribiéronme otra carta de esta manera:

“Jonatás y los otros embajadores, a Josefo envían y desean salud. Denunciámoste que sin compañía de soldados vengas, de aquí a tres días, a la villa de Gabara, donde nos hallarás, porque queremos conocer de los delitos que impones a Juan."

Escrita esta carta, después que saludaron a los galileos que yo envié, vinieron a Jafa, villa de Galilea, muy grande, muy fuerte y muy poblada de moradores, donde fueron recibidos con clamores del pueblo, dando voces juntamente con las mujeres y niños, que se fuesen y los dejasen, que buen capitán tenían, y todos a una voz decían que a ninguno otro obede­cieran sino a lo que les mandase Josefo, de manera que los embajadores, partidos de aquí sin hacer nada, se fueron a Séforis, ciudad muy grande de Galilea, donde los moradores que favorecían a los romanos, les salieron a recibir; mas nin­guna cosa les dijeron de mí, ni en mi loor, ni en mi vituperio.

Pero después que de allí descendieron a Asochim, fueron recibidos con los mismos clamores que los recibiesen los de Jafa; y no pudiendo a refrenar el enojo, mandaron a sus soldados que a palos echasen de allí aquellos que daban voces; y cuando vinieron a Gabara, vino presto Juan con tres mil hombres de armas, mas yo, que por la carta había ya sentido que tenían determinado de hacerme la guerra, tomé conmigo tres mil soldados, y dejando en el real un mi amigo muy leal, me acogí a Jotapata para estar cerca de ellos cuarenta esta­dios, y escribíles de esta manera:

"Si en todo caso queréis que vaya a vosotros, cuatrocientos cuatro villas o ciudades hay en Galilea; a cualquiera de éstas iré, salvo a Gabara y a Giscala, porque estos lugares, el uno es de Juan, y con el otro tiene hecha alianza y amistad."

Recibidas estas cartas, no respondieron más los embaja­dores, pero haciendo juntar la consulta de sus amigos, y en­trando también Juan en ella, consultaban por dónde me podrían entrar. Juan era de parecer que se escribiese a todas las villas y ciudades de Galilea, porque en cada una había a lo menos uno o dos que me quisiesen mal, y los provocasen contra mí como contra enemigo del pueblo, y que se enviase la misma determinación a Jerusalén para que también los ciudadanos de aquella ciudad, cuando supiesen que los gali­leos me habían juzgado por enemigo, confirmasen con sus votos aquella sentencia, y que de esta manera me harían perder el favor que los de Galilea me hacían; este consejo dieron por bueno todos los otros, y luego supe yo esto cerca de tres horas de la noche, porque un sacheo que se vino de allá amotinado, me lo dijo; por lo cual, viendo que no era tiempo de detenerme, mandé a Jacob, varón fiel y diestro, que con doscientos soldados guardase los caminos que iban de Gabara a Galilea, y que prendiesen los caminantes, y me los enviasen, principalmente a los que les hallasen cartas; demás de esto envié a jeremías, que era también el número de mis amigos, con seiscientos hombres, a los términos de Galilea, por donde va el camino a Jerusalén, mandándole que pren­diese a los que llevasen cartas, y que a ellos echasen en pri­siones, y me enviase lar, cartas.

Después que hube mandado estas cosas, envié mis men­sajeros a los de Galilea con un edicto en que les mandaba que otro día me estuviesen a punto, con sus armas y mantenimientos para tres días, junto a Gabara, y repartida en cuatro partes la gente que yo tenía conmigo, puse por capitanes a los más leales de mi guarda, mandándoles que a ningún sol­dado que no conociesen recibiesen entre los suyos. Llegando a Gabara el día siguiente cerca de las cinco horas, hallé junto a la villa todo el campo lleno de la gente de armas que había hecho apercibir en mi socorro de Galilea, y demás de éstos, gran muchedumbre de gente rústica. Como me pusiese de­lante de todos para decirles ciertas razones, comenzaron todos a voces a llamarme su bienhechor y amparo de su tierra; en­tonces yo, dándoles las gracias por el favor, roguéles que a ninguno hiciesen enojo, y que, contentándose con las vitua­llas que tenían en su real, no saliesen a saquear las villas o aldeas, porque mi voluntad era apaciguar todo el alboroto sin que hubiese muertes; y aconteció que el primer día que puse guardas en los caminos, cayeron en sus manos los mensajeros de Jonatás; ellos los detuvieron, como yo les tenla mandado, y me enviaron las cartas que traían; después que las leí y hallé en ellas tantas palabras afrentosas y tantas mentiras, disimulé con no hablar palabra, y determiné ir a ellos.

Los cuales, cuando oyeron que yo iba con todos los suyos y con Juan, se fueron a Jesu (ésta es una torre grande, y que no hay diferencia de ella a un alcázar). Allí escondida una capitanía de soldados, y cerradas todas las puertas, que no dejaron sino una abierta, esperaban que fuese a saludarles de camino; habiendo primero mandado a los soldados que cuando yo viniere me metiesen dentro solo, y que a otro ninguno dejasen entrar, porque de esta manera pensaban haberme más fácilmente en su poder; pero engañólos su pen­samiento, porque barruntando yo la traición, luego que allí llegué, entrando en una posada que estaba frente de ellos, fingí que dormía; y los embajadores, creyendo que yo dormía de veras, descendieron al campo y comenzaron a solicitar a la muchedumbre a que me desamparase, porque usaba mal del oficio de capitán; pero sucedió al contrario de lo que esperaban, porque luego que los vieron se levantó una grita entre los galileos, que testificaban bien cuánto amor me tenían por merecerlo yo, y culpaban a los embajadores, porque sin haberles hecho injuria alguna, habían venido a revolver el sosiego y la paz del pueblo, y mandábanles que se fuesen porque ellos no hablan de admitir otro gobernador. Después que supe esto no dudé salir; así que descendí con mucha prisa a oír lo que los embajadores traían; cuando salí comenzaron todos a dar palmadas de alegría, unos a porfía de otros, y a voces me dieron gracias de haber gobernado muy bien su provincia.

Cuando Jonatás y los otros oyeron estas cosas, temieron mucho perder la vida a manos del pueblo, que tanto me favorecía, y pensaban huir; pero porque no podían hacerlo libremente, mandándoles yo que se detuviesen, estaban tristes, y apenas estaban en su acuerdo. Habiendo, pues, hecho cesar las gritas del pueblo, y puestos de mis soldados, de los que me fiaba, para guardar los caminos, porque no diesen sobre nosotros tomándonos desapercibidos, y habiendo mandado que todos estuviesen en armas, porque aunque viniesen de súbito los enemigos no hubiese por qué temer, primeramente hice mención de las cartas en que me habían escrito que las ciudad de Jerusalén los enviaba para acabar las diferencias entre mi y Juan, y me habían llamado que pareciese, y luego, para que no pudiesen negarlo, saqué la misma carta, y dije: "Si yo hubiese de dar cuenta de mi vida contra las acusacio­nes que delante de ti, Jonatás, y de tus compañeros me pone Juan, cuando presentase en mi defensa por testigos dos o tres buenos varones, sería necesario que, dados por buenos los testigos, y examinados sus testimonios, me dieseis por libre; pero ahora, para que sepáis que yo he administrado bien las cosas de Galilea, no quiero traer tres testigos de mi abono, sino todos estos os doy por testigos; a éstos demandad cuenta de mi vida, si por ventura los he gobernado con toda hones­tidad y justicia, y a vosotros, varones de Galilea, conjuro que no encubráis la verdad, sino que ante éstos, como jueces, digáis si en alguna cosa he hecho lo que no debía."

Apenas había yo acabado estas palabras, cuando todos levantaron una grita, llamándome su bienhechor y conser­vador, y aprobando con su testimonio todo lo que hasta en­tonces habla hecho, y rogándome que en adelante perseverase en ser tal cual antes habla sido; afirmaban también con jura­mento todos, que no había cometido deshonestidad con mujer de alguno, y que jamás había hecho enojo a alguno de ellos. Después de esto, oyéndolo muchos de los galileos, leí las dos cartas de Jonatás que habían tomado mis guardas y envián­domelas, llenas de muy malas palabras, e imponiendo falsa­mente que usaba más de tirano que de capitán, y contenían otras muchas cosas fingidas con muy grande desvergüenza. Estas cartas, decía yo que me las habían dado los que las llevaban, sin que yo se las pidiese, no queriendo que mis con­trarios supiesen lo de las guardas que tenla puestas, porque no dejasen de enviar sus cartas en adelante.

Y el Ayuntamiento, movido a ira contra Jonatás y sus compañeros, arremetieron a ellos para matarlos, e hiciéranlo si yo no les refrenara su furia. A los embajadores prometí perdón de lo hecho si tomasen mejor acuerdo, y, vueltos a su tierra, contasen la verdad de cómo me habla habido en mi administración.

Dichas estas cosas, los despedí, dado que sabía que no habían de cumplir lo prometido; pero el pueblo estaba contra ellos airado, rogándome que los dejase que les diesen su pago; así que hube de usar de todas mafias para librarlos, porque sabía que toda revuelta es muy dañosa en la República; mas la muchedumbre perseveraba en su enojo, y con una deter­minación iban todos a la posada de Jonatás; viendo yo que no podía detenerlos más, subiendo en un caballo mandé que viniesen tras mi a Sogana, que es una aldea de los árabes que está de allí veinte estadios, y con esta astucia me guardé de no parecer que hubiese dado principio a guerra civil.

Después que vinimos cerca de Sogana, mandé parar mi gente; y habiéndoles aconsejado que no fuesen tan arreba­tados a ira que pasa los límites de la razón, escogí ciento de los más señalados en edad y honra, y les dije que se aparejasen para ir a Jerusalén a acusar delante del pueblo a los que hablan movido el alboroto y revuelto su República; además de esto les mandé que, si lo pudiesen acabar con el pueblo, alcanzasen una provisión en que se me confirmase la gobernación de Galilea, y se mandase a Juan que saliese de ella. Despachándolos en breve con este recaudo, tres días después que se hizo el Ayuntamiento, los despedí, dándoles quinientos soldados que los acompañasen, y también escribí a mis amigos a Samaria que trabajasen para que mis embajadores pudiesen caminar seguramente por su tierra, porque ya aquella ciudad estaba sujeta a los romanos, y tuvieron necesidad de ir por allá porque iban de prisa, y buscaban los atajos y caminos más cortos por llegar al tercero día a Jerusalén, y aun yo mismo los acompañé hasta salir de Galilea, habiendo puesto guardas en los caminos para que no se publicase de pronto la partida de los embajadores, y después de hecho esto me detuve un poco de tiempo en Jafa.

Jonatás y sus compañeros, como no salieron con la suya, tornaron a enviar a Juan a Giscala, y ellos desde allí partie­ron para Tiberíades con esperanza de haberla en su poder; porque Jesús, que entonces tenla allí el magistrado, les había prometido por sus cartas que él acabaría con el pueblo que se sujetasen a ellos. Con esta esperanza se pusieron en camino: Sila con su mensajero me hizo saber todo lo que pasaba, al cual yo, como dije, había dejado en mi lugar, y rogábame mucho que volviese lo más presto que pudiese; vuelto yo de prisa por su consejo, por poco perdiera la vida por la causa que diré.

Jonatás y sus compañeros habían en Tiberíades inducido a muchos del bando contrario a que se rebelasen, por lo cual, atemorizados con mi venida, accedieron a mi luego, y dán­dome primeramente la enhorabuena, decían que se holgaban de la honra que entonces había ganado, por haber adminis­trado muy bien a Galilea, porque de aquella gloria les alcan­zaba también a ellos parte, por ser yo su ciudadano y dis­cípulo; y después, confesando en público que querían más mi amistad que la de Juan, me rogaban que me fuese a mi casa, prometiéndome que ellos harían luego que el otro viniese a mis manos, confirmándolo con juramento, lo cual es cosa de muy grande religión entre nosotros, y así me pareció que sería maldad no creerlo. Después me rogaron que me fuese a otra parte porque venía cerca el sábado, y no querían ellos levantar desasosiego alguno en el pueblo de los Tiberíades.

Entonces yo, sin sospechar cosa alguna, me fui a Tari­cheas, dejando, sin embargo de esto, en la ciudad quien mirase curiosamente lo que ellos hablaban de mí, y por todo el camino que va de Taricheas a Tiberíades puse algunos por quien viniese a mi, como de mano en mano lo que supiesen los que había dejado en la ciudad. El día, pues, siguiente se juntó el pueblo en Proseucha, que llaman, que es una casa de oración ancha, y en que cabe toda aquella muchedumbre, donde después que Jonatás también vino, no atreviéndose a decir claramente que se rebelasen, dijo que la ciudad tenía necesidad de mejores magistrados; pero Jesús, que tenía el sumo magistrado, sin disimular cosa alguna, dijo: Más vale, ciudadanos, que nosotros obedezcamos a cuatro hombres que a uno, mayormente cuando éstos descienden de ilustre san­gre, y tenidos en mucho por su prudencia, señalando cuando esto decía, a Jonatás y a sus compañeros; y luego Justo, loando estas palabras, trajo a algunos de los ciudadanos a lo que él quería; pero el pueblo no estaba por lo que éstos decían, y sin duda se levantara algún alboroto, si no se des­hiciera el Ayuntamiento, porque era ya la hora sexta y, suelen los nuestros comer a esta hora los sábados; de esta manera los embajadores, dilatando la consulta para el día siguiente, se fueron sin dar fin en el negocio. Sabiendo yo luego estas cosas, determiné venir a Tiberíades por la mañana, y en amaneciendo el día siguiente, yendo de Taricheas allá, hallé que el pueblo se había ya juntado en la casa de oración, no sabiendo aún bien para qué se juntaba. Entonces los emba­jadores, como me vieron a tiempo que no me esperaban y quedaron muy atemorizados; al fin acordaron esparcir un rumor, que habían aparecido ciertos romanos a caballo en los términos de aquel campo en un lugar que se dice Homonea; y haciendo creer este rumor adrede ellos mismos, que eran los que lo habían levantado, daban voces, que no era bien dar lugar a que los enemigos talasen así a su salvo los campos a vista de todos, lo cual hacían con propósito que, saliendo yo a socorrer a los labradores, pudiesen ellos entretanto alzarse con la ciudad, y hacer que los ciudadanos me quisiesen mal.

Aunque sabia su propósito, hice lo que quisieron, porque no pareciese que no hacía caso de los peligros de los tiberíenses. Salido, pues, al dicho lugar, después que vi que no había ni rastro de los enemigos vuelto con mucha prisa, hallé que se habían juntado el Senado y el pueblo en uno, y que los embajadores me ponían una larga acusación delante del Ayun­tamiento, diciendo que menospreciaba el cuidado del pueblo, y me ocupaba solamente en mis propios deleites. Dichas estas cosas sacaban cuatro cartas, como escritas por los galileos, diciendo que se hablan puesto a defender los últimos términos de aquella región, y que para esto pedían su socorro; oyendo estas cosas los de Tiberíades, creyéndolas de ligero, comenza­ron a dar voces que no se debía poner dilación en aquello, sino que en tan grande peligro se debía dar socorro muy presto a los de su pueblo; y por el contrario, entendiendo la falsa mentira de los embajadores, dije que sin detenerme iría donde la necesidad de la guerra lo pidiese; mas porque de otros cuatro lugares diversos habían venido cartas en que hacían saber las corridas de los romanos, convenía que, repar­tida entre otras tantas partes la gente, cada uno de los emba­jadores tuviese cargo de cada una; porque era justo que los varones esforzados socorriesen a las cosas que van de calda, no solamente con su consejo, pero aun con ir ellos en la delantera a ayudar, y que yo no podía llevar sino sola una parte del ejército. Pareció esto bien a la muchedumbre, y los apremiaban a que saliesen y tomasen el cargo de capitanes, con lo cual ellos fueron en gran manera turbados en sin ánimos, porque les había dado y salido al revés lo que procuraban, por las sutiles intenciones que yo les armé en contrario.

Entonces uno de ellos, por nombre Ananías, hombre malo y de malas obras, aconsejó que mandasen al pueblo ayudar otro día, y que a la misma hora se juntasen todos sin armas en el mismo lugar, porque sabían que sin la ayuda de Dios ninguna cosa podían hacer las armas de los hombres, y no decía esto por causa de religión sino por verme sin armas a mí y a los míos; entonces yo también obedecí por fuerza, porque no pareciese que menospreciaba la santa amonestación. Así que, después que se fueron todos a sus casas, Jonatás y sus compañeros escribieron a Juan que por la mañana viniese adonde ellos estaban, con la mayor compañía de soldados que pudiese, porque fácilmente me habria en su poder y alcanzaría lo que deseaba. El, cuando recibió las cartas, obe­deció de buena gana. El día siguiente mandé a dos de mis guardas los más esforzados y de quien yo más fiaba, que se pusiesen unas espadas cortas debajo de la ropa, que no se les pareciesen, y saliesen conmigo en público, para que si alguna injuria nos quisiesen hacer nuestros enemigos, tuvié­semos con qué defendernos; y yo también me vestí unas corazas y me ceñí mi espada lo más secretamente que pude, y así vine a la casa de oración a rezar.

Después que entré yo con mis amigos, poniéndose Jesús a la puerta, no dejó entrar a otro ninguno de los míos; y ya que nosotros comenzábamos a hacer oración a la costumbre de la tierra, levantándose Jesús, me preguntó por las alhajas y plata por labrar del Palacio Real que se había fundido, en cuyo poder estaban estas cosas depositadas; de las cuales hacía entonces mención, por gastar el tiempo hasta que Juan viniese. Respondí que Capella lo tenla todo y aquellos diez ciuda­danos principales de Tiberiades; y díjele, que les preguntase a ellos si yo decía verdad; los cuales, como confesaron que lo tenían, dijo: ««¿Qué es de aquellos veinte dineros de oro que te dieron por cierto peso de plata por labrar que vendiste, en qué los gastaste?" Respondí que los había dado para el camino a los embajadores que me enviaron de Jerusalén. A esto replicaron Jonatás sus compañeros que no había sido bien hecho pagar su Jario, a los embajadores de¡ dinero público. Enojándose el pueblo por ver su malicia tan clara, como yo entendiese que la cosa no estaba lejos de haber alguna revuelta, con voluntad de ensañar más aun contra ellos el pueblo, dije: "Si es mal hecho que diera salario a los embajadores del dinero del pueblo, no me déis más enojos por ello, que yo pagaré de mi bolsa estos veinte dineros.”

Entonces el pueblo tanto más se encendió, cuanto apareció más claro cuán contra razón me aborrecían. Viendo Jesús que la cosa le sucedía al contrario de lo que él esperaba, mandó que, quedando solo el Senado, toda la otra muche­dumbre se fuese, porque el bullicio de la gente no daba lugar a que se hiciese la pesquisa de tan gran negocio. Y contradi­ciendo el pueblo que no me dejaría solo entre ellos, vino uno a decir secretamente a Jesús, que venía cerca Juan con gente de armas; entonces, no pudiendo callar más Jonatás, Dios, que por ventura proveía así por mi salud, porque de otra manera no me escapara del ímpetu con que venía Juan, dijo: "Dejadme, tiberienses, hacer pesquisa de los veinte dine­ros de oro, porque por ellos no merece Josefo la muerte, sino porque anda urdiendo hacerse tirano, y ha alcanzado princi­pado con engañar la muchedumbre ignorante." En diciendo esto, los que estaban para matarme procuraban poner las manos en mí, lo cual visto por mis compañeros, desenvaina­r" Sus espadas y, trabajando por herirlos, los hicieron huir; y juntamente el pueblo alcanzó piedras para herir a Jonatás, librándome de la violencia de mis enemigos.

Yendo un poco adelante, como saliese a una calle por donde venía Juan con un escuadrón de soldados, húbele miedo y dí la vuelta por una calle angosta que iba a la mar; y de esta manera, entrando en una nao, me escabullí a Taricheas, faltando poco para que me mataran por un peligro que no pensé por lo cual, haciendo luego llamar los principales de los galileos, les conté cómo contra derecho y razón me hubie­ran muerto Jonatás y los de Tiberíades.

Enojada con esta injuria, la muchedumbre de los galilleos me aconsejaba que no dudase de hacer guerra a mis enemigos, y que los dejase ir, que ellos quitarían del mundo a Juan, Jonatás y sus compañeros; pero yo procuraba amansar su enojo, mandándoles esperar hasta que supiésemos qué traían nuestros embajadores de la ciudad de Jerusalén; y decíales que nos cumplía no hacer cosa alguna sin su consentimiento. Con estas palabras lo acabé con ellos. Como Juan tampoco entonces no salió con la suya, volvióse a Giscala.

A los pocos días, vueltos nuestros embajadores, nos hicie­ron saber que todos los de Jerusalén estaban muy enojados con Anano y con Simón, hijo de Gamaliel, porque, enviando embajadores sin consentimiento del pueblo, habían procurado quitarme de la gobernación de Galilea, y decían que faltó muy poco para que el pueblo pusiese fuego a sus casas. Tra­jeron también caritas, por las cuales los principales y cabezas de Jerusalén, por autoridad del pueblo, me confirmaban en la gobernación, y mandaban a Jonatás y a sus compañeros que luego se volviesen a sus casas. Cuando recibí estas cartas vine a la villa de Arbela, donde había mandado juntar los galileos, y allí mandé a los embajadores que contasen cuánto habían sentido los de Jerusalén la malicia do! Jonatás, y cómo por su acuerdo y decreto me habían confirmado la goberna­ción de aquella región, y habían mandado a Jonatás y a los suyos que saliesen de ella, a los cuales envié luego aquella carta, mandando al mensajero que mirase lo que hacían.

Ellos, cuando recibieron la carta, muy atemorizados, hi­cieron llamar a Juan y a los senadores de los tiberienses, y a los principales de Gabara, para pedirles consejo qué debían hacer. Los tiberienses eran de parecer que se estuviesen en la administración de la República, y no desamparasen la ciudad que una vez se había fiado de su palabra, mayormente ahora que yo les quería acometer, porque mintieron que yo les había amenazado con esto. Lo mismo daba por bueno también Juan, añadiendo que debían enviar dos de los compañeros a Jerusalén, que me acusasen delante del pueblo de que no administraba derechamente las cosas de Galilea, diciendo que de esto lo persuadirían fácilmente, lo uno, por su autoridad, lo otro, porque naturalmente el vulgo es mudable. Pareció bien el consejo de Juan, y luego enviaron a Jonatás y a Anania a Jerusalén, quedando los otros dos en Tiberíades, y acompañándolos, porque fuesen seguros, cien soldados de los suyos.

Los tiberienses, habiendo reparado sus muros con diligencia, mandaron a los moradores de la ciudad que tomasen sus armas, e hicieron con Juan, que estaba entonces en Gis­cala, que les enviase muchos soldados que les ayudasen contra mí, si por ventura fuese menester. Entretanto, caminando Jonatás con los suyos, cuando llegó a Darabitta, que es una villa cuyo sitio está en el Campo Grande en los tunos tér­minos de Galilea, a medianoche cayó en manos de una es­cuadra de soldados míos, que estaban en vela, los cuales, man­dándoles que dejasen las armas, los tuvieron presos en el lugar donde yo les había mandado. Levi, capitán de aquellos sol­dados, me hizo saber todo lo que habla pasado. Así que, teniendo el negocio bien disimulado dos días, por mensajeros requerí a los tiberienses que dejasen las armas; pero ellos, pensando que ya Jonatás había llegado a Jerusalén, no me respondieron otra cosa, sino palabras afrentosas. No me es­panté tanto que por eso dejase de usar con ellos de una astucia, porque me parecía cosa ¡licita comenzar guerra civil.

Queriendo, pues, sacarlos engañados fuera de los muros, habiendo escogido diez mil soldados, los repartí en tres partes. Una parte de éstos puse secretamente junto a Dora, y otros mil en una aldea, que también era montaña, a cuatro estadios de Tiberíades, para que esperasen hasta que se les díese señal de arremeter. Yo, saliendo de la ciudad, paréme en un lugar público; viendo esto los tiberienses, vinieron luego corriendo a mí, diciéndome maldiciones muy desabridas, y tomóles en­tonces tanta locura, que llevando delante unas andas de muerto, aderezadas magníficamente, alrededor de ellas me llo­raban por escarnio; pero yo, callando, gozaba de su poco saber.

Y queriendo por asechanzas haber a Simón a las manos, y con él a Joazaro, roguéles que con los amigos, y con los que por su seguridad los acompañaban, saliesen un poco fuera la ciudad, porque quería hablarles y tratar paz con ellos, y de la gobernación de la provincia. Entonces, Simón, con poco saber y codicia de la ganancia, no rehusó venir, pero o, sospechando lo que era, se quedó. Cuando Simón vino acompañado de sus amigos y guardas de su persona, lo recibí con mucha humanidad, y díle las gracias porque tuvo por bien venir. Y paseándonos de ahí a poco, apartándolo algo desviado de sus amigos, como que le quería decir algo sin terceros, arrebatándolo por medio del cuerpo en alto, lo entregué a los míos, que lo llevasen a la aldea que más cerca estuviese; y haciendo señal a mi gente, me fui con ellos a Tiberíades. Como de ambas partes se trabase una cruda ba­talla, animando a los míos que ya iban de vencida, les hice cobrar esfuerzo y encerré dentro de los muros a los tiberienses, que por poco hubieran la victoria; y enviando luego por el lago otro escuadrón, mandéles que pusiesen fuego en la pri­mera casa que entrasen. Hecho esto, pensando los tiberienses que la ciudad estaba tomada por fuerza, dejadas las armas, me suplicaron con sus mujeres e hijos que los perdonase, pues los tenía vencidos. Yo, movido por sus ruegos, refrené a los soldados de la furia que traían, y habiendo tocado a recoger la gente, siendo ya tarde, me fui a comer; y llevando conmigo a Simón, sentados a la mesa, lo consolaba prome­tiendo volverle a enviar a Jerusalén y darle lo necesario para el camino, y quien lo acompañase por que fuese seguro.

El día siguiente entré en Tiberíades con los diez mil sol­dados armados, y mandando llamar a la plaza los regidores y principales del pueblo, mandéles que me dijesen quiénes eran los autores de la rebelión; habiéndomelos mostrado, les eché prisiones, y les envié a Jotapata. Y soltando a Jonatás y sus compañeros, y aun dándoles para el camino, los entregué a quinientos soldados que los llevasen a Jerusalén. Después de esto, vinieron otra vez a mí los tiberienses a pedirme per­dón, y me prometieron que en adelante suplirían con servicios lo que hasta entonces hablan faltado, rogándome que hiciese restituir a sus dueños las haciendas que habían sido tomadas. Mandé luego que se trajese todo allí delante, y como los soldados tardasen en hacerlo, viendo yo uno de ellos más ata­viado que solía, preguntéle que de dónde había habido aque­lla vestidura, confesándome él que la había ganado del despojo, lo hice azotar, y amenacé a todos que les daría más grave castigo si no me trajesen lo que habían robado junto todo el despojo, que era mucho, di a cada uno de los ciuda­danos lo que conocía ser suyo.

En este lugar quiero reprender en pocas palabras a justo, escritor de esta historia, y a los otros, que prometiendo escribir alguna historia, menospreciando la verdad, no tienen ver­güenza, por amor o por odio, escribir mentiras a los que vinieron después; por cierto, en ninguna cosa difieren de los que falsean escrituras públicas, sino que éstos se dañan más con que no los castigan por ello. Este, para que pareciese que gastaba bien su tiempo, púsose a escribir las cosas que en esta guerra pasaron; y mintiendo muchas cosas de mí, ni aun de su propia tierra dijo verdad. Por lo cual tengo necesidad de decir lo que hasta ahora he callado, para argüir contra lo que de mi ha dicho falsamente. Y no hay por qué nadie se deba maravillar haber dilatado tanto tiempo de hacer esto; porque aunque cumple que el historiador diga verdad, pero bien puede dejar de hablar ásperamente contra los malos, no porque ellos merezcan este bien, sino por guardar la templan­za. Volviendo, pues, así la plática, oh justo, el más grave de los historiadores por tu testimonio, dime, ¿cómo yo y los galileos tuvimos la culpa y causamos que tu tierra se rebelase contra el rey y también contra el imperio de los romanos? Pues que antes que por determinación de la ciudad de Jeru­salén fuese yo a Galilea enviado por capitán, tú, con tus tibe­rienses, echaste mano a las armas, y por común consejo os atrevisteis también a molestar a la ciudad de Capolis de los Sirios; porque tú pusiste fuego a sus aldeas, y en aquel en­cuentro murió tu criado. Y no solamente digo yo estas cosas, sino también en los comentarios del emperador Vespasiano se cuentan, y que en Ptolemaida, los decapolitanos, con mu­chos clamores, pidieron al emperador que te castigase porque habías sido causa de todas sus desventuras; y sin duda lo hi­ciera si el rey Agripa, a quien fuiste entregado para que de ti hiciese justicia, no te perdonara por ruegos de Berenice, su hermana; pero detúvote gran tiempo en la cárcel.

Y aun las cosas que después hiciste en la República de­claran bien lo demás de tu vida, y corno fuiste causa de que los de tu ciudad se rebelasen contra los romanos, lo cual pro­baremos de aquí a poco con argumentos y razones muy claras. Ahora tengo también que acusar por tu causa a los otros tiberienses, y mostrar al lector que ni a los romanos ni al rey habéis sido leales amigos. Las mayores ciudades de los galileos, oh justo, son Séforis y Tiberíades, que es tu tierra; mas los seforitas, que tienen su asiento en mitad de la región, y tienen alrededor de si muchas villas pequeñas, porque habían determinado guardar a sus señores lealtad, me echaron fuera a mi, y por edicto vedaron que ninguno de los de su ciudad osase servir a los judíos en la guerra, y para que de mí tuviesen menos peligro, por engaños me sacaron que cercase su ciudad de muros, y después que fueron acabados recibieron por su voluntad la guarnición que les puso Cestio Galo, que entonces gobernaba la Siria, menospreciándome, porque mi potencia atemorizaba a las otras gentes, los mis­mos que cuando el cerco sobre Jerusalén y el templo común a toda nuestra nación estaba en peligro, no enviaron socorro por que no pareciese que tornaban armas contra los romanos; pero tu tierra, oh justo, que está junto al lago de Genezareth, a treinta estadios de Hippo, sesenta de Gadara y ciento veinte de Escitópolis, villas del señorío del rey, y no tiene vecindad con ninguna de las ciudades de los judíos, si quisiera, fácil­mente pudiera guardar lealtad a los romanos, porque así públicas, como particulares, teníais abundancia de armas; y si yo entonces tuve la culpa, como tú, Justo, dices, ¿quién la tuvo después? Porque tú sabes que antes que la ciudad de Jerusalén fuese tomada, vine yo a poder de los romanos, y se tomaron por fuerza Jotapata y otras muchas villas muy fuertes, y fueron muertos muchos de los galileos en diversas batallas. Entonces, pues, deberíais vosotros, ya que estabais seguros de mi, dejar las armas y llegaros al rey y a los roma­nos, pues decís que no tomasteis aquella guerra por vuestra voluntad, sino por fuerza; mas vosotros esperasteis hasta que Vespasiano llegase a vuestros muros con todas sus gentes, y entonces al fin, cuando no pudisteis más, dejasteis las armas por miedo del peligro, y aun se tomara por fuerza de armas vuestra ciudad, si el rey, dando vuestra necedad por disculpa, no os alcanzara perdón de Vespasiano.

No es, pues, la culpa mía, sino de vosotros, que tuvisteis los ánimos y voluntad de enemigos, y quisisteis la guerra. ¿Cómo no os acordáis cuántas veces alcancé de vosotros vic­toria y no maté a ninguno? Y vosotros, teniendo entre vos­otros discordias, no por favorecer al rey o a los romanos, sino por vuestra malicia, matasteis ciento ochenta y cinco ciuda­danos en el tiempo que los romanos me hacían guerra en Jotapata: ¿por qué en el cerco de Jerusalén se hallaron por cuenta dos mil tiberienses, que unos de ellos murieron, y otros quedaron vivos en cautiverio?

Dirás que tú no fuiste enemigo, porque entonces te aco­giste al rey; digo que esto hiciste de miedo a mí; dices que soy mal hombre; lo eres tú, a quien el rey Agripa perdonó la muerte, después de haberte condenado a ella Vespasiano, y habiéndote soltado por muchos dineros que le diste, otra vez y otra te echó en prisiones, y te desterró otras tantas veces, y llevándote ya una vez a hacer justicia de ti, por su orden te mandó traer por ruegos de su hermana Berenice. Y después, como te diese cargo de escribir sus cartas, te sorprendió mu­chas veces en traición, y como halló que tampoco tratabas esto con lealtad, te mandó que no parecieses delante de él; pero no quiero entrar más adentro en esto.

Por otra parte, maravíllome de tu desvergüenza al afirmar que trataste tú esta historia mejor que cuantos la escri­bieron, no sabiendo aún lo que en Galilea pasó, porque estabas tú en aquella sazón con el rey en Berito, ni tampoco supiste lo del combate de Jotapata, ni pudiste saber cómo me hube yo cuando estuve cercado, porque ninguno quedó vivo que te lo pudiese contar. Mas por ventura dirás que escribiste cumplidamente lo que pasó en el cerco de Jerusalén; ¿y cómo lo pudiste hacer, pues que tampoco te hallaste en aquella guerra, ni leíste los Comentarios de Vespasiano? Y deduzco que no los leíste, porque escribes lo contrario.

Y si confías haber tú escrito mejor que todos, ¿por qué no sacaste a luz tu historia en vida de Vespasiano y Tito, con cuyo favor y ayuda aquella guerra se hizo, y antes que mu­riese Agripa y sus parientes, varones muy sabios en las letras griegas? Porque veinte años antes la tenías escrita, y pudie­ran ser tus testigos los que la sabían: ahora que ellos son muertos, y ves que no hay quien te saque la mentira a la cara, te atreviste a publicar tu libro; pero yo no lo hice así, ni tuve recelo de mis escritos, sino di mi obra a los mismos empera­dores cuando aquella guerra estaba aún reciente en los ojos de los hombres, porque tenía certeza que había escrito verdad en todo, de donde alcancé el testimonio que esperaba, y aun comuniqué luego con otros muchos la historia, de los cuales algunos se habían hallado en la guerra, como el rey Agripa y sus deudos y el mismo emperador.

Tito tuvo tanta voluntad de que de solos aquellos libros procurasen los hombres saber lo que en aquellas cosas había pasado, que firmándolos de su propia mano, mandó que se pusiesen en la librería pública, y el rey Agripa me escribió setenta y dos cartas, en que daba testimonio de la verdad de mi historia, de las cuales pongo aquí dos para que puedas tú de ellas saberlo:

1ª El rey Agripa a su muy querido Josefo desea salud. Leí tu libro de muy buena voluntad, en el cual me pareces haber escrito estas cosas con mayor diligencia que otro alguno, por lo cual enviarme has lo demás. Dios sea contigo, etc.

2ª El rey Agrípa a Josefo su carísimo, desea salud. Por tus escritos me parece que no has menester que yo te avise de nada; pero cuando nos viéremos de mí a ti, te avisaré de algunas cosas que no sabes, etc.

De esta manera fue testigo él de la verdad de mi historia cuando estuvo acabada, no por lisonjear, porque no era ho­nesto para él; ni tampoco por hacer burla, como tú por ven­tura dirás, porque fue muy ajeno a este vicio, sino solamente para que por su testimonio tuviese el lector por encomendada la verdad de lo que yo escribí. Baste esto para en lo que fue necesario decir contra justo.

Después que di orden en las cosas de los tiberienses, que andaban revueltas, hice juntar mis amigos para consultar lo que se debía hacer con Juan, y pareció bien a todos que hi­ciese armar toda la gente de Galilea, y le hiciese guerra, y le castigase como autor y causa del alboroto; pero yo no tuve este parecer por bueno, porque mi voluntad era dar fin a aquellos alborotos sin muertes, por lo cual les mandé que pusiesen toda diligencia en saber los nombres de los que eran del bando de Juan. Lo cual hecho, y sabido quiénes eran estos hombres, propuse un edicto en que daba mi palabra a todos los de aquel bando de recibirlos por amigos, con tal que no favoreciesen más a Juan, y puse término de veinte días para si quisiesen mirar por lo que a ellos y a sus cosas cumplía; en otro caso, si porfiaban en querer tomar armas, amenazá­bales que pondría fuego a sus casas y daría sus haciendas a saco; ellos, con gran miedo, oídas estas cosas, desampararon a Juan y viniéronse a mi sin armas cuatro mil por cuenta; que­daron con él solos los de su ciudad, y mil quinientos de Tiro que tenía a sueldo, y él, como se halló vencido con esto, es­túvose en adelante encerrado de miedo en su tierra.

En este mismo tiempo los seforitas se atrevieron a ponerse en armas, confiando en la fortaleza de sus muros y porque me veían ocupado en otras cosas; así que enviaron a Cestio Galo, que era entonces presidente de Siria, a rogarle que, o se metiese presto en la ciudad, o a lo menos enviase allá gente de guarnición. Galo les prometió que el vendría, pero no les señaló en qué tiempo. Yo, cuando lo supe, di con mis gentes sobre ellos y tomé por armas la ciudad con fuerte ánimo. Los galileos, viendo esta ocasión entre manos, y pareciéndoles que era ahora tiempo de ejecutar a su placer los odios que contra los seforitas tenían, parecía que habían de asolar hasta los cimientos, así la ciudad como los ciudadanos, y como arreme­tiesen, pusieron fuego en las casas vacías, porque la gente, de miedo, se había recogido a la fortaleza; pero saqueaban todo lo que hallaban, y ninguna templanza tenían en robar las haciendas de los hombres de su linaje. Viendo esto, y doliéndome mucho, les mandé que cesasen, y amoneste que no era lícito tratar de aquella suerte a los que eran de su misma nación. Después que ni con ruegos ni con amenazas los pude refrenar, porque pesaba más la enemistad, mandé a ciertos amigos, de quien más me fiaba, que echasen fama que por otra parte había entrado un grande ejército de los roma­nos; hice esto para que, atajando de esta manera el ímpetu que traían los galileos, guardase la ciudad de los seforitas, y sucedió bien este ardid, porque, espantados con tal nueva, dejada la presa, miraban por todas partes por dónde huirían, mayormente porque me veían a mí, que era el capitán, hacer lo mismo, porque para confirmar el rumor, fingía yo que también temía; de esta manera, con mi astucia, libré a los seforitas cuando ninguna esperanza tenían.

Y aun Tiberíades faltó muy poco que no fue saqueada por esta causa que diré: ciertos senadores, los más principales, escribieron al rey rogándole que viniese y tomase la ciudad; respondió él que vendría a los pocos días, y dio a un su camarero, judío de linaje, llamado Crispo, unas cartas para que las llevase a los tiberienses. Conociendo a éste lee galileos en el camino, lo prendieron y me lo trajeron; luego que se supo esto, la muchedumbre echó mano a las armas, y otro día después, acudiendo muchos de todas partes, vinieron a Asochim, donde yo en aquella sazón había venido, dando vo­ces que eran traidores los de Tiberíades y aliados del rey, y pedíanme que los dejase ir allá, que ellos derribarían la ciu­dad por los cimientos, y sin esto aborrecían tanto a los tibe­rienses como a los de Séforis.

Yo entretanto no sabía qué remedio tener para librar aquella ciudad de la ira de los Galileos, porque no podía negar cómo ellos escribieron al rey que viniese, pues que la respuesta del rey estaba a la clara contra ellos: asi que, después que estuve pensando entre mí grande rato sin hablar, dije: “Yo también confieso que los tiberienses han pecado; no os quiero ir a la mano, porque no los metáis a saco; pero mirad que semejantes cosas débense hacer con juicio, porque no sólo los tiberienses son traidores contra nuestra libertad, sino también muchos de los más nobles de Galilea: hase de esperar hasta que halle por pesquisa quiénes son los culpados, y entonces podréis tratarlos a todos como merecen." Con esto que dije, persuadí a la muchedumbre, y luego se fueron apaciguados: después que eché en prisiones aquel mensajero del rey, a los pocos días, fingiendo que tenía necesidad de hacer cierto camino, lo hice llamar en secreto, y le avisé que emborrachase al soldado que lo aguardaba, y que de esta manera huyese al rey. Tiberíades, que ya otra vez había llegado a peligro de perderse, la libré con mi astucia.

En el mismo tiempo Justo, hijo de Pisto, se fue al rey hu­yendo sin que yo lo supiese, y la causa por qué huyó fue esta: al principio, cuando se levantó la guerra de los judíos, los de Tiberíades habían determinado obedecer al rey, y no por eso rebelarse contra los romanos, y Justo alcanzó de ellos que tomasen armas, porque tenía esperanza que, andando las cosas revuelta3, él se alzaría con su tierra; pero no logró lo que deseaba, porque los galileos, con el odio que tenían a los tiberienses por lo que les habían hecho pasar antes de la guerra, no querían que justo tuviese la gobernación, y como me enviasen los de Jerusalén en su lugar, muchas veces me encendía tanto en ira, que poco faltó para que lo matara, no pudiendo sufrir la malvada condición de Justo. El. pues, te­miendo que mi enojo al fin parase en quitarle la vida, fuése al rey con esperanza que allí podía vivir más a su placer y más seguro.

Los seforitas, viéndose fuera del primer peligro, lo cual no pensaron, enviaron otra vez a Cestio Galo a rogarle que viniese presto a tomar la ciudad, o enviase alguna compañía de soldados que se pusiesen contra los enemigos para que no le! corriesen los campos, y no pararon hasta que envió muchos de a caballo y de a pie, los cuales los recibieron de noche: después, porque el ejército de los romanos había talado los campos alrededor comarcanos, junté mi gente, y vine a Garí­sima, donde asentado mi real veinte estadios de Séforis, venida la noche, di sobre los muros, y como subiesen con escalas sobre ellos muchos soldados, hube en mi poder buena parte de la ciudad; mas a poco nos fue forzado irnos por no saber la tierra, y dejamos muertos de los romanos doce hombres de a pie y dos de a caballo, y algunos pocos de los seforitas, y de nosotros no murió más que vino; poco después trabamos ba­talla en un llano con los de a caballo, y aunque nos defendimos gran rato fuertemente, fuimos al fin desbaratados porque me saltearon los romanos, y los míos, atemorizados con tal caso, volvieron las espaldas. En aquella pelea murió justo, uno de los de mí guarda, que antes había sido de la guarda del rey; por el mismo tiempo habla venido el ejército del rey, así de a caballo como de a Pie, y por capitán Síla, capitán de la guarda del rey; éste, habiendo hecho fuerte su real a cinco estadios de Juliada, repartió por los caminos las estancias de su gente en el camino de Caná y en el que va a Gamala, para quitar que les fuesen vituallas a los que moraban en aquellos lugares.

Cuando yo oí esto, envié allá dos mil soldados, y a jeremías por capitán de ellos, los cuales, puesto su real cerca del río Jordán, un estadio de Juliada, no hicieron más que ciertas escaramuzas, hasta que yo fuí a ellos con tres mil soldados: el día siguiente puse primero una celada en un valle cerca del real de los enemigos, y después los desafié a la batalla, habiendo mandado a los míos que haciendo que huían, como fuesen los contrarios tras ellos, los llevasen al lugar donde estaba la celada, lo cual fue así hecho, porque Sila, pensando que los nuestros huían cuanto podían, corrió en pos de ellos hasta que tuvo a las espaldas la gente que estaba puesta en celada, lo cual puso mucho temor en su gente. Entonces yo, volviendo con mucha presteza, di en los del rey, e hicelos huir, y ganara aquel día una señalada victoria, si cierta mala dicha no tuviera envidia de lo que yo tenla en pensamiento, porque llegando el caballo en que yo peleaba a un cenagal, cayó conmigo en él, de la cual caída se me molieron los artejos de la mano, y así me llevaron a la villa de Cefarnoma; cuando los míos oyeron esto, dejaron el alcance de los enemigos, porque les dió mucha congoja me aconteciese algún mal. Haciendo, pues, llevar mé­dicos, y curada la mano, quedéme allí aquel día, porque tam­bién me dio calentura; de allí, por parecer de los médicos, me llevaron de noche a Taricheas.

Cuando Sila y los del Rey lo supieron, tornaron a cobrar ánimo, y porque habían oído que en la guarda del real no se ponía mucha diligencia, poniendo de noche a del Jordán una compañía de a caballo en celada, en amaneciendo desafiaron a los míos a que saliesen a pelear, los cuales no lo rehusaron, y salidos a un llano, como salieron de la celada los de a caballo, y revolvieron los escuadrones de los míos, los hicieron huir. Muertos sólo seis de los míos, dejaron la victoria sin llevarla al cabo, porque oyendo que cierta gente de guerra había venido por el lago de Taricheas a Juliada, de miedo tocaron a que se recogiesen.

No mucho después vino a Tiro Vespasiano, acompañado del rey Agripa, donde se levantó grande grita del pueblo contra el rey, diciendo que era enemigo suyo y de los romanos; por­que Filipo, capitán de su gente de guerra, había vendido por traición el Palacio Real de Jerusalén y la gente de guarnición de los romanos que en él estaba, y que esto se había hecho por mandado del mismo rey; pero Vespasiano después de haber reprendido la desvergüenza de los de Tiro, porque afrentaban a un rey y amigo de los romanos, aconsejó al mismo rey que enviase a Filipo a Roma a que diese cuenta de lo que había pasado; mas Filipo no pareció delante de Nerón, porque como lo hallase en muy grande trabajo y en peligro de perderse por las guerras civiles, volvióse al rey. Después que Vespasiano llegó a Ptolemaida, los principales de Deca­polis con grandes clamores acusaban a justo que había puesto rey para que pagase lo que debía a sus súbditos, y el rey, sin que el empe­rador lo supiese, lo echó en prisiones, como ya dijimos antes. Entonces los de Séloris salieron a recibir a Vespasiano, y lo saludaron, y él les dio gente de guarnición, y por capitán de ella a Plácido, con los cuales tuve que hacer hasta que el mismo, emperador vino a Galilea; de cuya venida, y cómo después de la primera batalla que tuve junto a Tarichea, me recogí a Jotapata, y allí al fin fui preso y llevado cautivo después de largo combate, y cómo fui suelto, y las cosas que hice mientras duró la guerra de los judíos, todas las trato en los libros que de aquella guerra tengo escritos: ahora me parece contar ciertas cosas que en aquellos libros no dije, sola­mente las que tocan a mi vida.

Tomada Jotapata, y venido yo a poder de los romanos, guar­dábanme con muy grande diligencia; pero hacíame buen tratamiento Vespasiano, por cuyo mandamiento me casé con una doncella también cautiva, natural de Cesárea; ésta no hizo mucho tiempo vida conmigo, mas después de yo suelto, y andando yo en compañía del emperador, se fue a Alejandría; entonces me casé con otra mujer de Alejandría, y de allí me enviaron con Tito a Jerusalén, donde muchas veces estuve en peligro de muerte, porque los judíos procuraban en gran manera cogerme para matarme, y por otra parte los romanos, cada vez que les acontecía algún desbarate, echábanlo a que yo les vendía, y nunca cesaban de dar voces al capitán que quitase del mundo a quien les hacía traición; pero Tito, como hombre que sabía las vueltas de la guerra, disimulaba en si­lencio las importunas voces de los soldados; después, cuando la ciudad fue tornada por fuerza de armas, muchas veces me requirió que del saco de mi tierra tomase todo lo que quisiese, que él me daba licencia; pero yo, ya que mi tierra era asolada, no tuve otro mayor consuelo en mis desventuras que el pedir las personas libres, las cuales, juntamente con los libros sagra­dos, me concedió el emperador de buena voluntad.

No mucho después, por mis ruegos me hizo también mer­ced de un mi hermano y cincuenta amigos, y aun entrando por su consentimiento en el templo, como hallase allí metida muchedumbre grande de mujeres y muchachos, a cuantos hallé que eran de mis amigos y familiares, a todos los libré, que fueron casi ciento cincuenta, a los cuales dejé en su libertad sin que me diesen nada por su rescate.

Después me envió Tito con Cereal y mil de a caballo a una aldea que se dice Tecoa, a mirar si el lugar era aparejado para que estuviese el real, y vuelto de allí, como viese muchos de los cautivos puestos en cruces, y entre ellos conociese tres que en otro tiempo fueron mis familiares, dolióme mucho, y Regándome a Tito, con lágrimas se lo dije, el cual mandó luego que los quitasen de allí y los curasen con muy gran diligencia; dos de éstos murieron entre las manos de los médicos, y el otro vivió.

Después, concertadas las cosas de dea, creyendo Tiatno que en una heredad que yo tenía cerca de Jerusalén me habín de hacer daño los soldados romanos que habían de quedar allí para guarda de la religión, dióme otras posesiones en los cam­pos, y cuando volvió a Roma, por hacerme honra me llevó en la nao que él iba, y como llegamos a la ciudad, hízome Vespasiano muchas mercedes, porque después de haberme dado privilegio de ciudadano, me mandó morar en las casas en que él, antes que fuese emperador, había morado, y me dio rentas anuales, y nunca dejó de hacerme mercedes mientras vivió, lo cual fue peligroso para mí por la envidia de mi gente, porque un cierto judío, por nombre Jonatás, levan­tando un alboroto en Cirene, y recogidos dos mil de los naturales, a todos les acarreó desastrado fin, y él, preso por el gobernador de aquella provincia, y enviado al emperador, decía que yo le había servido con armas y dineros para ello; pero no engañó a Vespasiano con sus mentiras, mas siendo condenado, pagó con pena de la cabeza.

Después de esto, me buscaron envidiosos otras calumnias, pero de todas me escapé por providencia divina: demás de esto, me hizo merced Vespasiano en Judea de una heredad muy grande, en el cual tiempo dejé a mi mujer, porque me aborrecieron sus malas costumbres, aunque había ya ha­bido en ella tres hijos, de los cuales son ya muertos los dos, y sólo Hircano me queda vivo. Después de ésta, me casé con otra mujer de Creta, judía de linaje, nacida de padres de los más nobles de su tierra y de muy buenas costumbres, como hallé haciendo vida con ella; de ésta me nacieron dos hijos, justo, el mayor, y después de él Simónides, por sobrenombre Agripa: esto es lo que me aconteció con los de mi casa; desde aquí me tuvieron buena voluntad todos los emperadores, porque después que Vespasiano murió, Tito, su sucesor, me tuvo siempre en la misma honra que su padre, y nunca jamás dio crédito a ningunas acusaciones contra mi; Domiciano, que sucedió después de éste, me hizo muy mayores honras, porque castigó con muerte a ciertos judíos que me acusaban, y mandó castigar a un eunuco, mi esclavo, ayo de mi hijo, porque me andaba calumniando, y concedióme franqueza de las pose­siones que tengo en Judea, lo cual tuve yo por la mayor honra de cuantas me hizo, y Domicia, mujer del emperador, nunca cesó de hacerme bien. Estas son las cosas que me pasaron en toda mi vida, por las cuales puede juzgar quien quisiere mis costumbres; ofreciéndote, buen Epafrodito, todo el con­texto de las antigüedades, acabo con esto aquí de escribir.

Libro primero

Capítulo I. En el cual se trata de la destrucción de Jerusalén hecha por Antíoco.

Estando discordes entre sí los príncipes de los judíos en el tiempo que Antíoco, llamado Epifanes, contendía con Pto­lomeo el Sexto sobre el Imperio de Siria, que tanto codiciaba, cuya discordia era sobre el señorío, porque cada cual de ellos, siendo honrado y poderoso, tenía por cosa grave sufrir suje­ción de sus semejantes; Onías, uno de los pontífices, preva­leciendo sobre los otros, echó de la ciudad a los hijos de Tobías. Estos entonces vinieron a Antíoco, suplicándole muy humildes armase ejército contra Judea, que ellos lo guiarían. Y por estar el rey de sí muy deseoso de este negocio, fácil­mente consintió con lo que ellos suplicaban. De manera que con mucha gente de guerra salió a seguir la empresa; y después de haber combatido la ciudad con gran fuerza, la tomó, y mató muchedumbre de los amigos de Ptolomeo; y dando licencia a los suyos para saquear la ciudad, él mismo robó todo el templo, y prohibió por tiempo de tres años y seis meses la continuación de la religión cotidiana.

El pontífice Onías se fue huyendo a Ptolomeo, y alcanzan­do de él un solar en la región heliopolitana, fundó allí un pueblo muy semejante al de Jerusalén, y edificó un templo. De las cuales cosas, con más oportunidad haremos mención a su tiempo.

Pero no se contentó Antíoco con haber tornado la ciudad sin que tal confiase, ni con haberla destruido, ni con tantas muertes; antes, desenfrenado en sus vicios, acordándose de lo que había sufrido en el cerco de Jerusalén, comenzó a constreñir a los judíos, que desechada la costumbre de la patria, no circuncidasen sus niños, y que sacrificasen puercos sobre el ara: a las cuales cosas todos contradecían y los que se mostraban buenos en defender esta causa, eran por ellos muertos. Hecho capitán Bachides de la guarnición de la ciudad, por Antíoco, obedeciendo a todo lo que le había mandado, según su natural crueldad, toda maldad excedió azotando uno a uno a todos los varones dignos de honra, representándoles cada día y poniéndoles delante de los ojos la presa de la ciudad en tanta manera, que por la crueldad de los daños que recibían fueron todos movidos a vengarse. Fi­nalmente, Matatías, hijo de Asamoneo, uno de los sacerdotes del lugar nombrado Modin, con la gente de su casa (porque tenía cinco hijos) se puso en armas y mató a Bachides, y temiendo a la gente que estaba en guarnición, huyóse hacia los montes. Pero descendió con gran esperanza, habiéndosele juntado muchos del pueblo, y peleando, venció los capitanes de Antíoco, y los echó de todos los términos de Judea.

Hecho señor, y el más poderoso, con el próspero suceso, con voluntad de todos los suyos, porque los había librado de los extranjeros, murió, dejando por príncipe y señor a Judas, que era su hijo mayor.

Este, pensando que Antíoco no había de sufrir aquello, juntó ejército de gente suya natural, y fue el primero que hizo amistad con los romanos, e hizo recoger con gran pérdida a Antíoco Epifanes, el cual otra vez se entraba por Judea. Y siendo aún nueva y reciente esta victoria, vino contra la guar­nición de Jerusalén, porque no la había aún echado ni muerto; y habiendo peleado con ellos, los forzó a bajar de la parte alta de la ciudad, que se llama Sagrada, a la baja; y habiéndose apoderado del templo, limpió todo aquel lugar, cercólo de muro, y puso vasos para el servicio y culto divinos, los cuales procuró que se hiciesen nuevos, como que los que solían estarantes estuviesen ya profanados; edificó otra ara y dio co­mienzo a su religión.

Apenas había cobrado la ciudad el rito y ceremonias suyas sagradas, cuando Antíoco murió. Quedó por heredero de su reino, y aun del odio contra los judíos, su hijo, llamado tam­bién Antíoco. Por lo cual, juntando cincuenta mil hombres de a pie y casi cinco mil de a caballo y ochenta elefantes, ví­nose a los montes de Judea, acometiendo por diversas partes, y tomó un lugar llamado Betsura.

Salióle al encuentro Judas con su gente en un lugar llamado Betzacharia, cuya entrada era difícil; y antes que los escua­drones se trabasen, su hermano Eleazar, habiendo visto un elefante mayor que los otros, el cual traía una gran torre muy adornada de oro, pensando que venía allí Antíoco, salió corriendo de entre los suyos, y rompiendo por medio de sus enemigos, llegó al elefante, pero no pudo alcanzar aquel que pensaba él ser el rey, porque venía muy alto, e hirió la bestia en el vientre; derribóla sobre él mismo, y murió hecho peda­zos, sin hacer otra cosa sino que, habiendo emprendido y co­metido una cosa digna de gran nombre, tuvo en más la gloria que su propia vida. Pero el que regía el elefante era un hombre privado y particular: y aunque en aquel caso se ha­llara Antíoco, no le aprovechara a Eleazar su atrevimiento, sino haber tenido en poco la muerte por la esperanza de una hazaña tan memorable.

Esto fue a su hermano manifiesta señal y declaración de los sucesos de toda la guerra, porque pelearon los judíos mu­cho tiempo y muy valerosamente; pero fueron finalmente vencidos por los del rey, siéndoles fortuna muy próspera, y excediéndolos también en el número y muchedumbre: y muer­tos muchos de los judíos, Judas, con los demás, huyó a la comarca llamada Gnofnítica. Partiendo Antíoco de allí para Jerusalén, y habiéndose detenido algunos días, retiróse por la falta de los mantenimientos, dejando de guarnición la gente que le pareció que bastaba, y llevóse los demás a alojar y pasar el invierno en Siria.

Cuando el rey partió, no reposó Judas; antes, animado con los muchos que de su gente se le llegaban, y juntando aquellos que le habían sobrado de la guerra pasada, fue a pelear con los capitanes de Antíoco en un lugar llamado Adasa; y hacién­dose conocer en la batalla matando a muchos de sus enemigos, fue muerto. Dentro de pocos dias fue también muerto su hermano Juan, preso por asechanzas de aquellos que eran par­ciales de Antíoco y le favorecian.

Capítulo II. De los príncipes que sucedieron desde Jonatás hasta Aristóbulo.

Habiéndole sucedido su hermano Jonatás, rigiéndose más proveída y cuerdamente en todo lo que pertenecía a sus natu­rales, trabajando por fortificar su potencia con la amistad de los romanos, ganó también amistad con el hijo de Antíoco; pero no le aprovecharon todas estas cosas para excusar el peli­gro. Porque Trifón, tirano, tutor del hijo de Antíoco, ace­chándole y trabajando por quitarlo de todas aquellas amis­tades, prendió engañosamente a Jonatás, habiendo venido a Ptolemaida con poca gente para hablar con Antíoco, y dete­niéndole muy atado, levantó su ejército contra Judea. Siendo echado de allá y vencido por Simón, hermano de Jonatás, muy airado por esto, mató a Jonatás.

Ocupándose Sinión en regir valerosamente todas las cosas, tomó a Zara, a Jope y a Jamnia. Y venciendo las guarniciones, derribó y puso por el suelo a Acarón, y socorrió a Antíoco contra Trifón, el cual estaba en el cerco de Dora, antes que fuese contra los medos.

Pero no pudo con esto hartar la codicia del rey, aunque le hubiese también ayudado a matar a Trifón. Porque no mucho después Antíoco envió un capitán de los suyos, Cendebeo, por nombre, con ejército, para que destruyese a Judea y pusiese en servidumbre y cautivase a Simón. Pero éste, que administraba las cosas de la guerra, aunque era viejo, con ardor de mancebo, envió delante a sus hijos con los más valientes y esforzados; y él, acompañado con parte del pueblo, acometió por el otro lado; y teniendo puestas muchas espías y celadas por muchos lugares de los montes, los venció en toda parte. Alcanzando una victoria muy excelente y muy nombrada, fue hecho y declarado pontífice, y libertó los judíos de la sujeción y senorío de los de Macedonia, en la cual habían estado dos­cientos setenta años. Este, finalmente, murió en un convite, preso por asechanzas de Ptolorneo, su yerno, el cual puso en guardas a su mujer y a dos hijos suyos, y envió ciertos hom­bres de los suyos para que matasen a Juan tercero, que por otro nombre fue llamado Hircano.

Entendiendo lo que se trataba y cuanto se determinaba, el mozo vino con gran prisa a la ciudad confiado en mucha parte del pueblo, acordándose de la virtud y memoria de su padre, y porque también la maldad de Ptolomeo era aborre­cida de todos. Ptolomeo quiso por la otra puerta entrar en la ciudad, pero fue echado por todo el pueblo, el cual antes había ya recibido a mejor tiempo a Hircano. Y luego partió de allí a un castillo llamado Dagón, que estaba de la otra parte de Jericunta.

Habiendo, pues, Hircano alcanzado la honra y dignidad de pontífice, la cual solía poseer su padre después de haber hecho sacrificios a Dios, salió con diligencia contra Ptolemeo, por socorrer a su madre y a sus propios hermanos; y combatiendo el castillo, era vencedor de todo, y vencíalo a él justamente el dolor solo. Porque Ptolomeo, cuando era apretado, sacaba la madre de Hircano y sus hermanos en la parte más alta del muro, porque pudiesen ser vistos por todos, y los azotaba, amenazando que los echaría de allí abajo si en la misma hora no se retiraba. Este caso movía a Hircano a misericordia y temor, más que a ira ni saña. Pero su madre, no desanimada por las llagas y muerte que le amenazaba, ni amedrentada tampoco, alzando las manos rogaba a su hijo que, movido por las injurias que ella padecía, no perdonase al impío Ptolomeo, porque ella tenía en más la muerte con que Ptolomeo le amenazaba, y la preciaba mucho más que no la vida e inmortali­dad, con tal que él pagase la pena que debía por la impía crueldad que habla hecho contra su casa, contra toda razón y derecho. Viendo Juan a su madre tan pertinaz en esto, y obe­deciendo a lo que ella le rogaba, una vez era movido a com­batirlo, y otra perdía el ánimo, viendo los azotes que padecía; y como la rompían en partes, sentía mucho este dolor. Alar­gando en esto muchos días el cerco, vino el año de la fiesta, la cual suelen los judíos celebrar muy solemnemente cada siete anos, por ejemplo del séptimo día, cesando en toda obra; y alcanzando con esto Ptolemeo reposo de su cerco, habiendo muerto a los hermanos de Juan y a la madre, huyó a Zenán, llamado Cotilas por sobrenombre, tirano de Filadelfia.

Enojado Antíoco por las cosas que había sufrido de Simón, juntó ejército y vino contra Judea; y llegándose a Jerusalén, cercó a Hircano. Este, habiendo abierto el sepulcro de David, que habla sido el más rico de todos los reyes, y sacado de allí más de tres mil talentos en dinero, persuadió a Antioco, des­pués de haberle dado trescientos talentos, que dejase el cerco, y fue el primer judío que tuvo gente extranjera a sueldo den­tro de la ciudad a costa suya. Y alcanzado tiempo para ven­garse, dándoselo Antíoco ocupado en la guerra de los medos, luego se levantó contra las ciudades vecinas de Siria, pensando que no habría gente que las defendiese, lo cual fue así. Tomó a Medaba y a Samea con los lugares de allí cercanos; a Sichima y Garizo, y demás de éstos, también a la gente de los chuteos, que vivían en los lugares comarcanos de allí, cerca de aquel templo que había sido edificado a semejanza del de Jerusalén. Tomó otras muchas ciudades de Idumea, y a Doreón y Marifa. Después pasando hasta Samaria, donde está ahora fundada por el rey Herodes la ciudad de Sebaste, encerróla por todas partes e hizo capitanes de la gente que quedaba en el cerco a sus dos hijos Aristóbulo y Antígono. Los cuales, no faltando en algo, los que estaban dentro de la ciudad vinieron en tan grande hambre, que eran forzados a comer la carne que nunca habían acostumbrado. Llamaron, pues, para esto que les ayudase a Antíoco, llamado por sobrenombre Espondio, el cual, mostrándose obedecerles con voluntad muy pronto, fue vencido por Aristóbulo y por Antígono y huyó hasta Escitópolis, persiguiéndole siempre los dos hermanos dichos, los cuales, volviéndose después a Samaria, encierran otra vez la muchedumbre de gente dentro del muro, y ganando la ciudad la destruyeron y desolaron, llevándose presos todos los que allí dentro moraban. Sucediéndoles las cosas de esta manera prósperamente, no per­mitían ni consentían que aquella alegría se resfriase; antes, pasando delante con el ejército hasta Escitópolis, la tomaron y partiéronse todos los campos y tierras que estaban dentro de Carmelo.

Capítulo III. Que trata de los hechos de Aristóbulo, Antígano, Judas, Eseo, Alejandro, Teodoro y Demetrio.

La envidia de las hazañas y sucesos prósperos de Juan y de sus hijos movió a los gentiles a discordia y sedición, y juntán­dose muchos contra ellos no reposaron hasta que todos fueron vencidos en guerra pública. Viviendo, pues, todo el otro tiempo Juan muy prósperamente y habiendo administrado y regiao muy bien todo el gobierno de las cosas por espacio de treinta y tres años, dejando cinco hijos, murió. Varón ciertamente bienaventurado, el cual no había dado ocasión alguna por la cual alguno se pudiese quejar de la fortuna. Tenía tres cosas principalmente él solo, porque era príncipe de los judíos, pontífice, y además de esto profeta, con quien Dios hablaba de tal manera, que nunca ignoraba algo de lo que había de acontecer.

También supo y profetizó cómo sus dos hijos mayores no habían de quedar señores de sus cosas, los cuales qué fin hayan tenido en la vida, pienso que no será cosa indigna de contarlo ni de oírlo, y cuán lejos hayan estado de la prosperidad y dicha de su padre. Porque Aristóbulo, que era el hijo mayor, luego que su padre fue muerto, transfiriendo su señorío en reino, fue el primero que se puso corona de rey cuatrocientos ochenta y un años y tres meses después que el pueblo de los judíos había venido en la posesión de aquellas tierras libradas de la servi­dumbre y cautividad de Babilonia.

Honraba a su hermano Antígono, que era en la sucesión segundo, porque mostraba amarlo con igual honra, pero puso a los otros hermanos en cárcel muy atados y con guardas; encarceló también a su madre por haberle resistido en algo en el señorío, porque Juan la había dejado por señora de todo el gobierno, y fue tan cruel con ella, que teniéndola atada y en cárcel, la dejó morir de hambre. Pagó todos estos hechos y maldades con la muerte de su hermano Antígono, a quien él amaba mucho y a quien había hecho partícipe en su remo, porque también lo mató con acusaciones falsas que le fingieron los revolvedores del reino. Al principio Aristóbulo no creía lo que le decían, porque tenía en mucho a su hermano, y también porque pensaba ser lo más de lo que le decían falso y fingido por la envidia que le tenían. Pero siendo Antígono vuelto de la guerra con muy buen nombre en los días de las fiestas que ellos, según costumbre de la patria, celebraban a Dios puestos los tabernáculos, sucedió en el mismo tiempo que Aristóbulo cayó enfermo, y Antígono, al fin de las fiestas y solemnidades, acompañado de hombres armados vino con gran deseo a hacer oración al templo, y subió más honrado de lo que subiera por honra de su hermano; y entonces, viniendo acusadores llenos de toda maldad delante del rey, alegaban y reprendían la pompa de las armas, y la arrogancia y la sober­bia de Antígono, como mayor de lo que convenía, diciendo haber venido allí con multitud de gente de armas para ma­tarlo: porque pudiendo él ser rey, claro estaba que no se había de contentar con la honra que su hermano procuraba que el reino le hiciese.

Creyó poco a poco estas cosas Aristóbulo, aunque forzado, y por no demostrar sospecha de alguna cosa, queriendo guar­darse de lo que le era incierto, y proveerse mirándolo todo, mandó pasar la gente de su guarda a un lugar obscuro y corno sótano; y él que estaba enfermo en el castillo llamado antes Baro, el cual después fue llamado Antoma, mandóles que si viniese desarmado, no le hiciesen algo, y si Antigono viniese con armas, lo matasen. Además de esto, envió gente que avi­sasen a Antígono y le mandase venir sin armas.

Para todas estas cosas la reina tomó consejo astuto con los que estaban en asechanza y en celada: porque persuadió a los que el rey enviaba, que callasen lo que el rey les habla man­dado, y que dijesen a Antígono que su hermano había oído cómo se habla hecho muy lindas armas y lindo aparejo de guerra en Galilea, las cuales no había podido ver particular­mente a su voluntad, impedido con su enfermedad, y que ahora lo querría con toda voluntad ver armado, principalmente sa­biendo que habla de partir e irse a otra parte.

Oídas estas cosas, Antígono, no pudiendo pensar mal, por el amor y afición que le tenía su hermano, venía aprisa ar­mado con todas sus armas por mostrarse. Pero cuando llegó a un paso obscuro, que se llamaba la torre de Estratón, fue muerto por los de la guarda: y dio cierto y manifiesto docu­mento, que toda benevolencia y derecho de naturaleza es ven­cido con las acriminaciones y envidias calumniosas; y que ninguna buena afición vale tanto que pueda perpetuamente resistir y refrenar la envidia.

En esto también, ¿quién no se maravillará de Judas? Era Eseo de linaje, el cual nunca erró en profetizar ni jamás mintió. Pasando Antígono por el templo, luego que lo vió Judas, dijo en voz alta a los conocidos que allí estaban, porque tenía muchos discípulos y hombres que venían a pedirle consejo: "Ahora me es a mí bueno morir, pues la verdad murió, que­dando yo en vida, y se ha hallado alguna cosa falsa en lo que yo tenía profetizado, pues vive este Antígono, el cual debía ser hoy muerto. Tenía ya, por suerte, señalado lugar para su muerte en la torre de Estratón, que está a seiscientos estadios lejos de aquí: son ya cuatro horas del día, y el tiempo pasa, y con él mi adivinanza." Cuando el viejo hubo hablado esto, púsose a pensar entre sí muchas cosas con mucho cuidado y con la cara muy triste. Luego, poco después, vino nueva como Antígono había sido muerto en un sótano, llamado por el mismo nombre que solía ser la marítima Cesárea, la torre de Estratón, y esto fue lo que engañó al profeta.

En la misma hora, con el pesar de tan gran maldad, se le aumentó la enfermedad a Aristóbulo, y estando siempre con el pensamiento de aquel hecho muy solícito, con el ánimo per­turbado se corrompía, hasta tanto que por la amargura del dolor, rotas en partes sus entrañas, echaba toda la sangre por la boca. La cual tomó uno de los que le servían, y por pro­videncia y voluntad de Dios, sin que el criado tal supiese, echó la sangre del matador sobre las manchas que había dejado con la suya Antígono en aquel lugar donde fue muerto. Pero levantándose un gran llanto y aullido de los que habían visto esto, como que el muchacho hubiese adrede echado la sangre en aquel lugar, vino a noticia del rey el clamor, y requirió que le contasen la causa; y como no hubiese alguno que la osase contar, más se encendía él en deseo de saberla. Al fin, haciendo él fuerza y amenazándoles, contáronle la verdad de todo lo que pasaba; y él, hinchiendo sus ojos de lágrimas, y gimiendo en su corazón tanto cuanto le era posible, dijo esto: "No era, por cierto, cosa para esperar que hubiese Dios de ignorar mis maldades muy grandes, siéndole todo manifiesto pues luego me persigue la justicia en venganza de la muerte de mi hermano. ¡Oh malvado cuerpo! ¿Hasta cuándo deten­drás el ánima condenada por la muerte de mi madre y de mi hermano? ¿Cuánto tiempo les sacrificaré mi propia sangre? Tómenlo todo junto y no se burle ni escarnezca la fortuna lo bajo de mis entrañas.` Dicho esto, luego murió, habiendo reinado sólo un año.

Su mujer entonces sacó de la cárcel al hermano Alejandro, e hízolo rey, el cual era mayor en la edad, y aun parecía tam­bién ser más modesto. Pero alcanzando éste el reino, y vién­dose poderoso, mató a su otro hermano, por verlo ambicioso de reinar, y tenía consigo al otro privadamente, habiéndole quitado todas sus cosas.

Hizo guerra con Ptolomeo Látiro, el cual le había tomado a Asoco, y mató muchos de sus enemigos; pero Ptolomeo fue el vencedor. Después que él fue echado por su madre Cleopatra, vínose a Egipto, y Alejandro tomó por fuerza a Gadara y el castillo de Amatón, que es el mayor de todos los que hay de la otra parte del Jordán, adonde estaban, según se tenla por cierto, los bienes y joyas de Teodoro, hijo de Zenón. Mas sobreviniendo presto Teodoro, cobra lo que era suyo: llévase el carruaje del rey, y mata casi diez mil judíos.

Alejandro, cobrando después de esta matanza fuerzas, entró por las partes cercanas de la mar, las cuales llamaremos mari­timas: tomó a Rafia, a Gaza y a Antedón, la cual después fue llamada por el rey Herodes Agripia.

Domados y sujetos todos éstos, un día de fiesta el pueblo de los judíos se levantó contra él. Porque muchas veces se revuel­ven los pueblos por los convites y comidas; y no le parecía que podía apaciguar y deshacer aquellas asechanzas, si los Pisi­das y Cilicos, pagándolos él, no le ayudaban: no hacía caso de tener los sirios a sueldo por la discordia que tienen natural­mente con los judíos. Y habiendo muerto más de ocho mil de la multitud que se había rebelado, hizo guerra contra Arabia. Vencidos allí los galaaditas y moabitas, los hizo tributarios, y volvióse para Amatón.

Y estando Teodoro amedrentado por ver que tan próspe­ramente le sucedían las cosas, derribó de raíz un castillo que halló sin gente; y peleando después con Oboda, rey de Arabia, el cual había ocupado un lugar oportuno y cómodo para el en año en la región de Galaad, preso con las asechanzas que le habían hecho, perdió todo su ejército, forzado a recogerse a un valle muy alto, y fue desmenuzado por la multitud de los camellos.

Librándose él de aquí y viniendo a Jerusalén, inflamó la gente, que antiguamente le era muy enemiga, a mover nove­dades con la gran matanza que le había sido hecha. Con esto también se alzó a mayores, y mató en muchas batallas no me­nos de cincuenta mil judíos dentro de seis años; pero no se hol­gaba con estas victorias, porque se gastaban y consumían en ellas todas las fuerzas de su reino. Por lo cual, dejando las armas y la guerra, trabajaba con buenas palabras en volver en amistad con aquellos que tenía sujetos.

Tenían ellos tan aborrecida la inconstancia y variedad que éste tenía en sus costumbres, que preguntando él qué manera tendría para apaciguarlos, respondieron que con su muerte; porque aun no sabían si muerto le perdonarían, por tantas maldades como había cometido junto con esto tomaron el socorro de Demetrio, llamado Acero, el cual, con esperanza de ganar y de haber mayor premio, fácilmente les obedeció y consintió, y viniendo con ejército, juntóse para ayudar a los judíos cerca de Sichima. Pero recibiólos Alejandro con mil de a caballo y con seis mil soldados de sueldo, teniendo también consigo cerca de diez mil judíos que le eran todos muy ami­gos: siendo los de la parte contraria tres mil de a caballo y cuarenta mil de a pie.

Antes que se juntasen ambos ejércitos, por medio de los mensajeros y trompetas los reyes trabajaban cada uno por si en retirar la gente el uno del otro. Demetrio pensaba que la gente de sueldo de Alejandro le faltaría; y Alejandro esperaba que los judíos que seguían a Demetrio se le habían de rebelar y seguirlo a él. Pero como los judíos tuviesen muy firme su juramento, y los griegos su fe y promesa, comenzaron a acer­carse y pelear todos.

Venció en esta batalla Demetrio, aunque la gente de Alejan­dro hubiese hecho muchas cosas fuerte y animosamente. El suceso de ella dió parte a entrambos sin que juntamente en­trambos lo esperasen. Porque los que habían llamado a Demetrio no quisieron seguirlo, aunque vencedor; antes, seis mil de los judíos se pasaron a Alejandro, que había huido hacia los montes, por tener misericordia de él, viendo que se le había mudado tanto la fortuna. No pudo sufrir falta tan 'impor­tante Demetrio; antes, pensando que Alejandro, recogidas y juntadas ya sus fuerzas, sería bastante para esperar la batalla, porque toda la gente se le pasaba, retiróse luego de allí; pero la demás gente, por habérseles ido y apartado aquella parte del socorro y ejército, no perdió su ira y enemistad; antes peleaba en continuas guerras con Alejandro, hasta tanto que, muerta gran parte de ellos, los hizo recoger en la ciudad de Bemeselis; y habiéndola después tomado, llevóse los cautivos a Jerusalén.

La ira inmoderada de éste, por ser desenfrenada, hizo que su crueldad llegase a términos de toda impiedad; porque en medio de la ciudad ahorcó ochocientos de los cautivos, y mató las mujeres de ellos e hijos, delante de sus propias madres, y él lo estaba mirando bebiendo y holgando junto con sus con­cubinas y mancebas. Tomó todo el pueblo tan gran temor de ver esto, que aun los que a entrambas partes estaban afi­cionados, luego la siguiente noche salieron huyendo, corno des­terrados, de toda Judea, cuyo destierro tuvo fin con la muerte de Alejandro. Habiendo, pues, buscado el reposo del reino con tales hechos, cesaron sus armas.

Capítulo IV. De la guerra de Alejandro con Antíoco y Areta, y de Alejandro e Hircano.

Otra vez le fue principio de revuelta Antíoco, llamado también Dionisio, hermano de Demetrio, pero el postrero de aquellos que tenían a Seleuco por principio y autor de su linaje. Porque temiendo a éste, el cual había echado y vencido a los árabes en la guerra, hizo un foso muy grande alrededor de Antipátrida en todo el espacio que hay allí cercano a los montes, y entre las riberas de Jope; y delante del foso edificó un muro muy alto y unas torres de madera, para defender la entrada; pero no pudo detener con todo esto a Antíoco. Porque quemadas las torres, y habiendo henchido los fosos, pasó con su ejército; y menospreciando la venganza, de la cual debía usar con aquel que le había prohibido la entrada, luego siguió la empresa contra los árabes.

El rey de éstos apartáse a parte más cómoda para su gente; Pero luego volvió a la pelea con hasta número de diez mil hombres, y acometió la gente de Antíoco sin darle tiempo para pensar en ello ni aparejarse. Y trabada una valerosa ba­talla, mientras Antíoco estaba salvo, su ejército permanecía resistiendo, aunque los árabes p9co a poco lo despedazasen y acabasen. Pero después que éste fue muerto, porque soco­rriendo a los vencidos no temía los peligros, todos huyeron, muriendo la mayor parte de ellos peleando y huyendo. Los demás, habiendo venido a parar al lugar de Caná, todos mu­rieron de hambre, excepto muy pocos. De aquí los damasce­nos, enojados con Ptolomeo, hijo de Mineo, júntanse con Areto, y hácenlo rey de Siria Celes: el cual, habiendo hecho guerra con Judea, después de haber vencido en la batalla a Alejandro, hizo partido con él y retiróse.

Alejandro, tomada Pela, fuese otra vez para Gerasa, deseoso de las riquezas de Teodoro; y habiendo cercado con tres cercos a los que la querían defender, ganó el lugar. Tomó también a Gaulana y a Seleucia, y sojuzgó aquella que se llama la Farange de Antíoco. Además de lo dicho, habiendo también tomado el fuerte castillo de Gamala, y preso al capitán de él, Demetrio, revuelto en muchos crímenes y culpas, vuélvese a Judea, acabados tres años en la guerra, y fue recibido por los suyos con grande alegría por el próspero suceso de sus cosas.

Pero sucedióle, estando en reposo y acabada la guerra, el principio de su dolencia; y porque le fatigaba la cuartana, pensó que echaría de sí aquella calentura si se volvía otra vez a poner en los negocios y ocupaba en ellos su ánimo; dióse a la guerra y trabajos militares, Sin tener cuenta con el tiempo: y fatigando su cuerpo más de lo que podía sufrir, en medio de las revueltas murió después de treinta y siete años que reinaba, dejando el reino a Alejandra, su mujer, pensando que los judíos obedecerían a cuanto ella mandase; porque siendo muy desemejante a él en la crueldad, resistiendo a toda mal­dad, enteramente había ganado la voluntad de todo el pueblo. Y no le engañó la esperanza, porque por ser tenida por mujer muy pía, alcanzó el reino y principado. Porque sabía muy bien la costumbre que los de su patria tenían, y aborrecía desde el principio al que quebrantaba las leyes sagradas.

Como ésta tuviese dos hijos habidos de Alejandro, al mayor, llamado Hircano, parte por ser primogénito, lo declaró por pontífice, y parte también porque era más reposado, sin que pudiese tenerse esperanza que sería molesto a alguno, lo hizo rey; y el menor, llamado Aristóbulo, quiso más que viviese privadamente, porque mostraba ser más bullicioso y levantado.

Juntóse con la señoría de esta mujer una parte de los judíos que era la de los fariseos, los cuales honraban y acataban más la religión, al parecer, que todos los demás, y declaraban más agudamente las leyes, y por esta causa los tenía en más Alejandra, sirviendo a la religión divina supersticiosamente. Estos, disimulando con la simple mujer, eran tenidos ya como procuradores de ella, mudando a sus voluntades, quitando y poniendo, encarcelando y librando a cuantos les parecía, de tal manera, que parecían ser ya ellos los reyes, según gozaban de los provechos reales: y Alejandra había de pagar las expen­sas y gastos, y sufrir todos los trabajos. Pero ésta tenía un maravilloso regimiento en saber regir y administrar las cosas mas altas y más importantes; y puesta toda en acrecentar su gente, hizo dos ejércitos, con no pocos socorros que hubo, por su sueldo, con los cuales no sólo fortificó el estado de su gente, pero se hizo aún de temer al poder de los extranjeros. Y como mandase a todos, ella sola obedecía a los fariseos de su buena voluntad.

Mataron finalmente a Diógenes, varón muy señalado que había sido muy amigo de Alejandro, trayendo por causa de su muerte que aquellos ochocientos, de los cuales hemos ha­blado arriba, fueron puestos en cruz por el rey a instancia de éste; y trabajaban por inducir y persuadir a Alejandra que matase a todos los demás, por cuya autoridad y consejo se había movido contra ellos Alejandro. Estando ella tan puesta en obedecer con demasiada superstición a estos fariseos, a los cuales no quería contradecir en algo, mataban a quien querían, hasta que todos los mejores que estaban en peligro se vinieron huyendo a Aristóbulo; y éste persuadió a su madre que los perdonase por la dignidad que tenían, y a los que pensaba ser dañosos, los echase de la ciudad. Alcanzando éstos licencia, esparciéronse por toda la tierra.

Alejandra envió ejército a Damasco, porque Ptolomeo tenía en grande y muy continuo aprieto la ciudad, la cual ella tomó sin hacer cosa alguna memorable. Solicitó con pactos y dones al rey de Armenia, Tigrano, que cercaba a Cleopatra, habiendo juntado su gente con Ptolomeo. Pero él se había retirado ya mucho antes por el levantamiento y discordia que había entre los suyos, después de haberse Lúculo entrado por Armenia.

Estando en esto, enfermó Alejandra; y su hijo el menor, Aristóbulo, con todos sus criados, que solían ser muchos y muy fieles, por estar en la flor de su edad, se apoderó de todos los castillos; y con el dinero que en ellos halló, hizo gente de sueldo, y levantóse por rey. Por esto la madre de Hircano, con misericordia de las quejas que el pueblo a ella echaba, encerró la mujer de Aristóbulo en un castillo que está edificado cerca del templo a la parte de Septentrión: llamábase éste, como antes dijimos, Baro, y después lo llamaron Antonia, siendo Antonio emperador, así como del nombre de Augusto y de Agripa, fueron llamadas las otras ciudades Sebaste y Agripia.

Pero antes murió Alejandra que tomase venganza en Aris­tóbulo de las injurias a su hermano Hircano, al cual había trabajado por echar del reino, adonde había ella reinado nueve años. Quedó por heredero de todo Hircano, a quien ella, siendo aún viva, había encomendado todo el reino. Pero teníale gran ventaja en esfuerzo y autoridad Aristóbulo, y habiendo peleado entrambos cerca de Jericó por quién sería señor de todo, mu­chos, dejando a Hircano, se pasaron a Aristóbulo. De donde huyendo Hircano, Regó al castillo llamado Antonia, adonde se recogió; y alcanzando allí rehenes para aseguranza de su salud y vida, porque (según arriba hemos contado) aquí esta­ban con guardas los hijos y mujer de Aristóbulo. Antes que le aconteciese algo que fuese peor, volvió en concordia y amistad con tal ley, que quedase el reino por Aristóbulo, y que él lo dejase, contentándose, como hermano del rey, con otras honras. Reconciliados y hechos de esta manera amigos dentro del templo, habiendo el uno abrazado al otro delante de todo el pueblo que allí estaba, truecan las cosas, y Aristó­bulo torna posesión de la casa real, e Hircano de la casa de Aristóbulo.

Capítulo V. De la guerra que tuvo Hircano con los árabes, y cómo fué tomada la ciudad de Jerusalén.

Creció a todos sus enemigos el miedo por ver que man­daba y que había alcanzado el señorío tan contra la espe­ranza que tenían, aunque principalmente a Antipatro, mal acogido por Aristóbulo y muy aborrecido. Era éste de linaje Idumeo, principal entre toda su gente, tanto en nobleza como en riqueza. Este, pues, amonestaba y trabajaba por inducir a Hircano que recurriere a Areta, rey de los árabes, y con su ayuda cobrase el reino: por otra parte trabajaba en persuadir a Areta que recibiese en su reino a Hircano y se lo llevase consigo, menoscabando y diciendo mal de las costumbres de Aristóbulo, loando y levantando mucho a Hircano, y junto con esto amonestaba que a él convenía, presidiendo a un reino tan esclarecido, dar la mano a los que estaban oprimidos por maldad e injusticia; y que Hircano padecía la injuria, el cual había perdido el reino que por derecho de sucesión le pertenecía.

Instruidos, pues, y apercibidos entrambos de esta manera, una noche salió de la ciudad juntamente con Hircano, y libróse por la gran diligencia que puso en correr, acogiéndose a un lugar que se llama Petra, adonde tiene su asiento el rey de Arabia. Y después que entregó en manos del rey Areta a Hircano, acabó con él con muchas palabras y muchos dones, que socorriese a Hircano para hacerle recobrar su reino. Eran los árabes cincuenta mil hombres de a pie y de a caballo, a los cuales no pudo resistir Aristóbulo; antes, vencido en el primer encuentro, fué forzado a huir hacia Jerusalén; y fuera ciertamente preso, si el capitán de los romanos Escauro no so reviniera e hiciera levantar el cerco que tenía, porque éste había sido enviado de Pompeyo Magno, que entonces tenía guerra con Tigrano, de Armenia a Siria; pero cuando llegó a Damasco, halló que la ciudad era nuevamente tomada por Metelo y Lolio. Habiendo, pues, apartado y echado a aquellos de allí, y sabiendo lo que se hacía en Judea, determinó correr a á como a negocio de ganancia y provecho.

En la hora que hubo entrado dentro de los, términos de Judea, viénenle embajadores de los judíos por los dos herma­nos, rogándole entrambos, cada uno por sí, que viniese antes en su ayuda que no en la del otro. Bao corrompido por tres­cientos talentos que Aristóbulo le envió, menospreció la jus­ticia, porque después de haber recibido este dinero, Escauro envió embajadores a Hircano y a los árabes, trayéndoles de­lante y amenazando con el nombre de los romanos y de Pompeyo si no deshacían el cerco de la villa. Por lo cual amedrentado Areta, salió de Judea, y recogiose a Filadelfia; y Escauro, volvió a Darnasoa. Aristóbulo, pues no lo veía preso, no pensó que le bastaba, pero recogiendo todo el ejér­cito que tenía, trabajaba en perseguir de todas maneras a los enemigos, y trabando batalla cerca de un lugar que se llama Papirona, mató de ellos más de seis mil hombres, entre los cuales fué uno Céfalo, hermano de Antipatro.

Hircano, y Antipatro, privados ya del socorro de los árabes, pusieron sus esperanzas en los contrarios; y como hubiese lle­gado Pompeyo a Damasco, después de haber entrado en Siria, recurrieron a él, y dándole muchos dones, comienzan a con­tarle todas aquellas cosas que antes habían también dicho a Areta, rogándole mucho que, venciendo la fuerza y violencia de Aristóbulo, restituyese el reino a Hircano, a quien era de­bido, tanto por edad, como por bondad de costumbres; pero Aristóbulo no se durmió en esto, confiado en Escauro por el dinero que la había dado. Había venido tan ornado y vestido tan realmente como le había sido posible, y enojado después por la sujeción, y pensando que no era cosa digna que un rey tuviese tanta cuenta con el provecho, volvíase de Diospoli.

Enojado por esto Pompeyo, viene contra Aristóbulo persuadiéndoselo Hircano y sus compañeros, con el ejército romano, y armado también del socorro de los de Siria. Y habiendo pasado por Pela y por Escitópolis, llegó a Coreas, adonde comienza el señorío de los judíos y los términos de sus tierras, entrando en los lugares mediterráneos. Entendiendo que Aristóbulo se habla recogido a Alejandrio, que es un castillo magnificamente edificado en un alto monte, envió gente que lo hiciese salir y descender de allí. Pero él tenía determinado, pues era la contienda por el reino, querer antes poner en peligro su vida, que sujetarse al imperio y mando de otro; veía que el pueblo estaba muy amedrentado y que sus amigos le aconsejaban que pensase en el poder y fuerza de los romanos, la cual no había de poder sufrir. Por lo cual, obedeciendo al consejo de todos éstos, viénese delante de Pompeyo, a quien, como hubiesen hecho entender cuán justamente reinaba, mandóle que se volviese al castillo; y saliendo otra vez desafiado por su hermano, habiendo primero tratado con él de su derecho, volvióse al castillo sin que Pompeyo se lo prohibiese. Estaba con esperanza temor y venia con intención de suplicar a Pompeyo que re dejase hacer toda cosa y volviese al monte, por que no pareciese derogar y afrentar la real dignidad. Pero porque Pompeyo le mandaba salir de los castillos y aconsejaban a los presidentes y capitanes de ellos que se saliesen, a los cuales él habla mandado que no obedeciesen sin ver primero cartas de su mano propia escritas, hizo lo que mandaba.

Vino a Jerusalén muy indignado, y pensaba ventilar aquello con Pompeyo por las armas. Pero éste no tuvo por cosa buena ni de consejo darle tiempo para que se aparejase para la guerra, antes luego comienza a perseguirlo, porque con mucha alegría había sabido la muerte de Mitrídates, estando ya cerca de Jericó, adonde la tierra es muy fértil y hay muchas palmas y mucho bálsamo; de cuyo árbol o tronco, cortado con unas piedras muy agudas, se destilan unas gotas como lágrimas, las cuales ellos recogen. Habiéndose, pues, detenido allí toda una noche, luego a la mañana veníase con gran prisa a Jerusalén. Espantado Aristóbulo con esta nueva, y con el ímpetu de éste, sálele al encuentro, suplicando y prometiendo mucho dinero que él y la ciudad se le rendirían; y con esto amansó la saña e Pompeyo. Pero nada de lo que había prometido cumplió; porque siendo enviado Gabinio, para cobrar el dinero prometido, los compañeros de Aristóbulo no quisieron ni aun recibirle en la ciudad.

Movido con estas cosas Pompeyo, prende a Aristóbulo, y mándalo poner en guardas, y partiendo para la ciudad, descubría y miraba por qué parte tenía mejor y más fácil entrada, porque no veía de qué manera pudiese combatir los muros, que estaban muy fuertes, y un foso alrededor del muro muy espantable, y estaba allí muy cerca el templo cercado y rodeado de tan segura defensa, que aunque tomasen la ciudad, todavía tenían allí los enemigos muy seguro lugar para recogerse. Estando, pues, él mucho tiempo dudando y pensando sobre esto, levantóse una sedición y revuelta dentro de la ciudad; los compañeros y amigos de Aristóbulo decían y eran de parecer que se hiciese guerra, y que se debla trabajar por librar a su rey; pero los que eran de la parcialidad de Hircano, decían que debían abrir las puertas y dar entrada a Pompeyo. Y el miedo de los otros hacia mayor el número de éstos, pensando y teniendo delante el valor y constancia de los romanos.

Vencida, pues, al fin la parte de Aristóbulo, fuése huyendo al templo, y derribando un puente, por el cual el templo se juntaba con la ciudad, todos se aparejaban para resistirle y sufrir en ello cuanto posible les fuese. Y como los otros que quedaban hubiesen recibido a los romanos dentro de la ciudad, y les hubiesen entregado la casa y palacio red, para haber estas cosas Pompeyo, envió uno de sus capitanes llamado Pisón, con muchos soldados; y puestos por guarnición dentro de la ciudad, no pudiendo persuadir la paz a los que se habían recogido dentro del templo, aparejaba todo cuanto podía y hallaba alrededor de allí, para combatirlos; pues Hircano y sus amigos estaban muy firmes y muy prontos para seguir el acuerdo, y aconsejar lo necesario, y obedecer a cuanto les fuese mandado. El estaba a la parte septentrional hinchiendo el foso aquel tan hondo de todo cuanto los soldados le podían traer, siendo esta obra de si muy difícil por la gran hondura del foso, y también porque los judíos trabajaban por la parte alta en resistirles de toda manera, y quedara el trabajo imperfecto y sin acabar, si Pompeyo no tuviera gran cuenta con los días que suelen guardar por sus fiestas los judíos, que por su religión tienen mandado guardar el séptimo día, sin hacer algo; en los cuales mandó que, pues los soldados de dentro no salían a defenderlo, los suyos no peleasen, antes con gran diligencia hinchiesen el foso. Porque los judíos no tienen licencia de hacer 21go en las fiestas, sino sólo defender su cuerpo si algo les acontecía.

Henchido, pues, el foso, y puestas sus máquinas, las cuales había traído de Tiro, y hechas sus torres encima de sus montecillos, comenzaron a combatir los muros. Los de arriba fácilmente los echaban con muchas piedras, aunque mucho tiempo resistiesen las torres, excelentes en grandeza y gentileza, y sufriesen la fuerza de los que contra ellos peleaban. Pero cansados entonces los romanos, Pompeyo maravillábase por ver el trabajo grande que los judíos sufrían con gran tolerancia, y principalmente porque estando entre armas, no dejaban perder punto ni cosa alguna de lo que tocaba a sus ceremonias, antes, ni más ni menos que si tuvieran muy sosegada paz, celebraban cada día los sacrificios y ofrendas, y honraban a Dios con una muy gran diligencia. Ni aun en el mismo momento que los mataban cerca del ara, dejaban de hacer todo aquello que legítimamente eran obligados para cumplir con su religión. Tres meses después que tenía puesto el cerco, sin haber casi derribado ni una torre, dieron el asalto, y el primero que osó subir por el muro fué Fausto Cornelio, hijo de Sila, y después dos centuriones con él, Furio y Fabio, con sus escuadras; y habiendo rodeado por todas partes el templo, mataron a cuantos se retiraban a otra parte, y a los que en algo resistían. Adonde, aunque muchos de los sacerdotes viesen venir con las espadas sacadas los enemigos contra ellos, no por eso dejaban de entender las cosas divinas y tocantes al servicio de Dios, tan sin miedo corno antes solían, y en el servicio M templo y sacrificios los mataban, teniendo en más la religión que su salud. Los naturales y amigos de la otra parte mataban muchos de éstos; muchos se despeñaban, otro se echaban a los enemigos como furiosos, encendidos todos los que estaban por el muro en gran ira y desesperación. Murieron, finalmente, en esto doce mil judíos y muy pocos romanos, aunque hubo muchos heridos.

Pareció cosa grave y de mayor pérdida a los judíos, descubrir aquel secreto santo e inviolado, no visto antes por ninguno, a todos los extranjeros. Entrando, pues, Pompeyo, juntamente con sus caballeros, dentro del templo, donde no era licito entrar, excepto al pontífice, vio y miró los candeleros que allí habla encendidos, y las mesas, en las cuales acostumbraban celebrar sus sacrificios y quemar sus inciensos; vio también la multitud de perfumes y olores que tenían, y el dinero consagrado, que era la suma de dos mil talentos. Pero no tocó ni esto ni otra cosa alguna de las riquezas del Sagrario; antes el siguiente día, después de la matanza, mandó limpiar el templo a los sacristanes, Y que celebrasen sus solemnidades sagradas. Entonces les declaró por pontífice a Hircano, por haberse regido y mostrado con él en todo, y principalmente en el tiempo del cerco, muy valeroso, y por haber atraído a sí gran muchedumbre de villanos, de los que seguían la parte de Aristóbulo, con lo cual ganó la amistad de todo el pueblo, más por benevolencia y mansedumbre, según conviene a cualquier buen emperador, que por temor ni amenazas.

Fué preso entre los cautivos el suegro de Aristóbulo, que le era también tío, hermano de su padre, y descabezó a todos los que supo que habían sido principalmente causa de aquella guerra. Dio muchos dones a Fausto y a todos los demás que se hablan portado valerosamente en la presa; puso tributo a Jerusalén, mandó que las ciudades que había tomado a los judíos en Celefiria obedeciesen al presidente romano o gobernador que entonces era, y encerrólos dentro de sus mismos términos solamente. Renovó, también por amor de un liberto suyo, llamado Demetrio, Gadarense, a Gadara, la cual hablan derribado los judíos. Libró del imperio de aquellos las ciudades mediterráneas, que no habían derribado, por ser allí alcanzados y prevenidos antes, Hipón, Escitópolís, Pela, Samaria, Marisa y Azoto, Iania y Aretusa, y con ellas las marítimas también, Gaza, Jope, Dora, y aquella adonde estaba la torre de Estratón, aunque después fueron edificados aqui en esta ciudad. muy lindos edificios por el rey Herodes y fué llamada Cesárea. Y habiéndolas vuelto todas a sus naturales ciudadanos, juntólas con la provincia de Siria.

Y dejando la administración de Siria, de Judea y de todo lo demás, hasta los términos de Egipto y el rió, Eufrates, con dos legiones o compañías de gente, a Escauro, él se volvió con gran prisa a Roma por Cilicia, llevándose cautivo a Aristóbulo con toda su familia. Habla dos hijas y otros tantos hijos, de los cuales el uno, llamado Alejandro, se le huyó en el camino, y el menor, que era Antígono, fué llevado a Roma con sus hermanas.

Capítulo VI. De la guerra que Alejandro tuvo con Hircano y Aristóbulo.

Habiendo entretanto Escauro entrado en Arabia, no podía llegar a la que ahora se llama Petrea, por la dificultad y aspe­reza del camino, pero talaba y destruía cuanto habla alrededor, aunque estaba afligido con muchos males en estas tierras; el ejército padecía gran hambre, a quien Hircano proveía de todo lo necesario, por medio de Antipatro, para su manteni­miento; al cual Escauro envió por embajador, como muy fa­miliar y amigo de Areta, para que dejase la guerra e hiciesen conciertos de paz. De esta manera, en fin, persuadieron al árabe que diese trescientos talentos, y Escauro entonces re­trajo de Arabia su ejército. Pero Alejandro, hijo de Aristóbulo, aquel que habla huido de Pompeyo, habiendo juntado mucha gente en este tiempo, en a hacia Hircano muy enojado, y destruía y robaba a Judea, pensando que presto la podía ganar y vencerlo a él, porque confiaba que el muro de Jerusalén, que habla sido derribado por Pompeyo, estaría ya renovado si Gabinio, su­cesor de Escauro, el cual había sido enviado a Siria, no se mostrara muy fuerte y valeroso en lo demás, pero principal­mente contra Alejandro con su ejército. Por lo cual, temiendo aquél la fuerza de este Gabinio, trabajaba en acrecentar el número de su gente, hasta tanto que legaron a número de diez mil de a pie y mil quinientos caballos, y fortalecía los lugares y las villas que le parecían ser buenos para resistir a la fuerza, como Alejandrio, Hircanio y Macherunta, que están cerca de los montes de Arabia.

Gabinio, pues, habiendo enviado delante a Marco Antonio con parte de su ejército, él lo seguía con todo lo demás. Los compañeros escogidos de Antipatro y la otra multitud de los judíos cuyos príncipes eran Malico y Pitolao, habiendo juntado sus fuerzas con Marco Antonio, salieron al encuentro a Ale­jandro; pero no estaba muy lejos ni muy atrás de éste Ga­binio con toda su gente. Viendo Alejandro que no podía re­sistir ni sufrir tanta multitud de enemigos, huyó. Siendo llegado ya cerca de Jerusalén, fué forzado a pelear; y habiendo perdido seis mil hombres de los suyos, tres mil presos y tres mil derribados, salváse con los demás.

Pero cuando Gabinio llegó al castillo de Alejandrio, ha­biendo sabido que muchos habían desamparado el ejército, prometiendo a todos general perdón, trabajaba de llegarlos a él y juntarlos consigo antes que darles batalla; pero como ellos no humillasen su pensamiento, ni quisiesen conceder lo que Gabinio quería, mató a muchos y encerró a los demás en el castillo.

En esta guerra, el capitán Marco Antonio hizo muchas cosas de nombre, y aunque siempre y en todas partes se había mostrado varón muy fuerte y valeroso, ahora última­mente venció todo nombre y dio de sí mucho mayor ejemplo que hasta el presente había dado. Dejando Gabinio gente para combatir el castillo, él se vino a todas las otras ciudades, con­firmando las que no habían sido atacadas, reparando y le­vantando de nuevo las que habían sido derribadas. Final­mente, por mandamiento de éste, se comenzó a habitar en Escitópolis, en Samaria, en Antedón, en Apolonia, en Janinia, en Rafia, en Marisa, en Dora, en Gadara, en Azoto, y en otras muchas, con gran alegría de los ciudadanos, porque de todas partes venían por habitar en ellas. Ordenadas estas cosas de esta manera, volviéndose a Alejandrio, apretaba mucho más el cerco. Por la cual cosa Alejandro, muy espantado, le envió embajadores, desconfiando ya de todo y rogando que le perdonase, y él le entregaría sin alguna falta los castillos que le obedecían, los cuales eran el de Hircano, y el otro el de Macherunta; también le dió y dejó en su poder Alejandrio. Gabinio lo derribó todo de raíz por consejo de la madre de Alejandro, por que no fuesen ocasión de otra guerra, o de recogimiento para ella. Estaba ella con Gabinio por ablandarlo con sus regalos, temiendo algún peligro a su marido y a los demás que habían sido llevados cautivos a Roma.

Pasadas todas estas cosas, habiendo Gabinio llevado a Je­rusalén a Hircano y habiéndole encomendado el cargo del templo, puso por presidentes de toda la otra República a los más principales de los judíos. Dividió en cinco partes, como Congregaciones, toda la gente de los judíos; la una de éstas puso en Jerusalén, la otra en Doris, la tercera que estuviese en la parte de Amatunta, la cuarta en Jericó, y la quinta fué dada a Séfora, ciudad de Galilea.

Los judíos entonces, librados del imperio y señorío de uno, eran regidos por sus príncipes con gran contentamiento; pero no mucho después acaeció que, habiéndose librado de Roma Aristóbulo, les fué principio de discordias y revueltas; el cual, juntando mucha gente de los judíos, parte por ser de­seosa de mutaciones y novedades, parte también por el amor que antiguamente le solían tener, tomó primero a Alejandrio, y trabajaba en cercarlo de muro. Después, sabido cómo Ga­binio enviaba contra él tres capitanes, Sisena, Antonio y Sevilio, vínose a Macherunt ; y dejando la gente vulgar y que no era de guerra, la cual antes le era carga que ayuda, salió, trayendo consigo, de gente muy en orden y bien armada, no más de ocho mil, entre los cuales venía también Pitolao, Re­gidor de la segunda Congregación que hemos dicho, habiendo huido de Jerusalén con número de mil hombres.

Los romanos los seguían, y dada la batalla, Aristóbulo detuvo los suyos peleando muy fuertemente algún tiempo, hasta tanto que fueron vencidos por la fuerza y poder grande de los romanos, adonde murieron cinco mil hombres, y dos mil se recogieron a una gran cueva, y los otros mil rom­pieron por medio de los romanos y cerráronse en Mache­runta.

Habiendo, pues, llegado allí a prima noche o sobretarde el rey, y puesto su campo en aquel lugar que estaba destruido, confiaba que haría treguas, y durando éstas, juntarla otra vez gente y fortalecería muy bien el castillo. Pero habiendo sostenido la fuerza de los romanos por espacio de dos días más de lo que le era posible, a la postre fué tomado y llevado delante de Gabinio, atado junto con Antígono, su hijo, el cual habla estado en la cárcel con él, y de allí fué llevado a orna. Pero el Senado lo mandó poner en la cárcel, y pasó

los hijos de éste a Judea, porque Gabinio había escrito que los había prometido a la mujer de Aristóbulo, por haberle entregado los castillos.

Habiéndose después Gabinio aparejado para hacer guerra Con los partos, fuéle impedimento Ptolomeo; el cual, habiendo vuelto del Eufrates, venia a Egipto sirviéndose de Hircano y de Antipatro, como de amigos para todo cuanto su ejército tenía necesidad; porque Antipatro le ayudó con dineros, ar­mas, mantenimientos y con gente de erra. Y guardando los judíos los caminos que están hacia la vía de Pelusio, per­suadió que enviasen allá a Gabinio; pero con la partida de Gabinio la otra parte de Siria se revolvió; y Alejandro, hijo de Aristóbulo, movió otra vez los judíos a que se rebelasen; y juntando gran muchedumbre de ellos, mataba y despedazaba cuantos romanos hallaba por aquellas tierras. Gabinio, temiéndose de esto, porque ya había vuelto de Egipto, y viendo revuelta que se aparejaba, envió delante a Antipatro, y persuadió a algunos de los que estaban revueltos que se concordasen con ellos e hiciesen amigos.

Habían quedado con Alejandro treinta mil hombres, por lo cual estaba, y de sí lo era él también, muy pronto para guerra. Salió finalmente al campo y viniéronle los judíos a encuentro; y peleando cerca del monte Tabor, murieron diez mil de ellos, y los que quedaron salváronse huyendo por di versas partes.

Vuelto Gabinio a Jerusalén, porque esto quiso Antipatro apaciguó Y compuso su República; después, partiendo de aquí venció en batalla a los nabateos, y dejó ir escondidamente a Mitridates y a Orsanes, que habían huido de los partos, per­suadiendo a los soldados que se habían escapado.

En este medio fuéle dado por sucesor Craso, el cual tomó la parte de Siria. Este, para el gasto de la guerra de los partos, tomó todo el restante del tesoro del templo que estaba en Jerusalén, que eran aquellos dos mil talentos, los cuales Pompeyo no había querido tocar. Después, pasando el Eufrates él y todo su ejército, perecieron; de lo cual ahora no se ha­blará, por no ser éste su tiempo ni oportunidad.

Después de Craso, Casio siendo recibido en aquella pro­vincia, detuvo y refrenó los partos que se entraban por Siria, Y con el favor de éste que venía a prisa grande para Judea; y prendiendo a los tariceos, puso en servidumbre y cautiverio tres mil de ellos. Mató también a Pitolao, persudiéndoselo An­tipatro, porque recogía todos los revolvedores y parciales de Aristóbulo.

Tuvo éste por mujer una noble de Arabia llamada Cipria, de la cual hubo cuatro hijos, Faselo y Herodes, que fué rey, Josefo Forera, y una hija llamada Salomé. Y como procurase ganar la amistad de cuantos sabía que eran poderosos, reci­biendo a todos con mucha familiaridad, mostrándose con todos huésped y buen amigo, principalmente juntó consigo al rey de Arabia por casamiento y parentesco; y encomendando a su bondad y fe sus hijos, él se los envió, porque había determinado y tomado a cargo de hacer guerra contra Aristóbulo.

Casio, habiendo compelido y forzado a Alejandro que se reposase, volvióse hacia el Eufrates por impedir que los partos pasasen, de los cuales en otro lugar después trataremos.

Capítulo VII. De la muerte de Aristóbulo, y de la guerra de Antipatro contra Mitrídates.

Habiéndose César apoderado de Roma y de todas las cosas, después de haber huido el Senado y Pompeyo de la otra parte del mar Jonio, librando de la cárcel a Aristóbulo, en­viólo con diligencia con dos compañías a Siria, pensando que fácilmente podría sujetar a ella y a los lugares vecinos de Judea; pero la esperanza de César y la alegría de Aristóbulo fué anticipada con la envidia. Porque muerto con ponzoña por los amigos de Pompeyo, estuvo sin sepultura en su misma patria algún tiempo, y guardaban el cuerpo del muerto em­balsamado con miel, hasta tanto que Antonio proveyó que fuese sepultado por los judíos en los sepulcros reales. Fué tam­bién muerto su hijo Alejandro, y mandado descabezar por Escipión en Antioquía, según letras de Pompeyo, habiéndose primero examinado su causa públicamente sobre todo lo que había cometido contra los romanos.

Ptolomeo, hijo de Mineo, que tenía asiento en Calcidia, bajo del monte Líbano, prendiendo a sus propios hermanos, envió a su hijo Filipión a Ascalona que los detuviese e hiciese recoger; y él, sacando a Antígono del poder de la mujer de Aristóbulo, y a sus hermanas también, lleválas a su padre. Y enamorándose de la menor de ellas, cásase con ella; por lo cual fué después muerto por su padre. Porque Ptolomeo, después de muerto el hijo, tomó por mujer a Alejandra; y por causa de este parentesco y afinidad, miraba por sus hermanos con mayor cuidado.

Muerto Pompeyo, Antipatro se pasó a la amistad de César; y porque Mitrídates Pergameno estaba detenido con el ejér­cito que llevaba a Egipto, en Ascalona, prohibido que no pasase a Pelusio, no sólo movió a los árabes, aunque fuese él extranjero y huésped en aquellas tierras, a que le ayudasen, sino también compelió a los judíos que le socorriesen con cerca de tres mil hombres, todos muy bien armados. Movió también en socorro y ayuda suya los poderosos de Siria, y a Ptolomeo, que habitaba en el monte Líbano, y a Jamblico, y al otro Ptolomeo; y por causa de ellos, las ciudades de aquella región emprendieron y comenzaron la guerra con ánimo pronto todos, y muy alegre. Confiado ya de esta manera Mitrídates por verse poderoso con la gente y ejército de Antipatro, vínose a Pelusio; y siéndole prohibido el pasaje, puso cerco a la villa, y Antipatro se mostró mucho en este cerco. Porque habiendo roto el muro de aquella parte que a él cabía, fué el primero que dió asalto a la ciudad con los suyos, y así fué tomado Pelusio; pero los judíos de Egipto, aquellos que habitaban en las tierras que se llaman Onías, no los dejaban pasar más ade­lante. Antipatro, no sólo persuadió a los suyos que no los estorbasen ni impidiesen, sino que les diesen lo necesario para mantenimiento. De donde sucedió que los menfitas no fuesen combatidos; antes, voluntariamente se entregaron a Mitrída­tes; y habiendo éste proseguido adelante su camino por las tierras de Delta, peleó con los otros egipcios en un lugar que se llama Castra de los judíos, el cual libró Antipatro por su parte, que era la derecha, de todo mal. Yendo alrededor del rio con buen orden, vencía el escuadrón que estaba a la parte izquierda fácilmente, y arremetiendo contra aquellos que iban persiguiendo a Mitrídates, mató a muchos de ellos y persiguió tanto a los que quedaban y huían' que vino a ganar el campo y tiendas de los enemigos, habiendo perdido no más de ochenta de los suyos. Pero Mitrídates, huyendo, perdió de los suyos ochocientos; y saliendo él de la batalla salvo sin que tal se confiase, vino delante de César como testigo, sin envidia de las cosas hechas por Antipatro. Por lo cual él movió a Anti­patro entonces, con esperanza y loores grandes, a que menos­preciase todo peligro por su causa; y así fué hallado en todo como hombre de guerra muy esforzado y valeroso, porque habiendo sufrido muchas heridas, tenía por todo el cuerpo las señales en probanza de su virtud.

Después, cuando habiendo apaciguado las cosas de Egipto se volvió a Siria, hízolo ciudadano de Roma, dejándole gozar de todas las libertades, honrándole en todas las cosas, y mos­trándole en todo mucha amistad; hizo que los otros se esfor­zasen mucho en imitarlo, como a hombre muy digno; y por causa y favor suyo confirmó el pontificado a Hircano.

Capítulo VIII. De cómo fué acusado Antipatro, delante de César, del pontificado de Hircano, y cómo Herodes movió guerra.

En el mismo tiempo, Antígono, hijo de Aristóbulo, ha­biendo venido a César, fué causa que Antipatro ganase gran honra y mayor opinión de la que él pensaba alcanzar. Porque habiéndose de quejar de la muerte de su padre, muerto con ponzoña por la enemistad de Pompeyo, según lo que se podía juzgar, y debiendo acusar a Escipión de la crueldad que había usado contra su hermano, sin mezclar alguna señal de su envidia con casos tan miserables, acusaba a Hircano y a An­tipatro, porque lo echaban injustamente de su propio lugar y patria, y hacían muchas injurias a su gente, y que no habían ayudado ni socorrido a César estando en Egipto, por amistad, sino por temor de la discordia antigua, y por ser perdonados por haber favorecido a Pompeyo. A estas cosas, Antipatro, quitados sus vestidos, mostraba las muchas llagas y heridas que había recibido, y dijo no serle necesario mostrar con palabras el amor y la fidelidad que había guardado con César, pues tenía por manifiesto testigo su cuerpo, que claramente lo mostraba, y que antes se maravillaba él mucho del grande atrevimiento de Antígono, que siendo enemigo de los romanos e hijo de otro enemigo huido de su poder, deseando perturbar las cosas, no menos que había hecho su padre con sediciosas revueltas, osase parecer y acusar a otros delante del príncipe de los romanos e intentase de alcanzar algún bien, debiéndose contentar con ver que lo dejaban con vida. Por ue ahora no deseaba bienes, por estar pobre, sino para judíos aquellos que se los hubiesen dado.

Cuando César hubo oído estas cosas, juzgó por más digno del pontificado a Hircano; pero dejó después escoger a Amti­patro la dignidad que quisiese. Este, dejándolo todo en poder de aquel que se lo entregaba, fué declarado procurador de toda Judea, y además de esto impetró que le dejasen renovar y edificar otra vez los muros de su patria, que habían sido derribados. Estas honras mandó César que fuesen pintadas en tablas de metal, y puestas en el Capitolio, por dejar a Antipatro y a sus descendientes memoria de su virtud.

Habiendo, pues, acompañado a César desde Siria, Anti­patro se volvió a Judea, y lo primero que hizo fué edificar otra vez los muros que habían sido derribados por Pompeyo, visitándolo todo por que no se levantasen algunas revueltas en todas aquellas regiones; amonestando una vez con consejo, otras amenazando, persuadiendo a todos que si creían y eran conformes con Hircano, vivirían en reposo, descansados. y con abundancia de toda cosa, gozando cada uno de su bien y estado y de la paz común de toda la República; pero si se movían con la vana esperanza de aquellos que por hacerse ricos estaban deseando y aun buscando novedades y revueltas, entonces no lo habían de tener a él corno procurador del reino, sino corno a señor de todo; que Hircano seria entonces tirano en vez de rey, y habían de tener a César y a todos los romanos por capitales enemigos, los cuales les solían ser a todos muy buenos amigos y regidores, porque no habían de sufrir que se perdiese y menospreciase la potencia de éste, al cual ellos habían elegido por rey.

Pero aunque decía esto, todavía él por sí, viendo que Hir­cano era algo más negligente que se requería, ni para tanto cuanto el reino tenía necesidad, regía el Estado de toda la provincia, y lo tenía muy ordenado. Hizo capitán de los soldados el hijo suyo mayor, llamado Faselo, en Jerusalén y en todo su territorio, y a Herodes, que era menor» y demasiado mozo, enviólo por capitán de Galilea, que tuviese el mismo cargo que el otro; y siendo por su naturaleza muy esforzado, halló presto materia y ocasión para mostrar y ejercitar la grandeza de su ánimo, porque habiendo preso al príncipe de los ladrones y salteadores, Ezequías, al cual halló robando con mucha gente en las tierras cercanas a Siria, lo mató y a muchos otros ladrones que lo seguían. Fué esta cosa tan acepta y contentó tanto a los sirios, que iba Herodes cantando y di­vulgando por boca de todos en los barrios y lugares, como que él les hubiese restituido y vuelto la paz y sus posesiones. Por la gloria, pues, de esta obra fué conocido por Sexto César, pariente muy cercano del gran César que estaba entonces en la administración de toda Siria.

Faselo trabajaba por vencer con honesta contienda la vir­tuosa inclinación y el nombre que su hermano había ganado, acrecentando el amor que todos los de Jerusalén le tenían, y poseyendo esta ciudad, no hacía algo ni cometía cosa con la cual afrentase alguno con soberbia del poderoso cargo que tenía. Por esto era Antipatro obedecido y honrado con honras de rey, reconociéndolo todos como a señor, aunque no por esto dejó de ser tan fiel y amigo a Hircano como antes lo era.

Pero no es posible que estando uno en toda su prospe­ridad carezca de envidia, porque a Hircano le pesaba ver la honra y gloria de los mancebos, y principalmente las cosas hechas por Herodes, viéndose fatigar con tantos mensajeros y embajadores que levantaban y ensalzaban sus hechos; pero muchos envidiosos, que suelen ser enojosos y aun perjudiciales a los reyes, a los cuales dañaban la bondad de Antipatro y de sus hijos, lo movían e instigaban, diciendo que había dejado todas las cosas a Antipatro y a sus hijos, contentándose sola­mente con un pequeño lugar para pasar su vida particularmente con tener sólo el nombre de rey, de balde y sin prove­cho alguno, y que hasta cuándo había de durar tal error de dejar alzar contra sí los otros por reyes; de manera que no se curaban ya de ser procuradores, sino que se querían mostrar señores, prescindiendo de él, porque sin mandarlo él y sin escribírselo, había Herodes muerto tanta muchedumbre contra la ley de los judíos, y que si Herodes no era ya rey, sino hombre particular, debla venir a ser juzgado por aquello, y por dar cuenta al rey y a las leyes de su patria, las cuales no permiten ni sufren que alguno muera sin causa y sin ser condenado. Con estas cosas poco a poco encendían a Hircano, y a la postre, manifestando y descubriendo su ira, mando llamar a Herodes, que viniese a defender su causa, y él, por mandárselo su padre, y con la confianza que las cosas que había hecho le daban, dejando gente de guarnición en Ga­lilea, vino a ver al rey. Venía acompañado con alguna gente esforzada y muy en orden, por no parecer que derogaba a Hircano si traía muchos, o por no parecer desautorizado, y dar lugar a la envidia de éstos, si venía solo. Pero Sexto César, te­miendo aconteciese algo al mancebo, y que sus enemigos, ha­llándolo, le hiciesen algún daño, envió mensajeros a Hircano que manifiestamente le denunciasen que librase a Herodes del crimen y culpa que le ponían y levantaban de homicida o matador. Hircano, que de sí lo amaba y deseaba esto mucho, absolviólo y dióle libertad.

El entonces, pensando que había salido bien contra la voluntad del rey, vínose a Damasco, adonde estaba Sexto, con ánimo de no obedecerle si otra vez fuese llamado. Los revolve­dores y malos hombres trabajaban por revolver otra vez y mover a Hircano contra Herodes, diciendo que Herodes se había ido muy airado, por darse prisa para armarse contra él. Pensando Hircano ser esto así verdad, no sabía qué hacer, porque vela ser su enemigo más poderoso. Y como fuese He­rodes publicado por capitán en toda Siria y Samaria por Sexto César, y no sólo fuese tenido por el favor que la gente le hacia por muy esforzado, pero aun también por sus propias fuerzas, vino a temerle en gran manera, pensando que luegoen la misma hora había de mover su gente y traer el ejército contra él. Y no lo engañó el pensamiento, porque Herodes, con la ira de cómo lo habían acusado, traía gran número de gente consigo a Jerusalén para quitar el reino a Hircano. Y lo hubiera ciertamente hecho así, si saliéndole al encuentro su padre y su hermano, no detuvieran su fuerza e ímpetu, rogando que se vengase con amenazarlos y con haberse enojado e indignado contra ellos; que perdonase al rey, por cuyo favor había al­canzado el poder que tenía, que si por haber sido llamado y haber comparecido en juicio se enojaba y tomaba indigna­ción, que hiciese gracias por haber sido librado, y no satisficiese sólo a la parte que le había enojado y causado desplacer; pero también que no fuese ingrato a la otra, que le había librado salvamente. Que si pensaba deberse tener cuenta con los suce­sos de las guerras, considerase cuán inicua cosa es la malicia, y no se confiase del todo vencedor, habiendo de pelear con un rey muy allegado en amistad, y a quien él con razón debía mucho, pues no se había mostrado jamás con él cruel ni po­deroso, sino que por consejo de malos hombres, y que mal le querían, había mostrado y tentado contra él una sola som­bra de injusticia. Herodes fué contento y obedeció a lo que le dijeron, pensando que bastaba para lo que él confiaba, en haber mostrado a toda su nación su poder y fuerzas.

Estando en estas cosas levantóse una discordia y revuelta entre los romanos estando cerca de Apamia; porque Cecilio Baso, por favor de Pompeyo, había muerto con engaños a Sexto César, y se había apoderado de la gente de guerra que Sexto tenía. Los otros capitanes de César perseguían con todo su poder a Baso, por vengar su muerte. A los cuales Antipatro con sus hijos socorrió, por ser muy amigo de entrambos; es a saber: del César muerto y del otro que vivía; y durando esta guerra, vino Marco de Italia, sucesor de Sexto, de quien antes hablamos.

Capítulo IX. De las discordias y diferencias de los romanos después de la muerte de César, y de las asechanzas y engaños de Malico.

En el mismo tiempo se levantó gran guerra entre los ro­manos por engaños de Casio y de Bruto, muerto César después de haber tenido aquel principado tres años y siete meses. Mo­vido, pues, muy gran levantamiento por la muerte de éste, y estando los principales hombres muy discordes entre sí, cada uno se movía por su propia esperanza a lo que veían y pensaban ser lo mejor y más cómodo. Así vino Casio a Siria por ocupar y tomar bajo sí los soldados que estaban en el cerco de Apamia, donde hizo amigos a Marco y a toda la gente que estaba en discordia con Baso, y libró del cerco la ciudad. Llevándose el ejército, ponía pecho a las ciudades que por allí habla, sin tener medida en lo que pedía. Habiendo, pues, mandado a los judíos que ellos también le diesen setecientos talentos, te­miendo Antipatro sus amenazas, dió cargo de llevar aquel dinero a sus hijos y amigos, principalmente a un amigo suyo llamado Malico; tanto le apretaba la necesidad.

Herodes, por su parte, trajo de Galilea cien talentos, con los cuales ganó el favor de Casio, por lo cual era contado por uno de los amigos suyos mayores. Pero reprendiendo a los demás porque tardaban, enojábase con las ciudades, y habiendo destruido por esta causa a Gophna y Amahunta y otras dos ciudades, las más pequeñas y que menos valían, venía como para matar a Malico, por haber sido más flojo y más remiso en buscar y pedir el dinero, de lo que él tenía necesidad. Pero Antipatro socorrió a la necesidad de éste y de las otras ciuda­des, amansando a Casio con cien talentos que le envió.

Después de la partida de Casio, no se acordó Malico de los beneficios que Antipatro le había hecho, antes buscaba peligros y ocasiones muchas para echar a perder a Antipatro, al cual solía él llamar defensor y protector suyo, trabajando por romper el freno de su maldad y quitar del mundo a aquel que le impedía que ejecutase sus malos deseos. De esta manera Antípatro, temiéndose de su fuerza, de su poder y de su mafia, pasó el río Jordán, para allegar ejército con el cual se pudiese vengar de las injurias. Descubierto Malico, venció con su desvergüenza a los hijos de Antipatro, tomándoles des­cuidados, porque importunó a Faselo, que estaba por capitán en Jerusalén, y a Herodes, que tenía cargo de las armas, con muchas excusas y sacramentos que lo reconciliasen con Anti­patro por intercesión y medio de ellos mismos. Y vencido otra vez nuevamente Marco por los ruegos de Antipatro, estando por capitán de la gente de guerra en Siria, fué perdonado Malico, habiendo Marco determinado matarlo, por haber tra­bajado en revolver las cosas e innovar el estado que tenían.

Guerreando el mancebo César y Antonio con Bruto y con Casio, Marco y Casio, que habían juntado un ejército en Siria, ¡por haberlos ayudado mucho Herodes en tiempo que tenían necesidad, hácenlo7 procurador de toda Siria, dándole parte de la gente de a caballo y de a pie, y Casio le prometió que, si la guerra se acababa, pondría también en su regimiento todo el reino de Judea.

Pero después aconteció que la esperanza y fortaleza del hijo fuese causa de la muerte a su padre Antipatro. Porque Malico, por miedo de éstos, habiendo sobornado y corrompido a un criado de los del rey, dándole mucho dinero le persuadió que le diese ponzoña junto con lo que había de beber. Y la muerte de éste después del convite fué premio y paga de la gran injusticia de Malico, habiendo sido varón esforzado y muy idóneo para el gobierno de las cosas, el cual había cobrado y conservado el reino para Hircano.

Viendo Malico enojado y levantado al pueblo por la sos­pecha que tenía de haber muerto con ponzoña al rey, trabajaba en aplacarlo con negar el hecho, y buscaba gente de armas para poder estar más seguro y más fuerte; porque no pensaba que Herodes había de cesar ni reposarse, sin venir con grande ejército, por vengar la muerte de su padre. Pero por consejo de su hermano Faselo, el cual decía que no le debían perseguir públicamente por no revolver el pueblo, y también porque Malico hacía diligencias para excusarse, recibiendo con la pa­ciencia que mejor pudo la excusa y dándole libre de toda sos­pecha, celebró honradísimamente las exequias al enterramiento de su padre.

Vuelto después a Samaria, apaciguó la ciudad, que se habla revuelto y casi levantado, y para las fiestas volvíase a Jeru­salén, habiendo primero enviado gente de armas, y acompañado de ella también; Hircano le prohibió llegar, persuadiéndolo Malico por el miedo que tenía que entrase con gente extranjera entre los ciudadanos que celebraban casta y santamente su fiesta. Pero Herodes, menospreciando el mandamiento y aun a quien se lo mandaba también, entróse de noche. Presentán­dose Malico delante, lloraba la muerte de Antipatro. Herodes, por el contrario, padeciendo dentro de su ánima aquel dolor, disimulaba el engaño como mejor podía. Pero quejóse por cartas de la muerte de su padre con Casio, a quien era Malico por esta causa muy aborrecido. Respondióle finalmente, no sólo que se vengase de la muerte de su padre, sino también mandó secretamente a todos los tribunos y gobernadores que tenía bajo de su mando, que ayudasen a Herodes en aquella causa que tan justa era. Y porque después de tomada Laodicea venían a Herodes los principales con dones y con coronas, él tenía determinado este tiempo para la venganza. Malico pen­saba que había esto de ser en Tiro, por lo cual determinó sacar a su hijo, que estaba entre los tirios por rehenes, y huir él a Judea. Y por estar desesperado de su salud, pensaba cosas grandes y más importantes; porque confió que había de re­volver la gente de los judíos contra los romanos, estando Casio ocupado en la guerra contra Antonio, y que echando a Hircano alcanzaría fácilmente el reino. Por lo que sus hados tenían determinado, se burlaba de su esperanza vana; porque sospe­chando Herodes fácilmente lo que había determinado éste en su ánimo y de cuanto trataba, llamó a él y a Hircano que viniesen a cenar con él, y luego envía uno de los criados con pretexto de que fuese a aparejar el convite; pero mandóle que fuese a avisar a los tribunos y gobernadores, que le saliesen como espías. Ellos entonces, acordándose de lo que Casio les había mandado, sálenle al encuentro, todos armados, a la ribera cercana de la ciudad, y rodeando a Malico, diéronle tantas heridas, que lo mataron.

Espantóse Hircano y perdió el ánimo en oír esto; pero re­cobrándose algún poco y volviendo apenas en su sentido, pre­guntaba a Herodes que quién había muerto a Malico, y res­pondió uno de los tribunos que el mandamiento de Casio. "Ciertamente, dijo, Casio me guarda a mí y a mi reino salvo, pues él mató a aquel que buscaba la muerte a entrambos"; pero no se sabe si lo dijo de ánimo y de su corazón, o porque el temor que tenía le hacía aprobar el hecho. Y de esta manera tomó Herodes venganza de Malico.

Capítulo X. Cómo fué Herodes acusado y cómo se vengó de la acusación.

Después que Casio salió de Siria, otra vez se levantó revuelta en Jerusalén, habiendo Félix venido con ejército contra Faselo y contra Herodes, queriendo, con la pena de su hermano, vengar la muerte de Malico. Sucedió por caso que Herodes vivía en este tiempo en Damasco, con el capitán de los romanos Fabio; y deseando que Fabio le pudiese socorrer, enfermó de grave dolencia. En este medio, Faselo, sin ayuda de alguno, venció también a Félix e injuriaba a Hircano llamándolo ingrato, diciendo que había hecho las partes de Félix y había permitido que su hermano ocupase y se hiciese señor de los castillos de Malico, porque ya tenían muchos de ellos, y el más fuerte y más seguro, que era el de Masada.

Pero no le pudo aprovechar algo contra la fuerza de Herodes, el cual, después que convaleció, tomó todos los demás y dejóle ir de Masada, por rogárselo mucho y por mostrarsemuy humilde; Y echó a Marión, tirano de los tirios, de Gali lea, el cual poseía tres castillos, y perdonó la vida a todos los tirios que había preso, y aun a algunos dió muchos dones y libertad para que se fuesen; ganando con esto la benevolencia y amistad de la ciudad, él por su parte, y haciendo aborrecer el tirano a los otros.

Este Marión había ganado la tiranía por Casio, que había puesto por capitanes en Siria muchos tiranos; pero por la enemistad de Herodes traíase consigo a Antígono, hijo de Aristóbulo, y a Ptolomeo, por causa de Fabio, el cual era compañero de Antígono, corrompido por dinero para ayudar a poner en efecto lique tenía comenzado. Ptolorneo servía y proveía con todo lo necesario a su yerno Antígono.

Habiéndose armado contra éstos Herodes y dádoles la batalla cerca de los términos de Judea, hubo la victoria; y habiendo hecho huir a Antígono, vuélvese a Jerusalén y fué muy amado de todos por haber tan prósperamente acabado todo aquello, en tanta manera, que aquellos que antes le eran enemigos y le menospreciaban, entonces se ofrecieron muy amigos a él, por la deuda y parentesco con Hircano. Porque este Herodes había ya mucho tiempo antes tomado por mujer una de las naturales de allí y noble, la cual se llamaba Doris, y había habido en ella un hijo llamado Antipatro. Y entonces estaba casado con la hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, y llamábase Mariamina, nieta de Hircano, hija de su hija, y por esto era muy amiga y familiar con el rey.

Pero cuando Casio fué muerto en los campos Filípicos, César se pasó a Italia y Antonio se fué a Asia. Habiendo las otras ciudades enviado embajadores a Antonio a Bitinia, vinieron también los principales de los judíos a acusar a Faselo y a Herodes; porque poseyendo ellos todo lo que había, y haciéndose señores de todos, solamente dejaban a Hircano con el nombre honrado. A lo cual respondió Herodes muy aparejado, y con mucho dinero supo aplacar de tal manera a Antonio, que después no podía sufrir una palabra de sus enemigos, y así se hubieron entonces de partir. Pero como otra vez hubiesen ido a Antonio, que estaba en Dasnes, ciudad

113cerca de Antioquía, enamorado ya de Cleopatra, cien varones de los más principales, elegidos por los judíos más excelentes en elocuencia y dignidad, propusieron su acusación contra los dos hermanos, a los cuales respondía Mesala como defensor de aquella causa, estando presente Hircano por la afinidad y deudo.

Oídas, pues, ambas partes, Antonio preguntaba a Hircano cuáles fuesen los mejores para regir las cosas de aquellas regiones. Habiendo éste señalado a Herodes y sus hermanos más que a todos los otros, y muy lleno de placer porque su padre les había sido muy buen huésped, y recibido por Antipatro muy humanamente en el tiempo que vino a Judea con Gabinio, él los hizo y declaró a entrambos por tetrarcas, dejándoles el cargo y procuración de toda Judea. Tomando esto a mal los embajadores, prendió quince de ellos y púsoles en la cárcel, a los cuales casi también mató. A los otros todos echó con injurias, por lo cual se levantó mayor ruido en Jerusalén.

Por esta causa otra vez enviaron mil embajadores a Tiro, a donde estaba entonces Antonio aparejado para venir contra Jerusalén, y estando ellos gritando a voces muy altas, el principal de los tirios vínose contra ellos, alcanzando licencia para matar a cuantos prendiese, pero mandado por mandamiento especial que tuviese cuidado de confirmar el poder de aquellos que habían sido hechos tetrarcas por consentimiento y aprobación de Antonio; antes que todo esto pasase, Herodes fué hasta la orilla de la mar, juntamente con Hircano, y amonestábalos con muchas razones, que no le fuesen a él causa de la muerte y de guerra a su patria y tierra, estando en contenciones y revueltas tan sin consideración. Pero indignándose ellos más, cuanta más razón les daban, Antonio envió gente muy en orden y muy bien armada, y mataron a muchos de ellos e hirieron a muchos, e Hircano tuvo por bien de hacer curar los heridos y dar a los muertos sepultura. Con todo, no por esto los que habían huido reposaban; porque perturbando y revolviendo la ciudad, movían e incitaban a Antonio para que matase también a todos los que tenía presos.

Capítulo XI. De la guerra de los partos contra los judíos, y de la huída de Herodes y de su fortuna.

Estando Barzafarnes, sátrapa de los partos, apoderado hacía dos años de Siria, con Pacoro, hijo del rey Lisanias, sucesor de su padre Ptolorneo, hijo de Mineo, persuadió al sátrapa, después de haberle prometido mil talentos y quinien­tas mujeres, que pusiese a Antigono dentro del reino y que sacase a Hircano de la posesión que tenía. Movido, pues, por este Pacoro hizo su camino por los lugares que están hacia la mar, y mandó que Barzafarnes fuese por la tierra adentro. Pero la gente marítima de los tirios echó a Pacoro, habiéndolo recibido los ptolemaidos y los sidonios. El mandó a un criado que servía la copa al rey y tenía su mismo nombre, dándole parte de su caballería, que fuera a Judea por saber lo que determinaban los enemigos, porque cuando fuese necesario pudiese socorrer a Antígono. Robando éstos a Carmelo y des­truyéndolo, muchos judíos se venían a Antígono muy apa­rejados para hacerles guerra y echarlos de allí. El, entonces, enviólos que tomasen el lugar llamado Drimos. Trabando allí la batalla, y habiendo echado y hecho huir los enemigos, venían aprisa a Jerusalén, y habiéndose aumentado mucho el número de la gente, llegaron hasta el palacio. Pero salién­doles al encuentro Hircano y Faselo, pelearon valerosamente en medio de la plaza, y siendo forzados a huir, los de la parte de Herodes les hicieron recoger en el templo, y puso sesenta varones en las casas que había por allí cerca, que los guardasen; pero el pueblo los quemó a todos, por estar airado contra los dos hermanos. Herodes, enojado por la muerte de éstos, salió contra el pueblo, mató a muchos, y persiguiéndose cada día unos a otros con asechanzas continuas, sucedían todos los‑días muchas muertes. Llegada después la fiesta que ellos llamaban Pentecostés, toda la ciudad estuvo llena de gente popular, y la mayor parte de ella muy armada. Faselo, en este tiempo, guardaba los muros, y Herodes, con poca gente, el Palacio Real; acometiendo un día a los enemigos súbita­mente en un barrio de la ciudad, mató muchos de ellos e hizo huir a los demás, cerrando parte de ellos en la ciudad, otros en el templo y otros en el postrer cerco o muro.

En este medio Antígono suplicó que recibiesen a Pacoro, que venía para tratar de la paz. Habiendo impetrado esto de Faselo, recibió al parto dentro de su ciudad y hospedaje con quinientos caballeros, el cual venía con nombre y pretexto de querer apaciguar la gente que estaba revuelta, pero, a la verdad, su venida no era sino por ayudar a Antígono. Movió finalmente e incitó a Faselo engañosamente a que enviasen un embajador a Barzafarnes para tratar la paz, aunque He­rodes era en esto muy contrario y trabajaba en disuadirlo, diciendo que matase a aquel que le había de ser traidor, y amonestando que no confiase en sus engaños, porque de su natural los bárbaros no guardan ni precian la fe ni lo que prometen. Salió también, por dar menos sospecha, Pacoro con Hircano, y dejando con Herodes algunos caballeros, los cuales se llaman eleuteros, él, con los demás, seguía a Faselo.

Cuando llegaron a Galilea, hallaron los naturales de allí muy revueltos y muy armados, y hablaron con el sátrapa, que sabía encubrir harto astutamente, y con todo cumpli­miento y muestras de amistad, los engaños que trataba. Des­pués de haberles finalmente dado muchos dones, púsoles mu­chas espías y asechanzas para la vuelta. Llegados ellos ya a un lugar marítimo llamado Ecdipon, entendieron el engaño; porque allí supieron lo de los mil talentos que le habían sido prometidos, y lo de las quinientas mujeres que Antígono habla ofrecido a los partos, entre las cuales estaban contadas muchas de las de ellos; que los bárbaros buscaban siempre asechanzas para matarlos, y que antes fueran presos, a no ser porque tardaron algo más de lo que convenía, y por prender en Jerusalén a Herodes, antes que proveído sabiendo aquello, se pudiese guardar.

No eran ya estas cosas burlas ni palabras, porque veía que las guardas no estaban muy lejos. y con todo, Faselo no per­mitió que desamparasen a Hircano, aunque Ofilio te amones­tase muchas veces que huyese, a quien Sararnala, hombre riquísimo entre los de Siria, había dicho cómo le estaban puestas asechanzas y tenía armada la traición. Pero él quiso más venir a hablar con el sátrapa y decirle las injurias que merecía en la cara, por haberle armado aquellas traiciones y asechanzas; y principalmente porque se mostraba ser tal por causa de] dinero, estando él aparejado para dar más por su salud y vida, que no le había Antígono prometido por haber el reino. Respondiendo el parto, y satisfaciendo a todo esto engañosamente, echando con juramento de sí toda sospecha, vínose hacia Pacoro, y luego Faselo e Hircano fueron presos por aquellos partos que habían allí quedado mandados para aquel negocio, maldiciendo y blasfemando de él como de hombre pérfido y perjuro.

El copero de quien hemos arriba hablado, trabajaba en prender a Herodes, siendo enviado vara esto sólo, y tentaba de engañarlo, haciéndolo salir fuera del muro, según le habían mandado. Herodes, que solía tener mala sospecha de los bár­baros, no dudando que las cartas que descubrían aquella traición y asechanzas hubiesen venido a manos de los enemi­gos, no quería salir, aunque Pacoro, fingiendo, Dretendía que tenía harto idónea y razonable causa, diciendo que debía salir al encuentro a los que le traían cartas, porque no habían sido presos por los enemigos, ni se trataba en ellas algo de la traición y asechanzas, antes sólo lo que había hecho Faselo venía escrito en ellas. Pero ya hacía tiempo que Herodes sabía por otros cómo su hermano Faselo estaba preso, y la hija de Hircano, Mariamma, mujer prudentísima, le rogaba y suplicaba en gran manera que no saliese ni se fiase ya en lo que manifiestamente mostraban que querían los bárbaros.

Estando Pacoro tratando con los suyos de qué manera pudiese secretamente armar la traición y asechanzas, porque no era posible que un varón tan sabio fuese salteado así a las descubiertas, una noche Herodes, con los más allegados y más amigos, vínose a Idumea sin que los enemigos lo supiesen. Sabiendo esto los partos, comiénzalo a perseguir, y él había mandado a su madre y hermanos, y a su esposa con su madre y al hermano menor, que se adelantasen por el camino ade­lante, y él, con consejo muy remirado, daba en los bárbaros; y habiendo muerto muchos de ellos en las peleas, veníase a recoger aprisa al castillo llamado Masada, y allí experimentó que eran más graves de sufrir, huyendo, los judíos, que no los partos. Los cuales, aunque le fueron siempre molestos y muy enojosos, todavía también pelearon a sesenta estadios de la ciudad algún tiempo.

Saliendo Herodes con la victoria, habiendo muerto a mu­chos, honró aquel lugar con un lindo palacio que mandó edificar allí, y una torre muy fortalecida en memoria de sus nobles y prósperos hechos, poniéndole nombre de su propio nombre, llamándola Herodión.

Y como iba entonces huyendo así iba recogiendo gente y ganando la amistad de muchos. Después que hubo llegado a Tresa, ciudad de Idumea, salióle al encuentro su hermano Josefo, y persuadióle que dejase parte de la gente que traía, porque Masada no podría recoger tanta muchedumbre; lle­gaban bien a más de nueve mil hombres. Tomando Herodes el consejo de su hermano, dió licencia a los que menos le podían ayudar en la necesidad, que se fuesen por Idumea, proveyéndoles de lo necesario, y detuvo con él los más ami­gos, y de esta manera fué recibido dentro del castillo.

Después, dejando allí ochocientos hombres de guarnición para defender las mujeres, y harto mantenimiento aunque los enemigos lo cercasen, él pasó a Petra, ciudad de Arabia; pero los partos, volviendo a dar saco a Jerusalén, entrábanse por las casas de los que huían, y en el Palacio Real, perdonando solamente a las riquezas y bienes de Hircano, que eran más de trescientos talentos, y hallaron mucho menos de lo que todos de los otros esperaban, porque Herodes, temiéndose mucho antes de la infidelidad de los bárbaros, había pasado todo cuanto tenía entre sus riquezas que fuese precioso, y todos sus compañeros y amigos hablan hecho lo mismo.

Después de haber ya los partos gozado del saqueo, revolvie­ron toda la tierra y moviéronla a discordias y guerras; des­truyeron también la ciudad.de Marisa, y no se contentaron con hacer a Antígono rey, sino que le entregaron a Faselo y a Hircano para que los azotase. Este quitó las orejas a Hir­cano con sus propios dientes a bocados, porque si en algún tiempo se libraba, sucediendo las cosas de otra manera, no pudiese ser pontífice; porque conviene que los que celebran las cosas sagradas, sean todos muy enteros de sus miembros. Pero con la virtud de Faselo fué prevenido Antígono, el cual, como no tuviese armas ni las manos sueltas, porque estaba atado, quebróse con una piedra que tenía allí cerca la cabeza y murió; probando de esta manera cómo era verdadero her­mano de Herodes, y cómo Hircano había degenerado; murió varonilmente, alcanzando digna muerte de los hechos que había antes animosamente hecho. Dícese también otra cosa, que cobró su sentido después de aquella llaga, pero que Antí­gono envió un médico como porque lo curase, y le llenó la llaga de muy malas ponzoñas, y de esta manera lo mató. Sea lo que fuere, todavía el principio de este hecho fué muy notable. Y dícese más: que antes que le saliese el alma del cuerpo, sabiendo por una mujercilla que Herodes había es­capado libre, dijo: «Ahora partiré con buen ánimo, pues dejo quien me vengará de mis enemigos", y de esta manera Fa­selo murió.

Los partos, aunque no alcanzaron las mujeres, que eran las cosas que más deseaban, poniendo gran reposo, y apaci­guando las cosas en Jerusalén con Antígono, lleváronse preso con ellos a Hircano a Parthia.

Pensando Herodes que su hermano vivía aún, venía muy obstinado a Arabia, por donde tomar dineros del rey con los cuales solos tenía esperanzas de libertar a su hermano de la avaricia grande de los bárbaros. Porque pensaba que si el árabe no se acordaba de la amistad de su padre, y se quería mostrar más avaro y escaso de lo que a un ánimo liberal y franco convenía, él le pediría aquella suma de dinero, prestada por lo menos, para dar por el rescate de su hermano, dejándole por prendas al hijo, el cual él después libertaría; porque tenía consigo un hijo de su hermano, de edad de siete años, y había determinado ya dar trescientos talentos, poniendo por rogadores a los tirios.

Pero la fortuna y desdicha se habían adelantado antes al amor y afición buena del hermano, y siendo ya muerto Faselo, por demás era el amor que Herodes mostraba. Aun en los árabes no halló salva ni entera la amistad que tener pen­saba, porque Malico, rey de ellos, enviando antes embajado­res que se lo hiciesen saber, le mandaba que luego saliese de sus términos, fingiendo que los partos le habían enviado em­bajadores que mandase salir a Herodes de toda Arabia; y la causa cierta de esto fué porque había determinado negar la deuda que debía a Antipatro, sin volverle ni satisfacer en algo a sus hijos por tantos beneficios como de él había reci­bido, teniendo en aquel tiempo tanta necesidad de consuelo. Tenía hombres que le persuadían esta desvergüenza, los cua­les querían hacer que negase lo que era obligado a dar Anti­patro, y estaban cerca de él los más poderosos de toda Arabia. Por esto Herodes, al hallar que los árabes le eran enemigos por esta causa por la cual él pensaba que le serían muy ami­gos., respondió a los mensajeros aquello que su dolor le per­mitió. Volvióse hacia Egipto, y en la noche primera, estando tomando la compañía de los que había dejado, apartóse en un templo que estaba en el campo. Al otro día, habiendo llegado a Rinocolura, fuéle contada la muerte de su hermano, recibiendo tan gran pesar, y haciendo tan gran llanto cuanto había ya perdido el cuidado de verlo; mas proseguía iu ca­mino adelante.

Pero tarde se arrepintió de su hecho el árabe, aunque envió harto presto gente que volviese a llamar a aquel a quien él había antes echado con afrenta. Había ya en este tiempo Herodes llegado a Pelusio, e impidiéndole allí el paso los que eran atalayas de aquel negocio, vínose a los regidores, los cuales, por la fama que de él tenían, y reverenciando su dignidad, acompañáronlo hasta Alejandría. Entrado que hubo en la ciudad, fué magníficamente recibido por Cleopatra, pensando que seria capitán de su gente para hacer aquello que ella pretendía y determinaba. Pero menospreciando los ruegos que la reina le hacía, no temió la asperidad del invier­no, ni los peligros de la mar pudieron estorbarle que navegase luego para Roma. Peligrando cerca de Panfilia, echó la mayor parte de la carga que llevaba, y apenas llegó salvo a Rodio, que estaba muy fatigada entonces con la guerra de Casio. Recibido aquí por sus amigos Ptolomeo y Safinio, aunque padeciese gran falta de dinero, mandó hacer allí una gran galeaza, y llevado con ella él y sus amigos a Brundusio (hoy Brindis), y partiendo de allí luego para Roma, fuése prime­ramente a ver con Antonio, por causa de la antigua amistad y familiaridad de su padre; y cuéntale la pérdida suya, y las muertes de todos los suyos, y cómo habiendo dejado a todos cuantos amaba en un castillo, y muy rodeados de enemigos, se había venido a él muy humilde, en medio del invierno, navegando.

Teniendo compasión y misericordia Antonio de la mi­seria de Herodes, y acordándose de la amistad que había tenido con Antipatro, movido también por la virtud del que le estaba presente, determinó entonces hacerle rey de Judea, al cual antes había hecho tetrarca o procurador.

No se movía Antonio a hacer esto más por amor de Herodes que por aborrecimiento grande a Antígono. Porque pensaba y tenía muy por cierto que éste era sedicioso, y muy gran enemigo de los romanos. Tenía, por otra parte, a César más aparejado, que entendía en rehacer el ejército de Anti­patro, por lo que habla sufrido con su padre estando en Egip­to, y por el hospedaje y amistad que en toda cosa había hallado en él, teniendo también, además de todo lo dicho, cuenta con la virtud y esfuerzo de Herodes. Convocó al Senado, donde delante de todos Mesala, y después de éste Atratino, contaron los merecimientos que su padre había alcanzado del pueblo romano, estando Herodes presente, y la fe y lealtad guardada por el mismo Herodes, y esto para mostrar que Antígono les era enemigo, y que no hacía poco tiempo que había mostrado con éste diferencias; sino que, despreciando al pueblo romano, con la ayuda y consejo de los partos, había procurado alzarse con el reino. Movido todo el Senado con estas cosas, como Antonio, haciendo guerra también con los partos, dijese que sería cosa muy útil y muy provechosa que levantasen por rey a Herodes, todos en ello consintieron. Y acabado el consejo y consulta sobre esto, An­tonio y César salían, llevando en medio a Herodes. Los cón­sules y los otros magistrados y oficios romanos iban delante, por hacer sus sacrificios y poner lo que el Senado había deter­minado en el Capitolio, y el primer día del reinado de Herodes todos cenaron con Antonio.

Capítulo XII. De la guerra de Herodes, en el tiempo que volvía de Roma a Jerusalén, contra los ladrones.

En el mismo tiempo Antígono cercaba a los que estaban encerrados en Masada; éstos tenían todo mantenimiento en abundancia, y faltábales el agua, por lo cual determinaba Josefo huir de allí a los árabes con doscientos amigos y fami­liares, habiendo oído y entendido que a Malico le pesaba por lo que había cometido contra Herodes; y hubiera sin duda desamparado el castillo, si la tarde de la misma noche que había determinado salir, no lloviera y sobrevinieran muy gran­des aguas. Porque, pues, los pozos estaban ya llenos, no tenían razón de huir por falta de agua; pudo esto tanto, que ya osaban salir de grado a pelear con la gente de Antígono, y mataban a muchos, a unos en pública pelea, y a otros con asechanzas, pero no siempre les acontecían ni sucedían las cosas según ellos confiaban, porque algunas veces se volvían descalabrados.

Estando en esto, fué enviado un capitán de los romanos, llamado por nombre Ventidio, con gente que detuviese a lospartos que no entrasen en Siria, y vino siguiéndolos hasta Judea, diciendo que iba a socorrer a Joseío y a los que con él estaban cercados; pero a la verdad, no era su venida sino por quitar el dinero a Antígono. Habiéndose, pues, detenido cerca de Jerusalén, y recogido el dinero que pudo y quiso, se fué con la mayor parte del ejército. Dejó a Silón con algunos, por que no se conociese su hurto si se iba con toda la gente. Pero confiado Antígono en que los partos le hablan de ayudar, otra vez trabajaba en aplacar a Silón, dándole esperanza, para que no moviese alguna revuelta o desasosiego.

Llegado ya Herodes por la mar a Ptolemaida desde Italia, habiendo juntado no poco número de gente extranjera, y de la suya, venía con gran prisa por Galilea contra Antígono, confiado en el socorro y ayuda de Ventidio y de Silón, a los cuales Gelia, enviado por Antonio, persuadió que acompaña­sen y pusiesen a Herodes dentro del reino. Ventidio apaci­guaba todas las revueltas que habían sucedido en aquellas ciudades por los partos, y Antígono había corrompido con dinero a Silón dentro de Judea. Pero no tenía Herodes ne­cesidad de su socorro ni de ayuda, porque de día en día, cuanto más andaba, tanto más se le acrecentaba el ejército, en tanta manera, que toda Galilea, exceptuando muy pocos, se vino a juntar con él, y él tenía determinado venir primero a lo más necesario, que era Masada, por librar del cerco a sus parientes y amigos; pero Jope le fué gran impedimento, por­que antes que los enemigos se apoderasen de ella, determinó ocuparla, a fin que no tuviesen allí recogimiento mientras él pasase a Jerusalén. Silón junta sus escuadrones y toda la gente, contentándose mucho con haber ocasión de resistir, porque los judíos le apretaban y perseguían. Pero Herodes los hizo huir a todos espantados, con haber corrido un pe­queño escuadrón, y sacó de peligro a Silón, que mal sabía resistir y defenderse.

Después de tomada Jope, iba muy aprisa por librar a su gente, que estaba en Masada, juntando consigo muchos de los naturales: unos por la amistad que habían tenido con su padre, otros por la gloria y buen nombre que habla alcanzado, otros por corresponder a lo que eran debidamente a uno y otro obligados; pero los más por la esperanza, sabiendo que ciertamente era rey. Había, pues, ya buscado las compañías de soldados más fuertes y esforzados, mas Antígono le era gran impedimento en su camino, ocupándole todos los lugares oportunos con asechanzas, con las cuales no dañaba, o en muy poco, a sus enemigos.

Librados de Masada los parientes y prendas de Herode6 y todas sus cosas, partió del castillo hacia Jerusalén, juntán­dose con la gente de Silón y con muchos otros de la ciudad, amedrentados por ver su gran poder y su fuerza. Asentando entonces su campo hacia la parte occidental de la ciudad, las guardas de aquella parte trabajaban en resistirle con muchas saetas y dardos que tiraban; algunos otros corrían a cuadrillas, y acometían a la gente que estaba en la vanguardia. Pero Herodes mandó primero declarar a pregón de trompeta, alre­dedor de los muros, cómo había venido por bien y salud de la ciudad, y que de ninguno, por más que le hubiese sido enemigo, había de tomar venganza; antes había de perdonar aún a los que le habían movido mayor discordia y le habían ofendido más. Como, por otra parte, los que favorecían a Antígono se opusiesen a esto con clamores y hablas, de tal manera que ni pudiesen oír los pregones, ni hubiese alguno que pudiese mudar su voluntad, viendo Herodes que no había remedio, mandó a su gente que derribase a los que defendían los muros, y ellos luego con sus saetas los hiciesen huir a todos. Y entonces fue descubierta la corrupción y engaño de Silón. Porque sobornados muchos soldados para que diesen grita que les faltaba lo necesario, y pidiesen dinero para pro­veer de mantenimientos, movía e incitaba el ejército a que pidiese licencia para recogerse en lugares oportunos para pasar el invierno, porque cerca de la ciudad había unos desiertos proveídos ya mucho antes por Antígono, y aun él mismo trabajaba por retirarse. Herodes, no sólo a los capitanes que seguían a Silón, sino también a los soldados, viniendo adonde veía que había muchedumbre de ellos, rogaba a todos que no le faltasen, ni le quisieren desamparar, pues sabían que César y Antonio le habían puesto en aquello, y ellos por su autoridad lo habían traído, prometiendo sacarlos en un día de toda necesidad. Después de haber impetrado esto de ellos, sálese a correr por los campos, y dióles tanta abundancia de mantenimientos y de toda provisión, que venció y deshizo todas las acusaciones de Silón, y proveyendo que de allí ade­lante no les pudiese faltar algo, escribía a los moradores de Samaria, porque esta ciudad se había entregado y encomen­dado a su fe y amistad, que trajesen hacia la Hiericunta toda provisión de vino, aceite y ganado.

Al saber esto Antígono, luego envió gente que prohibiese sacar el trigo y provisiones para sus enemigos, y que matase a cuantos hallase por los campos. Obedeciendo, pues, a este mandamiento, habíase ya juntado gran escuadrón de gente muy armada sobre Hiericunta. Estaban apartados unos de otros en aquellos montes, acechando con gran diligencia si verían algunos que trajesen alguna provisión de la que tenían tanta necesidad. Pero en esto no estaba Herodes ocioso, antes acompañado con diez escuadrones o compañías de gentes, cinco de romanos Y cinco de los judíos, entre los cuales había trescientos mezclados de los que recibían sueldo, y con algu­nos caballos, llegó a Hiericunta, y halló que estaba la ciudad vacía y sin quien habitase en ella, y que quinientos, con sus mujeres y familia, se habían subido a lo alto de sus montes; prendiólos a éstos y después los libró; pero los romanos echá­ronse a la ciudad y saqueáronla, hallando las casas muy llenas de todo género de riqueza, y el rey, habiendo dejado allí gente de guarnición, volvióse y dió licencia a los soldados romanos que se pudiesen recoger a pasar el invierno en aquellas ciudades que se le habían dado, es a saber, en Idumea, Gali­lea y en Samaria. Antígono también alcanzó, por haber sido corrompido Silón, que los lidenses tomasen parte del ejército en su favor. Estando, pues, los romanos sin algún cuidado de las armas, abundaban de toda cosa' sin que les faltase algo. Pero Hero­des no reposaba ni se estaba descuidado, antes fortaleció a Idumea con dos mil hombres de a pie y cuatrocientos caballos, enviando a ellos a su hermano Josefo, por que no tuviesen ocasión de mover alguna novedad o revuelta con Antígono. El, pasando su madre y todos sus parientes y amigos, los cuales había librado de Masada, a Samaria, y puesta allí muy seguramente, partió luego para destruir lo restante de Ga­Idea, y acabar de echar todas las guarniciones y compañías de Antígono. Y habiendo llegado a Séforis, aunque con gran­des nieves, tomó fácilmente la ciudad, puesta en huída la gente de guarda antes que él llegase y su ejército. Porque venía, con el invierno y tempestades, algo fatigado y habien­do allí gran abundancia de mantenimientos y provisiones, determinó ir contra los ladrones que estaban en las cuevas que por allí había, los cuales hacían no menos daño a los que moraban en aquellas partes, que si sufrieran entre ellos muy gran matanza y guerras.

Enviando delante tres compañías de a pie y una de a caballo al lugar llamado Arbela, en cuarenta días, con lo demás del ejército él fué con ellos. Pero los enemigos no temieron su venida, antes muy en orden le salieron al en­cuentro, confiados en la destreza de hombres de guerra y en la soberbia y ferocidad que acostumbran a tener los ladrones. Dándose después la batalla, los de la mano derecha de los enemigos hicieron huir a los de la mano izquierda de Hero­des. Saliendo él entonces por la mano derecha, y rodeándolos a todos muy presto, les socorrió e hizo detener a los suyos que huían, y dando de esta manera en ellos, refrenaba el ímpetu y fuerza de sus enemigos, hasta tanto que los de la vanguardia faltaron con la gran fuerza de la gente de Hero­des; pero todavía lo6 perseguía peleando siempre hasta el Jordán, y muerta la mayor parte de ellos, los que quedaban se salvaron pasando el río. De esta manera fué librada del miedo que tenía Galilea, y porque se habían recogido algunos y quedado en las cuevas, se hubieron de detener algún tiempo.

Herodes, lo primero que hacía era repartir el fruto que se ganaba con trabajo entre todos los soldados; daba a cada uno ciento cincuenta dracmas de plata, y a los capitanes enviábales mucha mayor suma para pasar el invierno. Escribió a su hermano menor, Ferora, que mirase en el mercado cómo se vendían las cosas y cercase con muro el castillo de Ale­jandro, lo cual todo fué por él hecho. En este tiempo, Antonio estaba en Atenas, y Ventidio envió a llamar a Silón y a Herodes para la guerra contra los partos; mandóles por sus cartas que dejasen apaciguadas las cosas de Judea y de todo aquel reino antes que de allí saliesen. Pero Herodes, dejando ir de grado a Silón a verse con Ven­tidio, hizo marchar su ejército contra los ladrones que estaban en aquellas cuevas. Estaban estas cuevas y retraimientos en las alturas y hendiduras de los montes, muy dificultosas de hallar, con muy difícil y muy angosta entrada; tenían tam­bién una pefia que de la vista de ella y delantera, llegaba hasta lo más hondo de la cueva, y venía a dar encima de aquellos valles; eran pasos tan dificultosos, que el rey estaba muchas veces en gran duda de lo que se debía hacer. A la postre quiso servirse de un instrumento harto peligroso, por­que todos los más valientes fueron puestos abajo a las puertas de las cuevas, y de esta manera los mataban a ellos y a todas sus familias, metiéndoles fuego si les querían resistir. Y como Herodes quisiese librar algunos, mandólos llamar con son de trompetas, pero no hubo alguno que se presentase de grado; antes, cuantos él había preso, todos, o la mayor parte, qui­sieron mejor morir que quedar cautivos. Allí también fué muerto un viejo, padre de siete hijos, el cual mató a los mozos junto con su madre, porque le rogaban los dejase salir a los conciertos prometidos, de esta manera: mandólos salir cada uno por sí, y él estaba a la puerta, y como salía cada uno de los hijos, lo mataba. Viendo esto Herodes de la otra cueva adonde estaba, moríase de dolor y tendía las manos, rogándole que perdonase a sus hijos. Pero éste, no haciendo cuenta de lo que Herodes le decía, con no menos crueldad acabó lo que había comenzado, y además de esto reprendía e injuriaba a Herodes por haber tenido el ánimo tan humilde. Después de haber éste muerto a sus hijos, mató a su mujer, y despefiando los que había muerto, él mismo últimamente se despeñó. Habiendo Herodes, muerto ya, y quitado todos aquellos peligros que en aquellas cuevas había, dejando la parte de su ejército que pensó bastar para prohibir toda re­belión en aquellas tierras, y por capitán de ella a Ptolomeo, volviáse a Samaria con tres mil hombres muy bien armados y seiscientos caballos para ir contra Antígono.

Viendo ocasión los que solían revolver a Galilea, con la partida de Herodes, acometiendo a Ptolorneo, sin que él tal temiese ni pensase, le mataron. Talaban y destruían todos los campos, recogiéndose a las lagunas y lugares muy secretos. Sabiendo esto Herodes, socorrió con tiempo y los castigó, ma­tando gran muchedumbre de ellos. Librados ya todos aquellos castillos del cerco que tenían, por causa de esta mutación y revueltas, pidió a las ciudades que le ayudasen con cien talentos.

Echados ya los partos y muerto Pacoro, Ventidio, amo­nestado por letras de Antonio, socorrió a Herodes con mil caballos y dos legiones de soldados; Antígono envió cartas y embajadores a Machera ca . tan de esta gente, que le viniese a ayudar, quejándose mucho de las injurias y sinrazón que Herodes les hacía, prometiendo darle dinero. Pero éste, no pen and que debía dejar aquellos a los cuales era enviado, principalmente dándole más Herodes, no quiso consentir en su traición, aunque fingiendo amistad, vino por saber el consejo y determinaciones de Antígono, contra el consejo de Herodes, que se lo disuadía. Entendiendo Antígono lo que Machera había determinado, y lo que trataba, cerróle la ciu­dad, y echábalo de los muros, como a enemigo suyo, hasta tanto que el mismo Machera se afrentó de lo que había co­menzado, y partió para Amatón, donde estaba Herodes. Y eno­jado porque la cosa no le había sucedido según él confiaba, venía matando a cuantos judíos hallaba, sin perdonar ni aun a los de Herodes, antes los trataba corno a los mismos de Antígono. Sintiéndose por esto Herodes, quiso tornar venganza de Machera como de su propio enemigo; pero detuvo y disimuló su ira,, determinando de venir a verse con Antonio, por acu­sar la maldad e injusticia de Machera. Este, pensando en su delito, vino al alcance del rey, e impetró de él su amistad con muchos ruegos.

Pero no mudó Herodes su parecer en lo de su ¡da, antes proseguía su camino por verse con Antonio. Y como oyese que estaba con todas sus fuerzas peleando por ganar a Samo­sata, ciudad muy fuerte cerca del Eufrates, dábase mayor prisa por llegar allá, viendo que era éste el tiempo y la opor­tunidad para mostrar su virtud y valor, para acrecentar el amor y amistad de Antonio para con él. Así, en la hora que llegó, luego dió fin al cerco, matando a muchos de aquellos bárbaros, y tomando gran parte del saqueo y de las cosas que habían allí robado de los enemigos, de tal manera, que An­tonio, aunque antes tenla en mucho y se maravillaba por su esfuerzo, fué entonces nuevamente muy confirmado en su opinión, aumentando mucho la esperanza de sus honras y de su reino. Antíoco fué con esto forzado a entregar y rendir a Samosata.

Capítulo XIII. De la muerte de Josefo; del cerco de Jerusalén puesto Por Herodes, y de la muerte de Antígono.

 Estando ocupados en esto, las cosas de Herodes en Judea sucedieron muy mal. Porque había dejado a Josefo, su her­mano, por procurador general de todo, y habíale mandado que no moviese algo contra Antígono antes que él volviese, porque no tenía por firme la amistad y socorro de Machera, según lo que antes había en sus faltas experimentado. Pero Josefo, viendo que su hermano estaba ya lejos de allí, olvidado de lo que le había tanto encomendado, vínose para Hiericunta con cinco compañías que había enviado Machera con él, para que al tiempo y sazón de las mieses robase todo el trigo. Y tomando en medio de los enemigos por aquellos lugares montañosos y ásperos, él también murió, alcanzando en aque­lla batalla nombre y gloria de varón muy fuerte y muy esforzado, y perecieron con él todos los soldados romanos. Las compañías que se habían recogido en Siria, eran todas de bisoños, y no tenían algún soldado viejo entre ellas que pudiese socorrer a los que no eran ejercitados en la guerra.

No se contentó Antígono con esta victoria; antes recibió tan grande ira, que tornando el cuerpo muerto de Josefo, lo azotó y le cortó la cabeza, aunque el hermano Feroras le diese por redimirlo cincuenta talentos.

Sucedió después de la victoria de Antígono en Galilea, que las que favorecían más a la parte de éste, sacando los mayores amigos y favorecedores de Herodes, los ahogaban en una laguna; mudábanse también con muchas novedades las cosas en Idumea, estando Machera renovando los muros de un castillo llamado Gita, y Herodes no sabía algo de todo cuanto pasaba; porque habiendo Antonio preso a los de Sa­mosata, y hecho capitán de Siria a Sosio, mandóle que ayudase con su ejército a Herodes contra Antígono, y él fuese a Egipto. Así Sosio, habiendo enviado delante dos compañías a Judea, de las cuales Herodes se sirviese, venía él después poco a poco siguiendo con toda la otra gente. Y estando Herodes cerca de la ciudad de Dafnis, en Antioquía, soñó que su hermano había sido muerto; y como se levantase turbado de la cama, los mensajeros de la muerte del hermano entraron por su casa. Por lo cual, quejándose un poco con la grandeza del dolor, dejando la mayor parte de su llanto para otro tiempo, veníase con mayor prisa de lo que sus fuerzas podían, contra los enemigos, y cuando llegó a monte Libano tomó consigo ochocientos hombres de los que vivían por aquellos montes; y juntando con ellos una compañía de romanos, una mañana, sin que tal pensasen, llegó a Galilea y desbarató a los enemi­gos que halló en aquel lugar, y trabajaba muy continuamente por tomar combatiendo aquel castillo donde sus enemigos estaban. Pero antes que lo ganase, forzado por la aspereza del invierno, hubo de apartarse y recogerse con los suyos al pri­mer barrio o lugar.

Pocos días después, acrecentado el número de su gente con otra compañía más, la cual había enviado Antonio, mo­vió a tan gran espanto a los enemigos, que les hizo una noche desamparar el castillo muy amedrentados. Pasaba, pues, ya por Hiericunta, con gran prisa por poderse vengar muy presto de los matadores de su hermano, donde también le aconteció un caso maravilloso y casi monstruoso; mas librán­dose de él contra lo que él confiaba, alcanzó y vino a creer que Dios le amaba; porque como muchos hombres de honra hubiesen cenado con él aquella noche, después que acabado el convite todos se fueron, seguidamente el cenáculo aquel, donde habían cenado, se asoló.

Tomando esto por señal común y buen agüero, tanto para los peligros que esperaba pasar, cuanto para los sucesos prósperos en lo que tocaba a la guerra que determinaba ha­cer, luego a la mañana hace marchar su gente, y descendiendo cerca de seis mil hombres de los enemigos por aquellos mon­tes, acometía los primeros escuadrones. No osaban ellos tra­bar ni asir con los romanos; pero de lejos con piedras y saetas los herían y maltrataban: aquí fué también herido Herodes en un costado con una saeta.

Y deseando Antígono mostrarse, no sólo más valiente con el esfuerzo de los suyos, sino también aun mayor en el número, envió a uno de sus domésticos, llamado Papo, con un escuadrón de gente a Samaria, a los cuales Machera había de ser el premio de la victoria.

Habiendo, pues, Herodes corrido la tierra de los enemi­gos, tomó cinco lugares y mató dos mil vecinos y habitadores de ellos; y habiendo quemado todas las casas, volvió a su ejército, que iba hacia el barrio o lugar llamado Caná.

Acrecentábasele cada día el ejército con la muchedumbre de judíos que se le juntaban, los cuales salían de Hiericunta y de las otras partes de toda aquella región, moviéndose unos por aborrecer a Antígono, y otros por los hechos memora­bles y gloriosos de Herodes. Había muchos otros que sin razón ni causa, sólo por ser amigos de novedades y de mudar señores, se juntaban con él.

Apresurándose Herodes por venir a las manos con la gente de Papo, sin temer la muchedumbre de los enemigos y la fuerza que mostraban, salía muy animosamente por la otra parte a la batalla; pero trabándose los escuadrones, vinie­ron a detenerse algún poco todos. Peleando Herodes con mayor peligro, acordándose de la muerte de su hermano, sólo por vengarse de los que lo habían muerto, fácilmente venció a la gente contraria. Viniendo después sobre los otros nuevos que estaban aún enteros, hízolos huir a todos, y era muy grande la carnicería y muerte que se hacían. Siendo los otros forzados a recogerse al lugar de donde habían salido, Herodes era el que más los perseguía; y persiguiéndolos, mataba a muchos. A la postre, echándose por entre los ene­migos que iban de huída, entró en el lugar, y hallando todas las casas llenas de gente muy armada y los tejados con hom­bres que trabajaban por defenderse, a los que de fuera ha­llaba los vencía fácilmente, y buscando en las casas, sacaba los que se habían escondido, y a otros mataba derribándolos: de esta manera murieron muchos. Pero si algunos se iban huyendo, la gente que estaba armada los recibía matándolos a todos; vino a morir tanta multitud de hombres, que los mismos vencedores no podían salir de entre los cuerpos muertos. Tanto asustó esta matanza a los enemigos, que viendo a tantos muertos de dentro, los que quedaban con vida qui­sieron huir, y Herodes, confiado en estos sucesos, luego vi­niera a Jerusalén si no fuera detenido por la aspereza grande del invierno; porque éste le impidió que pudiese perfecta­mente gozar de su victoria, y fué causa que Antígono no quedara del todo desbaratado, vencido y muerto, estando ya con pensamiento de dejar la ciudad. Y como venía la noche, Herodes dejó ir a sus amigos, por dar algún poco de des­canso a sus cuerpos, que estaban muy trabajados y muy calu­rosos de las armas, y fué a lavarse según la costumbre que tenían los soldados, siguiéndole un muchacho solo. Antes de llegar al baño vínole uno de los enemigos al encuentro muy armado, y luego otro y otro, y muchos. Estos habían huido, todos armados, de su escuadrón al baño; pero amedrentados al ver al rey, y escondiéndose todos temblando, dejáronle estando él desarmado, buscando aprisa por dónde librarse. Como no hubiese quién los pudiera prender, contentándose Herodes con no haber recibido daño alguno de ellos, todos huyeron.

Al siguiente día mandó degollar a Papo, capitán de la gente de Antígono, y envió su cabeza a Ferora, su hermano, capitán del ejército, por venganza de la muerte de su her­mano, porque Papo era el que había muerto a Josefo.

Pasado después el rigor del invierno, volvióse a Jerusalén y cercó los muros con su gente, porque ya era el tercer año que él era declarado por rey en Roma, y puso la mayor fuerza suya hacia la parte del templo por donde pensaba tener más fácilmente entrada, y Pompeyo había tomado antes la ciu­dad. Dividido, pues, en partes su ejército, y dado a cada parte en qué se ejercitase, mandó levantar tres montezuelos, sobre los cuales edificó tres torres; y dejando los más diligentes de sus amigos por que tuviesen cargo de dar prisa en acabar aquello, él fué a Samaria por tomar la mujer con la cual se había desposado, que era la hija de Aristóbulo, hijo de Ale­jandro, para celebrar sus bodas mientras estaban en el cerco, menospreciando ya a sus enemigos. Hecho esto, vuélvese luego a Jerusalén con mucha más gente, y juntáse con él Sosio con gran número de caballos y de infantería, el cual, enviando delante su gente por tierra, se fué por Fenicia.

Juntándose después todo el ejército, que serían once legio­nes de gente a pie y seis mil caballos, sin el socorro de los siros, que no eran pocos, pusieron el campo cerca del muro, a la parte septentrional, confiándose Herodes en la determi­nación del Senado, por la cual había sido declarado por rey, y Sosio en Antonio, que le había enviado con aquella gente que viniese en ayuda de Herodes.

Los judíos de dentro de la ciudad estaban en este tiempo muy perturbados, porque la gente que era para menos vínose cerca del templo, y como furiosos todos, parecía que divina­mente adivinaban o profetizaban muchas cosas de los tiem­pos: los que eran algo más atrevidos, juntados en partes, iban robando por toda la ciudad, y principalmente en los lugares que por allí había cerca, robando lo que les era necesario para mantenerse, sin dejar mantenimiento ni para los hombres ni para los caballos. Y puestos los más esforzados contra los que los cercaban, estorbaban e impedían la obra de aquellos mon­tezuelos, y no les faltaba jamás algún nuevo impedimento contra la fuerza e instrumentos de los que los cercaban. Aun­que no se mostraban en algo más diestros que en las minas que les hacían, el rey pensó cierta cosa con la cual sus sol­dados prohibiesen los hurtos y robos que los judíos les hacían, y para impedir sus correrías, hizo que fuesen proveídos de mantenimientos traídos de partes muy lejanas. Aunque los que resistían y peleaban vencían a todo esfuerzo, todavía eran vencidos con la destreza de los romanos; mas no dejaban de pelear con éstos descubiertamente aunque viesen la muerte muy cierta. Pero saliendo ya los romanos de improviso por las minas que habían hecho, antes que se derribase algo de los muros, guarnecían la otra parte y no faltaban ni con sus manos ni con sus máquinas e instrumentos en algo, por­que habían determinado resistirles en todo lo que posible les fuese.

Estando, pues, de esta manera, sufrieron el cerco de tantos millares de hombres por espacio de cinco meses, hasta tanto que algunos de los escogidos por Herodes, osando pasar por el muro, dieron en la ciudad, y luego los centuriones de Sosio los siguieron. Primero, pues, tomaron de esta manera todo lo que más cerca estaba del templo, y entrando ya todo el ejército, hacíase gran matanza en todas partes, pues esta­ban enojados los romanos por haberse detenido tanto tiempo en el cerco; y el escuadrón de Herodes, siendo todo de judíos, estaba muy dispuesto a que ninguno de los enemigos esca­pase con la vida, y mataban a muchos al recogerse por los barrios más estrechos de la ciudad, y a otros forzados a escon­derse en las casas; y también aunque huyesen al templo, sin misericordia ni de viejos ni de mujeres, eran todos univer­salmente muertos. Aunque el rey envíase a todas partes y rogase que los perdonasen, no por eso había alguno que se refrenase o detuviese en ello, antes como furiosos perseguían a toda edad y sexo.

Antígono bajó de su casa también sin pensar en la for­tuna que en el tiempo pasado había tenido ni aun en la del presente, y echóse a los pies de Sosio; pero éste, sin tener compasión, por causa de tan grata mudanza en las cosas, burlóse sin vergüenza de él, y por escarnio lo llamó como mujer, Antígona, pero no lo dejó como a tal sin guardas: y así lo guardaban a éste muy atado. Habiendo, pues, Hero­des vencido los enemigos, proveía en hacer detener la gente de socorro, porque todos los extranjeros tenían muy gran deseo de ver el templo y las cosas santas que ellos tanto guardaban. Por esta causa los detenía a unos con amenazas, a otros con ruegos y a otros con castigo, pensando que le sería más amarga y cruel la victoria que si fuera vencido, si por su culpa se viese aquello que no era lícito ni razonable que fuese visto.

También prohibió el saqueo en la ciudad, diciendo con enojo muchas cosas a Sosio, si vaciando los hombres y los bienes de la ciudad, los romanos lo dejaban rey de las pare­des solas, juzgando por cosa vil y muy apocada el imperio de todo el universo, si con muertes y estrago de tantas vidas y hombres y ciudadanos se había de alcanzar. Pero respon­diendo él que era cosa muy justa que los soldados, por los trabajos que habían tenido en el cerco, robasen y saqueasen la ciudad, prometió entonces Herodes que él satisfaría a todos con sus propios bienes. Y redimiendo de esta manera lo que quedaba en la tierra, satisfizo a todo lo que había prometido, porque dió muchos dones a los soldados, según el merecimiento de cada uno, y a los capitanes, y remuneró como rey muy realmente a Sosio, de tal modo, que ninguno quedó des­contento.

Después de esto Sosio volvió de Jerusalén, habiendo ofre­cido a Dios una corona de oro, y llevándose consigo para presentarlo a Antonio, muy atado, a Antígono, que con­fiando vanamente cada día que había. de alcanzar la vida, fué dignamente descabezado.

El rey Herodes entonces, dividiendo la gente de la ciu­dad, trataba muy honradamente a los que favorecían su bando, por hacerlos amigos, y mataba a los que favorecían a Antígono. Faltándole el dinero, envió a Antonio y a sus compañeros tantas cuantas joyas y ornamentos tenía; pero con esto no pudo redimirse ni librarse del todo que no su­friese algo, porque ya estaba Antonio corrompido con los amores de Cleopatra, y se había dado a la avaricia en toda cosa. Cleopatra, después que hubo perseguido toda su gene­ración y parientes de tal manera que ya casi no le quedaba alguno, pasó la rabiosa saña que tenía contra los extranjeros, y acusando a los principales de Siria, persuadía a Antonio que los matase, para que de esta manera alcanzase y viniese segu­ramente a gozar de cuanto poseían. Después que hubo exten­dido su avaricia hasta los judíos y árabes, trataba escondida­mente que matasen a los reyes de ambos reinos, es a saber, a Herodes y a Malico, y aunque de palabra se lo concediese Antonio, tuvo por cosa muy injusta matar reyes tan grandes y tan buenos hombres; pero no los tuvo ya más por amigos, antes les quitó mucha parte de sus señoríos y de las tierras que poseían, y dióle aquella parte de Hiericunta adonde se cría el bálsamo, y todas las ciudades que están dentro del río Eleutero, exceptuando solamente a Tiro y a Sidón. Hecha señora de todo esto, vino hasta el río Eufrates siguiendo a Antonio, que hacía guerra con los partos, y vínose por Apa­mia y por Damasco a Judea.

Aunque hubiese Herodes con grandes dones y presentes aplacado el ánimo de ésta, muy anojada contra él, todavía alcanzó de ella que le arrendase la parte que de su tierra y posesiones le había quitado, por doscientos talentos cada año; y aplacándola con toda amistad y blandura de palabras, acompañóla hasta Pelusío. Antes que pasase mucho tiempo, Antonio volvió de los partos, y traía por presente y don a Cleopatra a Artabazano, hijo de Tigrano, el cual le presentó con todo el dinero y saqueo que había hecho.

Capítulo XIV. De las asechanzas de Cleopatra contra Herodes, y de la guerra de Herodes contra los árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció.

Movida la guerra acciaca, Herodes estaba aparejado para ir con Antonio, librado ya de todas las revueltas de Judea y habido a Hircano, el cual lugar poseía la hermana de Antígono; pero fué muy astutamente detenido, por que no le cupiese parte de los peligros de Antonio. Como dijimos arriba, acechando Cleopatra a quitar la vida a los reyes, persuadió a Antonio que diese cargo a Herodes de la guerra contra los árabes, para que, si los venciese, fuese hecha señora de toda Arabia, y si era vencido, le viniese el señorío de toda Judea, y de esta manera castigaría un poderoso con el otro.

Pero el consejo de ésta sucedió prósperamente a Herodes, porque primero con su ejército y caballería, que era muy grande, vino contra los siros, y enviándolo cerca de Diospoli, por más varonil y esforzadamente que le resistiesen, los ven­ció. Vencidos éstos, luego los árabes movieron gran revuelta, y juntándose un ejército casi infinito, fué a Canatam, lugar de Siria, por aguardar a los judíos. Como Herodes los quisiese acometer aquí, trabajaba de hacer su guerra muy atentadamente y con consejo, y man­daba que hiciesen muro por delante de todo su ejército y de sus guarniciones. Pero la muchedumbre del ejército no le quiso obedecer, antes confiada en la victoria pasada, acometió a los árabes, y a la primer corrida venciéndolos, hiciéronlos volver atrás; pero siguiéndolos pasó gran peligro Herodes por los que le estaban puestos en asechanzas por Antonio, que siempre le fué, entre todos los capitanes de Cleopatra, muy enemigo. Porque aliviados los árabes y rehechos por la corrida y ayuda de éstos, vuelven a la batalla; y juntos los escuadrones entre unos lugares llenos de piedras y peñascos muy apartados de buen camino, hicieron huir la gente de Herodes, habiendo muerto a Muchos de ellos: los que se sal­varon recógense luego a un lugar llamado Ormiza, adonde también fueron todos tomados por los árabes con todo el bagaje y cuanto tenían.

No estaba muy lejos Herodes después de este daño con la gente que traía de socorro, pero más tarde de lo que la necesidad requería. La causa de esta pérdid a fué no haber los capitanes querido dar fe ni crédito a lo que Herodes les había mandado, pues se habían querido echar sin más miramiento ni consideración, porque y si se dieran prisa en dar la batalla, no tuviera Antonio tiempo para hacer sus asechanzas: pero todavía otra vez se vengó de los árabes entrándose muchas veces y corriéndoles las tierras, Y muchas veces se desquitó de la derrota sufrida. Persiguiendo a los enemigos le sucedió por voluntad de Dios otra desdicha a los siete años de su reinado, y en tiempo que hervía la guerra acciaca, porque al principio de la primavera hubo un temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres7 quedando salvo y entero todo su ejército porque estaba en el campo. Los árabes se ensoberbecieron mucho con aquella nueva, la cual siempre se suele acrecentar algo más de lo que es yendo de boca en , boca; movidos con ella, pensando que toda Judea estaría, sin que alguno quedase, destruida y asolada, con esperanza de poseer la tierra, juntan su ejército y viénense contra ella matando primero a los. embajadores que los judíos les enviaban. Herodes en este tiempo, viendo la mayor parte de su gente amedrentada con la venida de los enemigos, tanto por ¡as grandes adversidades y desdichas que les habían acontecido, cuanto por haber sido muchas y muy continuas, esforzábalos a resistir y dábales ánimo con estas palabras‑

"No parece razonable cosa que por lo que al presente habéis viste, que ha sucedido estéis tan amedrentados: porque no me maravillo que os espante la llaga que por voluntad e ira de Dios contra nosotros ha acontecido; pero tengo por cosa de afrenta y cobardía que penséis tanto en ella teniendo los enemigos tan cerca, habiendo antes de trabajar en desha­cerlos y echarlos de vuestras tierras: porque tan lejos estoy yo de temer los enemigos después de este tan gran temblor de tierra, que pienso haber sido como regalo para ellos para después castigarlos; porque sabed que no vienen tan confia­dos en sus armas y esfuerzo corno en nuestras desdichas y muertes. La esperanza, pues, que no está fundada y susten­tada en sus propias fuerzas, sino en las adversidades de su contrario, sabed que es muy engañosa. No tenemos los hom­bres seguridad de prosperidad alguna ni de adversidad, antes veréis que la fortuna se vuelve ligeramente a todas partes, lo cual podéis comprobar con vuestros propios ejemplos. Fuimos en la guerra pasada vencedores; luego fuimos también ven­cidos por los enemigos, y ahora, según se puede y es lícito pensar, serán ellos vencidos viniendo con pensamiento de ser vencedores: porque el que demasiado se confía no suele estar proveído, y el miedo es el maestro y el que enseña a pro­veerse. A mí, pues, lo que vosotros teméis tanto me da muy gran confianza, porque cuando fuisteis más feroces y atreví­dos de lo que fuera conveniente y necesario, saliendo contra mi voluntad a pelear, Antonio tuvo tiempo y ocasión para sus asechanzas y para hacer lo que hizo; ahora vuestra tar­danza, que casi mostráis rehusar la pelea, y vuestros ánimos entristecidos, según veo, me prometen victoria muy cierta­mente. Pero conviene antes de la batalla estar animados y con tal pensamiento, y estando en ella, mostrar su virtud ejercitándola y manifestar a los enemigos llenos de maldad que ni mal alguno de los que humanamente suelen acontecer a los hombres, ni la ira del cielo, es causa que los judíos muestren en sus cosas algo menos de fortaleza y esfuerzo, entretanto que les dura esta vida. ¿Sufriera alguno que los árabes sean. señores de sus cosas, a los cuales en otro tiempo se los podía llevar por cautivos? No os espante en algo el miedo de las cosas sin ánima y sin sentido, ni penséis que este temblor de tierra sea señal de alguna matanza o muer­tes que se deban esperar, porque naturales vicios son también de los elementos, y no pueden hacer algún daño sino en lo que de ellos es. Porque debéis todos pensar y saber que vi­niendo alguna señal de pestilencia o hambre, o de algún tem­blor de tierra, mientras el daño tarda, entonces se debe algo temer; pero cuando ya han hecho su curso, viénense a acabar y consumir ellas mismas en sí por ser tan grandes. ¿Qué cosa hay en que nos pueda hacer mayor daño a nosotros ahora esta guerra, aunque seamos vencidos, que ha sido el que habemos recibido por el temblor de la tierra? Antes, en ver­dad, ha acontecido a nuestros enemigos, en señal de su des­trucción, una cosa la más horrenda M mundo por voluntad propia de ellos, sin entender otro en ella, en haber muerto cruelmente a nuestros embajadores contra toda ley de hom­bres, y han sacrificado a Dios por el suceso de la guerra la vida de ellos. Porque no podrán huir la lumbre divina ni la venganza de la mano invencible de Dios: antes luego pagarán lo que han cometido, si levantados nosotros con ánimo por nuestra patria, nos animáremos para tomar venganza de la paz y conciertos rotos por ellos. Así, pues, haced todos vues­tro camino a ellos, no corno que queráis pelear por vuestras mujeres ni por vuestros hijos ni por vuestra propia patria, pero por vengar la muerte de vuestros propios embajadores. Ellos mismos regirán mejor y guiarán nuestro ejército, que nosotros que estamos en la vida; obedeciéndome vosotros, pondréme yo por todos en peligro: y sabed ciertamente que no podrán sufrir ni sostener vuestras fuerzas, si no os dañare la osadía atrevida y temeraria."

Habiendo amonestado con tales palabras a sus soldados, viéndoles muy alegres y muy contentos, celebró a Dios luego sus sacrificios, y después pasó el río Jordán con todo su ejér­cito. Y puesto su campo en Filadelfia, no muy lejos de los enemigos, hizo muestra que quería tomar un castillo que estaba en medio: movía la batalla de lejos deseando juntarse muy presto, porque los enemigos habían enviado gente que ocupase el castillo. Pero los del rey fácilmente los vencieron y alcanzaron el collado; y él, sacando cada día su gente muy en orden a la batalla, provocaba a los árabes y los desafiaba. Mas como ninguno osase salir porque estaban amedrentados y más que todos pasmado y temblando como medio muerto el capitán Antonio, acometiendo el valle donde estaban, He­rodes los desbarató; y forzados de esta manera a salir de la batalla, mezclándose una gente con otra, los de a caballo con los de a pie, salieron todos; y si los enemigos eran mu­chos más, el esfuerzo y alegría era mucho menor, aunque por estar todos sin esperanza de haber victoria, eran muy atrevidos. Entretanto que trabajaron por resistir, no fué grande la matanza que se hizo; pero al volver las espaldas fueron muchos muertos, unos por los judíos que los perse­guían, otros pisados por ellos mismos huyendo: murieron finalmente en la huida cinco mil, los demás fueron forzados a recogerse dentro del valle; pero luego Herodes, tomándolos en medio, los cercó, y aunque la muerte no les estaba muy lejos por fuerza de las armas de Herodes, todavía sintieron mucho la falta del agua. Como el rey menospreciase muy soberbiamente los embajadores que le ofrecían, porque fuesen librados, cincuenta talentos, haciéndoles mayor fuerza ar­diendo con la gran sed, salían a manadas y dábanse a los judíos de tal manera, que dentro de cinco días fueron presos cuatro mil de ellos; pero el sexto día, desesperando ya de la salud y vida, salieron los que quedaban a pelear. Trabándose la batalla con ellos, los de Herodes mataron otra vez siete mil; y habiéndose vengado de Arabia con llaga tan grande, muerta la mayor parte de la gente y vencida ya la fuerza de ella, pudo tanto, que todos los de aquella tierra lo desea­ban por señor

Capítulo XV. Cómo Herodes fué proclamado Por rey de toda Judea.

No le faltó luego otro nuevo cuidado, por causa de la amistad con Antonio, después de la victoria que César hubo en Accio; pero tenía mayor temor que debla, porque César no tenía por vencido a Antonio, entretanto que Herodes quedase con él vivo. Por lo cual el rey quiso prevenir a los peligros; y pasando a Rodo, adonde en este tiempo estaba César, vino a verse con él sin corona, vestido como un hom­bre particular, pero con pompa y compañía real, y sin disi­mular la verdad, díjole delante estas palabras: «Sepas, oh César, que siendo yo hecho rey por Antonio, confieso que he sido rey provechoso para Antonio; ni quiero encubrirte ahora cuán importuno enemigo me hallaras con él, si la guerra de los árabes no me detuviera. Pero, en fin, yo le he socorrido según han sido mis fuerzas, con gente y con trigo, ni en su desdicha recibida en Accio lo desamparé, porque se lo debía. Y aunque no fué en mi socorro tan grande cuanto entonces yo quisiera, todavía le di un buen consejo, dicién­dole que la muerte de Cleopatra sola bastaba para corregir sus adversidades; y prometíle que si la mataba, yo le soco­rrería con dinero y con muros para defenderse, y con ejér­cito; y prometíme yo mismo por compañero para unir toda mi fuerza contra ti. Pero por cierto los amores de Cleopatra le hicieron sordo a mis consejos, y Dios también, el cual te ha concedido a ti la victoria. Vencido soy, pues, yo junta­mente con Antonio, y por tanto, me he quitado la corona de la cabeza con toda la fortuna y prosperidad de mi reino. He venido ahora a ofrecerme delante de tu presencia, confiando de alcanzar por tu virtud la vida, dándome prisa por que fuese examinada la amistad que con alguno he tenido."

A esto respondió César: «Antes ahora tente por salvo, y séate confirmado el reino; que por cierto mereces muy debidamente regir a muchos, pues trabajas en mostrar y defender la amistad tan fielmente. Y experiméntame con tal que seas fiel siendo más próspero, porque yo concibo grande esperanza en ver tu ánimo preclaro y muy magnánimo. Pero bien hizo Antonio en dar más crédito a Cleopatra que a tus consejos, porque por su locura te hemos ganado a ti; y a lo que puedo juzgar, tú comenzaste a hacerle primero beneficios, según Ventidio me escribe, pues le socorriste con socorro bastante contra los que le perseguían. Por tanto, ahora, por mi decreto y determinación quiero que seas con­firmado en el reino: y quiero yo también hacerte ahora algún bien, por que no tengas ocasión de desear a Antonio." Ha­biendo tan benignamente amonestado César al rey que no dudase algo en su amistad, le puso la corona real y confir­móle el perdón de todo lo que había hasta allí pasado, en el cual puso muchas cosas en loor de Herodes. Este, habiendo dado algunos dones y presentes a César, rogábale que man­dase librar a Alejandro, que era uno de los amigos de Antonio. Pero estando César muy airado, no lo quiso hacer, diciendo que aquel por quien él rogaba había hecho muchas cosas muy graves contra él, y por esto no quiso hacer lo que Herodes le suplicaba.

Después, yendo César a Egipto por Siria, Herodes lo recibió con toda la riqueza del reino; y mirando entonces muy bien todo su ejército, vínose primero a Ptolemaida, y allí le dió una cena muy magnífica con todos sus amigos, y repartió también con su ejército la comida muy abundan­temente. Proveyó también que, pasando por caminos muy secos hacia Pelusio y para los que de allá volviesen, no faltase agua, ni padeció el ejército necesidad de cosa alguna.

Por tantos merecimientos, no sólo César, pero todo su ejército también, tuvieron en poco el reino que le había sido dado; y por tanto, cuando vino a Egipto, muerto ya Antonio y Cleopatra, no sólo le acrecentó todas las honras que antes le había dado, pero también le añadió a su reino parte de aquello que Cleopatra le había antes quitado. Dióle también a Gadara, Hipón. y Samaria; y de las ciudades marítimas a Gaza, Antedón, Jope y el Pirgo o Torre de Estratón. Dióle demás de todo esto cuatrocientos galos para su guarda, los cuales tenía antes Cleopatra; y ninguna cosa incitaba tanto el ánimo y liberalidad de César a hacerle beneficios, cuanto era por verlo tan animoso y magnánimo.

Además de lo que primero le había dado, le dió después también toda la región llamada Tracón y Batanea, que le está muy cerca, y Auranitis, todas por la misma causa.

Zenodoro entonces, que tenía en su gobierno la casa y hacienda de Lisania, no cesaba, desde la región aquella llamada Tracón, de enviar ladrones a los damascenos para que los robasen. Ellos, viendo esto, acudieron a Varrón, el cual era entonces regidor de Siria, y le rogaron que hiciese saber a César las miserias que sufrían. Sabidas por César estas cosas, en la misma hora le envió a decir que tuviese cuidado en procurar matar aquellos ladrones: y así Varrón vino con mucha gente a todos los lugares de los cuales sospechaba, limpió toda la tierra de aquellos ladrones, y quitóla del regi­miento de Zenodoro: César la dió a Herodes, por que no se hiciese otra vez recogimiento y cueva de ladrones contra Damasco: y además de todo esto hizolo también procurador de toda Siria. Volviéndose después el décimo año a su pro­vincia, mandó a todos los procuradores que había puesto, que ninguno osase determinar algo sin hacérselo saber y darle de todo razón.

Aun después de muerto Zenodoro, César le dió toda aquella parte de tierra que está entre Tracón y Galilea: y lo que Herodes tenla en más que todo esto, era ver que, des­pués de Agripa, era el más amado de César; y después de César, el más amado de Agripa. Levantado, pues, de esta manera al más alto grado de prosperidad y hecho más ani­Moro, la mayor parte de su trabajo y providencia lo puso en las cosas de la religión.

Capítulo XVI. De la ciudades y edificios renovados y nuevamente edificados por Herodes, y de la magnificencia Y liberalidad que usaba con las gentes extranjeras, y de toda m prosperidad.

A los quince años de su reino renovó el templo e hizo cercar de muro muy fuerte doblado espacio de tierra alrededor del templo, de lo que antes solía tener, con gastos muy grandes y con magnificencia muy singular, de la cual daban señal los claustros grandes que hizo labrar, y el castillo que mandó edificar junto con ellas hacia la parte de Septentrión: aquéllas las levantó él de principio y de sus fundamentos, y renovó el castillo con grandes gastos, como asiento de aque­lla ciudad y de todo el reino, y púsole por nombre Antonia, por honra de Antonio. Y habiendo también edificado para sí un palacio real en la parte más alta de la ciudad, edificó en él dos aposentos de mucha grandeza y gentileza, y a am­bos puso los nombres de sus amigos, llamando el uno Cesáreo y el otro Agripio. Por memoria de ellos, no sólo escribió y mandó pintar estos nombres en los techos, sino también mostró en todas las otras ciudades su gran liberalidad: por­que en la región de Samaria, habiendo cerrado de muro una ciudad muy hermosa que tenía más de veinte estadios de cerco, llamóla Sebaste y llevó allá seis mil vecinos, y dióles tierras muy fértiles, adonde edificó también un templo muy grande entre aquellos edificios, y cerca de él una plaza de tres estadios y medio, lo cual todo dedicó a César, y concedió a los vecinos de esta ciudad leyes muy favorables.

Habiéndole dado César por estas cosas la posesión de otra tierra. edificóle otro templo cerca de la fuente del río Jordán, todo de mármol muy blanco y muy reluciente, en un lugar que se llamó Panio, adonde la sumidad y altura de un monte levantado muy alto, descubre una cueva muy umbrosa por causa de un valle que le está al lado, y de unos peñas muy altas se recoge el agua que de allí mana, la cual es tanta, que no tiene ni se puede tomar ni hallar hondo en ella. Por la parte de fuera de la raíz de la cueva nacen unas fuentes, las cuales, según algunos piensan, son el Drincipio y manan­tial del río Jordán; pero después, al fin, mostraremos lo que se debe creer como muy verdadero.

Además de las casas y palacios reales que había en Hie­ricunta entre el castillo de Cipro y las primeras, edificó otras mejores que fuesen más cómodas para los que viniesen, y púsoles los nombres arriba dichos de sus amigos. No había lugar en todo el reino que fuese bueno, el cual no honrase con el nombre de César. Después de haber llenado todo el reino de Judea de templos, quiso ensanchar también su honra en la provincia, y en muchas ciudades edificó templos, los cuales llamó Cesáreos.

Y como entre las ciudades que estaban hacia la mar hubiese visto una muy antigua y muy vieja, que se llamaba la Torre o Pirgo de Estratón, y que, según era el lugar, podía emplear en ella su magnificencia, habiéndola reparado toda de piedra blanca y muy luciente, edificó en ella un palacio muy lindo, y mostró en él la grandeza que naturalmente su ánimo tenía. Porque entre Doras y Jope, en medio de los cuales esta ciudad está edificada, no hay parte alguna en toda aquella mar adonde se pudiese tomar puerto, de tal manera, que cuantos pasaban de Fenicia a Egipto eran forzados a correr a aquella mar con gran miedo del viento africano, cuya fuerza, por moderada que sea, levanta tan grandes on­das, que al retraerse es necesario que la mar se revuelva algún espacio de tiempo. Pero venciendo el rey con liberalidad y gastos muy grandes a la naturaleza, hizo allí un puerto mayor que el de Pireo, y más adentro hizo lugar apto y muy grande, adonde se pudiesen recoger todas las naves que viniesen. Aunque el lugar le era manifiestamente contrario, quiso él todavía contender con él de tal manera, que la firmeza de sus edificios no pudiese ser quebrada por los ímpetus de la mar, ni por el poder de la fortuna: y era la gentileza de ellos tanta, que parecía no haber sido jamás contraria la dificultad del lugar a la obra y ornamento; porque habiendo medido el espacio conveniente, según dijimos arriba, echó veinte varas en el hondo muchas piedras, de las cuales había muchas que tenían cincuenta pies de largo, nueve de alto y diez de ancho, y aun hubo algunas que fueron mayores. Habiendo levantado este lugar, que solía ser antes cubierto con las ondas, ensanchó doscientos pies el muro, de los cuales quiso que fuesen los ciento para resistir a las bravas ondas que ve­nían y echarlas, por lo cual también se llamaron con nombre que lo significase, Procimia. Los otros ciento tienen el muro que rodea y ciñe el puerto, puestas grandes torres entre ellos, de las cuales, la mayor y la más gentil llamaron Drusio, por el nombre del sobrino de César.

Había también edificadas muchas bóvedas y lugares para recoger todo lo que se trajese al puerto, y cerca de ellos una como lonja de piedra muy ancha, para pasear, y adonde se recibían las naos que salían: la entrada de esta parte estaba hacia el Septentrión, porque, según el asiento de aquel lugar, era el más próspero viento el de Boreas. A la puerta había tres estatuas, las cuales, por ambas partes, afirmaban sobre unas columnas, y éstas sustentaban una torre a la entrada a mano izquierda: a la derecha dos piedras de extraña gran­deza y altura, más altas aun que la torre que estaba en el otro lado edificada. Las casas que estaban juntas con el puerto, de piedra muy blanca y muy clara, con igual me­dida de los espacios, llegaban hasta el puerto. En el collado que está antes de la entrada del puerto edificó un templo a César muy grande y muy hermoso, y puso en él una estatua de César no menor que es la de Júpiter en Olimpia, a cuyo ejemplo y manera fué hecha, igual a la que está en Roma, y a la de Juno que está en Argos. Dedicó la ciudad a toda aquella provincia, y el puerto a las mercaderías que viniesen, y a César la honra del que lo edificó, por lo cual quiso que la ciudad se llamase Cesárea.

Todas las otras obras y edificios, la plaza, el teatro, el anfiteatro, hizo que fuesen dignas del nombre que les ponía; y habiendo ordenado unos juegos y luchas que se hiciesen cada cinco años, púsoles también el nombre de César.

Fué el primero que en la Olimpíada centésima nonagé­sima segunda propuso grandes premios, para que no sólo los vencedores, sino también sus descendientes segundos y terce­ros, pudiesen gozar de la libertad y riqueza real.

Habiendo también renovado la ciudad de Antedón, lla­móla Agripia, y por su sobrado amor escribió también el nombre de su amigo en la puerta que hizo en el templo.

No ha habido, cierto, quien tanto amase a sus padres, porque adonde estaba el monumento y sepultura de su padre, en la parte mejor de todo el reino, fundó allí una ciudad muy rica con la ribera y arboleda que tenía cerca, la cual llamó, en memoria de su padre, Antipatria. Y cercó de muro un castillo que está sobre Hiericunta en un lugar por sí muy fuerte, pero en gentileza el principal, y por honra de su madre lo llamó Cipre. Edificó también a su hermano Faselo una torre en Jerusalén, la cual llamó Faselida, cuya liberalidad en la gran­deza y cerco después se declarará. Puso también el nombre de Faselo a otra ciudad que está después de Hiericunta hacia el Norte.

Habiéndose, pues, acordado de la gloria y honra de sus parientes y amigos, no quiso olvidarse de sí mismo, antes quiso que un castillo que está delante de un monte, por el costado de Arabia, muy fuerte y muy guarnecido, se llamase Herodio, según su nombre. Y un edificio que estaba sesenta estadios de Jerusalén, a manera de una teta, poniéndole su mismo nombre, mandó que fuese renovado más magnífica­mente, porque rodeó la altura de éste con unas torres redondas, Y en el circuito mandó edificar las casas reales, gastando mucho tesoro en ellas, y haciendo que no sólo tuviesen extraña gentileza por de dentro, pero que demostrasen también la ri­queza por defuera, las techumbres y paredes y todo lo más que verse podía. Dispuso también que fuese abundante de agua, la cual hizo venir con muchos gastos, y mandó edificar de mármol muy claro doscientas gradas por donde viniese, porque todo aquel edificio era como collado hecho con artificio y de muy gran altura. Edificó a los pies a raíz de este collado, otros edificios muy grandes y muy suntuosos, para que fuesen re­cogimiento a muchos amigos y a las cargas y caballos; de tal manera estaba esto, que, según era la abundancia de todas las cosas, parecía más ser una ciudad que un castillo, y en el cerco y vista por defuera, mostraba muy claramente que era un palacio real. Edificados ya tantos y tan extraños edificios, mostró también su liberalidad y la grandeza de su ánimo en muchas ciudades, las cuales no le eran propias, porque en Trípodi, en Damasco y en Ptolomeida edificó baños públicos; cercó de muro la ciudad de Biblio; hizo cátedras, lonjas, plazas y templos en Bitro y en Tiro; también en Sidonia y en Damasco edificó teatros. Hizo también aparejo y lugar para llevar agua a los laodicenses, que están hacia la parte de la mar, y en Ascalona hizo lagunas muy hermosas y muy hondas, muchos baños, muchos patios muy labrados, con ad­nárable grandeza y obra, cerrados todos de columnas; en varios hizo puerto; dió campos a muchas ciudades que estaban cerca de su reino y le eran muy amigas. Para los baños hizo rentas públicas y perpetuólas, como en Cois, por que no pudiere faltar jamás por sus beneficios. Proveyó de trigo a cuantos tenían necesidad. Dió muchos dineros a los rodios para armar sus flotas y reparó a Pitio, que había sido abrasada, todo con su gasto.

¿Para qué me alargaré en contar su liberalidad con los licios y samios? ¿Quién contará los dones que dió en toda Jonia, dando a cada uno según lo que deseaba? Los atenienses, los lacedemonios, los nicopolitanos y el Pérgamo de Misia, ¿no está todo esto lleno de los dones de Herodes? ¿Por ventura, no adornó la plaza de los antioquenses de Siria, y la allanó por veinte estadios de largo, toda de mármol muy excelente, para que por allí pasasen y se escurriesen las aguas y lluvias del cielo, porque antes estaba muy llena de cieno y de mucha suciedad?

Pero alguno dirá que estas cosas fueron propias de aquellos pueblos a los cuales fueron dadas; pues lo que hizo por los elidenses no parece ser común al pueblo de Acaya solamente, sino a todo el universo, por el cual se esparce la gloria de los juegos y luchas olímpicas. Porque viendo que esto faltaba por pobreza, y por no haber quien gastase en ello, y que sólo faltaba lo ue se esperaba de la Grecia antigua, lo cual no era cosa bastante, no sólo quiso aquellos cinco años ser él el capitán, cuando hubo de pasar por allí para ir a Roma, sino que ordenó rentas perpetuas, para que mientras de él hubiese memoria, no dejase jamás el oficio ni el nombre de buen capitán.

Cosa sería para ¡amas acabar, ponerse a contar los tributos y deudas que perdonó y no quiso cobrar, quitando toda la sujeción a los faselitas y balneotas, y a muchos otros lu­gares cerca de Cilicia, los cuales estaban obligados a muchos pechos, aunque el miedo que tuvo tenía las riendas a la gran­deza de su ánimo, por no mover las gentes a que le envidiasen y le moviesen revueltas, como a hombre que quería levantarse más de lo que debía, si hacía y procuraba mayor bien a las ciudades que a los regidores de ellas.

Aprovechábase de su cuerpo en todo cuanto convenía para su ánimo, y siendo como era gran cazador, se había hecho tan diestro en cabalgar, que alcanzaba en un caballo todo cuanto quería. Un día, finalmente, le aconteció matar cuarenta fieras (aquella región tiene muchos puercos monteses, pero muchos más ciervos y cebras o asnos salvajes). Era tan fuerte de sí, que ninguno le podía sufrir, con lo cual espantaba a muchos, aun ejercitándolos, pareciendo a todos muy excelente tirador de dardos y de saetas. Y además de la virtud de su ánimo grande y fuerza de su cuerpo, fuéle también fortuna muy próspera, porque muy raramente en las cosas de la guerra le sucedió contra su voluntad; y si alguna vez le aconteció alguna desdicha, fué, no por causa suya, sino por traición de algunos o por atrevimiento y poca consideración de sus sol­dados.

Capítulo XVII. De la discordia de Herodes con sus hijos Alejandro y Aristóbulo.

Las tristezas y fatigas domésticas tuvieron envidia de la dicha y prosperidad pública de Herodes, y sus adversarios comenzaron por su mujer, a la cual él mucho amaba. Porque después que alcanzó las honras y poder de rey, dejando la mujer que había antes tomado, natural de Jerusalén, y por nombre llamada Doris, juntóse con Mariamma, hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, por lo cual vino en discordia su casa principalmente, aunque antes también, pero más clara­mente después de su venida de Roma. Porque por causa de los hijos que había habido de Marianuna, echó de la ciudad a su hijo Antipatro, habido de Doris, dándole licencia de entrar en ella solamente los días de fiesta. Después, por sospechar del abuelo de su mujer, Hircano, que había vuelto ya de los partos, lo mató. Habíaselo llevado preso Barzafarnes después que ocupó la Siria. Por haber tenido misericordia de él, lo habían librado los gentiles que vivían de la otra parte del río Eufrates. Y si los hubiera él creído cuando le decían que no pasase a tierras de Herodes, no fuera muerto; pero atrá­jole el deseo del matrimonio de Herodes con su nieta, porque confiándose en él, y con mayor deseo de ver a su propia patria, vino. Movióse Herodes a esto, no porque Hircano de­sease ni procurase haber el reino, sino por saber y conocer ciertamente que le era debido por ley y por razón.

De cinco que tuvo Herodes de Marianuna, tres eran hijos y las otras dos hijas. Habiendo muerto el menor de éstos en los estudios en Roma, los otros dos, por la nobleza de la madre, y porque habían nacido siendo él ya rey, criábalos también muy realmente y con gran fausto. Ayudábales a éstos el grande amor que tenía con Mariamina, el cual, acrecentándose cada día, encendía a Herodes en tanta manera, que no podía sentir alge de lo que le dolía, por causa de aquella a quien tanto amaba.

Tan grande era el odio y aborrecimiento de Mariamina para Herodes, cuanto el amor que Herodes tenía a Mariamina. Teniendo, pues, causas probables de la enemistad por las cosas que había visto, y confianza en el amor, solíale cada día zaherir lo que había hecho con su abuelo Hircano y con su hermano Aristóbulo, porque ni a éste perdonaba, aunque era muchacho, al cual, después de haberle dado la honra ponti­fical a los diecisiete años de su edad, lo mató, porque como él, vistiéndose con las vestiduras sagradas para aquel oficio, se llegó al altar un día de gran fiesta; todo el pueblo entonces lloró, y enviándolo a Hiericunta aquella noche, fué ahogado por los galos, según Herodes había mandado, en una laguna. Todas estas cosas le decía Mariamina a Herodes por injuria, y deshonraba a su hermana y a su madre con palabras muy pesadas y muy deshonestas, aunque él a todo esto callaba por el grande amor que tenía. Pero las mujeres estaban muy en­sañadas contra Mariamma; y para mover a Herodes contra ella, la acusaban de adulterio. Además de muchas otras cosas que la levantaban aparentes y como verdaderas, acusábanla también que había enviado a Egipto un retrato suyo a Anto­nio; y así, por el desordenado deseo y lujuria suya, había procurado mostrarse en ausencia a un hombre que estaba loco por las mujeres, y que las podía forzar.

Esto perturbó a Herodes no menos que si le cayera un rayo del cielo encima, y principalmente porque estaba encen­dido en celos por el grande amor que la tenía, y pensando por otra parte en la crueldad de Cleopatra, por cuya causa habían sido muertos el rey Lisanias y Malico el árabe, no tenía ya cuenta con perder a su mujer, sino con el peligro que podía acontecer si él perdía la vida.

Habiendo, pues, de partir de allí para Roma, encomendó su mujer a Josefo, marido de su hermana Salomé, al cual tenía por fiel; y según era el deudo, teníalo por amigo, man­dándole secretamente que la matase si Antonio le mataba a él. Pero Josefo, no por malicia, mas deseando mostrar a la mujer la voluntad y amor de su marido, el cual no podía su­frir ser apartado de ella, aunque fuese muerto, descubrióle todo lo que Herodes le había secretamente encomendado. Sien­do después vuelto ya Herodes, y hablando y jurando de su amor y voluntad, como nunca había tenido amores con otra mujer en el mundo, respondió ella: "Muy comprobado está tu amor conmigo, con el mandamiento que hiciste a Josefo, cuando de aquí partiste, ordenándole que me matase." Ha­biendo Herodes oído estas cosas, las cuales él pensaba que estaban secretas entre él y Josefo, desatinaba; y pensando que Josefo no pudo descubrirle lo que entre ellos había pasado, sino juntándose deshonestamente con ella, recibió de esto gran dolor, que casi enloquecía; levantándose de la cama comenzóse a pasear por el palacio; y tomando ocasión entonces su hermana Salorné para acusar a Josefo, confirmóle la sospecha.

Furioso Herodes con el grande amor y celos que tenía, mandó que a entrambos los matasen a la hora, y después que fué esta locura hecha, le pesaba y se arrepentía por ella; pero pasado el enojo, encendíase poco a poco en amor. Y era tanta la fuerza de este amor y deseo que de ella tenía, que no pensaba que estaba muerta; antes, con la tristeza grande que tenía, le hablaba en su cámara como si allí estuviera con él viva; hasta tanto que con el tiempo, sabiendo su muerte y enterramiento, igualó bien sus llantos y su tristeza con el grande amor que siendo viva le tenía.

Sus hijos, tomando la muerte de la madre por propia, pen­sando muy bien en la maldad tan grande y tan cruel, teníaD a su propio padre como enemigo; y esto fué cuando estaban en Roma estudiando, y después de volver a Judea, mucho más; porque como crecían y se les aumentaba la edad, así también la afición y amor matemal tomaba fuerzas.

Llegados ya a tiempo de casarse, el uno tomó por mujer a la hija de su tía Salorné que había acusado la madre de en­trambos, y el otro la hija de Arquelao, rey de Capadocia. De aquí alcanzó el odio la libertad que quería; y de la confianza que en ello tenían, tomaron ocasión los malsines hablando más claramente con el rey y diciéndole cómo ambos hijos le acechaban por matarlo; y que el uno daba gente a su hermano para que vengase la muerte de la madre, y el otro, es a saber, el yerno de Arquelao, confiado en su suegro, se aparejaba para huir y acusarlo delante del César.

Lleno, pues, Herodes de estas acusaciones, trajo a su hijo Antipatro para que fuese en su ayuda contra sus hijos, el cual era también hijo suyo de Doris, y comenzó adelantándole y teniéndole en más en todo cuanto emprendía, que a todos los otros; los cuales, no teniendo por cosa digna sufrir esta mutación tan grande, y viendo que se adelantaba el hermano nacido de tan baja madre, no podían refrenar su enojo ellos con su nobleza, antes en todo cuanto podían trabajaban por ofenderle y mostrar su ira e indignación. Menospreciábalos Herodes cada día más, y Antipatro por causa de ellos era muy favorecido, porque sabía lisonjear astutamente a su padre, y decíale muchas cosas contra sus hermanos; algunas veces él mismo, otras ponía amigos suyos que dijesen otras cosas, hasta tanto que sus hermanos perdieron toda la esperanza que del refino tenían, porque en el testamento estaba también de­clarado por sucesor.

Fué finalmente enviado a César como rey, y con aparato y compañía real servido de todo lo que a rey pertenecía, excepto que no llevaba corona. Y con el tiempo pudo hacer que su madre se juntase con Herodes y viniese a la cámara donde Mariamma solía dormir; y usando de dos géneros de armas contra sus hermanos, de las cuales las unas eran li­sonjas y las otras eran invenciones y calumnias nuevas, pudo con Herodes tanto, que le hacía pensar cómo matase a sus hijos; por lo cual acusó delante de César a Alejandro, al cual se había llevado con él a Roma, de que le había dado ponzoña; pero alcanzando licencia para defenderse Alejandro, aunque el juez era muy imprudente, era todavia más prudente que no Herodes y Antipatro; calló con vergüenza los delitos del padre, y disculpóse muy elegantemente de lo que le habían levantado; y después que hubo mostrado ser también sin culpa su hermano, dió quejas de la malicia e injurias de Antipatro, ayudándole para ello, además de su inocencia, la grande elo­cuencia que tenía, porque tenla gran vehemencia en el hablar, dando por fin de su habla que de buena voluntad el padre los mataría si pudiese; acusóle de este crimen e hizo llorar a todos los que estaban presentes; pero pudo tanto con César, que fueron todas las acusaciones menospreciadas, e hízolos a todos muy amigos de Herodes.

Fué la amistad hecha con tal ley, que los mancebos hubiesen de ser en todo muy obedientes al padre, y que el padre pudiese hacer heredero del reino a quien quisiese. Habiéndose después vuelto de Roma el rey, aunque parecía haber perdonado y excusado de las culpas a sus hijos, no estaba libre de toda sospecha; porque Antipatro proseguía su enemistad, aunque por vergüenza de César, que los había hecho amigos, no osaba claramente manifestarla.

Y como navegando pasase por Cilicia y llegase a Eleusa recibiólo allí con mucha amistad Arquelao, haciéndole muchas gracias por haber defendido la causa de su yerno con mucha alegría y amistad, Porque había escrito a Roma a todos sus amigos que favoreciesen la causa de Alejandro; y así lo acompañó hasta Zefirio, haciéndole un presente de treinta ta­lentos.

Después que hubo llegado a Jerusalén, Herodes convocó todo el pueblo; estando delante también sus tres hijos, dió a todos razón de su partida; hizo muchas gracias primero a Dios, muchas a César porque había quitado toda la discordia que en su casa había y entre los suyos; y lo que era principal y de tener en más que no el reino, porque había puesto amistad entre sus hijos, la cual dijo que él trabajaría en juntarla mas estrechamente, "porque César me ha hecho señor de todo y juez de los que me han de suceder. Yo, pues, ahora, delante de todos, le hago con todo mi provecho muchas gracias por ello, y dejo por reyes a mis tres hijos; y de este parecer y sentencia mía quiero y ruego a Dios que el primero sea el comprobador, y vosotros todos después. Al uno manda la edad que sea alzado por rey después de mí, y a los otros la nobleza, aunque su grandeza basta para mucho más. Pues tened reverencia a lo que César os manda y el padre os ordena, honrándolos a todos igualmente y con la honra que todos me­recen, porque no puede darse tanta alegría en obedecer a uno, cuanto pesar le dará el que lo menospreciare. Yo señalaré los parientes que han de estar con cada uno, y los amigos también, por que puedan conservarlos en concordia y unani­midad, entendiendo y sabiendo como cosa muy cierta, que toda la discordia y contienda que en las repúblicas suelen nacer, proceden de los amigos, consejeros y domésticos; y si éstos fueren buenos, suelen conservar el amor y benevolencia. Una cosa ruego, y es que no sólo éstos, sino los principales de mi ejército, tengan al presente esperanza en mí solo, porque no doy a mis hijos el reino aunque les dé la honra de él, y que se gocen con placer como que ellos lo rigiesen; el peso de las cosas y el cuidado de todo, a mi toca, y yo lo he de proveer todo, aunque querría verme libre de ello. Considere cada uno de vosotros mi edad y la orden con que yo vivo, y juntamente la piedad y religión que tengo; porque no soy tan viejo que se deba tan presto desesperar de mí, ni estoy tan acostumbrado a placeres ni a deleites, los cuales suelen acabar más presto de lo que acabarían las vidas de los mancebos, hemos tenido tanta observancia y honra a Dios eterno, que creemos haber de vivir mucho tiempo y muy largos años. Y si alguno, por menosprecio mío, quisiere complacer a mis hijos, ese me lo pagará por él y por ellos; porque yo no quiero dejar de honrar a los que he engendrado, porque les tenga envidia, sino por saber que estas cosas suelen hacer más atrevidos a los mancebos y ensoberbecerlos. Si pensaren, pues, los que los si­guen y se dan a ellos, que los que fueren buenos tienen apare­jado el galardón y premio en mi poder, y los malos han de hallar en aquellos mismos a quienes favorecen castigo de sus maldades, todos por cierto serán conformes conmigo, es a saber, con mis hijos; porque a ellos conviene que yo reine, y a ellos les será muy gran provecho tenerme a mí por amigo, y final­mente por padre con gran concordia.

"Y vosotros, mis buenos y amados hijos, poned delante de vosotros primero a Dios, que es poderoso, para mandar a todo fiero animal; dadle la honra que debéis: después de El, a César, que nos ha recibido con todo favor y nos ha en él conservado y a mí terceramente, que os ruego lo que me es muy lícito man­daros, que permanezcáis siempre como verdaderos hermanos y muy concordes. De ahora en adelante yo os quiero dar vestidos y honras reales; quiero que, como tales, todos os obe­dezcan, y ruego a Dios que conserve mi juicio, si vosotros quedáis concordes."

Acabado su razonamiento, saludólos a todos, y despidió al pueblo: unos se iban deseando que fuese así, según había Herodes dicho; y los que deseaban revueltas y mutaciones en los Estados, fingían no haber oído algo.

Pero no faltó contienda a los hermanos; antes, sospechando algo peor, apartáronse unos de otros, porque Alejandro y Aristóbulo no sufrían bien ver que su hermano Antipatro fuese confirmado en el reino; y Antipatro se enojaba porque sus hermanos fuesen tenidos por segundos; mas éste, según la variedad de sus costumbres, sabia callar los secretos y en­cubrir el odio que les tenía muy secretamente. Ellos, por verse de noble sangre, osaban decir cuanto les parecía. Habla también muchos que les movían e incitaban, otros muchos había que se les mostraban muy amigos por saber la voluntad de ellos. De tal manera pasaba esto, que cuanto se trataba delante de Alejandro, luego a la hora estaba delante de Anti­patro; y lo mismo, añadiéndole siempre algo, luego también Herodes lo sabía; y por más que el mancebo dijese algo, sin pensarlo, luego le era atribuído a culpa, y trocábanle las palabras en graves ofensas; y cuando se alargaba en hablar en algo, luego le levantaban, por poco que fuese lo que decía, alguna cosa muy mayor.

Antipatro sobornaba siempre algunos que lo indujesen a hablar, porque sus mentiras tuviesen alguna buena ocasión y mejor entrada; y de esta manera, habiendo divulgado mu­chas cosas falsamente, bastase para dar crédito a todas, hallar que una fuese verdadera. Pero los amigos de este mancebo, o eran de su natural muy callados, o con dádivas los hacían callar porque no descubriesen alguna cosa, ni errasen en algo si descubrían algún secreto a la malicia de Antipatro. Habían corrompido los amigos de Alejandro a unos con dineros, a otros con halagos y buenas palabras, tentando toda cosa y ganando la voluntad de tal manera, que los que contra él hablasen o hiciesen algo, fuesen tenidos por ladrones secretos y por traidores. Rigiéndose con gran consejo y astucia en todo, trabajaba por venir delante de Herodes y dar sus acu­saciones muy astutamente; y haciendo la persona y partes de su hermano, servíase de otros malsines sobornados para el mismo negocio. Si se decía algo contra Alejandro, con disi­mulación de quererlo favorecer, volvía por él; luego lo sabía astutamente urdir y traer a tal punto, que movía y ensañaba al rey contra Alejandro; y mostrando al padre cómo su hijo Alejandro le buscaba la muerte con asechanzas, no había cosa que tanto lo hiciese creer, ni que tanta fe diese a sus engaños, como era ver que Antipatro, trabajaba en defenderlo.

Movido con estas cosas Herodes, cuanto menos amaba a los otros, tanto más se le acrecentaba la voluntad con Anti­patro. El pueblo también se inclinó a la misma parte, los unos de grado y los otros por ser forzados a ello, como fueron Pto­lomeo, el mejor de sus amigos, los hermanos de¡ rey y toda su generación y parientes. Porque todos estaban puestos en Anti­patro, y todo parecía pender de su voluntad; y lo peor y más amargo para la destrucción de Alejandro, era la madre de Antipatro, por cuyo consejo se trataba entonces todo.

Era ésta peor que madrastra, y aborrecíales más que si fueran entenados aquellos que eran hijos de la que antes había sido reina. Pero aunque la esperanza era mayor para mover a todos que obedeciesen a Antipatro, todavía los con­sejos de Herodes, que era rey, apartaban los corazones y vo­luntades de todos que no se aficionasen a los mancebos, por­que había mandado a los más cercanos y más amigos que ninguno fuese con Aristóbulo ni con su hermano, y que ninguno les descubriese su ánimo. No sólo se temían de hacer esto los amigos y domésticos suyos, pero aun también los ex­traños que de fuera vivían; porque no había César concedido tanto poder a ningún rey, que le fuese lícito sacar de todas las ciudades, aunque no le fuesen sujetas, a todos cuantos mereciesen castigo o huyesen de él.

Los mancebos no sabían algo de todo aquello que les habían levantado, y por esta causa los prendían menos pro­veídos. Ninguno era acusado ni reprendido por su padre pú­blicamente; pero templando su ira, hacía que poco a poco todos lo entendiesen, y también ellos se movían más áspera­mente con el dolor y pena de aquellas cosas que les levantaban.

De la misma manera movió a su tío Feroras y a su tía Salomé contra ellos Antipatro, hablando con ellos muchas veces muy familiarmente, como con su mujer propia, por levantarlos contra sus hermanos. Acrecentaba esta enemistad Glafira, mujer de Alejandro, levantando mucho su nobleza, y diciendo que ella era señora de todo aquel reino Y de cuanto en él había, y que descendía, por parte de padre, de Temeno, y, por parte de madre, de Darío, hijo de Histaspe, menos­preciaba mucho la bajeza M linaje de la hermana y mujeres de Herodes, las cuales él había tomado y escogido por la gentileza que tenían, y no por la nobleza.

Arriba dijimos ya que Herodes había tenido muchas mu­jeres, porque a los judíos les era cosa lícita, según costumbres de su tierra, tener muchas, también porque el rey se pudiese deleitar con muchas. Por las injurias y soberbia de Glafira, era aborrecido Alejandro de todos, y Aristóbulo hizo su ene­miga a Salomé, aunque le fuese suegra, por las malas palabras de Glafira, porque muchas veces le solía echar en la cara la bajeza del linaje a la mujer; después también porque él había tomado una mujer privada y plebeya, y su hermano Alejandro una de sangre real. La hija de Salomé contaba todo esto a su madre derramando muchas lágrimas. Añadía también, que el mismo Alejandro y Aristóbulo la habían amenazado que si alcanzaban el reino, habían de poner las madres de los otros hermanos con las criadas, a tejer en un telar con las mozas; y a ellos por escribanos de las aldeas y lugares, burlándose de ellos porque estudiaban.

Movida Salomé con estas cosas, no pudiendo refrenar su ira, descubrióselo todo a Herodes, y parecía harto bastante para hablar contra su yerno.

Además de estas cosas, divulgóse también otra nueva acu­sación, la cual movió mucho al rey. Había oído que Alejan­dro y Aristóbulo rogaban y suplicaban muchas veces a su madre, y lloraban gimiendo su desdicha, y a veces la malde­cían, porque dividiendo el rey los vestidos de Mariamma con las otras mujeres, le amenazaban que presto las harían venir de luto por los vestidos reales y deleites que entonces tenían. Con esto, aunque Herodes temiese algo viendo el ánimo cons­tante de los mancebos, no quiso desesperar de la corrección de ellos; antes los llamó a todos, porque él había de partir para Roma, y habiéndoles, como rey, hecho algunas amena­zas, aconsejóles, amonestando como padre, muchas cosas, y rogóles que se amasen como hermanos, prometiendo perdón de lo cometido hasta entonces, si de allí adelante se corregían y se enmendaban. Ellos decían que eran acusaciones falsas y fingidas, que por las obras podía conocer cuán poca ocasión y causa tuviese para darles culpa, y que él no debía creer tan ligeramente, antes debía cerrar sus oídos y no dar entrada a los que decían mal de ellos, porque no faltarían jamás malsi­nes, mientras tuviesen cabida en su presencia. Habiendo aman­sado la ira del padre con semejantes palabras, dejando el miedo que por la presente causa tenían, comenzaron a entristecerse y llorar por lo que esperaban que había de ser. Entendieron que Salomé estaba enojada con ellos, y el tío Feroras. Ambos eran personas graves y muy fieras, pero más Feroras, el cual era compañero del rey en todas las cosas que al rey no perte­necían, sino sólo en la corona; y era hombre de cien talentos de renta propia, y tomaba todos los frutos de las tierras que había de esa otra parte del Jordán, las cuales le bahía dado graciosamente su hermano, y Herodes había alcanzado de César que pudiese ser tetrarca o procurador, y lo habla hon­rado dándole en matrimonio la hermana de su propia mujer, después de cuya muerte le había prometido la mayor de sus hijas, y le había dado por dote trescientos talentos. Pero Feroras había desechado el matrimonio real porque tenía amo­res con una criada, por lo cual Herodes, enojado, dió su hija en casamiento al hijo de su hermano, aquel que fué después muerto por los partos.

Después, no mucho, perdonando Herodes el error de Fe­roras, volvieron en amistad; y teníase de éste una vieja opi­nión, que en vida de la reina había querido matar a Herodes con ponzoña. Pero en este tiempo todos los malsines tenían cabida, de manera que, aunque Herodes quisiese estar en amistad con su hermano, todavía, por dar algún crédito a las cosas que había oído, no lo osaba hacer, antes estaba ame­drentado. Haciendo, pues, examen de muchos, de los cuales se tenla entonces sospecha, vinieron también al fin a los ami­gos de Feroras, los cuales no confesaron algo manifiestamente, pero solamente dijeron que había pensado huir con la amiga a los partos, y que Aristóbulo, marido de Salomé, a quien el rey se la había dado por mujer después de muerto el primero por causa del adulterio, era partícipe en esta ¡da, y que él la sabía. No quedó libre Salomé de acusación, porque su herma­no Feroras la acusaba que había prometido casarse con Sileo, procurador de Oboda, rey de Arabia, el cual era muy enemigo de Herodes; y siendo vencida en esto y en cuanto más la acusaba Feroras, alcanzó perdón, y el rey perdonó y libró de todas las acusaciones a Feroras, con las cuales hubía sido acusado.

Todas estas revueltas y tempestades se pasaron a casa de Alejandro, y todo colgó y vino a caer sobre su cabeza. Tenía el rey tres eunucos mucho más amados que todos los otros, sin que hubiese alguno que lo ignorase; uno tenía a cargo de servirle de copa, otro de poner la cena, y el tercero de la cama, y éste solía dormir con él. A éstos había Alejandro sobornado con grandes dones, y habíales ganado la voluntad. Después que el rey supo todo esto, dióles tormento y confe­saron la verdad de todo lo que pasaba, y mostraron clara­mente, por cuyo soborno y ruegos hablan sido movidos, cómo los había engañado Alejandro, diciendo que no debían tener esperanza alguna en Herodes, vicio malo, aunque él sabía teñirse los cabellos por que los que le viesen pensasen y lo tuviesen por mancebo, y que a él debían honrar, pues que a pesar y a fuerza de Herodes había de ser sucesor en el reino, y habla de dar castigo a sus enemigos, y hacer bienaventu­rados y muy dichosos a sus amigos, y entre todos más a ellos tres. Dijeron también que todos los poderosos de Judea obe­decían secretamente a Alejandro, y los capitanes de la gente de guerra y los príncipes de todas las órdenes. Amedrentóse Herodes tanto de estas cosas, que no osaba manifestar públi­camente lo que éstos habían confesado; pero poniendo hom­bres que de día y de noche tuviesen cargo de mirar en ello, trabajaba de escudriñar de esta manera todo cuanto se decía y cuanto se trataba, y luego daba la muerte a cuantos le causaban alguna sospecha.

De esta manera, en fin, fué lleno su reino de toda maldad y alevosía; porque cada uno fingía según el odio y enemistad que tenía, y muchos usaban mal de la ira del rey, el cual deseaba la muerte a todos sus alevoso3. Todas las mentiras eran presto creídas, y el castigo era más presto hecho que las acu­saciones publicadas. Y al que poco antes había acusado, no faltaba quien luego le acusase, y era castigado junto con aquel a quien antes él había acusado, porque la menor pena que se daba en los negocios que tocaban al rey, era la muerte; vino a ser tan cruel, que no miraba más humanamente a los que no eran acusados, antes con los amigos se mostraba no menos airado que con los enemigos. Desterró de esta manera a mu­chos, y a los que no llegaba ni podía llegar su poder, a éstos llegaban sus injurias.

Añadióse después a todos estos malos, Antipatro con mu­chos de sus parientes y allegados, y no dejó género alguno de acusación, del cual no fuesen sus hermanos acusados. Tomó tanto miedo el rey con la bellaqueria de éste y con las menti­ras de lo sacusadores y malsines, que le parecía que veía de­lante de sí a Alejandro como con una espada desnuda venir contra él, por lo cual también lo mandó prender a la hora, y mandó dar tormento a todos sus amigos. Muchos morían pacientemente callando, sin decir algo de cuanto sabían; otros, los que no podían sufrir los dolores, mentían diciendo que él había entendido en poner asechanzas para matar a su padre, y que contaba muy bien su tiempo para que, habiéndolo muerto cazando, huyesen presto a Roma. Y aunque estas cosas no fuesen ni verdaderas ni a verdad semejantes, porque forzados por los tormentos las fingían prontamente sin pensar más en ellas, todavía el rey las creía con buen ánimo, tomán­dolo para consolación y respuesta de lo que le podían decir, y de haber puesto en cárceles a su hijo injustamente.

Pero no pensando Alejandro que había de poder acabar de hacer que su padre perdiese la sospecha que de él tenía, determinó confesar cuanto le habían levantado; y habiendo puesto todas sus acusaciones en cuatro libros, confesó ser verdad que había acechado por dar muerte a su padre, escri­biendo cómo no era él solo en aquello, sino que tenía muchos compañeros, de los cuales los principales eran Feroras y Salo­mé, y que ésta una vez se había juntado con él, forzándolo una noche contra su voluntad. Tenía, pues, ya Herodes estos libros o informaciones en sus manos, en los cuales había muchas cosas y muy graves contra los principales del reino, cuando Arquelao vino a buen tiempo a Judea temiendo suce­diese a su yerno y a su hija algún peligro, a los cuales socorrió con muy buen consejo, y deshizo las amenazas del rey, aman­sando su ira muy artificiosamente. Porque en la hora que él entró a ver al rey, dijo gritando a voces altas: "¿Dónde está aquel yerno mío malvado, o dónde podré yo ver ahora la cabeza del que quería matar a su padre?, al cual yo mismo con mis propias manos romperé en partes, y daré mi hija a buen marido; porque aunque no es partícipe de tal consejo, todavía está ensuciada por haber sido mujer de tan mal varón. Maravíllome mucho de tu paciencia, Herodes, cuya vida y cuyo peligro aquí se trata, que viva aún Alejandro, porque yo venía con tan gran prisa de Capadocia, pensando que habría ya mucho tiempo que fuera él castigado y sentenciado por su culpa, para tratar contigo de mi hija, la cual le había dado a él por mujer, teniendo a ti sólo respeto y considerando tu real dignidad. Pero ahora debemos tomar consejo sobre entrambos, aunque tú te muestras demasiado serle padre, y muestras menos fortaleza en castigar al hijo que te ha querido matar. Troquemos, pues, yo y tú las manos, y el uno tome venganza del otro: castiga tú a mi hija, y yo castigaré a tu hijo."

De esta manera, aunque Herodes estaba muy indignado, todavía fué engañado. Presentóle que leyese los libros que Alejandro le había enviado; y deteniéndose en pensar sobre cada capítulo, determinaban ambos juntos sobre ello. Toman­do ocasión con aquello de ejecutar lo que traía Arquelao pen­sado, pasó poco a poco la causa a los demás que en la acusación estaban escritos, y también contra Feroras; y viendo que el rey daba crédito a cuanto él decía, dijo: "Aquí se debe ahora considerar que el pobre mozo no sea acusado con asechanzas de tantos malos, o si por ventura las ha él armado contra ti; porque no hay causa para pensar del mancebo tan grande maldad como sea así, que él gozase ahora del reino, y esperase también la sucesión haber de ser en él muy ciertamente, si ya por ventura no tuvo algunos que lo han movido a ello y le han persuadido tal cosa, los cuales le han pervertido y aconsejado; y como su edad, por ser poca, es mudable, hanle hecho escoger la peor parte; y de tales hombres no sólo suelen ser los mancebos engañados, sino aun también los viejos y las casas grandes y de gran nombre, los señoríos y reinos suelen ser por tales hombres revuelto¡ y destruídos."

Consentía Herodes en cuanto le decía, y poco a poco iba perdiendo y amansando su ira contra Alejandro, enojándose contra Feroras, porque en él se fundaban aquellos cuatro libros o acusaciones que había Herodes recibido de Alejandro.

Cuando aquél entendió que el rey estaba tan enojado con­tra él, y que prevalecía con el rey la amistad de Arquelao, buscó salvarse y darse cobro desvergonzadamente, pues veía que honestamente no le era posible; y dejando a Alejandro, acudió a Arquelao: éste díjole que no veía ocasión para sal­varse de tantas acusaciones como él estaba envuelto, con las cuales manifiestamente era convencido a confesar haber que­rido con tantas asechanzas engañar al rey, y que él era causa de tantos males y trabajos como al presente el mancebo tenía, si ya no quería, dejando todas sus astucias y su pertinacia en negarlo, confesar todo aquello de lo cual era acusado, y pedir perdón de su hermano principalmente, pues sabía que él lo amaba, y que, si esto hacía, él le ayudaría de todas las maneras que le fuesen posibles.

Obedeció Feroras a Arquelao en todo, y tornando unos vestidos negros, vino llorando por mostrarse más miserable y moverlo a mayor compasión, y echóse a los pies de Herodes pidiendo perdón, el cual alcanzó confesándose por malo y muy lleno de toda maldad. porque todo cuanto le acusaba él lo había hecho, y que la causa de ello había sido falta de entendimiento y locura, la cual tenía por los amores de su mujer. Después que Feroras se hubo acusado y fué testigo contra si, entonces tomó la mano Arquelao por excusarlo, y amansaba la ira de Herodes, usando en excusarlo de propios ejemplos; porque él mismo había sufrido de su hez ano peo­res cosas y más graves. y que había tenido en más el derecho natural que la venganza. Porque en los reinos acontece lo que vernos en los cuerpos grandes, que con el grave peso siem­pre se suele hinchar alguna parte, la cual no conviene que sea cortada, pero que sea poco a poco con mucho miramiento curada.

Habiendo hablado Arquelao y dicho muchas cosas de esta manera, puso amistad entre Herodes y Feroras, y él to­davía mostraba gran ira contra Alejandro, y decía que se había de llevar a su hija consigo. Pudo esto tanto con Herodes, que le movió a rogar él mismo por la vida de su propio hijo y que le dejase su hija; y Arquelao mostraba hacerlo esto muy contra su voluntad, porque no la hubiera él dejado a ninguno del reino, si no fuera a Alejandro, pues convenía mirar mucho en que quedase salvo el derecho del parentesco y deudo entre ellos, habiéndole dado a él el rey su hijo si no deshacía el matrimonio, lo que no era ya posible, porque tenían ya hijos y el mancebo amaba mucho a su mujer, la cual, si se la dejaba, sería causa que todo lo cometido hasta allí fue‑se olvidado; y si se iba, seria causa para desesperar de todo, y el atrevimiento se suele castigar con distraerlo en cuidados y amor de su casa.

Fué, en fin, contento, y acabó cuanto quiso; volvió en gracia y amistad con el mancebo, y reconciliólo, también en la amistad de su padre; pero díjole que sin duda lo debía enviar a Roma, para que hablase con César, porque él le había dado razón de todo lo que pasaba con sus cartas.

Acabado, pues, ya todo lo que Arquelao había determina­do, y hecho todo a su voluntad, habiendo con su consejo librado a su yerno, y puestos todos en muy gran concordia, vivían, comían y conversaban todos juntamente. Pero al tiem­po de su partida, Herodes le dió setenta talentos y una silla y dosel real con mucha perlería labrado; dióle también mu­chos eunucos y una concubina llamada por nombre Panichis, y dió muchos dones a todos sus amigos, a cada uno según el merecimiento. Los parientes también del rey, todos dieron muchos dones a Arquelao, y él y los principales señores acom­pañáronlo hasta Antioquía.

No mucho después vino un otro a Judea mucho más pode­roso que los consejeros de Arquelao, el cual no sólo hizo que la amistad de Alejandro con Herodes fuese quebrantada, sino también fué causa de la muerte del mancebo. Era étsie de linaje lacón, y llamábase Euricles; estaba corrompido con deseo de reinar, por amor grande que tenía del dinero y por ava­ricia, porque ya la Casa Real no podía sufrir sus gastos y superfluidades. Habiendo éste dado y presentado muchos dones a Herodes, como cebo para cazar lo que tanto deseaba, habiéndoselos Herodes vuelto todos muy multiplicados, no preciaba la liberalidad sin engaño alguno, sino la mezclaba y la alcanzaba con la sangre real. Salteó, pues, éste al rey con lisonjas muchas y con muchas astucias. Entendiendo la condi­ción de Herodes muy a su placer, obedecíale, tanto en pala­bras cuanto en las obras, en todo, por lo cual vino a ganar con el rey muy grande amistad; porque el rey y todos los principales que con él estaban, preciaban y tenían en gran estima al ciudadano de Esparta. Pero cuando él vió la flaqueza de la Casa Real y las enemistades de los hermanos, y conoció también qué tal ánimo tuviese el padre con cada uno de los hijos, posaba en casa de Antipatro y engañaba a Alejandro con amistad muy fingida, fingiendo que en otro tiempo había sido muy anúgo de Arquelao y muy compañeros; y así tam­bién se entró por esta parte algo más presto, porque luego fué muy encomendado a Aristóbulo por su hermano Alejan­dro. Y habiendo experimentado a todos, tomaba a unos de una manera y a otros cebaba con otra.

Así, primero quiso recibir sueldo de Antipatro y vender a Alejandro; reprendía a Antipatro, porque siendo el mayor de sus hermanos, menospreciase a tantos como andaban ace­chando por quitarle la esperanza que tenía; reprendía por otra parte a Alejandro, porque, siendo hijo de una reina y marido de otra, sufriese que un hijo de una mujer privada y de poco, sucediese en el reino, mayormente teniendo tan grande ocasión con Arquelao, que parecía mostrarle todo favor y persuadirle lo que para él era mejor y más conveniente. Esto lo creía fácilmente el mancebo, por ver que le hablaba de la amistad de Arquelao. Por lo cual, no temiendo algo Alejandro, quejábase con él de Antipatro, y contábase las causas que a ello le movían, y que no era de maravillar que Herodes les privase del reino, pues había muerto a la madre de ellos.

Fingiendo Euricles con esto que se dolía y tenía compasión de ellos, movió e incitó a Aristóbulo a que dijese lo mismo, y habiéndolos forzado a quejarse de su padre, vínose a Antipa­tro, y contóselo todo, haciéndole saber las quejas de sus her­manos. Fingiendo más aun, que sus hermanos le habían bus­cado asechanzas por matarle, y que estaban muy aparejados para quitarle la vida siempre que pudiesen. Habiéndole dado por estas cosas Antipatro mucho dinero, loábalo delante de su padre.

Vino finalmente a comprar la muerte de sus hermanos Alejandro y Aristóbulo, haciendo él mismo las partes de acu­sador; y llegando delante de Herodes, díjole que confesaba deberle la vida por beneficios que le había hecho, en pago de los cuales estaba muy pronto por perderla; que Alejandro había poco antes pensado matarlo y se lo había a él prometido con juramento, mas había sido impedido poner por obra tan gran maldad por causa de la compañía; que Alejandro decía que Herodes no lo hacía bien con él, que hubiese venido a reinar en un reino extraño, y después de matar a su madre, les hubiese quitado el debido ser de principes, y con esto aun no contento, había hecho heredero un hombre bajo y sin nobleza, y quería dar a Antipatro, hijo no legítimo, el reino a ellos debido por sus antepasados y primeros abuelos; que, por tanto, quería él venir para vengar las almas de Hircano y de Mariamma; porque no convenía recibir de tal padre la sucesión del reino sin darle la muerte, y que cada día era movido a hacerlo por muchas ocasiones que le daba, pues no tenía licencia de hablar algo sin ser engañado y acusado; porque si se trataba de la nobleza de los otros, era él injuriado sin razón, diciendo el padre por burla que sólo Alejandro era noble y generoso, a quien su padre le es afrenta por falta de nobleza, y que si, yendo a caza, callaba, ofendía, y si hablaba algo en sus loores, le decían luego que era engañador; que en todo hallaba cruel a su padre, el cual a Antipatro sólo regalaba, por lo cual no quería dejar de morir si no le sucedían sus asechanzas y engaños como querían, y que si lo mataba, el primer socorro que había de tener sería el de Arquelao, su suegro, a quien fácilmente podía acudir, y después a César, que hasta este tiempo ignoraba las costumbres de Herodes; que no le había ahora de favorecer como antes había hecho, temiendo la presencia de su padre, y que no sólo había de hablar de sus culpas, pero que primero había de contar las desdichas de la gente, y había de divulgar que los hacía pechar y pagar tributos hasta la muerte; que después había de decir en qué placeres y en qué hechos se gastaban los dineros que con tantas vidas de hombres y derramando tanta sangre se han alcanzado; qué hombres y cuáles han con ellos enrique­cido; qué haya sido la causa de la aflicción de la ciudad, y que en esto había de llorar y lamentar la muerte de su abuelo y de su madre, descubriendo todas las maldades del rey, para que los que las supiesen no pudiesen juzgar ni tenerlo por matador de su padre.

Habiendo Euricles dicho todas estas cosas contra Alejan­dro falsamente, loaba mucho a Antipatro, diciendo y afir­mando que él era sólo el que amaba a su padre y el que impedía que las asechanzas puestas no alcanzasen su fin. Habiendo el rey oído esto, no teniendo sosegado su corazón aun de la sospecha pasada, ni pasado aún el dolor, fué con ésta de nuevo en gran manera perturbado.

Alcanzando Antipatro esta ocasión, movió otros acusa­dores que acusasen a sus hermanos y dijesen que los habían visto tratar secretamente con Jucundo y con Tiranio, prin­cipales hombres de la caballería del rey en otro tiempo, y que por algunas ofensas hechas ahora, eran desechados de su orden.

Movido, pues, y muy enojado Herodes con esto, mandólos luego poner a tormento; pero ellos solamente confesaron que no sabían algo en todo aquello de lo cual les habían acusado. Fué presentada en este tiempo una carta escrita como de Alejandro al capitán del castillo de Alejandría, en la cual le rogaba que se recogiese con su hermano Aristóbulo en el castillo, si mataban al padre, y los dejase servir tanto de armas como de todo lo demás que necesidad tuviesen. Res­pondió a esto Alejandro que era maldad y mentira muy grande de Diofanto, el cual era notario y escribano del rey, hombre muy atrevido, astuto y muy diestro en imitar y contrahacer la letra de cuantas manos quisiese. Este, a la postre, habiendo escrito muchas cosas falsamente, murió por esta causa. Habiendo después atormentado al capitán del cas­tillo, que arriba dijimos, no pudo Herodes entender ni al­canzar de éste algo conforme a las acusaciones; pero aunque ninguna certidumbre se pudiese alcanzar de todo cuanto pe­día, todavía mandó que sus hijos fuesen muy bien guardados, y dió a Euricles, que era la pestilencia de su casa y el autor de aquella maldad, cincuenta talentos, diciendo que le debía mucho y que era el que le había dado la salud y la vida.

Antes que la cosa se divulgase más, vínose Euricles co­rriendo a Arquelao, y dióle a entender cómo había reconciliado a Herodes con Alejandro, por lo cual recibió también aquí mucho dinero. Pasando luego de aquí a Acaya, usó de las mismas maldades y traiciones, pensando alcanzar más de lo mal ganado, pero a la postre todo lo perdió; porque fué acusado delante de César de que había revuelto toda Acaya y robado las ciudades, por lo cual le desterraron, y de esta manera le persiguieron ¡as penas que había hecho padecer a Aristóbulo y Alejandro.

Digna cosa me parece hacer comparación de Coo Evarato con este Esparciata, del cual hemos hasta aquí tratado; porque siendo a u' muy amigo de Alejandro, y habiendo venido en el el mismo tiempo que estaba Eurieles allí, pidiéndole el rey que le dijese si sabía algo en todas aquellas cosas de las cuales eran los mancebos acusados, respondió y juró que nunca tal había oído. Pero no aprovechó esto a los desdichados con Herodes, quien solamente daba oído a los acusadores y maldicientes, y juzgaba por muy amigo suyo el que creyese lo mismo que él creía, y se moviese con las mismas cosas.

Incitaba y movía también Salomé su crueldad contra los hijos, porque Aristóbulo, por ponerla en peligro y en revuel­tas, había enviado a decir a ésta, que era su tía y suegra, que se proveyese y mirase por sí; que el rey la quería matar por haberle otra vez hecho enojo y acechado; porque deseando casarse con el árabe Sileo, el cual sabía ella que era enemigo de Herodes, le descubría secretamente los enemigos del rey. Esto fué lo postrero y lo mayor, con lo cual fueron los mancebos atormentados, ni más ni menos que si fueran arrebatados por un torbellino. Luego Salomé vino al rey y descubrióle lo que Aristóbulo le aconsejaba. No pudiendo sufrir el rey esto, antes encendióse con muy gran ira, mandó atarlos cada uno por SÍ, y ponerlos apartados el uno del otro, que fuesen muy bien guardados.

Después mandó a Volumnio, maestro y capitán de la gente de guerra, y a un amigo suyo muy privado, llamado Olimpo, con todas las acusaciones que partiesen para donde César esta­ba, y llegado que hubieron a Roma, presentaron las letras del rey.

A César le pesó mucho por los mancebos, pero no tuvo bien quitar el derecho y poder que el padre tiene en los hijos y escribiále que fuese él de aquella causa justo juez como señor de su libre albedrío; pero que sería mejor si se quejaba de ellos y proponía su causa delante de todos sus parientes cercanos y regidores, quejándose de lo que contra él habían cometido, y que si los hallaba culpados dignamente en aquello de lo cual eran acusados, en la hora misma los hiciese morir; pero si hallaba que solamente habían pensado huir, que se contentase con pena y castigo mesurado.

Herodes obedeció a lo que César le había escrito, y ha­biendo llegado a Berito, adonde César le mandaba, juntó su consejo. Fueron presidentes aquellos a los cuales César había escrito; Saturnino y Pedanio fueron legados o embajadores, y con ellos el procurador Volumnio y los amigos y allegados del rey. También fué con ellos Salomé y Feroras. Después de éstos, los principales de Siria, excepto el rey Arquelao, porque He­rodes, o tenía por sospechoso, por ser suegro de Alejandro.

Pero fue muy cuerdo en no sacar a sus hijos al juicio, porque sabía que si los vieran, fácilmente se movieran a mi­sericordia todos los que habían de juzgarlos, y que si alcan­zaban licencia para responder, Alejandro sólo bastaba para deshacer todas las acusaciones y cuanto les era levantado. Esta­ban, pues, guardados en un lugar llamado Platane, el cual era de los sidonios.

Comenzando, pues, el rey sus acusaciones, hablaba como si los tuviera delante, y proponíales las asechanzas que le ha­bían buscado, algo temeroso, porque las pruebas para esto faltaban; pero decía muchas malas palabras, muchas injurias y afrentas, y muchas cosas que habían hecho contra él, y mostraba á los jueces cómo eran cosas aquellas más graves que la muerte. Al fin, como ninguno le contradijese, comenzóse a quejar de sí mismo, diciendo que alcanzaba una victoria muy amarga, pero rogóles a todos que cada uno dijese su parecer contra sus hijos. El primero fué Saturnino, que dijo merecer los mancebos pena, pero no la muerte: porque no es cosa lícita, ni le era permitido, teniendo allí presentes tres hijos, condenar a muerte los hijos de otro. Lo mismo pareció al otro legado, y a éstos siguieron algunos de los otros. Volumnio fué el pri­mero que pronunció la sentencia triste, los demás luego tras él, unos por envidia, otros por enemistad, y ninguno dijo que los hijos debían ser sentenciados, por enojo ni por indig­nación.

Estaba entonces toda Judea y toda Siria suspensa, aguar­dando el fin de esta tragedia, pero ninguno pensaba que Hero­des había de ser tan cruel que matase sus propios hijos.

Herodes trajo consigo a sus hijos a Tiro, y de allí los llevó luego, poniéndose en una nao hasta Cesárea, y comenzó a pensar a qué género de muerte los sentenciaría. Estando en esto, había un soldado viejo M rey, llamado por nombre Tirón, el cual tenía un hijo muy amigo y aliado con Alejandro; amaba él también mucho a estos mancebos, y con grande enojo rodeaba la ciudad, y gritaba con la voz muy alta, que la justicia era Pisada y que iba por bajo los pies, la verdad habla perecido, naturaleza estaba confusa, la vida de los hombres estaba ya muy llena de maldades, y más todo aquello que podía decir con enojo, menospreciando su vida. Después osando parecer delante del rey, dijo estas palabras: «Paréceme ser el más desdichado del mundo, pues das fe contra tus propios y amados hijos a los malos hombres del mundo; porque Feroras y Salomé tienen crédito contigo en todo cuanto contra tus hijos dicen, los cuales tú mismo has muchas veces juzgado por muy dignos de la muerte. ¿Y no ves que no entienden ni tratan otra cosa, sino que, hecho huérfano de tus justos herederos, quedes con solo Antipatro, deseando alzarse con el reino y prender al rey? Y piensa si será aborrecido de todos los soldados Antipatro por la muerte de sus hermanos. Ninguno hay que no tenga gran compasión de estos mancebos, y sepas que muchos príncipes están por ello muy enojados, y trabajan ya en mostrarte el enojo que por ello tienen." Diciendo estas cosas, nombraba por sus nombres todos aquellos a los cuales pesaba por ello y parecía cosa muy indigna y muy injusta.

Entonces un barbero del rey, llamado por nombre Trifón, no sé por qué locura movido, salió delante de Herodes mostrándose en medio de todos, y dijo: «A mí me persuadió este Tirón que cuando te afeitase, te degollase con mi navaja, y me prometía que si lo hiciese, Alejandro me daría muy grandes dones." Habiendo Herodes oído estas cosas, mandó prender a Tirón, a su hijo y al barbero, y mandóles dar tormento. Como Tirón y su hijo negasen, y el barbero no dijese ya algo, mandó atormentar más reciamente a Tirón; y el hijo, movido por tener gran lástima y piedad de su padre, prometió al rey descubrirle la verdad de todo cuanto pasaba, si mandaba perdonar a su padre y que cesasen los tormentos. Habiéndolo hecho Herodes, después de mandado librar de ello, dijo el hijo que su padre había tenido voluntad de matarle, movido para ello por Alejandro.

Bien conocían muchos que esto era fingido por el hijo, por librar a su padre de la pena y tormentos, aunque otros lo tenían por gran verdad. Pero Herodes, acusando a los príncipes de sus soldados y a Tirón, movió al pueblo contra ellos, de tal manera, que todos y el barbero también murieron a palos y a pedradas, y enviando sus hijos ambos a Sebaste, ciudad no muy lejos de Cesárea, mandólos ahogar, y puesta diligencia en este negocio, mandólos traer al castillo Alejandro, después de muertos, para que fuesen sepultados con Alejandro, abuelo de ellos de parte de la madre. Este, pues, fué el fin de la vida de Alejandro y Aristóbulo.

Capítulo XVIII. De la conjuración de Antipatro contra su padre.

Como Antipatro tuviese ya muy cierta esperanza del reino sin contradicción alguna, fué muy aborrecido por todo el pueblo, sabiendo todos que él había buscado asechanzas a sus hermanos por hacerlos morir, y no estaba él también sin temor muy grande, viendo que los hijos de los hermanos muer­tos crecían. Había dos hijos de Alejandro nacidos de Glafira; ­el uno se llamaba Tigranes, y el otro Alejandro. Había también de Arístóbulo y de Berenice, hija de Salomé, tres, el uno lla­mado Herodes, el otro Agripa, y el otro Aristóbulo, y dos hijas también que tuvo, la una llamada Herodia, y la otra Mariam­ma. Herodes había dejado a Glafira que se fuese con todo su dote a Capadocia después de haber muerto a Alejandro, y dio la mujer de Aristóbulo, Berenice, a un tío de Antipatro por mujer; porque Antipatro inventó este casamiento por recon­ciliarle y trabar amistad con Salorné, que antes solía estar muy enojada contra él.

También andaba por tomar amistad con Feroras, dán­dole muchos dones y haciéndole muchos servicios; lo mismo hacía con todos los que sabía que eran amigos de César, en­viando a Roma mucho dinero. Había dado muchos dones a Saturnino, con todos los otros que estaban en Siria; y cuanto él más daba, tanto más era aborrecido por todos, porque pa­recía no dar tanta riqueza por parecer liberal, cuanto por gastar todo esto por causa del gran miedo que tenla. De aquí procedía que no aprovechaba en la voluntad de aquellos que recibían sus dones, antes le eran mayores enemigos que aque­llos que no hablan recibido de él algo.

Mostrábase cada día más liberal en repartir las cosas y en hacer grandes dádivas, viendo cuán, contra la esperanza que él tenía, Herodes mostraba cuidado de los niños huérfanos, y entendía, por la lástima que le veía tener de los hijos, cuánto le pesase por los muertos. Y habiendo un día juntado todos sus deudos cercanos y amigos, estando delante los niños huér­fanos, hinchó sus ojos de lágrimas, y llorando dijo: "Una des­ventura muy triste me ha quitado los padres de éstos; pero la naturaleza y la misericordia que unos a otros debemos, me encomienda a mí los mozos. Quiero, pues, experimentar y probarme que, pues he sido padre desdichado y muy desven­turado, sea para éstos bien proveído abuelo, y dejarles he los amigo míos mayores para que después de yo muerto los pue­dan regir. Para esto, pues, prometo, oh Feroras, tu hija al hijo mayor de Alejandro por mujer, por que le seas curador y pa­riente, y a tu hijo, olí Antipatro, la hija de Aristóbulo, por­que de esta manera serás padre de la huérfana. A su hermana tomará mi Herodes, descendido de mi abuelo de parte de madre, que fué pontífice. Y de estas cosas esta es mi voluntad, y esto dejo ordenado, a lo cual ninguno de los que me aman contradiga ni repugne. Y ruego a Dios, por bien de mi reino y de mis nietos, que los junte como yo tengo señalado en casamientos, y que pueda ver a estos hijos mejormente, y lograr de ellos con mejores ojos que no he hecho de sus padres."

Después de haber hablado estas palabras, lloró algún poco e hizo que se diesen las manos derechas los muchachos, y salu­dando a cada uno de los demás que allí estaban, despidió todo el consejo y ajuntamiento. Luego Antipatro se apartó, y no hubo alguno de los mozuelos que ignorase cuánto pesar hubiese recibido Antipatro por aquello; porque pensaba que su padre le había quitado parte de su honra, y que en todo había peligro, si los hijos de Alejandro, además de tener a su abuelo Arquelao, tenían también al tetrarca Feroras por cu­rador y ayuda.

Pensaba también y veía cuán aborrecido era de todo el pueblo, por ver que había quitado la vida a los padres de aquellos muchachos: con esto todo el pueblo se movía a gran compasión. Veía cuán amados eran los muchachos de todos, y cuán gran memoria quedaba a todos los judíos de los que por su maldad habían sido muertos. Por tanto, determinó en todas maneras desbaratar aquellos desposorios y ajuntamien­tos. Temió comenzar por su padre, viendo que estaba muy vigilante y con gran cuidado en cuanto se hacia; pero atre­vióse a venir públicamente muy humilde, y pedirle en su pre­sencia que no lo privase de la honra, que pensaba y juzgaba ser él digno, y no le dejase el sólo nombre de rey, dejando a los otros el señorío; y no podía él alcanzar el señorío del reino, si aun además del abuelo Arquelao, era juntado por su suegro con los hijos de Alejandro, Feroras; y rogaba muy ahin­cadamente y con gran instancia que, por ser muchos los de la generación real, mudase aquellos casamientos. El rey tuvo nueve mujeres: de siete tenía hijos; de Doris, a Antipatro; de la hija del Pontífice, llamada Mariamma, tenía a Herodes, y de Maltaca de Samaria, a Antipatro y Arquelao; y una hija llamada Olimpíada que había sido mujer de su hermano Jo­sefo; y de Cleopatra, natural de Jerusalén, a Herodes y a Filipo y a Faselo; de Palada tenía también otras hijas más, Rojana y Salomé, la una de Fedra, y la otra habida de Elpide; y dos mujeres sin hijos, la una era su sobrina, y la otra hija de su hermano: hubo también de Marianima dos hijas, hermanas de Alejandro y de Aristóbulo.

Como hubiese, pues, tanta abundancia de hijos e hijas, deseaba Antipatro que se hiciesen otros casamientos, y que se juntasen de otra manera. Entendiendo el rey el ánimo de Antipatro y lo que tenía en el pensamiento contra los mu­chachos, hubo muy gran enojo, y fué muy airado, porque pensando en la muerte que había hecho padecer a sus hijos, temía que ellos en algún tiempo quisiesen pagarse de las acu­saciones que Antipatro había hecho contra sus padres; pero quísolo encubrir, mostrándose enojado con Antipatro, y di­ciéndole malas palabras.

Después, movido y persuadido Herodes con las lisonjas y buenas palabras de Antipatro, mudó lo que antes había orde­nado. Dió primeramente a Antipatro por mujer la hija de Aristóbulo, y su hijo a la hija de Feroras. De aquí se puede sacar muy fácilmente cuánto pudieron las lisonjas de Anti­patro, no habiendo podido Salomé antes alcanzar lo mismo en la misma causa, porque aunque ésta le era hermana y mu­ches veces se lo había suplicado, poniendo por medio a Julia, mujer de César, no había querido permitir que se casase con Sileo el árabe, antes dijo que la tendría muy enemiga si no dejaba tal pensamiento y deseo. Después la dió forzada y contra su voluntad por mujer a Alejo, amigo suyo; y de dos hijas suyas dió la una al hijo de Alejandro, y la otra al tío de Antipatro; y de las hijas de Mariamma, la una tenía el hijo de su hermana, Antipatro, y la otra Faselo, hijo de su hermano. Cortada, pues, la esperanza de sus pupilos, y jun­tados los parientes a placer y provecho de Antipatro, tenía ya muy cierta confianza; y juntándola con su maldad, no había quién lo pudiese sufrir, porque no pudiendo quitar el odio y aborrecimiento que cada uno te tenía, ásegurábase con el miedo que se hacía tener, obedeciéndole también Feroras como a propio rey.

Movían también nuevos ruidos y revueltas las mujeres en palacio, porque la mujer de Feroras, con su madre y her­mana y con la madre de Antipatro, hacían todas éstas muchas cosas atrevidamente y más de lo que acostumbraban, osando también injuriar con muchos de nuestros a dos hijas del rey, por lo cual era principalmente tenida en poco por Antipatro. Corno, pues, fuesen muy enojosas y muy aborrecidas estas mu­jeres, había otras que le obedecían en todo y seguían su vo­luntad: sola era Salomé la que trabajaba de ponerlas en dis­cordia, y decía al rey que no se venían a juntar allí por su bien. Sabiendo las mujeres cómo eran acusadas por ello y que Herodes había recibido enojo, guardáronse de allí ade­lante de juntarse manifiestamente, y no se mostraban tan familiares unas con otras como antes; fingían delante del rey que estaban discordes, y andaba de tal manera este negocio que delante de todos no dejaba de ofender Antipatro a Fero­ras; pero en secreto se juntaban y se habían grandes convite y tenían sus consejos de noche. Por ver esto tan secreto, se confirmó mucho la sospecha, sabiéndolo todo Salomé y con­tándoselo a Herodes. Y anojado por esto en gran manera, prin­cipalmente contra la mujer de Feroras, porque a ésta acusaba Salomé más que a las otras, y juntando todos sus amigos y parientes en consejo, dióles en la cara con las afrentas que había hecho a sus hijas, además de muchas otras cosas que dijo, y que había dado dádivas y muchos dones a los fariseos, por que se levantasen contra él; y habiendo dado ponzoñas a su her­mano, y hechizos, lo había puesto en grande enemistad con él Después, ya a la postre, tornando su habla a Feroras, pre­guntóle que a quien quería él más, a su hermano o a mujer, respondiéndole Feroras que primero carecería de la vida que de su mujer. Estando incierto de lo que debía hacer púsose a hablar con Antipatro, y mandóle que no tuviese que hacer con Feroras ni con su mujer, ni con algo que a ellos tocase. Obedecíale públicamente a lo que mostraba; mas secre­tamente, de noche estábase con ellos; y temiendo que Salomé lo hallase, hizo con los amigos que tenía en Italia que hubiese de partir para Roma, enviando ellos cartas de esto, en las cuales también mandó escribir que poco tiempo después par­tiese tras él Antipatro, porque convenía que hablase con César. Por lo cual Herodes, luego en la hora, lo envió muy en orden y muy proveído de todo lo necesario, dándole mu­cho dinero. Y dióle también que llevase consigo su testamento en el cual Antipatro estaba constituido rey, y heredero del reino, por sucesor de Antipatro, Herodes, nacido de Ma­riamma, hija del Pontífice.

El árabe Sileo también vino a Roma menospreciando el mandamiento de César, por averiguar con Antipatro todo aquello que antes había tratado con Nicolao.

Tenía éste con Areta, su rey, una grave contienda, cuyos amigos él habla muerto; y a Soemo, en la ciudad llamada Petra, el cual era hombre muy poderoso; y habiendo dado dinero a Fabato, procurador de César, teníale por que lo favo­reciese; pero dando Herodes mayor cantidad de dineros a Fa­bato, lo desvió de Sileo, y por vía de éste pedía lo que César mandaba. Como aquél le hubiese dado muy poco o casi nada, acusaba a Fabato delante de César diciendo que era dispen­sador, no de lo que a él convenía, pero de lo que fuese en provecho de Herodes. Movido a saña Fabato con estas cosas, siendo tenido aún por muy honrado por Herodes, manifestó los secretos de Sileo, y descubrióselos al rey diciendo que Sileo había corrompido con dinero a Corinto, su guarda, y que convenía mucho mirar por sí y tomar a éste preso. No dudó Herodes en hacerlo, porque este Corinto, aunque hubiese sido criado siempre en la Corte del rey, todavía era árabe de su natural. Poco después mandó no a éste solo, sino prendió tam­bién con él a otros dos árabes, el uno llamado Filarco, y el otro grande amigo de Sileo. Puesta la causa de éstos en juicio, confesaron que habían acabado con Corinto, dándole mucha cantidad de dineros, que matase a Herodes; disputada tam­bién esta causa por Saturnino, regidor entonces de Siria, fue­ron enviados a Roma.

Capítulo XIX. De la ponzoña que quisieron dar a Herodes, y cómo fué hallada.

Herodes en este tiempo apretaba mucho a Feroras que de­jase a su mujer, y no podía hallar manera para castigarla, teniendo muchas causas para ello; hasta tanto que, enojado en gran manera contra ella y contra el hermano, los echó a entrambos. Habiendo recibido Feroras esta injuria y sufrién­dola con buen ánimo, vínose a su tetrarquía, jurando que sólo la muerte de Herodes había de ser fin de su destierro, y que no le había de ver más mientras viviese. Por esto no quiso venir a ver a su hermano, aunque fuese muy rogado, estando enfermo, queriéndole aconsejar algunas cosas, por pensar ya que su muerte era llegada; pero convaleció, sin que de ello se tuviese esperanza.

Cayendo Feroras en enfermedad, mostró Herodes con él su paciencia; porque vínole a ver y quiso que fuese muy bien curado; pero no pudo vencer ni resistir a la dolencia, con la cual dentro de pocos días murió. Y aunque Herodes amó a éste hasta el postrer día de su vida, todavía fué divulgado que él había muerto con ponzoña. Trajeron su cuerpo a Jeru­salén, con el cual la gente hizo gran llanto e hizo que fuese muy noblemente sepultado; y así este matador de Alejandro y Aristóbulo feneció su vida.

Pasóse la pena y castigo de esta maldad en Antipatro, autor de ella, tomando principio en la muerte de Feroras: porque como algunos de sus libertos se hubiesen presentado muy tristes al rey, decían que su hermano Feroras había sido muerto con ponzoña, porque su mujer le había dado cierta cosa a comer, después de la cual luego había caído enfermo; que dos días antes había venido de Arabia una mujer hechi­cera, llamada por su madre y su hermana, para que diese a Feroras un hechizo amatorio, y que en lugar de aquél le había dado ponzoñoso, por consejo de Sileo, como muy conocida suya.

Estando el rey muy sospechoso por estas cosas, mandó prender algunas de las libertas y atormentarlas; y una de ellas, impaciente por el gran dolor, dijo con alta voz: "Dios, Regi­dor del cielo y de la tierra, tome venganza en la madre de Antipatro, que es causa de todas estas cosas." Pero sabido por principio esto, trabajaba por alcanzar la verdad y descu­brir todo el negocio. Descubriále la mujer la amistad de la madre de Antipatro con Feroras y con sus mujeres, y los secretos ayuntamientos que hacían; y que Feroras y Antipatro, viniendo de hablar con él, acostumbraban estarse toda la noche bebiendo juntamente ellos solos, echando todos los cria­dos y criadas fuera. Una de las libertas presas descubrió todo esto: y siendo atormentadas todas las otras, mostróse cómo unas con otras enteramente concordaban, por la cual cosa adrede habla Antipatro puesto diligencia en venirse a Roma, y Feroras de la otra parte del río: porque muchas veces habían ellos dicho, que después de la muerte de Alejandro y Aris­tóbulo, había Herodes de pasar a hacer justicia de ellos y de sus mujeres; pues era imposible que quien no había perdonado ni dejado de matar a Mariamma y a sus hijos, pudiese perdonar a la sangre de los otros, y que, por tanto, era mucho mejor huir y apartarse muy lejos de bestia tan fiera.

Muchas veces había dicho Antipatro a su madre, queján­dose de que él estaba ya viejo y blanco, y su padre de día en día se volvía más mancebo, que por ventura moriría pri­mero que comenzase a reinar, o que si moría después poco tiempo le podía durar el gozo de sucederle por rey. Además, que as cabezas de aquella hidra se levantaban ya, es a saber: los hijos de Alejandro y de Aristóbulo, y que por causa tam­bién de su padre, había perdido él la esperanza de tener hijos que fuesen algo, pues no había querido dejar la sucesión del reino, sino al hijo de Mariamma. Que en esto ciertamente él no atinaba, antes era muy gran locura, por lo cual no se debía creer su testamento; y que él trabajarla que no quedase raza de toda su generación. Y como fuese mayor el odio que tenía contra sus hijos, que tuvieron jamás cuantos padres fueron, tenía aún mayor odio, y mucho más aborrecía a sus hermanos propios. Que ahora postreramente le había dado cien talentos, por que no hablase con Feroras: y como Feroras dijese: "¿Qué daño le hacemos nosotros?" Antipatro habla respondido: "Plu­guiese a Dios que nos lo quitase todo, y nos dejase a lo menos vivir."' Pero no era posible que alguno huyese de las manos de bestia tan mortífera y tan Ponzoñosa, con la cual aun los muy amigos no podían vivir. Ahora, pues, nos habemos juntado aquí secretamente, licito nos será y posible mostrarnos a todos si somos hombres y si tenemos espíritu y manos.

Estas cosas manifestaron y descubrieron aquellas criadas estando en el tormento, y que Feroras habla determinado huir con ellas a Petra. Por lo que dijeron de los cien talentos, Herodes las creyó: porque a solo Antipatro había él hablado de ellos. La primera en quien mostró Herodes su furor y saña, fué la madre de Antipatro; y desnudándola de todos cuantos ornamentos le había dado, comprados con mucho tesoro, la echó de sí y abandonóla. Amansándose después de su ira, consolaba las mujeres de Feroras de los tormentos que habían padecido; pero tenía siempre gran temor y estábase muy ame­drentado: movíase fácilmente con toda sospecha, y daba tor­mento a muchos que estaban sin culpa alguna, por miedo de dejar entre ellos alguno de los que estaban culpados. Después vuelve su enojo contra el samaritano Antipatro, el cual era procurador de Antipatro; y por los tormentos que le dio, descubrió que Antipatro se habla hecho traer de Egipto, para matarlo, cierto veneno y ponzoña muy pestilencial por medio de un amigo de Antifilo; y que Theudion, tío de Antipatro, lo habla recibido y dado a Feroras, a quien Antipatro había encomendado y dado cargo de matar a Herodes, entretanto que él estaba fuera de allí, por evitar toda sospecha, y que Feroras había dado la ponzoña a su mujer para que la guardase.

Mandando el rey llevarla delante de sí, mandóle que tra­jese lo que le había sido encomendado. Ella entonces, saliendo como para traer aquello que le había sido pedido, dejóse caer del techo abajo por excusar todas las pruebas y librarse de todos los tormentos. Pero la providencia de Dios, según fácil­mente se puede juzgar, quiso, por que Antipatro lo pagase todo, salvarla, y hacer que cayendo no diese de cabeza, pero de lado solamente, con lo cual se libró de la muerte.

Traída delante del rey cuando había ya cobrado salud, porque aquel caso la había turbado mucho, preguntándola por qué se había así echado, prometiéndola el rey que la perdonaría si le contaba toda la verdad del negocio y que si preciaba más decirle falsedades, había de quitarle la vida y despedazar su cuerpo con tormentos, sin dejar algo para la sepultura, calló ella un poco, y después dijo: "¿Para qué guardo yo los secretos, siendo muerto Feroras y habiendo de servir a Anti­patro que nos ha echado a perder a todos? Oye, rey, lo que ¡quiero decirte, y quiero que Dios me sea testigo de lo que diré, el que no es posible sea engañado. Estando sentada cabe de Feroras a la hora de su muerte, llamóme en secreto que me llegase a él, y díjome: «Sepas, mujer, que me he engañado en gran manera con el amor de mi hermano, porque he abo­rrecido un hombre que tanto me amaba y había pensado » matarle, doliéndose él tanto de mí, aunque no soy aun muerto y teniendo tan gran dolor; pero yo me llevo el premio de tan grande crueldad como he usado con él: tráeme presto la ponzoña que tú guardas, aquella que Anti­patro nos dejó, y derrámala delante de mi, por que no lleve mi conciencia ensuciada de tal maldad, la cual tome de mí venganza en los infiernos." Hice lo que me mandaba; trá­jesela y eché gran parte de ella en el fuego delante de él mismo; guardéme algo de ella, para casos que suelen acontecer y por temor que tenía de ti."

Habiendo puesto fin a sus palabras, mostró una bujeta adonde lo tenía reservado: y el rey entonces pasó aquella contienda a la madre y hermano de Antifilo. Estos confesa­ban también que Antifilo había traído aquella bujeta consigo de Egipto, y que habla habido aquella ponzoña de un hermano suyo, que era médico en Alejandría.

Las almas de Alejandro y de Aristóbulo buscaban todo el reino por descubrir las cosas que estaban muy encubiertas, y hacían venir a probar su causa a los que de ellos estaban muy apartados y eran más ajenos, de toda sospecha. Pensó, final­mente, que también sabía su parte en estos consejos y tratos la hija del Pontífice Ramada Marianima: porque esto fué des­cubierto después que sus hermanos fueron atormentados. Y el rey castigó el atrevimiento de la madre con la pena que dió al hijo, quitando de su testamento a su hijo Herodes, el cual había quedado por heredero del reino.

Capítulo XX. De cómo fueron halladas y vengadas las traiciones y maldades de Antipatro contra Herodes.

No hubo tampoco de faltar en la prueba de estas cosas, por resolución y fe de todo lo probado contra Antipatro, Batilo, su liberto, el cual trajo consigo otra ponzoña, es a saber, veneno de serpientes muy ponzoñosas, para que si el primero no aprovechase, pudiese Feroras y su mujer armarse con este otro. Este mismo, además del atrevimiento que había emprendido contra su padre, tenía como obra consiguiente a su empresa las cartas compuestas por Antipatro con sus her­manos.

Estaban en este tiempo en Roma estudiando Arquelao y Filipo, mozuelos ya de grande ánimo y nietos del rey, de­seando Antipatro quitarles de allí, porque le estorbaban la esperanza que tenía, fingió ciertas cartas contra ellos él mis­mo, en nombre de los amigos que vivían en Roma, y habiendo corrompido algunos de ellos, les persuadió a escribir que estos mozos decían mucho mal de su abuelo y se quejaban públi­camente de la muerte de sus padres Alejandro y Aristóbulo, y sentían mucho que Herodes tan presto los llamase, porque había mandado ya que se volviesen, por lo cual Antipatro tenía gran pesar. Antes que partiesen, estando Antipatro aun en Judea, enviaba mucho dinero a Roma por que escribiesen tales cartas: y viniendo a su padre por evitar toda sospecha, fingía razones para excusarlos, diciendo que algunas cosas se habían escrito falsamente, y las otras se les debían perdonar como a mozos, porque eran liviandades de mancebos.

En este mismo tiempo trabajaba por encubrir las señales y apariencia que manifiestamente se mostraban, de los gastos que hacía en dar tanto dinero a los que tales cartas escribían: traía muy ricos vestidos, muchos atavíos muy galanos; compraba muchos vasos de oro y de plata para su vajilla, porque con estos gastos disimulase y encubriese los dones que había dado a los falsarios de aquellas cartas. Hallóse que había gas­tados en estas cosas doscientos talentos, y la causa y ocasión de todo esto había sido Sileo.

Pero todos los males estaban cubiertos con el mayor; y aunque los tormentos que habían dado a tantos gritasen y publicasen cómo había querido matar a su padre, y las cartas mostraban claramente que habla hecho matar a sus hermanos, no hubo algunos de cuantos venían de Judea que le avisase, ni le hiciese saber en qué estado estaban las cosas de su casa, aunque en probar esta maldad y en su vuelta de Roma, habían pasado siete meses, tan aborrecido era por todos; y acaso los que tenían voluntad de descubrirlo, se lo callaban por instiga­ción de las almas de los hermanos muertos.

Envió cartas de Roma que luego vendría, haciendo saber con cuánta honra le había César dado licencia para que se volviese; pero deseando el rey tener en sus manos a este ace­chador, temiendo que se guardase si por ventura lo sabía, él también fingió gran amor y benevolencia en sus cartas, escri­biéndole muchas cosas; y la que principalmente le encargaba, era que trabajase en que su vuelta fuese muy presto: porque si daba prisa en su venida, podría apaciguar la riña que tenía con su madre, la cual sabía bien Antipatro que había sido desechada.

Había recibido, estando en Trento, una carta en la cual le hacían saber la muerte de Feroras, y había llorado mucho por él y esto parecía bien a algunos que se doliese del tío, hermano de su padre; pero, según lo que se podía entender, la causa de aquel dolor era porque sus asechanzas y tratos no le habían sucedido a su voluntad; y no lloraba tanto la muerte de Feroras por serie tío, como por ser hombre que había enten­dido en aquellos maleficios, y era bueno para hacer otros tales.

Estaba también amedrentado por las cosas que había he­cho, temiendo fuese hallado o sabido por ventura lo que había tratado de la ponzoña. Y como estando en Cilicia le fuese dada aquella carta de su padre, de la cual hemos hablado arriba, apresuraba con gran prisa su camino; pero después que hubo llegado a Celenderis, vínole cierto pensamiento d su madre, adivinando su alma ya por sí misma todo lo que d verdad pasaba. Los amigos más allegados y más prudentes le aconsejaban que no se juntase con su padre antes de saber ciertamente la causa por la cual había sido echada su madre porque temían que se añadiese algo más a los pecados de si madre. Los menos prudentes y más deseosos de ver a su tierra que de mirar y considerar el provecho de Antipatro, aconse­jábanle que se diese prisa, por no dar ocasión de sospechar alzo viendo que se tardaba, y por que los malsines no tuviesen lugar para calumniarlo. Que si hasta allí se había hecho o movido algo, era por estar él ausente, porque en su presencia no había alguno que tal osara hacer; y que parecía cosa muy fea carecer de bien cierto por sospecha incierta, y no presentarse a su padre, y recibir el reino de sus manos, el cual pendía de él solo.

Siguió este parecer Antipatro, y la fortuna lo echó a Se­baste, puerto de Cesárea, donde vióse en mucha soledad, porque todos huían de él y ninguno osaba llegársele. Porque aunque siempre fué igualmente aborrecido, sólo entonces tenían libertad para mostrarle la voluntad y el odio.

Muchos no osaban venir delante U rey por el miedo que tenían, y todas las ciudades estaban ya llenas de la venida de Antipatro y de sus cosas. Sólo Antipatro ignoraba lo que se trataba de él.

No había sido hombre más noblemente acompañado hasta allí, que él en su partida pira Roma, ni menos bien recibido a su vuelta. Sabiendo él las muertes que habían pasado en los de su casa, encubríalas astutamente; y muerto casi de temor dentro el corazón, mostraba a todos gran contentamiento en la cara. No tenla esperanza de poder huir, ni podía salir de tantos males de que cercado estaba. No había hombre que le dijese algo de cierto de todo cuanto en su casa se trataba, porque el rey lo había prohibido bajo muy gran pena. Así, estaba una vez con esperanza muy alegre, haciendo creer que no se había hallado algo, y que si por dicha se había algo descubierto, con su atrevida desvergüenza lo excusaría, y con sus engaños, los cuales le eran como instrumentos para alcan­zar salud.

Armados, pues, con ellos, vínose al palacio con algunos amigos, los cuales fueron echados con afrenta de la puerta primera.

Quiso la fortuna que Varrón, regidor de Siria, estuviera allí dentro; y entrando a ver a su padre, con atrevimiento grande, muy osado, llegábase cerca como por saludarlo. Echándole Herodes, inclinando su cabeza a una parte un poco, dijo en voz alta: "Cosa es ésta de hombre que quiere matar a su padre, quererme ahora abrazar estando acusado de tantos ma­leficios y maldades. Perezcas, mal hombre impío, y no me toques antes de mostrarte sin culpa y excusarte de tantas mal­dades como eres acusado. Yo te daré juicio y por juez a Varrón, el cual se halló aquí a buen tiempo. Vete, pues, de aquí presto, y piensa cómo te excusarás para mañana; porque según tus maldades y astucias, pésame darte tanto tiempo."

Amedrentado mucho Antipatro con estas cosas, no pu­diendo responderle palabra, volvió el rostro y fuése. Como su madre y mujer le viniesen delante, contáronle todas las prue­bas que había hechas contra él: y él, volviendo entonces en sí, pensaba de qué manera se defendería.

Al otro día, juntando el rey consejo de todos sus amigos y allegados, llamó también los amigos de Antipatro; y estando él sentado junto a Varrón, mandó traer todas las pruebas y testigos contra Antipatro, entre los cuales había también unos que estaban ya presos de mucho tiempo, esclavos de la madre de Antipatro, los cuales habían traído de ésta ciertas cartas al hijo, escritas de esta manera:

"Porque tu padre entiende todas aquellas cosas, guárdate de venirte cerca, si no hubieres socorro de César."

Traídas, pues, estas cosas y muchas otras, entró Antipatro, y arrodillándose a los pies de su padre, dijo: «Suplícote, padre mío, no quieras juzgar de mí algo antes de dar oído y escu­char primero mi satisfacción enteramente; porque si tú quie­res, yo mostraré y probaré mi disculpa."

Entonces, mandándole con alta voz que callase, habló con Varrón lo siguiente:

"Ciertamente sé que tú, Varrón, y cualquier otro juez juz­gará a Antipatro por digno de la muerte. Terno mucho que tú mismo aborrezcas mucho mi fortuna, y me tengas por digno de toda desdicha, porque he engendrado tales hijos: pues por esta causa has de tener mayor compasión de mí por haber sido tan misericordioso contra tan malos hombres: por­que siendo aún aquellos dos primeros muy mozos, yo les había hecho donación de mi reino: y habiéndoles hecho criar en Roma, habíalos puesto en gran amistad con César; pero aquellos que había puesto para que imitasen a otros reyes, los he hallado enemigos de mi salud y de mi vida, cuyas muertes han aprovechado mucho a Antipatro: a éste buscaba segu­ridad, principalmente por haber de serme sucesor en el reino y por ser mancebo. Pero esta bestia, habiendo experimentado en mí más paciencia de la que debía yo mostrarle, quiso echar en mí su hartura; y parecíale vivir yo más de lo que le con­venía, no pudiendo sufrir mi vejez, por lo cual no quiso ser hecho rey sin que primero matase a su padre. Muy bien en­tiendo de qué manera vino a pensar esto, porque le saqué ¿el puesto donde estaba, menospreciando y echando los hijos que me habían nacido de la reina, y le había declarado por Vi­cario mío en mi reino, y después de mí por rey. Confiésote, pues, a ti, Varrón, en esto, el error grande que tenía asentado en mi entendimiento. Yo he movido estos hijos contra mí, pues por hacer favor a Antipatro, les corté todas las esperan­zas. ¿Qué me debían los otros, que no me debiese éste mucho más? Habiéndole concedido casi todo mi poder y mando, aun viviendo yo dejándole por heredero de todo mi reino, y además de haberle dado renta ordenada de cincuenta talentos cada año, cada día le hacía todos sus gastos con mis dineros, y habiéndose de ir para Roma, ahora le di trescientos talentos; y encomendélo a él sólo, como guarda de su padre, a César. ¡Oh! ¿Qué hicieron aquellos que fuese tan gran maldad, como las de Antipatro? ¿Qué indicios o pruebas tuve yo de aquellos, así corno tengo de las cosas de éste? Y aun de éste puedo probar que ha osado hacer algo el matador de su padre y perverso parricida, para que tú, Varrón, te guardes, pues aun piensa encubrir la verdad con sus engaños. Mira que yo conozco bien esta bestia, y veo ya de lejos que ha de defenderse con razones semejantes a verdad, y que te ha de mover con sus lágrimas. Este es el que en otro tiempo me solía amonestar que me guardase de Alejandro entretanto que vivía, y que no fiase mi cuerpo de todos; éste es el que solía entrarse hasta mi cámara, y mirar que alguno no me tuviese puestas asechan­zas: éste era el que me guardaba mientras yo dormía: éste me aseguraba: éste me consolaba en el llanto y dolor de los muertos: éste era el juez de la voluntad de los hermanos que quedaban en vida: éste era mi defensa y mi guarda. Cuando me acuerdo, y me viene al pensamiento, Varrón, su astucia, y cómo disimulaba cada cosa, apenas puedo creer que estoy en la vida y me maravillo mucho de qué manera he podido quitar y huir un hombre que tantas asechanzas me ha puesto por matarme. Pero pues mi desdicha levanta y revuelve mi propia sangre contra mí, y los más allegados me son siempre contra­rios y muy enemigos, lloraré mi mala dicha y geniiré mi soledad conmigo mismo. Pero ninguno que tuviere ser de mi sangre me escapará, aunque haya de pasar la venganza por toda mi generación."

Diciendo estas cosas, hubo que cortar su habla y callar por el gran dolor que le confundía; pero mandó a uno de sus amigos, llamado Nicolao, declarar todas las pruebas que se habían hallado contra Antipatro. Estando en esto, levantó Antipatro la cabeza, y quedando arrodillado delante de su padre, dijo con alta voz: "Tú, padre mío, has defendido mi causa, porque, ¿de qué manera había yo de buscarte ase­chanzas para darte la muerte, diciendo tú mismo que siempre te he guardado y defendido? Y si el amor y la piedad mía para ti, mi padre, dices que ha sido fingida y cautelosa, ¿cómo he sido en todas las cosas tan astuto, y en esta sola tan simple y sin sentido, que no entendiese que si los hombres no alcan­zaban tan gran maldad, no podía serle escondida al juez celestial, el cual está en todo lugar, y de allá arriba lo ve y mira todo? Por ventura, ¿ignoraba yo lo que mis hermanos debían hacer, de los cuales Dios ha tomado venganza manifies­tamente, porque pensaban mal contra ti? ¿Pues qué cosa ha ha­bido por la cual hubiese de ofenderme tu salud? ¿La esperanza de reinar? No, porque ya yo reinaba. ¿La sospecha de ser aborrecido? Menos, porque antes era muy amado. Por ven­tura, ¿algún miedo que yo tuviese de ti? Antes por guardarte, los otros huyen de mí, y me temían. Por ventura, ¿fué causa la pobreza? Mucho menos, porque, ¿quién hubo que tanto despendiese, y quién más a su voluntad?

"Si yo fuera el más perdido hombre del mundo, y tuviese, no ánimo de hombre, sino de bestia y muy cruel, debía cier­tamente ser vencido con los beneficios tantos y tan grandes que de ti he recibido como de padre verdadero, habiéndome, según tú has dicho' puesto en tu gracia y tenido en más que a todos los otros hijos, habiéndome declarado en vida tuya por rey, y con muchos otros bienes muy grandes que me has concedido, has hecho que todos me tuviesen envidia. ¡Oh, des­dichado yo y amarga partida y peregrinaje mío! ¡Cuánto tiempo y cuánto lugar he dado a mis enemigos para ejecutar su mala voluntad y envidia contra rní! Pero, padre mío, por ti y por tus cosas me había ya ido, por que no menospreciase Sileo tu vejez honrada; Roma es testigo del amor y piedad mía de verdadero hijo, y el príncipe y señor del universo, César, el cual me llamaba muchas veces amador de mi padre

"Toma, padre, estas cartas suyas. Estas son más verdaderas que no las acusaciones fingidas contra mí; con ellas me de­fiendo. Estos son argumentos y señal muy cierta de mi amor y afición de hijo. Acuérdate cuán forzado y cuán a mi pesar haya partido de aquí, sabiendo claramente las enemistades que muchos tienen con‑migo. Tú, oh padre, me has echado a perder imprudentemente y sin pensarlo. Tú has sido causa que diese yo tiempo y ocasión a todas las acusaciones contra mí; pero quiero venir a las señales que de ello tengo; todos me ven aquí presente, sin haber sufrido ni en la tierra ni en la mar algo que sea digno de un hijo que quiere matar a su padre; pero no me excuses aún ni me ames por esto, porque yo sé que soy delante de Dios y delante de ti, mi padre, conde­nado. Y corno tal te ruego que no des fe a lo que los otros han confesado en sus tormentos; venga el fuego contra mí, abráseme las entrañas y desháganlas a pedazos los instru­mentos que suelen dar pena; no perdones a cuerpo tan malo, porque si yo soy matador de mi padre, no debo escapar sin gran pena y sin gran tormento."

Diciendo con gritos y voces altas lo presente, derramando muchas lágrimas y dando gemidos, movió a todos, y a Varrón también, a misericordia; sólo Herodes, con la gran ira que tenía, no lloraba, estando tan bien visto en la verdad de aquel negocio y en las pruebas.

Nicolao dijo allí muchas cosas, por mandado del rey, de las astucias y maldades de Antipatro, con las cuales quitó la esperanza de tener de él misericordia, y comenzó una grave acusación, imputándole todos los maleficios y maldades que se habían hecho en el reino, pero principalmente las muertes de sus hermanos, las cuales mostraba haber acontecido por calumnias de él, y que, no contento con ellas, aun acechaba a los que vivían, como que le hubiesen de quitar la herencia y sucesión en el reino. Porque aquel que da ponzoña a su padre, mucho más fácilmente y con menos miedo la daría a sus hermanos. Viniendo después a probar la verdad de la ponzoña, mostraba las confesiones por su orden, aumentando también la maldad de Feroras, como que Antipatro le hubiera hecho matador de su hermano; y habiendo corrompido los mayores amigos del rey, había henchido de maldad toda la Casa Real. Habiendo dicho, pues, estas y muchas cosas tales, y habiéndolas todas probado, acabó.

Mandó Varrón a Antipatro que respondiese, al cual no :respondió ni dijo otra cosa sino "Dios es testigo de mi inocencia y disculpa". Y estando echado en tierra, humilde y callado, pidió Varrón la ponzoña, y dióla a beber a uno de los conde­nados a morir; y siendo en la misma hora muerto, habiendo hablado algo en secreto con Herodes,‑ escribió todo lo que se ha­bía tratado en el Consejo, y al otro día después se partió de allí. Pero el rey, con todo esto, dejando a Antipatro muy auen recaudo, envió embajadores a César, haciéndole saber lo que se había tratado de su muerte.

También era acusado Antipatro de que había acechado a Salomé Por matarla. Había venido un criado o esclavo de Antifilo, de Roma, con cartas de una cierta criada de Julia, llamada Acmes, con las cuales le hacía saber al rey cómo entre las cartas de Julia se hablan hallado ciertas cartas de Salomé, escritas por mostrarle la buena voluntad que le tenía. En las cartas de Salomé había muchas cosas dichas malamente contra el rey, y muy grandes acusaciones; pero todo esto era fingido por Antipatro, el cual, habiendo dado mucho dinero a Acmes, la había persuadido que las escribiese y enviase a Herodes, porque la carta escrita por esta mujercilla lo manifestó, cuyas palabras eran éstas: "Yo he escrito a tu padre, según tu vo­luntad, y le he enviado otras cartas, con las cuales ciertamente sé que el rey no te podrá perdonar si las viere y le fueren leídas. Harás muy bien si después de hecho todo, te tienes a lo prometido y te acordares de ello." Hallada esta carta y todo lo que fué fingido contra Salomé, vínole al rey el pen­samiento de que fuese por ventura muerto Alejandro por falsas informaciones y cartas fingidas; y fatigábase pensando que casi hubiera muerto a su hermana por causa de Antipatro. No quiso, pues, esperar más ni tardar en tomar venganza y cas­tigo de todo en Antipatro; pero sucedióle una dolencia muy grave, la cual fué causa de no poder poner por obra ni ejecutar lo que había determinado.

Envió, con todo, letras a César, haciéndole saber lo de la criada Acrnes, y de lo que habían levantado a Salomé; y por esto mudó su testamento, quitando el nombre de Antipatro. Hizo heredero del reino a Antipa, después de Arquelao y de Filipo, hijos mayores, porque también a éstos habla acechado Antipatro y acusado falsamente. Envió a César, además de muchos otros dones y presentes, mil talentos, y a sus amigos libertos, mujer e hijos, casi cincuenta; dió a todos los otros muchos dineros y muchas tierras y posesiones; honró a su hermana Salomé con dones también muy ricos, y ‑corrigió lo que hemos dicho en su testamento.

Capítulo XXI. Del águila de oro y de la muerte de Antipatro y Herodes.

Acrecentábasele la enfermedad cada día, fatigándole mucho su vejez y tristeza que tenía siendo ya de setenta años; tenía su ánimo tan afligido por la muerte de sus hijos, que cuando estaba sano no podía recibir placer alguno. Pero ver en vida a Antipatro, le doblaba su enfermedad, a quien quería dar la muerte muy de pensado en recobrando la salud.

Además de todas estas desdichas, no faltó tampoco cierto ruido que se levantó entre el pueblo. Había dos sofistas en la ciudad que fingían ser sabios, a los cuales parecía que ellos sabían todas las leyes, muy perfectamente, de la patria, por lo cual eran de todos muy alabados y muy honrados. El uno era judas, hijo de Seforeo, y el otro era Matías, hijo de Margalo. Seguíalos la mayor parte de la juventud mientras declaraban las leyes, y poco a poco cada día juntaban ejército de los más mozos; habiendo éstos oído que el rey estaba muy al cabo, parte por su tristeza y parte por su enfermedad, ha­blaban con sus amigos y conocidos, diciendo que ya era venido el tiempo para que Dios fuese vengado, y las obras que se habían hecho contra las leyes de la patria, fuesen destruidas; porque no era lícito, antes era cosa muy abominable, tener en el templo imágenes ni figuras de animales, cualesquiera que fuesen.

Decían esto, por que encima de la puerta mayor del templo había puesta un águila de oro. Y aquellos sofistas amonestaban entonces a todos que la quitasen, diciendo que sería cosa muy gentil que, aunque se pudiese de allí seguir algún peligro, mos­ trasen su esfuerzo en querer morir por las leyes de su patria; porque los que por esto perdían la vida, llevaban su ánima inmortal, y la fama quedaba siempre, si por buenas cosas era ganada; pero que los que no tenían esta fortaleza en su ánimo, amaban su alma neciamente, y preciaban más de morir por dolencia que usar de virtud.

Estando ellos en estas cosas, hubo fama entre todos que el rey se moría; Con esta nueva tomaron mayor ánimo todos los mozos, y pusieron en efecto su empresa más osadamente; y luego, después de mediodía, estando multitud de gente en el templo, deslizándose por unas maromas, cortaron con hachas el águila de oro que estaba en aquel techo. Sabido esto por el capitán del rey, vino aprisa, acompañado de mucha gente; prendió casi cuarenta mancebos, y presentóselos al rey, los cuales, siendo interrogados primero si ellos habían sido los destructores del águila, confesaron que si; preguntáronles más, que quién se lo había mandado. Dijeron que las leyes de su patria. Preguntados después por qué causa estaban tan con­tentos estando tan cercanos de la muerte, respondieron que porque después de ella tenían esperanza de que habían de gozar de muchos bienes.

Movido el rey con estas cosas, pudo más su ira que su enfermedad, por lo cual salió a hablarles; y después de haberles dicho muchas cosas como sacrilegos, y que con excusa de guardar la ley de la patria habían tentado de hacer otras cosas, Juzgólos por dignos de muerte como hombres impíos. El pueblo, cuando vió esto, temiendo que se derramase aquella pena entre muchos más, suplicaba que tomase castigo en los que hablan persuadido tal mal, y en los que habían preso en la obra, y que mandase perdonar a todos los demás; alcanzando al fin esto del rey, mandó que los sofistas y los que habían sido hallados en la obra, fuesen quemados vivos, y los otros que fueron presos también con aquellos, fueron dados a los verdugos, para que ejecutasen en ellos sentencia y los hiciesen cuartos.

. Estaba Herodes atormentado con muchos dolores, tenía calentura muy grande, y una comezón muy importuna por todo su cuerpo, y muy intolerable. Atormentábanle dolores del cuello muy continuos; los pies se le hincharon como entre cuero y carne; hinchósele también el vientre, y pudríase su miembro viril con muchos gusanos; tenía gran pena con un aliento tras otro; fatigábanle mucho tantos suspiros y un en­cogimiento de todos sus miembros; y los que consideraban esto según Dios, decían que era venganza de los sofistas; y aunque él se veía trabajado con tantos tormentos y enfermedades como tenía, todavía deseaba aún la vida y pensaba cobrar salud pensando remedios; quiso pasarse de la otra parte del Jordán y que le bañasen en las aguas calientes, las cuales entran en aquel lago fértil de betún, llamado Asfalte, dulces para beber. Echado allí su cuerpo, el cual querían los médicos que fuese consolado y untado con aceite, se paró de tal manera, que torcía sus ojos como si muerto estuviera; y perturbados los que tenían cargo de curarle allí, pareció que con los clamores que movían, él los miró.

Desconfiando ya de su salud, mandó dar a sus soldados cincuenta dracmas, y mandó repartir mucho dinero entre los regidores y amigos que tenía; y como volviendo hubiese lle­gado a Hiericunta corrompida su sangre, parecía casi ame­nazar él a la muerte. Entonces pensó una cosa muy mala y muy nefanda, porque mandando juntar los nobles de todos los lugares y ciudades de Judea en un lugar llamado Hipódro­mo, mandólos cerrar allí. Después, llamando a su hermana Salomé y al marido de ésta, Alejo, dijo: "Muy bien sé que los judíos han de celebrar fiestas y regocijos por mi muerte, pero podré ser llorado por otra ocasión, y alcanzar gran honra en mi sepultura, si hiciereis lo que yo os mandare; matad todos estos varones que he hecho poner en guarda, en la hora que yo fuere muerto, porque toda Judea y todas las casas me hayan de llorar a pesar y a mal grado de ellas."

Habiendo mandado estas cosas, luego al mismo tiempo se tuvieron cartas de Roma, de los embajadores que había en­viado, los cuales le hacían saber cómo Acmes, criada de Julia, había sido por mandamiento de César degollada, y que An­tipatro venía condenado a muerte. También le permitía César que si quisiese más desterrarlo que darle muerte, lo hiciese muy francamente.

Húbose con esta embajada alegrado y recreado algún poco Herodes; pero vencido otra vez por los grandes dolores que padecía, porque la falta de comer y la tos grande le ator­mentaba en tanta manera que él mismo trabajó de adelantarse a la muerte antes de su tiempo, y pidió una manzana y un cu­chillo también, porque así la acostumbraba de comer; después, mirando bien no hubiese alrededor alguno que le pudiese ser impedimento, alzó la mano como si él mismo se quisiese matar, pero corriéndole al encuentro Archiabo, su sobrino, y habiéndole tenido la mano, levantóse muy gran llanto y gritos de dolor en el palacio, como si el rey fuera muerto.

Oyéndolo Antipatro, tomó confianza, y muy alegre con esto, rogaba a sus guardas que le desatasen y dejasen ir, y pro­metíales mucho dinero, a lo cual no sólo no quiso el principal de ellos consentir, y lo hizo luego saber al rey.

El rey entonces, levantando una voz más alta de lo que con su enfermedad podía, envió luego gente para que ma­tasen a Antipatro, y después de muerto lo mandó sepultar en Hircanio.

Corrigió otra vez su testamento y dejó por sucesor suyo a Arquelao, hijo mayor, hermano de Antipa, e hizo a Antipa tetrarca o procurador del reino.

Pasados después cinco días de la muerte del hijo, murió Herodes, habiendo reinado treinta y cuatro años después que mató a Antígono, y treinta y siete después que fué declarado rey por los romanos. En todo lo demás le fué fortuna muy próspera, tanto como a cualquier otro; porque un reino que había alcanzado por su diligencia, siendo antes un hombre bajo y habiéndolo conservado tanto tiempo, lo dejó después a sus hijos.

Pero fué muy desdichado en las cosas de su casa y muy infeliz. Salomé, juntamente con su marido, antes que supiese el ejército la muerte del rey, había salido para dar libertad a los presos que Herodes mandó matar, diciendo que él había mudado de parecer y mandado que cada uno se fuese a su casa. Después que éstos fueron ya libres y se hubieron partido, fuéles descubierta la muerte de Herodes a todos los soldados.

Mandados después juntar en el Anfiteatro en Hiericunta, Ptolomeo, guarda del sello del rey, con el cual solía sellar las cosas del reino, comenzó a loar al rey y consolar a toda aquella muchedumbre de gente. Leyóles públicamente la carta que Herodes le había dejado, en la cual rogaba a todos ahincada­mente que recibiesen con buen ánimo a su sucesor; y después de haberles leído sus cartas, mostróles claramente su testa­mento, en el cual habla dejado por heredero de Trachón y de aquellas regiones de allí cercanas, procurador a Antipa, y por rey a Arquelao; y le había mandado llevar su sello a César, y una información de todo lo que había administrado en el remo, porque quiso que César confirmase todo cuanto él había ordenado, como señor de todo; pero que lo demás fuese cumplido y guardado según voluntad de sutestamento.

Leído el testamento, levantaron todos grandes voces, dando el parabién a Arquelao, y ellos y el pueblo todo, discurriendo por todas partes, rogaban a Dios que les diese paz, y ellos de su parte también la prometían. De aquí partieron a poner diligencia en la sepultura del rey; celebróla Arquelao tan hon­radamente como le fué posible; mostró toda su pompa en honrar el enterramiento, y toda su riqueza; porque habíanlo puesto en una cama de oro toda labrada con perlas y piedras preciosas; el estrado guarnecido de púrpura; el cuerpo venía también vestido de púrpura o grana; traía una corona en la cabeza, un cetro real en la mano derecha; alrededor de la cama estaban los hijos y los parientes; después todos los de su guarda; un escuadrón de gente de Tracia, de alemanes y francos, todos armados y en orden de guerra, iban delante; todos los otros soldados seguían a sus capitanes después muy conve­nientemente. Quinientos esclavos y libertos traían olores; y así fué llevado el cuerpo camino de doscientos estadios al castillo llamado Herodión, y allí fué sepultado, según él mismo había mandado. Este fué el fin de la vida y hechos del rey Herodes.

Libro Segundo

Capítulo I. De los sucesos de Herodes, y de la venganza del Águila de oro que robaron.

Principio fué de nuevas discordias y revueltas en el pueblo, la partida de Arquelao para Roma; porque después de haberse detenido siete días en el luto y llantos acostumbrados, abun­dando las comidas en la pompa a todo el pueblo (costumbre que puso a muchos judíos en pobreza, porque tenían por impío al que no lo hacía); salió al templo vestido de una vestidura blanca, y recibido aquí con mucho favor y con mucha pompa él también, asentado en un alto tribunal, debajo de un dosel de oro, recibió al pueblo muy humanamente; hizo a todos muchas gracias, por el cuidado que de la sepultura de su padre habían tenido, y por la honra que le habían hecho a él ya como a rey de ellos; pero dijo que no quería servirse, ni del nombre tampoco, hasta que César lo confirmase como a heredero, pues había sido dejado por señor de todo en el testamento de su padre. Y que por tanto, queriéndole los soldados coronar, estando en Hiericunta, no lo había él querido permitir ni consentir en ello, antes resistiólo a la voluntad de todos ellos. Pero prometió, tanto al pueblo como a los soldados, satisfacerles por la alegría y voluntad que le habían mostrado, si el que era señor del Imperio le confirmaba en su reino; y que no había de trabajar en otra cosa, sino en hacer que no conociesen la falta de su padre, mostrándose mejor con todos en cuanto posible le fuese. Holgándose con estas palabras el pueblo, luego le comenzaron a tentar pidién­dole grandes dones; unos le pedían que disminuyese los tributos; otros que quitase algunos del todo; otros pedían con gran instancia que los librase de las guardas. Concedíalo todo Arquelao, por ganar el favor del pueblo.

Después de hechos sus sacrificios, hizo grandes convites a todos sus amigos. Pero después de comer, habiéndose juntado muchos de los que deseaban revueltas y novedades, pasado el llanto y luto común por el rey, comenzando a lamentar su propia causa, lloraban la desdicha de aquellos que Herodes había condenado por causa del águila de oro que estaba en el templo. No era este dolor secreto, antes las quejas eran muy claras; sentíase el llanto por toda la ciudad, por aquellos hombres que decían ser muertos por las leyes de la patria y por la honra de su templo. Y que debían pagar las muertes de éstos aquellos que habían recibido por ello dineros de Herodes; y lo primero que debían hacer, era echar aquel que él había dejado por Pontífice, y escoger otro que fuese mejor y más pío, y que se debía desear más limpio y más puro.

Aunque Arquelao, era movido a castigar estas revueltas, deteníale la prisa que ponía en su partida, porque temía que si se hacía enemigo de su pueblo, tendría que no ir o detenerse por ello. Por tanto, trabajaba más con buenas palabras y con consejo apaciguar su pueblo, que por fuerza; y enviando al Maestro de Campo, les rogaba que se apaciguasen. En llegando éste al templo, los que levantaban y eran autores de aquellas revueltas, antes que él hablase hiciéronlo volver atrás a pe­dradas; y enviando después a otros muchos por apaciguarlos, respondieron a todos muy sañosamente; y si fuera mayor el número, bien mostraban entre ellos que hicieran algo.

Llegando ya el día de Pascuas, día de mucha abundancia y gran multitud de cosas para sacrificar, venía muchedumbre de gente de todos los lugares cercanos, al templo, a donde estaban los que lloraban a los Sofistas, buscando ocasión y manera para mover algún escándalo.

Temiendo de esto Arquelao, antes que todo el pueblo se corrompiese con aquella opinión, envió un tribuno con gente que prendiese a los que movían la revuelta. Contra éstos se removió todo el vulgo del pueblo que allí estaba: mataron mu­chos a pedradas, y salvóse el tribuno con gran pena, aunque muy herido. Ellos luego se volvieron a celebrar sus sacrificios como si no se hubiera hecho mal alguno.

Pero ya le parecía a Arquelao que aquella muchedumbre de gente no se refrenaría sin matanza y gran estrago; por esta causa envió todo el ejército contra ellos; y entrando la gente de a pie por la ciudad toda junta, y los de a caballo por el campo, y acometiendo a la gente que estaba ocupada en los sacrificios, mataron cerca de tres mil hombres, e hicieron huir todos los otros por los montes de allí cercanos; y muchos pregoneros tras de Arquelao, amonestaron a todos que se recogiesen a sus casas. De esta manera, dejando atrás la fes­tividad del día, todos se fueron; y él descendió a la mar con Popla, Ptolomeo y Nicolao, sus amigos, dejando a Filipo por procurador del reino y curador de las cosas de su casa.

Salió también, juntamente con sus hijos, Salomé y los hijos del hermano del rey, y el yerno, con muestras de querer ayudar a Arquelao a que alcanzase y poseyese lo que en he­rencia le había sido dejado; pero a la verdad no se habían movido sino por acusar lo que se había hecho en el templo contra las leyes.

Vínoles en este mismo tiempo al encuentro, estando en Cesárea, Sabino, procurador de Siria, el cual venía a Judea por guardar el dinero de Herodes; a quien Varrón prohibió que pasase adelante, movido a esto por ruegos de Arquelao y por intercesión de Ptolomeo. Entonces Sabino, por hacer placer a Varrón, no puso diligencia en venir a los castillos, ni quiso cerrar a Arquelao los tesoros y dinero de su padre; pero pro­metiendo no hacer algo hasta que César lo supiese, deteníase en Cesárea.

Después que uno de los que le impedían se fué a Antioquía, el otro, es a saber, Arquelao, navegó para Roma. Yendo Sabino a Jerusalén, entró en el Palacio Real, y llamando a los capi­tanes de la guarda y mayordomos, trabajaba por tomarles cuenta del dinero y entrar en posesión de todos los castillos; pero los guardas no se habían olvidado de lo que Archelao les había encomendado, antes estaban todos muy vigilantes en guardarlo todo, diciendo que más lo guardaban por causa de César que por la de Arquelao.

Antipas, en este mismo tiempo, también contendía por alcanzar el reino, queriendo defender que el testamento que había hecho Herodes antes del postrero era el más firme y más verdadero, en el cual estaba él declarado por sucesor del reino, y que Salomé y muchos otros parientes que navegaban con Arquelao, habían prometido ayudarle en ello.

Llevaba consigo a su madre y al hermano de Nicolao, Ptolorneo, el cual le parecía ser hombre importante, según lo que le había visto hacer con Herodes, porque le había sido el mejor y más amado amigo de todos. Confiábase también mucho en Ireneo, orador excelente y muy eficaz en su hablar, lo cual fué por él tenido en tanto, que no quiso escuchar ni obedecer a ninguno de tantos como le decían y aconsejaban que no contendiese con Arquelao, que era mayor de edad y dejado heredero por voluntad del último testamento.

Vinieron a él de Roma todos aquellos cercanos parientes y amigos que tenlan odio con Arquelao y lo tenían muy abo­Trecido, y principalmente todos los que deseaban verse libres y fuera de toda sujeción, y ser regidos por los gobernadores romanos; o si no podian alcanzar esto, querían a lo menos haber rey a Antipas.

Ayudábale a Antipas en esta causa mucho Sabino, el cual había acusado por cartas escritas a César, a Arquelao, y había loado mucho a Antipas. De esta manera Salomé y los demás que eran de su parecer, diéronle a César las acusaciones muy por orden, y el anillo y sello del rey, y el regimiento y admi­nistración del reino, fué presentado a CésÍr por Ptolomeo. Entonces pensando muy bien en lo que cada una de las partes alegaba, entendiendo la grandeza del reino y la mucha renta que daba, viendo la familia de Herodes tan grande, y leyendo las cartas que Varrón y Sabino le habían escrito, llamó a todos los principales de Roma, juntólos en consejo, cuyo presidente quiso que fuese entonces Cayo, nacido de Agripa y de Cayo, e hijo suyo adoptivo, y dió licencia a las partes para que cada una alegase su derecho.

Antipatro, hijo de Salomé, que era orador de la causa con­tra Arquelao, propuso la acusación, fingiendo que Arquelao quería mostrar que trataba de la contienda del reino solamente con palabras; porque a la verdad, ya venía había muchos días que había sido hecho rey, y ahora por tratar maldades delante de César y cavilaciones, no habiendo antes querido aguardar su juicio; y que él determinase quién quería que fuese el suce­sor de Herodes. Porque después que éste fué muerto, habiendo sobornado a algunos para que lo coronasen, asentado como rey en el estrado y debajo el dosel real, había, en parte, mudado la orden de la milicia y gente de guerra, y parte también había quitado de las rentas; y además de todo esto él había con­sentido, como Rey, todo cuanto el pueblo pedía: librado a muchos culpados de culpas muy graves, que estaban puestos en la cárcel por mandado de su padre; y hecho todo esto, venía ahora fingiendo que pedía a su señor el reino, habiéndose ya antes alzado con todo, por mostrar que César era señor, no de las cosas, sino de sólo el nombre.

Acusábale también de que había fingido el luto y llantos tan grandes por su padre, haciendo de día muestras y vistas de dolor y gran tristeza, y bebiendo de noche como en bodas, en banquetes y convites. Decía, finalmente, que el pueblo se había movido y revuelto por estos tan grandes escándalos suyos. Confirmaba toda su acusación con aquella multitud de hombres que dijimos haber sido muertos alrededor del tem­plo; porque éstos, habiendo venido para celebrar, según su costumbre, la fiesta, fueron muertos y degollados estando todos ocupados en sus sacrificios; y que habían sido tantas las muer­tes dentro del templo, cuantas jamás vieron acaecer en alguna otra guerra por gente extranjera, por grande y por cruel que hubiese sido. Sabiendo también Herodes la crueldad de éste mucho antes, no le pareció jamás digno de darle esperanza de su reino, sino cuando ya estaba loco, con el ánimo más enfermo que el cuerpo, ignorando también a quién hiciese heredero y sucesor en su segundo testamento; principalmente no pudiendo acusar en algo al que había dejado en el primer testamenu por sucesor suyo, estando con toda sanidad, así del cuerpo como del ánimo.

Pero para que cualquiera piense y crea haber sido a que postrer juicio de ánimo doliente y muy enfermo, él mismo había echado y desheredado de la real dignidad a Arquelao porque había cometido y hecho muchas cosas contra ella. Por­que, ¿qué tal podían esperar que sería, si César la dejaba y concedía la dignidad real, aquel que antes de concedérsela había hecho tan gran matanza? Habiendo Antipatro dicho muchas cosas tales, y habiendo mostrado por testigos a mu­chos de los parientes que estaban presentes en todo cuanto lo había acusado, acabó.

Levantáse entonces Nicolao, procurador y abogado de Ar­quelao, y antes de hablar de cosa alguna, mostró cuán nece­saria fué la matanza que habla sido hecha en el templo; por­que las muertes de aquellos por los cuales era Arquelao acusado eran necesarias, no sólo al reposo y paz del reino, sino también a la del juez de aquella causa; es a saber, de César: porque todos le eran enemigos, y supo mostrar cómo todos los que lo acusaban de otras faltas, le eran enemigos muy grandes y muy contrarios. Por esta causa pedía que fuese tenido por firme el segundo testamento de Herodes, porque había dejado en poder de César la libertad de hacer sucesor suyo y rey a quien qui­siese, porque uno que sabía tanto, que no osaba mandar algo contra el emperador en lo que él mismo podía, antes lo dejaba a él por juez de todo, no podía haber errado en hacer juicio y elegir heredero, y con corazón y entendimiento muy bueno había a escogido aquel que quería que lo fuese, pues que no habla ignorado quién tuviese poder para hacerlo y ordenarlo, y lo había dejado todo en su poder y mando.

Pero como declarado todo cuanto tenía que decir, hubiese acabado sus razones Nicolao, salió en medio de todos Arquelao, y llegóse a los pies de César con diligencia. Mandóle César levantar; mostró a todos que era digno de suceder a su padre en el reino, y determinadamente no juzgó por entonces algo. Pero el mismo día, habiendo despedido todos los del Consejo, él mismo pensaba solo entre sí lo que debía hacer: si por ven­tura conviniese hacer alguno de los que estaban señalados en el testamento sucesor del reino, o si lo partiría todo en aque­lla familia; porque eran tantos, que tenían ciertamente nece­sidad de socorro.

Capítulo II. De la batalla y muertes que hubo en Jerusalén entre los judíos y sabinianos.

Antes que César determinase algo de lo que convenía que fuese hecho, murió de enfermedad la madre de Arquelao, Malthace. Y fueron traídas muchas cartas de Siria, que decían cómo los judíos se habían alborotado: por lo cual Varrón, pensando haber de ser así después de la partida y navegación de Arquelao a Roma, vínose a Jerusalén por estorbar e impedir a los autores del alboroto y escándalo. Y pareciéndole que el pueblo no se sosegaría, de las tres legiones de gente que habla traído consigo desde Siria, dejó una en la ciudad y volvióse luego a Antioquía.

Pero como después llegase Sabino a Jerusalén, dió a los judíos ocasión de mover cosas nuevas, haciendo una vez fuerza a la gente de guarda por que le entregasen y rindiesen las fuerzas y castillos, y otra pidiendo inicuamente los dineros del rey.

No sólo confiaba éste en los soldados que Varrón había dejado allí, sino también en la multitud de criados que tenía, los cuales estaban todos armados como ministros de su avaricia. Un día, que era el quincuagésimo después de la fiesta, el cual llamaban los judíos Pentecostés, siete semanas después de la Pascua, que del número de los días ha alcanzado tal nombre, juntóse el pueblo, no por la solemnidad de la fiesta, pero por el enojo e indignación que tenía. Vínose a juntar gran muchedumbre de gente de Galilea, Idumea, Hiericunta, y de las regiones y lugares que están de la otra parte del Jordán, con todos los naturales de la ciudad; hicieron tres escuadrones y asentaron en tres diversas partes sus campos: la una, en la parte septentrional del templo; la otra, hacia el Mediodía, cerca de la carrera de los caballos, y la tercera hacia la parte occidental, no lejos del palacio real: y rodeando de esta manera a los Romanos, los tenían cercados por todas partes.

Espantado Sabino por ver tanta muchedumbre y el ánimo y atrevimiento grande, hacía muchos ruegos a Varrón, con muchos mensajeros que le enviaba, que le socorriese muy presto, porque si tardaba se perdería toda la gente que tenía; y él recogióse en la más alta y más honda torre de todo el castillo, la cual se llamaba Faselo, que era el nombre del hermano aquel de Herodes que los partos mataron. De allí daba señal a la gente que acometiesen a los enemigos porque con el gran temor que tenía, no osaba parecer ni aun delante de aquellos que tenía bajo de su potestad y mandamiento.

Pero obedeciendo los soldados a lo que Sabino mandaba, corren al templo y traban una gran pelea con los judíos; y como ninguno los ayudase ni les diese consejo, eran vencidos, no sabiendo las cosas de la guerra, por aquellos que las sabían y estaban diestros en ella. Pero, ocupando muchos de los judíos los portales y entradas angostas, tirándoles muchas saetas de alli arriba, muchos con esto caían, y no podían vengarse fácilmente de los que de lo alto les tiraban, ni podían sufrirlos cuando se llegaban a pelear con ellos. Afligidos por unos y por otros, ponen fuego a los portales, maravillosos por la grandeza, obra y ornamento; y eran presos muchos en aquel medio, o quemados en medio de las llamas, o saltando entre los enemigos, eran por ellos muertos: otros volvían atrás y se dejaban caer por el muro abajo, y algunos, desconfiando de poder alcanzar salud, adelantaban sus muertes al peligro del fuego, y ellos mismos se mataban. Los que salían de los muros y venían contra los romanos, espantados y amedrentados con gran miedo, eran vencidos fácilmente y sin algún trabajo, hasta tanto que, muertos todos o desparramados con gran temor, dejado el tesoro de Dios por los que lo defendían, pusieron los soldados las manos en él y robaron de él cuarenta talentos, y los que no fueron robados, se los llevó Sabino.

Pero fué tan grande la pérdida de los judíos, así de hom­bres como de riquezas, que se movió gran muchedumbre de ellos a venir contra los romanos; y habiendo cercado el palacio real, amenazábanles con la muerte si no salían de allí presto, dando licencia a Sabino, con toda su gente, para salirse. Ayu­dábanles muchos de los del rey que se habían juntado con ellos; pero la parte más belicosa y ejercitada en la guerra eran tres mil sebastenos, cuyos capitanes eran Rufo y Grato, el uno de la gente de a pie, y el Rufo de la gente de a caballo; los cuales ambos solos, con la fuerza de sus cuerpos y con la prudencia que tenían, dieran mucho que hacer a los romanos, aunque no tuvieran gente que favoreciera sus partes.

Dábanse, pues, prisa, y apretaban el cerco los judíos, y con esto juntamente tentaban de derribar los muros, daban gritos a Sabino que se fuese y no les quisiese prohibir de alcanzar, después de tanto tiempo, la libertad que tanto habían deseado; pero no les osaba Sabino dar crédito, aunque deseaba mucho salvarse, porque sospechaba que la blandura y buenas palabras de los judíos eran por engañarle; y esperando cada hora el socorro de Varrón, sufría el peligro del cerco.

Había muchos ruidos y revueltas en este mismo tiempo por Judea, y muchos, con la ocasión del tiempo, codiciaban el reino; porque en Idumea estaban dos mil soldados de los viejos, que habían seguido la guerra con Herodes, y muy armados, contendían con los del rey, a los cuales trabajaba de resistir Achiabo, primo del rey, desde aquellos lugares, adonde estaba muy bien fortalecido y proveido, rehusando salir con ellos a pelear al campo. En Séfora, ciudad de Galilea, estaba Judas, hijo de Ezequías, príncipe de los ladrones, preso algún tiempo por He el rey, el cual había entonces destruído todas aque­llas regiones; juntando muchedumbre de gente, rompiendo los que aguardaban el ganado del rey, y armando todos los que pudo haber en su compañía, venía contra los que deseaban alzarse con el reino.

De la otra parte del río estaba uno de los criados del rey, llamado Simón, el cual, confiando en su gentileza y fuerzas, se puso una corona en la cabeza, y con los ladrones que él había juntado, quemó el palacio de Hiericunta y muchos otros edifi­cios que había muy galanos por allí, discurriendo por todas partes, y ganó en quemar tado esto fácilmente gran tesoro. Hu­biera éste quemado ciertamente todos los edificios y casas gen­tiles que había por allí, si Grato, capitán de la gente de a pie del rey, no se diera prisa y diligencia en resistirle, sacando de Thracon los arqueros y la gente de guerra de los sebastenos. Murieron muchos de la gente de a pie; pero supo dar recaudo en haber a Simón y atajarle los pasos, aunque él iba huyendo por los recuestos y alturas de un valle; al fin con una saeta le derribó.

Fueron quemados todos los aposentos y casas reales que es­taban cerca del Jordán; y en Betharantes se levantaron algunos otros, venidos de la otra parte del río; porque hubo un pastor llamado Athrongeo, que confiaba alcanzar el reino, dándole alas para esto su fuerza y la confianza que en su ánimo grande tenía, el cual menospreciaba la muerte y también en los ánimos valerosos, si tal nombre merecen, de cuatro hermanos que tenía, y su esfuerzo, de los cuales servía como de cuatro ca­pitanes y sátrapas, dando a cada uno su escuadrón y compañía de gente armada; y él, como rey, entendía y tenía cargo de negocios más importantes. Entonces él también se coronó. No estuvo después poco tiempo con sus hermanos destruyendo todas aquellas tierras, sin que alguno de los judíos le pudiese huir de cuantos sabía él que le podían dar algo; y mataba también a todos los romanos que podía haber y a la gente del rey.

Osaron también cercar un escuadrón de romanos, el cual hallaron cerca de Amathunta, que llevaba trigo y armas a los soldados. Mataron aquí al centurión Ario y a cuarenta hom­bres más de los más esforzados; y puestos todos los otros en el mismo peligro, libráronse con el socorro de Grato, que les víno encima con los sebastenos.

Hechas muchas cosas de esta manera, tanto contra los na­turales como contra los extranjeros, pasando algún tiempo, fueron presos tres de éstos; al mayor de edad prendió Arquelao, y los dos después del mayor, vinieron en manos de Grato y de ptolomeo; porque al cuarto perdonó Arquelao haciendo pactos con él; pero en fin todos alcanzaron fin de esta manera; y en­tonces con guerra de ladrones ardía toda Judea.

Capítulo III. De lo que Varrón hizo con los judíos que mandó ahorcar.

 Después que Varrón hubo recibido las cartas de Sabino v de los otros príncipes, temiendo peligrase toda la gente, dábase prisa por socorrerles. Por esta causa vino hacia Ptolemaida con las otras dos legiones que tenía, y cuatro escuadras de gente de a caballo; adonde mandó que se juntasen todos los socorros de los reyes y de la gente principal. Tomó también además de éstos, mil quinientos hombres de armas de los beritos.

Cuando hubo llegado a Ptolemaida el rey de los árabes Areta con mucha gente de a pie y mucha de a caballo, envió luego parte de su ejército a Galilea, que estaba cerca de Ptole­maida, poniendo por capitán de ella el hijo de su amigo Galbo; el cual hizo presto huir todos aquellos contra los cuales había ido; y tomando la ciudad de Séforis, quemóla y cautivó a todos los ciudadanos de allí.

Habiendo, pues, Varrón alcanzado el mando y apoderádose de toda Samaria, no quiso hacer daño en toda la ciudad, por­que halló no haber ella movido algo en todas aquellas revueltas. Puso su campo en un lugar llamado Arún, el cual solía poseer Ptolomeo, y había sido saqueado por los árabes por el enojo que tenían contra los amigos de Herodes. De allí partió para el otro lugar llamado Saso' el cual era muy seguro, y saquearon todo el lugar y todo lo que allí hallaron: todo estaba lleno de fuego y de sangre, y no había ninguno que refrenase ni impi­diese los robos grandes que los árabes hacían.

Fué también quemada la ciudad de Amaus, por mandato de Varrón, enojado por la muerte de Ario y de los otros, y fueron dispersados los ciudadanos, huyendo de allí. De aquí partió para Jerusalén con todo su ejército; y con sólo verlo venir, los judíos todos huyeron, unos dejando el campo y sus cosas, otros se escondían por los campos para salvarse; pero los que estaban dentro de la ciudad, recibiéronlo y echaban la culpa de aquella revuelta y levantamiento a los otros, diciendo que ellos no sabían algo en todo lo que había sucedido; sino qu~ por causa de la fiesta les había sido fuerza y necesario recibir tanta muchedumbre dentro de la ciudad, y que ellos habían sido con los romanos cercados; mas no se hablan cierta­mente levantado con los que huyeron.

Habíanle salido antes al encuentro Josefo, prímo de Ar­quelao y Rufo con Grato, los cuales traían el ejército del rey. Venían los soldados sebastenos y los romanos vestidos a su manera acostumbrada; porque Sabino se había salido hacia la mar, por temor de presentarse delante de Varrón. Este, dividiendo su ejército en partes, envióles a todos por los campos a buscar los autores de aquel motín y revuelta levantada; y presentándole muchos de ellos, a los que eran menos culpados, mandábalos guardar; pero de los que era manifiesta su deuda y se sabía claramente el daño que habían hecho, ahorcó casi dos mil.

Habiéndole dicho que cerca los árabes que se retirasen armados, mandó luego a los árabes que se retirasen a sus casas, porque no servían en la guerra como hombres que hombres a sus casas, porque no peleaban por ayudarles, sino por su codicia, viendo también que destruían y talaban los campos muy contra su voluntad. Después acompañado de sus escuadrones, fué en alcance de los enemigos; pero ellos, por consejo de Achiabo, se entregaron a Varrón antes que fuesen presos por fuerza, y perdonando al vulgo y muchedumbre, envió los capitanes a César para que fuesen examinados. Cuando perdonó a todos los otros, cas­tigó algunos parientes del rey, entre los cuales había muchos muy allegados de Herodes, por haberse armado contra su rey

Así Varrón, habiendo apaciguado las cosas en Jerusalén, y dejado allí aquella legión o compañía de gente que solla estar antes en guarda de la ciudad, volvióse a Antioquía.

Capítulo IV. De las acusaciones contra Arquelao, y de la división. de todo el reino hecha por César.

  

Luego los judíos levantaron a Arquelao otro nuevo pleito en Roma, aquellos que habían salido, permitiéndolo Varrón, por embajadores antes de la revuelta y escándalo, por pedir la libertad que su gente solía tener. Habían venido cincuenta hombres, y estaban en favor de ellos más de ocho mil judíos, los cuales vivían en Roma.

Por esto juntando César consejo de los más nobles romanos, y más amigos dentro del templo de Apolo Palatino, el cual era edificio privado suyo adornado muy ricamente, vino la mu­chedumbre de los judíos con todos sus embajadores a presentar­se a César, y Arquelao también por otra parte con todos sus amigos; había de cada parte muchos amigos de sus propios parientes muy secretamente, porque unos rehusaban de estar con Arquelao, por el odio y envidia que le tenían, y tenían por vergüenza y fealdad verse delante de César con los acusadores.

Entre éstos estaba también Filipo, hermano de Arquelao, enviado con buena voluntad por Varrón, movido a ello por dos causas: la una, por que socorriese a Arquelao, y la otra, porque si le placía a César dividir el reino que Herodes había tenido entre todos sus parientes, se pudiese él llevar algo por su parte.

Mandó César que declarasen primero en qué había Herodes pecado contra sus leyes; respondieron todos a una voz, que habían sufrido no rey, pero el mayor tirano que se hubiese hasta aquellos tiempos visto; y quejábanse, que además de haber muerto gran muchedumbre de ellos, los que quedaban en vida habían sufrido tales cosas de él, que se tuvieran todos por más bienaventurados, si fueran muertos. Porque no sólo él había despedazado los cuerpos de sus súbditos, con varios y diversos tormentor, sino aun despoblando las ciudades de sus vecinos y gente propia suya, las había dado a gente extraña y puéstolos a ellos en sujeción de ella; haber dado la sangre de los judíos a pueblos extranjeros, en vez de la dicha y prosperidad que antiguamente todos tener solían, por las leyes de su patria, llenó Coda su nación de tanta pobreza y tantas maldades, que ciertamente habían sufrido más muertes y ma­tanzas de Herodes en pocos años, que sufrieron sus padres antepasados jamás en todo el tiempo después de la cautividad de Babilonia, en tiempo que reinaba Jerjes. Pero que habían aprendido tanta paciencia y modestia por casos tan mise­rables y por tan contraria fortuna, que tenían por bien em­pleada de propia voluntad la servidumbre amarga, a la cual estaban sujetos; pues habían levantado sin tardanza por rey a Arquelao, hijo de tan gran tirano, después de muerto el padre; y llorado juntamente con la muerte de Herodes, y ce­lebrado sus sacrificios por su sucesor. Arquelao, como temiendo no parecer su hijo verdadero, había comenzado su reino can muerte de tres mil ciudadanos, y mostrando que merecía ser príncipe de todos, había hecho sacrificios de tantos hombres, llenando en un día de fiesta el templo de tantos cuerpos muertos. Los que quedaban, pues, habían hecho muy bien después de tantas adversidades y desdichas, en considerar daños tan grandes y desear por ley de guerra padecer; por lo cual humildemente todos rogaban a los romanos que tuviesen por bien haber misericordia de to que de Judea sobraba salvo, y no diesen lo que de toda esta nación quedaba en vida, a hombres que tan cruelmente los trataban, sino que juntasen con los fines y términos de Siria los de Judea, y determinasen jueces romanos que los rigiesen y amonestasen. De esta manera expe­rimentarían que los judíos, que ahora les parecían deseosos de guerra y revolvedores, saben obedecer a los buenos regidores. Con tal suplicación acabaron su acusación los judíos.

Levantándose entonces Nicolao contra ellos, deshizo primero todas las acusaciones que habían hecho contra sus reyes; y después comenzó a reprender y acusar la nación ju­daica, diciendo que muy dificultosamente podía ser gober­nada, y que de natural les venía no querer obedecer a sus reyes; acusaba también a los deudos de Arquelao, que se habían pasado a favorecer a los acusadores suyos.

Oídas ambas partes, despidió César el ayuntamiento, y pocos días después dió a Arquelao la mitad del reino con nombre de tetrarquía, prometiéndole hacerlo rey si hacía obras que lo mereciesen. Dividió la parte que quedaba en dos tetrarquías o principados, y diólas a los otros dos hijos de He­rodes: el uno a Filipo, y el otro a Antipas, el que había tenido contienda con Arquelao sobre la sucesión del reino.

Habíanle caído a éste por su pane las regiones que están de la otra parte del río, y Galilea; de las cuales tierras cobraba cada año doscientos talentos. A Filipo le fué dada Batanea, Trachón, Auranitis y algunas partes de Ia casa de Zenón, cerca de Jamnia, cuya renta subía cada año a cien talentos. El principado de Arquelao, comprendía a Samaria, Idumea y a Judea; pero habíales sido quitada la cuarta pane de los tri­butos que solían pagar, porque él no se había rebelado ni le­vantado con los otros. Fuéronle entregadas las ciudades que había de regir, y eran la tome de Estratón, Sebaste, Jope y Jerusalén; las otras, es a saber: Gaza, Gadara a Hipón, fueron quitadas por César del mando del reino, y juntadas con el de Siria. Tenía Arquelao de renta cuarenta talentos.

Quiso también César que fuese Salomé señora de Jamnia, de Azoto y de Faselides, además de todo to que le había sido dejado en el testamento del rey. Dióle también un palacio en Ascalona, y valíale todo to que tenía sesenta talentos; pero quiso que su casa estuviese sujeta a Arquelao.

Habiendo, pues, dado a cada uno de los otros parientes de Herodes, conforme a to que hallaba en su testamento escrito, dió aún, además del testamento, a dos hijas suyas doncellas quinientos mil dineros, y casólas con los hijos de Feroras. Y divididos y partidos de esta manera todos los bienes que había Herodes dejado, repartió también entre todos aquéllos mil talentos que le habían sido a él dejados, exceptuando algunas cocas de muy poco precio, que él quiso retener para sí por me­moria y honra del difunto.

Capítulo V. Del mancebo que fingió falsamente ser Alejandro, y cómo fué preso.

En este tiempo un mancebo judío de nación, criado en un lugar de los sidonios con un liberto de los romanos, fingiendo que era él Alejandro, aquel que Herodes había muerto, porque a la verdad le era muy semejante, vínose a Roma con pensa­miento de engañarlos. Tenía por compañero a un otro judío de su tierra, el cual sabía muy bien todo to que en el reino había pasado. Instruído por éste, y hecho sabedor de todo, afirmaba que por misericordia de aquellos que habían venido a matar a él y a Aristóbulo, los habían librado de la muerte, poniendo otros cuerpos semejantes a los suyos.

Había ya engañado con estas palabras a muchos judíos de los que vivían en Creta, y recibido a11í harto magnífica y li­beralmente, y pasando a Melo, donde juntó mayores tesoros, había también movido a muchos de sus huéspedes, con gran semejanza de verdad, que navegasen con él a Roma. A1 fin, llegado a Dicearchia, habiendo recibido a11í muchos dones de los judíos, acompañábanle los amigos de Herodes, no menos que si fuera rey.

Era éste tan semejante en la cara a Alejandro, que los que habían visto y conocido al muerto, juraban y tenían que era el mismo. Con esto, todos los judíos de Roma salían por verlo, y juntábase gran multitud de gente en las calles por donde había de pasar. Habían muchos sido tan locos, que to llevaban en una silla y le hacían acatamiento con sus propios gastos y dispensas, como si fuera realmente rey.

Pero conociendo César muy bien la cara de Alejandro, porque había sido antes acusado y traído delante de él por su padre Herodes, aunque antes de juntarse con él había conocido el engaño de la semejanza que tenía con el muerto, pensó todavía dejarle holgar algún rato con su esperanza, y envió a un hombre llamado Celado, que conocía muy bien a Alejandro, a que trajese el mancebo delante de él.

En la hora que lo vió, conoció luego la diferencia del uno al otro, y principalmente cuando vió que era su cuerpo tan rústico y su manera tan servil, entendió la burla y ficción muy claramente. Pero fué muy movido y enojado con el atrevimiento de sus palabras, porque a los que le preguntaban de Aristóbulo, respondió que estaba vivo y salvo, pero que no había querido venir adrede y con consejo, porque estaba en Chipre guardándose de todas las asechanzas que le podían hater, porque estando ellos dos apartados, menos podían ser presos que si estuviesen juntos. Apartólo de todos los que allí estaban, y díjole que César le salvaría la vida si le descubría y manifestaba quién había sido el autor de tan gran maldad y engaño. Prometiéndolo hacer, fué llevado delante de César; señalóle el judío, y díjole cómo se había malamente y con engaño servido de la semejanza por haber ganancia y allegar dineros, afirmándole que había recibido de las ciudades no menus Bones, antes muchos más que si fuera el mismo Alejandro. Rióse con esto César, y puso al falso Alejandro, por tener cuerpo para ello, en sus galeras por remador, y mandó matar al que tal había persuadido; juzgando que era harto castigo de la locura de los de Melo, perder los gastos que habían hecho con este mancebo.

Capítulo VI. Del destierro de Arquelao.

 Recibida la tierra que a Arquelao tocaba, acordándose de la discordia pasada, no quiso mostrarse cruel con los judios, sino también con todos los de Samaria; y nueve años después que le fué dado aquel principado y mando, enviando embajadores ambas partes a César para acusarlo, fué desterrado en una ciudad de Galia, llamada Viena, y su patrimonio lo confiscó el César.

Dícese que antes que fuese llevado delante de César había visto un sueño de esta manera. Habla soñado que los bueyes comían nueve espigas, las mayores y mas llenas; y llamando después sus adivinos y algunos de los caldeos, habíales pre­guntado que le dijesen su parecer de aquel sueño. Corno eran hombres diversos, así también las declaraciones eran diversas. Uno, llamado Simón y esenio de linaje, dijo que las espigas denotaban años, y los bueyes las mudanzas grandes de las cosas, porque arando ellos los campos, volvían toda la tierra y la trocaban, y que había de reinar él tantos años cuantas eran las espigas que había soñado; y que después de haber visto y experimentado muchas mutaciones en todas sus cosas, había de morir.

Cinco días después de haber oído estas cosas, fué Arquelao llamado a juicio y a defender su causa. También pareciáme cosa digna de hacer saber y contar aquí, el sueño de su mujer Glafira, hija de Arquelao, rey de Capadocia, la cual fué mujer primero de Alejandro, hermano de este de quien hablamos, e hijo M rey Herodes, por quien fué muerto, como hemos contado. Casada después con Iuba, rey de Lybia, y muerto éste, habiéndose vuelto a su tierra, que­ dando viuda en la casa de su padre, cuando la vió Arquelao, príncipe de aquella tierra, tomóla tan gran amor, que luego quiso casarse con ella, desechando a su mujer Mariamma. Esta, pues, poco después que volvió de Judea, le pareció que vió en sueños a Alejandro delante de si, que le decía esta palabras: "Bastábate el matrimonio del rey de Lybia; pero tú, no contenta aun con él, vuelves otra vez a mis tierras, codiciosa de tener tercer marido; y lo que me es más grave, juntástete con mi hermano en matrimonio; pues yo te prometo que no disimularé la injuria que en ello me haces, y, a pesar tuyo, yo te reco­braré." Y declarado este sueño, apenas vivió después dos días más.

Capítulo VII. Del galileo Simón y de las tres sectas que hubo entre los judíos.

 Reducidos los límites de Arquelao a una provincia de los romanos, fué enviado un caballero romano, llamado Coponio, por procurador de ella, dándole César poder para ello.

Estando éste en el gobierno, hubo un galileo, llamado por nombre Simón, el cual fué acusado de que se habla rebelado, reprendiendo a sus naturales que sufrían pagar tributo a‑ los romanos, y que sufrían por señor, excepto a Dios, los hombres mortales.

Era éste cierto sofista por sí y de propia secta, desemejante y contraria a todas las otras.

Había entre los judíos tres géneros de filosofía: el uno seguían los fariseos, el otro los saduceos, y el tercero, que todos piensan ser el más aprobado, era el de los esenios, judíos naturales, pero muy unidos con amor y amistad, y los que más de todos huían todo ocio y deleite torpe, y mostrando ser continentes y no sujetarse a la codicia, tenían esto por muy gran. virtud. Estos aborrecen los casamientos, y tienen por parientes propios los hijos extraños que les son dados para doctrinarlos; muéstranles e instrúyenlos con sus costumbres, no porque sean ellos de parecer deberse quitar o acabar la sucesión y generación humana, pero porque piensan deberse todos guardar de la intemperancia y lujuria, creyendo que no hay mujer que guarde la fe con su marido castamente, según debe. Suelen también menospreciar las riquezas, y tienen por muy loada la comunicación de los bienes, uno con otro; no se halla que uno sea más rico que otro; tienen por ley que quien quisiere seguir la disciplina de esta secta, ha de poner todos sus bienes en común para servicio de todos; porque de esta manera ni la pobreza se mostrase, ni la riqueza ensoberbeciese; pero mezclado todo junto, corno hacienda de hermanos, fuese todo un común patrimonio. Tienen por cosa de afrenta el aceite, y si alguno fuere untado con él contra su voluntad, luego con otras cosas hace limpiar su cuerpo, porque tienen lo feo por hermoso, salvo que sus vestidos estén siempre muy limpios; tienen procuradores ciertos para todas sus cosas en común y juntos. No tienen una ciudad cierta adonde se recojan; pero en cada una viven muchos, y viniendo algunos de los maestros de la secta, ofrécenle todo cuanto tienen, como si le fuese cosa propia; vénse con ellos, aunque nunca los hayan visto, como muy amigos y muy acostumbrados; por esto, en sus peregrinaciones no se arman sino por causa de los ladrones, y no llévan consigo cosa alguna; en cada ciudad tienen cierto procurador del mismo colegio, el cual está encargado de re­cibir todos los huéspedes que vienen, y éste tiene cuidado de guardar los vestidos y proveer lo de más necesario a su uso. Los muchachos que están aún debajo de sus maestros, no tienen todos más de una manera de vestir, y el calzar es a todos semejante; no mudan jamás vestido ni zapatos, hasta que los primeros sean o rotos o consumidos con el uso del traer y ser­vicio; no compran entre ellos algo ni lo venden, dando cada uno lo que tiene al que está necesitado; comunícanse cuanto tienen de tal manera, que cada uno toma lo que le falta, aunque sin dar uno por otro y sin este trueque, tienen todos li­bertad de tomar de cada uno que les pareciese aquello que les es necesario.

. Tienen mucha religión y reverencia, a Dios principalmen­te; no hablan antes que el sol salga algo que sea profano; antes le suelen celebrar ciertos sacrificios y oraciones, como rogándole que salga; después los procuradores dejan ir a cada uno a entender en sus cosas, y después que ha entendido cada uno en su arte como debe, júntanse todos, y cubiertos con unas toallas blancas de lino, lávanse con agua fría sus cuerpos; hecho esto, recógense todos en ciertos lugares adonde no puede entrar hombre de otra secta. Limpiados, pues, y purificados de esta manera, entran en su cenáculo, no de otra manera que si entrasen en un santo templo, y asentados con orden y con silencio, póneles a cada uno el pan delante, y el cocinero una escudilla con su taje, y luego el sacerdote bendice la co­mida, porque no feos es lícito comer bocado sin hacer primero oración a Dios; después de haber comido hacen sus gracias, porque en el principio y en el fin de la comida dan gracias y alabanzas a Dios, como que de El todo procede, y es el que les da mantenimiento; después dejando aquellas vestiduras casi como sagradas, vuelven a sus ejercicios hasta la noche, reco­giéndose entonces en sus casas, cenan, y junto con ellos los huéspedes también, si algunos hallaren.

No suele haber aquí entre ellos ni clamor, ni gritos, ni ruido alguno; porque aun en el hablar guardan orden grande, dando los unos lugar a los otros, y el silencio que guardan parece a los que están fuera de allí, una cosa muy secreta y muy venerable; la causa de esto es la gran templanza que guardan en el comer y beber, porque ninguno llega a más de aquello que sabe serle necesario; pero aunque no hacen algo, en todo cuanto hacen, sin consentimiento El procurador o maestro de todos, todavía son libres en dos cosas, y son éstas: ayudar al que tiene de ellos necesidad, y tener compa­sión de los afligidos porque permitido es a cada uno socorrer a los que fueren de ello dignos, según su voluntad, y dar a los pobres mantenimiento.

Solamente les está prohibido dar algo a sus parientes y deudos, sin pedir licencia a sus curadores; saben moderar muy bien y templar su ira, desechar toda indignación, guardar su fe, obedecer a la paz, guardar y cumplir cuanto dicen, como si con juramento estuviesen obligados; son muy recatados en el jurar, porque piensan que es cosa de perjuros, porque tienen por mentiroso aquel a quien no se puede dar crédito sin que llame a Dios por testigo. Hacen gran estudio de las escrituras de los antiguos, sacando de ellas principalmente aquello que conviene para sus almas y cuerpos, y por tanto, suelen alcan­zar la virtud de muchas hierbas, plantas, raíces y piedras, saben la fuerza y poder de todas, y esto escudriñan con gran diligencia.

A los que desean entrar en esta secta no los reciben luego en sus ayuntamientos, pero danles de fuera un año entero de comer y beber, con el mismo orden que si con ellos estu­viesen juntamente, dándoles también una túnica, una vestidura blanca y una azadilla; después que con el tiempo han dado señal de su virtud y continencia, recíbenlos con ellos y participan de sus aguas y lavatonios, por causa de recibir con ellos la castidad que deben guardar, pero no los juntan a comer con ellos; porque después que han mostrado su continencia, expe­rimentan sus costumbres por espacio de dos años más, y pa­reciendo digno, es recibido entonces en la compañía. Antes que comiencen a comer de las mismas comidas de ellos, hacen grandes juramentos y votos de honrar a Dios, y después, que con los hombres guardarán toda justicia y no dañarán de voluntad ni de su grado a alguno, ni aunque se lo manden; y que han de aborrecer a todos los malos y que trabajarán con los que siguen la justicia de guardar verdad con todos y prin­cipalmente con los príncipes; porque sin voluntad de Dios, ninguno puede llegar a ser rey ni príncipe. Y si aconteciere que él venga a ser presidente de todos, jura y promete que no se ensoberbecerá, ni usará mal de su poder para hacer afrenta a los suyos; pero que ni se vestirá de otra diferente manera que van todos, no más rico ni más pomposo, y que siempre amará la verdad con propósito‑e intención de con­vencer a los mentirosos; también promete guardar sus manos limpias de todo hurto, y su ánima pura y limpia de provechos injustos; y que no encubrirá a los que tiene por compañeros, que le siguen, algún misterio; y que no publicará algo de los a la gente profana, aunque alguno le quiera forzar ame­nazándole con la muerte. Añaden también que no ordenarán reglas nuevas, ni cosa alguna más de aquellas que ellos han recibido. Huirán todo latrocinio y hurto; conservarán los libros de sus leyes y honrarán los nombres de los ángeles.

Con estos juramentos prueban y experimentan a los que reciben en sus compañías, y fortalécenlos con ellos; a los que hallan en pecados échanlos de la compañía, y el que es con­denado muchas veces, lo hacen morir de muerte miserable; los que están obligados a estos juramentos y ordenanzas no pueden recibir de algún otro comer ni beber, y cuando son echados, comen como bestias las hierbas crudas de tal manera, que s les adelgazan tanto sus miembros con e1 hambre, que vienen finalmente a morir; por lo cual, teniendo muchas veces compasión de muchos, los recibieron ya estando en lo último de si vida, creyendo y juzgando que bastaba la pena recibida por la delitos y pecados cometidos, pues los habían llevado a la muerte.

Son muy diligentes en el juzgar, y muy justos; entienden en los juicios que hacen no menos de cien hombres juntos, y lo que determinan se guarda y observa muy firmemente; después de Dios, tienen en gran honra a Moisés, fundador de sus leyes, de tal manera, que si alguno habla mal contra él, es condenado a la muerte.

Obedecer a los viejos y a los demás que algo ordenan o mandan, tiénenlo por cosa muy aprobada; si diez están juntos no hay alguno que hable a pesar de los otros; guárdanse dé escupir en medio o a la parte diestra, y honran la fiesta del sábado más particularmente y con más diligencia que todos los otros judíos; pues no sólo aparejan un día antes por no encender fuego el día de fiesta, ni aun osan mudar un vaso de una parte en otro, ni purgan sus vientres, aunque tengan necesidad de hacerlo.

Los otros días cavan en tierra un pie de hondo con aquella azadilla que dijimos arriba que se da a los novicios, y por no hacer injuria al resplandor divino, hacen sus secretos allí cubiertos, y después vuelven a ponerle encima la tierra que sacaron antes, y aun esto lo suelen hacer en lugares muy secretos; y siendo esta purgación natural, todavía tienen por cosa muy solemne limpiarse de esta manera; distínguense unos de otros, según el tiempo de la abstinencia que han tenido y guardado, en cuatro órdenes, y los más nuevos son tenidos en menos que los que les preceden, tanto, que si tocan alguno de ellos, se lavan y limpian, no menos que si hubiesen tocado algún extranjero; viven mucho tiempo, de tal manera, que hay muchos que llegan hasta cien años, por comer siempre ordenados comeres y muy sencillos, y según pienso, por la gran templanza que guardan. Menosprecian también las adversidades, y vencen los tormentos con la constancia, paciencia y consejo; y morir con honra júzganlo por mejor que vivir.

La guerra que tuvieron éstos con los romanos, mostró el gran ánimo que en todas las cosas tenían, porque aunque sus miembros eran despedazados por el fuego y diversos tormentos, no pudieron hacer que hablasen algo contra el error de la ley, ni que comiesen alguna cosa vedada, y aun no rogaron a los que los atormentaban, ni lloraron siendo atormentados; antes riendo en sus pasiones y penas grandes, y burlándose de los que se lo mandaban dar, perdían la vida con alegría grande muy constante y firmemente, teniendo por cierto que no la perdían, pues la hablan de cobrar otra vez.

Tienen una opinión por muy verdadera, que los cuerpos son corruptibles y la materia de ellos no se perpetúa; pero las quedan siempre inmortales, y siendo de un aire muy sutil, son puestas dentro de los cuerpos corno en cárceles, retenidas con halagos naturales; pero cuando son libradas de estos nudos y cárceles, libradas como de servidumbre muy grande y muy larga, luego reciben alegría y se levantan a lo alto; y que las buenas, conformándose en esto con la sentencia de los griegos, viven a la otra parte del mar Océano, adonde tienen su gozo y su descanso, porque aquella región no está fatigada con calores, ni con aguas, ni con fríos, ni con nieves, pero muy fresca con el viento occidental que sale del océano, y ventando muy suavemente está muy deleitable. Las malas ánimas tienen otro lugar lejos de allí, muy tempestuoso y muy frío, Heno de gemidos y dolores, adonde son atormentadas con pena sin fin.

Paréceme a mi que con el mismo sentido los griegos han apartado a todos aquellos que llaman héroes y semidioses en unas islas de bienaventurados, y a los malos les han dado un lugar allí en el centro de la tierra, llamado infierno, adonde fuesen los impíos atormentados; aquí fingieron algunos que son atormentados los sísifos, los tántalos, los ixiones y los tirios, teniendo, por cierto al principio que las almas son inmortales, y de aquí el cuidado que tienen de seguir la virtud y menos­preciar los vicios; porque los buenos, conservando esta vida, sehacen mejores, por la esperanza que tienen de los bienes eterno después de esta vida, y los malos son detenidos, porque aunque estando en la vida han estado como escondidos, serán después de la muerte atormentados eternamente. Esta, pues, es la filosofía de los esenios, la cual, cierto, tiene un halago, si una vez se comienza a gustar, muy inevitable. Hay entre ellos algunos que dicen saber las cosas por venir, por sus libros sa­grados y por muchas santificaciones Y muy conformes con los dichos de los profetas desde su primer tiempo; y muy pocas veces acontece que lo que ellos predicen de lo que ha de su­ceder, no sea así como ellos señalan.

Hay también otro colegio de esenios, los cuales tienen el comer, costumbres y leyes semejantes a las dichas, pero di­fiere en la opinión del matrimonio; y dicen que la mayor parte de la vida del hombre es por la sucesión, y que los que aquello dicen la cortan, porque si todos fuesen de este parecer, luego el género humano faltaría; pero todavía tienen ellos sus ajus­tamientos tan moderados, que gastan tres años en experimentar a sus mujeres, y si en sus purgaciones les parecen idóneas y aptas para parir, tómanlas entonces y cásanse con ellas.

Ninguno de ellos se llega a su mujer si está preñada, para demostrar que las bodas y ajuntamientos de marido y mujer no son por deleite, sino por el acrecentamiento y multiplica­ción de los hombres; las mujeres, cuando se lavan, tienen sus túnicas o camisas de la manera de los hombres y éstas son las costumbres de este ayuntamiento.

Los fariseos son de las dos órdenes arriba primeramente dichas, los cuales tienen más cierta vigilancia y conocimiento de la ley; éstos suelen atribuir cuanto se hace a Dios y a la fortuna, y que hacer bien o mal, dicen estar en manos del hombre pero que en todo les puede ayudar la fortuna. Dicen también que todas las ánimas son incorruptibles; pero que pasan a los cuerpos de otros solamente las buenas, y las malas son atormentadas con suplicios y tormentos que nunca fenecen ni se acaban.

La segunda orden es la de los saduceos, quitan del todo la fortuna, y dicen que Dios ni hace algúp mal ni tampoco lo ve; dicen también que les es propuesto el bien y el mal, y que cada uno toma y escoge lo que quiere, según su voluntad; nie­gan generalmente las honras y penas de las ánimas, y no les dan ni gloria ni tormento.

Los fariseos ámanse entre sí unos a otros, deséanse bien, y júntanse con amor; pero los saduceos difieren y desconfor­man entre sí con costumbres muy fieras, no ven con buenos ojos a los extranjeros, antes son muy inhumanos para con ellos.

Estas cosas son las que hallé para decir de las sectas de los judíos; volveré ahora a lo comenzado.

Capítulo VIII. Del regimiento de Piloto y de su gobierno.

Reducido el reino de Arquelao en orden de provincia, los otros, es a saber, Filipo y Herodes, llamado por sobrenombre Antipas, reglan sus tetrarquias; por Salomé, muriendo, dejó en su testamento a Julia, mujer de Augusto, la parte que había tenido en su regimiento, y los palmares en Faselide. Viniendo después a ser emperador Tiberio, hijo de Julia, después de la muerte de Augusto, que fué emperador cincuenta y siete años, seis meses y dos días, quedando en sus tetrarquías Herodes y Filipo.

Este, cerca de las fuentes en donde nace el río Jordán, hizo y fundó una ciudad en Paneade, la cual llamó Cesárea, y otra en Gaulantide la Baja, la cual quiso llamar Juliada, y Herodes fundó en Galilea otra que llamó Tiberíada, y en Perea otra, por nombre Julia.

Siendo enviado Pilato por Tiberio a Judea, y habiendo tomado en su regimiento aquella región, una noche muy callada trajo las estatuas de César y las metió dentro de Jerusalén; y esto tres días después fué causa de gran revuelta en Jerusalén entre los judíos; porque los que esto vieron fueron movidos con gran espanto y maravilla, como que ya sus leyes fueran con aquel hecho profanadas; porque no, tenían por cosa lícita poner en la ciudad estatuas o imágenes de alguno, y con las quejas y grita de los ciudadanos de Jerusalén, Hegáronse tam­bién muchos de los lugares vecinos, y viniendo luego a Cesá­rea por hablar a Pilato, suplicábanle con grande afición que quitase aquellas imágenes de Jerusalén, y que les guardase y defendiese el derecho de su patria.

No queriendo Pilato hacer lo que le suplicaban, echáronse por tierra cerca de su casa, y estuvieron allí sin moverse cinco días y cinco noches continuas. Después, viniendo Pilato a su tribunal, convocó con gran deseo toda la muchedumbre de los judíos delante de él, como si quisiese darles respuesta, y tan presto como fueron delante, hecha la señal, luego hubo mul­titud de soldados, porque así estaba ya ordenado, que los cercaron muy armados, y rodeáronlos con tres escuadrones de gente. Espantáronse mucho los judíos viendo aquella novedad, que despedazaría a todos si no recibían las imágenes y estatuas de César, y señaló a los soldados que sacasen de la vaina sus espadas.

Los judíos, viendo esto, como si lo trajeran así concertado, échanse súbitamente a tierra y aparejaron sus gargantas para recibir los golpes, gritando que más querían morir todos que permitir, siendo vivos, que fuese la ley que tenían violada y profanada. Entonces Pilato, maravillándose de ver la religión grande de éstos, mandó luego quitar las estatuas de Jerusalén.

Después movió otra revuelta. Tienen los judíos un tesoro sagrado, al cual llaman Corbonan, y mandólo gastar en traer el agua, la cual hizo que viniese de trescientos estadios lejos; por esto, pues, el vulgo y todo el pueblo echaba quejas, de tal manera, que viniendo a Jerusalén Pilato, y saliendo a su tri­bunal, lo cercaron los judíos; pero él habíase ya para ello pro­veído, porque había puesto soldados armados entre el pueblo, cubiertos con vestidos y disimulados; mandóles que no los hiriesen con las espadas, pero que les diesen de palos si se movían a algo. Ordenadas, pues, de esta manera las cosas, dio señal del tribunal, a donde estaba, y herían de esta manera a los judíos, de los cuales murieron muchos por las heridas gran­des que allí recibieron, y muchos otros perecieron pisados por huir miserablemente.

Viendo entonces el pueblo la muchedumbre de los muertos, atónito mucho por ello, callóse; y por esto Agripa, hijo de Aristóbulo, a quien Herodes mandó matar, y el que acusó a Herodes el tetrarca, vínose a Tiberio; pero no queriendo re­cibir éste sus acusaciones, residiendo en Roma, hacíase conocer y trabajaba por ganar las amistades de todos los poderosos; era muy servidor y amaba en gran manera a Cayo, hijo de Germá­nico, siendo aún privado y hombre particular. Y estando un día en un solemne banquete con él convidado, al fin de la comida levantó ambas manos al cielo, y comenzó a rogar a Dios manifiestamente que le pudiese ver señor de todo, después de la muerte de Tiberio; p . ero como uno de sus familiares amigos hubiese hecho saber esto a Tiberio, mandó luego poner en cárcel a Agripa, el cual fue detenido allí por espacio de seis meses con grandísimo trabajo, hasta la muerte de Tiberio.

Muerto éste después de haber reinado veintidós años, seis meses y tres días, sucediéndole Cayo César, libró de la cárcel a Agripa, y dióle la tetrarquía de Filipo, porque éste era ya muerto, y llamólo rey. Habiendo después llegado Agripa al reino, movió por envidia la codicia del tetrarca Herodes. Movíalo en gran manera a esperanzas de alcanzar el reino, Herodia, su mujer, reprendiendo su negligencia, y diciendo que por no haber querido navegar a verse con César, carecía de mayor poder que tenía; porque corno había hecho a Agripa rey, de hombre que era particular, ¿cómo dudaban en confiar que á él, que era tetrarca, no le concediese la misma honra? Movido Herodes con estas cosas, vinose a Cayo, y reprendido de muy avaro, huyóse a España, porque le había seguido su acusador Agripa, a quien el César le dió la tetrarquía que Herodes poseía.

Y peregrinando de esta manera Herodes en España, su mujer también se fué con él.

Capítulo IX. De la soberbia grande de Cayo y de Petronio, su presidente en Judea.

Súpose tan gran mal servir de la fortuna Cayo César y usar de la prosperidad, que quería ser llamado Dios, y se tenía por tal. Dió la muerte a muchos nobles de su patria, y extendió su crueldad impía aun hasta Judea. Envió a Petronio con ejército y gente a Jerusalén, mand'ndole que pusiese sus es­tatuas en el templo, y que si los judíos no las querían re­cibir, que matase a los que lo repugnasen, y tomase presos a todos los demás. Esto, cierto, movía y enojaba a Dios. Pe­tronio, pues, con tres legiones y gran ayuda que había tomado en Siria, venlase aprisa a Judea. Muchos judíos no creían que fuese verdad lo que oían decir de la guerra, y los que lo creían' no podían resistirle ni pensar en ello; y así les vino un súbito temor a todos generalmente, porque el ejército habla llegado ya a Ptolemaida.

Está dicha ciudad edificada en un gran territorio y llanura en la ribera de Galilea; rodéanla los montes por la parte de Oriente, y duran hasta sesenta estadios de largo algún poco apartados; pero todos son del señorío de Galilea; por la parte del Mediodía tiene la montaña llamada Carmelo, y alárgase la ciudad a ciento veinte estadios; por la parte septentrional tiene otro monte muy alto, el cual llaman, los que lo habitan, Escala de los Tirios, y éste está a espacio de cien estadios. A dos estadios de esta ciudad corre un río que llaman Beleo, pequeño, y cerca de allí está el sepulcro de Memnón, el cual tiene casi cien codos, y es muy digno de ser visto y tenido en mucho. Es a la vista como un valle redondo, y sale de allí mucha arena de vidrio, y aunque carguen de ella muchas naos, que llegan allí todas juntas, luego en la hora se muestra otra vez lleno; porque los vientos muestran poner diligencia en traer de aquellos recuestos altos que por allí hay, esta arena común con la otra, y como aquel lugar es minero de metal fá­cilmente la muda presto en vidrio. Aun me parece más mara­villoso que las arenas convertidas ya en vidrio, si fueren echa­das por los lados de este lugar, se convierten otra vez en arena común. Esta, pues, es la naturaleza y calidad de esta tierra.

Habiéndose juntado los judíos, sus hijos y mujeres, en Ptolemaida, suplicaban a Petronio, primero por las leyes de la patria, y después por el estado y reposo de todos ellos. Movido éste al ver tantos como se lo rogaban, dejó su ejército y las estatuas que traía en Ptolemaida; y pasando a Galilea, convocó en Tiberíada todo el pueblo de los judíos y toda la gente noble, y comenzóles a declarar la fuerza del ejército y poder romanos, y las amenazas de César, añadiendo también cuánta injuria y desplacer le causaba la súplica que los judíos le hacían, pues todas las gentes que, obedeciendo, reconocían al pueblo romano, tenían en sus ciudades, entre los otros dioses, las imágenes también del emperador; que solamente los ju­díos no lo querían consentir, y que esto era ya apartarse del mando del Imperio, aun con injuria de su presidente.

Alegaban, por el contrario, los judíos la costumbre de su patria y las leyes, mostrando no serles lícito tener no de hom­bres sólo, pero ni la imagen de Dios en su templo, y no sólo en el templo, pero ni tampoco en sus casas ni en lugar alguno, por más profano que sea, en toda su región.

Entendiendo Petronio esta razón, respondió: "Pues sabed que yo he de cumplir lo que mi señor me ha mandado, y si no le obedezco, seré agradable a vosotros, y justamente mereceré ser castigado. Haraos fuerza, no Petronio, pero aquel que me ha enviado, porque a mí me conviene hacer lo que me ha sido mandado, también como a vosotros obedecerme y cumplir con lo que yo digo."

Contradijo todo el pueblo a esto, diciendo que más querían padecer todo peligro y daño, que no sufrir que les fuesen que­brantadas o rotas sus leyes.

Habiendo puesto silencio en la grita que tenían, Petronio les dijo: «¿Estáis, pues, aparejados para pelear y hacer guerra al César?"

Respondieron los judío que ellos cada día ofrecían a Dios sacrificios por la vida de César y de todo el pueblo romano; pero si pensaba deberse poner las imágenes en el templo, primero debía hacer sacrificio de todos los judíos, porque ellos y sus mujeres e hijos se ofrecían para ello a que los matasen.

Maravillóse otra vez Petronio viendo esto, Y túvoles com­pasión, viendo la gran religión de estos hombres, y viendo tantos tan prontos para recibir la muerte; y fuéronse todos sin hacer algo.

Después comenzó a tomar por sí a cada uno de los más principales y persuadirles de aquello; hablaba también públicamente al pueblo, amonestándolo unas veces con muchos consejos, y otras también los amenazaba, ensalzando la virtud y poder de los romanos y la indignación de César, y entre estas cosas declarábales cuán necesario le fuese cumplir lo que le habla sido mandado. Viendo que no querían consentir ellos en algo de todo cuanto les decía, y que la fertilidad de aquella región se perdería, porque era el tiempo aquel de sembrar, y había estado todo el pueblo casi ocioso cincuenta días en la ciudad, a la postre convocólos y díjoles que quería emprender una cosa peligrosa para él mismo, porque dijo: "0 amansaré a César ayudándome Dios, y salvarme he con vosotros, o si se moviere él a venganza con enojo, perderé la vida por tanta muchedumbre y por tan gran pueblo."

Despidiendo con esto a todo el pueblo, el cual hacía muchos ruegos y sacrificios por Petronio, retiró su ejército de Ptole­maida a Antioquía; y de allí envió luego embajadores a César, que le contasen e hiciesen saber con qué aparejo y orden hubiese venido contra Judea, y lo que toda la gente le había suplicado, y que si determinaba negarles lo que pedían, debía saber que los hombres y las tierras todas se perderían; porque ellos guardaban en esto la ley de su patria, y con gran ánimo contradecían a todo mandamiento nuevo. Respondió Cayo a estas cartas muy enojado, amenazando con la muerte a Pe­tronio, porque había sido negligente en ejecutar su mandamiento. Pero aconteció que los mensajeros que llevaban las cartas fueron detenidos tres meses en el camino por las grandes continuas tempestades, y otros llegaron más prósperamente y la nueva de la muerte de César, porque antes de veintisiete con cartas de ello Petronio, las cuales te hacían saber el fin de la vida de César, primero que viniesen aquellos que traían las cartas de las amenazas.

Capítulo X. Del imperio de Claudio, del reino de Agripa y de su muerte.

 Muerto Cayo por maldad y traición, después de haber imperado tres años y seis meses, fué hecho, por el ejército que estaba en Roma, emperador Claudio. Todo el Senado, por relación de los cónsules de aquel año, Septimio, Saturnino y Pomponio Segundo, mandó que las tres compañías que estaban en la ciudad tuviesen cargo de guardarla, y juntáronse todos los senadores en el Capitolio, y por la crueldad de Cayo deter­minaban hacer la guerra a Claudio, porque querían que el imperio fuese regido por los principales, y que fuesen elegidos, como antes, los mejores para que fuesen emperadores.

En este medio vino Agripa, y como fuese llamado por el Senado, que se juntase en Consejo, y por el César, que le ayu­dase en su ejército, por servirse de él en lo que sucediese y le fuese necesario, viendo Agripa que Claudio con su poder era ya César, juntáse con él; el César lo envió luego por embajador al Senado, por que mostrase su determinación y propósito, di­ciendo que lo habían elegido los soldados contra su voluntad, y lo habían llevado consigo, y que fuera cosa injusta dejar la afición que todos le tenían y desecharla, porque si no la re­cibiera, no se tenía por seguro, diciendo que le bastará esto para moverle envidia, haber sido llamado para reinar, y no haberlo querido aceptar, y que estaba aparejado para administrar el imperio, no como tirano, mas como benigno y clemente príncipe, porque bastante le era a él la honra del nombre, y que dejando todo lo demás al parecer de todos, si él de su natural no era modesto, tenía ejemplo para serlo y para refre­nar su poder, viendo la muerte de Cayo.

Como Agripa hubiese dicho todas estas cosas, respondióle el Senado, casi confiando en su ejército y en sus consejos, que no querían venir en servidumbre de su grado. Y recibida la respuesta de los senadores, volvióles a enviar otra vez a Agripa, diciendo que no podía él entender por qué los había de en­gañar y había de buscar daño para los que le habían encum­brado tanto y le habían hecho Emperador; y que forzado había de mover guerra contra ellos y contra su voluntad, con los cuales no quisiera él pelear en alguna manera del mundo, y que por tanto debían escoger un lugar fuera de la ciudad, en el cual peleasen, porque no era lícito ensuciar su patria con san­gre de los ciudadanos, por causa de la obstinación de ellos.

Dijo Agripa esta embajada al Senado. Estando en esto, uno de aquellos soldados que estaban con los senadores, desenvainó su espada, y dijo: "Compañeros, ¿por qué causa queremos ser matadores y salir contra nuestros propios parientes que siguen a Claudio, teniendo principalmente emperador, a quien no podemos dar culpa en alguna manera, y a quien debemos antes recibir disculpándonos, que no con armas?"

Diciendo estas cosas, salióse por medio del Senado, si­guiéndole todos los otros soldados.

Desamparados los senadores por causa de este hombre, co­menzaron a temer; y viendo que no les era cosa cómoda ni segura contradecir, siguiendo a los soldados, presentáronse a César. Saliéndoles al encuentro con las espadas desenvainadas los que ambiciosamente lisonjeaban al emperador y a su for­tuna, y mataran a cinco en la salida, antes que César pudiese saber el ímpetu de los soldados, si Agripa, corriendo, no le denunciara el peligro grande que había, diciendo que, si no refrenaba el atrevimiento de su gente, que mostraba furor contra la sangre y la vida de los ciudadanos, perdería aquellos que daban lustre al imperio, y sería emperador de la soledad.

Oyendo esto Claudio, detuvo a los soldados y recibió en sus tiendas a todos los senadores; y haciendo a todos gran honra, salió de allí e hizo a Dios sus sacrificios, según tienen por costumbre hacer sus ruegos. Luego también hizo donación a Agripa de todo el reino de su padre, añadiéndole más todo aquello que Augusto habla dado antes a Herodes, es a saber: la región Traconitide y de Auranitide, y además de esto otro reino que solían llamar Lisania.

Hizo que con pregón fuese publicada esta donación, y mandó a los senadores que la pusiesen en el Capitolio escrita en tablas de cobre.

Dió también muchos dones al hermano de Agripa, Herodes, el cual era yerno del mismo Agripa, casado con Berenice, reina de Calcidia.

Veníale a Agripa de lo que le había sido dado mayor renta de lo que se podía pensar, aunque no la gastaba en cosas inú­tiles y desaprovechadas; pero comenzó a hacer un muro en Jerusalén, que si se pudiera acabar, fuera bastante para deshacer el cerco de los romanos cuando cercaban la ciudad; pero antes que esta obra se acabase, él murió en Cesárea, después de haber reinado tres años, y antes había sido tetrarca otros tres. Dejó tres hijas, nacidas de su mujer Cipride, Berenice, Ma­rianima y Drusila, y un hijo de la misma mujer, llamado Agripa. Como fuese éste muy pequeño, Claudio hizo pro­vmcia todo aquel reino, enviando allá por procurador de todo a Cestio Festo, y después de éste, Tiberio Alejandro, los cuales, no trocando algo de las costumbres que los judíos tenían, tuvieron muy pacíficas todas aquellas tierras.

Murió después Herodes, que reinaba en Calcidia, dejando dos hijos de su mujer Berenice, hija de su hermano: el uno llamado Bereniciano, y el otro Hircano; y de la primera mujer, Mariamma, dejó a Aristóbulo.

El otro hermano suyo, llamado Aristóbulo, murió también privadamente, dejando una hija llamada Jopata. Estos eran, pues, los hijos, según dijimos, de Aristóbulo, que fué hijo de Herodes. Alejandiro y Aristóbulo eran hijos de Herodes y de Mariamma, a los cuales su padre mismo hizo matar.

Los descendientes de Alejandro reinaron en Armenia la Mayor.

Capítulo XI. De muchas y varias revueltas que se levantaron en Judea y en Samaria.

 Después de la muerte de Herodes, que reinó en Calcidia, Claudio puso en el reino del tío a Agripa, hijo de Agripa. Tomó el cargo de la otra provincia, después de Alejandro, Cumano, debajo del cual comenzaron a nacer nuevos alborotos, y vinie­ron nuevos daños a todos los judíos; porque, juntándose el pueblo en Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua, estando una compañía de gente romana en los claustros del templo, como era costumbre haber guarda de gente de armas los días festivos, porque los pueblos que allí se juntaban no moviesen alguna novedad, un soldado, desatacándose, mostró a todos los judíos que allí estaban, las vergüenzas de atrás, echando una voz no diferente de la obra que hacía. Por este hecho comen­zóse todo aquel pueblo a quejarse en tanta manera, que se presentaron todos a Cumano pidiendo a voces que fuese casti­gado y sentenciado aquel soldado.

Los mancebos, poco considerados, y naturalmente apare­jados para mover revueltas, comenzaron a revolverse y a echar los soldados a pedradas. Temiendo entonces Cumano se levan­tase todo el pueblo contra él, llamó mucha gente de armas, poniéndola en los claustros del templo. Hubieron gran temor todos los judíos, y dejando el templo, comenzaron a recogerse todos y a huir de allí; pasaron al salir tan grande aprieto al pasar por la gente armada, que murieron pisados con la prisa del salir más de diez mil hombres, y fué la fiesta de muchas lágrir.nas para todos, y por cada casa se oían los llantos.

Además de esto hubo también otro ruido, el cual movieron los ladrones; porque cerca de Bethoron, en el público ca­mino, un criado de César traía el aparato de una casa y cierta ropa con él; y saliéndole ladrones en el camino, se la robaron toda. Enviando después Cumano en pesquisa de ellos, mandó que le trajesen presos, y muy atados, los de aquellos lugares cer­canos, acusándolos de que no habían preso a los ladrones. Por esta ocasión, hallando un soldado en una aldea de aquellas los libros sagrados de la ley, los rompió y quemó.

Viendo esto los judíos, parecióles que les habían destruido y quemado toda su religión; juntáronse de todas partes y vi­nieron juntos con una voz movidos por su superstición, como casi a armas delante de Cumano, a Cesárea, rogándole no dejase sin castigo un hombre que tan gran maldad e injuria había hecho a todo el pueblo. Al ver esto Cumano, conociendo que no se había de sosegar toda aquella multitud de gente si no quedaba satisfecha con el castigo M hombre, condenó al soldado y mandólo llevar públicamente a ejecutar su sen­tencia; y de esta manera, amansados ya los judíos, se fueron.

Levantóse otra revuelta nuevamente entre los galileos y samaritanos, porque en un lugar llamado Geman, que está en el gran campo de Samaria, viniendo un galileo y un judío por ver y gozar de la festividad, fué aquél muerto. Por este hecho se juntaron gran parte de los de Galilea para pelear con los samaritanos. La gente principal y más noble de éstos vi­nieron a Cumano, suplicándole que bajase a Galilea antes que sucediese peor destrucción vengase la muerte del galileo, matando a los culpados en ella. Pero teniendo en más Cumano lo que tenía entonces entre manos que todas estas súplicas y ruegos, despidió a los que se lo rogaban, sin acabar ni hacer algo en ello.

Sabida esta muerte en Jerusalén, movióse todo el pueblo; y dejando la solemnidad del día y de la fiesta, vino la gente popular contra Samaria, sin capitán y sin querer obedecer a príncipe alguno de los suyos, que trabajaban por detenerlos.

Los principales de aquellos latrocinios y de todas aquellas revueltas eran un Eleazar, hijo de Dineo, y Alejandro, los cuales, corriendo por los campos cercanos o vecinos a la región Acrabatana, hicieron gran matanza; Y matando así a hombres, como mujeres y niños, sin perdonara edad alguna, quemaron también todos los lugares.

Oyendo Cumano estas cosas, trajo consigo una compañía de gente de a caballo, la cual se llama de los Sebastenos, por socorrer a los que eran destruídos; y así prendió muchos de aquellos que habían seguido a Eleazar, y mató muchos más. A toda la otra gente que había venido por destruir y talar los campos de Samaria, saliéronles al encuentro los principales de Jerusalén, y cubiertos sus cuerpos con ásperos cilicios y con sus cabezas llenas de ceniza, rogábanles humildemente que dejasen lo que habían comenzado, no moviesen, por vengarse de los samaritanos, a que los romanos destruyesen a Jerusalén, y tuviesen compasión y misericordia de su patria y de su templo, de sus hijos y mujeres propias, sin que quisiesen ponerlo todo en peligro y hacer que por venganza de un galileo todos pereciesen. Conformándose con esto los judíos, dejaron lo que tenían comenzado, y volviéronse. Muchos habla en este mismo tiempo que se juntaban para robar, como suele común­mente acaecer que el atrevimiento crece estando las cosas muy reposadas, los cuales no dejaban región alguna sin robo y rapiña; y el que más atrevido era, éste se mostraba más también en hacer fuerza.

Entonces, viniendo los principales de Samaria a Tiro, delante de Numidio Quadrato, procurador de toda Siria, pi­diendo justicia y venganza de los que les habían robado todas las tierras, vinieron también prontamente allí los más nobles de todos los judíos; y Jonatás, hijo de Anano, príncipe de los sacerdotes, alegaba contra lo que les habían objetado, que los samaritanos habían sido principio de toda aquella revuelta, pues ellos mataron al hombre con toda ley; pero que la causa de las otras adversidades que después habían sucedido, fué Cumano, en no haber querido tomar venganza ni dar castigo a los autores de aquella muerte.

Difirió Quadrato la causa de ambas partes, diciendo que cuando él viniese a todas aquellas regiones, lo examinaría todo; y pasando de allí a Cesárea, ahorcó a todos los que Cumano habla preso. Llegando, pues, a Lida, oyó otra vez las quejas de los samaritanos; y trayendo delante de sí dieciocho judíos que sabía haber sido causa y participantes en la revuelta, mandóles cortar la cabeza. Envió dos príncipes de los sacer­dotes, Jonatás y Ananías, y al hijo de éste, Anano, y algunos otros nobles de los judíos, a César, y envió también parte de la nobleza de Samaria, y mandó al tribuno Celero y a Cumano que navegasen para Roma, a dar cuenta a Claudio de todo lo que había pasado, y darle razón de cuanto había hecho.

Sosegadas ya y puestas en paz todas estas cosas, veníase de Lida a Jerusalén; y hallando que el pueblo celebraba la fiesta de la Pascua sin ruido y sin perturbación alguna, vol­vióse a Antioquía.

Oídas ambas partes en Roma por César, y visto lo que Cumano alegaba y lo que los samaritanos, estaba allí también Agripa defendiendo con gran instancia la causa de los judíos; porque Cumano tenía consigo y en su favor gran parte de la gente principal. Dió sentencia contra los samaritanos, y mandó matar tres de los más nobles de todos ellos; y desterró a Cu­mano, y dió a los judíos, para que lo llevasen a Jerusalén, el tribuno Celero; y que arrastrándolo por la ciudad, delante de todos lo sentenciasen.

Envió, después de ya pasadas estas cosas, a Félix, hermano de Palante, a los judíos, por procurador de toda la provincia y región de ellos, de Galilea y de Samaria.

Levantó también a Agripa más de lo que ser solía en Calcidia, dándole también aquella parte que solía ser admi­nistrada por Félix. Eran éstas las regiones de Trachón, Ba­tanca y Gaulanitis; dióle también el reino de Lisania y la tetrarquía que Varrón había tenido en regimiento; y él murió, habiendo sido emperador tres aflos, ocho meses y treinta días, dejando por sucesor a Nerón, a quien había elegido para que fuese emperador por consejos y persuasiones de Agripina, su mujer, teniendo hijo legítimo llamado Bri­tánico, nacido de su primera mujer, Mesalina, y una hija llamada Octavia, la cual había dado en casamiento a Nerón, entenado suyo. También tuvo de su mujer Agripina una hija llamada Antonia.

Dejaré de contar ahora al presente, por saber que seria importuno, de qué manera Nerón, levantado en los bienes de la fortuna y prosperidad, supo tan mal servirse de todo; y cómo mató a su hermano, a su madre y a su mujer, convir­tiendo después su crueldad contra todos, viniendo a la postre a enloquecer y hacer cosas de hombre indiscreto y sin cordura.

Capítulo XII. De las revueltas que acontecieron en Judea en tiempo de Félix.

 Trataré solamente aquí lo que Nerón hizo contra los judíos. Puso por rey de Armenia a Aristóbulo, hijo de Herodes. Ensanchó el reino de Agripa con cuatro ciudades y más los campos a ellas pertenecientes en la región Perca, Avila, Julia­da, Galilea, Tarichea y Tiberiada. Toda la otra parte de Judea la dejó debajo del regimiento de Félix.

Este prendió al príncipe de los ladrones Eleazar, el cual había robado todas aquellas tierras por espacio de veinte años, y prendió muchos otros con él y enviólos presos a Roma. Prendió también innumerable muchedumbre de ladrones y encubridores de hurtos, los cuales todos ahorcó. Y limpiadas aquellas tierras de esta basura de hombres, levantábase luego otro género de ladrones dentro de Jerusalén: éstos se llamaban matadores o sicarios, porque en el medio de la ciudad, y a mediodía, solían hacer matanzas de unos y otros. Mezclá­banse, principalmente los días de las fiestas, entre el pueblo, trayendo encubiertas sus armas o puñales, y con ellos mataban a sus enemigos; y mezclándose entre los otros, ellos se queja­ban también de aquella maldad, y con este engaño quedábanse, sin que de ellos se pudiese sospechar algo, muriendo los otros.

Fué muerto por éstos Jonatás, pontífice, y además de éste mataban cada día a muchos otros, y era mayor el miedo que los ciudadanos tenían, que no el daño que recibían; porque todos aguardaban la muerte cada hora, no menos que si estu­vieran en una campal batalla. Miraban de lejos todos los que se llegaban, y no podían ni aun fiarse de sus mismos amigos, viendo que con tantas sospechas y miramientos, y poniendo tanta guarda en ello, no se podían guardar de la muerte; antes, con todo esto, era muertos: tanta era la locura, atrevi­miento y arte o astucia en esconderse.

Otro ayuntamiento hubo de malos hombres que no mata­ban, pero con consejos pestíferos y muy malos corrompieron el próspero estado y felicidad de toda la ciudad, no menos que hicieron aquellos matadores y ladrones. Porque aquellos hombres, engañadores del pueblo, pretendiendo con sombra y nombre de religión hacer muchas novedades, hicieron que enloqueciese todo el vulgo y gente popular, porque se salian a los desiertos y soledades, prometiéndoles y haciéndoles creer que Dios les mostraba allí señales de la libertad que habían de tener.

Envió contra éstos Félix, pareciéndole que eran señales manifiestas de traición y rebelión, gente de a caballo y de a pie, todos muy armados, matando gran muchedumbre de judíos.

Pero mayor daño causó a todos los judíos un hombre egipcio, falso profeta: porque, viniendo a la provincia de ellos, siendo mago, queríase poner nombre de profeta, y juntó con él casi treinta mil hombres, engañándolos con vanidades, y trayéndolos consigo de la soledad adonde estaban, al monte que se llama de las Olivas, trabajaba por venir de allí a Je­rusalén, y echar la guarnición de los romanos, y hacerse señor de todo el pueblo.

Habíase juntado para poner por obra esta maldad mucha gente de guarda; pero viendo esto Félix, proveyó en ello; y saliéndoles con la gente romana muy armada y en orden, y ayudándole toda la otra muchedumbre de judíos, dióle la batalla. Huyó salvo el egipcio con algunos; y presos los otros, muchos fueron puestos en la cárcel, y los demás se volvieron a sus tierras.

Apaciguado ya este alboroto, no faltó otra llaga y pos­tema, corno suele acontecer en el cuerpo que está enfermo. juntándose algunos magos y ladrones, ponían en gran tra­bajo y aflicción a muchos, proclamando la libertad y amena­zando a los que quisiesen obedecer a los romanos, por apartar aquellos que sufrían servidumbre voluntaria, aunque no qui­siesen.

Esparcidos, pues, por todas aquellas tierras, robaban las casas de todos los principales; y además de esto los mataban cruelmente: ponían fuego a los lugares, de tal manera, que toda Judea estaba ya casi desesperada por causa de éstos. Cre­cía cada día más esta gente y desasosiego.

Por Cesárea se levantó también otro ruido entre los judíos y siros que por allí vivían. Los judíos pedían que la ciudad tomase el nombre de ellos y les fuese propia, pues judío la había fundado; es a saber, el rey Herodes: los siros que les contrariaban, confesaban bien haber sido el fundador de ella judío; pero querían decir que la ciudad había sido de gentiles y lo debía ser, porque si el fundador quisiera que fuera de los judíos, no hubiera dejado hacer allí imágenes, ni estatuas, ni templos; y por estas causas estaban ambos pueblos en discordia.

Pasaba tan adelante esta contienda, que venían todos a las armas, y cada día había gente de ambas partes que por ello peleaba. Los padres y hombres más vicios de los judíos trabajaban por detenerlos y refrenarlos, pero no podían; y a los griegos también les parecía cosa muy mala mostrarse ser para menos que eran los judíos: éstos les eran superiores, tanto en las fuerzas del cuerpo como en las riquezas que tenían. Pero los griegos tenían mayor socorro de los soldados Y gente romana, porque casi toda la gente romana que estaba en Siria se les había juntado, y estaban aparejados como apa­rentados para ayudar todos a los siros; pero los capitanes y regidores de los soldados trabajaban en apaciguar aquella re­vuelta; y prendiendo a los capitanes, movedores de ella, azo­taban de ellos algunos, y tenían presos y en cárcel a muchos otros. El castigo de los que prendían no era parte para poner temor ni paz entre los otros; antes, viendo esto, se movían más a venganza y a revolverlo todo. Entonces Félix mandó con pregón, so pena de la vida, que los que eran contumaces y porfiaban en ello, saliesen de la ciudad; y habiendo muchos que no le quisieron obedecer, envió sus soldados que los ma­tasen, y robáronles también sus bienes.

Estando aún esta revuelta en pie, envió la gente más noble de ambas partes por embajadores a Nerón, para que en su presencia se disputase la causa y se averiguase lo que de derecho convenía.

Después de Félix sucedió Festo en el gobierno; y persi­guiendo a todos los que revolvían aquellas tierras, prendió muchos ladrones, y mató gran parte de ellos.

Capítulo XIII. De Albino y Floro, presidentes de Judea.

 Pero su sucesor Albino no se hubo tan bien en su regi­miento ni en el gobierno de las cosas, porque no había maldad alguna de la cual no se sirviese; no sólo hacia muy grandes hurtos en las causas civiles que trataba de cada uno, roban­doles los bienes; y no sólo hacia agravio a todo el pueblo con los grandes tributos que cargaba a todos; pero también libra­ba de la cárcel los ladrones que los regidores de las ciudades habían preso; y tomando gran dinero de los parientes de ellos, libraba también aquellos que los presidentes y goberna­dores pasados habían puesto m la cárcel, dejando preso como a muy culpado sólo aquel que no le daba algo.

Creció también el atrevimiento de aquellos que deseaban en este mismo tiempo novedades, y revolverlo todo en Jeru­salén. Los que eran entre éstos más ricos y poderosos, presen­tando muchos dones a Albino, hacían que no se enojase con ellos; y la parte del pueblo, que no se holgaba con el reposo general, juntábase con los amigos y parciales de Albino. Cada uno, pues, de estos malos, armado con escuadrón y compañía de su misma gente, se mostraba entre ellos como príncipe de los ladrones y como tirano, y servíase de la gente de guarda suya para robar a los de mediano estado; y por tanto, aquellos cuyas casas eran destruidas, mansamente callaban; y los que eran libres de estos daños, con el miedo grande que tenían de que les fuese hecho a ellos otro tanto, mostrábanse muy amigos y comedidos, sabiendo por otra parte cuán dignos eran de muy gran castigo.

Perdido habían todos la esperanza de verse jamás libres. Había muchos señores y parecía que ya echaban simiente en este tiempo, de la cual naciese la cautividad que les había de nacer y acontecer.

Siendo tal Albino y de tales costumbres, el que le sucedió, Gesio Floro, fué tal, que comparado con Albino parecía haber éste sido muy bueno: porque Albino había hecho mucho daño y muchos engaños, pero secretamente; y Gesio mostraba su maldad con todos y ejercitábala gloriándose con ella; y regia­se no como regidor ni gobernador de una provincia, sino como enviado por verdugo y por dar castigo y pena, conde­nando a todos sin dejar de usar de todo latrocinio y rapiña, y sin dejar de hacer todo mal y aflicción.

Contra los pobres y gente miserables usaba de toda cruel­dad, y en cometer fealdades y maldades diversas no tenia ver­güenza: porque no hubo alguno que tanto encubriese ni en­gañase con sus engaños la verdad, ni que supiese con mentiras y ficciones dañar tan astutamente. Parecióle que seria cosa de poco, dañar a cada uno particularmente, y con ello hacerse rico; pero desnudaba y robaba todas las ciudades generalmente, dando a todos licencia para robar en su región, con tal que de lo que robasen le hiciesen todos parte. Este, finalmente, fué causa de que toda la región de Judea se despoblase de tal má­nera, que muchos, dejando el asiento de su patria, se pasaban a vivir a provincias extrañas. Y hasta que Cestio Galo fue regidor en la provincia de Siria no hubo alguno de los judíos que osase enviar embajadores contra Floro.

Y como, llegando la fiesta de la Pascua, se viniese a Jeru­salén, salióle al encuentro la muchedumbre de la gente, que sería bien trescientos mil hombres, suplicándole que socorriese a tanta destrucción y ruina de la gente, y daban todos voces que echase de la provincia una ponzoña tan pestilencial corno era Floro; y oyendo las voces que todo el pueblo daba, está­base sentado junto a Galo; y no sólo no se movía de alguna manera, sino aun se burlaba de ellos y se reía de oír ¡os clamores que todos echaban.

Amansando algún tanto el ímpetu y furor del pueblo, Cestio les dijo que él haría que Floro de allí adelante les fuese más amigo, y volvióse a Antioquia. Acompaflóle Floro hasta Cesárea, burlándose con mil mentiras, y fingiendo con gran diligencia guerra contra los judíos, y amenazábales con ella porque sabia bastar aquella para encubrir sus maldades: porque si los dejaba en paz, tenía por cierto que le acusarían delante de César; pero si les procuraba revueltas, con mayor mal se libraría de la envidia, y con mayor daño cubriría los pecados suyos y faltas menores. De esta manera cada día acrecentaba las destrucciones y daños, por hacer que la gente se rebelase contra el Imperio romano.

En este mismo tiempo alcanzaron victoria delante de Nerón, y ganaron el pleito los de Cesárea contra los judíos, y trajeron letras firmadas en testimonio de ello: y con estas cosas la guerra de los judíos tomaba principio a los doce años del imperio de Nerón, y a los diecisiete del reino de Agripa, en el mes de mayo.

Capítulo XIV. De la crueldad que Floro ejecutaba contra los de Cesárea y Jerusalén.

No se sabe haber habido causas bastantes ni idóneas para mover tantos y tan grandes males corno se levantaron, por lo que arriba hemos dicho. Los judíos que vivían y habitaban en Cesárea, tenían su sinagoga cerca de un lugar, cuyo señor era Un gentil natural de Casárea; y muchas veces habían trabajado por quitarle la señoría que tenía sobre él y todo su derecho, ofreciendo de darle mucho más que la cosa valía. Pero el señor del lugar no se contentó con despreciar los rue­gos que le hacían por aquello; antes, por hacerles pesar y causarles mayor dolor, edificó en el mismo lugar muchas ta­bernas, dejándoles muy estrecho camino y muy angosto lugar para pasar. Al principio algunos de los más mancebos traba­jaban por resistirle y vedar la edificación. Y como Floro, los refrenase para que no lo vedasen, no teniendo los nobles de los judíos que lo hiciesen, corrompieron a Floro con ocho ta­lentos que le dieron por que vedase la edificación. Prometió éste hacer todo lo que le pedían, teniendo ojo solamente a cobrar lo que le habían prometido.

Recibido el dinero, salióse luego de Cesárea y fuése a Sebaste, dando licencia y permitiendo que revolviesen el pue­blo, ni más ni menos que si hubiera vendido a la gente prin­cipal de los judíos, lugar para que peleasen. Luego al día si­guiente, que era un sábado, fiesta de los judíos, juntándose el pueblo en la sinagoga, un hombre de Cesárea, sedicioso y amigo de revueltas, puso delante del lugar por donde todos habían de entrar, un vaso de Samo, y allí sacrificaban las aves. Este hecho encendió a los judíos y los movió a mucha ira, porque decían haber sido su ley injuriada y quebrantada por aquéllos, y que el lugar había sido ensuciado feamente. La parte de los judíos más moderada y más constante deter­minaba quejarse delante de los jueces otra vez nuevamente por esta injuria; pero la juventud y cuantos judíos había, mancebos y amigos también de revueltas, viendo esto, se movían a contiendas.

Los revolvedores de Cesárea estaban también aparejados para pelear, porque adrede habían enviado aquel hombre que hiciese allí aquellos sacrificios; y de esta manera, concurriendo ambas partes, fácilmente se trabaron a la pelea. Pero sobre­viniendo allí Jucundo, capitán de la caballería, el cual había para vedarles que peleasen, mandó quitar luego el vaso que había sido puesto por el cesariano, y trabajaba por apaciguar el ruido.­

Siendo vencido éste por la fuerza de los cesarianos, los judíos luego arrebatando los libros de la ley, apartáronse ha­cia Narbata.

Es ésta una región de ellos, lejos de Cesárea sesenta esta­dios, y doce de los principales con Juan, se vinieron a Sebaste delante de Floro, quejándose de lo que había acontecido, y rogábanle que los ayudase haciéndole acordar de los diez talexitos que le habían dado, aunque con arte y disimulación; mas él los mandó prender, acusándolos que por qué causa habían osado sacar las leyes de Cesárea. Por esto se indigna­ban mucho los de Jerusalén, pero refrenaban aún su ira como mejor les era posible.

Floro, como que no entendiese en otra cosa sino en mo­verlos e incitarlos a guerra, envió al tesoro sagrado hombres que sacasen diecisiete talentos, fingiendo que los gastos que César hacía requerían todo aquel dinero. Visto esto, el pue­,blo quedó muy confuso, y corriendo todos al templo, con grandes voces apellidaban todos a César, suplicándole que los librase de la tiranía de Floro. Algunos había entre éstos que buscaban revueltas mayores, maldecían a Floro, y decían de él muchas injurias; y tomando una canasta iban por la ciudad pidiendo limosna para él, como si estuviera con la mayor miseria y pobreza del mundo.

Pero con todas estas cosas no hizo mutación alguna en sus codicias, antes fué mucho más movido a robarlos.

Como finalmente debiera, viniendo a Cesárea a matar el fuego de la guerra que se levantaba, y quitar toda la causa de revueltas, por lo cual había antes recibido paga y lo había prometido, dejando todo esto, vínose con ejército de a pie y de a caballo para servirse de él en todo lo que quería, y para poner miedo y amenazas grandes en la ciudad.

Queriendo amansar su ira, el pueblo salió al encuentro a todos los soldados con los favores acostumbrados, y para hacer las honras a Floro que antes solían hacer a todos; pero él, enviando delante un capitán llamado Capitón, con cincuenta hombres de a caballo, les mandó que se volviesen; y que ha­biendo dicho antes tanto mal de él, no quería que se burlasen, haciéndole honras falsas y fingidas. Porque convenla, si eran valerosos hombres y varones constantes y de ánimo firme, afrentarlo ahora también en su presencia, y mostrar el deseo y voluntad que tienen de la libertad, no sólo con palabras, pero también con las armas.

Espantado el pueblo con estas palabras, y echándose los soldados que habían venido con Capitón, por medio, los judíos se dispersaron, huyendo antes de saludar a Floro y antes de hacer algo con los soldados de todo lo que se solla hacer. Recogiéndose, pues, cada uno en su casa, pasaron sin dormir toda aquella noche.

Floro se aposentó en el Palacio Real, y luego el otro día después, saliendo en tribunal contra ellos, asentóse, más alto de lo que solía; y juntándose los principales de los sacerdotes y toda la nobleza de la ciudad, vinieron todos delante del tribunal. Mandóles Floro que luego le diesen todos aquellos que hablan dicho mal de él, amenazándoles que tornaría en ellos venganza si no le presentaban y hacían saber quiénes eran.

Respondieron los judíos que su pueblo no había hablado mal de él; y que si alguno había errado en el hablar, suplicá­banle que lo perdonase, porque en tanta muchedumbre de gente no era de maravillar que se hallasen algunos malos y sin cordura, mozos y de poca prudencia, y que les era impo­sible señalar los que en aquello hablan pecado, viendo que a todos generalmente pesaba, y se mostraban aparejados para negarlo con el temor que todos tenían. Pero dijeron que si él buscaba el reposo de la gente, y si quería guardar y conservar la ciudad bajo del Imperio romano, debía antes dar perdón a tan pocos que lo habían ofendido, teniendo mayor cuenta con tantos corno estaban sin culpa, que no perturbar y poner en revuelta tantos buenos como había, por dar castigo a muy pocos malos.

Respondió él a esto muy indignado y airado, mandando a sus soldados que robasen el mercado o plaza adonde las cosas se vendían, que era esto en la parte más alta de la ciudad, y que matasen a cuantos les viniesen al encuentro. Ellos entonces, con la codicia grande que tenían y con la licencia y manda­miento que su señor les había dado, robaron, no sólo el lugar que les era mandado, pero aun saltando por todas las casas de los ciudadanos, matábanlos a todos; y huyendo todos por las estrechuras de las calles, mataban los que podían hallar, sin que hubiese ningún término ni fin en lo que robaban.

Prendiendo también a muchos de los nobles, llevábanlos a Floro, a los cuales, después de haberlos mandado cruelmente azotar, mandábalos ahorcar. Mataron aquel día, entre muje­res y niños con los demás, porque no perdonaron aún a los niños de teta, seiscientos treinta.

Hacía más grave esta destrucción la novedad que los ro­manos usaban: porque osó Floro lo que hombre ninguno antes había hecho, azotar los nobles y caballeros en su mismo Tribunal, y después los ahorcó; y aunque éstos eran de su natural judíos, todavía la honra y dignidad de ellos era romana.

Capítulo XV. De otra matanza y destrucción hecha en Jerusalén.

 En este mismo tiempo el rey Agripa había pasado a Ale­jandría, por visitar, como huésped, a Alejandro, enviado por Nerón por procurador y regidor de todo Egipto. Pero su her­mana Berenice, que estaba entonces en Jerusalén, viendo la maldad que los soldados usaban con los judíos, recibió por ello gran pena y gran tristeza; y enviando muchas veces los capitanes de su caballería, y algunas otras las guardas de su propia persona, suplicaba a Floro que cesase y dejase de hacer tan grandes matanzas.

No teniendo cuenta Floro, con la muchedumbre de los muertos, y no haciendo caso de cuanto la reina le rogaba, ni de su nobleza, y teniendo sólo ojo a su ganancia, que se acre­centaba con los robos que hacían, menosprecióla; y sus sol­dados también osaron atreverse contra la reina: porque no sólo mataban a los que le venían al encuentro, pero a ella misma, si no se recogiera en su palacio, la hubieran muerto.

Allí pasó toda la noche sin dormir, puesta muy en orden su guarda, temiéndose le diesen asalto los soldados. Había ella venido por hacer oración a Dios y cumplir sus votos a Jeru­salén: porque todos los que caen en enfermedad, o en otras necesidades, tienen por costumbre estar treinta días en ora­ción antes de hacer algún sacrificio, y abstinencia de beber vino, y raerse la cabeza. Cumpliendo, pues, esta costumbre la reina Berenice, vino con los pies descalzos delante M tribunal de Floro, por suplicarle lo que antes había hecho; y además de que no le hizo alguna honra, estuvo en peligro de perder la vida. Pasaron estas cosas a los dieciséis días del mes de mayo.

Juntándose después, otro día, gran muchedumbre de gente en la plaza que arriba dijimos, quejábase a grandes voces por los que hablan sido muertos, y principalmente de Floro. Te­miéndose la gente principal de esto, y los pontífices rompiendo sus vestiduras y tomando a cada uno particularmente, pedían­les que no hablasen tales palabras, por las cuales habían su­frido ya tantos males y daños, rogando a todos que no qui­siesen mover a Floro a mayor indignación. Apaciguóse el pueblo de esta manera, tanto por reverencia de los que los rogaban, cuanto por la esperanza que tenían que Floro no volvería otra vez su crueldad contra ellos.

Pesaba mucho a Floro ver el pueblo apaciguado, y desean­do otra vez moverlos en revuelta, mandó que viniesen delante de él los pontífices y toda la nobleza, y les dijo que para hacer que no tuviesen ya más revueltas y novedades, solamente veía un remedio, y era que saliese el pueblo a recibir los soldados que venían de Cesárea, que eran hasta dos capitanías o com­pañías de gente; y habiéndose juntado el pueblo para esto, mandó a los centuriones o capitanes de ellos, que no saludasen a los judíos cuando les saliesen al encuentro, y que si sintiendo esto hablaban algo atrevidamente, diesen todos en ellos.

Juntando, pues, el pueblo en el templo, los pontífices rogaban a todos que saliesen a recibir a los romanos y que hiciesen su salutación a las compañías que venían, antes que les sucediese algún mayor daño. Los escandalosos y gente ami­ga de revueltas no querían obedecer a estos ruegos y amones­taciones; y todos los demás, por el gran dolor que tenían de ver tantas muertes como habían malamente cometido, tam­poco les querían obedecer, antes se juntaban con los que es­taban aparejados para revolverlos. Entonces, viendo esto los sacerdotes y levitas, sacaron todos los ornamentos del templo y todos los vasos sagrados: salieron también todos los músicos, cantores y órganos, y echábanse delante del pueblo, rogán­doles encarecidamente que concediesen aquello por guardar la honra del templo y por no mover con injurias a que los romanos les robasen el templo y las cosas sagradas.

Era cosa de ver los príncipes de los sacerdotes con las cabezas llenas de ceniza, y rotas las vestiduras de sus pechos, mostrarlos desnudos, moviendo a todos los nobles, nombrando a cada uno por su nombre; y otra vez a todo el pueblo jun­tamente, rogando que no quisiesen, por un pecado pequeño, entregar su patria a gentes que tanto deseaban robarlos y darles saco; porque, ¿qué provecho podían sacar los soldados de que los judíos los saludasen, o qué corrección podían dar a todo lo que había acontecido, si al presente no se refrenaban y detenían su fuerza?

Mas si, al contrario, recibían solemnemente a los soldados que venían, quitaban a Floro toda ocasion de batalla y de re­vueltas, y ellos salvaban su patria; y además de esto, excusa­ban verse en peligro que no experimentasen y sufriesen algo que les fuese peor. Decían más: que si tanta muchedumbre se juntaba con tan pocos revolvedores, debía ser esto más para darles consejo de paz, que no de mayor revuelta y escándalo.

Doblegando con estas amonestaciones y consejos la mu­chedumbre, amansaron también a los revolvedores, a unos con amenazas, a otros con su autoridad y reverencia; y salier­on ellos primero, siguiéndoles después todo el pueblo al en­cuentro y a recibir los soldados que venían. Acercándose unos a otros, los judíos los saludaron; y no respondiendo algo los soldados, los judíos revolvedores comenzaron a decir a voces que todo aquello se hacía por consejo de Floro. Oyendo esto los soldados, prendiéronlos y comenzaron a apalearlos; y per­siguiendo a los que huían, matábanlos bajo los pies de los caballos. En esta persecución morían muchos heridos por los romanos, y muchos más bajo los pies, cuando caían huyendo: y en las puertas se hizo muy grave daño, adonde muchos se ahogaron; deseando los unos pasar primero que los otros, dete­níanse mucho más, y la muerte de los que caían era muy difícil y penosa, porque morían ahogados y pisados de todos, y ninguno podía quedar conocido Por sus parientes, para que después pudiese ser sepultado. Hacíanles también fuerza los soldados sin alguna templanza, matando a cuantos podían haber; y por la calle o entrada llamada Bezetha, oprimían la muchedumbre de la gente por apoderarse de la torre Antonia y del templo.

Alcanzándolos Floro, sacó del palacio la gente que con él estaba y trabajaba por pasarse a la torre. Pero fué burlada su fuerza, porque ensañándose el pueblo contra ellos, subíanse por las techumbres de las casas, y de lo alto, a pedradas, ma­taban a los romanos; y siendo vencidos por la muchedumbre de saetas que de allá arriba les tiraban, ni pudiendo defenderse de la muchedumbre que procuraba pasar por aquellas entradas muy estrechas, recogiéronse al otro ejército que estaba en el palacio.

Pero temiendo los revolvedores que sobreviniendo Floro les entrase en el templo y tomase posesión de él, subiéronse al templo por la torre Antonia y cortaron y derribaron los portales por donde se juntaba el templo con la torre, por refrenar, ya desesperados, la grande avaricia de Floro: porque teniendo codicia y gran deseo de los tesoros sagrados, no tra­bajase de pasar por la torre Antonia por sólo haberlos.

Viendo cortados y derribados los medios que había para ello, perdió el ímpetu que traía y quísose reposar, y convocando todos los principales de los sacerdotes y toda la Corte dijo que él se salía de la ciudad; pero que dejaba en ella guar­nición de gente, tanta cuanta ellos mismos quisiesen. Res­pondiendo ellos a esto que ninguna novedad habría ni menoe se levantaría algo si solamente dejaba una compañía, con tal que no fuese aquella que poco antes habla peleado y tenidc revuelta con los ciudadanos, porque el pueblo estaba enojado y muy sentido de lo que de ellos habían todos sufrido; y mudándoles la compañía según le rogaban, volvióse a Cesárea con todo el otro ejército.

Capítulo XVI. De lo que hizo el tribuno Policiano, y del razonamiento que Agripa hizo a los judíos, aconsejándoles que obedeciesen a los romanos.

 Inventando otro consejo nuevo para moverlos a guerra, acusólos delante de Cestio, diciendo cómo se habían querido rebelar; y mintiendo desvergonzadamente, dijo haber sido ellos la causa de todo lo que habían padecido.

No callaron los príncipes de Jerusalén lo que había pasado; antes ellos, juntamente con Berenice, vinieron a contar y hacer saber a Cestio todo cuanto Floro había hecho en la ciudad injusta e inicuamente. Tomando él las cartas de ambas partes, aconsejábase con sus príncipes sobre lo que le convenía hacer: algunos eran de parecer que Cestio debía venir con su ejército a Judea a vengarse y castigar la rebelión, si había pasado como se contaba, o asegurar más a los judíos y vecinos naturales de aquel reino; pero a él le pareció y agradó más enviar delante a uno de los principales de los suyos, que le pudiese traer certidumbre de los negocios y consejos de los judíos. Para esto envió un tribuno llamado Policiano, el cual, viniendo a encontrarse cerca de Pamnia con Agripa, que volvía de Alejandría, descubrióle a dónde iba, y también la causa por qué era enviado.

Habían trabajado Por hallarse con ellos los pontífices de los judíos y toda la nobleza y gente de su corte, haciendo su acatarniento, por renovar los oficios reales. Después que lo hubieron recibido con la honra y benignidad que les fué posibles quejáronse de las injurias que les habían sido hechas, con tantas lágrimas cuantas pudieron, y contáronle la crueldad que había Floro usado con ellos. Aunque la reprendió Agripa, todavía convirtió sus quejas contra los judíos, de quienes él tenía muy gran compasión y piedad, con intención de enfrenarlos y apaciguarlos, porque haciéndoles entender que no habían padecido alguna injuria, perdiesen la voluntad y deseo que tenían de venganza.

Viendo esto todos los buenos y los que por conservar sus bienes y posesiones deseaban la paz y reposo común, entendían claramente que la reprensión del rey estaba llena de toda clemencia. El pueblo de Jerusalén salió sesenta estadios, que son cerca de siete millas, afuera, por recibir a Agripa y a Policiano y hacer en ello su deber; pero las mujeres lamentaban con grandes llantos las muertes de sus maridos; y como las oyese todo el otro pueblo, comenzó también a llorar, suplicando a Agripa que tuviese misericordia y compasión en aconsejar a toda aquella gente; decían también a voces a Policiano que entrase dentro de la ciudad, y que viese lo que Floro había hecho. Así le mostraron todo el mercado despoblado de gente, destruídas las casas; y después, por medio de Agripa, persuadieron a Policiano que él con un solo criado rodease toda la ciudad hasta Siloa, hasta que conociese y viese claramente con sus ojos, que los judíos obedecían a todos los otros romanos, y que sólo a Floro contradecían, por la gran crueldad que contra ellos había usado.

Habiendo, pues, él rodeado la ciudad y teniendo harto manifiesta señal y experiencia de la mansedumbre del pueblo, subió al templo, adonde quiso que la muchedumbre del pueblo fuese llamada, y loando muy largamente la fidelidad de ellos para con los romanos, habiendo hecho muchas amones taciones para que todos trabajasen en conservar la paz, adoró a Dios y sus cosas santas; pero no pasó del lugar que la religión de los judíos le permitía, y acabado todo esto volviáse a Cestio.

El pueblo de los judíos, convirtiendo sus llantos al rey y a los pontífices, suplicaba que se enviasen embajadores a Nerón sobre las cosas que Floro había hecho, por que no diesen ocasión de sospechar haber querido ellos hacer alguna traición, si por ventura callaban tan gran matanza como habla sido hecha; y parecíales que ciertamente mostraran haber sido Floro la causa y el comienzo de todo lo hecho; y érale manifiesto ciertamente que el pueblo no se reposara, si alguno quisiera impedir o prohibirles que no enviasen esta embajada.

 Pareciale a Agripa que movería envidia contra sí, si él ordenaba embajadores que fuesen a acusar delante de César a Floro; y por otra parte vela no serle cosa conveniente menospreciar a los judíos, que estaban ya movidos para hacer guerra; por tanto, convocó el pueblo en un ancho portal, y poniendo en lo alto a su hermana Berenice en la casa de los Asamoneos, porque venia ésta a dar encima de aquel portal, contra la parte más alta de la ciudad, porque el templo se juntaba con este portal con un puente que había en medio, Hízoles este razonamiento:

«No me hubiera atrevido a parecer delante de vosotros, y mucho menos aconsejaros lo necesario, si viera que estabais todos prontos y con voluntad de hacer guerra a los romanos, y que la parte mayor y mejor de todo el pueblo, no desease guardar y conservar la paz, porque de balde y superfluo pienso yo que es tratar delante del pueblo de las cosas provechosas, cuando la intención, el ánimo y el consentimiento de todos es aparejado e inclinado a seguir la peor parte; pero porque la edad hace algunos de los que estáis presentes ignorantes y sin experiencia de los males de la guerra, a otros la esperanza mal considerada de la libertad, algunos se inflaman y encienden con la avaricia, pensando que cuando todo esté confuso, con la revuelta y confusión se han de aprovechar y enriquecer, me pareció cosa muy necesaria mostraros a todos juntamente lo que me parece seros conveniente y provechoso, a fin de que los que con tal error están, se corrijan y desengañen, y por consejos malos de pocos, no perezcan también los buenos; por tanto, ruego no me sea alguno impedimento ni estorbo en lo que diré, aunque no oiga lo que su avaricia pide y desea, y los que están movidos con ánimo de rebelarse, sin que haya esperanza de poder ser revocados a otro parecer, muy bien podrán permanecer, después de mi habla y consejo, en su determinación y voluntad; pero si todos juntamente no me conceden licencia y silencio para hablar, serán causa que no me puedan oír aquellos que tanto lo desean.

"Sabido tengo haber muchos que encarecen las injurias recibidas por los gobernadores de las provincias, y levantan trágicamente con loores la libertad. Antes que yo me ponga a mirar y descubriros quiénes seáis y cuáles vosotros, y quiénes aquellos contra los cuales presumís de emprender guerra, quiero hacer una división de las causas que vosotros pensáis estar muy juntas, porque si pretendéis vengaros de los que os han injuriado, ¿qué necesidad hay de ensalzar con tan grandes loores la libertad? Y si os parece que el estar sujetos es cosa indigna que se sufra, de balde juzgo que es quejaros de los regidores, porque por muy moderados que sean con vosotros, no será por esto menos torpe y feo estar en servidumbre. Pues considerad ahora cada cosa particularmente, y conoced cuán pequeña causa y ocasión tengáis para moveros a guerra. Considerad primero los errores y faltas de los regidores: debéis saber que los poderosos han de ser honrados y no tentados con riñas e injurias; mas si queréis pesar tantos pecados tan pequeños, movéis ciertamente contra vosotros aquellos a quienes injuriáis, de tal manera, que los que antes secreta y escondidamente y con vergüenza os dañaban, son después movidos a robaros y dañaros pública y seguramente.

"No hay cosa que tanto detenga y reprima las aflicciones, corno es la paciencia y quietud de aquellos a los cuales es hecho el daño, y tanto avergüence y ponga en confusión a los que de él suelen ser causa; pues poned por caso que los enviados por regidores a las provincias son muy molestos y muy enojosos; no por eso debéis echar la culpa a los romanos, y decir que ellos os injurian, ni a César tampoco, contra quien queréis ahora mover guerra. No debéis creer que por su mandato sea malo alguno de los que os envía por gobernadores, ni pueden ver los que están en Occidente lo que se hace en Oriente, ni aun tampoco allá se puede oír ni saber fácilmente lo que por acá se trata; y así seria una cosa muy importuna moverse con pequeña causa contra tan grandes señores, pues ellos no saben las cosas de que nos quejamos.

"De los daños que nos han sido hechos, fácilmente tendremos enmienda y corrección, porque no tendrá siempre este Floro la administración de esta provincia, antes es cosa creíble que los que le sucederán serán más modestos y mejor regidos; mas la guerra, si una vez es comenzada, no es tan fácil dejarla ni tampoco sostenerla. Los que son tan sedientos de la libertad, debieran primero trabajar y proveer en guardarla y conservarla, porque la novedad de verse en servidumbre suele ser muy importuna y molesta, y por no venir a ella parece ser justa cosa emprender la guerra; pero aquel que ya una vez está sujetado y después falta, más parece, cierto, esclavo rebelde y contumaz, que no amador de libertad. Por esto se debió hacer todo lo posible por que no fueran recibidos los romanos, cuando Pompeyo comenzó a entrar en este reino y provincia.

"Nuestros antepasados y sus reyes, siendo en dineros, cuerpos y ánimos, mucho más poderosos y valerosos que vosotros, no pudieron resistir a una pequeña parte del poder y fuerza de los romanos; y vosotros, que habéis recibido esta obediencia y sujeción, casi como herencia, y sois en todas las cosas menores y para menos que fueron los que primero les obedecieron, ¿pensáis poder resistir contra todo el imperio romano?

'Tos atenienses, que por la libertad de la gente griega dieron en otro tiempo fuego a su propia patria, y persiguieron muy gloriosamente, cerca de Salamina la pequeña, a Jerjes, rey soberbísimo, huyendo con una nao, el cual por las tierras navegaba, y caminaba por los mares, cuya flota y armada a gran pena cabía en la anchura de la mar, y tenía un ejército mayor que toda Europa; los atenienses, que resistieron a tantas riquezas de Asia, ahora sirven a los romanos y les son sujetos, y aquella real ciudad de Grecia es ahora administrada por regidores romanos. Los lacedemonios también, después de tantas victorias habidas en Termópila y Platea, y después de haber Agesilao descubierto y señoreado toda el Asia, honran y reconocen a los romanos por señores. Los macedonios, que aun les parece tener delante a Filipo y a Alejandro, prometiéndoles el imperio de todo el mundo, sufren la gran mudanza de las cosas y adoran ahora aquéllos, a los cuales la fortuna se pasó y tanto favorece.

"Otras muchas gentes hay que, siendo mucho mayores y confiadas en mayor fuerza para conservar su libertad, las vemos todavía ahora reconocer y se sujetan en todo a los romanos; ¿y vosotros solos os afrentáis y no queréis estar sujetos a los romanos, cuya potencia veis cuánto domina? ¿En qué ejércitos o en qué armas os confiáis? ¿A dónde tenéis la flota y armada que pueda discurrir por el mar de los romanos? ¿A dónde están los tesoros que puedan bastar para tan grandes gastos? ¿Por ventura pensáis que movéis guerras contra los árabes o egipcios? ¿No consideráis la potencia del imperio romano? ¿No miráis para cuán poco basta vuestra fuerza? ¿No sabéis que muchas veces vuestros propios vecinos os han vencido y preso en vuestra ciudad?

"Mas la virtud y poder invencible de los romanos pasa por todo el mundo, y aun algo más han buscado de lo contenido en este mundo, porque no les basta a la parte del Oriente tener todo el Eufrates, ni a la de Septentrión el Istro o Danubio, ni les faltan por escudriñar los desiertos de Libia hacia el Mediodía, ni Gades al Occidente; mas aun además del océano buscaron otro mundo y vinieron hasta las Bretañas, que es Inglaterra, tierras antes no descubiertas ni conocidas, y allá pasaron su ejército. Pues qué, ¿sois vosotros más ricos que los galos, más fuertes que los germanos y más prudentes y sabios que los griegos? ¿Sois por ventura más que todos los del mundo? ¿Pues qué confianza os levanta contra los romanos?

»Responderá alguno, diciendo que servir es cosa muy molesta y enojosa. ¿Cuánto más molesto será esto a los griegos, que parecían tener ventaja en nobleza a todos los del universo y y poco ha que eran señores de una provincia tan grande y tan ancha, que ahora obedecen y están sujetos a seis varas que se suelen traer delante de los cónsules romanos? A otras tantas obedecen los macedonios, los cuales, por cierto más justamente que vosotros, podrían defender su libertad. ¿Pues qué diremos de quinientas ciudades que hay en el Asia? ¿Por ventura no obedecen todas a un gobernador sin gente alguna de guarnición, y están sujetos todos a una vara del cónsul romano? ¿Pues para qué me alargaré en contar y hacer mención de los heniochos, de los colchos y de los que viven en el monte Tauro? Y los bosforanos, las naciones que habitan en la costa del mar del Ponto y las gentes meóticas, las cuales en otro tiempo ningún señor conocían aunque fuese natural, y ahora están sujetos a tres mil soldados, y cuarenta galeras guardan pacifica la mar que no solía ser antes navegable. Pues, cuán grande y cuán poderosa era Bitinia y Capadocia, y la gente de Panfilia, la de Lidia y la de Cilicia. ¿Cuántas cosas podrían todas hacer por su libertad? Ahora las vemos que pagan sus tributos todas, sin que fuerza de armas les obligue a ello.

»Pues ¿y los de Tracia? Estos poseen una provincia que apenas se puede andar la anchura en cinco días, y en siete lo que tiene de largo; tierra más áspera y fuerte que la vuestra, la cual detiene los que allá pasan con el hielo tan grande; ahora obedecen a los romanos con dos mil hombres que hay allá de guarnición. Después de éstos, los de Dalmacia y los ¡líricos, que viven junto al Istro, también están sujetos con solas dos compañías de soldados que están allá, con las cuales se defienden de los de Dacia: pues los mismos de Dalmacia, que trabajaron tanto por guardar y conservar su libertad siendo muchas veces presos, se rebelaron una vez con muy gran furia, y ahora viven reposados en sujeción de una legión de romanos.

»Pero sí algunos había que tuviesen causas y razones para moverse a defender su libertad, eran los galos, por estar naturalmente proveídos de tantos amparos y defensas, porque por la parte del Oriente tienen los Alpes, por la de Septentrión tienen el rio Rhin, por la del Mediodía los montes Pirineos, y por la parte occidental el ancho Océano; pero con toda esta defensa, y siendo tan populosa, que tiene trescientas quince naciones diversas en si, y siendo tan abundosa de fuentes que casi la riegan toda, lo cual es gran felicidad doméstica, todavía están sujetos a los romanos y les pagan pechos, y tienen puesta toda su dicha y prosperidad en la de los romanos, no por flojedad de ánimos ni por falta de nobleza de linaje, pues han peleado y hecho guerra por la libertad más de ochenta años; pero maravillados de la fuerza de esta gente y de la fortuna y prosperidad de los romanos, los han temido, porque con ella han muchas veces alcanzado mucho más que no con las guerras, y. finalmente, están sujetos a mil doscientos soldados, teniendo casi mayor número de ciudades.

»Ni a los iberos pudo bastar el oro que les nace en los ni las guerras que hacían por su libertad, ni les en tan apartada de Roma por tierra y por mar, como eran los lusitanos y belicosos cántabros, ni la vecindad del mar Océano, que aun a los que moran cerca de él es terrible y espantoso con sus bramidos; los romanos pusieron a todos en su sujeción, alargando las armas y extendiendo su poder más allá de las columnas de Hércules: pasaron cual nubes por las alturas de los Piríneos, los cuales sujetaron a su imperio. Y de esta manera a gente tan belicosa y tan apartada, según arriba dijimos, les basta ahora una legión para tenerlos domados.

»¿Quién de vosotros no ha oído hablar de la muchedumbre de los germanos? La fortaleza y grandor de sus cuerpos, según pienso, todos la habéis visto muchas veces, porque los romanos los tienen en todas partes cautivos, los cuales poseen unas regiones tan espaciosas y grandes, y tienen mayores ánimos que los cuerpos, y no temen la muerte, y son más vehementes en la ira e indignación que las bestias fieras; todavía tienen ahora el Rhin por término, y son domados por ocho legiones de romanos; y los que están presos y sirven como esclavos, y toda la otra gente pone su salud en la huida y no en las armas. Considerad, pues, también ahora los muros de los britanos, vosotros que tanto confiáis en los de Jerusalén. Aquéllos están rodeados con el océano, y su tierra es casi tan grande como la nuestra; y los romanos con sus navegaciones los han sujetado, y cuatro legiones de gente romana guardan y tienen en paz una isla de tanta grandeza.

»Pero ¿qué necesidad hay de más palabras, pues vemos que los partos, gente tan belicosa y que mandaba antes a tantos pueblos, abundosos de tantas riquezas, envían ahora rehenes a los romanos, y vemos que toda la principal nobleza del oriente sirve ahora en Italia con nombre y muestras de paz?

»Pues que todos los que viven debajo del cielo temen y honran las armas de los romanos, ¿queréis vosotros solos ha­cerles guerra? ¿No consideraréis el fin que han tenido los cartagineses, los cuales, glori5ndose con aquel gran Aníbal, y descendiendo ellos de la generación y cepa de los de Fe­nicia, fueron todos vencidos y derribados por Escipión?

»Ni los cireneos descendiendo de Lacedemón; ni los mar­maridas, cuyo poder se ensanchaba hasta aquellos desiertos solos y secos; ni los terribles y valerosos sirtas, los nasamones y mauros, ni la muchedumbre del pueblo de Numidia im­pidieron ni estorbaron el poder y virtud de los romanos.

»Mas la tercera parte del mundo, en la cual hay tantas naciones que no se podrían ligeramente contar, rque desde el mar Atlántico y las columnas de Hércules hasta el mar Bermejo, en diversos lugares hay infinito número de etiopes, todavía la tomaron toda por armas; y además del trigo y provisión que cada año envían a los romanos, pagan también otro tributo, y sirven de voluntad con otros gastos al imperio: no tienen por cosa de afrenta hacer cuanto la es mandado, como vosotros, y no hay con todos ellos más de una legión romana.

 »Pero ¿qué necesidad hay de tomar ejemplos tan de lejos para declarar la potencia de los romanos? Podéisla ver y conocer claramente con ejemplo de Egipto vecina vuestra, porque alargándose esta tierra hasta la Etiopía y hasta la fértil y feliz Arabia, y siendo también cercana a la India, pues confina con ella, teniendo setecientos cincuenta millones de gentes, sin el pueblo de Alejandría, paga muy de voluntad sus tributos, la cantidad de los cuales fácilmente se puede estimar por el número de la gente; y no se afrentan ni se tienen por indignos de estar sujetos al imperio romano, aunque sea incitada a rebelión de Alejandría, abundosa de gentes y riquezas, y no menor en grandeza, porque tiene de largo treinta estadios, y de ancho no menos de diez; paga mes que pagáis vosotros cada año, y además del dinero provee de pan a los romanos por espacio de cuatro meses. Está fortalecida por todas partes, o de desierto nunca andado, o de mar adonde no se puede tomar puerto, o de rios y lagunas; mas ninguna cosa de éstas fué tan fuerte como a fortuna de los romanos, porque dos legiones que quedan en la ciudad refrenan a Egipto y a toda la nobleza de Macedonia.

»¿Pues a quiénes tomaréis por compañeros para la guerra? Todos los que viven en el mundo habitable son romanos, o a ellos sujetos, si no es que alguno de vosotros extienda sus esperanzas más allá del Eufrates, y piense que la gente de los adiabenos, por ser de su parentesco, le ha de venir a ayudar. Mas éstos no querrán por una cosa sin razón envolverse en una guerra tan grande; y aunque quisiesen hacer cosa tan afrentosa, no se lo consentirían los partos, porque cuidan de guardar la amistad que tienen con los romanos, y pensarán ser rota la confederación si alguno de los que están sujetos a su imperio y mando intentaba guerra contra los romanos. Pues no hay otra ayuda ni socorro sino el de Dios; mas a éste también le tienen los romanos, porque sin ayuda particular suya, imposible sería que ‑imperio tal y tan grande permaneciese y se conservase.

"Considerad también cuán difícil cosa será en la guerra guardar bien vuestra religión, a que tanta afición tenéis, aunque tuvieseis guerra con hombres de mucho menos poder que vosotros, y que traspasándola ofendéis a Dios, pensando que por ella os ha de ayudar; porque si queréis, según la costumbre, guardar los sábados sin daros a alguna obra, seréis fácilmente presos. Así lo han experimentado vuestros antepasados cuando Pompeyo trabajó por pelear principalmente en estos días, en los cuales los que eran acometidos estaban en reposo. Y si en la guerra quebrantáis la ley de vuestra patria, no sé por qué peleáis por lo que resta. Vuestro intento ahora no es más que hacer que no sean quebrantadas las leyes de vuestra patria. ¿De qué manera, pues, osaréis llamar e invocar a Dios que os ayude, si violáis de vuestra voluntad la honra que todos le debéis tan debidamente? Todos los que emprenden hacer guerra o confían en el socorro y ayuda de Dios, o en el poder y fuerzas humanas, cuando ambas cosas para acabar les faltan, los que quieren pelear, sin duda van a caer en manifiesto cautiverio por su propia voluntad. ¿Pues quién os vedará que no despedacéis vuestros propios hijos y mujeres con vuestras propias manos, y que no deis fuego y abraséis a vuestra patria tan querida y tan amada?.

»Lo menos que ganaréis, si ponéis por obra tal locura, será la afrenta y daño que suele suceder a los vencidos. Más vale, ¡oh amados amigos míos! y es mejor guardarse de la tempestad que está por venir, entretanto ¡que la nao está en el puerto, que no temblar cuando ya estáis en trabajo en medio de la tempestad; porque los que caen en males sin pensarlos y sin proveerse para ello, parecen dignos algún tanto que de ellos se tenga lástima y compasión; pero los que se echan en peligros manifiestos, dignos son de toda reprensión e injuria. Si ya no piensa por ventura alguno de vosotros que los romanos se atarán a pactos y condiciones peleando, o que se moderarán saliendo vencedores, y que, por dar ejemplo a todas las naciones, no pondrán fuego en esta ciudad sagrada, y darán muerte a toda la generación de los judíos; que quedaréis vivos después de esta guerra, no tendréis algún lugar adonde recogeros: teniendo ya los romanos a todas las naciones y gentes sujetas a su imperio, o teniendo todas las demás miedo muy grande de quedarles sujetas.

»Y no estaréis vosotros solos en peligro, mas también todos los judíos que viven en las otras ciudades, porque no hay pueblo en todo el universo adonde no haya algunos de vuestra gente; los cuales todos, sin duda, si vosotros os rebelarais, por muerte muy cruel serán acabados; y por consejos malos de muy pocos hombres, serán bañadas todas las ciudades con sangre de los judíos. Los que tal hicieren, quedarán excusados, por ser a ello por vuestra falta forzados; y aunque dejaran de ejecutar tal cosa, poneos a considerar cuan impía cosa sea mover guerra contra gente tan benigna.

 »Tened, pues, compasión y misericordia; si no la tuviereis de vuestros hijos y mujeres, a lo menos de esta ciudad que se llama la madre de las ciudades de vuestra región. Conservad los muros sagrados y los santos lugares, y guardad para vosotros el templo y Santa sanctorum, porque venciendo los romanos, no dejarán de poner mano en todo esto, pues que no les ha sido agradecido lo que la primera vez les han conservado.

»Yo protesto a todas cuantas cosas tenéis santas y sagradas, y a todos los ángeles de Dios y a la común patria de todos, que no os he dejado de aconsejar todo lo que me pareció seros conveniente. Si vosotros determinarais lo que es justo y razonable, tendréis paz y amistad conmigo; pero si estáis pertinaces en vuestra saña y determináis pasar adelante, sin mí os pondréis a todo peligro.»

Habiendo acabado su razonamiento delante de su propia hermana, que cerca de él estaba, comenzó a llorar, y con sus lágrimas quebrantó y venció gran parte del ímpetu que tenían, y daban voces diciendo que ellos no movían guerra contra los romanos, sino solamente contra Floro, por lo que de él habían padecido.

Respondióles el rey Agripa: "Las obras son tales como si peleaseis contra los romanos; pues no habéis pagado el tributo que debéis a César, y habéis puesto fuego a los portales de la torre Antonia. Cubriréis la causa y sospecha de vuestra rebelión, si los volvéis a rehacer, y si os dais prisa de pagar los tributos, porque esta fortaleza no es de Floro, ni tampoco daréis a él los dineros."

Siguió el pueblo estos consejos y viniendo al templo con el rey y con su hermana Berenice, comenzaron luego a edificar aquellos portales. Y los príncipes y decuriones distribuyéronse por toda la región, y trabajaban en recoger y Juntar el tributo; y así juntaron en breve tiempo cuarenta talentos, porque‑ tanto restaban deber. De esta manera quitó e impidió Agripa la guerra que se aparejaba, y después trabajaba por persuadirles que obedeciesen a Floro hasta tanto que César proveyese de otro gobernador.

Encendióse tanto la ira del pueblo contra el rey por esto, que no pudiendo dejar de decirle muchas injurias, echáronlo luego de la ciudad, y atreviéronse también algunos de los revolvedores y amigos de contiendas a tirarle piedras, viendo el rey el ímpetu tan grande de aquella gente y que era imposible apaciguarlos, quejándose de la injuria que le había sido hecha, envió los príncipes y poderosos de los judíos a Floro, en Cesárea, para que él escogiese de todos ellos quienes quisiese que recogiesen el tributo, y él partióse para su reino.

Capítulo XVII. En el cual se trata cómo comenzaron los judíos a rebelarse contra los romanos.

 En este mismo tiempo, juntándose algunos de los que revolvían el pueblo y movían la guerra, entraron con fuerza y secretamente en una fortaleza que se llamaba Masada, y mataron a todos los romanos que hallaron dentro, y pusie­ron otra guarda de su gente.

En el templo de Jerusalén había un hombre, llamado por nombre Eleazar, hijo del pontífice Ananías, mancebo muy atrevido, capitán en aquel tiempo de los soldados, que per­suadió a los que servían en los sacrificios que no recibie­sen algún don y ofrenda de hombre nacido que no fuese judío. Esto era ya principio y materia para la guerra de los romanos, porque desecharon el sacrificio al César que se solía ofrecer por el pueblo romano. Y aunque rogaban los pontí­fices y la otra gente noble que allí estaba que no dejasen aquella buena costumbre que tenían de rogar por los reyes, no quisieron los judíos consentir en ello, confiándose mucho en la muchedumbre del pueblo.

Acrecentábales la voluntad que tenían, ver la fuerza de los que deseaban revueltas y novedades; y tenían también muy gran cuenta con Eleazar, que era en este mismo tiempo príncipe, como hemos dicho.

Juntáronse, pues, todos los poderosos con los pontífices y con los más nobles de los fariseos; y viendo los grandes males que se recrecían para la ciudad, determinaron experi­mentar los ánimos de los escandalosos y revolvedores; y jun­tada la muchedumbre del pueblo delante de la puerta que llaman de Cobre (estaba ésta en la parte interior del templo, hacia el Oriente), quejáronse mucho de la materia y loca rebelión, y que movían tan gran guerra contra su patria. Reprendían también la sinrazón que a ella les movía, diciendo que sus antepasados ordenaron su templo con muchos dones y presentes de gentiles, y recibieron dones de los pueblos extranjeros; y que no sólo no hablan prohibido los sacri­ficios de alguno, porque esto fuera cosa muy impía, mas aun los pusieron por ornamento y honra del templo, a donde se pudiesen ver y conservar hasta el tiempo presente, y que ahora los que querían incitar y mover las armas romanas y hacer guerra contra ellas, les ordenaban nueva religión; y harían que con peligro su ciudad fuera tenida por impía si prohibían que ningún extranjero que no fuese judío pudiese sacrificar en ella, ni permitían llegar a hacer oración.

Y si esta ley se hubiese de guardar contra una persona privada, podríamos acusar ciertamente de inhumanos; pero con esto los romanos son menospreciados y afrentados, y César es tenido y juzgado por hombre prófano.

Por tanto, es de temer que los que desechan los sacrificios que se hacen por los romanos, sean prohibidos después de sacrificar por sí mismos; y que sea sacada esta ciudad del lugar y principado que ahora tiene, si no mudaren su pro­pósito y sacrificaren luego, antes que la fama de tan grande atrevimiento se divulgue en presencia de aquellos a quienes la injuria ha sido hecha.

Diciendo estas cosas, poníanles delante los que más y mejor sabían las costumbres de sus padres antiguos, y a los sacerdotes, porque todos contasen de qué manera y cómo hablan recibido sus antepasados los sacrificios y dones de gen­tes extranjeras.

Mas ninguno de aquellos que deseaban las revueltas y la guerra, quería escuchar ni entender lo que se decía, ni los ministros del altar venían allí, dando ya casi materia para la guerra.

Viendo, pues, toda la nobleza que estaba ya el pueblo tan levantado y tan movido para la guerra, que no podía ya ser en alguna minera con su autoridad refrenado, y que ellos habían de padecer el peligro de las armas romanas primero que el pueblo, trabajaban todo lo posible en disminuir las causas que para ello tenían; y así, enviaron a Floro otros embajadores, de los cuales era el principal Simón, hijo de Ananías, y enviaron otros a Agripa; de éstos eran principales Saulo, Antipas y Costobano, todos parientes muy cercanos del rey.

Rogaban a entrambos muy humildemente que recogiesen sus ejércitos, viniesen contra la ciudad de Jerusalén, y apaci­guasen la revuelta, quitando aquellos escándalos tan grandes que se movían, antes que el mal se hiciese insufrible e irre­mediable. A Floro fué esto corno buena nueva; y queriendo encender más la guerra, no dió respuesta a los embajadores. Mas Agrípa, mirando igualmente por la una y otra parte, a saber los judíos que se rebelaban, y los romanos, contra quie­nes la guerra se movía, queriendo conservar los judíos debajo del imperio y potencia romana, y queriendo conservar para lo judíos el templo y la patria, sabiendo muy bien que no le convenía a él esta revuelta, envió en ayuda del pueblo tres mil de a caballo de los auranitas, bataneos y traconitas, dándoles por capitán a Darío, y por general a Filipo, hijo de Jachino.

Con la venida de éstos, todos los principales con los sacer­dotes y todos los otros que deseaban y procuraban la paz, pusiéronse en la parte más alta de la ciudad, porque la baja y el templo estaban en poder de los sediciosos. Usaban ambas partes de dardos y de hondas, tirando sin cesar; tirábanse muchas saetas continuamente; algunas veces salían algunos con asechanzas y escaramuzaban de muy cerca.

Los revolvedores eran más atrevidos; pero los del rey eran mucho más ejecitados en las cosas de la guerra: tenían éstos muy determinado de ganar el templo y echar de él aquellos que tanto lo profanaban. Los sediciosos y revolvedores que estaban de la parte de Eleazar, pretendían, además de lo que ya poseían, ganar la parte alta de la ciudad y combatirla. Duró la matanza de ambas partes, muy grave, siete días, sin que alguna de ellas perdiese su lugar: Viniendo después aque­lla festividad que se llama Xilolfonia, en la cual tienen de costumbre todos traer y juntar gran cantidad de leña en el templo, por que no falte jamás la materia para el fuego, el cual conviene que siempre esté ardiendo sin apagarse, no quisieron recibir a sus contrarios en aquella honra y culto, antes los desecharon con gran afrenta, y por medio del pueblo que no estaba armado entraron con ímpetu; muchos de aque­llos matadores o sicarios, que así llaman a los ladrones que lle­van en los senos los puñales escondidos, aunque hallaban gran resistencia, no dejaron de proseguir lo que habían comen­zado; y los del rey fueron vencidos por la muchedumbre Y su osadía, y se retrajeron a la parte más alta de la ciudad, la cual acometieron luego los rebeldes, y pusieron fuego a la casa del pontífice Ananías, y en el palacio de Agripa y de Berenice.

Después de esto dieron también fuego a las arcas a donde estaban todas las escrituras de los deudores y acreedores, por que no quedase algo por donde se pudiesen saber las deu­das, por atraer así la muchedumbre de los deudores, y para dar libre poder y facultad a los pobres de levantarse contra los ricos; y huyendo los guardas de las escrituras públicas, echaron fuego a las casas, y quemado lo principal y más fuerte de la ciudad, comenzaron a perseguir a sus enemigos.

Salváronse algunos de los nobles y pontífices, escondién­dose en los albañares y lugares sucios; y algunos, con los del rey, recogiéronse en lo alto del palacio, cerrando con dili­gencia y cubriendo muy bien las puertas. Entre éstos estaban también el pontífice Ananías y su hermano Ecequías, y los que dijimos haber sido enviados a Agripa por embajadores. Contentos entonces con la victoria y con lo que habían que­mado y destruído, cesaron.

Otro día después, que eran a los quince de agosto, dieron asalto a la fortaleza Antonia, y habiéndola tenido cercada por espacio de dos días, la tomaron y mataron a cuantos ha­bía dentro, y después pusieron fuego a todo. De aquí pasaron luego al palacio, a donde se habían recogido los soldados del rey, y partiendo su campo en cuatro partes, trabajaban en echar a tierra los muros. De los que dentro estaban, ninguno osaba salir a resistirles por la muchedumbre de los enemigos; mas repartiéndose por las fuerzas y torreones, mataban de allí a sus enemigos y derribaban de esta manera muchos de aquellos ladrones.

No cesaban de pelear ni de día ni de noche, porque pen­saban los revoltosos constreñir a los que estaban en aquel fuerte a desesperación por falta de mantenimiento, y los del rey creían que los enemigos no hablan de sufrir tanto trabajo.

En este medio había un hombre llamado Manahemo, hijo de aquel Judas Galileo, sofista muy astuto, que antes, siendo Cirenio gobernador, había injuriado y echado en el rostro a los judíos que, después de Dios, eran sujetos a los romanos. Tomandodo consigo algunos de los nobles, caminó a Masada, a dónde estaban todas las armas del rey Herodes, y quebrando las puertas, armó con gran diligencia la gente del pueblo y algunos ladrones con ellos, y volvióse con todos, como con gente de su guarda, a Jerusalén. Haciéndose principal de la revuelta, aparejaba a cercarla y tomarla. Y como tenía falta cavar los muros por los dardos que de arriba los enemigos le echaban, comenzó a cavar de muy lejos un minero hasta lle­gar debajo de una torre, y pusieron leños muy fuertes que la sostuviesen, y después, poniéndoles fuego, salieron. Que­mados los leños, luego la torre cayó; mas luego se vió otro muro edificado por dentro; porque los del rey, sabiendo antes y sintiendo bien lo que los enemigos hacían, y también, por ventura, por el temblar de la tierra, edificaron con diligencia :otro muro. Con esto, los que los combatían y pensaban haber de ser presto vencedores, con ver el muro nuevo quedaron muy espantados y aflojados. Pero los del rey enviaban a suplicar a Manahemo y a los otros príncipes de aquella re­vuelta que los dejasen salir de allí.

Habiendo acordado y consentido Manahemo esto sola­mente a los del rey y a los de su religión, partieron luego. A los romanos, porque quedaron solos, faltó el ánimo, por­que no tenían igual fuerza para tanta muchedumbre de gente, y rogarles que los dejasen salir, teníanlo por cosa de afrenta, y aun no lo tenían por seguro, aunque les fuese concedido. Dejando, pues, el lugar de abajo que se llama Estratopedon, como que era fácil de tomar, recogiéronse a las torres del palacio, de las cuales la una se llamaba Hípicos, la otra Faselo, y la tercera Mariarnma.

La gente que estaba con Manahemo dió luego en aquellos lugares, de los cuales los soldados habían huido; pasando a cuchillo a cuantos hallaban y robando todo el otro aparejo que hallaron, quemaron todo el Estratopedon. Todo esto fué hecho a los seis del mes de septiembre.

Capítulo XVIIII. De la muerte del Pontífice Ananías, de la de Manahemo y de los soldados romanos.

 El día siguiente fué preso el pontífice Ananías, que es­taba escondido en los albañales de la casa del rey con su hermano, y ambos fueron muertos por los ladrones; y cer­cando las torres con diligencia los sediciosos, trabajaban para que ningún soldado pudiese salir de sus manos.

Ensoberbecióse Manahemo con ver destruidas aquellas plazas fuertes y con la muerte del pontífice, de tal manera y con tanta crueldad, que pensando no tener ya en el mundo hombre que se le igualase, era insufrible tirano. Levantá­ronse entonces dos compañeros de Eleazar y hablaron entre sí de que a los que se habían rebelado contra los romanos por guardar su libertad, no convenía darla a un hombre privado y sufrirlo por señor, el cual, aunque no les hacía fuerza, era más bajo que ellos, y si era menester que uno fuese el superior de todos, que a cualquier otro convenía más que a Manahemo. Habiendo acordado esto, arremeten contra él en el templo, a donde habla venido con muy gran fausto por hacer su oración, vestido como rey, acompañado de todos sus parciales muy armados. Y corno los que estaban con Eleazar se volvían contra él, arrebató todo el otro pueblo piedras y apedrearon al sofista, pensando que, después de muerto, se apaciguaría toda aquella revuelta. Trabajaban en resistirles algún tanto los de su guarda, pero cuando vieron venir contra sí tan gran muchedumbre de gente, cada uno huyó por donde pudo. Así, mataban a cuantos podían hallar, y buscaban también a cuantos se escondían; algunos huyeron a Masada, con los cuales fué Eleazar, hijo de Jayro, muy cercano de Ma­nahemo en linaje, el cual también después fué tirano en Masada. Habiendo Manahemo huido hacia un lugar que se llama Ophias, escondióse allí secretamente; prendiéronlo y sacáronlo a lugar público, y con muchos géneros de tormen­to lo mataron. Mataron también toda la gente principal de m parte y que vivía con él, y al principal favorecedor de su tiranía, llamado por nombre Absalomón.

Ayudó en esto, como arriba dije, el pueblo, creyendo que había de ser aquello para corrección de aquellas revueltas. Pero éstos no mataron a Manahemo por refrenar con su muerte la guerra, antes por tener mayor licencia y facultad para ella. Y cuanto más el pueblo les rogase que dejasen de hacer fuerza a los soldados, tanto más se hacían en ello más pertinaces, hasta que no pudiendo ya resistirles más, Metelio, capitán de los romanos, y los demás, enviaron a suplicar a Eleazar que les dejase solamente sus vidas y que les tomase las armas y todo lo que tenían, pues de voluntad lo querían entregar.

Aceptando el concierto, volviéronles a enviar luego, a la hora, a Gorión, hijo de Nicodemus, y a Ananías Saduceo, y a Judas, hijo de Jonatás, para que les diesen las manos y jurasen que lo harían. Hechas estas cosas, salió Metelio con sus soldados, y mientras los romanos tuvieron las armas, nin­guno hubo de los malos y revolvedores que moviese con­tra ellos algún engaño; pero después que dejaron sus espadas y escudos, y todas las armas, según hablan prometido, y se iban sin más pensar en algo, los de la guarda de Eleazar arremetieron contra ellos y mataban a cuantos prendían sin que les resistiesen ni suplicasen por sus vidas, dando gritos solamente que a dónde estaban los juramentos y palabras que les habían hecho y prometido.

Fueron, pues, éstos muertos cruelmente, excepto Metelio, al cual solo perdonaron y. dejaron en vida por muchos ruegos que hizo, prometiendo que se circuncidarla y viviría como judío.

Poco fué el daño que los romanos recibieron, porque de los ejércitos grandes que había, pocos fueron los muertos; Pero parecía ser esto principio de la cautividad de los judíos. Viendo ser ya grandes las causas de la guerra, y que la ciudad estaba ya llena de grandes maldades, que no podía tardar la venganza divina, aunque no temieran la de los romanos, llo­raban todos públicamente, y la ciudad estaba muy triste y acongojada. Los que querían la paz y reposo de todos estaban perturbados y muy amedrentados, pensando que habían de pagar justos por pecadores; porque habían sido hechas y come­tidas aquellas muertes en día de sábado, en el cual día, por su religión, suelen cesar todos, no sólo de lo que no les es licito, pero de las obras también buenas y santas.

Capítulo XIX. Del estrago y matanza grande de los judíos, hecho en Cesárea y en toda Siria.

 Al mismo día y a la misma hora los de Cesárea mataron, como por cierta divina providencia, a cuantos judíos allí vivían, de manera que murieron en un mismo tiempo más de veinte mil hombres y quedó vacía de todos los judíos la ciudad de Cesárea; porque aun aquellos que hablan huido, fueron presos por Floro, y todos muertos en la plaza donde suelen esgrimir.

Después de esta matanza la gente se volvió más fiera, y esparciéndose los judíos, destruyeron muchos lugares y mu­chas ciudades, de las cuales fueron Filadelfia, Gebonitis, Ge­rasa,, Pela y Escitépolis. Entráronse después por Gadara y Fili­pón destruyendo los unos y quemando los otros: pasaron por Cedasa de los Tirios, por Ptolemaida y por Gaba y veníanse derechor, a Cesárea.

No pudo resistirles ni Sebaste ni Ascalón; pero habiendo destruido y quemado todas éstas, derribaron también a Gaza y la ciudad de Anthedón.

Hacíanse grandes robos en los fines y términos de estas ciudades, tanto en los lugares y aldeas como en los campos, y se hacía matanza en los varones que se tomaban presos.

No hicieron menor daño en los judíos los siros, pues tomaron presos los que moraban en las ciudades, y los ma­taban: y esto no sólo por la ira y odio antiguo que contra ellos tenían, pero también por evitar y guardarse del peligro que parecía estar ya muy cerca. Estaba, pues, toda Siria muy revuelta, y cada ciudad dividida en parcialidades; la salud de entrambas era trabajar en adelantarse y anticiparse en dar la muerte a la parte contraria: los días se gastaban en derra­mar sangre de hombres, y el temor hacía las noches muy molestas; porque aunque echaban a los judíos, todavía eran forzados a tener sospecha de otra mucha gente que judaizaba; y por parecerles esto dudoso, no les parecía cordura matarlos tan temerariamente y sin razón. Por otra parte, viéndolos tan mezclados en su religión, eran forzados a temerles como si fuera gente extraña.

La avaricia movía a muchos, que antes eran modestos, a dar muerte a sus contrarios; y aun a aquellos que antes se habían mostrado muy amigos, porque robaban toda la ha­cienda de los muertos; y como vencedores, traspasaron el robo de los que habían muerto en otras casas. Tenían por más valeroso aquel que más robaba, como que más gente matara y venciera con sus fuerzas y virtud.

Era lástima de ver todas las ciudades llenas de cuerpos muertos, sin que fuesen sepultados; ver derribados los cuer­pos de los hombres, así viejos como mancebos, niños y mu­chas mujeres también, con los cuerpos y vergüenzas todas descubiertas. Estaba toda la provincia llena de muchas adver­sidades y destrucciones, y temían mayores males y daños que hasta ahora habían pasado.

Hasta aquí pelearon los judíos con los extranjeros; mas queriendo saltear los fines de Escitópolis, vinieron a ganar por enemigos los judíos que allí había; porque conjurando con los de Escitópolis, y teniendo en más la utilidad y provecho común que la amistad y deudo que con los judíos tenían, Juntamente con los escitopolistas, peleaban contra ellos. Mas la codicia que éstos tenían de la guerra los hizo sospechosos. Por tanto, temiendo los escitopolistas que se alzasen una noche con la ciudad, y después se excusasen delante de los ciudada­nos con grande calamidad suya, mandáronles que si querían tener fidelidad y unanimidad entre sí y mostrar la fe con los extranjeros, que pasasen ellos y todas sus casas al bosque de su ídolo, y haciendo esto, sin tener sospecha, estuvieron los escitopolistas dos días en paz y en reposo. La tercera noche acometen los espías, a los unos desproveídos y a los otros durmiendo, y mataron de pronto a todos cuantos había, los cuales eran en número de trece mil, y después diéronles saqueo y robaron todos cuantos bienes tenían.

Cosa es también digna de contar la muerte de Simón; éste, pues, hijo de cierto Saulo, varón noble, muy señalado por la fortaleza de su cuerpo y osadía de su ánimo; pero sirvióse de entrambas cosas muy a daño de su propia y natu­ral gente, pues mataba cada día muchos judíos que moraban cerca de Escitópolís, y muchas veces había derribado escua­drones enteros: así que él solo era el poder de todo un ejercito.

Pero pagó las muertes de tantos ciudadanos con digna pena; porque como los escitopolistas, rodeados de los judíos, matasen por aquel bosque sagrado a muchos de ellos, Simún estaba allí con las armas en las manos, y no hacía fuerza contra alguno de los enemigos, porque veía claramente que no podía él aprovechar algo contra tantos, antes dijo mise­rablemente con alta voz: "Merced digna recibo de mis me­recimientos, oh escitopolistas, por haber mostrado a vosotros tanta benignidad con la muerte de tantos ciudadanos míos; dignamente nos es infiel la gente extraña, siendo nosotros tan impíos y malos para nuestros ciudadanos. Muero yo aquí corno impío y profano con mis propias manos, porque no conviene ser muerto por manos de enemigos. Morir de esta manera me será pena digna de mi maldad, y honra conve­niente a mi virtud, hacer que ninguno de mis enemigos se pueda honrar, ni haber gloria de mi muerte, ni triunfe ni ensoberbezca, por verme en tierra derribado."

Diciendo estas cosas miró a toda su familia con los ojos furiosos y llenos de lástima y compasión: tenía mujer, tenía hijos, y tenía padres y parientes muy viejos. Tomando, pues, primeramente a su padre por los cabellos, y echándose de pies sobre él, le pasó con su espada; después mató a su madre, no contra su voluntad, y después de éstos quitó la vida a sus hijos y mujer, tomando cada uno de éstos de voluntad la Muerte, por no caer en manos de sus enemigos. Habiendo ya muerto a todos los suyos, estando aún encima de los muertos, levantó su mano, así que todos lo pudiesen ver y saber, y pasó la espada por sus propias entrañas, siendo un mancebo cier­tamente digno de que se tuviese de él gran lástima por la fuerza de su cuerpo y firmeza de su ánimo; pero por haber sido fiel con la gente extranjera, hubo digna muerte y fin de su vida.

Capítulo XX. De otra muy gran matanza de los judíos.

 Sabida la matanza y estrago hecho en Escitópolis, todas las otras ciudades se levantaban contra los judíos que mora­ban con ellos, y los de Ascalón mataron dos mil quinientos de ellos, y los de Ptolemaida otros dos mil.

Los tirios también prendieron muchos y también mataron a muchos; pero fueron más los presos y puestos en cárceles. Los hipenos y gadarenses mataron a los atrevidos, y los teme­rosos guardaron con diligencia.

Todas las otras ciudades, según era el temor o el odio y aborrecimiento que contra los judíos tenían, así también se habían con ellos. Sólo los de Antioquía, Sidonia y los apameños no dañaron a los que con ellos vivían, ni mataron ni encarcelaron a judío alguno, menospreciando, por ventura, cuanto podían hacer, porque no eran tantos que les pudiesen mover revuelta alguna, aunque a mí me parece que lo deja­ron de hacer movidos más de compasión y de lástima, viendo que no entendían en algún levantamiento ni revuelta.

Los gerasenos tampoco hicieron algún mal a cuantos qui­sieron quedar allí con ellos, antes acompañaron. hasta sus tér­minos a todos los que quisieron salirse de sus tierras: levan­tóse en el reino de Agripa otra destrucción contra los judíos, porque él mismo fué a Antioquía para hablar con Cestio Galo, dejando la administración del reino a uno de sus ami­gos, llamado Varrón, pariente del rey Sohemo.

Vinieron de la región atanea setenta varones, los más nobles y más sabios de toda aquella tierra, por pedirles soco­rro; por que si se levantaba algo también entre ellos, tuviesen guarda y gente que los defendiese, y para que con ella pu­diesen apaciguar toda revuelta.

Enviando Varrón alguna gente de guerra del rey delante, mató a todos en el camino. Esta maldad hizo él sin consejo de Agripa, y movido por su gran avaricia, no dejó de hacer tan impía cosa contra su propia gente; mas corrompió y echó a perder todo el reino, no dejando de ejecutar lo mismo, después que tal hubo comenzado contra los judíos; hasta que inquiriendo y haciendo Agripa pesquisa de todo, no osó cas­tigarlo por ser deudo tan cercano del rey Sohemo; pero quí­tóle la procuración de todo el reino.

Los sediciosos y amigos de revueltas, tomando la forta­leza que se llama Cipro, cercana a los fines y raya de Hieri­cunta, mataron a los que allí estaban de guardia y destru­yeron toda la fortaleza y munición que allí había.

La muchedumbre de los judíos que estaba en Macherunta, en este mismo tiempo persuadía a los romanos que allí había de guarnición, que dejasen el castillo y lo entregasen a ellos; y temiendo ser forzados a hacer lo que entonces les rogaban, prometieron partir, y tomando la palabra de ellos, entregá­ronles la fortaleza, la cual comenzaron a poner en buena guarda los macheruntios.

Capítulo XXI. Cómo los judíos que vivían en Alejandría fueron muertos.

En Alejandría siempre había discordia y revuelta entre los naturales y los judíos. Desde aquel tiempo que Alejandro dió a los valientes y esforzados judíos libertad de vivir en Alejandría, por haberle valerosamente ayudado en la guerra que tuvo contra los egipcios, concedióles todas las libertades que tenían los mismos gentiles de Alejandría; conservaban la misma honra con los sucesores de Alejandro, y aun les habían diputado cierta parte de la ciudad, para que allí vi­viesen y pudiesen tener más limpia conversación entre sí, apartados de la comunicación de los gentiles, y concediéronles que también pudieran llamarse macedonios.

Después, viniendo Egipto a la sujeción de los romanos, ni el primer César, ni otro alguno de los que le sucedieron, quitaron a los judíos lo que Alejandro les había concedido. Estos casi cada día peleaban con los griegos; y como los jueces castigaban a muchos de ambas partes, acrecentábase la dis­cordia y riña entre ellos, y como también en las otras partes estaba todo revuelto.

Se encendió más el alboroto porque, habiendo hecho los de Alejandría ayuntamiento para determinar embajadores que fuesen a Nerón sobre ciertos negocios, muchos judíos vinieron al anfiteatro mezclados entre los griegos. Siendo vis­tos por sus contrarios, comenzaron a dar luego voces de que los judíos les eran enemigos y venían por espías. Además de esto pusieron las manos en ellos, y todos fueron por la huída dispersados, excepto tres, que arrebataban como si los hubie­ran de quemar vivos. Por esto quisieron todos los judíos soco­rrerles, y comenzaron a tirar piedras contra los griegos, y después arrebataron manojos de leña en fuego, y vinieron con ímpetu al anfiteatro, amenazando poner fuego a todo y que­marlos allí vivos; y ejecutaran ciertamente lo que amenaza­ban, si Alejandro Tiberio, gobernador de la ciudad, no refre­nara la ira grande que tenían.

No comenzó éste a amansarlos al principio con armas ni con fuerza; sino poniendo a los más nobles de los judíos por media, amonestábales que no moviesen contra de los soldados romanos. Mas los sediciosos burlábanse del benigno ruego, y aun a veces injuriaban a Tiberio: viendo, pues, éste que ya no se podían apaciguar sin gran calamidad aquellos revolve­dores, hizo que dos legiones de los romanos viniesen contra ellos, las cuales estaban en la ciudad, y con ellas cinco mil soldados que por acaso habían venido de Libia para destrucción de los judíos; y mandó que no sólo los matasen, mas que después de muertos los robasen todos y pusiesen fuego a sus casas. Obedeciendo ellos, corrieron contra los judíos en un lugar que se llama Delta, porque allí estaban los judíos todos juntos, y ejecutaban valerosamente lo que les había sido mandado; pero no fué este hecho sin victoria muy sangrienta, porque los judíos se hablan juntado y puesto delante a los que estaban mejor armados, y así resistiéronles algún tiempo; mas siendo una vez forzados a huir, fueron todos muertos. No murieron todos de una manera, porque los unos fueron alcanzados en las calles y en los campos, y los otros cerrados en sus casas y con ellas quemados vivos, robando primero lo que dentro hallaban, sin que los moviese ni refrenase la honra que debían guardar con la vejez de muchos, ni la misericordia a los niños; antes mataban igual­mente a todos.

Abundaba de sangre todo aquel lugar, porque fueron hallados cincuenta mil cuerpos muertos, y no quedara rastro de ellos, si no se pusieran a rogar y perdón. Alejandro Tiberio, teniendo de ellos compasión, mandó a los romanos que se fuesen: y los soldados, acostumbrados a obedecer sus mandamientos, luego cesaron; mas la gente y pueblo común de Alejandría apenas podían contenerse en lo que hablan comenzando, por el gran odio que a los judíos tenían, y aun penas se podían apartar de los muertos.

Este, pues, fué el caso de Alejandría.

Capítulo XXII. Del estraga y muertes que Cestio mandó hacer de los judíos. 

Pareció a Cestio que no era tiempo de estar quedo, pues que los judíos eran en todas partes aborrecidos y desechados; y así, trayendo consigo la legión duodécima toda entera de Antioquía, y más de dos mil de gente de a pie escogida de las otras, y cuatro escuadras de gente de a caballo, además de ésta el socorro de los reyes, es a saber, de Amtloco dos mil caballos y tres mil de a pie, y todos su flecheros; de Agripa otros tantos de a pie y mil caballos; y siguiendo Sohemo, salió de Ptolemaída acompañado con cuatro mil, de los cuales la tercera parte era de gente de a caballo, y los demás eran flecheros. Muchos de las ciudades se juntaron de socorro, no tan diestros como los soldados, mas lo que la faltaba en el saber, suplían con presteza y odio que tenían contra los judíos. Agripa también venia con Cestio como capitán, para dar consejo, así en todo lo que era necesario, como por donde habían de caminar.

Cestio, sacada consigo una parte del ejército, fué contra la más fuerte ciudad de Galilea, llamada Zabulón de los Varones, la cual aparta a Ptolemaida de los fines y términos de los judíos: y hallándola desamparada de todos sus ciuda­danos, porque la muchedumbre se había huido a los montes, pero llena de todas las cosas y riquezas, concedió a sus sol­dados que las robasen, y mandó quemar la villa toda, aunque se maravilló de ver su gentileza, porque habla casas edificadas de la misma manera que en Sidonia, Tiro y Berito.

Después discurrió por todo el territorio, y robó y destruyó todo cuanto halló en el camino; y quemados todos los lugares que alrededor había, volvióse a Ptolemaida.

Estando aún los siros ocupados en el saqueo, y principal­mente los beritios, cobrando algún ánimo y esperanza los judíos, porque ya sabían que había partido Cestio, dieron presto en los que habían quedado, y mataron casi dos mil.

Partiendo Cestio de Ptolemaida, vínose a Cesárea, y envió delante parte de su ejército a Jope, con tal mandamiento que guardasen la villa si la pudiesen ganar, y que si los ciuda­danos de allí sentían lo que querían hacer, esperasen hasta que él y la otra gente de guerra llegase. Partiendo, pues, los unos por mar, y los otros por tierra, tomaron por ambas par­tes fácilmente a Jope, de tal manera, que los que allí vivían, aun no podían ni tenían lugar ni ocasión para huir, cuanto menos para aparejarse a la pelea.

Arremetiendo la gente contra los judíos, matáronlos a todos con sus familias; y habiendo robado la ciudad, dié­ronle fuego. El número de los muertos llegó a ocho mil cua­trocientos.

De la misma manera envió muchos de a caballo al señorío de Narlatene, que está cerca de los confines de Samaria, los cuales tomaron parte de las fronteras, y mataron gran mu­chedumbre de los naturales, y robando cuanto tenían, die­ron también fuego a todos los lugares.

Capítulo XXIII. De la guerra de Cestio contra Jerusalén.

Envió también a Galilea a Cesennio, Galo por capitán de la legión duodécima, y diále tanta copia de soldados, cuanta pensaba que le bastaría para combatir y vencer toda aquella gente. Recibiólo con gran favor la ciudad más fuerte de Gali­lea, llamada Séforis; y siguiendo las otras ciudades el prudente consejo de ésta, estaban muy reposadas y sin ruido, y los que se daban a sedición y a latrocinios, recogiéronse en un monte que está en el medio de Galilea, de frente a Séforis, y llámase Asamón.

Galo movió su ejército contra ellos; mas mientras ellos eran los más altos, fácilmente resistían y derribaban a los soldados romanos que subían, matando más de doscientos; mas cuando vieron que ya por un rodeo eran llegados a las alturas del monte, concediéronles la victoria, porque estand9 desarmados no podían pelear, y si quisieran huir no podían dejar de dar en manos de la gente de a caballo, de tal manera, que muy pocos se salvaron, escondidos en aquellos ásperos lugares, y fueron muertos más de dos mil.

Viendo Galo que ninguna novedad buscaban en Galilea, volvió con su ejército a Cesárea.

Vuelto Cestio, fuese a Antipátrida con toda su gente. Y sabiendo que muchedumbre de los judíos se había jun­tado y recogido en la torre que llamaban de Afeco, envió gente delante que pelease con ellos. Pero antes de llegar a esto' los judíos, por miedo, desaparecieron; y entrando los soldados por los reales de los judíos, que ya estaban desolados, quemáronlos todos y muchos lugares con ellos que por allí había.

Partiendo Cestio de Antipátrida a Lida, halló la ciudad sola, sin hombres, porque todos se habían ido a Jerusalén por la fiesta de las Escenopegias, y matando cincuenta hombres que aun halló allí y quemando la ciudad, pasaba adelante. Pasando por Bethoron, puso su ejército en un lugar que se llama Gabaón, a cincuenta estadios de Jerusalén.

Viendo los judíos que ya la guerra se acercaba a la ciudad, dejando la solemnidad de sus fiestas, se dieron todos a las armas, y confiados en su muchedumbre, saltaban a pelear sin orden, Con gritos y clamores, sin tener cuenta con los siete días de feria, porque era en sábado, que suelen ellos guardar muy religiosamente. El mismo furor que les había apartado del oficio divino acostumbrado, les hizo también vencedores en lo de la pelea, porque vinieron con tanto ímpetu a acometer a los romanos, que los desbarataron, y ha­ciendo camino por medio de ellos, derribaban a cuantos topa­ban. Y si los de a caballo rodeando por detrás, y los soldados que aun no eran cansados no socorrieran a la parte de los soldados que no habían aún perdido su lugar ni habían sido rotos, peligrara ciertamente todo el ejército y gente de Cestio.

Fueron aquí muertos quinientos quince soldados romanos, de los cuales eran los cuatrocientos de la gente de a pie, y los demás todos eran de los de a caballo, y sólo veintidós judíos. Los más fuertes se mostraron aquí los parientes de Monobazo, rey de Adiabeno, que eran Monobazo y Cenedeo, y después de éstos Peraita Nigro y Sila Babilonio, aquel que se había pasado a los judíos, y huido del rey Agripa, de quien solía ganar sueldo.

Como los judíos fuesen rechazados, retirábanse a la ciudad, y Giora, hijo de Simón, acometió a los romanos que iban a Bethoron, lastimó a muchos de la retaguardia, tomó muchos carros, y con la ropa los trajo consigo a la ciudad.

Deteniéndose, pues, en los campos tres días Cestio, ocu­paron los judíos los lugares altos, y guardaban con gran dili­gencia el pasaje, y era cierto que no estuvieran quedos si los romanos comenzaran a partir y hacer su camino.

Capítulo XXIV. De cómo Cestío puso cerco a Jerusalén, y del estrago que en su ejército hicieron los judíos. 

Viendo Agripa que la muchedumbre infinita de los ene­migos tenía tomados los montes en derredor y que los romanos no estaban seguros de peligro, quiso tentar con palabras a los judíos, pensando que o le obedecerían todos para dejar la guerra, o si algunos en esto contradijesen, él los haría llamar y les diría que se apartasen de aquel propósito. Así que de sus compañeros envió allá a Borceo y a Febo, que sabía ser de eflos muy conocidos, para que les ofreciesen la amistad de Cestio por pleitesía, y cierto perdón que de los pecados les otorgarían los romanos, si dejadas las armas quisiesen acuerde con él.

Mas los escandalosos, por miedo de que la muchedumbre, con esperanza de la seguridad, se pasaría a Agripa, determi­naron matar a los embajadores, y mataron a Febo antes que hablase Palabra; Borceo huyó herido, y los escandalosos, hi­riendo con palos y con piedras, compelieron a los populares que tenían aquesta hazaña por muy indigna, que se metiesen en la ciudad.

Cestio, hallado tiempo oportuno para vencerles a causa de la arriesgada discordia entre ellos levantada, trajo contra los judíos todo el ejército, y metidos en huída, fué tras ellos hasta Jerusalén.

Puesto su real en el lugar que llaman Scopo, lejos de la ciudad siete estadios, que son menos de una milla, por espacio de tres días no hizo cosa alguna contra la ciudad, esperando que por ventura los de dentro en algo aflojasen, y en tanto envió no pequeña cantidad de guerreros militares a recoger trigo por las aldeas de alrededor de la ciudad.

El cuarto día, que era a treinta días del mes de octubre, metió el ejército, puesto en orden, dentro de la ciudad. El pueblo era guardado por los escandalosos, y ellos, atemori­zados de la destreza de los romanos, partieron de los lugares de fuera de la ciudad, y recogiéronse a la parte de dentro y al templo.

Cestio, pasado del lugar que llaman Bezetha, puso fuego a Cenópolis y al mercado que se llama de las Materias. Después, venido a la parte más alta de la ciudad, aposentóse cerca del palacio del rey, y si entonces él quisiera entrar dentro de los muros de la ciudad, poseyérala del todo y diera fin a la guerra; mas Tirannio, que era general, y Prisco y muchos otros capitanes de la gente de a caballo, corrompidos por dineros que les dió Floro, estorbaron la empresa de Cestio e hicieron que los judíos fuesen Henos de males intolerables y de pérdidas que les acontecieron.

Entretanto, muchos de los más nobles del pueblo, y Anano, hijo de Jonatás, llamaban a Cestio, casi como ganosos de abrirle las puertas, y él, como lleno de ira, y porque no les daba asaz crédito ni pensaba que los debiese creer, túvolos en menosprecio, hasta que se hubo de descubrir la traición, y los sediciosos compelieron a huir a Anano con los otros de su parcialidad, y meterse en las casas, lanzándoles piedras desde el muro. Repartidos ellos por las torres, peleaban contra los que tentaban el muro, pues por cinco días los romanos de todas partes peleaban, y todo en balde.

Al sexto día, Cestio, con muchos flecheros, arremetió al templo por la parte septentrional, y los judíos resistían desde el portal, de manera que presto arredraron a los romanos que se llegaban al muro, los cuales, rechazados por la muchedumbre de los tiros, a la postre partieron de allí. Los romanos que iban delanteros, cubiertos con sus escudos, se llegaban al muro, y los que seguían por semejante orden, se juntaban con los otros; entretejiéronse, hecha una cobertura llamada testudine, o escudo de tortuga, de manera que las saetas que daban encima eran baldías; así que los guerreros romanos cavaban el muro sin recibir daño, y quisieron poner fuego a las puertas del templo, porque ya los escandalosos tenían gran temor, y muchos echaban a huir de la ciudad como si luego se hubiera de tomar.

De esto se alegraba más el pueblo, porque cuanto más par­tían de ella los muy malos, tanto mayor licencia tenían los del pueblo para abrir las puertas y recibir a Cestio como a varón de quien hablan recibido beneficios; y de hecho, si poco más quisiera perseverar en el cerco, tomara luego la ciu­dad; mas yo creo que Dios, que no favorece a los malos, y las cosas santas suyas estorbaron aquel día que la guerra feneciese.

Así, pues, Cestio, sin saber los ánimos del pueblo, ni la desesperación de los cercados, hizo retraer su gente, y sin alguna esperanza, muy desacordada e injustamente, sin algún consejo partió. Su huída, no esperada, dió aliento a la con­fanza de los ladrones, tanto que salieron a perseguir la reta­guardia de los romanos de ellos mataron algunos, así de los de a caballo como ¡e Tos de a pie.

Entonces Cestio se aposentó en el real que antes había guarnecido en Scopo; y al día siguiente, mientras más tar­daba, más provocó a los enemigos, los cuales, alcanzando los postrirneros, mataban muchos, porque el camino era de ambas partes cercado de vallas, y tirábanles saetas desde ellos, y los postreros no osaban volver hacia los que daban en sus espal­das, pensando que infinita muchedumbre seguía tras ellos. Tampoco bastaban a resistir a la fuerza de los que por los lados les aquejaban y les herían, porque eran pesados con las armas por no romper la orden, y porque veían también que los judíos eran ligeros y que fácilmente podían correr, donde procedía que sufrían muchos males sin que ellos pudiesen dañar a los enemigos. Así que por todo el camino los hosti­gaban, y rota la orden M caminar, eran derribados, hasta tanto que, muriendo muchos, entre los cuales fué Prisco, capi­tán de la sexta legión, Longino, capitán de mil hombres, y Emilio jocundo, capitán de un escuadrón, penosamente lle­garon a Gabaón, donde primero pusieron el real después que perdieron mucha munición. Allí se detuvo Cestio tres días, no sabiendo lo que debía hacer, porque al tercer día veían mayor número de enemigos, y conocía que la tardanza le sería dañosa, pues todos los lugares en derredor estaban llenos de judíos y vendrían mu­chos más enemigos si allí se detuviese; así, para huir más presto mandó a la gente que dejasen todas las cosas que les pudiesen embarazar. Y mataron entonces los mulos, los asnos y otras bestias de carga, salvo las que llevaban las saetas y los pertrechos, porque estas tales cosas guardábanlas como cosas que habían menester, mayormente temiendo que si los judíos las tomasen, las aprovecharían contra ellos.

El ejército iba delante hacia Bethoron, y los judíos en los lugares más anchos menos los aquejaban; mas cuando pasaban apretados por lugares estrechos o en alguna pasada, vedábanles el paso y otros echaban en los fosos a los postreros. Derra­mándose toda aquella muchedumbre por las alturas del camino, cubrían de saetas a la hueste, adonde la gente de a pie dudaba cómo se podían socorrer los unos a los otros; y la gente de a caballo estaba en mayor peligro, porque no podían orde­nadamente caminar unos tras otros, pues las muchas saetas y las subidas enhiestas les estorbaban poder ir contra ¡os enemi­gos. Las peñas y los valles todos estaban tomados por balleste­ros, adonde perecían todos los que por allí se apartaban del camino, y ningún lugar había para huir o defenderse. As! que, con incertidumbre de lo que debiesen hacer, se volvían a llorar y a los aullidos que los desesperados suelen dar.

Al son de aquello correspondía la exhortación de los judíos, que se alegraban, dando grita con muy grande crueldad, y pereciera todo el ejército de Cestio, si la noche no sobre­viniera, con la cual los romanos se acogieron a Bethoron, y los judíos los cercaron por todos los lugares de alrededor por impedirles el paso. Allí, desesperado de poder seguir el camino público, pensaba Cestio, en la huída, e hizo subir en lo alto de las techumbres cuatrocientos guerreros militares de los más escogidos y más fuertes, y mandóles dar voces, según la cos­tumbre de los que son de guarda que velan en los reales, por que los judíos pensasen que la gente quedaba alli toda; él con todos los otros paso a paso se fueron de allí hasta treinta estadios, que son poco menos de cuatro millas, y a la mañana, cuando los judíos vieron que los otros se fueron y ellos quedaban engañados, arremetieron contra los cuatrocien­tos, de quienes hablan recibido el engaño, y sin tardanza los mataron con muchedumbre de saetas, y luego se dieron prisa de seguir a Cestio; mas él, habiendo caminado buen trecho, huyó en el día con mayor diligencia, de tal manera, que los guerreros militares, hostigados del miedo, dejaron todos los pertrechos y máquinas, y los mandrones y muchos otros ins­trumentos de guerra, de los cuales, después de tornados, se aprovecharon los judíos contra los que los hablan dejado, y vinieron hasta Antipátrida en alcance de los romanos.

Al ver que nos los pudieron alcanzar, tornaron desde allí, llevaron consigo los pertrechos, despojaron los muertos y recogieron ­el robo que había quedado, y con cantares, alabando a Dios, volvieron a su metrópoli y ciudad con pérdida de pocos de los suyos. De los romanos fueron muertos cinco mil trescientos de a pie y novecientos ochenta de a caballo.

Acaecieron estas cosas en el octavo día del mes de noviem­bre, en el doceno año del principado de Nerón.

Capítulo XXV. De la crueldad que los damascenos usaron contra los judíos, y de la diligencia de Josefo, autor de esta historia, hecha en Galilea. 

Después de las desdichas de Cestio, muchos nobles de los judíos salían poco a poco de la ciudad, no menos que de una nao que está en manifiesto peligro de perderse. Así que Costo­baro y Saulo, su hermano, juntamente con Filipo, hijo de Jachimo, que era general del ejército del rey Agripa, huyendo de allí, vinieron a Cestio; Antipas, que había sido cercado en el Palacio Real juntamente con ellos, no quiso huir, y la manera cómo fué muerto por los sediciosos mostraremos en otro lugar.

Cestio envió a Nerón, que estaba en Acaya, a Saulo y a otros que con él vinieron, para que le declarasen la necesidad que padecían e imputasen a Floro la causa de aquella guerra. Confiaba que lo había de revolver e indignar contra Floro, y que de esta manera ‑se aseguraría del peligro en que estaba.

Sabiendo los damascenos la matanza que los judíos habían hecho de tantos romanos, determinaron, y aun trabajaron, por quitar la vida a cuantos judíos vivían con ellos, y teniéndo­los todos recogidos en unos baños públicos, porque ya sospe­chaban esto, pensaban que acabarían fácilmente lo que deter­minaban hacer; pero temían y tenían vergüenza de sus muje­res, porque todas, excepto muy pocas, judaizaban y estaban todas muy enseñadas en esta religión, y así tuvieron gran cuidado en cubrirles lo que trataban, Y en una hora sin miedo degollaron diez mil judíos que cogieron en un lugar estrecho y sin armas.

Habiendo vuelto ya a Jerusalén los que hicieron huir a Cestio, trabajaban en traer a su bando a todos los que sabían ser amigos de los romanos, a unos por fuerza y a otros por halagos, y después, juntándose en el templo, determinaban escoger muchos capitanes para la guerra.

Fué, pues, declarado Josefo, hijo de Gorión y el pontífice Anano, para que mandasen todo lo que se había de hacer en la ciudad, y principalmente que tuviesen cargo de edificar el muro en la ciudad.

Aunque Eleazar, hijo de Simón, tenía gran parte del robo os romanos y del dinero que había quitado a Cestio y gran cantidad de los públicos tesoros, no quisieron con todo esto darle cargo u oficio alguno, porque veían que se levantaba ya como soberbio y tirano, y que a sus amigos y a los que les seguían trataba como si fueran criados. Mas Eleazar poco a poco alcanzó, así por codicia del dinero, como por astucia, que en todas las cosas el pueblo le obedeciese.

Pidieron otros capitanes ser enviados a Idumea; así fueron Jesús, hijo de Safa, uno de los pontífices, y Eleazar, hijo del pontífice nuevo. Mandaron a Nigro, que regía entonces toda Idumea, cuyo linaje traía origen de una región que está de la otra parte del Jordán, por lo que se llamaba Peraytes, que odebeciese a todo cuanto los capitanes mandasen, y tam­bién pensaron que no convenía olvidarse de todas las otras regiones. Así enviaron a Josefo, hijo de Simón, a Jericó, y de la otra parte del río a Manasés, y a Tamna a Juan Eseo, para que rigiesen y administrasen estas toparquías o provin­cias. A éste habían también dado la administración de Lida, Jope y Amaus. Las partes Gnopliníticas y Aciabatenas fueron dadas a Juan, hijo de Ananías, para que las rigiese, y Josefo, hijo de Matías, fué por gobernador de las dos Galileas. En la administración de éste estaba también Gamala, que era la más fuerte ciudad de todas cuantas allí había.

Cada uno, pues, de éstos, regla su parte y administraba lo mejor que le era posible; y Josefo, viniéndose a Galilea, lo primero que hizo fué ganar la voluntad de los naturales, sa­biendo que con ella se podían acabar muchas cosas, aunque errase en lo demás. Considerando después que tendría grande amístad con la gente poderosa si le daba parte en su adminis­tración, y también con todo el pueblo si daba los oficios que convenían a los naturales y gentes de la tierra, eligió setenta varones de los más ancianos y más prudentes, e hízolos regi­dores de toda Galilea.

Envió también siete hombres a cada ciudad, que tuviesen cargo de juzgar los pleitos de poca importancia, porque las causas graves y que tocaban a la vida, mandólas reservar para sí y para aquellos setenta ancianos; y puestas las leyes que habían de guardar entre sí las ciudades, proveyó también cómo pudiesen estar seguras de lo de fuera; por tanto, sabiendo que los romanos ciertamente habían de venir a Galilea, mandó cercar de muros las ciudades que más oportunas y cómodas para defenderse le parecieron: fueron de ellas Jotapata, Ber­sabea, Salamina, Perecho, Jafa, Sigofa y un monte que se llama Itaburio, y a Tarichea y Tiberíada; fortaleció también las cuevas que hay cerca el lago de Genesareth, en la Galílea que llamaban Inferior. En la Galilea que llamaban Superior mandó fortalecer a Petra, que se llama Achabroro, a Sefa, Jamnita y a Mero. En la región Gaulanitide, Seleucia, Sogana y Garnala, y permitió a los seforitas que ellos mismos se edificasen muros, porque sabía que tenían poder y riqueza para ello, y por ver también que estaban más prontos para la guerra, aun sin ser mandados. Juan, hijo de Levia, también cercó por sí de muro a Giscala por mandado de Josefo; todos los otros caí­tillos eran visitados por Josefo, mandando juntamente lo que convenía, y ayudándoles para ello.

Hizo un ejército de la gente de Galilea de más de cien mil hombres; y juntándoles en uno, proveyóles de armas viejas, que de todas partes hacía recoger. Y pensando después que la virtud de los romanos era tan invencible, por obedecer siempre a sus regidores y capitanes, y por ejercitarse tanto en el uso de las armas, dejó atrás esto postrero por la necesidad que le apretaba; pero por lo que tocaba al obedecer, pensaba po­derlo alcanzar por la muchedumbre de los capitanes y regi­dores; y así dividió su ejército en la manera que suelen hacer los romanos, e hizo muchos príncipes y capitanes de su gente; y habiendo ordenado diversas maneras y géneros de guerreros, sujetó unos a cabos, otros a centuriones y otros a tribunos; y después di' a todos sus regidores que tuviesen cargo y cuidado de la administración de las cosas más importantes. Enseñá­bales las disciplinas de las señales y las provocaciones para acometer, y las revocaciones para recogerse según el son de trompetas. También cómo convenía rodear los escuadrones y regirse en el principio, y de qué manera los más fuertes debían socorrer a los menos y que más necesidad tuviesen, y partir el peligro con los que ya estuviesen cansados de pelear; y en­señábales también todo cuanto convenía para la fortaleza del ánimo y tolerancia de los trabajos.

Trabajaba principalmente en mostrarles las cosas de la guerra, mentándoles de continuo la disciplina militar de los romanos, y que habían de pelear y hacer guerra con hombres que habían sujetado casi a todo el‑ universo con sus fuerzas y ánimo. Añadió también de qué manera habían de obedecer estando en la guerra a él y a cuantos les mandase, y que quería luego experimentar si dejarían los pecados y maldades acostumbrados, es a saber, los hurtos, latrocinios y rapiñas que solían hacer, y que no hiciesen engaño a los gentiles ni pen­sasen haberles de ser a ellos ganancia dañar a sus amigos o muy conocidos que con ellos viviesen; porque aquellas guerras suelen ser regidas y administradas bien, cuyos soldados se precian de tener buena la conciencia; y a los que eran malos, no sólo nos les habían de faltar los hombres por enemigos, mas aun Dios les había de castigar.

De esta manera perseveraba en amonestarles muchas cosas.

Estaba ya la gente que había de servir para la guerra presta, porque tenía hechos sesenta mil hombres de a pie, y doscientos cincuenta de a caballo; y además de éstos tenía también cuatro mil quinientos hombres de gente extranjera que ganaban su sueldo, en los cuales principalmente confiaba, y seiscientos hombres de armas de su guarda, muy escogidos de entre todos. Las ciudades mantenían toda esta gente fácil­mente, excepto la que tenía sueldo; porque cada una de las ciudades que hemos arriba dicho, enviaba la mitad de su gente a la guerra, y guardaba la otra mitad para que tuviese cargo de proveerles del mantenimiento que fuese necesario; y de esta manera la una parte estaba en armas, y la otra en sus obras; y la parte que estaba en armas, defendía y ampa­raba la otra que les traía la provisión y mantenimientos.

Capítulo XXVI. De los peligros que pasó Josefo, y cómo se libró de ellos, y de la malicia y maldades de Juan Giscaleo. 

Estando Josefo en la administración de Galilea, según arriba hemos dicho, levantósele un traidor, nacido en Giscala, hijo de Levia, llamado por nombre Juan, hombre muy astuto y lleno de engaños, y el más señalado de todos en maldades, el cual antes habla padecido pobreza, que le había sido algún tiempo estorbo de su maldad que tenía encerrada. Era mentiroso y muy astuto para hacer que a sus mentiras se diese crédito; hombre que tenía por gran virtud engañar al mundo, y con los que más amigos le eran se servía de sus maldades; gran fingidor de amistades y codiciador de las muertes, por la es­peranza de ganar y hacerse rico, habiendo deseado siempre las cosas muy inmoderadamente, y había sustentado su esperanza hasta allí con maldades algo menores. Era ladrón muy grande por costumbre; trabajaba en ser solo, mas halló compañía para sus atrevimientos, al principio algo menor, después fué creciendo con el tiempo. Tenía gran diligencia en no tomar consigo alguno que fuese descuidado, cobarde ni perezoso; antes escogía hombres muy dispuestos, de grande ánimo y muy ejercitados en las cosas de la guerra; hizo tanto, que juntó cuatrocientos hombres, de los cuales era la mayor parte de los tirios, y de aquellos lugares vecinos.

Este, pues, iba robando y destruyendo toda Galilea, y hacía gran daño a muchos con el miedo de la guerra deteniéndolos suspensos. La pobreza y falta de dinero lo retardaba y detenía que no pusiese por obra sus deseos, los cuales eran mucho ma­yores de lo que él de sí podía; deseaba ser capitán y regir gente, mas no podía; y corno viese que Josefo se holgaba en verle con tanta industria, persuadiále que le dejase el cargo de hacer el muro a su patria, y con esto ganó mucho y allegó gran dinero de la gente rica.

Ordenando después un engaño muy grande, porque dió a entender a todos los judíos que estaban en Siria que se guar­dasen de tocar el aceite que no estuviese hecho por los suyos, pidió que pudiesen enviar de él a todos los lugares vecinos de allí; y por un dinero de los tirios, que hace cuatro de los áticos, compraba cuatro redomas y vendíalo doblado; y siendo Galilea muy fértil y abundante de aceite, y en aquel tiempo principalmente había gran abundancia, enviando mucho de él a las partes y ciudades que carecían y tenían necesidad, juntó gran cantidad de dinero, del cual no mucho después se sirvió contra aquel que le había concedido poder de ganarlo. Pen­sando luego que si sacaba a Josefo, sería sin duda él regidor de toda Galilea, mandó a los ladrones, cuyo capitán era, que robasen toda la tierra, a fin de que, levantándose muchas no­vedades en estas regiones, pudiese o matar con sus traiciones al regidor de Galilea, si quería socorrer a alguno, o si dejaba y permitía que fuesen robados, pudiese con esta ocasión acusarlo delante de los naturales.

Mucho antes había ya esparcido un rumor y fama, diciendo que Josefo quería entregar las cosas de Galilea a los romanos, y juntaba de esta manera muchas cosas por dar ruina a Josefo y destruirlo totalmente.

Como, pues, en este tiempo algunos vecinos del lugar de los dabaritas estuviesen en el gran campo de guardia, acome­tieron a Ptolomeo, procurador de Agripa y Berenice, y le quitaron cuanto consigo traía, entre lo cual había muchos vasos de plata y seiscientos de oro; y como, no pudiesen guardar tan gran robo, secretamente trajéronlo todo a Josefo, que estaba entonces en Tarichea.

Sabida p« Josefo, la fuerza que había sido hecha a los M rey, reprendióla y mandó que las cosas que habían sido robadas fuesen puestas en poder de alguno de los poderosos de aquella ciudad, mostrándose muy pronto para enviarlas a su dueño y señor; lo cual produjo a Josefo, gran peligro, porque. viendo los que habían hecho aquel robo que no tenían parte alguna en todo, tomáronlo a mal; ‑y viendo también que Josefo había determinado, volver a los reyes lo, que ellos habían rabajado, iban por todos los lugares de noche, y daban también a entender a todos que Josefo, era traidor, e hinchieron con este mismo ruido todas las ciudades vecinas, de tal manera, que luego al otro día fueron cien mil hombres armados juntos contra Josefo.

Llegando después toda aquella muchedumbre de gente a Tarichea, y juntándose allí, echaban todos grandes voces muy airados contra Josefo; unos decían que debía ser echado, y otros que debía ser quemado como traidor; los más eran movidos e incitados a ello por Juan y por Jesús, hijo de Safa, que regía entonces el magistrado y gobierno de Tiberiada. Con esto huyeron todos los amigos de Josefo, y toda la gente que tenía de guarda se dispersó, por temor de tanta muchedumbre como se había juntado, excepto solos cuatro hombres que con él quedaron. Estando Josefo durmiendo al tiempo que ponían fuego en su casa, se levantó; y aconsejándoles los cuatro que habían quedado con él que huyese, no se movió por la soledad en que estaba, ni por la muchedumbre de gente que contra él venía, antes se vino prestamente del‑ante de todos con las ves­tiduras todas rasgadas, la cabeza llena de polvo, vueltas las manos atrás y con una espada colgada del cuello.

Viendo estas cosas sus amigos, y los de Taríchea princi­palmente, se movieron a piedad; pero el pueblo, que era algo más rústico y grosero, y los más vecinos y cercanos de allí, que le tenían por más molesto, mandábanle sacar el dinero público, diciéndole muchas injurias, y que querían que confesase su traición, porque según él venía vestido, pensaban que nada negaría de lo que les había nacido tan gran sospecha, pen­sando todos haber dicho aquello por alcanzar perdón y moverlos a misericordia. Esta humildad fortalecía su determinación y consejo; y poniéndose delante de ellos, engañó de esta manera a los que contra él venían muy enojados; y para moverlos a discordia entre sí, les prometió decirles todo lo que en verdad pasaba. Concediéndole después licencia para hablar, dijo:

"Ni yo pensaba enviar a Agripa estos dineros, ni hacer de ellos ganancia propia para mí, porque no manda Dios que tenga yo por amigo al que es a vosotros enemigo, o que yo haga ganancia alguna con lo que a todos generalmente dañase. Pero porque veía que vuestra ciudad, oh taricheos, tenía gran necesidad de ser abastecida, y que no tenlais dinero para edi­ficar los muros, y temía también al pueblo tiberiense y las otras ciudades que estaban todas con gran sed de este dinero, había determinado retenerlo con mucho tiento poco a poco para cercar vuestra ciudad de muros. Si no os parece bien lo que yo tengo determinado, me contentaré con sacarlo y darlo para que sea robado por todos; mas si yo he hecho bien y sa­biamente, por cierto vosotros queréis forzar y dar trabajo a un hombre que os tiene muy obligados a todos."

Los taricheos oyeron con buen ánimo todo esto de Josefo, mas los tiberienses, con los otros, tornándolo a mal, amenazaban a los otros; y así ambas partes, dejando a Josefo, reñían entre sí. Viendo Josefo que habla algunos que defendían su parte, confiándose en ellos, porque los taricheos eran casi cuarenta mil hombres, hablaba con mayor libertad a todos; y habiéndose quejado muy largamente de la temeridad y locura del pueblo, dijo que Tarichea debla ser fortalecida con aquel dinero, y que él tenía cuidado que las otras ciudades estuviesen también se­guras; que no les faltarían dineros si querían estar concordes con los que los hablan de proveer, y no moverse contra el que los había de buscar. Así, pues, se volvía toda la otra gente que habla sido engañada, con enojo; dos mil de los que tenían armas vinieron contra él, y habiéndose él recogido e. una casa, amenazábanle mucho.

Otra vez usó Josefo de cierto engaño contra éstos, porque subiéndose a una cámara alta, habiendo puesto gran silencio señalando con su mano, dijo que no sabia qué era lo que le pedían, porque no podía entender tantas voces juntas, y que se contentaba con hacer todo lo que quisiesen y mandasen' si enviaban algunos que hablasen allí dentro con él reposada­mente.

Oídas estas cosas, luego la nobleza y los regidores entraron. Viéndolos Josefo, retrájolos consigo en lo más adentro y secreto de la casa, y cerrando las puertas, mandóles dar tantos azotes, hasta que los desollaron todos hasta las entrañas. Estaba en este medio, alrededor de la casa, el pueblo, pensando por qué se tardaba tanto en hacer sus conciertos, cuando Josefo, abriendo presto las puertas, dejó ir los que habla metido en su casa todos muy ensangrentados; amedrentáronse tanto todos los que estaban amenazando y aparejados para hacerle fuerza, que, echando las armas, dieron a huir luego.

Con estas cosas crecía más y más la envidia de Juan, y trabajaba en hacer otras asechanzas y traiciones a Josefo, por lo cual fingió que estaba muy enfermo, y suplicó con una carta que' por convalecer, le fuese licito usar de las aguas calientes y baños de Tiberíada. Corno Josefo no tuviese aún sospecha de éste, escribió a los regidores de la ciudad que diesen a Juan de voluntad todo lo necesario, y que le hiciesen buen hospedaje cuando allí llegase. Habiéndose éste servido dos días de los baños a su placer, determinó después hacer y poner por obra lo que le había movido a venir; y engañando a los unos con palabras, y dando a los otros mucho dinero, les persuadió que dejasen a Josefo.

Sabiendo estas cosas Silas, capitán de la guardia puesto por Josefo, con diligencia le hizo saber todas las traiciones que contra él se trataban y hacían; y recibiendo cartas de ello Josefo, partió la misma noche y llegó a la mañana siguiente a Tiberíada. Salióle todo el pueblo al encuentro, y Juan, aunque sospechaba que venía contra él, quiso enviarle uno de sus conocidos, fingiendo que estaba en la cama enfermo, que le dijese que por la enfermedad se detenía sin venir a verle, obe­deciendo a lo que debía y era obligado. Estando en el camino los tiberienses juntados por Josefo para contarles lo que habla sido escrito, Juan envió gente de armas para que lo matasen. Como éstos llegasen a él, y algo lejos los viese desenvainar las espadas, dió voces el pueblo; oyéndolas Josefo, y viendo las espiadas ya cerca de su garganta, saltó del lugar donde estaba, hablando con el pueblo hasta la ribera, que tenía seis codos de alto, y entrándose él y dos de los suyos en un barco pequeño que había por dicha llegado allí, se metió dentro del mar; pero sus soldados arrebataron sus armas y quisieron dar en los traidores.

Temiendo Josefo que moviendo guerra civil entre ellos, por la maldad de pocos se destruyese la ciudad, envió un mensajero a los suyos que les dijese tuviesen solamente cuenta con guardar sus vidas, y no hiciesen fuerza ni matasen alguno de los que tenían la culpa de todo aquello. Obedeciendo su gente a lo que mandaba, todos se sosegaron, y los que vivían alrededor delas ciudades por los campos, oídas las asechanzas que habían sido hechas contra Josefo, y sabiendo quién era el autor y maestro de ellas, viniéronse todos contra Juan.

Súpose éste guardar antes que venir en tal contienda, hu­yendo a Giscala, que era su tierra natural.

Los galileos en este tiempo venían a Josefo de todas las ciudades, y juntáronse muchos millares de gentes de armas, que todos decían venir contra Juan, traidor común de todos, y contra la ciudad que le había recibido y recogido dentro, por poner fuego a él y a ella. Respiondióles Josefo que recibía y loaba la pronta voluntad y benevolencia, pero que debían refrenar algún tanto el ímpetu y fuerza con que venían, deseando vencer a sus enemigos más con prudencia que con muerte. Y nombrando sus propios nombres a los de cada ciudad que con Juan se rabían rebelado, porque cada pueblo mostraba con alegría los suyos, mandó publicar con pregón que todos cuantos se hallasen en compañía de Juan después de cinco días, habían de ser sus casas, bienes y familias, quemados, y sus patrimonios robados. Con esto atrajo a sí tres mil hombres que Juan traía consigo, los cuales, huyendo, dejaron sus armas y se arrodillaron a sus pies.

Juan se salvó con los demás, que serían casi mil de los que de Siria habían huído, y determinó otra vez ponerse en asechanzas y hacer solapadas traiciones, pues las hechas hasta allí habían sido públicas; y enviando a Jerusalén mensajeros secretamente, acusaba a Josefo de que había juntado grande ejército, y que si no daban diligencia en socorrer al tirano, determinaba venir contra Jerusalén. Pero sabiendo lo que pasaba de verdad, el pueblo menospreció esta embajada.

Algunos de los poderosos y regidores, por envidia y rencor que tenían, enviaron secretamente dineros a Juan, que armase gente y juntase ejército a sueldo, para que pudiese con ellos hacer guerra a Josefo; y determinaron entre sí hacer que Josefo dejase la administración de la gente de guerra que tenía. Aun no pensaban que todo esto les bastaba, y por tanto enviaron dos mil quinientos hombres muy bien armados' y cuatro hombres nobles; el uno era Joazaro, hijo del letrado excelentísimo, los otros Ananías Saduceo, Simón y Judas, hijos de Jonatás, hombres todos elocuentes, para que, por consejos de ellos, apartasen la voluntad que todos tenían a Josefo; y si él venía de grado a sometérseles, que le permitiesen dar razón de lo hecho, y si era pertinaz y determinaba quedar, que lo tuviesen por enemigo, y como a tal le persiguiesen.

Los amigos de Josefo le hicieron saber que venía gente contra él, mas no le dijeron para qué ni por qué causa; porque el consejo de sus enemigos fué muy secreto, de lo cual su­cedió que, no pudiendo guardarse ni proveer antes con ello, cuatro ciudades se pasaron luego a los enemigos, las cuales fueron Séforis, Gamala, Giscala y Tiberia. Mas luego las tornó a cobrar sin alguna fuerza y Sin armas, y prendiendo aquellos cuatro capitanes, que eran los más valientes, así en las armas como en sus consejos, tornó a enviarlos a Jerusalén, a los cuales el pueblo, muy enojado, hubiera muerto tanto a ellos como a los que los enviaban, si en huir no pusieran diligencia.

Capítulo XVII. Cómo Josefo cobró a Tiberia y Séfora. 

El temor que Juan a Josefo tenía, le hacía estar recogido dentro de los muros de Giscala. Pocos días después se torné a rebelar Tiberia, porque los naturales llamaron a Agripa; y como éste no viniese el día que estaba entre ellos determinado, y eran allí venidos algunos caballeros romanos, retiráronse a la otra parte contra Josefo.

Sabido esto por Josefo en Tarichea, el cual, pues, había enviado sus soldados por trigo y mantenimientos, no osaba salir solo contra los que se rebelaban, ni podía, por otra parte, de­tenerse, temiendo que entre tanto que él se tardase, no se alzase la gente del rey con la ciudad; porque veía que ese otro día no le era posible hacer algo por ser sábado, determiné tomar por engaño aquellos que le habían faltado.

Mandó cerrar las puertas de los taricheos, por que no osase ni pudiese alguno descubrirles lo que determinaba; y juntando todas las barcas que halló en aquel lago, las cuales llegaron a número de doscientas treinta, y en cada una cuatro marineros, vínose con tiempo y buena sazón a Tiberia; y estando aun tan lejos de ella que no pudiese ser visto fácilmente, dejando las barcas vacías en la mar, llegóse él, llevando consigo cuatro com­pañeros desarmados, hombres de su guarda, tan cerca, que pudiese ser visto por todos. Como los enemigos lo viesen desde el muro adonde estaban, echándole maldiciones, espantados y con temor, pensando que todas aquellas barcas estaban llenas de gente de armas, echaron presto las armas; y puestas las manos, rogábanle todos que los perdonase.

Después que Josefo los castigó, reprendiendo y amenazán­dolos, cuanto a lo primero, porque habiendo comenzado guerra contra el pueblo romano, consumían y deshacían sus fuerzas con disensiones entre sí y discordias intestinas, y con esto cumplían la voluntad y deseo de los enemigos, y también porque se daban prisa y trabajaban en quitar la vida a uno que no buscaba otro sino asegurarles y buscarles reposo; y no se avergonzaban de cerrarle la ciudad, habiendo él hecho el muro para defensa de ellos. Pero en fin, prometióles aceptar la disculpa, si había algunos que la satisficiesen; y que dándole tales medios que fuesen convincentes, él afirmaría la amistad con la ciudad.

Por esto vinieron a él diez hombres, los más nobles de Tiberíada, y mandándoles entrar en una navecillia de pesca­dores, apartándolos lejos, mandó que viniesen otros cincuenta senadores, que eran los hombres más nobles que había, como que le fuese necesario tomar también la palabra y fe de todos éstos. Y pensando luego después otros nuevos achaques, hacia salir más y más gente bajo de aquella promesa que les había hecho, mandando a los maestres de los taricheos que se vol­viesen a buen tiempo con las barcas llenas de gente, y que pusiesen en la cárcel a cuantos consigo llevasen, hasta tanto que tuvo presa toda la corte, que era hasta seiscientos hombres, y más de dos mil hombres, gente baja y popular; y llevólos todos consigo a Tarichea. Dando voces el pueblo que cierto hombre llamado Clito era autor de toda aquella discordia y rebelión, y que debía hartarse su ira con la pena y castigo de éste sólo, rogándoselo todos.

Josefo a ninguno quería matar; pero mandó salir a uno de su guarda, llamado Levia, que cortase las manos a Clito. Y como éste no osase hacerlo, díjole, movido de temor, que él solo no se atrevería contra tanta gente; y corno Clito viese que Josefo, en la barca a donde estaba, se enojaba y quería salir solo por castigarlo, rogábale que por lo menos le quisiese hacer merced de dejarle una mano. Concediéndole esto Josefo, con tal que el mismo Clito se la cortase, desenvainó la espada con su mano derecha, y se cortó la mano izquierda, por el gran miedo que de Josefo tenía. De manera que Josefo, con barcas Yacías y con solos siete hombres, tomó todo aquel pueblo, y ganó otra vez la amistad de Tiberíada. Poco después dio saco a Giscala, que se había rebelado con los seforitas, y volvió todo el robo a la gente del pueblo. Lo mismo hizo también con los seforitas y tiberienses; porque habiendo preso a éstos, quiso corregirlos con dejar que les robaran, y recon­ciliarse su gracia y amistad con volverles lo que les había quitado.

Capítulo XXVIII. De qué manera se aparejaron y pusieron en orden los de Jerusalén para la guerra, y de la tíranía de Simón Giora. 

Hasta ahora duraron las disensiones y discordias en Ga­lilea entre los ciudadanos y naturales de allí; y después de apaciguados todos, poníanse en orden contra los romanos.

En Jerusalén trabajaba el pontífice Anano, y la gente poderosa, enemiga de los romanos, en renovar los muros; ha­cíanse dentro de la ciudad muchos instrumentos de guerra, muchas saetas y otras armas; y los mancebos eran muy dili­gentes en hacer lo que les mandaban. Estaba toda la ciudad llena de ruido, y los que buscaban y querían la paz, tenían gran tristeza; y muchos que consideraban las grandes muertes que había de haber, no podían dejar de llorar, pareciéndoles que todo era muy dañoso, y que se habían de destruir. Los que deseaban la guerra y la encendían, fingían a cada hora cuanto les parecía; y ya se mostraba la ciudad en estado de ser destruída antes que los romanos viniesen.

Anano trabajó en dejar todo aquel aparejo que se hacía para la guerra, y en apaciguar los zelotes, que eran los que lo revolvían, procurando de hacerles mudar de su locura en bien; pero de qué manera fué éste vencido y qué fin alcanzó, después lo contaremos.

En la toparquía y región Acrabatena, un hijo de Giora, llamado Simón, habiendo juntado consigo muchos de los que amaban y procuraban novedades y revueltas, comenzó a robar y hacer hurtos, y no sólo se entraba por fuerza en las casas de gente rica y poderosa, sino adernás de robarlos, los azotaba muy cruelmente, y comenzaba ya a hacerse pública­mente tirano.

Habiendo Anano enviado los soldados de sus capitanes, huyó a juntarse a los ladrones que estaban en Masada con los que consigo ya tenía; y estando allí retraído hasta tanto que fueron muertos Anano y los otros enemigos suyos, destruía y talaba con sus compañeros toda la Idumea en canta manera, que los magistrados y regidores de esta gente, por la muche­dumbre de las muertes y robos continuos que hacían, determi­naron guardar las calles y lugares con soldados y gente de guarnición.

En esto, pues, estaban al presente tiempo las cosas de los judíos.

Libro Tercero

 

Capítulo I. De la vida del capitán Vespasiano, y de dos batallas de los judíos.

Cuando Nerón supo no haber sucedido las cosas en Judea prósperamente, quedó muy amedrentado, pero guardólo en secreto porque era así necesario, y fingiéndose airado delante de todos voluntariamente, se indignaba, diciendo que había todo aquello sucedido, más por la negligencia de sus capitanes, que por la virtud y valor de los enemigos; pero pensaba serle muy conveniente menospreciar lo acontecido, teniendo respeto al peso del gran imperio que regía; y por parecer que tenía mayor ánimo de lo que las adversidades requerían, aunque el cuidado que tenía mostraba claramente qué turbados tuviese sus pensamientos, y cuán triste estuviese en pensar a quién pudiese seguramente encomendar el cargo de todo el Oriente, que tan revuelto estaba, el cual tomase venganza de los judíos, que se rebelaban, y prendiese todas las otras regiones s naciones cercanas a éstas, que con el mismo mal estaban ya corrompidas.

Halló, pues, para estas necesidades a Vespasiano con ánimo no menor que las cosas requerían, el cual emprendiese una guerra tan importante, porque era varón ejercitado en ella desde sus primeros años hasta la vejez, y porque había ya dado señal de su virtud manifiesta al pueblo romano, apaciguando el Occidente, que estaba muy revuelto por los germanos, y había sujetado con armas toda la Bretaña, que nunca fué combatida por los romanos hasta entonces, por lo cual fué causa de que Claudio, su padre, triunfase sin poner trabajo en alcanzarlo,

Teniendo Nerón su confianza en esto, y riendo también que Vespasiano era hombre de madura edad y diestro en las cosas de la guerra, y que sus hijos eran penda y rehenes de la fidelidad que le había de guardar, de tal manera, que la edad floreciente de los hijos le daban manos para su trabajo, porque Dios aun no había ordenado el estado de la república, enviólo a regir los ejércitos que estaban en Siria, animándole con blandas palabras y ofrecimientos, según el tiempo requería.

Luego él, desde Acaya, adonde estaba con Nerón, envió a su hijo Tito a Alejandría para sacar de allí la quinta y la décima legión de la gente; y pasando él al Helesponto, vínose por tierra a Siria y allí juntó toda la fuerza romana, y tomo socorro grande de los reyes vecinos y comarcanos.

Los judíos, ensoberbecidos con la victoria que de Cestio hubieron, no podían reposarse ni refrenarse; pero moviéndolos, según parecía, la fortuna, determinaban aún hacer guerra. Por lo cual juntaron la más gente de guerra que pudieron, y vinieron a Ascalona, que es una ciudad antigua, edificada a setecientos veinte estadios de Jerusalén, enemiga siempre de ellos, lo cual fué parte que pareciese algo más cerca que todas las otras para dar en ella el primer combate.

Tenían tres varones por capitanes de esta empresa, muy esforzados en las armas y muy prudentes; el uno era Peralta Nigro, el otro Sila Babilonia, y el tercero Juan Eseno.

Estaba Ascalona rodeada de un muro muy fuerte, mas tenía dentro muy poca guarnición, porque solamente había una compañía de gente de a pie y otra de a caballo, cuyo capitán era Antonio. Habiendo, pues, ellos, con la ira que llevaban, hecho este camino con mucha diligencia, llegaron tan presto y tan en orden como si vinieran de alguna otra parte muy cerca.

Antonio, no sabiendo el ímpetu y la fuerza que traían, había ya salido con su caballería; y sin temor de la muche­dumbre ni del atrevimiento y audacia grande con que venían, resistió valerosamente a los primeros encuentros de los ene­migos; y llegándose a combatir el muro, los hizo retirar.

Los judíos, pues, ignorantes en las cosas de la guerra en comparación de la destreza de aquéllos, la gente de a pie con la de a caballo, y los sin orden con los muy bien ordenados, y los mal armados con los bien proveídos, confiándose más en el enojo e indignación que tenían que en el consejo y provisión buena, peleaban con los que estaban bien acostumbrados, y no hacían algo sin consejo ni mandamiento de su capitán; y así fácilmente fueron rotos; porque en la hora que los escuadrones primeros fueron desbaratados por la gente de a caballo de Antonio, todos los otros huyeron; y siendo forzados a huir hacia el muro, ellos mismos se eran enemigos; hasta tanto que, vencidos todos por la gente de a caballo, fueron esparcidos por todo el campo, el cual era muy ancho y muy cómodo para la gente de a caballo.

Esto ayudó mucho a los romanos para la matanza y estrago grande que hicieron en los judíos; porque turbábamos y des­ordenábanlos como iban huyendo, y mataban a cuantos al­canzaban; los otros, viéndose todos rodeados de enemigos, por cualquier parte que se volvían eran muertos con saetas y dardos.

Parecía a los judíos que estaban solos y sin compañía alguna, aunque era grande la compañía que tenían; tan desesperados estaban de alcanzar salud o remedio. Los romanos, aunque eran pocos, con haberles sucedido todo prósperamente, pensaban ser demasiados.

Queriendo, pues, los judíos vencer el caso adverso que les había acontecido, avergonzándose de huir tan presto, con­fiaban que la fortuna se mudaría, y no fatigándose los ro­manos en proseguir la victoria, alargaron la pelea casi por todo el día, hasta tanto llegaron los judíos, que aquí murieron a número de diez mil; y dos capitanes, Juan y Sila; los demás, quedando la mayor parte herida y maltratada, huyeron con Nigro, quien sólo quedó vivo de los capitanes, a un lugar de Idumea que se llama Salís. Algunos de los romanos fueron también heridos en esta batalla.

Pero no se aplacaron los ánimos de los judíos con tan gran matanza, antes los incitó el dolor que tenían a mayor atrevi­miento; y menospreciando tantos muertos como veían delante de sus pies, movíanse a otra matanza, acordándose de los sucesos prósperos que antes les habían acaecido. Por lo cual, pasando algún tiempo en este medio, aunque no tanto cuanto fuera necesario para que los que estaban heridos pudiesen convalecer, juntando todas las fuerzas que pudieron y mucho mayor número de gente que antes vinieron, volvían a Asca­lona algo más enojados que la primera vez, acompañándolos siempre, además de la poca destreza y otras faltas que en las cosas de la guerra tenían, la misma mala fortuna.

Porque habiéndoles puesto Antonio asechanzas por donde habían de pasar, cayendo de improviso en sus manos y ro­deado de los de a caballo, antes que los judíos pudiesen orde­narse para pelear, mataron más de ocho mil de ellas; los otros todos huyeron, y con ellos el capitán Nigro, mostrando bien la grandeza de su ánimo en muchas cosas que huyendo hizo, reco­giendo a todos, porque ya los enemigos estaban muy cerca, en un castillo muy fuerte y muy seguro de un lugar que se llama Bezedel.

Viendo Antonio que la torre o castillo era inexpugnable, por no perder allí mucho tiempo en cercarlo, y por no dejar vivo al capitán más valeroso de todos sus enemigos, pusieron gran fuego al muro, y quemando la torre los romanos, se volvieron con gran alegría, pensando que Nigro sería también quemado; pero éste se supo guardar y librarse de este peligro, pasando de la torre a una gran cueva del castillo; y tres días después, buscándolo allí sus compañeros para sepultarlo, pa­reció, por lo cual los judíos recibieron placer muy grande, como por un capitán guardado por providencia divina para las cosas que habían de suceder después.

Vespasiano, llegado su ejército a Antioquía, que es la principal ciudad y cabeza de todo Siria, y tiene sin duda el tercer lugar entre todas cuantas están sujetas al Imperio de los romanos, tanto en su grandeza como en ser fértil y abundante de toda cosa, halló allí al rey Agripa que lo aguar­daba con su ejército, y así vino a Ptolemaida.

En esta ciudad le salieron al encuentro los seforitas, ciuda­danos de un lugar de Galilea, solos éstos, pacíficos por el cui­dado que de su propia salud tenían, y por saber también las fuerzas de los romanos; y antes que Vespasiano viniese, se habían juntado con Cestio Galo, y con toda amistad habían tomado socorro de su gente y guarnición, los cuales, recibiendo entonces muy benignamente al capitán enviado por el empe­rador, le prometieron ayudarle contra sus propios naturales.

Dióles por guarnición Vespasiano tanta gente de a pie y de a caballo, cuanta entendió serles necesaria para defenderse de toda fuerza que les quisieren hacer, si los judíos, por ventura, querían innovar algo; porque parecióle que no era pequeño peligro, si Séforis, que era la mayor ciudad de Galilea, les fuese quitada, porque estaba asentada en un lugar muy seguro, y había de ser para guarda y socorro de toda la gente.

Capítulo II. En el cual se describen Galilea, Samaria y Judea.

Dos Galileas hay: la una se llama Superior, y la otra In­ferior, rodeadas entrambas por los reinos de Fenicia y de Siria. Por la parte del occidente, las aparta de los fines y términos de su territorio, Ptolemais y el monte de Carmelo, que solía ser de los galileos, y está ahora sujeto a los tirios, con el cual está junta Gabaa, ciudad que se llama de los Caballeros, porque fueron enviados caballeros por el rey Herodes que la po­blasen. Hacia el Mediodía confina con los samaritas, y los de Escitópolis hasta el río Jordán; y al oriente tiene Hipena y Gadana, y acaba en los gaulanitas, que son también fines y términos del reino de Agripa. Lo largo de ella se llega por el septentrión hasta los términos de Tiro y por todas aquellas tierras.

Galilea la Inferior tiene de largo desde Tiberíada hasta Zabulón,que tiene vecindad con Ptolemaida en la parte ma­rítima; de ancho se extiende, desde el lugar llamado Xaloth, que está en el campo grande, hasta Bersabe, de adonde co­mienza la anchura de la Superior Galilea, hasta el lugar llamado Baca, que aparta la tierra de los tirios.

Lo largo de ella se extiende desde un lugar cercano al Jordán, que se llama Thela, hasta Meroth. Y siendo entrambas tan grandes y rodeadas de tantas gentes extranjeras, siempre resistieron a todas las guerras y peligros; porque por su na­turaleza son los galileos gente de guerra, y en todo tiempo suelen ser muchos, y nunca mostraron miedo ni faltaron jamás hombres. Son muy buenas y muy fértiles, llenas de todo género de árboles, en tanta manera, que mueven con su fertilidad a la labranza a los que de ello no tienen ni voluntad ni costumbre. Por esta causa no hay lugar en todas ellas sin que sea labrado por los que esté ociosa.

Hay también muchas ciudades; y por la fertilidad y hartura grande de esta tierra, están todos los lugares muy poblados, en tanto que el menor lugar de todos pasa de quince mil ve­cinos; y aunque pueden decir que es la menor de todas las regiones que están de la otra parte del río, pueden también decir que es la más fuerte y más abastecida de toda cosa, porque todo ella se ara y se ejercita; es toda muy fértil de frutos, y aquella que está del otro lado de la ribera, aunque sea mucho mayor, es por la mayor parte muy áspera, desierta e inhábil para frutos que dan mantenimiento.

La blandura y naturaleza de Perea es muy fértil; tiene los campos muy llenos de árboles y frutos, y principalmente de olivas, viñas y palmas. Es regada abundantemente por arroyos que descienden por los montañas, y con fuentes vivas que de continuo manan agua muy clara y muy limpia, cuando los arroyos, por el gran calor del estío, no dan el agua que es necesaria. Tiene ésta de largo de Macherunta hasta Pela, y de allí habitan, ni hay parte alguna de tierra que ancho desde Filadelfia hasta el Jordán; y la Pela, que hemos dicho, tiene hacia el septentrión, y por la parte occidental, el Jordán; al Mediodía tiene la región de los moabitas, y al oriente tiene la Arabia, Silbonitida, Filadelfia, y ciérrase con los ge­rasos.

La región y tierras de Samaria están entre Judea y Ga­lilea, porque comenzando de un lugar que está en un llano, el cual se llama Guinea, viene a acabar en la toparquía y señorío Acrabateno; pero no es tierra ésta diferente en su naturaleza de Judea, porque ambas regiones son muy mon­tañosas y tienen muy grandes campos despoblados, y son para arar muy buenos, muy blandos y están también llenos de árboles.

Son muy abundantes de manzanas, tanto de las silvestres como de las domésticas, porque de su natural estas tierras son secas; pero sobreviéneles el agua del cielo, de la cual tienen siempre mucha, y con ella se hacen las aguas muy dulces, y dan de sí muy gran copia y abundancia de heno y hierbas, con lo cual ellas, más que algunas otras tierras, tienen siempre el ganado muy lleno y abundante de leche. La mayor señal de la continua fertilidad y abundancia de estas tierras es ver que todas están llenas de gente.

Confina con ellas el lugar llamado Annath, que también se suele llamar Borceos, el cual es límite de Judea por la parte de septentrión.

Por la de Mediodía, si tomares lo largo, tiene por término un lugar que está en los fines de Arabia, el cual por nombre se llama Jordán; la anchura se extiende del río Jordán hasta Jope. En medio de éstas está Jerusalén, por lo cual algunos, con razón, la llamaron el ombligo de estas regiones, queriendo decir el medio. No carece Judea de los deleites del mar, porque se entiende por las partes marítimas hasta Ptolemaida; está di­vidida en once partes, ciudades principales, de las cuales la principal y la real es Jerusalén; ésta sobrepuja a todas las otras, ni más ni menos que la cabeza a los otros miembros; entre las demás están repartidos los regimientos o toparquías. La segunda es Gosna, y luego después Acrabata; siguen Thamna, Lida, Amaus, Pela, Idumea, Engada, Herodio y Jericó. Después Jamnia y Jope gobiernan y mandan a las comarcanas. Además de éstas, Gamilitica también, Gaulanitis, Bathanea y Trachonitis, que son parte del reino de Agripa.

La misma tierra, comenzando del monte Líbano y fuentes del Jordán, se extiende de ancho hasta la laguna que está cerca de Tiberíada, y tiene de largo desde un lugar que se llama Arfas, hasta Juliada, y habitan en estas tierras judíos y gentes de Siria, todos mezclados.

Capítulo III. Del socorro que fué enviado a los se foritas, y de la disciplina y usanza de los romanos en las cosas de la guerra.

Contado hemos arriba, lo más brevemente que nos ha sido posible, el sitio y cerco de Judea. El socorro que Vespasiano había enviado a los seforitas, que era mil caballos y seis mil infantes, asentó su campo en un gran llano que allí había, siendo regidor y capitán Plácido, tribuno, y le dividió en dos partes. La infantería estaba dentro de la ciudad por guardarla, y la otra gente de a caballo estaba en el campo; pero saliendo muchas veces de ambas partes a correr todos aquellos lugares cercanos de allí, hacían gran daño a Josefo y a sus compañeros, aunque ellos se estaban reposados; robaban además de esto las ciudades por defuera, y resistían a la fuerza y empresa de los ciudadanos, si alguna vez salían con confianza a correr alguna tierra.

Quiso, con todo, Josefo venir contra la ciudad, pensando y aun confiando que la podría tomar, aunque él le había hecho un muro antes que se rebelase contra los galileos, que cierta­mente era inexpugnable, no a ellos solos, pero aun también a los romanos. En esto su esperanza fué burlada, no pudiendo traer a lo que quería ni persuadir a los seforitas aquello, y movió más la guerra en Judea, indignándose los romanos con enojo, por ver las asechanzas que les armaban, por lo cual ni de día ni de noche dejaban de destruir y talar todas 'las tierras, robando todo cuanto hallaban, y matando a los que eran experimentados en las cosas de la guerra y valientes; prendían a los que no lo eran, y teníamos en servidumbre.

Toda Galilea estaba llena de fuego y de sangre, sin que hubiese alguno exceptuado de esta destrucción y mortandad; los que huían solamente tenían esperanza de salvarse en las ciudades, las cuales Josefo había antes cercado de muy buenos muros.

Enviado Tito de Acaya, en Alejandría, más presto de lo que por el invierno se esperaba, tomó a su cargo los soldados por los cuales había venido; y habiendo así con diligencia proseguido su camino, vínose temprano a Ptolemaida. Ha­llando allí a su padre con las dos legiones que consigo tenía, que eran por cierto las mejores y más nobles, es a saber, la quinta y la décima, juntó con ellas también la décimaquinta que consigo Tito trajo. Después de éstas seguían dieciocho compañías, con las cuales se juntaron otras cinco que estaban en Cesárea, un escuadrón de caballos y cinco de gente de a caballo de Siria. Cada una de las diez compañías tenía mil hombres de a pie, y cada una de las otras trece, seiscientos hombres de a pie, y ciento veinte de a caballo.

Juntóse también harto grande socorro con los que los reyes comarcanos enviaron, porque Antíoco, Agripa y Sohemo enviaron dos mil hombres de a pie y mil flecheros de a ca­ballo. Envióle también Malco, rey de Arabia, además de cinco mil infantes, mil caballos, cuya mayor parte eran también flecheros, de manera que, contando junto todo este ejército, llegó casi a sesenta mil hombres entre los de a pie y los de a caballo, además de otros muchos que seguían el campo, los cuales, por estar ya muy experimentados en las cosas de la guerra, no diferían de la gente de guerra, porque en tiempo de paz habían estado en los ejercicios de sus señores y experi­mentando con ellos los peligros de la guerra, y si no era por sus señores, no podían ser vencidos por algún otro, tanto en sus fuerzas, como en la destreza y maña en las cosas de la guerra.

En esto, por cierto, pensará alguno ser digna de muy gran admiración la providencia de los romanos, que se saben servir de los que les son sujetos en las necesidades de la guerra, además de todas las otras cosas en que se suelen servir de ellos; y los que consideran la otra disciplina y arte que tienen en las cosas de la guerra, conocerán claramente haber ellos alcanzado tan grande imperio, no por bien ni prosperidad de la fortuna, sino por propia virtud y esfuerzo.

  No comienzan a ejercitar primeramente las armas en la guerra, y no sólo hacen cuando les es necesario sus ejercicios de guerra, antes, estando muy en paz, jamás dejan de ejerci­tarse en las armas, ni más ni menos que si les fuesen naturales, ni quieren tener algún tiempo treguas con ellas, pues ni aun con el tiempo tienen cuenta, y sus pruebas en los ejercicios de la guerra no son desemejantes a la verdadera pelea, porque cada día todos los soldados salen armados a ejercitarse, como si saliesen a la batalla, y de aquí es que sufren tan animosamente toda guerra.

No se desbaratan menospreciando el orden que deben guar­dar; no los espanta el miedo, ni los consume el cansancio, por lo cual siempre les sigue la victoria, y siempre vencen a los que no hallan tan ejercitados ni tan diestros como ellos; ni errará el que dijere sus pruebas y ejercicios de armas ser ba­tallas sin sangre; al contrario, sus verdaderas batallas son pruebas y ejercicios con derramamiento de sangre.

No pueden ser vencidos por súbita arremetida de enemigos, antes en cualquier tierra que entran no comienzan la guerra antes de poner en orden y asentar muy diestramente su campo, el cual no fortifican con alguna cosa ligera, o en algún lugar que no sea muy cómodo, ni ordénanlo sin mucha cordura; mas si la tierra es desigual, primero allánanla toda y señálanla con cuatro cantones, y suelen siempre hacer cuatro partes el ejér­cito, rodeándose los unos con los otros. Sigue siempre al ejér­cito gran muchedumbre de herreros y copia grande de instrumentos para las armas, según la necesidad y uso que de ellos requieren.

La parte del campo que está por de dentro, está dividida por sus tiendas y alojamientos, y el cerco por defuera está como un muro; ordenan también con igual distancia sus trincheras: en el espacio que hay entre una y otra, suelen echar abundancia de máquinas, instrumentos y ballestas, con las cuales tiran las piedras, de tal manera, que no les falte jamás todo género de armas; y edifican cuatro puertas altas, y tan buenas para recogerse y entrar así ellos como todos sus jumentos y ca­ballos, a fin que si fuere necesario puedan recogerse y tengan todos lugar de dentro. Las calles por dentro apartan los reales con igual espacio y lugar; en medio de todo asientan las tiendas de los regidores, y allí ponen también un como templo, de tal manera, que cierto parece una ciudad edificada y alzada de presto; tienen también su mercado adonde las cosas se venden, y los oficiales todos tienen su recogimiento. Los regidores y capitanes de los soldados tienen lugar para dar sus sentencias, adonde se suele juzgar si sucede algo que tenga necesidad de ello, y si algo acontece dudoso.

Este cerco, y todo lo que dentro de él se contiene, es tan presto puesto en orden con la diligencia y destreza de los oficiales, que no se puede pensar; y cuando la necesidad lo requiere, sóbenlo cercar de foso por todo el rededor, haciéndolo cuatro brazas de hondo y otras tantas de ancho; y rodeados todos de armas, estánse en sus alojamientos y tiendas gentil­mente reposados, y de tienda en tienda se trata todo cuanto hacen con gran silencio y provisión, comunicándose unos a otros aquello que falta, si por ventura carecen de leña, o de agua o trigo.

No tienen libertad de comer ni cenar cuando quieren; todos se acuestan a una misma hora; las horas de guarda hó­cenlas saber con son de trompeta, y no se hace jamás algo sin que se sepa por pregón y mandamiento público.

En las mañanas los soldados van a dar los buenos días a sus centuriones, y éstos danlos a los tribunos, con los cuales se juntan, y vienen a los capitanes con toda la otra gente, y así se presentan todos al general y maestro de todo el campo. Este, entonces, da a cada uno de los capitanes y a todos los otros la señal que quiere, según el cargo que cada uno tiene, para que ellos y cada uno por sí la haga saber a los que están en su regimiento.

Con estas cosas, cuando están en el campo y en la pelea, fácilmente son llevados adonde los capitanes quieren, y arre­meten todos juntamente, y también todos juntamente se recogen. Cuando han de salir del campo, dan de ello señal con una trompeta, y ninguno se detiene ni se está ocioso; antes, al señalarles la hora, deshacen y recogen sus tiendas, y ordé­nanlo todo para partir. Luego, la trompeta les vuelve a se­ñalar que estén aparejados, y ellos, cargando todo el bagaje que tienen, están esperando la señal, no menos que si hubiesen de dar la batalla; suelen quemar todo cuanto dejan, porque no les es difícil volverlo hacer cuando les es necesario, y tam­bién por que los enemigos no se puedan servir ni aprovechar de ello; a la tercera vez que la trompeta toca es señal de partir, y se dan gran prisa, porque ninguno quede ni pierda su orden y lugar.

Está una trompeta a la mano derecha del capitán, y pre­gunta a todos en su lengua tres veces, con la voz muy alta, si están aparejados para marchar; ellos suelen responder con mucha alegría y esfuerzo otras tres veces, y decir que sí, aun se suelen adelantar algunas veces en decirlo primero que les sea preguntado, y levantan a las voces con gran ánimo que da cada uno y esfuerzo, el brazo derecho. Después hacen poco a poco su camino, marchan con orden y con la honra que a cada uno conviene; no menos que si estuviesen en la batalla, van con las mismas armas; la gente de a pie lleva sus coseletes y cascos, y una espada en cada lado: la de la mano izquierda es mucho más larga, porque la de la mano derecha no suele ser mayor de un palmo, que es lo que ahora llama­mos puñal o daga.

La guarda del general suele ser de la gente muy escogida de a pie, y llevan escudos y lanzas; la otra gente toda lleva dardos y paveses largos; traen también una sierra, una canastilla con un destral y muchas otras cosas, y en ella llevan también de comer para tres días, de suerte que hay poca diferencia entre ellos y un jumento cargado.

Los de a caballo tienen a la mano derecha una espada más larga, y en la mano un palo y un broquel atravesado al lado del caballo; en la aljaba suelen llevar tres dardillos o flechas largas, o pocas más, con los hierros algo anchos, poco diferen­tes en la grandeza de los dardos: llevan también unos capace­tes y coseletes semejantes a los de a pie, y los de la guarda del general no suelen ir en algo diferentes de los otros; va delante siempre aquel a quien le viene por suerte.

Tales, pues, son las maneras que los romanos guardan en sus caminos y en asentar un campo, y tal es la variedad que guardan en las armas: no hacen algo sin determinar y tomar consejo primero sobre ello en las cosas de la guerra, y lo que determinan es conforme a lo que hacen, y lo que hacen con­forme a lo que han determinado; y antes de poner en efecto algo, primero lo proponen en consejo: por esto suelen, o errar en muy pocas cosas, o si por ventura les acontece algún yerro, es fácil cosa enmendarlo.

Las cosas que suceden con consejo, suélenlas tener, por contrarias y adversas que les sean, por mucho mejores que los sucesos y acontecimientos de la fortuna, por próspera y favorable que sea, por no mostrarse tener en más los bienes y esperanzas de la fortuna, que los de su consejo; pero las cosas que son antes de ejecutarlas bien pensadas, aunque no sucedan prósperamente, las tienen por muy buenas, guardán­dose y proveyéndose que otra vez no les acontezca lo mismo, porque los bienes que por fortuna acaecen, no suele ser causa ni autor de ellos aquel a quien acontecen, y de lo que ocurre por desdicha, consuélanse con pensar a lo menos no haberles acontecido por falta de consejo y miramiento. Con el ejercicio que hacen de las armas, no sólo se ejercitan las fuerzas del cuerpo, sino también fortalecen sus ánimos: del temor que tienen les nace mayor diligencia, porque tienen leyes, las cuales quieren la muerte y condenación, no sólo de los que grandemente faltan, pero aun también por pequeña falta que tengan, incurren en pena de muerte.

Los capitantes suelen ser más justicieros que las mismas leyes, y dando galardón a los que lo merecen, hacen que no parezcan crueles en castigar a los que cometen faltas, ni en corregirlos.

Suelen ser todos tan obedientes a sus regidores, que en la paz les suele ser muy gran honra, y en la guerra o batalla todo el ejército no parece más de un cuerpo: con tanto orden están juntos todos los escuadrones, con tanta presteza se mue­ven, tan atentos están a escuchar lo que les será mandado, tan abiertos tienen los ojos en mirar las señales que les serán hechas, tan prontas tienen las manos en las obras, por lo cual suelen ser todos muy valerosos en dañar a sus enemigos, y son muy pocos dañados por ellos.

Los que pelean no saben jamás la muchedumbre ni el número de los enemigos, ni lo que los capitanes determinan entre sí, ni las dificultades de las tierras; pero ni aun quieren sujetarse a la fortuna, aunque piensen serles más cierta por esta parte la victoria. Pues ¿qué maravilla es, si éstos, cuyos hechos siempre están fundados con consejo, y cuyo ejército sabe ejecutar tan bien lo que los capitanes han determinado, han ensanchado y alargado su imperio desde el Eufrates al Oriente, y del Océano al Occidente, y desde las regiones fér­tiles de Africa, hacia el Mediodía, hasta las del Danubio y Rhin por el Septentrión, de los cuales se podría muy bien decir que es mucho menos lo que poseen, de lo que los que lo poseen merecen?

He querido tratar todo esto, no por loar a los romanos, sino por consolación de los vencidos, y para espantar a los que desean novedades y revueltas; porque podrá ser aprove­che, por ventura, a los que desean bien ejercitarse en estas artes buenas, saber la manera y ejercicios de los romanos en las armas; pero ahora vuelvo a lo que había antes dejado.

Capítulo IV. Cómo Plácido vino contra Jotapata.

Deteníase en este tiempo, en Ptolemaida, Vespasiano y su lijo Tito, ordenando su ejército; pero Plácido ya había entrado por Galilea, donde mató muy gran muchedumbre de los que prendía, y fué ésta de la gente de Galilea, ignorante en las cosas de la guerra y falta de ánimo; y viendo que los de guerra se recogían en las ciudades fuertes que Josefo había .abastecido, pasó su fuerza contra Jotapata, que era la más fuerte y más segura ciudad de todas, pensando tomarla fácil­mente con acometerla de súbito, y que con esto alcanzaría ,gran nombre y gloria de todos los regidores, y haría camino más fácil para acabar lo demás cómodamente y presto, pensando que tomada la principal y más fuerte ciudad, las otras todas se rendirían fácilmente.

Pero mucho le engañó su opinión, porque los de Jotapata, sabiendo su fuerza y cómo vería ya cerca de la ciudad, reci­biéronlo, y saliendo a combatir con él muchos muy bien ar­mados y muy alegres, porque peleaban por la salud propia de ellos, de sus mueres, hijos y de su patria, hiciéronlos huir, hirieron a muchos, matando sólo siete hombres, porque no retirándose de la pelea sin orden, y rodeados por todas partes, habían sido ligeramente heridos; teniéndose los judíos por más seguros en pelear de lejos, que juntarse a las manos es­tando los unos armados y los otros no.

Cayeron en esta pelea tres judíos; quedaron algunos pocos más heridos: Plácido, pues, echado de la ciudad, huyó.

Capítulo V. Cómo Vespasiano vino contra las ciudades de Galilea.

Teniendo Vespasiano deseo y determinación de venir con­tra Galilea, partió de Ptolemaida con las jornadas ordenadas a su gente, según tienen por costumbre los romanos. Mandó que la gente de socorro, que venía algo menos armada que la otra, y todos los ballesteros, se adelantasen por refrenar y de­tener a los enemigos que salían a correr, y para que mirasen muy bien los lugares buenos y cómodos para poner sus ase­chanzas y celadas.

Seguíalos luego parte de la gente de a pie romana y parte de la caballería; luego sucedían diez hombres de cada com­pañía, los cuales traían sus armas y la medida que habían de tomar para asentar su campo; seguían después los que allanan las calles, los malos pasos y asperidades de los caminos, cortan las selvas cuando les impiden, por que no se canse el ejército con la dificultad del camino; después vienen sus cargas y las de los regidores que a él están sujetos, y por guarda de éstos ordenó con ellos muchos de a caballo. Después de todo esto venía él; traía consigo la gente más escogida, así de a pie como de a caballo, y además acompañábale también el escuadrón de su gente: de cada compañía tenía escogidos para su servicio ciento veinte caballeros; tras éstos venían los que traían los otros instrumentos para combatir las ciudades, las máquinas y cosas necesarias para ello; luego seguían los regi­dores y los tribunos señalados a cada compañía, rodeados de soldados muy escogidos. Venía también la bandera del Águila, y con ella juntas otras muchas, la cual manda a todas las otras porque es reina de todas las aves, y es la más esforzada; piensan en verla que es una señal y buen agüero de la victoria y de su potencia contra cuantos salen a pelear.

Seguían a las sagradas imágenes de las banderas ciertos tañedores de cornetas, y después el escuadrón dé soldados, de seis en seis, y venía con ellos un capitán o centurión, el cual procuraba hacer que se guardase el orden y disciplina militar; los criados de cada compañía estaban todos con la gente de a pie, y traían los mulos y cargas de la gente; en el escuadrón postrero, donde venían los que ganaban sueldo, venía también mucha gente de a pie armada y mucha de a caballo.

Habiendo pasado su camino Vespasiano, llegó a los tér­minos de Galilea, y habiendo puesto allí su campo, aunque tenía toda su gente muy pronta para la guerra, todavía la detenía, y mostraba a los enemigos por amedrentarlos, y tam­bién por darles tiempo para rendirse, si antes de darles asalto o la batalla alguno se quisiese pasar a su parte; pero con todo esto él hacía su muro para defenderse: así, sola la vista del capitán fué causa de que muchos de los que se habían re­belado huyeran, y todos generalmente fueron muy amedren­tados.

Los compañeros de Josefo, que habían puesto su campo cerca de Séforis, cuando entendieron que la guerra se acercaba y que ya los romanos estaban para dar contra ellos, no sólo huyeron antes de llegar a tal, pero aun antes de ver a los enemigos. Quedó solo Josefo con muy pocos, mas él, viendo que no tenía gente para esperar a los enemigos, que eran tantos, y que a los judíos les había faltado el ánimo, y que si confiaba en aquéllos, los más se habían de pasar a los ene­migos, determinó entonces dejar del todo la guerra y apar­tarse muy lejos de todo peligro; y llevando consigo los que con él quedaron, retiróse a Tiberíada.

Capítulo VI. Cómo fué combatida Gadara.

Habiendo acometido Vespasiano la ciudad de los gadaren­ses, al primer asalto la tomó, porque estaba vacía de toda la gente de guerra.

Pasando luego de aquí más adentro, mató a todos, y aun hasta a los muchachos, sin que tuviesen los romanos compa­sión ni misericordia de alguno, acordándose de las muertes que habían sido cometidas contra Cestio, y también por el odio y aborrecimiento grande que contra los judíos tenían; y dió fuego no sólo a la ciudad, pero también quemó todos los lugares que alrededor había, y los lugarejos que estaban casi desolados, tomando toda la gente que en ellos hallaba.

Josefo llenó de miedo la ciudad que había deseado para defenderse; porque los tiberienses no creían que había de huir jamás, sino perdidas todas las esperanzas de poder sal­varse, y en esto no les engañaba la opinión de lo que Josefo quisiera. Veía éste en qué habían de parar las cosas de los judíos, y que sólo tenían un camino para salvarse y alcanzar salud, el cual era mudar su propósito y voluntad; él, por su parte, aunque confiase en que los romanos no lo habían de matar, todavía quisiera muchas veces más morir que vivir y tener prosperidad entre aquéllos, con afrenta del cargo que le había sido encomendado, y haciendo traición a su propia patria, contra los cuales había sido antes enviado.

Por tanto, determinó escribir a los principales de Jerusalén, y hacerles saber fielmente en qué estado estuviesen las cosas, porque levantando demasiado las fuerzas de los enemigos, no lo tuviesen por temeroso, o disminuyéndolas algo más de lo que a la verdad eran, no los moviese a soberbia y ferocidad, sin darles lugar de arrepentirse de lo hecho hasta allí, y que si les placía el concierto, luego se lo hiciesen saber, y si de­terminaban que prosiguiese la guerra, le enviasen ejército bas­tante para resistir a los romanos. Escritas estas cartas, enviólas con diligencia a Jerusalén.

Capítulo VII. Del cerco de Jotapata.

Deseoso Vespasiano de destruir a Jotapata, por haber en­tendido que gran parte de los enemigos se habían allí recogido, y por saber que era el más fuerte recogimiento de Galilea, envió delante la infantería y caballería, por que allanasen el camino, que era montañoso, muy áspero con las peñas, difícil a la gente de a pie, e imposible a la de a caballo. Estos, pues, en cuatro días tuvieron acabado lo que les había sido man­dado, e hicieron muy ancho camino por donde el ejército pasase: al quinto día, que era a 21 de mayo, primero vino Josefo de Tiberíada a Jotapata, y esforzó a todos los judíos, que tenían perdido el ánimo.

Habiendo un hombre de allá huido, y contado esto a Vespasiano, y movido a que se diese muy gran prisa en venir contra aquella ciudad, porque le había de ser muy fácil cosa tomar toda Judea, si tomaba aquella ciudad y cautivaba a Josefo. Sabiendo esta nueva, como cosa muy buena y muy próspera, Vespasiano pensó que por divina providencia había sucedido que el que más prudente parecía de todos los ene­migos se pasase de grado a su parte; envió luego a Plácido con mil de a caballo, y juntamente con él al capitán principal Ebucio, varón no menos prudente que esforzado, mandó hacer un foso alrededor de la ciudad, porque Josefo, que allí estaba, no pudiese escaparse escondidamente.

Luego al otro día Vespasiano fue con ellos, acompañado con todo el ejército, y después de mediodía llegó a Jotapata, y puso su campo a la parte de Septentrión en una montañuela a siete estadios de la ciudad. Trabajaba mucho en que sus enemigos lo pudiesen ver, por que viéndolo se amedrentasen, y sucedió así; porque en la hora que lo vieron, con el gran miedo no hubo alguno que osase salir fuera de los muros. No quisieron los romanos acometer luego la ciudad, porque ve­nían cansados del camino; por esta causa, habiéndola cercado a doble cerco, pusieron también de fuera el escuadrón de la gente de a caballo, procurando con diligencia que no tuvie­sen los judíos lugar para huir ni escaparse.

Pero esto hizo a los judíos más atrevidos, y los esforzó más verse sin esperanzas de poder librarse; que en la guerra no hay cosa alguna que tanto esfuerce como es la necesidad y fuerza.

Luego, al siguiente día, acometieron el muro: al principio, estando los judíos en su lugar, resistían a los romanos, que tenían el campo delante de los muros; después cuando Ves­pasiano permitió, poniendo toda la gente de su campo que les pudiesen tirar, y haciendo él con la gente de pie la fuerza que podía, por aquella parte del montecillo por la cual era cosa más fácil combatir el muro, entonces Josefo con todo el otro pueblo, temiendo tomasen la ciudad, salieron contra los romanos; y echándose todos juntos contra ellos, hiciéron­los recoger lejos de los muros, haciendo muchas hazañas, no menos con sus fuerzas que con su audacia y atrevimiento.

Pero no padecían menos de los enemigos, que los enemigos de ellos: porque cuando los judíos se encendían por tener perdidas las esperanzas de poderse salvar y librar, tanto más los romanos se encendían de vergüenza; y éstos estaban ar­mados de saber y destreza en las cosas de la guerra; aquéllos teniendo por capitán la ira grande, armábales la ferocidad. Habiendo, finalmente, peleado todo el día, la noche los se­paró; halláronse muchos romanos heridos y trece de ellos muertos; fueron también heridos seiscientos judíos, y muer­tos diecisiete.

Al día siguiente, viniendo los romanos a dar en ellos, sa­liéronles al encuentro los judíos, y resistiéronles más fuertemente, tomando esperanza nueva por ver que el día antes les habían resistido sin que tal confiasen; pero también expe­rimentaron más fuertes esta vez a los romanos; porque la ver­güenza que tenían, les había movido y encendido la ira y la saña, pensando que si no vencían presto habían de ser venci­dos. No cesaron, pues, los romanos de combatirlos cinco días seguidos. Los de Jotapata también hacían sus corridas, y prin­cipalmente hacían fuerza en combatir los muros. Los judíos no temían las fuerzas de los enemigos, ni los romanos se fati­gaban con la dificultad que tenían en tomar la ciudad.

  Jotapata casi toda era fundada sobre rocas y peñas muy grandes: tiene por todas las partes valles muy grandes, y más altos de lo que es posible alcanzar con la vista; pero por una sola parte, que es hacia el Septentrión, tiene entrada adonde está edificada en una ladera de un monte que viene allí a acabarse; y esta parte la había cerrado Josefo con el muro que había hecho a la ciudad, por que no tuviesen los enemigos entrada por las alturas de aquella parte. Y cubierta con los otros montes que están alrededor, no puede ser vista ni des­cubierta antes de llegar a ella; ésta, pues, era la fuerza de Jotapata.

Pensando Vespasiano que había también de pelear con las dificultades de aquella tierra, y con la audacia y atrevimiento de los judíos, determinó cercarla muy de hecho; y llamando los regidores de su ejército, tomó consejo sobre ello. Y como hubiese mandado hacer un monte en la parte por donde se podía fácilmente entrar, envió todo su ejército que trajese recado para ello; y cortando los montes que estaban cerca de la ciudad, juntando gran copia de leños y piedras, puso am­paros para evitar las saetas y dardos que les echasen por todos los fosos: cubiertos con ellos hacían poco a poco su monte, sin que les dañasen en algo, o en muy poco, los dardos y saetas que les tiraban de los muros. Los otros les traían tierra de los montes que deshacían sin impedírselo alguno; y de esta manera divididos todos en tres partes, ninguno estaba ocioso.

Los judíos trabajaban en echarles piedras muy grandes encima de aquellas mantas o amparos que habían puesto, y echábanles también dardos y muchas saetas, los cuales aunque no pasasen a los que estaban por dentro, hacían todavía gran ruido, y eran gran impedimento a los que estaban debajo trabajando.

Entonces Vespasiano hizo poner alrededor las máquinas e ingenios que tenía para combatirlos, los cuales llegaban a número de ciento sesenta, y mandó tirar contra los que esta­ban encima del muro: corrían muchas lanzas y tiraban muy grandes piedras con aquellos ingenios y máquinas; procura­ban tirar todo género de armas dañosas, mucho fuego, mu­chas saetas y dardos, con lo cual hicieron que no sólo no lle­gasen al muro los judíos, pero que se retrajesen hasta donde las saetas y los otros ingenios no llegaban. El escuadrón de los árabes, los que tiraban saetas y con hondas, y todas las má­quinas que tenían puestas, hacían cada una su oficio.

No dejaban, con todo, los judíos de defenderse y desviar la fuerza de los romanos; pues salían como por unas minas, como suelen los ladrones, y destruían las mantas de los que obraban; y destruidas, heríamos muy gravemente. Por lo cual, habiéndose los romanos recogido, deshacían lo que sus enemi­gos habían hecho, y echaban fuego a todas cuantas fuerzas los romanos habían trabajado por hacer, hasta tanto que, en­tendiendo Vespasiano proceder aquel daño por causa de haber mal repartido las obras, y haber dejado entre unos y otros para que los judíos saliesen, juntó las mantas; y de esta manera, teniendo sus fuerzas juntas, fueron desbaratadas las salidas y corridas de los enemigos.

Levantado ya el monte tanto casi como los torreones y fuertes, tuvo Josefo por cosa indigna no hacer algo contra esto en defensa y amparo de la ciudad, por lo cual mandó llamar oficiales y que alzasen el muro. Y respondiendo éstos que no podían edificar por causa de tantas saetas y dardos como les tiraban, pensó hacerles este amparo: puso en tierra unos palos altos, y mandó extender por ellos cueros de buey frescos, que pudiesen recibir los golpes de las piedras que aquellas máquinas echaban y diesen en vacío las otras armas, y el fuego pudiese matarse con el agua. Puestas, pues, estas cosas en orden delante de los que alzaban el muro, trabajando los días y las noches, alzaron el muro veinte codos más, y edificaron muchas torres en él muy fuertes.

Cuando los romanos, que pensaban tener ya ganada la ciudad, vieron esto, recibieron por ello muy gran pesar, es­pantados mucho por ver la diligencia que Josefo había hecho en fortalecerse, y por ver a los que dentro estaban tan obs­tinados.

Capítulo VIII. Del cerco de los de Jotapata por Vespasiano, y de la diligencia de Josefo, y de lo que los judíos hacían contra los romanos.

Movíase con mayor enojo Vespasiano, por ver el astuto consejo y el atrevimiento grande de sus enemigos, porque recibida ya alguna esperanza de haberse fortalecido, osaban salir contra los romanos a correrles el campo; salían cada día compañías a pelear; hacíanse mil engaños, mil latrocinios y rapiñas de todo lo que se ofrecía; y quemaban lo que no podían haber, hasta tanto que Vespasiano, haciendo que los soldados no peleasen, se quiso poner a cercar la ciudad por tomarla por hambre: porque pensaba que, forzados por po­breza y hambre, se habían de rendir, o si querían ser pertina­ces y porfiados, que habían todos de perecer de hambre; y que sería mucho más fácil tomarlos y combatirlos, si los dejaba reposar un poco, haciendo que ellos mismos enflaque­ciesen y se disminuyese la fuerza de ellos con el hambre. Mandó poner guarda en todas las partes por donde salían y podían salir.

Estaban de dentro muy bien proveídos, así de trigo como de toda otra cosa, excepto de sal: la falta de agua los fatigaba mucho, porque no tenían de dentro la ciudad alguna fuente, contentos los que dentro vivían del agua del cielo; en el verano suele llover en aquellas partes muy poco; daba esto alos cercados mucha mayor pena que todo lo otro, ver que les era ya quitado lo que ellos habían pensado para defenderse y matar la sed: parecíales que les faltaba ya toda el agua, y por ello estaban todos con tristeza.

Viendo Josefo que la ciudad abundaba de todas las otras cosas, y viendo los hombres animosos y esforzados por alargar el cerco de los romanos más de lo que éstos pensaban, deter­minó darles el agua para beber con medida. Cuando los judíos vieron que les era dada de esta manera el agua, parecíales esto cosa más grave que no era la falta misma de ella, y mo­víales mayor deseo y sed, por ver que no tenían libertad de beber cuando querían, y no trabajaban ya en algo más que si estuvieran muertos con la sed grande que padecían.

Estando, pues, de esta manera, no podían dejar de saberlo los romanos, porque por el collado que estaba en aquella parte los veían venir con medida, y aun mataban a muchos.

No mucho después, consumida ya y acabada toda el agua de los pozos, Vespasiano pensaba que por la necesidad había de rendirse y entregarse la ciudad; pero por quitarle estas esperanzas y pensamientos, mandó Josefo que colgasen por los muros mucha ropa mojada, tanto, que e1 agua corriese de ella. Los romanos, cuando vieron esto, tuvieron gran tristeza y temor, por entender que en cosa que no aprovechaba gas­taban tanta agua, pensando ellos que para mantenerse tenían muy gran necesidad y falta de ella.

Determinó al fin el mismo Vespasiano, desesperando de poder tomar por hambre ni por sed la ciudad, llevarlo por fuerza y batirles: los judíos también deseaban esto mucho, porque creían que ni ellos ni la ciudad se podía salvar, y antes deseaban morir peleando y en la guerra, que morir de hambre o de sed. Inventó Josefo otra cosa para proveer su ciudad por un valle muy apartado del camino, y por tanto menos visto por los enemigos. Enviando, pues, cartas a los judíos que quería, los ; males moraban fuera de la ciudad hacia el Occi­dente, recibía de ellos todo lo que le era necesario y faltaba a todos a un lugar y tomar el agua cada uno allí llegaban los tiros de las ballestas y en la ciudad; mandábalos venir por las noches, cubiertas sus espaldas con unos pellejos, por que si algunos los veían y des­cubrían, pensasen que eran canes o perros; y esto se hizo de esta manera, hasta tanto que las guardas que estaban de noche por centinelas, lo pudieron descubrir y cerraron el valle.

Viendo entonces Josefo que no podía ya defender mucho tiempo la ciudad, y desesperado de alcanzar salud si quería porfiar en defenderse, trataba con la gente principal de huir todos; pero llegó esto a oídos del pueblo, y todos acudieron a él suplicándole no los desamparase, pues en él sólo confiaban, porque no veían otra salud ni amparo para la ciudad, sino su presencia, como que todos habían de pelear con ánimo pronto y valeroso por su causa, viéndolo presente; que si eran presos, les consolaría verle con ellos, y que le convenía no huir de los enemigos, ni desamparar a sus amigos, ni saltar como de una nao que estaba en medio de la tempestad, habiendo venido a ella con próspero tiempo; porque de esta manera echaría más al fondo y en destrucción la ciudad, sin que osase ya alguno de ellos repugnar ni hacer fuerza contra los enemigos, si él, en quien todos confiaban, partía.

Josefo, encubriendo que quería él librarse, decíales que por provecho de ellos quería salir, porque no había de hacer algo con quedar dentro de la ciudad, ni aprovecharles mu­cho aunque se defendiesen; y que había de morir si era preso con ellos; mas si podía librarse y salir del cerco, podíales traer grande ayuda y socorro, porque juntaría los vecinos de Gali­lea y traeríalos contra los romanos, con lo cual los haría reco­ger y alzar el cerco que tenían puesto; y quedando, no veía qué provecho les causaba, si no era incitar más y mover a los romanos a que estuviesen firme en el cerco, viendo que tenían en mucho prenderle a él, y si entendían que había huido, aflojaría ciertamente y perdería gran parte del ánimo que contra ellos tenían.

No pudo con estas palabras Josefo vencer el pueblo; antes los movió a que más lo guardasen; venían los mozos, los viejos, los niños y mujeres, y echábanse llorando a los pies de Josefo, y teníanlo abrazándose con él, suplicándole con muchas lágrimas y gemidos que quedase y quisiese ser compa­ñero y parte de la dicha o desdicha de todos: no porque, según pienso, tuviesen envidia de su salud y vida, sino por la esperanza que en él todos tenían, confiando que no les había de acontecer algún mal quedando Josefo con ellos.

Viendo él que si de grado consentía con ellos era rogado, y si quería salirse, había de ser detenido y guardado por fuerza, aunque mucho había mudado su parecer, movido a misericordia por ver tantas lágrimas como derramaban por él, determinó quedar, armado con la desesperación que toda la ciudad tenía, y diciendo que era aquel el tiempo para comen­zar a pelear cuando no había esperanza alguna de salud: viendo que era linda cosa perder la vida por alcanzar loor y honra para sus descendientes, muriendo al hacer alguna hazaña fuerte y valerosa, determinó ponerse en ello.

Saliendo, pues, con la más gente de guerra que pudo, echando las guardas, corría hasta el campo de los romanos, y una vez les quitaba las pieles que tenían puestas en sus guar­niciones y defensas, debajo de las cuales los romanos estaban; otra vez ponía fuego en cuanto ellos trabajaban, y el día siguiente y aun el tercero no cesaba de pelear siempre, sin mostrar alguna manera de cansancio.

Pero viendo Vespasiano maltratados a los romanos con estas corridas que sus enemigos hacían, porque tenían ver­güenza de huir y no podían perseguirlos, aunque huyesen, por el peso de las armas, y los judíos cuando hacían algo luego se recogían a la ciudad antes de padecer daño, mandó a su gente que se recogiese y no se trabase a pelear con hombres que tanto deseaban la muerte, porque no hay cosa más fuerte que los hombres desesperados; y la fuerza que traían se dis­minuiría si no tenía en quien pelear, no menos que la llama del fuego no hallando materia. Además de esto, también por­que convenía que los romanos hubiesen la victoria más sal­vamente, porque peleaban, no por necesidad como aquéllos, pero por engrandecer su señorío.

Por la parte que estaban los flecheros de Arabia y la gente de Siria, y con las piedras que con sus máquinas echaban muchas veces, hacía gran daño a los judíos, y los hacía recoger, porque usaban de todos sus ingenios de armas y de todas las máquinas que tenían. Los judíos, viendo el daño que con esto recibían, recogíanse, pero de lejos hacían daño a los romanos, tanto cuanto podían alcanzarlos, sin tener cuenta con sus vidas ni con sus almas: peleaban de cada parte valerosamente, y socorrían a los que tenían necesidad y estaban en aprieto.

Capítulo IX. Cómo Vespasiano combatió a Jotapata: de los ingenios y otros instrumentos de guerra que para ello tenía.

Pareciendo, pues, a Vespasiano, por lo que pasaba del tiem­po y muchas salidas de los enemigos, que él mismo era el cercado; llegando ya sus bastiones a la altura de los muro . determinó servirse entonces de aquel ingenio que llamaban el ariete. Este ariete era un madero grueso como un mástil de nao; el un cabo está guarnecido con un hierro muy grande y muy fuerte, hecho a manera de un carnero, de donde le vino el nombre. Cuelga de unas cuerdas fuertes, con las cuales está atado por media con dos grandes vigas, de las cuales cuelga come una balanza de peso, y muchos hombres juntos por la parte de atrás, lo echan con fuerza hacia delante; y con la ca­beza de carnero, que es de hierro, da can gran fuerza en los muros, y no hay fuerza tan fuerte, ni muro, ni torre que no sea finalmente con él derribada, aunque a los primeros golpes resista. Quiso el capitán rom4nu venir a esto, por el deseo yprisa grande que ponía en tomar la ciudad, pareciéndole que le era dañoso estar en el cerco tanto tiempo, no reposándose los judíos en algo.

Tiraban, pues, los romanos sus ballestas, y todas las otras cosas que para pelear tenían, por herir más fácilmente a los que quisiesen resistirles desde el muro: los ballesteros y los que tiraban piedras no estaban lejos de allí, por lo cual, no pudiendo ni osando alguno subir al muro, allegaban ellos el ariete; cercáronlo de pieles, tanto por que no lo destruyesen, cuanto por defenderse los que lo movían. Al primer ímpetu rompieron el muro, y levantóse de dentro tan gran ruido y grita, como si ya fuesen presos.

Viendo Josefo que daban continuamente en un mismo lugar, y que no podían dejar de derribar todo el muro, pensó algo con que impidiese y estorbase la fuerza de aquel ingenio que tanto daño hacía: mandó llenar unas sacas grandes de paja, y ponerlas delante de la parte adonde daba el ímpetu y fuerza del ariete, para que, o no acertasen los golpes, o cuando acertasen, no hiciesen mal ni daño alguno con la flojedad de la paja. Esta cosa detuvo mucho a los romanos, porque donde aquellos que estaban y poníamos delante en la parte adonde él había de dar; y de esta manera no podían hacer alguna señalen el muro con su ingenio, ni con sus golpes; hasta tanto que los romanos inventaron también otra cosa contra esto; porque aparejaron unos palos largos, y ataron en ellos unas hoces para cortar las cuerdas en las cuales estaban atadas aquellas sacas. Como, pues, hecho esto, los golpes que el ariete daba aprovechasen, y el muro que estaba nuevamente edificado fuese derribado, Josefo y sus compa­ñeros acudieron al fuego, que era el remedio postrero que tenían, y quemaron todo lo que pudieron, poniendo fuego por tren partes en lo que se podía quemar, y quemaron con él las máquinas y reparos de los romanos; deshiciéronles los montes que tenían hechos: no podían impedir esto los roma­nos sin gran daño suyo, espantándose mucho y aun amedren­tándose al ver el grande atrevimiento de los judíos; las llamas quiera que asentasen su máquina o ariete, encima del muro, mudaban allá los sacos y fuego, por otra parte, les estorbaba y era gran impedimento, el cual, como llegó a las cuerdas, que estaban secas, y a toda la otra materia, que era betún, pez y piedra azufre, todo lo quemaba y hacía volar por el aire. De esta manera lo que los romanos habían trabajado con tanto trabajo e industria, fué todo en espacio de una hora destruido.

Un varón judío hubo aquí, digno de loor y memoria; hijo fué de Sameo, y llamábase Eleazar, el cual era natural de Saab, lugar de Galilea: éste, pues, levantó una piedra muy grande muy en alto, y dejóla caer con tanta fuerza encima de la cabeza del ariete, que rompió la cabeza de aquella máquina; y saltando en medio de sus enemigos, la sacó de entre ellos, y sin miedo alguno se la trajo consigo al muro. Saliendo después para dar señal que peleasen a sus enemigos, desnudo en carnes, fué pasado con cinco saetas, y sin tener miramiento a los golpes ni a las heridas que tenía, subióse encima de los muros, en parte que pudiese ser visto por todos, y estúvose allí un rato con grande atrevimiento; y forzado con el gran dolor de sus llagas, cayó con el ariete.

Además de éste fueron también muy valerosos dos her­manos, Netira y Filipo, galileos ambos, de un lugar llamado Roma, los cuales, saltando en medio de los soldados de la décima legión, entraron por ellos con tan gran ímpetu y con tanta fuerza, que rompieron el escuadrón de los romanos e hicieron huir a todos aquellos contra los cuales habían ido.

Demás de esto Josefo y todos los otros pusieron fuego a todas las máquinas e ingenios, y a todas las obras de la quinta legión, y de la décima, que había huido. Los otros que des­pués de éstos siguieron, echaron a perder y destruyeron sus ingenios y fortalezas que tenían los romanos hechas. Llegan­do la noche, los romanos volvieron a poner su ariete en aquella parte del muro que había sido poco antes roto; y aquí uno de los que defendían el muro hirió con una saeta a Vespasiano en el pie; pero fué pequeña la herida, porque la fuerza que traía le faltó con venir de tan lejos. Perturbó mucho a los romanos esto, porque los que cerca estaban, espantados al ver la sangre, divulgáronlo, hicieron correr la fama por todo el tenían, como si fuera la luz a los enemigos, ejército, y muchos dejaban el lugar que tenían en el cerco, y corrían a ver al capitán Vespasiano: fué Tito el primero que a él vino, temiendo por la vida de su padre. De aquí sucedió que el amor que tenían a su capitán y el temor del hijo, des­barató el ejército y lo confundió todo; pero el padre libró fácilmente al hijo del temor grande que tenía, y puso en orden su ejército; pues venciendo el dolor que la llaga o herida le daba, y deseando que todos los que por su causa habían temido, lo viesen, movió más cruel guerra contra los judíos; porque cada uno parecía querer ser el vengador de la injuria que había sido hecha a su capitán, e incitando con gritos y amonestaciones unos a otros, venían todos contra el muro.

Josefo y su gente, aunque muchos de ellos eran derribados con las muchas saetas que tiraban, y con las otras armas, no por esto se espantaban ni se movían del muro; antes les re­sistían con. fuego, armas y con muchas piedras, y principal­mente a los que movían el ariete, aunque estaban cubiertos con aquellos cueros que arriba dijimos. Pero ya no aprove­chaban algo, o muy poco, porque morían sin cuenta puestos delante de sus enemigos, a los cuales ellos, por el contrario, no podían ver, porque estaba tan claro con el fuego que al mediodía, y daban señal cierta con adonde habían de acertar sus tiros; y no pudiendo ver de lejos las máquinas que contra sí tenían puestas, no podían guardarse de las armas de los romanos. Así eran heridos con las saetas y dardos que tiraban, y mu­chos derribados. Las piedras grandes que echaban con sus máquinas, aseguraban a los romanos, porque no había judío que osase pararse delante: derribaban también las torres, y no había hombres tan bien armados ni tan fortalecidos, que no fuesen derribados todos.

Podrá cualquiera entender la fuerza de esta máquina lla­mada ,ariete por nombre, por lo que aquella noche se hizo. Uno de los que estaban junto a Josefo perdió la vida de una pedrada en la cabeza, quitándosela de los hombros y echán­dola a tres estadios lejos de allí, como si la hubieran echado con una honda; otra dió en el vientre de una mujer preñada, y echó el infante que tenía dentro medio estadio lejos; tanta fué la fuerza de esta máquina; pues aun era mayor la fuerza de la gente romana, la muchedumbre de saetas y tiros que tiraban, que no la de las máquinas. Derribando, pues, tantos por los muros, hacían gran ruido y levantaban muy grandes gritos las mujeres que dentro estaban; y por de fuera se oían también llantos y gemidos de los que morían, y estaba todo el cerco del muro adonde peleaban lleno de sangre, y podían ya subir al muro por encima de los cuerpos que había muer­tos. A las voces resonaban los montes de tal manera, que aumentaban el temor de todos, sin que faltase algo en toda aquella noche, que dejara de dar espanto muy grande a los ojos y oídos de los hombres.

Muchos, peleando valerosamente, murieron por defender su ciudad: muchos fueron heridos; y con todo esto apenas pudieron hacer señal con los golpes de sus máquinas en el muro hasta la mañana. Entonces ellos, con los cuerpos muer­tos y sus armas guarnecieron aquella parte del muro que había sido derribada, antes que los romanos pusiesen sus puentes para entrar por allí en la ciudad.

Capítulo X. De otro combate que los romanos dieron a los de Jotapata.

Venida la mañana, llegábase ya Vespasiano a tomar la ciudad con todo su ejército, después de haber descansado algún tanto del trabajo que habían pasado aquella noche. Y deseando echar a los que defendían el muro por la parte que de él había derribado, ordenó la gente más fuerte de a caballo de tres en tres, dejados atrás los caballos, haciendo que cercasen aquella parte que habían derribado, por todas partes, para que, comenzando a poner los puentes, entrasen ellos primero; y luego ordenó tras ellos la gente de a pie más esforzada y fuerte: extendió toda la otra caballería que tenía por el cerco del muro, en aquellos lugares montañosos, para que no pudiese alguno huir de la matanza pública. Puso después, para que los siguiesen, los flecheros, mandando a todos que estuviesen con las saetas aparejadas, y los que tira­ban con honda también, y puso a éstos cerca de las máquinas e ingenios que para combatir tenía. Mandó llegar muchas es­calas a los muros, para que acudiendo los judíos a defender éstos, desamparasen la parte que estaba derribada, y los demás fuesen forzados a recogerse con la fuerza de la' gente que entrase.

Entendiendo este consejo Josefo, puso por la parte del muro que estaba entera, los más viejos y más cansados del trabajo, como casi seguros de no ser dañados; pero en la parte que estaba derribada, puso la gente más esforzada y poderosa, y eligió de todos principalmente a seis varones, entre los cuales se puso él mismo en la parte más peligrosa, y man­dóles que se tapasen las orejas, porque no fuesen amedrenta­dos con la vocería y gritos de los escuadrones, se armasen con fuertes escudos contra los tiros de las saetas, y se fuesen recogiendo atrás hasta tanto que a los enemigos les faltasen las saetas; y que si los romanos querían ponerles puentes, les saliesen al encuentro para impedirlo, persuadiéndoles a resistir a los enemigos con sus mismos instrumentos de ellos, diciendo a todos que habían de pelear, no como por conservar la pa­tria, pero como por cobrarla y sacarla de manos de los ene­migos: díjoles también que debían ponerse delante de los ojos, ver matar los viejos, padres, hijos y mujeres, y ser todos presos por los enemigos; y habían de mostrar sus fuerzas contra la fuerza de los enemigos, y contra las muertes hechas en los suyos; y de esta manera proveyó a entrambas partes.

El vulgo y gente del pueblo de la ciudad, los que no eran para las armas, las mujeres y muchachos, cuando vieron la ciudad cercada con tres escuadrones, sin ver alguno de los que estaban de guardia mudado de su lugar, y vieron los enemigos con los espadas desenvainadas, que hacían gran fuerza en aquella parte del muro que estaba derribada, cuando vieron también todos los montes que estaban cerca relucir con la gente armada, y a un árabe con diligencia proveer de saetas a todos los ballesteros, dieron todos muy grandes gritos, no menores que si fuera tomada la ciudad, de tal ma­nera, que parecía estar ya todo el mal con ellos no cerca, pero dentro. Cuando Josefo sintió esto, encerró todas las mujeres dentro de las casas amenazándolas mucho, y mandán­dolas callar: porque siendo oídas por los suyos, no se movie­sen a misericordia, y faltasen a lo que la razón les obligaba con los grandes clamores y gritos que todos daban, y él se pasó a la parte del muro que por suerte le cupo: no quiso ocuparse en resistir y rechazar a los que trabajaban en poner las escalas a los muros; tenía sólo cuenta de la muchedumbre de saetas que les tiraban.

Entonces comenzaron a tañer todas las trompetas de todas las legiones y escuadrones del campo: comienzan también a dar gran grita todos, y haciendo señal para dar el asalto a la villa, comenzaron a disparar las ballestas de tal manera por ambas partes, que obscurecían la luz; tantas echaban.

Acordábanse los compañeros de Josefo de lo que él les había aconsejado: y con los oídos tapados por no oír los cla­mores grandes que todos daban, y armados muy bien contra los golpes y heridas de las saetas, al llegar las máquinas que los romanos acercaban para hacer sus puentes, saltáronles ellos delante, y antes que los enemigos pusiesen los pies en ellas, ocupáronlas los judíos, y trabajando los romanos por subir, eran fácilmente echados con sus armas: mostraron estos judíos gran fuerza, así en sus brazos como fortaleza en sus ánimos, con muchas hazañas que hicieron, y trabaja­ban en no parecer menos valerosos en tan gran necesidad y aprieto como ellos estaban, que eran fuertes y esforzados sus enemigos, no estando en algún peligro, y no podían ser antes apartados de los romanos, que, o muriesen o los matasen a todos.

Peleaban, pues, continuamente los judíos, sin tener otra gente que pudiesen poner en su lugar, como hacían los roma­nos, que siempre quitaban la gente cansada y ponían luego otra; y a los que la fuerza de los judíos derribaba, luego les sucedían otros en su lugar, los cuales, esforzándose unos a otros, juntábanse todos, y cubiertos por encima con unos escudos algo largos, hízose como un montón de ellos; y ha­ciéndose todo el escuadrón un cuerpo, venían contra los judíos, y ya casi ponían los pies en el muro. Entonces, viéndose tan apretado Josefo, puso consejo y trabajó en remediar aquella necesidad tan grande: dióse prisa en inventar algunas má­quinas, desesperando ya de la vida: mandó tomar mucho aceite hirviendo, y echarlo por encima de todos los soldados, aunque estaban defendidos contra el aceite con los duros escudos con que tenían sus cuerpos muy bien armados. Mu­chos de los judíos, que tenían gran abundancia de aceite y muy aparejado, hicieron presto lo que Josefo mandaba, y echaron encima de los romanos las calderas del aceite hir­viendo. Esto arredró y dispersó todo el escuadrón de los roma­nos, y con muy cruel dolor los echó del muro. Porque pasaba el aceite desde la cabeza por todo el cuerpo, y quemábales las carnes no menos que si fueran llamas de fuego: porque de su natural se calentaba fácilmente y se enfriaba tarde, según la gordura que de sí tiene. No podían huir el fuego, porque tenían las armas y cascos muy apretados, y saltando unas veces y otras encorvándose con el dolor que sentían, caían del puente. No podían, además de lo dicho, recogerse segura­mente a los suyos que peleaban, porque los judíos, persi­guiendo, los maltrataban.

Pero no faltó virtud ni esfuerzo a los romanos en sus adversidades, ni tampoco faltó prudencia a los judíos: por­que aunque parecían y mostraban sufrir muy gran dolor los romanos con el aceite que les echaban encima, todavía mo­víanse con furor contra los que lo echaban, corrían contra los que les iban delante, como que aquellos detuviesen sus fuerzas.

Los judíos los engañaron con otro engaño que de nuevo hicieron, porque cubrieron los tablados de los puentes de heno griego muy cocido, y queriendo subir los enemigos, deslizaban resbalando, de manera que no había alguno, ni de los que venían de nuevo, ni de los que querían huir, que no cayese: unos morían pisados debajo de los pies encima de las mismas tablas de los puentes, y muchos eran derribados y echados encima de los montes que los romanos habían hecho; y los que allí caían eran heridos por los judíos, los cuales, viéndose ya libres de la batalla por huir los romanos y caer de los puentes, fácilmente les podían tirar y herirlos con sus armas.

Viendo el capitán Vespasiano que su gente padecía mu­cho mal en este asalto, mandóles recogerse a la tarde, de los cuales fueron no pocos los muertos, pero muchos más los heridos y maltratados.

De los vecinos de Jotapata fueron seis muertos y más de trescientos los heridos. Esta fué, pues, la pelea que tuvieron el 20 de junio.

Consoló a todo el ejército Vespasiano, excusando lo que había acontecido; y viendo la ira grande y furor que todos tenían, conociendo también que buscaban más pelear que no reposarse, levantó sus montes más de lo que ya estaban, y mandó alzar también tres torres, cada una de cincuenta pies, cubiertas de hierro por todas partes, por que estuviesen firmes, y fuesen de esta manera defendidas del fuego, y púsolas enci­ma de los montes que había levantado, llenas de flecheros y ballesteros, y de todas las otras armas que ellos solían tirar. Como, pues, no pudiesen ser vistos los que dentro de ellas estaban, por ser tan altas y tan bien cubiertas estas torres, herían fácilmente y muy a su salvo a los que veían a estar encima de los muros con sus saetas.

No pudiendo los judíos guardarse, ni aun ver fácilmente por dónde les venían tantas saetas; y no pudiendo vengarse de los que no podían ver, ni descubrir la altura de ellas, les hacía dar en vano todo cuanto ellos les tiraban y la guar­nición que tenían de hierro las defendía y resistía del fuego que les ponían, por lo cual hubieron de desamparar la defensa del muro; y vinieron a pelear contra los que trabajaban por entrar dentro de la ciudad.

De esta manera trabajaban por resistir los de Jotapata, aunque muchos morían cada día sin que hiciesen algún daño a sus enemigos; porque no podían combatir sin peligro muy grande.

Capítulo XI. Cómo Trajano y Tito ganaron combatiendo a Jafa, y la matanza que allí hicieron.

  En estos mismos días fué llamado Vespasiano a combatir una ciudad muy cerca de Jotapata, la cual se llamaba Jafa por nombre, porque trabajaba en innovar las cosas, y prin­cipalmente por haber oído que los de Jotapata resistían, sin que de ellos tal confiase, se ensoberbecían y levantaban. Envió allá a Trajano, capitán de la legión décima, dándolo dos mil hombres de a pie y mil de a caballo. Hallando éste muy fuerte la ciudad, y viendo que era muy difícil tomarla, porque además de ser naturalmente fuerte, estaba cerrada con doble muro, y que los que en ella habitaban habían salido muy en orden contra él, dióles batalla; y resistiéndole al principio un poco, a la postre volvieron las espaldas y huyeron. Persiguién­dolos los romanos, entraron tras ellos en el cerco del primer muro; pero viéndolos venir más adelante, los ciudadanos les cerraron las puertas del otro, temiendo que con ellos entrasen también los enemigos. Y por cierto Dios daba tantas muertes de los galileos a los romanos de su grado, el cual dió a los enemigos todo aquel pueblo echado fuera de los muros de su propia ciudad, para que todos pereciesen: porque muchos, echándose juntos a las puertas y dando voces a los que las guardaban que les abriesen, mientras estaban rogando que les abriesen, los romanos los mataban, teniéndoles ellos cerrado el un muro, y el otro los mismos ciudadanos que dentro esta­ban, por lo cual tomados entre el un muro y el otro por las mismas armas de sus amigos, unos a otros se mataban; pero muchos más caían por las armas de los romanos, sin que tu­viesen esperanza de vengar tantas muertes en algún tiempo; porque además del miedo y temor de los enemigos, les había hecho perder el ánimo a todos ver la traición que los mismos naturales les hacían. Finalmente, morían maldiciendo, no a los romanos, sino a los judíos, hasta que todos murieron, y fué el número de los muertos hasta doce mil judíos: por lo cual, pensando Trajano que la ciudad estaba vacía de gente de guerra, y que aunque hubiese dentro algunos no habían de osar hacer algo contra él, con el gran temor que le tenían, quiso guardar la conquista de la ciudad para el mismo capitán y emperador Vespasiano.

Así le envió embajadores que le rogasen quisiese enviarle a su hijo Tito, para que diese fin a la victoria que él había alcanzado. Pensó Vespasiano que había aún algún trabajo, y por esto envióle su hijo con gente, que fueron mil hombres de a pie y quinientos caballos. Llegando, pues, a buen tiempo a la ciudad, ordenó su ejército de esta manera. Puso a la mano izquierda a Trajano, yél púsose a la mano derecha en el cerco. Allegando, pues, los soldados las escalas a los muros, habiéndoles resistido algún tanto por arriba los galileos, luego desampararon el muro; y saltando Tito y toda su gente con diligencia dentro, toma­ron fácilmente la ciudad, y aquí se trabó con los que dentro estaban juntados una fiera batalla, echándose unas veces por las estrechuras de las calles los más esforzados y valerosos sol­dados, otras veces echando las mujeres por los tejados las armas que hallar podían. De esta manera alargaron la pelea hasta las seis horas de la tarde; pero derribada ya toda la gente de guerra que había, todo el otro pueblo que estaba por las calles y dentro de las casas, mancebos y viejos, todos los pasaban por las espadas y eran muertos.

De los hombres no quedó alguno con vida, excepto los niños y las mujeres que fueron cautivadas: el número de los que en esto murieron, así dentro de la ciudad como entre los muros, al primer combate llegó a quince mil hombres, y fueron los cautivos dos mil ciento treinta.

Toda esta matanza fué hecha en Galilea, a los veinticinco días del mes de junio.

Capítulo XII. Cómo Cercalo venció a los de Samaria.

Pero tampoco quedaron los samaritas sin ser destruídos, porque juntados éstos en el monte llamado Garizis, el cual tienen ellos por muy santo, estaban esperando lo que había de ser: este ayuntamiento bien pretendía y aun amenazaba guerra a los romanos, sin quererse corregir, por los males y daños que sus vecinos habían recibido; antes sin considerar las pocas fuerzas que tenían, espantados porque todo les sucedía tan prósperamente a los romanos, todavía estaban con voluntad pronta para pelear con ellos.

Holgábase Vespasiano con excusar estas revueltas y ga­narlos antes que experimentasen los judíos sus fuerzas; por­que aunque toda la región de Samaria era muy fuerte y abas­tecida de todo, temíase más de la muchedumbre que se había juntado, y temía también algún levantamiento.

Por esta causa envió a Cercalo, tribuno y gobernador de la legión quinta, con seiscientos caballos y tres mil infantes. Cuando éste llegó, no tuvo por cosa cuerda ni‑ segura lle­garse al monte y pelear con los enemigos, viendo que era tan grande el número de ellos. Pero los soldados pusieron su campo a las raíces del monte, e impedíanles descendiesen.

Aconteció que no teniendo los samaritas agua, los aque­jaba gran sed, porque era en medio del verano, y el pueblo no se había provisto de las cosas necesarias; y fué tan grande, que hubo algunos que de ella murieron: había muchos que querían más ser puestos en servidumbre y cautivados, que no morir: éstos se pasaban húyendo a los romanos, por los cuales supo Cercalo cómo los que arriba quedaban tenían ánimo de resistirle, sin estar aún con tantos males vencidos y quebrantados: subió al monte, y puesto su campo alrededor de sus enemigos, al principio quísose concertar con ellos y tomarlos con paz: rogábales que preciasen y tuviesen en más la vida y salud propia que no sus muertes: asegurábales tam­bién la vida y bienes si dejaban las armas; pero viendo que no podía persuadirles aquello, dió en ellos y matólos a todos.

Fueron los muertos once mil seiscientos; la matanza fué hecha a veintisiete días del mes de junio: con estas muertes y destrucciones fueron los samaritas vencidos.

Capítulo XIII. De la destrucción de Jotapata.

Permaneciendo los de Jotapata y sufriendo las adversi­dades contra toda esperanza, pasados cuarenta y siete días, los montes que los romanos hacían fueron más altos que los muros de la ciudad.

Este mismo día vino uno huyendo a Vespasiano, el cual le contó la poca gente y menos fuerza que dentro había, y cómo fatigados y consumidos ya con las vigilias y batallas que habían tenido, no podían resistirles más; pero que podían todavía ser presos todos con cierto engaño, si querían eje­cutarlo; porque a la última vigilia de guarda, cuando a ellos les parecía tener algún reposo de sus males, los que están de guarda se vienen a dormir, y decía que ésta era la hora en que debía dar el asalto.

Vespasiano, que sabía cuán fieles son los judíos entre sí, y cuán en poco tenían todos sus tormentos, sospechaba del huido, porque poco antes, siendo preso uno de Jotapata, había sufrido con gran esfuerzo todo género de tormentos; y no queriendo decir a los enemigos lo que se hacía dentro, por más que el fuego y las llanas le forzasen, burlándose de la muerte, fué ahorcado. Pero las conjeturas que de ello tenían daban crédito a lo que el traidor decía, y hacían creer que por ventura decía verdad. No temiendo que le sucediese algo de sus engaños, mandó que le fuese aquel hombre muy bien guardado, y ordenaba su ejército para dar asalto a la ciudad. A la hora, pues, que le fué dicha, llegábase con silen­cio a los muros: iba primero, delante de todos, Tito con un tribuno llamado Domicio Sabino, con compañía de algunos pocos de la quincena legión, y matando a los que estaban de guarda, entraron en la ciudad; siguióles luego Sexto Cercalo, tribuno, y Plácido con toda su gente.

Ganada la torre, estando los enemigos en medio de la ciudad, siendo ya venido el día, los mismos que estaban pre­sos no sentían aún algo, ni sabían su destrucción; tan trabaja­dos y tan dormidos estaban; y si alguno se despertara, la nie­bla grande que acaso entonces hacía, le quitara la vista hasta tanto que todo el ejército estuvo dentro, despertándolos sola­mente el peligro y daño grande en el cual estaban, no viendo sus muertes hasta que estaban en ellas.

Acordándose los romanos de todo lo que habían sufrido en aquel cerco, no tenían cuidado ni de perdonar a alguno ni de usar de misericordia; antes, haciendo bajar y salir de la torre al pueblo por aquellos recuestos, los mataban a todos, en partes a donde la dificultad y asperidad del lugar negaban la ocasión de defenderse a cuantos eran, por muy esforzados que fuesen, porque apretados por las estrechuras de las calles, y cayendo por aquellos altos y bajos que había, eran despeda­zados y muertos todos.

Esto, pues, movió a que muchos de los principales que estaban cerca de Josefo se matasen, por librarse ellos mismos de toda sujeción, con sus propias manos: porque viendo que no podían matar alguno de los romanos, por no venir en las manos de éstos, prevenían ellos y adelantábanse en darse la muerte, y así, juntándose al cabo de la ciudad, ellos mis­mos se mataron.

Los que primero estaban de guarda y entendieron ser ya la ciudad tomada, recogiéndose huyendo en una torre que estaba hacia el Septentrión, resistiéronles algún tanto; pero rodeados después por los muchos enemigos, rendíanse y fue tarde, pues hubieron de padecer muerte por los enemigos, que a todos los mataron.

Pudieran honrarse los romanos de haber tomado aquella ciudad sin derramar sangre y haber puesto fin al cerco, si un centurión de ellos no fuera a traición muerto, el cual se lla­maba Antonio, porque uno de aquellos que se habían recogido a las cuevas (eran éstos muchos) rogaba a Antonio que le diese la mano para que pudiese subir seguramente, prometién­dole su fe de guardarlo y defenderlo. Como, pues, éste, sin más mirar ni proveerse, lo creyese y le diese la mano, el otro lo hirió con la lanza en la ingle, y lo derribó y mató.

Aquel día gastaron los romanos en matar todos los judíos que públicamente se hallaban; los días siguientes buscaban y escudriñaban los rincones, las cuevas y lugares escondidos, y usaron de su crueldad contra cuantos hallaban, sin tener respeto a la edad, excepto solamente los niños y mujeres. Fueron aquí cautivados mil doscientos, y llegaron a número de cuarenta mil los que murieron estando la ciudad cercada y en el asalto.

Mandó Vespasiano derribar la ciudad y quemar todos los castillos: de tal manera, pues, fué vencida la fuerte ciudad de Jotapata a los trece años del imperio de Nerón, a las calen­das de julio, que es el primer día del mes.

Capítulo XIV. De qué manera se libró Josefo de la muerte.

Hacían diligencia los romanos en buscar a Josefo por estar muy enojados contra él, y por parecer digna cosa a Vespasiano, porque siendo éste preso, la mayor parte de la guerra era acabada; trabajaban en buscarle entre los muertos y entre los que se habían escondido, pero él en aquella des­trucción de la ciudad, sirvióse de lo que la fortuna le ayudó; huyóse del medio de sus enemigos y escondióse saltando en un hondo pozo, que está junto con una grande selva por un lado, a donde no lo pudiesen ver por más que trabajasen en buscarlo, y aquí halló cuarenta varones de los más señalados escondidos, con aparejo de las cosas necesarias para hartos días. Pero habiéndolo todo rodeado los enemigos, estábase de día muy escondido, y saliendo cuando la noche llegaba, estaba aguardando tiempo cómodo para huir. Y como por su causa todas las partes estuviesen muy bien guardadas y no hubiese ni aun esperanzas de engañarlos, descendióse otra vez a 1a cueva y estúvose allí escondido dos días enteros. A1 tercer día, prendiendo una mujer que con ellos había estado, lo descubrió.

Luego Vespasiano envió dos tribunos con diligencia: el uno fue Paulino, y el otro Galicano, los cuales prometiesen paz a Josefo, y le persuadiesen que viniese a Vespasiano, a los cuales no quiso él creer ni obedecer por mucho que se lo rogaron, y le prometieron dejarle sin hacerle daño alguno. Temíase el mucho más por lo que veía ser razón, que aquel más padeciese que más había errado y cometido, que no se confiaba en la clemencia y mansedumbre natural de los que le rogaban, y pensaba que iban tras él por castigarle y darle la muerte, hasta tanto que Vespasiano envió el tercer tri­buno, llamado Nicanor, amigo de Josefo, y que solía tener con él antes mucha familiaridad. Este, pues, le hizo saber cuán mansos eran los romanos contra los que habían vencido y sojuzgado, diciéndole cómo era Josefo más buscado por su admirable virtud y esfuerzo, que aborrecido, y tenía el Em­perador voluntad no de hacerlo matar, porque esto fácil­mente lo podía hacer sin que se rindiese, si quería; pero que quería guardar la vida a un varón esforzado y valeroso. Aña­día más: que si Vespasiano quería hacerle alguna traición, no había de enviarle para ello a un amigo, es a saber, una cosa buena, para poner por obra y ejecutar otra mala, dando a la buena amistad nombre de quebrantamiento de fe y traición; mas ni aun él mismo le había de obedecer por dar lugar que engañase un amigo suyo.

Habiendo dicho esto Nicanor, Josefo aun dudaba, por lo cual enojados los soldados querían poner fuego a la cueva, pero deteníalos el capitán, que preciaba mucho prender vivo a Josefo. Dándole tanta prisa Nicanor, en la hora que Josefo supo lo que los enemigos le amenazaban, acordáronsele los sueños que había de noche soñado, en los cuales le había Dios hecho saber las muertes que habían de padecer los judíos, y lo que había de acontecer a los príncipes romanos. Era también muy hábil en declarar un sueño, y sabía acertar lo que Dios dudosamente proponía, porque sabía muy bien los libros de los profetas, porque también era sacerdote, hijo de padres sacerdotes. Así, pues, aquella hora, como hombre alumbrado por Dios, tomando las imaginaciones espantables que se le habían representado, comienza a hacer oraciones a Dios secretamente diciendo: "Pues te pareció a ti, criador de todas las cosas, echar a tierra y deshacer el estado y cosas de los judíos, pasándose la fortuna del todo y por todo a los romanos, y has elegido a mí para que diga lo que ha de acontecer, yo me sujeto de voluntad propia a los romanos, y quiero vivir y póngote, Señor, por testigo, que quiero parecer delante de ellos, no como traidor, sino como ministro tuyo."

Dichas estas palabras, concedió a lo que Nicanor le pedía; pero los judíos, que habían huido junto con Josefo, cuando supieron cómo Josefo había consentido con los que le roga­ban, daban todos alrededor grandes gritos, y lloraban en gran manera las leyes de sus patrias. "¿A dónde están las promesas, dijeron todús, que Dios hace a los judíos, prometiendo dar eterna vida a los que despreciaren sus muertes? ¿Ahora, Jo­sefo, tienes deseo de vivir, y quieres gozar de la luz del mundo puesto en servidumbre y cautiverio? ¿Cómo te has olvidado tan presto de ti mismo? ¿A cuántos persuadiste la muerte por conservar la libertad? Falsa semejanza y apariencia de fortaleza tenías, por cierto, y prudencia era la tuya muy falsa, si confías o esperas alcanzar salud entre aquellos con quienes has peleado de tal manera; o por ventura, aunque esto sea verdad y sea muy cierto, ¿deseas que ellos te den la vida? Pero aunque la fortuna y prosperidad de los romanos te haga olvidar de ti mismo, aquí estamos nosotros que te daremos manos y cuchillo con que pierdas la vida por la honra y gloria de tu patria. Tú, si murieres de tu voluntad, morirás como capitán valeroso de los judíos, y si forzado, morirás como traidor."

Apenas hubieron hablado estas cosas, cuando desenvai­nando todos sus espadas, hicieron muestras de quererlo matar si obedecía a los romanos. Temiendo, pues, el ímpetu y furor de éstos Josefo, y pensando que sería traidor a lo que Dios le había mandado, si no lo denunciaba, viéndose tan cercano de la muerte, comenzó a traerles argumentos filosóficos para quitarles tal del pensamiento. "¿Por qué causa, dijo, oh com­pañeros, deseamos tanto cada uno su propia muerte? ¿O por qué ponemos discordia entre dos cosas tan aliadas, como son el cuerpo y el alma? ¿Dirá, por ventura, alguno de vosotros, que me haya yo mudado o que no sea aquel que antes ser solía? Mas los romanos saben esto. ¿Es linda cosa morir en la guerra? Sí, mas por ley de guerra, es a saber, morir peleando por manos de aquel que fuere vencedor; por tanto, si yo pido misericordia a los romanos y les ruego que me perdonen, con­fieso que soy digno de darme yo mismo con mi propia espada la muerte; mas si ellos tienen por cosa muy justa y digna per­donar a su enemigo, cuánto más justamente debemos nosotros perdonarnos los unos a los otros. Locura es por cierto, y muy grande, cometer nosotros mismos contra nosotros aquello por lo cual estamos con ellos discordes, es a saber, quitarnos nos­otros mismos la vida, la cual ellos querían quitarnos. Morir por la libertad, no niego yo que no sea cosa muy de hombre, pero peleando, y en las manos de aquellos que trabajan por quitárnosla; ahora todos vemos que la guerra y batalla ya pasó, y ellos no nos quieren matar. Por hombre temeroso y cobarde tengo yo al que no quiere morir cuando conviene, y tengo también por hombre sin cordura al que quiere morir cuando no le es necesario. Además de esto, ¿qué causa hay para temer de venir delante de los romanos? ¿Por ventura el temor de la muerte? Pues lo que tenemos miedo nos den los enemigos y no dudamos de ello, ¿por qué no lo buscaremos nosotros mismos? Dirá alguno que por temor‑ de venir en ser­vidumbre, muy libres estamos ahora ciertamente. Diréis que es cosa de varón animoso y fuerte matarse; antes digo yo ser cosa de hombre muy cobarde, según lo que yo alcanzo: por mal diestro y por muy temeroso tengo yo al gobernador de la nao, que temiéndose de alguna gran tempestad, antes de verse en ella echa la nao al hondo.

"También matarse hombre a sí mismo, ya sabéis que es cosa muy ajena de la naturaleza de todos los animales, ade­más de ser maldad muy grande contra Dios, creador nuestro; ningún animal hay que se dé él mismo la muerte, o que quiera morir por su voluntad. La ley natural de todos es desear la vida; por tanto, tenemos por enemigos a los que nos la quie­ren quitar, y perseguimos con mucha pena a los que tal nos van acechando. ¿No tenéis por cierto que Dios se enoja mu­cho cuando ve que el hombre menosprecia su casa y edificio? De su mano tenemos el ser y la vida; debemos, pues, también dejar en su mano quitárnosla y darnos la muerte. Todos, según la parte inferior que es nuestro cuerpo, somos mortales y de materia caduca y corruptible; pero el alma, que es la parte superior, es siempre inmortal, y una partecilla divina puesta y encerrada en nuestros cuerpos. Quienquiera, pues, que maltratare o quitare lo que ha sido encomendado al hom­bre, luego es tenido por malo y por quebrantador de la fe. Pues si alguno quiere echar de su cuerpo lo que le ha sido encomendado por Dios, ¿pensará, por ventura, que aquel a quien se hace la ofensa lo ha de ignorar o serle escondido?

" Por justa cosa se tiene castigar un esclavo cuando huye, aunque huya de un señor que es malo; pues huyendo nosotros de Dios, y de tan buen Dios, ¿no seremos tenidos por muy malos y por muy impíos? ¿Por dicha ignoráis que aquellos que acaban su vida naturalmente y pagan la deuda que a Dios deben, cuando aquel a quien es debido quiere ser pagado, alcanzan perpetuo loor, y tanto su casa como toda su familia gozan y permanecen? Las almas limpias que puramente invo­can al Señor, alcanzan un lugar en el cielo muy santo; y des­pués de muchos tiempos, andando los siglos, volverán a tomar sus cuerpos. Pero aquellos cuyas manos se levantaron contra sí mismos, los tales alcanzan un lugar de tinieblas infernales, y Dios, padre común de todos, toma venganza de ellas por toda la generación; por tanto, es cosa la cual Dios aborrece mucho, y la prohíbe el muy sabio fundador de nuestras leyes.

" Si acaso algunos se mataren, determinado está entre nosotros que no sean sepultados hasta que las tinieblas y no­che vengan, siéndonos lícito enterrar aún a nuestros enemi­gos; y entre otros, les mandan cortar las manos derechas a los que de esta manera mueren, por haberse contra ellas mis­mas levantado, pensando no ser menos ajena la mano dere­cha que tal comete, de todo el cuerpo, que es el alma del propio cuerpo. Cosa es, pues, linda, compañeros míos, juzgar bien de este negocio, y no añadir, además de las muertes de los hombres, ofensa contra Dios nuestro criador con tanta impiedad.

" Si queremos ser salvos y sin daño, seámoslo; porque no será mengua vivir entre aquellos a quienes hemos dado a conocer nuestra virtud con tantas obras. Y si nos place mo­rir, cosa será muy honrosa para todos morir en las manos de aquellos que nos prendieren. No me pasaré a mis ene­migos, por ser yo traidor a mí mismo, porque mucho más loco y sin seso sería, que son los que de grado se pasan a sus enemigos, porque estos tales hácenlo por guardar sus vidas, y yo haríalo por ganar mi propia muerte. Es verdad que busco y deseo que los romanos me quiten la vida; y si ellos me mataren, habiéndome asegurado la vida, y después de habernos dado las manos por amistad, moriré muy apare­jado y esforzadamente, llevándome por victoria y consola­ción mía la traición y perfidia que conmigo usaron."

Muchas cosas tales decía Josefo, por apartarles de delante a sus compañeros la voluntad que de matarse tenían; pero teniendo ellos ya cerrados los oídos a todo con la desesperación que habían tomado, determinados muchos a darse a sí mis­mos la muerte, movíanse a ello y reprendíanse, corriendo los unos a los otros con las espadas como cobardes; acometíanse unos a otros como hombres que se habían sin duda de matar.

Llamando Josefo al uno por su nombre, al otro mirando como capitán severo y grave, a otro tomando por la mano, a otro trabajando en rogarle y persuadirle, turbado su entendimien­to, como en tal necesidad acontece, detenía las armas de todos que no le diesen la muerte, no de otra manera que suele una fiera rodeada volverse contra aquel que a ella más se allega, por hacerle daño. Las manos de aquellos que pensaban deberse guardar reverencia al capitán, en aquel postrer trance eran debilitadas, y caíanseles las espadas de ellas, y llegándose mu­chos para sacudirle, venían a dejar de grado las armas.

Con tanta desesperación, no faltó a Josefo buen consejo; antes, confiado en la divina mano y providencia de Dios, puso su vida en peligro. "Pues estáis, dijo, determinados a mata‑os, acabemos ya, echemos suertes quién matará a quién, y aquel a quien cayere, que muera por el que le sigue, y pasará de esta manera por todos la misma sentencia, porque no conviene que uno se mate a sí mismo, y sería cosa muy injusta que, muertos todos los otros, quede alguno en vida, pesándole de matarse." Parecióles que decía verdad, y pu­siéronlo por obra; según la suerte a cada uno caía, así recibía la muerte del otro que le sucedía, como que, en fin, había luego de morir también con ellos su capitán; porque parecíales más dulce cosa morir con su capitán Josefo, que vivir. Vino a quedar él y un otro, no sé si por fortuna o por divina pro­videncia, y proveyendo que no se pudiese quejar de su suerte, o que si quedaba libre no hubiese de ser muerto por manos de un gentil, dióle la palabra y concertóse con él que entram­bos quedasen vivos.

Librado, pues, de esta manera de la guerra de los romanos y de la de los suyos, llevábalo Nicanor a Vespasiano. Salíanle todos los romanos al encuentro por solo verle, y como saliese tanta muchedumbre de gente, llevábanlo en gran aprieto, y había muy gran ruido entre todos. Unos se gozaban por verle preso; otros le amenazaban; otros se querían llegar y verle de más cerca; los que estaban lejos daban grandes voces, di­ciendo que debían matar al enemigo; los que estaban cerca, teniendo cuenta con lo que Josefo había hecho, maravillábanse de ver tan gran mudanza. De los regidores, ninguno hubo que viéndolo no se amansase, por más que antes estu­viesen contra él airados.

Tito, además de todos los otros, se maravillaba y movía a misericordia por ver el gran ánimo que en tantas adversi­dades había tenido, y por verlo también ya de mucha edad, acordándose de lo que antes había hecho en las guerras, y qué tal se mostraba a quien lo veía en manos de sus enemigos puesto; demás de esto, veníale también al pensamiento el gran poder de la fortuna y cuán mudables sean los sucesos de las guerras. Pensaba también que no había en el mundo cosa alguna sujeta al hombre que fuese firme y estable, antes todo corruptible y mudable. Con esto movió a muchos que tuviesen compasión de él, y la mayor parte de su vida y salud fué Tito ciertamente delante de su 'padre; pero Vespasiano mandó que fuese muy bien guardado, como que querían en­viarlo a César. Oyendo esto Josefo, díjole que quería hablar algo a él solo.

Haciendo, pues, apartar de cerca de todos a todos, excepto Tito y otros dos amigos; dijo:

"Tú no piensas, Vespasiano, tener cautivo a Josefo; sepas, pues, que te soy embajador enviado por Dios, y por tal vengo de cosas mucho mayores y más altas, porque de otra manera muy bien sabía yo lo que la ley de los judíos manda, y de qué manera conviene que un capitán de un ejército muera. ¿Envíasme a Nerón? ¿Por qué causa? ¿Cómo que haya de haber otro entre los sucesores de Nerón, sino tú solo? Tú eres Vespasiano, César y Emperador, y este hijo tuyo, Tito; guárdame, pues, tú muy atado, porque hágote saber que eres, oh César, señor no de mí solo, pero también de la tierra y de la mar y de todos los hombres. Conviene que sea yo guar­dado para mayor castigo si miento en lo que digo o si lo finjo súbitamente por verme apretado y en peligro."

Cuando hubo dicho esto, Vespasiano luego no le quiso creer, y pensaba que Josefo fingía aquello por librarse; pero poco a poco se movía a darle crédito, por ver que Dios lo levantaba ya mucho había al imperio, mostrándole con muchas señales haber de ser suyo el cetro y el Imperio, y había hallado ser verdad lo que Josefo había dicho en todas las otras cosas.

Decía uno de los amigos que allí estaban en aquel se­creto, que se maravillaba mucho de qué manera, si no era burla lo que decía, o por qué causa no había avisado a los de Jotapata de las muertes y destrucción que les estaba apa­rejada, y cómo no se había él provisto por no ser cautivo, adivinándolo antes. Respondió Josefo que dícholes había que después de cuarenta y siete días habían de ser muertos y des­truidos, y que él había de quedar vivo, cautivo en poder de ellos.

Hizo diligencia Vespasiano por saber esto de los que es­taban cautivos, y sabiendo ser verdad lo que decía, tuvo tam­bién por cosa creíble lo que de él había dicho; pero no por eso mandó que librasen a Josefo, antes lo tenía muy bien guardado, no dejando con todo de hacerle todo buen tratamiento y darle vestidos y otros dones muy benignamente, ayudando Tito mucho por que fuese honrado.

A los cuatro días del mes de julio, habiéndose vuelto Ves­pasiano a Ptolemaidá, partió luego por los lugares hacia el mar, y vino a parar a Cesárea, que es la mayor ciudad de Judea, cuya gente es la mayor parte de ella griegos. Recibie­ron, pues, los naturales de allí con voluntad buena y con mucha amistad a él y a su ejército; parte, porque querían bien a los romanos, y mucho más por el odio grande y aborre­cimiento que tenían a aquellos que habían sido muertos, por lo cual había muchos que rogaban y pedían a grandes voces que diesen la muerte al capitán de ellos, Josefo.

Satisfizo a esta petición y demanda Vespasiano callando, por ver que le pedía el pueblo una cosa mal considerada; dejó dos legiones que invernasen en Cesárea, por ser bueno el alo­jamiento;' y envió a Escitópolis la décima y la quinta, por no dar trabajo a los de Cesárea con todo su ejército. No era menos recogida esta ciudad en el invierno, que caliente en el verano, por estar en llano y cerca de la mar.

Capítulo XV. Cómo Jope fué tomada otra vez y destruida.

Estando en este estado las cosas, juntóse mucha gente de los que habían huído de las ciudades destruídas, y de los que habían también huído de los romanos, por discordias y sedi­ciones; renovaron a Jope, destruída antes por Cestio, y pusie­ron allí dentro de su asiento. Por estar apretados en aquella tie­rra que había sido antes tan destruida, determinaron entrar por la mar; y haciendo naos y galeras de corsarios, pasaban a Siria, Fenicia y a Egipto, y hacían allí grandes latrocinios; de tal manera iba esto, que no había ya quien osase salir contra ellos, ni aun navegar por la mar de aquellas partes.

Pero sabiendo Vespasiano lo que habían éstos determi­nado hacer, envió gente de a caballo y de a pie, y entraron de noche en la ciudad, la cual estaba sin guarda alguna.

Sintiendo esto los que dentro vivían, espantados con temor grande, recogiéronse huyendo a las naos, por no hacer fuerza a los romanos; y estuviéronse dentro de ellas toda la noche mar adentro un tiro de saeta. Mas como de su natural no tu­viese puerto Jope, porque viene a dar en una áspera orilla, corvada algún tanto por ambas partes, y extendiéndose a lo ancho, se mueve gran tempestad en este mar, adonde también se muestran aún las señales de las cadenas de Andrómeda, por fe de la fábula antigua, y el viento Aquilonal llamado Nordes­te da en aquella marina y levanta las ondas, dando en las peñas que allí hay muy altas, y la soledad es causa de que el lugar sea menos seguro.

Estando los jopenos ondeando en aquel mar, a la mañana algo más fuertemente, por sobrevenir a estas horas un viento que llaman los que por allá navegan Melamborea, dieron las unas con las otras, y otras en aquellos peñascos que por allí había; y entrándose otras por fuerza, contra el viento, mar adentro, porque temían la orilla, que estaba llena de peñas y piedras, y temían también a los enemigos que allí estaban; levantadas en alta mar se hundían y no tenían lugar para huir, ni esperanza de salud si quedaban, siendo echados de una parte por violencia de los vientos, y de la ciudad por la fuerza de los romanos.

Oíanse muchos gemidos de los que estaban dentro las naos, que se encontraban unas con otras; y oíase también el ruido que quebrándose hacían. Muerta, pues, parte de ellos en las ondas del mar de Jope, y otros ocupados en salvarse, morían; algunos se mataban con sus espadas adelantándose en darse la muerte, teniendo por mejor aquélla que no morir ahogados; y muchos, levantados con la braveza de las ondas, daban en aquellos peñascos; iba esto de tal manera, que la mar estaba llena de sangre, y todas las orillas de la mar estaban también llenas de cuerpos muertos; porque los romanos ayudaban en ello y quitaban la vida a cuantos llegaban a las orillas; ha­lláronse echados cuatro mil doscientos cuerpos muertos.

Tomando, pues, sin guerra y sin resistencia alguna los romanos aquella ciudad, la derribaron toda, y de esta manera en breve tiempo fué presa y destruida dos veces la ciudad de Jope por los romanos.

Dejó allí Vespasiano, por que no viniesen otra vez ladro­nes y corsarios a recogerse, gente de a caballo con alguna de a pie en un fuerte, para que la gente de a pie estuviese allí sin moverse y defendiese el fuerte; y los de a caballo buscasen todas aquellas tierras de Jope, y quemasen todos los lugares y aldeas que por allí hallasen. Obedecióle la caballería, y co­rriendo, todos los días talaban y destruían todas aquellas tierras.

Cuando los de Jerusalén supieron el caso adverso que había acontecido a los de Jotapata, al principio ninguno lo creía, por ser la desdicha tan grande como habían oído; y también por no ver alguno que se hubiese hallado en ella, ni hubiese visto lo que entonces se decía, porque no había que­dado alguno que pudiese ser embajador de lo que había su­cedido; pero la fama sola divulgaba la gran destrucción que había sido hecha, la cual suele ser mensajera diligente de las cosas tristes y adversas. Mostrábase ya la verdad entre todos los lugares allí vecinos y en todas las ciudades cercanas, y era. ya entre todos más cierto que dudoso.

Añadíanse a lo hecho y sucedido muchas cosas, ni hechas jamás, ni sucedidas; y decíase que Josefo había sido muerto en la destrucción de la ciudad, por lo cual hubo grandes llan­tos dentro de Jerusalén. Cada casa lloraba su pérdida; pero el llanto por el capitán era común a todos: unos lloraban a sus huéspedes, otros a sus deudos, otros a sus amigos, algunos otros a sus hermanos, y todos en general a Josefo; en tanta manera, que duraron los llantos treinta días continuamente, uno tras otro, y para cantar sus lamentaciones pagaban gran dinero a los tañedores.

Pero sabiéndose la verdad con el tiempo, y sabiendo cómo pasaba en verdad lo de Jotapata, y que lo divulgado de la muerte de Josefo era mentira, hallándose claramente que vivía y estaba con los romanos, y cómo éstos le hacían mayor honra de la que a un cautivo debían, tomaron tanta ira contra él, cuanta era la voluntad y benevolencia que le tuvieron antes, pensando que era muerto. Unos lo llamaban cobarde, y otros lo llamaban traidor; la ciudad toda estaba muy indignada contra él, y decíanle muchas injurias. Con estas adversidades se movían voluntariamente, y eran más encendidos con ver tan grandes llagas, y la ofensa que suele dar ocasión a los pru­dentes de guardarse, por no sufrir otro tanto, los movía y era como aguijón para mayor ruina y destrucción, comenzando nuevos males al terminar otros. Por tanto, era mayor la saña que contra los romanos tomaban, como que juntamente se hubiesen de vengar de ellos, y principalmente de Josefo; éstas, pues, eran las revueltas que había en Jerusalén.

Capítulo XVI. Cómo se rindió Tiberíada.

Movido Vespasiano con deseo de ver el reino de Agripa, porque el mismo rey le convidaba y mostraba querer recibir al regidor, capitán de los romanos, con todas las riquezas que posibles le fuesen y en su casa tenía, y apaciguar allí lo que demás quedaba del reino, hizo marchar su ejército de donde lo había dejado, que era de Cesárea, junto al mar, y pasó a la otra Cesárea que dicen de Filipo; y habiendo rehecho y re­frescado su ejército por espacio de veinte días, él mismo quiso hacer gracias a Dios por lo que hasta allí le había sucedido, y darse a banquetes y convites.

Pero después que entendió cómo Tiberíada andaba tras innovar el estado de las cosas, y sabiendo que Tarichea se había rebelado, ambas ciudades eran sujetas al reino de Agripa, de­terminando de quitar la vida a cuantos judíos hallase y des­truirlos, pensó que sería cosa oportuna y buena mover contra ellos su campo, por satisfacer a la buena acogida que Agripa le había hecho, entregando las ciudades en sus manos y poder.

Para hacer esto envió a su hijo a Cesárea, que pasase la gente que allí estaba a Escitópolis: ésta es una ciudad la mayor de las diez, y vecina de Tiberíada. Cuando él aquí llegó, aguar­daba en esta ciudad a su hijo; y pasando después con tres le­giones de gente más adelante, asentó su campo treinta estadios de Tiberíada, en un muy buen lugar, y que podía ser muy bien visto por los que son amigos de novedades, el cual se llama Enabro; de aquí envió su capitán Valeriano con cin­cuenta caballeros, por que hablase pacíficamente a los de la ciudad y les mostrase toda amistad.

Había ya antes oído que el pueblo no pedía sino paz; mas era forzado y estaba en discordia por algunos que los revolvían con guerras y discordias. Cuando Valeriano llegó al muro, saltó del caballo y mandó a sus compañeros que hi­ciesen lo mismo, por no mostrar ni dar a entender que había venido por moverles a la guerra. Antes que hablase una sola palabra, los amigos de sediciones y revueltas corrieron hacia él, siendo por cierto más poderosos, trayendo por capitán uno llamado jesús, hijo de Tobías, príncipe y capitán de los ladrones.

No osó Valeriano pelear con ellos por no traer para ello licencia de su capitán, aunque fuese muy cierto que había de ser vencedor, viendo ser peligroso el pelear, siendo pocos y sus enemigos muchos, y estando los enemigos muy armados, y los suyos no; espantado también mucho por el atrevimiento de los judíos, recogióse a pie como estaba, y otros cinco con él, dejando todos sus caballos, los cuales trajo Jesús y sus compa­ñeros con alegría grande, como que fueran presos en ba­talla, y no por traición, dentro de la ciudad.

Temiendo por esto los más viejos y más principales de la ciudad y de todo el pueblo, vinieron corriendo al campo de los romanos, y juntos con el rey llegaron humildes de rodillas a Vespasiano, suplicándole no los despreciase ni pensase haber consentido toda la ciudad en la locura que algunos pocos habían cometido, sino que perdonase y quisiese amistad con el pueblo que había sido siempre amigo de los romanos y procurado su amistad, y que quisiesen más vengarse de los que eran causa de aquel levantamiento, que los habían detenido, mucho tiem­po había, a todos para que no viniesen a tratar amistad y concierto con ellos.

Consintió Vespasiano con lo que éstos le rogaban, aunque por haberle sido robados los caballos, estaba contra toda la ciudad muy enojado; y veía también que Agripa temblaba por causa de esta ciudad; prometiendo, pues, a éstos no hacer daño alguno a todo el pueblo. Jesús y sus compañeros no se tu­vieron por seguros quedando en Tiberíada, antes determinaron ir a Tarichea. Al día siguiente, Vespasiano envió con gente de a caballo a Trajano a la torre y fuerte, por saber del pueblo si querían todos paz; y sabiendo cómo el pueblo era del mismo parecer que aquellos que por él habían rogado, traía su ejér­cito a la ciudad.

Abriéronle todas las puertas y saliéronle al encuentro con grandes alegrías y señales de bienvenido, llamándole todos autor de la salud y vida de ellos, reconociendo las mercedes que en ello les hacía. Y como los soldados se hubiesen de detener, por ser estrecha la entrada, mucho tiempo, mandó de­rribar una parte del muro hacia la parte del Mediodía, y de esta manera ensanchó la entrada, y por causa del rey, y por hacerle favor, mandó a su gente, so pena de gran pena, que no robasen ni injuriasen al pueblo, y por causa de él mismo no quiso derribar los muros, porque prometía hacer que los ciu­dadanos de esta villa serían de allí en adelante muy concordes con todos, y así reparó de otras maneras la ciudad, que había sido muy afligida con infinitos males.

Capítulo XVII. De cómo fué cercada Tarichea.

Partiendo de Tiberíada Vespasiano, puso su campo entre esta ciudad y Tarichea, y fortaleciólo con un muro que mandó hacer con diligencia, viendo que se había de detener en esta guerra, porque veía que todo el pueblo que buscaba revueltas se recogía en esta ciudad, confiando en su fuerza y en su guarnición, y en un lago que se llama, entre los naturales de allí, Genasar.

La ciudad tiene el mismo asiento de Tiberíada, a la falda (le un monte; y por la parte que no la cercaba aquel lago de Genasar, Josefo la había cercado de un muro muy fuerte, pero menor que era el de Tiberíada, y habíala provisto al principio que se comenzaron a rebelar, de mucho dinero y de todo lo necesario para defenderse, y habían las sobras también apro­vechado a Tarichea. Tenían muchas barcas aparejadas en ellago, para que, si eran vencidos por tierra, se pudiesen recoger en ellas y salvarse; y también estaban provistas de armas, para que, si fuese necesario, pudiesen pelear en el agua. Estando los romanos ocupados en asentar y guarnecer su campo, Jesús y sus compañeros, sin considerar la muchedumbre de enemigos, ni las fuerzas y uso de sus armas, vinieron contra ellos, y en la primer arremetida desbarataron los que edificaban el muro, y derribaron alguna parte de lo que estaba edificado; pero viendo que la gente de armas que dentro estaba se comenzaba a juntar antes de sufrir y padecer algún mal o daño, recogiéron­se a los suyos, y persiguiéndoles los romanos, les fué forzado recogerse a sus barcas o navíos dentro del agua. Y recogidos hacia dentro del lago, tanto que no pudiesen ser heridos con sus saetas, echaron áncoras, y juntando muchas naos entre sí, no menos que suelen hacer los escuadrones, peleaban con sus enemigos.

Sabiendo Vespasiano cómo gran parte de ellos se había juntado en un llano cerca de la ciudad, envió allá a su hijo con seiscientos caballos escogidos; hallando éste infinito nú­mero de enemigos, envió luego a la hora mensajeros a su padre para hacerle saber que tenía necesidad de más gente y de mayor socorro. Y antes que éste viniese, viendo muchos de sus caballeros muy alegres y muy animosos, y viendo que algunos estaban amedrentados por ver tan gran muchedum­bre de judíos junta, púsose en un lugar del cual pudiese ser oído por todos, y dijo: "Romanos, por cosa tengo muy buena amonestaros al principio de mi habla que os queráis acordar de vuestra virtud y linaje, y sepáis quiénes sois, y quiénes son aquellos con los cuales hemos de pelear; ningún enemigo nuestro ha podido escapar de nuestras manos en todo el uni­verso. Los judíos, a fin de que de ellos digamos también algo, hasta ahora han sido siempre vencidos, v jamás se han can­sado; conviene, pues que siéndoles a ellos la fortuna v sucesos tan contrarios, pelean todavía tan constantemente y esforza­damente, que nosotros peleemos y trabajemos con mayor per­severancia, siéndonos la fortuna en todo muy próspera. Mucho ‑me huelgo por ver y conocer claramente la alegría grande que todos tenéis, pero témome que alguno de vosotros tenga temor por ver tanta muchedumbre de enemigos; piense, pues, cada uno de vosotros otra vez quién ha de pelear y con quién, y por qué los judíos, aunque sean harto atrevidos y menos­precien la muerte, sabemos todos que son gente sin arden y poco experimentados en las cosas de la guerra, y merecen más nombre de pueblo desordenado que de ejército; pues de vuestro orden, saber y destreza en las cosas de la guerra, ¿qué necesidad hay que yo me alargue ahora en hablar de ello? Por esta causa nos ejercitamos ciertamente en el tiempo de paz nosotros solos en las armas, por no tener cuenta en la guerra del número de nuestros enemigos. Porque, ¿qué pro­vecho, o qué bien nos viene de ejercitar siempre la milicia y las armas, si salimos con igual número de gente que los que no están en esto ejercitados? Antes pensad que salimos armados con gente de a pie, y seguros con consejo y regimiento de capitán entendido, contra hombres sin regidor y sin regimien­to; y que estas virtudes engrandecen nuestro número, y los vicios dichos quitan gran parte y gran fuerza del número de los enemigos. Sabed también que en la guerra no vence la sola muchedumbre de los hombres, sino la fortaleza, aunque sea de pocos, porque éstos se pueden ordenar fácilmente y ayudarse unos a otros; los grandes ejércitos, más daño reciben de sí mismos que de sus propios enemigos. Los judíos se mueven por audacia, por ferocidad y desesperación o crueldad de sus propios entendimientos y dureza de corazón; estas cosas, cuando todo es muy próspero, suelen aprovechar algo; pero por poco que sea esto ofendido, y por poca resistencia que sienta luego, está todo muy marchitado y muerto; a nosotros nos rige la virtud, la voluntad conforme a razón, y muy obediente la fortaleza, y esto suele florecer cuando la fortuna es próspe­ra, y no suele ser quebrantado por la adversa y contraria. Nos­otros tenemos mayor causa de pelear que los judíos, porque si ellos sufren por su libertad y patria tantos peligros, ¿qué tenemos nosotros más excelente o de más estima que la ínclita fama y nombre? ¿Y que después de haber alcanzado el im­perio de todo el orbe, no parezcamos tener por enemigos y contrarios a los judíos solamente? Considerada además de todo esto dicho, que no tenemos miedo de sufrir cosa que sea intolerable, porque tenemos muchos que nos ayudarán, y están muy cerca de nosotros. Podemos alzarnos con la victoria, y conviene ade­lantarse antes que venga la ayuda y socorro que esperamos de mi padre, a fin que sea nuestra mayor virtud, y no tenga su efecto más compañeros en quienes repartirse; pienso yo que vosotros hacéis de mí y de mi padre un mismo juicio, y que si él es digno de nombre y de gloria por las cosas hechas hasta aquí gloriosamente, sabed que yo le soy hijo y vosotros sois soldados míos; él tiene costumbre de vencer, ¿y yo Po­dré llegarme a él vencido? ¿De qué manera, pues, vosotros no os avergonzaréis en no vencer, viendo a vuestro capitán ponerse en medio de los enemigos, y correr delante a todo peligro? Creed que yo mismo buscaré el peligro, y romperé primero con los enemigos. Ninguno de vosotros se aparte de mí, te­niendo por muy cierto que mi fuerza será guiada y sustentada con la ayuda y socorro de Dios, y tened por muy cierto que haremos mucho más mezclados con nuestros enemigos, que si peleásemos de lejos."

Habiendo Tito tratado esto con su gente, los soldados re­cibieron alegría casi divina, y pesábales mucho que Trajano viniese con cuatrocientos de a caballo antes de darles la ba­talla,'como si la victoria se disminuyese con la compañía que venía.

Envió también Vespasiano a Antonio Silón con dos mil flecheros, para que, ocupada la montaña que estaba delante de la ciudad, echasen de allí los que quisiesen defender los muros, y cercaron a sus enemigos como les fué mandado, los cuales estaban procurando socorrer a sus fuerzas.

Partió primero de todos con su caballo corriendo contra los enemigos, Tito; siguiéronle luego los que con él estaban, con tan gran grita, tan desparramados como era necesario para tomar a los enemigos en medio, y esto fué causa de que pa­reciesen muchos más.

Los judíos, aunque espantados con la arremetida de los romanos y con la manera que tenían de pelear, todavía resintieron al principio algún poco; heridos con lanzas, y desorde­nados con la fuerza de los caballos, fueron desbaratados, y matando a muchos de ellos entre los pies de los caballos, hu­yeron a la ciudad según cada‑uno más podía.

Tito perseguía a unos que huían, a otros mataba de pasada, y corriéndoles delante a muchos, dábales por delante, y mataba a muchos, echando los unos sobre los otros, y saltándoles de­lante, cuando todos se recogían a los muros, los echaba al campo, hasta tanto que, cargando tanta muchedumbre tuvieron lugar para recogerse; e intervino allí gran discordia entre todos, por­que a los naturales les pesaba en gran manera la guerra hecha del principio, parte por causa de sus bienes, y parte también por causa de la ciudad, y principalmente viendo que no les había sucedido bien, sino malamente, y que el pueblo de los extranjeros y advenedizos, que eran muchos, hacían fuerza en ello; y así había entre todos clamores, como que ya tomasen rudos armas y se aparejasen para pelear.

Tito, que no estaba lejos de los muros, cuando les oyó comenzó a gritar: "Este es el tiempo, compañeros míos, ¿por qué nos detenemos? Recibid la victoria que Dios os envía, dando en vuestras manos los judíos: ¿no oís los grandes gritos? Discordes están los que han escapado de nuestras manos. La ciudad es nuestra si nos damos prisa; pero es necesario tener Viran ánimo juntamente con ser diligentes, porque debéis saber no poderse hacer cosa señalada, en la cual no haya pe­ligro; y no sólo debemos trabajar por prevenirlos y adelan­tarnos antes que los enemigos se concordes, los cuales, viéndose en necesidad, no podrán dejar de concordar todos y venir en amistad; mas también debemos procurar dar en ellos antes que nuestro socorro venga, para que además de la victoria, en la cual vencemos tan pocos a tan gran muchedumbre, poda­mos también gozar solos de la ciudad."

Dicho esto, sube en su caballo, y corre hasta la laguna, éntrase por allí dentro de la ciudad siguiéndole toda la otra gente suya.

La osadía grande que tuvo puso miedo en los que estaban por guardas del muro, de tal manera, que no hubo alguno que pudiese pelear ni impedir que entrase.

Jesús y sus compañeros, dejando la defensa de la ciudad, huyeron a los campos, y otros corrieron a recogerse a la laguna; daban en las manos de sus enemigos que les salían por delante; unos eran muertos, queriendo subir en sus naves, y otros trabajando por alcanzarlas nadando.

Mataban también los romanos dentro de la ciudad mucha gente de los advenedizos que no habían huido, antes traba­jaban por resistirles, y los de allí naturales morían sin pelear, porque las esperanzas de concertarse y saber que no habían sido aconsejados en aquella guerra, los detenía sin que peleasen, hasta tanto que Tito, muertos los que resistían, teniendo com­pasión y misericordia de los naturales, hizo cesar la matanza; los que habían huido al lago, cuando vieron que era tomada la ciudad, alejáronse mucho de los enemigos. .

Tito envió caballeros por embajadores que contasen a su padre todo lo que había hecho. Cuando el padre lo supo, pro­veyó de lo que era necesario, alegre en gran manera por la virtud que de su hijo había entendido, y por la grandeza de aquella hazaña, porque le parecía haberle quitado gran parte de la guerra.

Mandó luego rodear de gente de guarda la ciudad, por que ninguno pudiese huir escondidamente y librarse de la muerte; y luego, es otro día, habiendo bajado a la laguna, mandó hacer naves para perseguir los que habían huido, las cuales, con la materia que tenían abundante, y oficiales muchos y diestros, fueron presto hechas y puestas en orden.

Capítulo XVIII. De la laguna de Genasar, y las fuentes del Jordán.

Esta laguna se llama Genasar, tomando el nombre de la tierra que contiene; tiene de ancho cuarenta estadios, y ciento de largo; el agua es dulce y buena de beber, porque con ser gruesa la de la laguna, ésta es algo más delgada de lo que en las otras suele ser. Viene a hacer orilla arenosa por todas partes, suele ser muy limpia y muy templada para beber; es más delgada que las aguas del río o de las fuentes, y está siempre más fría de lo que la anchura de la laguna permite. En las noches que hace gran calor dejan entrar el agua, y de esta manera se refrescan, lo cual tienen por costumbre, y lo suelen así hacer los que son de allí naturales.

Hay aquí muchas maneras de peces, diferentes de los peces de otras partes, tanto en sabor como en su género, y pártese por medio con el río Jordán.

Parece ser del Jordán la fuente Panio, pero a la verdad viene por debajo de tierra de aquel lugar que se llama Fiala, y éste está por aquella parte que suben a Traconitida, a ciento veinte estadios lejos de Cesárea, hacia la mano derecha, no muy apartado del camino. Y de la redondez se llama el lago de Fiala, por ser redondo como una rueda; detiénese siempre dentro de sí el agua, de tal manera, que ni falta, ni en algún tiempo crece; y como antes no se supiese ser esto el principio del río Jordán, Filipo, tetrarca que solía ser, o procurador de Traconitida, lo descubrió, porque echando éste mucha paja en Fiala, la vino a hallar después en Panio, de donde pensaban antes que manaba y nacía este río.

Panio, de su natural solía ser muy linda fuente, y fué embellecida con las riquezas y poder de Agripa.

Comenzando, pues, en esta cueva el río Jordán, pasa por medio de las lagunas de Semechonitis, y de aquí ciento veinte estadios más adelante, después de la villa llamada Juliada, pasa por el medio del lago Genasar, de donde viene a salir al lago de Asfalte por muchos desiertos y soledades; alárgase la tierra con el mismo nombre del lago Genasar, muy lindo y admirable, tanto de su natural, como por su gentileza. Ningún árbol deja de crecer con la fertilidad que de sí da, y los labradores la tenían muy llena de todas suertes de plantas y árboles, y la templanza del cielo es muy cómoda para diversidad de ár­boles: las nueces, que es fruta que desea mucho el frío, aquí abundan y florecen; las palmas también, que requieren calor y verano; las higueras y olivos que quieren el tiempo más blando; de manera que dirá alguno haber mostrado aquí la Natu­raleza su magnificencia y fertilidad, haciendo fuerza en que convengan entre sí, y concorden las cosas que de sí son muy repugnantes y discordes, favoreciendo a la tierra en la con­trariedad de los tiempos del año con particular favor.

No sólo produce diversas pomas o manzanas en mayor diversidad que es posible pensar, sino aun también las conserva que parezcan ser en su propio tiempo siempre; hállanse en esta tierra uvas los diez meses del año, y muchos higos y pasas, y todos los otros frutos duran todo el año; porque además de la serenidad del viento, que es muy manso, riégase también con una fuente muy abundante, la cual llaman los naturales de allí Capernao. Piensan algunos que es alguna vena del Nilo, porque produce y engendra peces semejantes a las corvinas de Ale­jandría: esta región se alarga treinta estadios por la parte que se llama Laguna, y se ensancha veinte, cuya naturaleza es la que hemos dicho.

Capítulo XIX. De la destrucción de Tarichea.

Acabados los barcos y puestos en orden, Vespasiano puso dentro la gente que le pareció necesaria, y juntamente con ella él mismo también partió en persecución de los que por la laguna habían huido. Estos, ni podían salir a tierra salvamen­te, siéndoles todo contrario, ni podían pelear en el agua con igual condición, porque sus barcas eran pequeñas, y lo que estaba aparejado para los corsarios era muy débil contra los barcos que los romanos habían hecho, y habiendo poca gente en cada una, temían llegarse a los romanos, que eran muchos y estaban muy juntos. Pero andándoles alrededor, y algunas otras acercándose algo más, de lejos tiraban muchas piedras los romanos, y heríamos a las veces de cerca; más daño reci­bían de ambas maneras ellos mismos, porque con las piedras que ellos tiraban no hacían otra cosa sino sólo gran ruido, estando los romanos contra quien ellos tiraban, muy bien armados; los que algo se acercaban, luego eran heridos con sus saetas, y los que osaban llegar más cerca, antes que ellos da­ñasen ni hiciesen algo, eran heridos y derribados, y eran echados al fondo con sus mismas barcas: muchos de los que tentaban herir a los romanos, a los cuales podían alcanzar éstos con sus dardos, derribaban con sus armas a los unos en sus mismas barcas, a otros prendían con ellas, cogiéndoles en medio con sus barcos.

Los que caían en el agua, y levantaban la cabeza, o eran muertos con saetas, o eran presos y puestos dentro de los barcos, y si desesperados tentaban librarse nadando, quitábanles las cabezas, o cortábanles las manos, y de esta manera morían muchos de ellos, hasta tanto que, siendo forzados a huir, los que quedaron en vida llegaron a tierra, dejando rodeados sus navichuelos de los enemigos. De los que se echaban en el agua, muchos hubo muertos con las saetas y dardos de los romanos, y muchos saliendo a tierra fueron también muertos; así que estaba toda aquella laguna llena de sangre y de cuerpos muertos, porque ninguno se escapó con la vida.

Pasados algunos días, se levantó en estas tierras un hedor muy malo, y una vista muy cruel y muy amarga de ver: es­taban las orillas llenas de barcas quebradas, de hombres ahoga­dos y de cuerpos hinchados. Calentándose después y pudrién­dose los muertos, corrompían toda aquella región, en tanta manera, que no sólo parecía este caso miserable a los judíos solos, pero también los que lo habían hecho lo aborrecían y les era muy dañoso.

Este fué, pues, el suceso y fin de la guerra naval hecha por los taricheos. Murieron, entre éstos y los que fueron muer­tos antes en la ciudad, seis mil quinientos.

Acabada esta pelea, Vespasiano quiso parecer en el tri­bunal de Tarichea, y apartaba los extranjeros de los naturales de la ciudad, porque aquéllos parecían haber sido causa de aquella guerra, y tomaba consejo de los regidores y capitanes suyos, si debía perdonarles; respondiéndole que si los libraba le podrían hacer daño, y que dejándolos vivos no reposarían, por ser hombres sin patria y sin lugar cierto, y estaban prontos todos, y eran bastantes para hacer guerra contra cualesquiera que huyesen y se recogiesen. Vespasiano bien conocía que eran indignos de quedar con vida, y veía bien que se habían de levantar y revolver contra los mismos que les diesen la vida; todavía estaba dudando cómo los mataría; porque si los ma­taba allí mismo, sospechábase que los naturales no sufrían que fuesen muertos aquellos que les pedían perdón y suplicaban por la vida, y avergonzábase de hacer fuerza a los que se habían rendido por medio de su fe y promesa; pero vencíanlo sus amigos, diciendo ser toda cosa lícita contra los judíos, y que lo que era más útil, debía ser tenido también en más que lo que era honesto, cuando no podían hacerse entrambas cosas.

Concedióles, pues, licencia para salir por el camino de Tiberíada solamente, y creyendo ellos fácilmente aquello que tanto deseaban, se iban acompañados, sin temer algo contra sí, ni sus riquezas; los romanos ocuparon todo el camino para que ninguno pudiese salir ni escaparse, y encerrados en la ciudad, luego Vespasiano fué con ellos, y púsolos todos en un lugar público, y mandó matar los viejos y los que no podían pelear, que eran hasta mil doscientos, y envió a Isthmon, donde Nerón entonces estaba, seis mil hombres, los más mancebos y más escogidos; vendiendo toda la otra muchedumbre, que eran treinta mil cuatrocientos, además de otros muchos que había dado a Agripa; porque permitió a los que eran de su reino hacer lo que quisiese Agripa, y el rey también los vendió.

Todo el pueblo era de los de Trachonitide, Gaulanitida, hípenos y muchos gadaritas sediciosos, revolvedores y gente huidiza, hombres que no pueden ver la paz, antes todo lo hacen y convierten en guerra: éstos fueron presos a 8 de septiembre.

Libro Cuarto

Capítulo I. De cómo fueron cercados los gamalenses.

Todos los galileos que, después de destruida Jotapata, se levantaron contra los romanos, después de vencidos los tari­cheos se volvían a juntar con ellos; y tenían ya tomados los romanos todas las ciudades y castillos, excepto a Giscala, y aquellos que habían ocupado el monte Itaburio.

Habíase con éstos rebelado la ciudad de Gamala, fundada más allá de la laguna, y que pertenece a los términos y señorío de Agripa, y con ésta también Sogana y Seleucia. Entrambas eran de las tierras de Gaulanitida: Sogana está de la parte alta que se llama Gaulana, y en la baja inferior Gamala. Se­leucia está junto a la laguna llamada Semechonita, que tiene treinta estadios, que son casi cuatro millas, de ancho, y cua­renta estadios de largo, y tiene sus lagunas que se extienden hasta Dafne. Esta región suele ser muy deleitable; principal­mente tiene fuentes que sustentan al Jordán que llaman Menor, y lo llevan por debajo del templo Aureo de Júpiter, hasta dar en el Mayor.

Agripa, cuando estas tierras se comenzaron a rebelar, juntó en su amistad a Sagana y a Seleucia. Gamala estaba soberbia sin querer obedecerle, confiándose en la dificultad y aspereza de las tierras, aun más que Jotapata. Tiene una áspera bajada de un alto monte levantada en medio algún tanto; y a donde se levanta, allí se alarga no menos hacia abajo que por las es­paldas, a manera de lomo de un camello, de lo cual alcanzó el nombre que tiene; pero los naturales no pueden retener la significación expresa del vocablo en la pronunciación. Por los lados y por la parte de delante, pártese en ciertos valles muy dificultosos e imposibles para caminar por ellos, y por la par­te que pende del monte es algún poco menos difícil. Pero los naturales que allí vivían la habían hecho muy dificultosa e imposible, con un foso atravesado y muy hondo. Había muchas casas edificadas y muy juntas por aquellas cuestas, y parecía que venía a tierra toda la ciudad dentro de sí, hacia la parte del Mediodía. El collado que está hacia la parte austral, es tan alto, que sirve a la ciudad como de torre o fuerte sin muro; y la peña que está más alta, tiene ojo a defender el valle. Había una fuente dentro, en la cual venía a acabar la ciudad. Aunque fuese esta ciudad naturalmente tan fuerte que no se pudiese tomar, todavía Josefo la fortaleció más cuando la cercaba de muro, haciéndola muy buen foso y minándola. Los naturales de aquí confiábanse más, por saber que era el lugar más fuerte que los de Jotapata; pero había mucha menos gente y menos ejercitada; y confiados en la as­pereza del lugar, pensaban ser muchos más que eran los enemi­gos, porque la ciudad también estaba llena de gente que se recogía allí, por saber que la ciudad era muy fuerte. Y ha­biendo enviado antes Agripa gente que la cercase, le resistieron siete meses continuos.

Partiendo Vespasiano de Amaunta, a donde había asen­tado su campo por tomar a Tiberíada (quien quisiese declarar lo que este nombre significa, sepa que Amaus quiere decir aguas calientes: porque aquí hay una fuente tal, muy buena para sanar enfermos y lisiados), llegó a Gamala y no podía cercar toda la ciudad por estar edificada de la manera que hemos arriba dicho; pero puso su guarda y ordenó su gente como mejor fué posible, ocupó el monte que estaba en la parte alta, y puesto allí su campo, según acostumbraba, al fin trabajaron en alzar sus montezuelos.

Por la parte del Oriente, en un lugar que daba encima de la ciudad, muy alto, había una torre, a donde estaba la quin­cena legión y la quinta, quo trabajaban en dar contra el medio de la ciudad; la décima hizo diligencia en rellenar los fosos y valles.

Estando en esto, el rey Agripa llegóse a los muros pro­curando hablar con los que defendían la ciudad, por hacer que se rindiesen; uno de los que tiraban con hondas le sacudió con una piedra en el codo: por esto sus amigos le detuvieron.

Los romanos fueron movidos a poner cerco a la villa; parte por la ira que tenían contra ellos por causa del rey, y parte también por tener miedo, pensando que los judíos no dejarían de usar toda crueldad contra los enemigos y extranjeros; pues contra su mismo natural, que es persuadir lo que les convenía y les era de provecho, se habían mostrado tan fieros y tan crueles. Levantados con diligencia los montes, y con la con­tinuación que en ellos pusieron, fueron acabados presto, y ponían ya en ellos sus máquinas.

Chares y Josefo eran los principales de la ciudad y orde­naron la gente de armas, aunque estaban todos muy amedren­tados, y aunque pensaban no poder defenderse mucho tiempo, por ver que les faltaba el agua y muchas otras cosas necesarias; pero en fin, animándolos a todos, los sacaron al muro. Re­sistieron algún poco a los golpes de las máquinas; pero heridos con la muchedumbre de saetas y dardos que les tiraban, hu­bieron de recogerse dentro de la ciudad. Habiendo, pues, los romanos dado el asalto a la ciudad por tres partes, derribaron el muro con sus ingenios; y por las partes que estaba derribado entraron todos con gran furia de armas; y tañendo las trom­petas, dando también ellos grandes voces, peleaban con los de la ciudad. A los primeros encuentros estuvieron los de la ciudad firmes, y resistieron, impidiendo a los romanos que pa­sasen más adelante. Pero vencidos par la fuerza y muchedum­bre que cargaba, huyeron todos a las partes altas de la ciudad, volviendo después a dar sobre sus enemigos; y echándolos por allí abajo, los mataban sin poderse librar, por ser el lugar muy difícil y muy estrecho. Como, pues, los romanos no pudiesen resistir a los que los herían de lo alto, ni se pudiesen librar por alguna parte, con el aprieto en que los enemigos los ponían en aquella cuesta, recogíanse en las casas de sus propios ene­migos, las que estaban en lo llano de la ciudad; y como cargase en ellas tanta gente, daban con todo en tierra, por no poder sostener el peso; y una que caía, derribaba muchas de las que debajo estaban, y éstas muchas otras. Esto fué causa que muchos romanos pereciesen, porque estando inciertos y sin saber lo que hiciesen, aunque veían caer los techos y paredes sobre sí, no por eso dejaban de recogerse allí; creo que más por morir por cualquier otra cosa, que por manos de los judíos; de esta manera muchos morían. Muchos de los que huían eran lisiados en sus miembros, y muchos morían aho­gados en el polvo. Pero todo esto pensaron los naturales de Gamala que sucedía en provecho de ellos; y menospreciando el daño que por esta parte les venía, peleaban con mayor es­fuerzo y hacían mayor fuerza, y hacían recoger en sus propias casas a los enemigos; y los que caían por las estrechuras de las calles, eran muertos con las saetas y dardos que de lo alto por encima les tiraban. La destrucción de las casas derribadas les daba abundancia de piedras, y los enemigos muertos abundancia de armas, porque quitábanles las armas y daban con ellas a los demás que estaban medio muertos. Muchos, cayendo los techos de las casas, morían echándose de allí abajo ellos mis­mos, y queriendo volver atrás, no podían fácilmente. Porque no sabiendo las calles y con el gran polvo que se levantaba, unos daban en otros sin conocerse ellos mismos, y quedaban rendidos y muertos; pero hallando con gran pena puerta para salir, alejáronse de la ciudad.

Vespasiano, que siempre estuvo con los suyos en todos los trabajos, sintió gran dolor en ver que la ciudad caía sobre sus soldados; y no teniendo su vida en algo, antes menospreciando la muerte con ánimo esforzado, halló lugar escondidamente para ganar la parte alta de la ciudad, y fué dejado casi solo con muy poca gente en medio de aquellos peligros.

No estaba con él su hijo Tito entonces, el cual había sido antes enviado a Muciano, en Siria. Volver las espaldas y huir no lo tenía por cosa segura ni honesta, acordándose de las cosas que desde su juventud había hecho; y teniendo memoria de su virtud, pareció que divinamente juntó su gente y las armas que pudo; y descendiendo de lo alto con su compañía, resistía y hacía guerra a sus enemigos, sin temer la muche­dumbre que de ellos había, ni sus armas, hasta tanto que los enemigos, viendo la obstinación que en su ánimo tenía contra ellos, pensaron que divinamente la tenía, y aflojaron su fuerza; por lo cual, peleando ellos ya algo menos, y más flacamente de lo que habían acostumbrado, poco a poco Vespasiano se recogía; pero con tal miramiento, que no les mostró las es­paldas hasta que se vió fuera de los muros.

Mucha gente de los romanos murieron en este asalto y pelea: fué entre ellos uno, el gobernador Ebucio, varón cier­tamente muy conocido y de gran esfuerzo, no sólo en esta pelea, pero probado por muy valeroso en muchas otras antes, y que había hecho mucho mal a los judíos. Estuvo también es­condido en esta pelea un centurión o capitán de cien hombres, llamado por nombre Galo, con diez soldados, dentro de una casa; y como los que allí dentro vivían cenasen una noche y tratasen entre sí del consejo que el pueblo de los judíos había tenido contra los romanos, y él los oyese, siendo él siro y los que con él estaban también, en la misma noche dió en ellos, y matándolos a todos, libróse salvo con todos los suyos, y vínose a los romanos.

Viendo Vespasiano el dolor y tristeza que su ejército tenía por los casos adversos y tan contrarios que le habían aconte­cido, y por ver que no le habían acontecido tantas muertes en guerra alguna como en ésta, y viéndolos aún más afren­tados y con vergüenza por haber dejado a su capitán en el campo y peligros solo, pensó que los debía consolar sin decir algo de sí, por no parecer que daba culpa y se quejaba de alguno. Díjoles: que convenía sufrir valerosamente y con es­fuerzo las adversidades comunes, acordándose de lo que natu­ralmente suele acontecer cada día en las guerras; cómo sin sangre es imposible haber alguna victoria, y que no había dado la fortuna todo lo que tenía, antes si hasta allí había sido contraria, ser podía que volviese atrás y se mudase en próspera; y que habiendo muerto entonces tantos millares de judíos, no era maravilla que pidiese la fortuna enemiga el diezmo de los nuestros o la parte que se le debía. Y como es de hombres soberbios y arrogantes ensoberbecerse con la de­masiada prosperidad, así no menos es cosa de hombres de poco amedrentarse en las adversidades. "Porque, dijo, fácil y lige­ramente se mudan estas cosas ahora en lo uno y luego en lo otro, y aquel es tenido por varón esforzado, que tiene ánimo valeroso en las cosas que no le suceden prósperamente; y queda con su mismo esfuerzo para corregir con consejo las desdichas y adversidades que le habrán acontecido. Aunque estas cosas no nos han sucedido ahora a nosotros por nuestra flojedad, ni por la virtud y esfuerzo de nuestros enemigos, porque la dificultad del lugar les ha concedido a ellos buen suceso y a nosotros malo. En esta cosa bien veo claramente que podría cualquiera reprender la osadía vuestra como teme­raria, porque habiéndose recogido los enemigos a lo alto, de­bíais todos vosotros refrenaros entonces, y no poneros en peligro que había en perseguirles hasta arriba: antes, pues, habíais tomado la parte baja de la ciudad, debíais trabajar en hacer salir a los enemigos que se habían recogido, a que pelea­sen en lugar que fuese más cómodo y más seguro para todos vosotros. No tuvisteis cuenta con mirar cuán fuera de con­sejo fuere esto, por prisa demasiada que pusisteis en proseguir vuestra victoria: el ímpetu y fuerza sin consejo en la guerra, no es de los romanos, ni suelen hacer ellos algo de tal manera; antes nada hacemos que no sea con gran orden y destreza; a los bárbaros conviene aquello y a los judíos, por cuya causa hemos ganado lo que de ellos tenemos. Conviene, pues, que recurramos a nuestra virtud, y enojarnos más con la adversi­dad y ofensa que indignamente la fortuna nos ha hecho, que entristecérnos por ella. Cada uno procure en buscar con su esfuerzo el descanso, porque de esta manera nos vengaremos de los que hemos perdido, en aquellos por quienes han sido muertos. De mi parte os prometo que haré no menos que me habéis visto hacer hasta ahora; antes peleando vosotros, y haciendo lo que debéis, yo me pondré siempre el primero y seré el postrero que de la pelea partirá."

Con estas palabras esforzó Vespasiano su ejército.

Los gamalenses, por otra parte, con el suceso próspero que habían tenido, cobraron mayor ánimo, por haber sido sin razón grande, y haberles sucedido todo tan próspera y magníficamente. Poco después, pensando que habían ya per­dido todas las esperanzas de trabar amistad con los romanos y de hacer algún concierto, y viendo que no les era posible salvarse, porque ya les faltaba el mantenimiento, tenían gran pesar y dolor por ello, y habían perdido parte del buen áni­mo que antes tenían. Con todo, no dejaban de hacer lo que posible les era en defenderse, guardando tan bien las partes del muro muy fuerte que había sido derribado, como las que estaban enteras.

Los romanos estaban haciendo sus montes, y procuraban otra vez darles el asalto, por lo cual había muchos de los de dentro la ciudad que procuraban salirse por los valles y fosos apartados, adonde no había alguno de guarda, y huían también por los albañales: los que quedaban allí por miedo que fuesen presos, eran consumidos por pobreza y por falta de manteni­miento, porque solamente eran proveídos los que podían pe­lear. Todavía, con todas estas adversidades, permanecían.

Capítulo II. Cómo Plácido ganó el monte Itaburio.

Con el cuidado que Vespasiano tenía del cerco, no dejó de proveer en lo demás contra aquellos que habían ocupado el monte Itaburio, el cual está entre la ciudad de Escitópolis y un gran campo; levántase treinta estadíos en alto por la parte de Septentrión: no es posible llegar a él en lo alto; extiéndese lo llano hasta veinte estadíos, y estaba todo cercado de muro. Este cerco tan grande mandó hacer Josefo dentro de cuarenta días, dándole materia y aparejo necesario para ello los lugares que abajo estaban, porque arriba no tenían otra agua sino la que del cielo venía. Habiéndose, pues, juntado aquí gran número de judíos, Vespasiano envié allá a Plácido con seiscientos caballos.

Este no podía hallar manera para tomar este monte: a muchos aconsejaba que se concertasen, y prometiéndoles per­dón, los amonestaba que quisiesen la paz. Ellos también des­cendían de él, pero con asechanzas y para hacerle daño; por­que Plácido les hablaba mansamente y con toda amistad, por moverles a que descendiesen a lo bajo y allí tomarlos a su voluntad; y ellos, mostrando quererle obedecer y complacer­le en lo que quería, llegábanse a él por tomarlo descuidado. Pero el saber y astucia de Plácido pudo más y venció, porque comenzando la pelea los judíos, hizo como que huyese; y moviendo con esto a los judíos que le persiguiesen hasta llegar al campo grande, vuelve contra ellos todos los de a caballo, y haciendo huir muchos, mató también algunos, y detuvo a la otra muchedumbre para que no subiese. Por esto los otros, dejando el monte Itaburio, recogíanse hacia Jerusalén. Los naturales de allí tomaron la palabra de Plácido, y por haber­les faltado el agua, rindiéronse y entregáronle también el monte.

Con el cuidado que Vespasiano tenía del cerco, no dejó de proveer en lo demás contra aquellos que habían ocupado el monte Itaburio, el cual está entre la ciudad de Escitópolis y un gran campo; levántase treinta estadíos en alto por la parte de Septentrión: no es posible llegar a él en lo alto; extiéndese lo llano hasta veinte estadíos, y estaba todo cercado de muro. Este cerco tan grande mandó hacer Josefo dentro de cuarenta días, dándole materia y aparejo necesario para ello los lugares que abajo estaban, porque arriba no tenían otra agua sino la que del cielo venía. Habiéndose, pues, juntado aquí gran número de judíos, Vespasiano envié allá a Plácido con seiscientos caballos.

Este no podía hallar manera para tomar este monte: a muchos aconsejaba que se concertasen, y prometiéndoles per­dón, los amonestaba que quisiesen la paz. Ellos también des­cendían de él, pero con asechanzas y para hacerle daño; por­que Plácido les hablaba mansamente y con toda amistad, por moverles a que descendiesen a lo bajo y allí tomarlos a su voluntad; y ellos, mostrando quererle obedecer y complacer­le en lo que quería, llegábanse a él por tomarlo descuidado. Pero el saber y astucia de Plácido pudo más y venció, porque comenzando la pelea los judíos, hizo como que huyese; y moviendo con esto a los judíos que le persiguiesen hasta llegar al campo grande, vuelve contra ellos todos los de a caballo, y haciendo huir muchos, mató también algunos, y detuvo a la otra muchedumbre para que no subiese. Por esto los otros, dejando el monte Itaburio, recogíanse hacia Jerusalén. Los naturales de allí tomaron la palabra de Plácido, y por haber­les faltado el agua, rindiéronse y entregáronle también el monte.

Capítulo III. De la destrucción de Gamala.

Los más atrevidos de Gamala se habían esparcido huyendo y estaban muy escondidos; y los que no eran para pelear, se morían de hambre. Los que peleaban sostenían el cerco, hasta tanto que a los veintidós de octubre aconteció que tres sol­dados de la décimaquinta legión, por la mañana se hallaron con una torre más alta que todas las otras que en la parte de ellos había, y escondidamente la minaron, sin que los que estaban en ella de guarda lo sintiesen, ni cuando venían ni cuando entendían en la obra, porque era noche. Estos mismos soldados, guardándose mucho de hacer ruido, saltaron de presto, quitando cinco piedras que había muy grandes, y súbitamente la torre cayó con gran ruido, y fueron derriba­dos los que de guarda estaban juntamente con ella. Espanta­dos los que en las otras partes estaban, y turbados con esto, huyeron, y los romanos mataron a muchos de los que osaban salir de dentro, entre los cuales Josefo, que estaba encima de la parte del muro derribado, fué muerto por un soldado que lo hirió con una saeta.

Los que dentro de la ciudad estaban, amedrentados con el estruendo grande, tenían gran temor y corrían por todas partes, no menos que si los enemigos hubieran ya ganado la ciudad. Entonces murió Chares, que estaba enfermo en la cama, ayudándole a morir el gran temor que tenía. Pero los romanos, acordándose muy bien de las muertes pasadas, no entraron en la ciudad hasta los veintitrés días del susodicho mes.

Tito, que allí estaba, indignado por la llaga que los roma­nos habían recibido estando él ausente, entró diligentísima­mente en la ciudad con doscientos caballos, los más escogidos, además de la gente de a pie; y habiendo entrado, cuando los que de guarda estaban lo sintieron, venían con grandes cla­mores a las armas por resistirles. Sabiendo los de dentro cómo los romanos habían entrado, los unos se recogían a la torre arrebatando sus hijos y mujeres con gritos y clamores gran­des que daban; otros salían al encuentro a Tito, y eran allí todos muertos; y los que no podían recogerse a la torre, no sabiendo qué hacer de sí mismos, daban en la guarnición de los romanos, y en todas partes se oían los gemidos de gente que moría: la sangre que corría por aquellos lugares, que estaban altos y recostados, llenaba toda la ciudad.

Vespasiano pasó todo su ejército contra los que se habían recogido a la torre: era lo alto de aquella torre muy peñascoso y muy alto, y estaba muy lleno de rocas alrededor, que pare­cía estar para dar en tierra. De aquí los judíos trabajaban, parte con saetas y dardos, y parte con piedras, por echar a los romanos, que contra ellos venían con fuerza, sin que los pudiesen a ellos alcanzar ni hacer daño alguno las saetas y armas de los romanos, por estar en un lugar muy alto. Pero levantóse un viento por la voluntad de Dios, para muerte y destrucción de éstos, el cual llevaba las saetas y dardos de los romanos contra ellos, y echaba las de ellos de tal manera, que no dañaban a los romanos: ni podían estar en las alturas de las peñas, tan movible estaba todo con la violencia y fuerza del viento; ni podían tampoco ver cuando sus enemigos lle­gaban. Saltando, pues, los romanos allí arriba, rodeáronlos a todos, y tomaban a unos antes que se valiesen, y a otros rindiéndose: pero con todos mostraban su ira y crueldad, acordándose de la gente que habían perdido en el primer asalto. Muchos, rodeados por todas partes y cercados, deses­perando de alcanzar salud, se dejaban caer en el valle que estaba debajo de la torre muy hondo.

Aconteció también que los romanos eran más mansos contra ellos que no ellos mismos entre sí, porque los muertos con armas fueron cuatro mil, y los que se echaron desespera­dos de lo alto abajo llegaron a número de cinto mil: y no escapó alguno, excepto dos solas mujeres, las cuales eran her­manas, hijas de Filipo, hijo de Joachimo, varón señalado, el cual había sido capitán del ejército de Agripa. Éstas escapa­ron, por haberse escondido al tiempo de la matanza, de las manos de los romanos, porque no perdonaron ni aun a los niños que mamaban, de los cuales fueron echados muchos de la torre abajo.

De esta manera, pues, fué destruida Gamala a los veinti­trés del mes de octubre, la cual se comenzó a rebelar a los veintiuno de septiembre.

Capítulo IV. Cómo Tito tomó a Giscala.

Sólo quedaba por tomar un lugarejo de Galilea llamado Giscala. El pueblo pedía la paz, porque la mayor parte de él eran labradores y tenían siempre sus esperanzas en los frutos; pero estaban corrompidos con un gran escuadrón de ladrones que se había mezclado entre ellos, y algunos de los princi­pales ciudadanos se picaban de lo mismo.

Movíales que se rebelasen un hijo de Levias, llamado por nombre Juan, hombre engañador, hombre de costumbres muy mudables y muy varias, aparejado para esperar lo que no tenía razón ni moderamiento; hombre para hacer cuanto le venía a la cabeza, y sabido por todos que, por hacerse pode­roso, movía la guerra.

La compañía de los sediciosos y amigos de maldades obe­decía a éste, y hacían todo lo que éste mandaba, y por causa de éste todo aquel pueblo, que cierto hubiera enviado a los romanos embajadores para rendirse con toda paz, estaba espe­rando en parte la pelea con ellos.

Vespasiano envió contra éstos a su hijo Tito con mil de a caballo; la décima legión a Escitópolis, y él se volvió a Ce­sárea con las otras dos, pensando que convenía dar algún tiempo a esta gente para que descansase y se rehiciese con la abundancia que en las ciudades hallase, teniendo por cierto que convenía dejarles espacio para que se diesen algún buen rato, para tomar ánimo para las batallas que esperaba tener v dar, porque sabían no quedar poco trabajo aun en con­quistar a Jerusalén, que era ciudad Real, más fuerte y más abastecida que todas las de Judea.

Veía que los que huir podían, se recogían allí; y además de esto, la fuerza que de sí tenía y guarnición y los muros fuertes, hacían estar muy solícito a Vespasiano, pensando en la fuerza y atrevimiento de los judíos, y que era ciudad inex­pugnable también, aun sin la fuerza de los muros; por tanto, sabía convenirle tener mucho cuidado en que fuesen sus sol­dados antes muy puestos en orden y muy bien proveídos, no menos que suelen hacer los luchadores antes que salgan a la pelea.

Parecíale a Tito cosa difícil tomar por asalto la ciudad de Giscala, porque cabalgando se había llegado allá; pero sa­biendo que si la tomaba por fuerza, los soldados matarían todo el pueblo, estaba ya harto de ver muertes, teniendo com­pasión de este pueblo que había de morir sin perdonar a algu­no entre los malos que allí había, y sin que alguno fuese de ellos exceptuado. Quería, pues, probar de tomar esta .ciudad por amistad y concierto antes que por fuerza.

Estando los muros llenos de hombres, de los cuales era la mayor parte de los perdidos y revolvedores, les dijo que se maravillaba mucho con qué consejo confiados, tomadas ya todas las tres ciudades, determinaban ellos solos querer probar también las armas y fuerzas de los romanos, viendo muchas otras ciudades más fortalecidas y más proveidas de toda cosa, derribadas todas; y que aquellos que habían creído a los ro­manos y se habían confiado en la fe que les prometían, esta­ban salvos. La misma, pues, dijo estaba aparejado para darles con toda amistad, sin que se enojasen por la soberbia que le habían mostrado, por pensar y saber que se debía perdonar aquello por la esperanza de la libertad; pero no si alguno per­severaba en querer alcanzar lo que le era imposible. Y que si no querían obedecer a estas palabras de tanta clemencia y benignidad, ni creer sus promesas, experimentarían las crue­les armas romanas; y luego conocerían que sus muros eran cosa de juego y de burla para las máquinas romanas, en los cuales ellos tanto se confiaban, mostrándose entre los galileos ellos solos arrogantes y soberbios cautivos. Dicho esto, no fué lícito a alguno de los del pueblo responder, pero ni aun subir al muro, porque todo lo habían ocupado los ladrones: había guardas puestos a las puertas, por que ninguno pudiese salir a concierto, ni recibir alguno de los caballeros dentro de la ciudad.

Respondió Juan, que él recibía el pacto y lo daba por hecho; y que o él los persuadiría a todos, o que les mostraría serles necesario pelear, si rehusaban condescender con lo que les diría. Pero dijo que convenía no tratarse algo aquel día por la ley de los judíos, porque como tenían por cosa nefanda y contra ley pelear aquel día, así también pensaban no serles lícito hacer conciertos de paz: porque los romanos sabían cómo el séptimo día solía ser a todos los judíos muy gran fiesta; que si la quebrantaban, cometían gran pecado, no menos ellos que aquellos por cuya causa era quebrantada, y el mismo Tito también; que no debía temerse por la tardanza de una noche, ni pensar que lo había hecho por que la gente huyese, siéndole principalmente lícito tener miramiento y guardas sobre ello, estando él reposado; que él ganaba mucho en no menospreciar en algo las costumbres de la patria; y que a él convenía, pues ofrecía tan de voluntad la paz a los que no la esperaban, guar­dar también la ley a los cercados.

Con estas palabras trabajaba Juan por engañar a Tito, no tan cuidadoso de que se guardase el séptimo día, que era la fiesta, como por procurar su salud. Temíase que tomada la ciudad fuese dejado solo, habiendo él puesto toda la espe­ranza de su vida en la noche y en huir; pero cierto por vo­luntad de Dios, que deseaba la vida de Juan para la destrucción de Jerusalén: no sólo creyó y admitió Tito lo que pedía de las treguas por todo aquel día, mas aun quiso asentar su campo en la parte alta de la ciudad, cerca de Cidesa, que es un lugar de los Tirios mediterráneos, y muy fuerte y muy aborrecido siempre por los galileos.

Como, pues, venida la noche viese Juan que los romanos no tenían algunas guardas cerca de la ciudad, no dejando per­der esta ocasión, tomó su camino huyendo a Jerusalén; y con él no sólo aquella gente de armas que tenía consigo, pero aun muchos de los más viejos con todas sus familias. Hasta veinte estadios bien le parecía a él que le seguirían las mujeres y niños, y toda la otra gente que consigo llevaba, aunque era hombre que tenía miedo de ser cautivo y de no salvarse; y pasando más adelante, dejaba su gente, y levantábanse aquí llantos muy tristes de los que atrás quedaban; porque cuanto más lejos cada uno estaba de los suyos, tanto más cerca les parecía estar de los enemigos. Pensando que estaban ya muy cerca los que habían de prenderles, mostrábanse ciertamente rnuy amedrentados; y con el ruido que ellos hacían corriendo, volvíanse muchas veces a mirar atrás; como si aquellos de los cuales,ellos huían, les estuviesen ya encima: y así huyendo, caían muchos y había pelea entre ellos mismos sobre quién más huiría, pisándose unos a otros. Las muertes de !as mujeres y niños era cosa muy miserable. Si alguna voz daban ellas, era rogar algunas a sus maridos, y otras a sus parientes, que las esperasen; pero más podía la exhortación de Juan, que gritaba a voces que se salvasen y huyesen allá todos; porque si los romanos los prendían, además de cautivar los que que­dasen, los habían también de matar.

Todos los que huyeron se esparcieron según les fué posible, y según era la fuerza de cada uno.

Venida la mañana, Tito estaba ya junto a los muros, por causa de aquel concierto que arriba dijimos, y abriéndole el pueblo las puertas, salieron todos con sus mujeres como a hombre que les había hecho gran bien y había librado de guardas la ciudad, con voces muy altas; y haciéndole saber cómo Juan había huido, rogaban a Tito que a ellos les per­donase, y diese castigo a los revolvedores de la ciudad que allí quedaban. Por satisfacer a lo que el pueblo le rogaba, envió parte de su caballería al alcance de Juan; no pudiendo alcan­zarle, porque antes que éstos llegasen él ya se había recogido dentro de Jerusalén; pero todavía mataron dos mil de los que huían, y tomaron pocas menos de tres mil mujeres y niños, y trajéronselas consigo.

Pesaba mucho a Tito, y sentía en gran manera no haber luego dado el castigo a Juan, según merecía; y aunque estaba muy airado, por ver sus esperanzas burladas, pensó que le ven­gaba la muchedumbre de gente que había sido muerta y los que habían sido traídos cautivos: así entró con gran furor dentro de la ciudad, y mandando a los soldados rompiesen parte de los muros, con amenazas castigaba a los revolvedores de la ciudad, antes que con darles la muerte, porque creía que muchos habían de fingir acusaciones sin culpa ni causa, por el odio que entre sí muchos se tenían; y tenía por mejor dejar sin castigo al culpado, que matar al que no tenía culpa.

Pensaba también que el culpado sería en adelante más honesto y remirado en sus cosas, o por miedo que fuese cas­tigado, o por avergonzarse de lo que hasta allí había cometido; pero la pena que se daba a los que sin causa morían, no podía ser pagada de alguna manera, ni corregida. Puso guarnición a la ciudad, que tuviese cargo de castigar a los que estudiaban en levantar novedades, y para confirmar en su propósito a los que querían la paz, pues los había de dejar allí.

De esta manera, pues, fué tomada y destruida toda Galilea, después de haber dado tanto trabajo a los romanos.

Capitulo V. En el cual se comienza a contar el principia de la destrucción de Jerusalén.

Derramado estaba todo el pueblo de Jerusalén con la venida de Juan; y mucha gente, junta con cada uno de los que habían huido, preguntaban todos cómo les había ido por fuera, y qué matanza había sido hecha. Apenas podían ellos todos resollar, de lo cual se podía harto claramente entender la necesidad que habían padecido; pero aun en sus males esta­ban soberbios, y decían que no los había forzado la fuerza de los romanos, antes habían venido de voluntad propia, por poder pelear con ellos de lugar que fuese más seguro: porque cosa era de hombres mal considerados, inútiles y desproveídos de consejo, ponerse en peligro por unos lugares o ciudades pequeñas, conviniendo tomar las armas con esfuerzo por la ciudad principal y guardarlas para esto; y descubriendo la des­trucción de los de Giscala, descubrieron también haber sido huida la partida honesta que decían ellos de Giscala.Oyendo lo que aquel pueblo cautivo había sufrido y pade­cido tristemente, estaban todos muy perturbados; pensaban ser esto gran argumento para creer la destrucción de ellos mismos. No se avergonzaba Juan por causa de aquellos que había de­jado huyendo; antes, yendo por todas partes, incitaba a todos a la guerra, trayéndoles delante la flaqueza de los enemigos, y levantando las propias fuerzas, y con esta cavilación y en­gaño engañaban a los simples que no sabían algo en las cosas de la guerra, diciendo que aunque los romanos volasen, no podrían jamás entrar dentro de los muros, por haber sufrido tanto daño en tomar las ciudades y villas de Galilea, y que todos los ingenios y máquinas que tenían de guerra, estaban ya gastados en derribar los muros.

Con estas palabras corrompía gran parte de los mancebos; pero ninguno había de los viejos ni de los prudentes que no llorase ya la ciudad como perdida, juzgando bien lo que había de suceder. De esta manera, pues, estaba todo el pueblo con­fuso: la compañía de los labradores y gente rústica, vecina de Jerusalén, antes de la revuelta y sedición que en Jerusalén se levantó, comenzó a discordar y a mover riñas entre sí.

Tito había venido de Giscala a Cesárea, y Vespasiano, par­tiendo para Jamnia y Azoto, tomó entrambas ciudades, y po­niendo guarnición en ellas, volvíase, trayendo consigo gran parte de aquellos que se habían juntado con él por amistad y concierto. Todas las ciudades estaban revueltas con guerra que entre sí tenían, y las horas que los romanos aflojaban contra ellas su fuerza, ellos mismos se mataban los unos a los otros, teniendo grande y cruel contienda entre sí los que deseaban la paz y los que amaban la guerra y la procuraban; y esta discordia encendíase luego dentro de las casas, y después los más amigos del pueblo estaban discordes, y cada uno se jun­taba con su parcialidad y con los que querían defender: así estaba todo el pueblo dividido en ayuntamientos, y se rebe­laban.

Había, pues, grandes disensiones entre todos: los que de­seaban revueltas y las armas, eran más mancebos y más atre­vidos que los viejos y que aquellos que procuraban la paz. Los naturales, pues, comenzaron a robar e iban haciendo latrocinios a manadas por toda aquella tierra de tal manera, que en lo que toca a la crueldad e injusticia no diferían de los romanos; y los que eran en esto destruidos, mucho más deseaban la muerte por manos de los romanos, porque les parecía ser mu­cho menos que lo que de sus naturales sufrían. Los que estaban de guarnición en la misma ciudad, parte por no fatigarse, y parte también por tener esta nación muy aborrecida, no ayu­daban en algo, o en muy poco, a los que eran maltratados; hasta que, juntándose las compañías de aquellos robos y los príncipes de latrocinios tan grandes, y haciendo todos juntos un encuadrón, entraron por fuerza en Jerusalén.

Esta ciudad no era regida por alguno particularmente: acogía, según la costumbre de la patria, a todos los que qui­siesen morar en ella. Pensaban los naturales, viendo entrar tanta gente, que todos venían, por la benevolencia y amor que les tenían, a ayudarlos. Esto castigó después a la ciudad, y le fué muy gran trabajo, sin discordia ni disensión alguna, por haber acogido gente inútil y sin provecho, la cual se comió los man­tenimientos que hubieran bastado para los hombres de guerra; y con ellos, además de la guerra, ganó hambre, mayor sedición v revuelta; y algunos otros ladrones que entraron también por aquellos lugarejos y campos, juntándose con los que dentro hallaban, que eran más crueles, no dejaban de cometer toda maldad por cruel y por grande que fuese.

No se contentaba el atrevimiento de éstos con robar y des­nudar los hombres; pero aun se alargaban a matar, no escon­didamente ni de noche, ni a gente particular o cualquiera, antes a los más nobles. Primero prendieron a Antipa, varón del linaje real, y ciudadano tan poderoso, que le habían sido encomendados los tesoros públicos. Después de éste, a cierto Lenia, varón muy señalado, y a Sofa, hijo de Raguel, ambos de familia real, y más todos los que parecían ser más nobles que los otros.

Estaba el pueblo en gran manera may amedrentado, y cada uno procuraba su salud, no menos que si la ciudad fuera ya tomada por los enemigos. Estos, con todo, no se contentaron con tener aquella gente en la cárcel y muy cerrada, ni pen­saban serles cosa segura tener cerrados varones tan poderosos, porque veían que muchos hombres entraban y salían en las casas de éstos y que eran muy visitados, por lo cual fácilmente podían ser vengados; y por otra parte, por ventura el pueblo se levantaría, movido por maldad tan grande.

Enviaron, pues, con determinación de matarles, a cierto Juan, hombre de la compañía de ellos, muy pronto para dar muerte a todos, el cual en la lengua de la patria se llamaba hijo de Dorcades; y juntándose con él otros diez muy bien armados, le siguieron hasta la cárcel, y mataron a cuantos ha­llaron. Dieron por excusa de maldad tan grande, que habían concertado entregar la ciudad a los romanos; y que habían muerto a los que eran traidores contra la libertad de todos, honrándose y gloriándose con su atrevimiento, como si hubie­sen guardado y defendido la ciudad.

Vino el pueblo a sujetarse tanto y a tanto amedrentarse, y vinieron éstos a tanto ensoberbecerse, que estaba en mano de ellos la elección del pontífice. Dejando, pues, las familias de quienes eran los pontífices sucesores criados y elegidos, hacían nuevos, que ni eran nobles, ni eran tampoco conocidos, por tener compañeros de sus maldades: por que los que habían alcanzado mayores honras y dignidades de lo que merecían necesariamente, obedeciesen a los mismos que se les habían dado; y con palabras y ficciones engañaban a los que podían prohibirles, cometiendo de esta manera cualquier maldad, hasta que, hartos ya de perseguir a los hombres, quisieron injuriar a Dios, y comenzaron a entrar con sus pies sucios y dañados en el lugar que les era prohibido.

Levantado el pueblo contra ellos, por autoridad de Anano, el mayor de los pontífices en el tiempo, es a saber, el primero y el más sabio, y el que por ventura conservara la ciudad, si pudiera huir o librarse de los que tanto le acechaban, del tem­plo y de la casa de Dios hicieron castillo y fuerte para defen­derse contra el pueblo, y así les era éste como habitación y casa adonde se recogían aquellos tiranos.

Mezclábase con estos males tan grandes otro engaño que movía mayor dolor que todo lo hecho. Quisieron tentar el miedo que el pueblo tenía y probar sus fuerzas; y para hacer esto, trabajaron en elegir pontífices por suertes, cuando, según arriba dijimos, era esta dignidad por sucesión y linaje. Para este engaño echaban por argumento la antigua costumbre, diciendo que antiguamente se solía dar por suertes esta dig­nidad; pero a la verdad, era solamente destruir la ley más firme y más recibida, por causa de aquellos que se tomaban licencia para poder señalar los magistrados y dar aquellos oficios a quien querían.

Juntándose, pues, una de las tribus consagradas, la cual se llama Eniachin, echaban suerte en quién sería pontífice: cayó por caso la suerte en un hombre, por cuyo medio mostraron todos la maldad grande que en el corazón tenían; llamábase Fanie, era hijo de Samuel, natural de un lugar llamado Aftha­go, el cual no solamente no era del linaje de los pontífices, pero que ni aun sabía qué cosa fuese ser pontífice: tan rústico y grosero era. Haciéndolo, pues, venir a pesar suyo de sus campos, hiciéronle representar otra cosa de lo que solía, no menos que suele hacerse en las farsas: y así, vistiéndolo con las vestiduras de pontífice, presto trabajaron en mostrarle lo que debía hacer, y pensaban que era cosa de burlas y juego tan gran maldad.

Todos los otros sacerdotes miraban de lejos; y viendo que se burlaban de la ley, apenas podían detener las lágrimas y gemían entre sí todos, por ver que la honra de sus sacerdocios y sagradas cosas fuese tan escarnecida y burlada.

No pudo sufrir el pueblo tan grande atrevimiento, antes todos procuraban desechar y quitarse de encima tan gran tira­nía: porque los que se mostraban tener alguna excelencia más que los otros, Gorión, hijo de Josefo, y Simeón, hijo de Gama­liel, tomando a cada uno particularmente, y tomándolos a todos juntos, les amonestaban con muchos consejos y razonamientos que les hacían, que tomasen ya venganza de aquellos que les quitaban la libertad, y que se diesen prisa por echar hombres tan malos del santo lugar, y trabajasen para limpiarlo. Los pontífices que estaban entre ellos muy abonados, Gamala, hijo de Jesús, y Anano, hijo de Anano, movían el pueblo en sus ayuntamientos contra los zelotes, reprendiendo la flojedad que todos mostraban. Este nombre habían tomado estos revolve­dores de la ciudad, como queriendo decirse celosos de la liber­tad y profesiones buenas, y no hombres más malos que la misma maldad.

Juntado ya todo el pueblo para oír el razonamiento, esta­ban todos muy enojados viendo el templo y las cosas sagradas ocupadas, las rapiñas, hurtos y muertes que se hacían; pero no se veían aún bastantes para tomar venganza, por tener a los zelotes, y era así a la verdad, por muy inexpugnables.

Estando en medio de ellos Anano, y mirando muchas veces sus leyes, dijo con los ojos llenos de lágrimas: "Más razón sería que yo muriese antes de ver cosas tan malas y nefandas en la casa de Dios, y antes que ver los lugares santos y secretos, tan frecuentados por pies de hombres malos; pero aun vivo yo vestido con vestidura sacerdotal, tengo y poseo el nombre y oficio de los nombres santos y venerables; aun me detiene el amor de mi vida, sin que sufra por mi vejez la muerte que me sería gloriosa. Sólo, pues, yo iré y daré mi ánima, ofreciéndola a Dios como en soledad. ¿Qué cumple vivir entre un pueblo que no siente su propio daño, ni el estrago que se le hace; y entre hombres de los cuales no hay alguno que ose prohibir tantos males como al presente pade­cemos? Sufrís ser desnudados, y siendo azotados cerráis vues­tras bocas, y no hay alguno que llore ni dé algún gemido por los que han sido muertos. ¡Oh señoría muy amarga! ¿Qué me he de quejar de los tiranos? ¿Por ventura no han sido levan­tados y criados con vuestro propio poder? ¿Por ventura no habéis vosotros acrecentado el número de ellos, pues siendo en tiempo que los podíais corregir y menospreciar, por ser ellos pocos, los quisisteis sufrir? ¿Y habéis vuelto las armas de ellos contra vosotros, cuando convenía quebrantarles las fuerzas al principio, cuando injuriaban a vuestros propios parientes y cercanos? Menospreciando vosotros a los culpados, los habéis movido e incitado a robar, no teniendo cuenta con las casas que ellos destruían. Prendían a los principales, llevábanlos presos delante de vuestros ojos, y ninguno les ayudaba. Pues vosotros los entregasteis, ellos los encarcelaron, no quiero decir quiénes fueron ni cuáles; pero digo que, viéndolos sin ser acusados y sin ser condenados, estando en la cárcel, ninguno les ayudó. ¿Pues qué otra cosa faltaba sino sólo verlos degollar y despedazar públicamente? También hemos visto que, siendo sacados como del rebaño de los otros los principales para ser sacrificados y muertos, ninguno dió una sola voz, pero ni aun alzó la mano. ¿Sufriréis, pues,, sufriréis vosotros ser las cosas sagradas pisadas y puestas debajo de los pies? Y habiendo per­mitido que hombres tan malos se atreviesen a toda maldad, ¿os avergonzáis ahora de verlos tan altos y tan acatados? Ciertamente, ahora algo más adelante pasaría el atrevimiento de ellos, si veían algo que poder destruir. Tienen ellos ahora la parte más fuerte de la ciudad y más proveída de toda cosa, solíase llamar templo; pero a la verdad ahora no es sino una torre fuerte o un castillo. Viendo, pues, tan gran tiranía levan­tada y armada contra vosotros, y viendo sobre las cabezas ya los enemigos, ¿qué cosa pensáis, o qué determináis hacer? ¿Aguardáis por ventura a los romanos que os ayuden a librar vuestras cosas? Así van, pues, las cosas de nuestra ciudad, y hemos llegado ya a tan mal punto, que nos convenga que nues­tros enemigos se compadezcan de nosotros. ¿No os levantaréis, pues, oh miserables, y vistas y consideradas vuestras llagas, porque las fieras bestias esto hacen, no iréis a tomar venganza de los que os han hecho tanto daño? ¿No se acordará cada uno de las muertes que le han sido hechas, y poniéndose de­lante de los ojos lo que cada uno ha sufrido, no será parte para moveros a procurar nuestra venganza?

"Creo ciertamente, si no me engaño, que pereció entre vosotros la cosa que debe ser más amada y más deseada por ser la más natural; es a saber, la libertad: somos ahora amigos de servidumbre, y nos hemos acostumbrado a estar sujetos a señores. Ellos, pues, han sufrido muchas guerras y muy gran­des por sólo vivir en su libertad, por no someterse a la sujeción y mando de los egipcios ni de los medos, y por no hacer lo que éstos les mandaban. Mas ¿qué necesidad hay que me alargue en hablar de nuestros antepasados? Esta misma guerra que tenemos ahora con los romanos, no quiero decir si nos es cómoda y provechosa, ni si nos es dañosa; ¿qué otra causa la mueve sino sola la libertad? Pues no pudiendo sufrir que sean señores de nosotros los que lo son de todo el mundo, ¿hemos de sufrir la tiranía de nuestra propia gente? Los que obedecen a señores extraños, culpan a la fortuna, por cuya injuria han sido vencidos; pero dejar señorear los malos entre los propios naturales, es cosa muy abatida, y es cosa de hombres que desean estar en servidumbre.

"Pues hemos hecho mención de los romanos, no quiero encubriros lo que estando hablando con vosotros se ha hecho, y me ha turbado algún poco; porque aunque seamos presos por éstos (guárdenos Dios de ello), no podemos experimentar lo más crueles que han sido contra nosotros nuestros naturales. ¿De qué manera queréis que no llore, viendo en el templo dones de los romanos, y viendo robos de los naturales que nos han robado la nobleza de esta ciudad, que era la mayor de todas, y más rica, y ver despedazados y muertos tales varones, a los cuales los romanos mismos, aunque salieran vencedores, les obedecían?

"Los romanos no osaron jamás pasar los límites, ni entrar en los lugares nuestros secretos, no osaron violar nuestras cos­tumbres, antes de lejos se amedrentaban sólo en mirar nuestros santuarios, y algunos de nuestros naturales, nacidos entre nos­otros, criados con nuestras leyes y costumbres y con el mismo nombre de judíos, se pasean por medio de los lugares santos, que a ellos les son prohibidos, con las manos calientes aun de las muertes de sus mismos naturales. ¿Quién, pues, temerá la guerra de los extranjeros, si considerase la de los mismos ciudadanos naturales? Mucho más justamente se han con nos­otros nuestras enemigos: porque si debemos acomodar los vocablos propiamente según son las cosas, por ventura se hallará que los romanos han sido conservadores de nuestras leyes, y los enemigos de ellas son los nuestros naturales; pero cierta cosa es que no se puede pensar castigo tan grande, cuanto merecen las maldades de éstos.

"Lo mismo sé que tenéis persuadido vosotros, sin que yo de ello hablase, y que estáis todos movidos contra ellos por las cosas que de ellos habéis sufrido: y puede ser que los más teméis la grande audacia y fuerza de éstos, parte por ser mu­chos, y parte también por verlos en el lugar alto; pero como estas cosas han sucedido por negligencia vuestra, así también más se valdrán de ella, si nos detenemos y no trabajamos de resistirles. El número les crece cada día más, porque no hay bellaco que no busque su semejante; levántales también mayor atrevimiento ver que no les han hecho hasta ahora ningún impedimento ni resistencia, y servirse han cierto del lugar que tienen con toda provisión y aparejo, si no proveemos y si les dejáremos tiempo para ello.

"Si comenzamos a resistirles e ir contra ellos, cierto humi­llaránse, porque sus propias conciencias, y pensar la maldad grande que hacen, les hará perder lo que por causa de tener el lugar más alto han ganado. Podrá también ser que la Divina Majestad de Dios, viéndose menospreciada por ellos, convertirá contra ellos mismos las armas que contra nosotros tienen, y con sus mismos dardos y saetas, ellos serán muertos: para que sean vencidos, basta que nos vean, aunque también es cosa muy digna que si hay algún peligro, muramos por defender las cosas nuestras sagradas, y si no por nuestras propias mujeres e hijos, aventuremos nuestras vidas a lo menos por Dios y por sus cosas: serviré yo en ello con mi parecer y con mis fuerzas, y no os faltará consejo ni cosa alguna para provisión y guarda vuestra, y no veréis que yo me excuse de algún trabajo."

Con estas cosas levantaba y amonestaba Anano al pueblo contra los que arriba dijimos zelotes, no porque no supiese ser casi imposible vencerlos por el gran número y muchedum­bre que se había juntado, sino por ver la juventud y perti­nacia de sus ánimos, y mucho más por saber lo que cometían, porque no confiaban alcanzar perdón jamás de los pecados hasta entonces cometidos; pero todavía quería antes sufrir cualquier cosa, que dejar a su república en tanta necesidad y aprieto. El pueblo lo esforzaba contra aquéllos, y daba prisa en querer venir contra los que Anano había rogado, y todos estaban muy prontos para sufrir todo peligro; pero estando Anano ocupado en apartar y escoger los más aptos e idóneos para la guerra, sabiendo los zelotes lo que éste determinaba, porque tenían ya espías puestos, que todo se lo hacían saber, vinieron contra el pontífice, unas veces escondidamente, y otras en compañía, todos juntos salieron contra él, y no per­donaban a cuantos podían encontrar.

En seguida juntó Anano el pueblo, cuyo número era mayor, pero en las armas no eran menores los zelotes, y la alegría suplía por cada parte lo que le faltaba: los ciudadanos habían tomado mayor ira con las armas, y los que habían salido del templo tenían mayor audacia y más grande atrevimiento que cuantos había, porque pensaban no poder vivir en la ciudad si no quitaban la vida a cuantos zelotes había; y éstos, por otra parte, pensaban que si no eran vencedores no podían dejar de recibir todo castigo de manos del pueblo.

Trabóse, pues, entre éstos la pelea, obedeciendo todos a la ira y movimiento de sus ánimos como a capitán; al prin­cipio comenzaron a tirar piedras algo lejos delante del templo, los unos contra los otros, y si algunos huían, los vencedores entonces con sus espadas los perseguían, y como los heridos de ambas partes fuesen muchos, las muertes eran también muchas. Los del pueblo, cuando caían, eran llevados a sus casas por su gente; pero cualquiera de los zelotes que fuese herido, subíase al templo y mojaba la tierra y el suelo con­sagrado con su sangre, de tal manera, que podría bien decir alguno haber sido la religión violada con sola la sangre de éstos; los ladrones podían siempre más en sus corridas, pero los del pueblo, tomando gran ira contra ellos, y acrecentándose­les más el número, reprendiendo a los perezosos y cobardes, y a los que los seguían, forzábanles a pelear sin dejarles lugar ni ocasión para recogerse, y de esta manera movieron a todos a que, peleasen.

Ibanse recogiendo en este tiempo, no pudiendo los enemi­gos sufrir ya la fuerza, hacia el templo; pero Anano, con sus compañeros, dió en ellos, de lo cual sucedió, que aquéllos se amedrentaron que estaban por el cerco de fuera, por lo cual, recogidos huyendo dentro el muro interior, cerraron oportu­namente las puertas. No estaba contento Anano, ni le parecía bien hacer fuerza alguna contra las puertas del templo sagra­do, estando también los enemigos por encima tirando muchas saetas, y pensaba ser cosa ilícita y muy nefasta, aunque cier­tamente fuese vencedor, hacer que su pueblo entrase dentro sin proveerse según costumbre. De toda aquella gente que con él tenía, escogió seis mil hombres muy bien armados, y pú­solos que guardasen las puertas y entradas de las calles; puso otros que después les sucediesen en la guarda; pero los prin­cipales escogieron muchos de los más honestos y más hombres de bien, y éstos buscaron gente pobre para ponerla en guar­nición, dándole sueldo. Sobrevino entre éstos Juan, el que dijimos arriba haber huido de Giscala, el cual los echó a perder a todos y los hizo morir; porque éste, lleno de engaños, y con el deseo que tenía tan grande de mandar y ser señor de todos, estaba acechando ya mucho había al bien común. Fingiendo éste que era del mismo parecer del pueblo, juntábase con Anano, tanto en el tomar consejo entre día con la gente prin­cipal, como de noche, entretanto que daba vista por todas las guarniciones. Este hacía saber a los zelotes todos los secretos de Anano, y cuanto el pueblo determinaba, en la hora, por causa y medio de éste, los enemigos lo sabían. Lisonjeaba en gran manera a Anano y a todos los principales del pueblo, pro­curando no venir ni caer en alguna sospecha; pero esta honra al contrario se entendía, porque por la variedad de sus lisonjas sospechaban de él mucho, y también por ver que se metía en todo, aunque no lo llamasen, era tenido por traidor y descubridor de los secretos que entre sí trataban.

Veía Anano claramente que todos sus consejos y cuanto se trataba entre él y los suyos era sabido por los enemigos, y lo que Juan hacía daba claramente testimonio de sus traiciones; mas no era cosa fácil echarlo de entre ellos, ni aun era po­sible, porque podía mucho su malicia y maldad; y además de esto, no le faltaba favor de muchos nobles que entraban en los consejos. Parecióles, pues, por tanto, pedirle y hacer juramento por confirmación de su amistad y benevolencia; no dudando él en hacerlo, juró que sería muy fiel y guardaría toda lealtad con el pueblo, y que no descubriría a los ene­migos hechos ni consejos algunos de los que entre ellos se tratasen, y que juntamente con su consejo, con su fuerza y vida, trabajaría en echar y resistir a los rebeldes. Creyéndolo, pues, Anano y sus compañeros, después de su juramento re­cibíanlo en todos sus consejos, y luego enviáronlo ellos mismos por embajador a los zelotes, porque tenían gran cuidado que por culpa propia de ellos no se ensuciase el templo con la sangre, ni se contaminase, si alguno de los judíos perecía allí dentro.

Éste, como que no hubiera hecho aquel juramento sino por los zelotes, entrando a hablarles, púsose en medio de ellos y dijo que muchas veces había estado por causa de ellos en gran peligro, por que no ignorasen lo que secretamente tra­taban entre sí Anano y sus compañeros; y que ahora se había de poner en un trabajo muy grande, juntamente con ellos, si presto no era divinamente socorrido; porque Anano venía con gran prisa, y había persuadido al pueblo que enviase emba­jadores a Vespasiano que se diese prisa en venir a tomar la ciudad; que para el día siguiente estaba concertado cierto alarde; que entrando con ocasión de hacer lo que a su religión debían, habían de pelear por fuerza con todos, y que él no sabía ni alcanzaba hasta cuándo habían de sufrir el cerco, o cuándo ni de qué manera habían de pelear con aquella mu­chedumbre, siendo ellos tan pocos. Añadía además de esto, que él había sido enviado, como por divina providencia, con la embajada de quererse pasar como amigos, porque Anano quería con esta esperanza cebarlos y súbitamente acometer­los, sin que tal pensasen; y que por tanto convenía, si alguno determinaba deberse guardar la vida, o rendirse a los que los cercaban, o pedir algún socorro por defuera; y que ios que tenían esperanza, si acaso eran vencidos, de ser perdonados, él los tenía por olvidados de su atrevimiento si pensaban también haber de hallar toda amistad con aquellos contra quienes habían hecho y cometido tantas cosas; porque el arrepentimiento, por grande que sea, siempre suele ser aborrecido en aquellos prin­cipalmente de quien se ha recibido daño alguno, y la ira se encrudecía en los que habían sido enojados, con la licencia y poder que alcanzaban contra ellos. Díjoles también que los parientes y deudos de los que ellos mismos habían muerto, les estaban ya encima, y todo el pueblo muy airado por ver sus leyes quebrantadas, entre los cuales, aunque hubiese al­gunos que los recibiesen con amistad y misericordia, todavía había de poder más la ira y furor de la mayor parte. Estas cosas, pues, trataba Juan, contrarias de las a que había sido enviado, amedrentando a todos los que allí dentro estaban, y no osaba mostrarles ni descubrirles la ayuda y socorro de los defuera que les había señalado, diciéndolo por los idumeos, y para mover los príncipes y capitantes de los zelotes, particu­larmente argüía a Anano, y decía que era muy cruel, mos­trando y confirmando cuantas amenazas les hacía.

Capítulo VI. De la venida de los idumeos en socorro de los de Jerusalén, y de lo que hicieran.

Estaba allí Eleazar, hijo de Simón, el cual, además de muchos otros, era hombre de muy buen consejo y sabía muy bien ejecutar lo que determinaba, y Zacarías, hijo de Anficalo, ambos del linaje de los sacerdotes. Habiende sabido éstos, ade­más de lo que comúnmente se decía, lo que particularmente habían amenazado, y que por hacerse Anano poderoso él y su parte, habían llamado a los romanos que los socorriesen, porque entre las mentiras de Juan ésta era una, dudaban mucho lo que mejormente harían, apretados con el tiempo que tenían tan corto. Veían el pueblo no menos pronto para pelear con ellos que ellos mismos, y que les había sido quitada la libertad de llamar o enviar por algún socorro, con la diligencia que los enemigos habían hecho en poner en ello guar­das; todavía quisieron llamar a los idumeos que los ayudasen, y escribiéndoles una breve carta, diciendo la mayor parte de lo que querían a los mensajeros de palabra, hiciéronles saber cómo Anano quería entregar la Metrópoli, que era la ciudad principal, a los romanos, y que ellos estaban encerrados en el templo por haber discordado con ellos, por defender la libertad, y que no confiaban vivir mucho tiempo, según lo poco que Anano les prometía; por lo cual decían que si no les socorrían presto, todos se entregarían en manos de Anano y de los enemigos, y la ciudad también sería presto entregada a los romanos.

Para llevar esta embajada escogieron dos varones esfor­zados, muy elocuentes en el hablar, bastantes para persuadir toda cosa que quisiesen y lo que más provechoso era en ne­gocios semejantes, muy diligentes en hacer su camino. Tenían ellos por cierto que los idumeos les habían de obedecer y ayu­darles luego, sabiendo que era gente muy amiga de revueltas y fiera, y sabiendo también que se alegraban con toda muta­ción; que por pocos ruegos que les hiciesen estaban prontos para la guerra, y que venían tan de voluntad a ella, como a ver alguna fiesta muy solemne.

Dijeron a sus mensajeros que se fuesen muy diligentes, y ellos estaban por ello con toda alegría: ambos se llamaban Ananías.

Venido habían ya delante los regidores de Idumea, los cuales, viendo la carta y lo que por los embajadores les de­mandaban, comenzaron todos como furiosos a convocar la gente, a armarse y pregonar la guerra; apenas fué dicho, la gente estuvo junta, y todos tomaron armas por defender la Metrópoli; es a saber, la ciudad principal de Judea y su li­bertad. Habiéndose, pues, juntado casi veinte mil hombres, con cuatro capitanes, llegaron a Jerusalén. Fueron éstos Juan y Diego, hijos de Sosa, Simón de Gathla y Finea, hijo de Clusoth.

No supo Anano ni sus guardas la partida de estos embaja­dores; pero bien supieron el ímpetu de los judíos; porque entendiéndolo antes, cerróles las puertas y puso guardas a los muros; pero no los pareció pelear con éstos, sino persuadirles con palabras la paz y la concordia general. Estando, pues, Jesús en una torre contraria, el cual era el pontífice más antiguo de todos, excepto Anano, dijo:

"Entre muchas revueltas que esta ciudad ha tenido, de cosa ninguna nos debemos maravillar de la fortuna, tanto como de ésta, que es ver que aun a los malos ayuda lo que no confían.

"Vosotros habéis venido para ayuda y socorro de los hom­bres más perdidos del mundo, contra nosotros, con tanta ale­gría, cuanta os conviniera venir contra los más bárbaros del universo, aunque toda la república os llamara; y si viese cierta­mente que vuestra venida era semejante al ánimo que tienen los que os han rogado que vinieseis, no dudaría en decir que era vuestra fuerza e ímpetu loco y sin razón.

"Porque yo os hago saber que no hay cosa en el mundo que tanto conserve la concordia entre los hombres, como es la semejanza en las costumbres. Ahora, pues, éstas, si quere­mos mirar a cada uno por sí, hallaremos que son dignos de mil muertes; porque después que han usado de su muy so­brado atrevimiento en todos los lugares y ciudades, comiendo con su demasiada lujuria sus patrimonios, y siendo la más civil gente del pueblo, más rústica y más apocada, se han entrado escondidamente en la ciudad sagrada como ladrones, y han ensuciado el suelo sagrado con maldades muchas y muy grandes; y los veréis fácilmente beodos de vino entre las cosas que tenemos por sagradas, y consumen los despojos de los muertos con la codicia insaciable de sus vientres. Pues la mu­chedumbre de vuestra gente, y tantas armas, no vienen de otra manera que viniera si por dicha la ciudad y consejo os pidiera socorro contra los extranjeros; que podrá, pues, decir alguno: Qué es esto sino injurias grandes de la fortuna?, viendo que os juntáis por favorecer a gente tan dañada, y para ello juntáis las armas todas de vuestra nación.

"Mucho ha que no puedo hallar cuál haya sido la causa por la cual os habéis movido tan de rebato: porque bien creo no ha podido ser pequeña, pues habéis todos tomado armas para venir contra el pueblo, que os ha sido siempre muy amigo, en favor de tales ladrones. Pues qué, ¿habéis oído, por ventura, algo de los romanos, o de alguna traición? Algunos de los vuestros lo decían ahora, y se enojaban poco ha, diciendo que habían venido por librar la ciudad; nos hemos maravillado ciertamente, además de muchas otras cosas, por saber tan gran maldad; porque contra los hombres que naturalmente aman la libertad y están aparejados a pelear con los extranje­ros enemigos, por defenderla, no os podíais levantar vosotros con tanta fiereza, si no os hubieran mentido muy falsamente, y dicho que la queríamos entregar a los romanos; pero debéis considerar vosotros quiénes son nuestros acusadores, y sacar la verdad no de las mentiras de éstos, sino juzgarla por el estado de las cosas de todos en común.

"¿Por qué razón o causa nos habíamos de entregar ahora a los romanos, pues desde el principio podíamos o no rebe­larnos contra ellos, o ya que nos habíamos rebelado, presto podíamos tornar en amistad, antes que permitir que toda esta comarca fuese destruída? Porque aunque quisiésemos, ya no nos es posible pasarnos a ellos, habiéndose ellos ensoberbe­cido con haber sujetado y destruído a toda Galilea, y también porque más feo nos sería que la muerte, querer amansarlos ahora que se acercan.

"Yo, cuanto a lo que a mí me toca, en más tengo y mucho más querría la paz que la muerte; pero habiéndose ya una vez puesto en la guerra, después de dada ya la batalla, mucho más precio morir gloriosamente, que vivir cautivo en miseria.

"Pero dicen que nosotros hemos enviado, como principales entre todo el pueblo secretamente alguno, a los romanos, o que también fué hecho por consentimiento común de todo el pue­blo. Dígannos, pues: ¿qué amigos hemos enviado, qué criados han sido ministros de la traición que nos levantan? ¿Por ven­tura prendieron ellos alguno, o yendo, o viniendo, o han al­canzado algunas cartas nuestras? ¿Cómo, pues, nos podíamos esconder de tantos ciudadanos tratando con ellos siempre y todas las horas del día? Siendo concierto de pocos, y aun estando esos cerrados en el templo, porque no pudiesen salir a lo público de la ciudad, ¿cómo pudieron saber lo que fuera de la ciudad secretamente se trataba? ¿Por ventura hanlo sa­bido ahora, cuando han de ser castigados por sus atrevimientos?

"Entretanto que estuvieron sin temor, no pensaban que alguno de nosotros fuese traidor. Si echan la culpa de esto al pueblo, consejo se tuvo público sobre ello; todos fueron presentes en este ayuntamiento, por lo cual más manifiesta corriera la fama como mensajero presto. ¿Pues qué necesidad había de enviar embajadores para ello, teniendo determinado ciertamente entregarnos a ellos? Digan quién fué señalado para tal embajada. Pero excusas son éstas de los que mala­mente han de perecer, y de los que trabajan por excusarse de la pena que les está muy cerca. Y si estaba ya ordenado, por acaso, que hubiésemos de entregar la ciudad, también pienso que lo hicieran los mismos que nos acusan, a cuyo atrevimien­to no le falta sino el mal de traición solamente.

"Conviene, pues que vosotros ya estáis juntados con las armas, ayudéis a vuestra ciudad principal, lo cual es cosa muy justa, y trabajéis en echar por tierra, juntamente con nosotros, a estos tiranos, que han quebrantado todos nuestros derechos; y menospreciando las leyes, han querido sujetarlas a sus pies con la fiereza de sus armas: prendieron a los varones nobles, sin ser acusados, de miedo de la ciudad, y pusiéronlos en cár­celes muy injustamente; y después, sin doblarse ni perder su fuerza con los ruegos y consejos que les daban, los mandaron matar.

"Lícito os será a vosotros, entrando en esta ciudad no como hombres de guerra, ver señal de esto que digo claramen­te, y ver las casas desoladas y destruidas con los robos: las mujeres de los muertos, parientes y familia, todos llenos de luto; oiréis los gemidos y llantos que hay por toda la ciudad, porque no hay alguno que no haya sufrido algo de la perse­cución de estos impíos y perversos. Los cuales se han atre­vido a tanta locura, que han mostrado el atrevimiento de la­drones, no sólo en los lugares y ciudades extranjeras, sino en ésta, que es la principal y cabeza de toda Judea y de toda nuestra gente; pero aun también lo que de la ciudad misma robaban, lo pasaban al templo: éste habían escogido para reco­gerse; aquí se confiscaba lo que de nosotros y contra nos­otros malamente ganaban; y el lugar venerable a todo el uni­verso, honrado por todos cuantos extranjeros de los fines del mundo venían sólo por verlo, es ahora pisado y destruído por los malos que entre nosotros mismos son nacidos.

"Gózanse en vernos, ya desesperados, cómo un pueblo se levanta contra el otro, y una ciudad contra otra, y en ver que los extranjeros tienen cabida y entrada tan fácil en sus propias cosas, debiendo vosotros, según dije que sería lo mejor y más conveniente a todos, dar muerte, con nosotros junta­mente, a los que tanto daño causan, y tomar venganza de tan gran engaño, que se han atrevido a pedir y tomar socorro de vosotros, a los cuales debían todos temer como vengadores de tan gran maldad.

"Si pensáis, por ventura, que los ruegos de tales hombres deben ser tenidos en mucho y reverenciados, lícito os es entrar en la ciudad con hábito de amigos y parientes, dejando las armas a una parte, y ser jueces de nuestras discordias, como medios entre los enemigos y nosotros, aunque debéis pensar el provecho que podrán traer, pues han de hablar delante de vosotros de pecados y culpas tan manifiestos y tan grandes, los que no han querido permitir que los que no eran acusa­dos hablasen una palabra. Alcancen ahora esta gracia con vuestra venida.

"Si no queréis enojaros con nosotros, ni ser de nuestra parte, queda, pues, que seáis lo tercero: es a saber, que dejando entrambas partes, no ayudéis a nuestra matanza, ni quedéis con los que acechan a la salud de la ciudad; porque aunque pensáis que alguno de nosotros ha hablado con los romanos, li­cencia tenéis de mirar todo el camino, y defender entonces vuestra ciudad, cuando algo tal hallarais de lo que hemos sido acúsados, y tomar venganza de los que nos han calumnia­do, hallando no ser así. No os amenazan los enemigos teniendo vuestros asientos cerca de la ciudad.

"Si nada de esto os agrada ni os parece razonable, no os maravilléis que os hayan cerrado las puertas, entretanto que estuviereis con las armas."

Estas cosas estaba hablando Jesús. La muchedumbre de los idumeos no advertían todo esto, ardiendo con la ira, por no haberles sido lícito entrar como querían; y los capitanes entre sí se enojaban por lo que tocaba a dejar las armas, pen­sando y teniéndose por no menos que cautivos si, por man­darlo algunos de ellos, las dejaban.

Uno de los capitanes, llamado Simón, hijo de Cathla, cuando apenas estaban los suyos apaciaguados, poniéndose en un lugar adonde lo pudiesen fácilmente oír los pontífices, dijo:

"No me maravillo yo ya que los defensores de la libertad fuesen cercados y encerrados en el templo, habiendo cerrado la puerta que solía ser común antes a toda aquella gente, y estaban por ventura aparejados para recibir a los romanos con fiesta, y hablaban con los idumeos por las torres y por los muros, y les mandaban echar las armas que por la libertad han tomado; y no encomendando ni fiando de sus parientes y cercanos la guarda de la ciudad, quieren que sean jueces de sus discordias, y acusando a los otros de que han muerto a los ciudadanos sin culpa, afrentan y condenan con deshonra a toda la nación; y habéis ahora, finalmente, cerrado la ciudad a nuestros domésticos y amigos, que solía siempre estar abierta a todos los extranjeros por la religión. Gran prisa nos dábamos, ciertamente, en venir contra vosotros, y por hacer guerra con­tra los gentiles, habiéndonos dado prisa en ser aquí muy pres­to, por defender y guardar vuestra libertad. Yo pienso que los que cercáis os han dañado de la misma manera; y que vosotros ahora buscáis y andáis cogiendo sospechas semejantes contra ellos. Además de esto, tenéis presos dentro a los que defienden muestra ciudad, y tenéisla cerrada a todos los que os son muy adeudados en sangre y linaje, y decís que sufrís gran tiranía, mandándonos obedecer a mandamientos de tanta afrenta, y echáis a los otros el nombre siendo vosotros mismos los tiranos. ¿Quién, pues, sufrirá vuestro hablar tan engañoso, viendo la contradicción y repugnancia de las cosas? Porque echando vosotros de la ciudad a los idumeos, pues también nos prohibís las cosas sagradas que tenemos en nuestras tierras acostumbra­das, alguno podrá reprender buenamente a los que están pre­sos y detenidos en el templo: porque habiendo osado castigar a los traidores, que vosotros, por ser compañeros de vuestra maldad, llamáis varones nobles, no han comenzado el castigo por vosotros y por no haber cortado los miembros principales de esta gran traición.

"Pero sea así, que ellos hayan sido algo más flojos de lo que el caso requería, nosotros, que somos idumeos, guardare­mos la morada de Dios y pelearemos por el bien común de la patria, teniendo también cuenta en los que por defuera osaren armarnos algunas asechanzas, tomando de todos venganza como de enemigos nuestros. Quedaremos aquí armados en guarda y defensa de los muros hasta que, o los romanos, te­niendo cuenta con vosotros, os den la libertad que pedís, o hasta tanto que vosotros mismos mudéis de parecer recobrando el cuidado que debéis tener por vuestra libertad."

Capítulo VII. De la matanza de los judíos hecha por los idumeos.

  Dichas estas cosas, los idumeos todos con voz alta asintie­ron en ello, y Jesús se fué triste viendo que los idumeos no podían venir ni consentir en cosa alguna moderada y de razón, y viendo también que la ciudad estaba combatida por dos partes y por dos diversas gentes. La soberbia y ánimo le­vantado de los idumeos no podía reposarse, no pudiendo sufrir la injuria que les había sido hecha en haberles prohibido la entrada de la ciudad: y temiéndose que la fuerza de aquellos zelotes era muy firme y era muy grande, pesábales ya de haber venido, pues vieron no tener algo que pudiese ayudar­les; pero la vergüenza que tenían de volverse sin haber hecho cosa alguna, vencía su pesar. Puestos, pues, sus alojamientos allí mismo cerca del muro, determinaron quedar.

Sucedió que aquella noche hizo muy gran frío, levantáron­se vientos muy bravos, y vino grande agua, muchos rayos y horribles truenos: sintieron que la tierra temblaba, por lo cual todos estaban ya muy ciertos que por destrucción de los hombres el estado del mundo se confundía, porque aquellas señales no manifestaban haber de ser algo que poco importase. Los idumeos y los de la ciudad conformaban en esto, pen­sando que Dios estaba enojado contra aquéllos por haber venido para hacer la guerra, y que no podían escapar si determinaban pelear contra la ciudad. Anano y sus compañeros, por otra parte, pensaban haber ya sin batalla vencido, y creían que Dios quería hacer la guerra por ellos. Ciertamente declaraban mal lo que había de ser, y atribuían lo que ellos habían de padecer, a los enemigos.

Estaban los idumeos repartidos y rehaciendose lo mejor que podían a camaradas y ayuntamientos, y habiendo puesto sus escudos encima de sus cabezas, no eran tan enojados por el agua. Los zelotes temían más el peligro y se fatigaban más por ellos que no por sí mismos: y así determinaban juntos buscarles alguna máquina si la pudiesen hallar, con la cual los pudiesen amparar y socorrer. A los que más con la ju­ventud ardían, parecíales acometer por fuerza de armas a las guardas, y haciendo fuerza contra la ciudad, abrir pública­mente las puertas a los que venían de socorro: porque pen­saban que la mayor parte de las guardas estaba sin armas, y eran hombres no ejercitados en la guerra, y que, por tanto, serían fácilmente desbaratados: además de esto, los ciudadanos dificultosamente se podían juntar, porque cada uno se estaba recogido a causa del frío y tempestad grande que hacía; y aunque interviniese en ello algún peligro, querían más sufrir toda cosa, que menospreciar el provecho de tanta gente, y per­mitir que feamente pereciesen.

Los que eran más prudentes y asesados, trabajaban en per­suadirles que no les hiciesen fuerza, porque no acrecentaban el número de las guardas por causa de ellos solamente; pero veían también que guardaban con mayor diligencia el muro, y que Anano no faltaba en por que los idumeos no entrasen; algún lugar, antes todas las horas del día estaba con las guar­das y se recataba mucho, lo cual había sido verdad todas las otras noches; pero aquélla se había reposado, no por pereza ni negligencia suya, sino por morir él y las guardas también todas, según estaba en su hado ordenado: porque pasada ya gran parte de la noche, con el gran frío que hacía, estando las guardas ordenadas en sus puertas, se durmieron.

Vínoles un consejo a los zelotes que con los cierres que estaban consagrados para el servicio del templo, cerrasen las puertas: para este hecho tuvieron en favor, por que no fuesen oídos, el ruido grande de los vientos, los muchos truenos que había, y saliendo del templo, vinieron secretamente al muro, y abrieron la puerta que estaba a la parte donde los idumeos estaban.

Al principio sospecharon éstos que era algún ardid que Anano les armaba: pusieron con tiempo todos mano a sus armas, como para resistirles; pero después que fueron cono­cidos, entraron poco a poco. Si quisieran ejecutar y mostrar su fuerza contra la ciudad, no había quien les prohibiese que matasen todo el pueblo: tan grande era la ira que todos traían consigo. Dábanse los zelotes al principio gran prisa en librarse de las guardas: rogábanles también, pues les habían recibido dentro, que no los menospreciasen estando cercados de tantos males, pues no habían venido sino por favorecerles, y que se guardasen de causarles mayor peligro y más amarga pérdida: porque presas una vez las guardas, más fácilmente podrían combatir la ciudad; pero si por ventura los movían, no po­drían impedir que, en sintiéndolos, se juntasen y quisiesen pro­hibirles la subida.

Pareció bien esto mismo a los idumeos, y así venían ya subiendo por medio de la ciudad al templo, estando suspen­sos los zelotes aguardando la venida de ellos. Habiendo final­mente entrado, osaron salir del recogimiento del templo tam­bién ellos, y mezclándose con los idumeos, vinieron contra las guardas. Muertos algunos de los que hallaron durmiendo, despertóse toda la muchedumbre con los gritos y clamores de los que velaban; y tomando armas para resistirles, dábanse prisa no sin gran miedo y espanto.

Sospecharon primero que los zelotes querían hacer algo: confiaban vencerlos, con ser muchos más ellos en número; pero viendo los otros que de fuera entraban, que los idumeos habían también entrado, la mayor parte de ellos, dejando las armas y perdiendo el ánimo, comenzó a querellarse: pocos de los mancebos, muy bien armados y muy en orden, oponién­dose .a los idumeos, defendían algún tanto al pueblo, que estaba con muy poco ánimo: otros hacían saber a todos la destrucción de la ciudad, pero ninguno osaba socorrerles ni ayudarles, sabiendo que los idumeos habían entrado: respon­dían ellos también, con llantos grandes, ser ya por demás todo socorro: levantábanse grandes gritos de las mujeres, siempre que veían en peligro alguno de los que estaban de guarda.

Por otra parte, los zelotes doblaban los clamores de los idumeos; y la tempestad grande que hacía era causa que las voces de todos pareciesen más horribles y espantosas. Los idu­meos a ninguno perdonaron, porque de su natural son éstos muy crueles en dar la muerte, y érales muy enojoso aquel frío y tempestad, y tenían por enemigos a los que los habían he­cho padecer fuera de la ciudad tanto tiempo, enojándose no menos con los que les rogaban, que con los otros que les resistían. Muchos, poniéndoles delante que eran sus parientes, y rogándoles que tuviesen reverencia al templo común de todos, eran muertos. No tenían lugar para huir ni tenían alguna esperanza de salvarse; y no habiendo tenido espacio para apartarse ni para irse, morían más con la fuerza de juntarse unos con otros que con las de los enemigos, aunque los matadores jamás se amansaban.

Estando, pues, inciertos y sin saber qué hiciesen, echában­se dentro de la ciudad, causándose ellos mismos, según mi pa­recer, más crueles muertes, porque huían, hasta tanto que todo el cerco del templo por defuera estuvo lleno de sangre. Cuando llegó el día, halláronse ocho mil quinientos hombres muertos.

No se hartó con esto la ira de los idumeos, antes volvieron sus manos y sus fuerzas contra la ciudad, y robaban todas las casas; y al que acaso hallaban, luego lo mataban. Pensaban ser por demás las muertes de todo el pueblo, por lo cual hacían diligencia en buscar a los pontífices: en esto se ocupaba la mayor parte; y en la hora que los hallaban, luego eran despe­dazados: y poniéndose de pies encima de los cuerpos de estos muertos, burlábanse y escarnecían ahora la amistad y amor de Anano para el pueblo, y luego lo que Jesús les había dicho desde el muro.

Llegaron a mostrar su impía crueldad, hasta echarlos sin sepultar, teniendo principalmente tanto cuidado los judíos de la sepultura, que aun los que por malhechores son ajusticiados, suelen ser sepultados cuando el sol es puesto: y no pienso que crraría, ciertamente, si decía haber sido principio de la des­trucción de la ciudad la muerte de Anano; y que aquel día fueron destruídos los muros, y pereció el público bien de los judíos, cuando vieron delante de sus ojos al pontífice y regi­dor de la salud de todos en medio de la ciudad degollado.

Además de la dignidad que éste tenía, era por sí varón muy justo y digno de loor; y demás de la nobleza, dignidad y honra suya, era varón que se holgaba mucho en mostrarse igual con todos, por bajos que fuesen. Era gran favorecedor de la libertad, y deseaba mucho ver a su pueblo señor. Tenía siempre en más el provecho y utilidad común, que el propio y particular; y trabajaba principalmente en ganar la paz y conservarla. Sabía que los romanos no podían ser vencidos; y consideraba que si los judíos no sabían vivir pacíficamente, ciertamente habían de perecer del todo: y para que breve­mente concluya, vivieran si Anano viniera a rendírseles y pasarse a los romanos.

Era maravilloso en tratar una cosa, y más maravilloso en persuadir al pueblo todo lo que quería. Tenía ya vencidos a los que lo impedían y querían la guerra, por lo cual creo que bajo de tal capitán gran trabajo dieran a los romanos, y mu­cho más tiempo les hicieran gastar.

Estaba con él Jesús, no mejor que Anano, si con él se comparaba; pero mayor que todos los otros, y pensaría cier­tamente que Dios quiso quitar la vida a estos dos defensores que tanto amaban a su ciudad, queriendo que, como sucia y contaminada, pereciese con fuego, y con incendio grande fuesen limpiadas las cosas santas y sagradas de ella.

Vieras, pues, en tierra, desnudos, echados a los perros y a las fieras, los que poco antes estaban vestidos con las vesti­duras sagradas, autores de la religión célebre por todo el uni­verso, los cuales solían ser honrados y muy acatados por cuantos extranjeros en la ciudad entraban. Pienso que gimió la virtud por estos varones, doliéndose lastimada por haber tenido entonces los vicios tanta fuerza.

Libro Quinto

Capítulo I. De otro estrago hecho en Jerusalén, y cómo los idumeos se volvieron, y de la crueldad de los zelotes.

Anano, pues, y Jesús, tal fin hubieron, como hemos arriba contado. Después de éstos, así los zelotes como los idumeos echábanse todos contra el pueblo, y mataban a todos cuantos hallaban; no menos que si fueran manadas de sucios animales, eran muertos doquiera que fuesen hallados; prendían a todos los mancebos nobles que podían haber, y poníamos en la cárcel muy bien atados, confiando ganar la amistad de algunos de ellos, difiriendo la muerte; pero con estas cosas ninguno se movía, antes todos deseaban la muerte por no levantarse con­tra su propia y común patria de todos: fueron todos azotados muy cruelísimamente antes de darles la muerte: fueron con las llagas y con los tormentos todos abiertos, y no pudiendo ya sostener mayor pena los cuerpos de éstos, eran a la postre degollados.

Los que de día prendían, de noche los encarcelaban, y• sacándoles de allí, si acaso acontecía que algunos muriesen, luego los echaban, por que los otros que quedaban atados tuviesen lugar.

Estaba todo el pueblo tan amedrentado, y con tanto temor, que no había alguno que osase llorar públicamente, ni sepul­tar el cuerpo por más cercano que le fuese: los encarcelados también lloraban secretamente, y por que alguno de los que los guardaban no' los oyesen, gemían entre sí, y secretamente se entendían, porque luego en la hora eran castigados y muer­tos los que lloraban, de la misma manera que fueron aquellos por los cuales ellos derramaban sus lágrimas.

De noche cubrían con algún poco de tierra los muertos que podían; y algunas que eran más osados, atrevíanse a ello alguna vez de día: de esta manera murieron doce mil hombres de los nobles.

Estando ya éstos hartos de matar por sus propias manos sentenciábamos sin vergüenza, como por juicio y justicia. Ha­biendo, pues, así determinado matar a uno de aquellos varo­nes nobles, llamado Zacarías, hijo de Baruch, porque enojá­banse de verlo tan enemigo de los malos y amigo de los buenos, y que además de esto era rico, y no sólo confiaban robarle sus bienes, pero pensaban que quitarían la vida a un varón harto poderoso para derribarlos a ellos, convocaron setenta varones del pueblo, los más honestos de todos, a manera de jueces, aunque no tenían tal poder, y fué delante de ellos acusado Zacarías por descubridor de sus cosas a los romanos, y decían haber enviado, por hacerles traición, a Vespasiano; pero ni había argumento para creer tal, ni aun tampoco para probar tal cosa, aunque ellos dijeron haber sido enviado y tratado esto, y querían que fuese creído y tenido por muy cierto.

Viendo Zacarías que no tenía esperanza de alcanzar salud de alguna manera, fué traído con engaños, no a ser juzgado, sino a ser puesto en la cárcel, y con estar desconfiado de alcanzar salud ni tener más vida, tuvo mayor libertad para hablar, y comenzando, burlóse de todas las acusaciones, como fingidas y no verdaderas, deshizo todo aquello de lo cual era acusado, y convirtiendo después su habla contra sus acusa­dores, prosiguió con orden contando todas las maldades de ellos, y daba muchas quejas por haber sido las cosas tan per­turbadas y revueltas. Ensañados los zelotes, apenas se podían contener ni dejar de hacer fuerza con sus armas, deseando que los engaños y cavilaciones que habían hecho quedasen y alcanzasen lo que pretendían, y además de esto querían experimentar si en tiempo peligroso los jueces tenían cuenta con la justicia. Así, pues, todos los setenta jueves juzgaron en favor de él, y quisieron más morir por él, que no que se les pudiese achacar después que había sido muerto por causa de ellos.

Librado que fué éste, luego las voces y clamores de las zelotes se levantaron; enojábanse todos con los jueces porque no habían entendido a qué causa les había sido dado tal poder. Acometiendo dos de los más atrevidos a Zacarías, ma­táronlo en medio del templo, y burlándose de él dijeron: "Ahora tienes mejor sentencia de nosotros, y estás mejor y más ciertamente librado." Y luego sacándolo del templo, lo echaron en el valle. Volvieron después su furor contra los jue­ces, hiriéndolos con sus espadas: echáronlos del templo, dejan­do de matarlos, por que echados, y esparcidos por toda la ciudad, fuesen mensajeros a todos de la servidumbre general en que habían venido.

Ya les pesaba ciertamente a los idumeos haber venido y no les contentaba lo que había sida hecho. Estando todos juntos, uno de los zelotes secretamente les descubrió todo el consejo que habían malamente tenido aquellos que los habían llamado; dijo que habían tomado las armas contra ellos, como porque los pontífices querían entregar a los romanos la ciudad, pero que ninguna señal habían hallado de esta traición, ni habían descubierto algo por lo cual lo hubiesen de creer: y que aquellos que fingían quererla defender de esto, debían ser ya desde el principio prohibidos de ello como tiranos y revolvedores; pero pues habían entrado en la compañía de las muertes que entre ellos se habían cometido, debían tra­bajar en dar fin a tantas culpas y delitos tan graves, y no ayudar a hombres que no iban sino tras destruir la costumbre de los Padres antiguos; porque aunque sintiesen ellos mucho haberles cerrado las puertas y haberles prohibido el entrar en la ciudad, ya habían sido castigados los que de ello habían sido causa: muerto era ya Anano, y casi muerto y consumido todo el pueblo en una noche.

Bien sabía que había muchos que se arrepentían de estas cosas, mas debían mirar la gran crueldad de aquellos que los habían llamado en su socorro, que aun no tenían vergüenza de aquellos por los cuales habían sido librados, ni de cometer tantas maldades delante de los mismos que habían venido para ayudarles, y atribuirlas a los idumeos, porque no las prohibían ni se apartaban de ellos.

Debían, pues, siéndoles ya manifiesto haber sido maldad grande lo que de traición habían inventado, y pues estaban sin algún temor de los romanos, porque el poder que se había juntado y fortalecido contra la ciudad era inexpugnable, vol­verse todos ellos a sus casas, y guardándose de la compañía de los malos, deshacer la culpa de tan grandes maldades, de las cuales ellos habían sido parte, no de grado, antes muy en­gañados.

Persuadido fué esto a los idumeos: así, libertaron primero a los que estaban presos, que eran casi dos mil hombres del pueblo, y dejando luego la ciudad. vinieron a Simón, de quien después hablaremos, y de allí fuéronse a sus casas, dejando a Jerusalén. A entrambas partes pareció haber sido sin pensar en ella la partida de éstos, porque el pueblo, que no sabía de qué les había de pesar, rehízose y recreóse algún tanto con la esperanza, como ya libre de los enemigos, y acrecentóse la maldad y atrevimiento de los zelotes, como que no les había faltado todo socorro, antes habían sido librados de aquellos por cuya vergüenza y empacho dejaban de cometer muchas maldades: así, pues, ya no había ley alguna, ni templanza en cometer todo engaño y toda maldad, sirviéndose de consejo poco y muy arrebatado de todo; antes era hecho cuanto que­rían, que pensado. Señalábanse más en dar muerte a los varo­nes más ilustres, consumían toda la nobleza de la ciudad con gran envidia, por miedo de la virtud, teniendo por seguridad única y muy grande quitar la vida a todos los principales: así fué muerto Gorión con otros muchos, hombre muy principal en dignidad y linaje, y hombre que se holgaba en ver al pue­blo más poderoso, hombre de gran espíritu y entendimiento, amador de la libertad más que cuantos judíos había; y así, entre las otras virtudes suyas, la libertad principalmente lo echó a perder.

No pudo tampoco huir de las manos de éstos Pirayta Nigro, varón muy conocido en las guerras hechas con los romanos; era llevado éste por medio de la ciudad muchas veces, gri­tando y mostrando las llagas que le habían sido hechas; lle­gando ya fuera de las puertas, desconfiando de su salud y vida, suplicaba que, por lo menos, después de muerto lo se­pultasen: al principio dijéronle que ni aun la tierra que él tanto deseaba le sería concedida, y luego después lo mataron; pero estando ya cerca de la muerte, suplicó a Dios que los romanos lo vengasen de ella, y maldíjoles con hambre, y ade­más de la guerra, con pestilencia, y más de todo esto, con discordia y enemistad entre ellos mismos los unos contra los otros; y todo lo cumplió Dios con estos impíos, haciendo lo que fué muy justo, que primero unos se levantasen contra los otros, y con la discordia entre sí, experimentasen sus atre­vidas fuerzas.

La muerte de Nigro les quitó el miedo que tenían de ser oprimidos: ninguna parte había del pueblo a la cual no le fuese buscada la muerte: unos eran muertos por haber resis­tido y contradicho a los otros ciudadanos, y para los que no habían ofendido en algo, no les faltaban sus causas en tiempo de paz: a los que no se ofrecían a ellos libremente y de volun­tad propia, pensaban que los menospreciaban; los que les obe­decían eran tenidos por traidores; una era, y muy semejante, la pena, así de los graves delitos, como de los que poco impor­taban, la cual era la muerte, y no se escaparon de esto sino los que o eran muy bajos, o tenían muy pocos bienes.

Capítulo II. De la discordia que había entre los de Jerusalén.

Todos los romanos tenían el ánimo en la ciudad, juzgando que la discordia de los enemigos era ganancia para ellos, y por tanto, incitaban a Vespasiano, que tenía el poder y regimiento de todo, diciendo que por providencia divina los enemigos tenían entre sí la discordia; pero que breve y fácilmente se podían mudar de aquel estado, y luego habían de volver en concordia los judíos, o por estar cansados de los daños que de ellos mismos recibían, o por arrepentirse.

Respondió a éstos Vespasiano, que ignoraban ciertamente en gran manera lo que hacer convenía, deseando más mos­trar como en teatro lo que con sus armas y esfuerzo podían con peligro, que pensar entre sí lo que más conveniente fuese, más útil y más provechoso: porque si luego daban asalto a la ciudad, ellos mismos habían de ser causa que los enemigos se concordasen y aviniesen, y levantarían las fuerzas de ellos contra sí mismos, las cuales aun estaban en su vigor y forta­leza; pero si se aguardaban, tendrían menos enemigos y me­nos resistencia cuando por discordia interna de ellos mismos fuesen consumidos. Dios, ciertamente, ordena mejor las cosas que vosotros, pues quería entregar los judíos a los romanos, sin que en ello tuviésemos trabajo, y quería dar a nuestro ejército la victoria sin algún peligro, y que por tanto, pues los enemigos con sus propias manos se mataban con tan gran daño, es a saber, tan revueltos, debémoslos nosotros mirar y dejarlos en tal peligro, antes que pelear con hombres que de­sean la muerte, y que están con la rabia de sus corazones en­loquecidos.

Si alguno pensare que la gloria de la victoria se disminuye y es menoscabada por no haber batalla, debe saber que es mucho mejor acabar cómodamente lo que se determina, que ponerlo en esperanza de las armas y en fin incierto; porque no son de menos loor dignos los que con prudencia, consejo y moderación dan fin a un negocio, que son aquellos que con hechos de su mano lo acaban: y él pensaba que entretanto que los enemigos se disminuían, tenían los para esforzarse y rehacerse de sus trabajos.

Este tiempo también, además de lo dicho, no era conve­niente para lograr con sazón la honra de la victoria, porque los judíos no se ocupaban en edificar muros ni hacer armas, ni en juntar socorros, de lo cual pudiese proceder daño, si se detenían, antes estaban en guerra ellos entre sí mismos, y cada día se empeoraba su estado mucho más que los romanos mismos podrían, ni bastarían a hacer después de entrados: por tanto, pues, los que consideraren nuestro bien y nuestra seguridad, dirán que los debemos dejar que se consuman ellos mismos, y los que tuvieren cuenta con la gloria de nuestros hechos, hallarán no deber poner nosotros las manos entre los que padecen por sí mismos, porque fácilmente y con razón se diría después, que la causa de nuestra victoria había sido estar los enemigos en discordia, y no nuestro esfuerzo.

Diciendo estas cosas Vespasiano, los regidores y capitanes consentían, y eran del mismo parecer, y luego se conoció cuán provechoso fué su consejo y determinación, porque cada día muchos se pasaban a su parte, huyendo de la crueldad de los zelotes; pero era muy difícil huir de éstos, porque todas las salidas y lugares por donde se podían salvar, estaban con mu­chas guardas; y si alguno, por cualquiera causa que fuese, era allí preso, en seguida lo mataban, diciendo que quería pasarse a los enemigos; mas quien les daba dineros, éste se libraba, y sólo era tenido por traidor aquel que no lo daba. Así, pues, salvando sus vidas los ricos con el dinero, los pobres solamente eran los muertos: juntaban por todas las calles los muertos, que eran muchos, y muchos de los que querían huir a los romanos, no osaban, y deseaban más morir en su ciudad, por­que parecíales algo mejor morir en su patria, por la esperanza que de ser sepultados tenían.

Habíanse encrudecido estos zelotes en tanta manera, que ni a los que dentro, ni a los que por los caminos mataban, permitían sepultura ni que fuesen enterrados, antes parecía que, además de querer quebrantar las leyes de su patria, que­rían también romper todo derecho natural, y ensuciar las cosas sagradas con su injusticia contra los hombres; de tal manera sufrían que los muertos se pudriesen delante de los ojos de todos.

Los que osaban sepultar los cuerpos muertos de los suyos, caían en el mismo peligro que aquellos que huían, y así luego tenía necesidad de sepultura aquel que osaba sepultar a otro.

Para decir lo que conviene brevemente, ninguna calidad del entendimiento estaba más perdida entre éstos, que era la ca­ridad y la misericordia, y con estas cosas los malos más se indignaban, viendo la misericordia que los vivos tenían con los muertos, y pasaban la ira que a los muertos tenían, con los que quedaban vivos.

Estando los que quedaban en vida tan amedrentados, pa­recían los muertos haber alcanzado más reposo que los vivos, y más bienaventuranza; y los que estaban presos, consideran­do los tormentos que padecían, tenían por mucho más dicho­sos aquellos que eran muertos y estaban sin sepultura, que a ellos mismos: quebrantaban todo derecho de hombres, reían­se de Dios y de sus cosas; burlábanse de los profetas y de cuanto habían profetizado, no menos que si fueran respuestas fabulosas. Habiendo, pues, ya menospreciado todas las leyes y ordenanzas que tenían hechas por sus antepasados en las cosas pertenecientes a la virtud, comprobaron con la expe­riencia lo que mucho antes había sido profetizado de Jeru­salén: iba entre ellos aquella antigua profecía de que la ciudad había de ser presa, y que sus leyes santas y las cosas sagradas, habían de ser quemadas por ley de guerra, haciendo revuelta y sedición entre ellos, habiendo ellos mismos primero ensucia­do y violado el templo con sus propias manos. De estas cosas se quisieron mostrar ministros y ejecutores los zelotes, como hombres que en ello no dudaban.

Capítulo III. Del estrago de los gadarenses, y cómo se rindieron.

Pretendiendo Juan hacerse tirano, teníase por afrentado en no ser tenido en más que los otros, y juntándose con los peores que podía hallar, trabajaba en apartarse de aquellos con los cuales estaba. Hacíase conocer y sentir en no obedecer a los pareceres y determinación de los otros y en mandar más soberbiamente lo que quería.

Juntábanse con él algunos por miedo, otros de grado, por­que era hombre maravilloso en engañar y persuadir lo que quería; muchos por ver que les era más seguridad seguirlo y hacer que la causa de las culpas cometidas se atribuyese a uno y no a todos: también, porque era hombre muy esfor­zado y de buen consejo, tenía muchos de su guarda, aunque muchos de la otra parte contraria lo habían ya dejado por tenerle envidia, pensando ser cosa grave sujetarse a uno que poco antes era igual con ellos: tenían por cierto que, si una vez él tomaba fuerzas, sería muy difícil derribarle, y temían que, por haberle ellos resistido al principio, no tomase ocasión fácilmente contra ellos para darles la muerte: por tanto, pues, cada uno preciaba más sufrir cualquiera cosa en la guerra, que, entregándose de voluntad, perecer como esclavo. En esto, pues, se levantaron las parcialidades y revueltas, y Juan rei­naba en la parte contraria y discordante con la otra: tenían éstos todas sus cosas muy en orden y muy fuertes con sus guardas, y así nada se hacía, o ciertamente poco, cuando algu­na vez acontecía trabarse en alguna pelea o escaramuza: to­nnaron principalmente contienda contra el pueblo, y todos trabajaban por quién más robaría. Estando, pues, la ciudad muy trabajada con estas tres cosas, guerra, señorío y revueltas o sediciones, parecióle al pueblo el menor mal de todos estos tres, comparados entre sí, el de la guerra; por lo cual, dejando los asientos de su patria natural, huían a los extranjeros, y por beneficio de los romanos alcanzaban salud, la cual no hallaban entre los mismos suyos naturales.

El cuarto mal que padecían, y que se movió por destruc­ción de esta gente, fué que cerca de Jerusalén había un fuerte castillo, hecho para poner en él las riquezas necesarias para la guerra, edificado por los reyes antiguos para defender en él sus vidas y curar sus cuerpos: llamábase por nombre Ma­sada; había sido éste ocupado por aquellos matadores, por­que deteníanse y recogíanse allí con temor de robar cosas que fuesen más importantes. Viendo éstos que el ejército de los romanos estaba ocioso, y que los judíos habían salido de Jerusalén, por temor de venir en servidumbre y por la dis­cordia que entre ellos tenían, atreviéronse a peores cosas y a mayores maldades.

El día de la fiesta de la Pascua, que era fiesta solemne­mente celebrada por los judíos en memoria de la libertad y salida de la servidumbre de Egipto, engañados una noche, los contrarios dieron asalto a un fuerte de Engada, de donde echaron peleando a todos los judíos esparcidos, antes que pudiesen valerse ni tomar armas; pero de los que no pudieron huir o se cansaron huyendo, entre muchachos y mujeres, ma­taron más de setecientos, y dando después saco a las casas, robaron los frutos que estaban ya maduros y lleváronselos a Masada, y éstos andaban rodando todos los lugarejos que estaban alrededor del castillo y destruyendo toda aquella región; llegándose cada día muchedumbre de aquellos hom­bres perdidos, moviéronse también a robar todos los lugares y partes de Judea que estaban aún sin revueltas: y como suele acontecer que cuando es fatigado el principal miembro del cuerpo con algún dolor, es necesario que todos los otros miembros lo sientan y se conduelan, así también por la re­vuelta de la ciudad, y por la discordia que tenían, hallaron ocasión y licencia los ladrones malos y perversos que de fuera estaban. Habiendo, pues, cada uno por sí dado saco a su propio lugar, huíanse después a la soledad o al desierto; conjurándose a compañías y juntándose unos con otros eran menos que ejército, pero muchos más que una compañía de ladrones; acometían y entrábanse por todos los lugares y templos que había: seguíase de aquí, como ser suele en las guerras, que eran muchas veces maltratados por aquellos que ellos mismos acometían, pero proveíanse ellos antes de la venganza, huyendo luego después que habían robado, y de esta manera ninguna parte había de Judea, la cual, junta­mente con Jerusalén, ciudad excelentísima, no pereciese.

Dieron nuevas de esto a Vespasiano los que se huían y se pasaban a él como mejor podían; porque aunque los revol­vedores y amotinados guardaban todos los pasos, y cuando alguno se llegaba a ellos luego a la hora lo mataban, empero había siempre algunos que huían y se pasaban a los romanos secretamente, y amonestaban al capitán romano que soco­rriese a la ciudad y conservase lo que del pueblo quedaba, porque muchos habían sido muertos por haber deseado bien a los romanos, y muchos había aún vivos en peligro por la misma causa.

Teniendo compasión Vespasiano, y misericordia de la des­trucción de éstos, llegóse más cerca, como para poner cerco :a Jerusalén, aunque a la verdad no venía sino por librarlos del cerco de aquellos malos, con esperanza principal de suje­tarlos, sin dejar por defuera algún impedimento que pudiese obstarle e impedirle el cerco.

Como, pues, ya hubiese llegado a Gadara, ciudad prin­cipal y la más fuerte de la región de la otra parte del río, a cuatro días del mes de marzo entró en ella: la gente principal de esta ciudad había ya enviado a Vespasiano embajadores, haciéndole saber cómo estaban prestos para rendirse, y esta no menos por deseo de tener paz, que por guardar sus bienes y patrimonios.

Había muchos ricos en Gadara, y los enemigos no sabían algo de la embajada que ellos habían enviado a los romanos, sino que conociéronlo por ver que Vespasiano llegaba a la ciudad: desconfiaban de poder guardar la ciudad, por ser en número menor que los enemigos que dentro de ella había, y por otra parte veían que los romanos ya no estaban lejos. Si determinaban huir, teníanlo por deshonra irse sin dar cas­tigo, y sin derramar sangre por los daños que habían reci­bido: por esta causa prendieron a Doleso; era éste, en su dignidad y nobleza, príncipe de la ciudad, y aun había sido autor de darse a los romanos, y luego lo mataron; y con la ira demasiada que tenían, habiendo azotado a éste después de muerto, saliéronse de la ciudad.

Llegándose ya después algo más cerca el ejército de los romanos, con voces y alegría grandes recibió todo el pueblo a Vespasiano dentro de la ciudad, y tomáronle la mano y su fe por señal que serían libres de todo daño, y así envió parte de la gente que tenía de a pie y de a caballo contra los que huían: los muros habían sido destruídos antes que los roma­nos llegasen, para dar fe y crédito de que deseaban la paz, si, aunque quisiesen hacer guerra, mostraban serles imposible. Vespasiano, enviando a Plácido con quinientos caballos y tres mil infantes contra los que de Gadara habían huído, volvíase con toda la otra gente a Cesárea.

Los que huían, viendo los que venían detrás a perseguir­les, antes de caer en manos de ellos, recogiéronse en un lugar que se llamaba Bethenabro; y hallando allí muchos mancebos, armaron a unos de grado y a otros por fuerza, y salieron loca­mente contra Plácido y contra la gente que con él venía. Al principio, cuando los romanos los vieron, hicieron como que huían algún poco, y esto fué por hacer retirar a los enemigos de los muros; pero después, cercándolos en un lugar opor­tuno, heríanlos con sus armas bravamente. Los judíos que huían eran salteados por la gente de a caballo romana; y los que se trababan a pelear, eran muertos y despedazados por la gente de a pie, sin que pudiesen mostrar ya más atrevi­miento; porque quisieron acometer a los romanos, estando éstos juntos y muy en orden, rodeados con sus armas no me­nos que de un muro muy fuerte, de tal manera, que las armas y saetas que contra ellos echaban, no hallaban entrada ni cabida alguna; además de esto, no eran bastantes para romper el escuadrón, y eran muy heridos con las saetas y armas de los romanos; y con todo se echaban ellos, muriendo como crueles bestias, unos por las armas de los romanos, y otros esparcidos y derramados por la gente de a caballo, porque Plácido hacía gran diligencia en cerrarles la vuelta al lugar, por lo cual corría muchas veces hacia aquella parte; y haciendo volver a los que iban hiriendo, aprovechábase tam­bién contra ellos de saetas y dardos: mataba con ellos a los que más cerca estaban, y ponía tan gran miedo a los que huían, que los hacía volver, hasta tanto que, escapándose los que pudieron ser más fuertes, recogiéronse al muro.

Las guardas de él no sabían lo que debían hacer. No podían sufrir que por causa de los suyos fuesen los gadarenses echados, y si los recibían, veían que habían de morir junta­mente con ellos, lo cual también sucedió como pensaban: por­que siendo forzados a recogerse al muro, saltaron contra ellos los caballos romanos; cerrando las puertas antes.

Plácido allegó su gente, y estuvo combatiendo el muro hasta la tarde, hasta tanto que lo ganó, y con él también ganó el lugar. Aquí era entonces muerto el ignorante y des­armado vulgo; pero huían los que más fuertes eran: las casas eran robadas por los soldados, y el lugar fué todo quemado.

Los que se libraron huyendo de allí, movieron a que toda aquella región huyese; y levantaban más de lo que era su propia destrucción, diciendo que todo el ejército de los roma­nos venía: llenáronlo todo de temor y todo lo amedrentaron, y juntándose gran número de ellos, huyeron a Jericó; esta ciudad les daba alguna esperanza de salud, por saber que era fuerte y muy bien poblada.

Plácido determinó seguirlos con su gente, confiado en el suceso próspero que había tenido, matando siempre a cuan­tos hallaba, hasta que llegó al Jordán. Y hallando toda la muchedumbre que huía juntada y detenida por el gran ím­petu y fuerza del río, que venía tan grande y tan lleno con las aguas de las lluvias, no siendo posible pasar el vado, allí juntos los acometió.

Fueron, pues, forzados a pelear, porque no podían huir, v extendidos por lo largo de la ribera recibían las armas de los de a caballo, por las cuales muchos cayeron en el río heridos; los que por sus manos de ellos fueron muertos, lle­garon a número de trece mil; otros, no pudiendo sostener tanta fuerza, echáronse ellos mismos de grado en el río Jordán; este número era infinito: fueron también presos dos mil doscientos hombres, con gran robo de ovejas, asnos, ca­mellos y bueyes.

Esta llaga que los judíos recibieron, aunque era igual con todas las pasadas, pareció todavía mayor en sí de lo que era, no sólo por haber llenado toda aquella región, de la cual habían huído, de cuerpos muertos, pero aun también porque el Jordán no podía hacer su camino: tan lleno estaba de hombres muertos.

La laguna de Asfalte estaba también llena de ellos, los cuales después fueron esparcidos por muchas riberas.

Habiéndole sucedido a Plácido todo prósperamente, de­terminó ir a los lugares cercanos de allí y fuertes; y tomando a Juliada, Avila y Besemoth, que estaban hacia la laguna de Asfalte, puso en cada uno de ellos los que le parecieron idóneos de los que a él se habían pasado. Poniendo después su gente en navíos, sujetó a los que se habían recogido al lago.

Toda aquella región se rindió a los romanos de la otra parte del río, y todo fué hasta Macherunta sujetado.

Capítulo IV. De ciertos lugares que fueron tomados, y la descripción de la ciudad de Hierichunta.

Estando aquí las cosas en este estado, súpose cierta revuelta que en la Galia había, y cómo el juez o regidor, juntamente con los principales naturales de allí, se habían rebelado con­tra Nerón, de los cuales en otro lugar hemos con diligencia más largamente escrito.

Movieron, con todo, a Vespasiano, sabidas estas cosas, a darse prisa en acabar aquella guerra, viendo que ya no habían de faltar guerras civiles y peligros a todo el imperio romano, pensando que, pacificadas las partes de Oriente, Italia estaría más segura y tendría menos que temer. Pero prohibiéndole el invierno ejecutar su propósito y determinación, ponía su gente por guarnición en los lugares y fuertes que había por allí sujetado; y poniendo ciertos regidores en las ciudades, a los cuales llamaban decuriones, trabajaba en restaurar muchas cosas de las que habían sido destruídas.

Vínose primero, acompañado de toda la gente con que había venido a Cesárea, a Antipátrida; y habiendo puesto orden en esta ciudad, deteniéndose en ella dos días, el tercero veníase para Lida y Jamnia, destruyendo y quemando toda la región que estaba alrededor de la señoría de Thamna. Y habiéndose dado estas dos ciudades y sujetado a su fuerza, ordenó gente que quedase allí para habitarlas; él vínose a Amaunta, y ocupando la salida para la Metrópoli, que era Jerusalén, cercó de muro su campo; y dejando allí la quinta legión, partió con toda la otra gente hacia la tierra de Betlep­tón, y después de haber dado fuego y quemado toda la re­gión vecina y cercana de Idumea, guarneció todos los casti­llos y proveyó los que estaban en buen lugar. Habiendo tomado dos lugares que estaban en medio de Idumea (era el uno Begabro, y el otro Cafartofo), mató allí más de diez mil hombres, y prendió casi mil; y sacando toda la otra gente que había, puso en ellos gran parte de sus soldados, los cuales iban destruyendo todos aquellos lugares y talando todas aquellas montañas.

Volvióse después él, con lo que le quedaba de su ejér­cito, a Jamnia, y de aquí vino, por Samaritidá y por Nápoles, la cual llamaban los naturales de allí Maborta, a los dos días del mes de junio, a Hierichunta, adonde uno de los regidores, llamado por nombre Trajano, juntó con el ejército de Ves­pasiano todos los soldados que pudo allegar por la otra parte del Jordán, habiendo ya vencido a cuantos allí estaban.

El pueblo de Hierichunta, antes que los romanos vinie­sen, se había recogido a una región montañosa que estaba frente a Jerusalén, y fueron muertos muchos que allí que­daron: halló desolada la ciudad, la cual está en un llano fun­dada. Levántase junto a ella una montaña alta, aunque esté­ril, y es muy larga: llega desde la parte de Septentrión hasta los campos de Escitópolis; y por la parte del Mediodía hasta Sodoma, y extiéndese por los términos del lago de Asfalte: es todo muy áspero, y por no producir algún fruto, no se habita.

Hay cerca de este monte otro alrededor del Jordán; comienza desde Julia hasta el Septentrión, y alárgase por el Mediodía hasta Sacra, que aparta la ciudad de Arabia, lla­mada Petrea, de estos términos.

Está en esta parte aquel monte que se llama Férreo: ex­tiéndese hasta la tierra de Mohab. Hay una región entre estos dos montes que se llama el campo grande; éste se ensancha desde el lugar llamado Gennabara, hasta la laguna del Asfalte: tiene de largo doscientos treinta, y de ancho ciento veinte estadios, y pártelo el Jordán.

Hay allí dos lagos grandes, el de Asfalte y el de Tiberia, y entrambos son contrarios de su naturaleza: el uno es salado y estéril, y el de Tiberia, vulgarmente, y por lo más, es muy dulce y muy fértil; en tiempo de verano aquel llano se enciende con el ardor del sol, y gástase cuanto ocupa con el mal aire que allí reina: sécansele todas las cosas que tiene alrededor de él, excepto el Jordán; de donde procede que las palmas que están en aquella ribera, florecen más y mejor, y las que están de allí lejos, mucho menos.

Hay cerca de Jericó una fuente muy grande y muy abundante para regar todos aquellos campos: nace cerca de la ciudad vieja que jesús, hijo de Nava, capitán del pueblo de los judíos, había primero ganado en la tierra de los cana­neos. Dícese de esta fuente, que no sólo solía corromper los frutos de la tierra y árboles, pero aun dañaba a las mujeres preñadas, y lo corrompía todo con enfermedades y pesti­lencia; pero después perdió este furor, y había sido hecha muy saludable y muy fértil por el profeta Eliseo, amigo y sucesor de Elías: porque habiéndole los de Jericó hecho buena acogida, y habiendo hallado en ellos toda amistad, satisfizo y pagólo a ellos y a toda su región con una gracia que les hizo, y fué que, partiendo para la fuente, tomó un vaso lleno de sal, y echólo en el agua. Después, levantando sus manos al cielo y echando algunos alientos suyos en la fuente, rogaba que se amansase y que mostrase sus aguas más dulces, convirtiendo la amargura en dulzura y fertilidad grande, y hacía oración a Dios que templase con mejor viento las aguas v aires de aquella tierra, y concediese que los vecinos de allí pudiesen gozar de la fertilidad de sus frutos, y dejasen suce­sión de sus generaciones e hijos, y que no pudiese dañarles ni faltarles el agua, que suele ser el sustento de los hijos, entre­tanto que ellos fuesen buenos y justos. Con estos ruegos, habiendo hecho muchas más cosas que sabía hacer por sus manos, mudó las aguas de la fuente; y las que les solían ser antes causa de esterilidad y orfandad grande, les eran en este tiempo causa de abundancia en frutos, en sus hijos y gene­raciones.

Es, pues, ahora su regadío tan fértil y de tanta fuerza, que en tocar la tierra solamente se hace más fértil que que­dando mucho encima de la tierra, de tal manera, que los que gastan mucho de esta agua, ésos tienen menos provecho; y los que menos de ella gastan, éstos tienen mucho más. Regía esta fuente muchas más tierras que todas las otras; pasa setenta estadios de largo y veinte de ancho. Cría por allí huertos como paraísos, muchos y muy abundantes, prin­cipalmente de palmas diversas, no menos en el sabor que que son más fértiles, cuyo fruto, puesto en prensa, da de sí mucha miel no peor que la otra, aunque da también mucha miel esta región; y es muy fértil en bálsamo, que es el fruto mejor y más precioso que allí nace. Produce también mucha alheña y mirabolano, de manera que quien dijere ser esta parte de tierra muy mirada y amada por Dios, no errará, en la cual lo bueno y lo que es tan caro y tan preciado, nace tan fértil y abun­dantemente; pero ni aun en todos los otros frutos que pro­duce hay región alguna en todo el universo que se pueda comparar con ésta: en tan gran manera multiplica y acre­cienta lo que en ella se siembra. La causa de esto, según yo creo, es la fuerza fértil del agua y el calor del aire, que recrea todo cuanto allí nace: aprieta esta agua todas las raíces de, los árboles: dales fuerza en el verano, en el cual dificultosamente, con el gran calor y ardor del sol, puede producir algo la tierra. Si sacan de esta agua antes que nazca el sol, con el viento que corre se enfría, y toma contraria naturaleza de la del aire: en el invierno se calienta, y se hace en el nombre, de las cuales hay algunas muy buena para regar lo que está bajo de la tierra: es el cielo de esta región tan templado, que cuando en otras partes de Judea nieva, los naturales de aquí van vestidos de lino: está lejos de Jerusalén ciento cincuenta estadios, y a sesenta esta­dios del Jordán: el camino hacia Jerusalén es desierto y pe­ñascoso; hacia el Jordán y la laguna del Asfalte, aunque es tierra más baja, todavía no es menos estéril y menos culti­vada que la otra. Pero basta lo dicho de la fertilidad de Jericó.

Capítulo V. De la laguna del Asfalte.

Digna cosa pienso será, que sea contada y declarada la naturaleza de la laguna Asfalte. Esta es salada y muy estéril, y las cosas que de sí son muy pesadas, echadas en este lago se hacen muy ligeras, y salen sobre el agua, y apenas hay quien se pueda ahondar ni ahogar en lo hondo de ella.

Vespasiano, que había venido allí por verla, mandó que fuesen echados en ella hombres que no supiesen nadar, con entrambas manos atadas a las espaldas; e hízolos echar de alto que cayesen en la laguna, y sucedió que todos volvieron, como por fuerza del aire, a parecer encima del agua. Múdase también el color de esta agua maravillosamente tres veces cada día, y resplandece de diversos colores con los rayos del sol: echa de sí como terrones de pez en muchas partes, los cuales van nadando por encima del agua tan grandes como toros sin cabezas, o por lo menos muy semejantes.

Los que conocen y saben de esta laguna, vienen a coger lo que haber pueden de la pez, y llévanselo a las naos; pero aunque cuando la toman y ponen en ellas está entonces más amiga y más blanda, después no pueden romperla, antes pa­rece que tiene atado el navío, hasta tanto que con la orina y purgación de la mujer se despega.

No es sólo provechosa para las naos, sino también se pone de ella en muchas cosas para curas y medicinas del cuerpo humano: tiene este lago quinientos ochenta estadios de largo, y extiéndese hasta Zoara, ciudad de Arabia, y tiene de ancho ciento cincuenta estadios.

Vecina es de este lago la tierra de Sodoma, fértil en otro tiempo, tanto en sus frutos como en la riqueza; ahora toda está quemada, y tiénese por cierto haber sucedido, y haber sido destruida por la impiedad e injusticia grande de los que allí habitaban, con rayos y con fuego del cielo, pues aun hoy hay señales y reliquias de este fuego enviado por Dios, y puédense ver aún las señales de los cinco lugares o ciudades; y los frutos que nacen en aquellas cenizas son de los colores de ellas, no menos aparentes que si fuesen muy buenos para comer.; pero en las manos del que los toma se resuelven en ceniza y en humo: por lo que parece ahora en la tierra de Sodoma, se cree fácilmente ser así lo que fué y pasó en ella.

Capítulo VI. De la destrucción de Gerasa, y juntamente de la muerte de Nerón, Galba y Othón.

Deseando Vespasiano cercar por todas partes los mo­radores de Jerusalén, levantó unos castillos en Jericó y en Adida, puso en ambas partes guarnición de gente romana y de la que le había venido en socorro. Envió también a Gerasa a Lucio Annio, dándole parte de su caballería y mu­cha infantería: éste, en el primer combate que dió a la villa, la tomó y mató mil mancebos que estaban en guarda, que no pudieron salvarse: llevó cautivas todas las familias, y per­mitió que sus soldados diesen saco a toda la ciudad; y habiendo después puesto fuego a todas las casas, dió contra los lugares que había par allí cerca.

Huían los que eran poderosos: los que no lo eran, eran muertos; y todo cuanto podían haber era puesto a fuego y destruídos todos los lugares por la fuerza de la guerra, así las montañas, como los que estaban por lo llano: los que vivían en Jerusalén no podían salir de allí, porque los que deseaban huir eran detenidos por los zelotes; y los que eran enemigos de los romanos, estaban rodeados y cercados por el ejército.

Habiendo, pues, Vespasiano vuelto a Cesárea, y apare­jándose para ir con todo su ejército contra Jerusalén, fuéle contada la muerte de Nerón, el cual había muerto después de trece años y ocho días de su imperio. Dejo de contar con cuántas deshonestidades afeó el imperio, con aquellos bella­cos Ninfidio y Tigilino, dejando la república romana a hom­bres muy indignos de ella: y cómo, preso por asechanzas de sus mismos criados y libertos, desamparado de toda la ayuda de los senadores, huyó con cuatro criados suyos de los más fieles a un burgo, adonde se mató él mismo; cómo fueron después de mucho tiempo muertos aquellos que le acompa­ñaron, y cómo se acabó la guerra de la Galia, también cómo vino de España Sergio Galba, elegido por emperador, y cómo fué muerto en medio de la plaza, reprendido por los solda­dos como hombre mujeril, afeminado y para poco, y fué declarado Othón por emperador, y cómo trajo su gente con­tra el ejército de Vitelio.

No me alargo en contar todas las revueltas que Vitelio causó, ni la batalla que se dió cerca del Capitolio: menos cómo Antonio, Primo y Muciano mataron a Vitelio y apa­ciguaron los ejércitos de los germanos: todo esto paso por silencio, confiado que muchos, así griegos como romanos, se han ocupado en dar de ello larga cuenta; pero por la orden y continuación del tiempo, por seguir la historia y por no cortarla en parte alguna, he tocado lo principal suma­riamente.

Vespasiano, pues, alargaba y difería la guerra con los de Jerusalén, esperando a quién elegirían por emperador después de Nerón: mas después que supo que Galba imperaba, no hacía cuenta de nada, antes tenía muy determinado no fatigarse ni trabajar en algo sin que el dicho Galba le escribiese primero sobre las cosas de la guerra. Todavía le enrió a su hijo Tito para darle el parabién, y que supiese lo que mandaba que hiciese de la guerra que con los judíos tenía comenzada.

Por esta misma causa navegó Agripa a verse con Galba, y pasando a Acáya con sus naos en el invierno, aconteció que Galba fué muerto después de siete meses y otros tantos días que era emperador.

Sucedióle Othón en el imperio, y gobernó la república tres meses.

No se espantó con todas estas mutaciones Agripa, antes prosiguió su camino a Roma.

Tito pasó de Acaya a Siria casi movido por voluntad de Dios, y de allí vínose a Cesárea a su padre muy oportu­namente y muy a tiempo.

Estando, pues, suspensos de todo, ondeando el imperio y señorío romano, sin saber en quién se sostendría, menos­preciaban y no tenían tanta cuenta con la guerra de los judíos; y teniendo miedo sucediese algo a su patria, temían acometer y emprender guerra contra los extranjeros.

Capítulo VII. De Simón Geraseno, príncipe de la nueva conjuración.

En este medio se levantó otra guerra dentro de Jeru­salén.

Había un hombre llamado Simón, hijo de Giora, natu­ral de Jerasa, mancebo en edad y menos viejo que Juan en sus astucias, el cual hacía mucho tiempo que se había apo­derado de la ciudad; mas era mucho más esforzado y atre­vido que Juan. Por lo cual, después que fué echado de la gobernación acrabatena principal por el pontífice Anano, juntóse con los ladrones que se habían alzado en Masada. Al principio teníase de éste gran sospecha, y le mandaron pasar al castillo que estaba más bajo con las mujeres que había consigo traído, y ellos estábanse en el más alto: otras veces, por ser tan conformes y tan parientes en las costum­bres, parecía ser hombre muy fiel, porque él era capitán de los que salían a robar: robaba y destruía todo aquel terri­torio de Masada juntamente con los otros, sin tener temor de ellos, esforzándolos para cosas mayores.

Era muy deseoso de señorear y codiciaba hacer grandes cosas; pero al saber la muerte de Anano, salióse hacia las montañas, y prometiendo con voz de pregón a sus esclavos la libertad y gran premio a los que eran libres, juntó con­sigo cuantos bellacos había en todas aquellas partes, y ha­biendo alcanzado ya bastante ejército, iba robando todos aquellos lugares que por los montes había. Y juntándosele siempre muchos en compañía, osaba bajar a los lugares que estaban por bajo; iba ya de tal manera, que las ciudades temían de él ciertamente: muchos de los más poderosos esta­ban amedrentados por ver su fuerza y cuán prósperamente le sucedían las cosas, y no era ya ejército de esclavos y ladro­nes solamente, sino aun muchos de los pueblos le obedecían no menos que a rey.

Corrían toda la tierra acrabatena, y toda la Idumea Mayor. Tenía un lugar llamado Naín por nombre, cercado de muro como castillo, para su guarda. En el valle que lla­man de Farán ensanchó muchas cuevas, además de muchas otras que halló aparejadas y muy en orden, de las cuales se servía de lugar para guardar lo que robaba: ponía allí todos los frutos que hurtaba, y había muchas compañías que allí se recogían; no dudándose que daría que hacer a los de Jerusalén con su gente y aparejo.

Por esto, temiendo los zelotes algunas asechanzas, y de­seando cortar el hilo al que veían subir demasiado contra ellos, salieron muchos armados. Vínoles delante Simón, y trabando pelea entre ellos, mató muchos, e hizo que se retirasen todos los demás a la ciudad; pero no osó cercarlos por no confiar tanto en sus fuerzas, y así trabajó en sujetar primero a Idumea.

Venía con veinte mil hombres en orden de guerra con­tra ella: los principales idumeos juntaron de aquellos cam­pos y lugares casi veinticinco mil hombres, de los que eran más aptos para la guerra; y dejando muchos más que guar­dasen sus casas y haciendas, por causa de aquellos salteadores que estaban en Masada, vinieron a esperar a Simón en los términos de Idumea, adonde rompieron ambas partes; y pe­leando todo el día, fuése después sin vencer y sin ser vencido.

El fué a un lugar llamado Naín, y los idumeos se vol­vieron a sus tierras.

No mucho después venía Simón con ejército mayor con­tra ellos, y puesto su campo en un lugar que se llama Thecue, envió a los que estaban en guarda del castillo Herodión (el cual estaba cerca) un compañero suyo llamado Eleazar, para persuadirles que le entregasen el castillo: tomáronlo las guardas, no sabiendo aún la causa de su venida, aunque des­pués que les hubo hablado y dicho que se rindiesen, desen­vainaron contra él y persiguiéronlo, hasta tanto que, no hallando lugar ni manera para huir, se echó del muro en el foso, y de esta manera luego murió.

Temiendo los idumeos las fuerzas de Simón, parecióles, antes de salir a la batalla, probar y descubrir la gente que el enemigo traía; ofrecióse para hacer esto prontamente Diego, uno de los regidores, pensando hacerles traición.

  Partiendo, pues, de Oluro, porque en este lugar estaba el ejército de los idumeos recogido, vínose a Simón, y con­certóse primero con él de entregarle su propia patria; y tomán­dole la palabra y la fe, que sería siempre muy su amigo, prometiéndole lo mismo de toda la Idumea.

Habiéndole Simón por estos conciertos dado un gran banquete con grande amistad, animado con grandes prome­sas, en la hora que volvió a los suyos, fingía con maldad que el ejército de Simón era mucho mayor; y habiendo des­pués amedrentado a los capitanes y regidores, y a toda la otra gente popular, trabajaba en persuadirles que recibiesen a Simón y le dejasen el señorío y mando sobre todos, sin pelear sobre ello.

Tratando estas cosas, enviaba también mensajeros que hiciesen que Simón saliese hacia ellos, prometiendo derribar y vencer a los idumeos, lo cual también ejecutó: porque lle­gándose ya el ejército, saltó luego en su caballo, y huyó con todos los compañeros que en aquella maldad estaban corrompidos.

Amedrentóse con esto todo el pueblo, y antes que vi­niesen a pelear, rompieron el orden con que venían, y vol­vióse cada uno a su casa.

De esta manera, pues, entró Simón sin que tal pensase, en Idumea, sin derramamiento alguno de sangre; y acome­tiendo el primer fuerte, que era Hebrón, lo tomó improvi­sadamente; y allí hizo gran saqueo y robó muchos frutos.

Los naturales de aquí dicen que Hebrón no sólo es más antiguo que todos los lugares y villas de Idumea, más aún también que Menfis, en Egipto, y se cuentan dos mil tres­cientos años después de su edificación: y cuentan que fué habitación de Abraham, padre de los judíos, después que dejó los asientos de Mesopotamia, y que sus descendientes pasaron de aquí a Egipto, cuyos monumentos y antigüedades aun parecen en la misma ciudad, hechos de mármol muy hermoso.

A seis estadios de este lugar está aquel grande árbol Terebintho, y dícese que dura hasta ahora, criado desde el principio del mundo.

De aquí pasó Simón por toda la Idumea, robando no solamente las ciudades y lugares adonde entraba, pero aun talando y destruyendo las tierras; porque además de la gente de armas que lo seguía, iban con él cuarenta mil hombres, y por ser tantos no tenían bastante provisión de las cosas necesarias.

Añadíase la crueldad de Simón a todas estas necesidades, y además de ésta, su ira, con la cual causó mayor destruc­ción a toda Idumea. Y como suele parecer el campo sin hojas después que la langosta ha pasado por él, así también por donde quiera que el ejército de Simón pasase, cuanto atrás dejaba, todo quedaba desierto y destruido: quemaba lo uno, destruía y derribaba lo otro, y poniendo bajo de los pies cuanto dentro de la ciudad o en los campos había nacido; caminando por la tierra labrada, la Hacían más dura que si fuera la más estéril del mundo; de manera que por donde ellos pasaban y adonde echaban la mano, no quedaba señal para conocer haber sido algo en otro tiempo.

Todas estas cosas movieron a los zelotes a que otra vez se revolviesen; pero temieron salir a pelear con ellos, y des­cubiertamente hacerles guerra: mas poniendo asechanzas y espías por los caminos, hurtaron la mujer de Simón, y muchos más de aquellos que le obedecían y estaban en su servicio, v luego se vinieron a su ciudad no con menor alegría que si hubieran preso a Simón, confiando que luego el dicho Simón dejaría las armas, y vendría a suplicarles por su mujer.

Por haberse llevado los enemigos a su mujer, no se amansó Simón, antes, mucho más airado, al llegar a los mu­ros de Jerusalén, como una fiera herida y embravecida por no poder coger a aquellos que la han herido, así mostraba su furia y su locura contra cuantos hallaba: y habiendo unos salido fuera de los puertas por traer hierbas, sarmientos y otras hortalizas, tanto los viejos como los mozos, a todos los azotaba hasta la muerte; de tal manera, que solamente pa­recía no quedarle otra cosa, según era la ira e indignación de su ánimo, sino comer y hartarse de los cuerpos de los muer­tos: a muchos cortaba las manos, y dejábalos volver a la ciudad, haciendo con esto que sus enemigos se amedrentasen y le tuviesen gran miedo, y también por excusar tantos daños y librar al pueblo de ellos.

Mandábales que dijesen cómo Simón juraba por el Dios regidor de todas las cosas, que si no le volvían muy presto su mujer derribaría el muro de la ciudad, y daría el mismo castigo a cuantos dentro estaban, sin perdonar a viejo ni mozo de cualquiera edad que fuese; y los que no merecían pena, pagarían también la culpa con los pecadores; hasta tanto que hizo con estos mandamientos que se amedrentasen, no sólo el pueblo, pero aun también con él los zelotes, y le enviaron a su mujer, con lo cual él ablandó su ira, su fuerza un poco, y cesó en la matanza grande que hacía.

Capítulo VIII. En el cual se cuenta el fin de Galba, Othón, Vitelio y lo que Vespasiano hacía.

No sólo había revueltas en Judea en este mismo tiempo, pero aun toda Italia estaba en discordia y guerras civiles: porque después que Galba fué muerto en medio de la plaza, Othón fué elegido por emperador, y éste guerreaba con Vitelio, el cual quería levantarse con el imperio, porque la gente germana lo había ya escogido y nombrado por empe­rador. Y habiendo dado la batalla en Brebiaco, ciudad de Italia, a Valente y Cecina, capitanes de Vitelio, el primer día fué Othón vencedor; pero luego el siguiente los de Vitelio. Después de muchos muertos y de haber entendido que la parte contraria había alcanzado victoria, Othón mismo se mató estando en Brixelo, imperando dos años y tres meses.

Sucedió que la gente de Othón se juntó con los capitanes de Vitelio, y Vitelio ya venía a Roma, cuando a los cinco días de junio, Vespasiano, partiendo de Cesárea, vino contra las tierras de Judea que no había aún sujetado; así subió primero a las montañas, y sujetó dos señorías: la una era la Gosnitica, y la otra la Acrabatena; luego después a Bethel y a Efrem, que eran dos fuertes: y poniendo en ellos su gente de. guarnición, veníase ya hacia Jerusalén.

A muchos que hallaba en el camino mataba, y a muchos otros prendía.

Uno de sus capitanes, llamado Cercalo, con parte de la caballería y parte de la infantería, destruía la Idumea que se dice superior, y dió fuego al castillo Cafetra, el cual tomó de camino, y combatía con su gente el otro que se llama Cafaris, harto fuerte por estar cercado de un fuerte muro; y pensando que se detendría allí algún tiempo, los de la ciudad abriéronle las puertas, y humildes se entregaron.

Sujetados éstos, Cercalo partió para Chebrón, otra ciudad muy antigua, fundada, como dije, en las partes montañosas, no muy lejos de Jerusalén; y entrando por fuerza, mató a cuantos dentro hallar pudo, así mozos, como niños y viejos; y quemó después la ciudad.

Habiéndolo, pues, ya ganado todo, excepto el castillo llamado Herodio, Masada y Macherunta, que estaban enton­ces por ios ladrones y salteadores, ya no tenían los romanos otra cosa sobre los ojos sino a Jerusalén, la cual ciudad sola­mente faltaba por ganar.

Capítulo IX. De los hechos de Simón contra los zelotes.

Habiendo Simón recibido de los zelotes su mujer, púsose en camino para seguir lo que de Idumea le quedaba: afligidos, pues, por todas partes, hizo que muchos huyesen a Jerusalén, y él también aparejaba su camino para allá.

Cercando, pues, los muros, si hallaba que alguno de los trabajadores, viniendo del campo, se llegaba al pueblo, luego lo mataba. Más cruel era Simón con el pueblo que hallaba por defuera, que los romanos; y los zelotes por de dentro eran mucho más crueles que Simón y que los romanos, por­que los galileos los incitaban y movían con nuevas inven­ciones y con hechos muy atrevidos. Ellos habían levantado y hecho poderoso a Juan, y Juan, por agradecerles lo que habían hecho por él, permitíales hacer cuanto querían.

Los hurtos, la codicia, y la inquisición que hacían en las casas de los ricos, eran insaciables en todo. Mataban los hom­bres y deshonraban las mujeres por juego y pasatiempo; y comiendo la sangre y bienes de la gente sin temor y sin algún miedo, después de haberse hartado, ardiendo de lujuria y deseo desordenado de las mujeres, vestidos con hábito de mujeres, arreados los cabellos y lavados con ungüentos, her­moseábanse los ojos por agradar con su forma y gentileza: imitaban no sólo la manera de las mujeres en el vestir, pero aun también la desvergüenza de ellas, y con fealdad y sucie­dad demasiada, hacían ayuntamientos contra toda ley y dere­cho: estaban como en un lugar deshonesto y público, y pro­fanaban la ciudad con maldades y hechos muy sucios y sin vergüenza.

Todavía, aunque parecían mujeres en la cara, eran muy prontos para hacer matanzas y dar muerte a muchos: y per­diendo sus fuerzas con las cosas que hacían, todavía saliendo a pelear, luego estaban inuy hábiles; y sacando las espadas debajo de los vestidos que de diversos colores traían, mataban a cuantos acaso les venían al encuentro.

Los que huían de Juan, daban en manos más crueles, es a saber, de Simón, y de esta manera el que huía del tirano de dentro, daba en poder del otro que cerca estaba, y era luego muerto. Estaba cerrado por todas partes el paso a los que quisiesen huir y recogerse a los romanos.

Los idumeos que estaban entre las compañías de Juan, dis­cordaban; y apartándose de los otros, armáronse contra el tirano, no menos por envidia de verlo tan poderoso, que por odio de ver su gran crueldad; y peleando con la otra parte, ma­taron muchos de los zelotes, e hicieron recoger todo lo res­tante de la gente al Palacio Real que había Grapta edificado; ésta era una parienta de Izata, rey de los adiabenos. Entrando, pues, en él por fuerza los idumeos, hicieron que los zelotes se recogiesen en el templo, después de lo cual robaban el di­nero que Juan allí tenía, porque él solía vivir en el palacio, y había puesto y dejado allí los despojos del tirano.

Estando en estas cosas los zelotes, que andaban esparcidos por la ciudad, juntáronse con aquellos que habían huido al templo, y Juan determinaba hacerlos salir contra el pueblo y contra los idumeos. No se había de temer tanto la fuerza de éstos, cuanto el atrevimiento de que saliesen de noche calla­damente del templo, y desesperándose ellos mismos, pusiesen fuego a la ciudad. Por esto, juntos con los pontífices, buscaban manera para guardarse de esto; pero Dios mudó aún en peor el parecer de esta gente, que pensaba alcanzar remedio con cosa aun peor que la muerte; porque determinaron echar a Juan, recibir a Simón, y dar lugar al otro tirano, y aun suplicárselo con ruegos. Pusieron esta determinación en efecto, y enviaron al pontífice Matías que rogase a Simón, a quien antes habían muchas veces temido, que viniese y entrase; lo mismo tam­bién, juntamente con éstos, rogaban a aquellos que habían huido de Jerusalén por temor de los zelotes, con deseo cada uno de recobrar su casa y hacienda.

Prometiéndoles él hacerse señor de todo demasiado sober­biamente, entró como por librar la ciudad de tantos agravios, gritándole todos delante como a hombre que les traía la salud; y al estar dentro con su gente, luego pensó en alzarse con todo, y tenía por no menos enemigos aquellos que lo habían llamado, que a los otros contra quienes había venido.

Siéndole prohibido a Juan salir del templo con la mu­chedumbre de los zelotes que consigo traía, habiendo perdido cuanto tenía en la ciudad, porque Simón con sus compa­ñeros lo había robado, desesperaba ya de alcanzar salud.

Acometió Simón el templo, ayudándole el pueblo: aqué­llos trabajaban en resistirles por los portales y torres que había, y muchos de la parte de Simón eran derribados, y mu­chos se recogían heridos, porque los zelotes hacia la mano derecha eran más poderosos, y allí no podían ser heridos. Y aunque de sí el lugar les favorecía, habían también hecho cuatro grandes torres, por poder tirar de allí sus armas contra los enemigos: una a la parte oriental, otra hacia el septentrión, la tercera encima del portal: en la otra ladera, hacia la parte baja de la ciudad, estaba la cuarta sobre el aposento de los sacerdotes, adonde, según tenían costumbre, solía un sacerdote ponerse al mediodía como en un púlpito, y hacer saber, significándolo con son de trompeta, cuándo era el sábado de cada semana, y luego a la noche, cuándo se acababa; y hacían saber al pueblo cuáles eran los días de trabajo y cuáles los de fiesta.

Ordenaron por estas torres muchas ballestas e ingenios para echar grandes piedras, y pusieron también muchos ba­llesteros y hombres hábiles en tirar de la honda.

Con estas cosas, algo con menos ánimo se movía Simón a hacerles fuerza, como muchos de los suyos aflojasen; pero confiando que tenía mayor ejército, llegábase más cerca, por­que las saetas e ingenios que tiraban, como alcanzaban a mu­chos, así también los mataban.

Capítulo X. De cómo Vespasiano fué elegido emperador.

No faltaron males a los romanos en este mismo tiempo, porque Vitelio había venido de Germania con ejército y muchedumbre de otra gente; y como no pudiesen caber en el lugar y alojamiento que les había sido señalado, servíase de toda la ciudad como de tal, y llenó todas las casas de gente de armas. Como éstos viesen las riquezas de los romanos, cosa muy nueva delante de ellos, espantados al ver tanto oro y tanta plata, apenas podían refrenar su codicia, de tal manera, que ya se daban a robar y mataban a los que trabajabn en de­fenderse e impedírselo. Ls cosas, pues, de Italia, en tal estado estaban.

  Habiendo ya Vespasiano destruido todo cuanto cerca de Jerusalén había, volvíase hacia Cesárea, y entendió las re­vueltas de los romanos, y que Vitelio era el príncipe de ellas. Con esto recibió gran enojo, no porque no supiese también sufrir el imperio de otro como imperar él mismo, pero por tener por señor muy indigno aquel que se había alzado con el imperio. No podía, pues, sufrir este dolor con el tormento que le daba, ni podía tampoco entender ni dar razón en otras guerras, viendo que su patria era destruida.

  Pero cuanto la ira lo movía a tomar venganza de esto, tanto también se detenía por ver cuán lejos estaba, y que la fortuna podía innovar mucho las cosas antes que él llegase a Italia, principalmente siendo invierno. Por esto trabajaba en refrenar algo más su ira. Los capitanes, juntamente con los soldados, trataban ya públicamente de aquellas mutaciones tan grandes, y daban gritos, muy indignados y con enojo, por saber que había alojado gente de guerra dentro de Roma, diciendo que estaba holgazana y perdían la reputación y nom­bre que de hombres de guerra tenían, pudiendo dar el imperio a quien quisiesen, y elegir emperadores, con la esperanza que de su propia ganancia tenían. Que ellos, que estaban envejecidos con las armas, después de tantos trabajos, a otros daban el poder, teniendo entre ellos varón que más dignamente merecía el imperio; y que si dejaban perder esta ocasión, ¿cuándo podrían mejor, con más justa y razonable causa, hacerle gracias y pagarle según su amistad y benevolencia re­quería?

 Y que tanto era más justo que fuese elegido por emperador Vespasiano y no Vitelio, cuanto eran más dignos, y para ellos mismos, que no aquellos que lo habían declarado y elegido; porque no habían ellos sufrido menos guerras que aquellos que habían venido de Germania; ni eran para menos en las cosas de las armas ellos, que aquellos que sacaba de Germanía el tirano. Y que en elegir a Vespasiano no habría duda ni re­vuelta alguna, porque ni el Senado ni el pueblo romano ha­brían de querer más las codicias y deshonestidades de Vitelio, que la bondad y vergüenza de Vespasiano; ni por un empera­dor bueno, un cruel tirano; ni habrían de desear por príncipe al hijo y desechar al padre; porque gran seguridad y defensa es de la paz la verdadera bondad en el emperador.

  Por tanto, si el imperio se debía dar a quien fuese viejo, sabio y experimentado, ya tenían a Vespasiano; y si a quien fuese mancebo y esforzado, con ellos estaba Tito; que de la edad de entrambos podían elegir lo que más fuese conveniente, y que no sólo mostrarían ellos haber de valer el emperador que ellos habían declarado, teniendo tres legiones y más ayuda de tantos reyes; pero aun también todo el Oriente y parte de la Europa que no temían a Vitelio. Además de esto tenían en defensa de Vespasiano, en Italia, un hermano suyo y un otro hijo, el uno de los cuales confiaban que había de juntar consigo la mayor parte de los mancebos y juventud romana, y el otro era regidor de la ciudad, que es parte muy principal en la elección del emperador. Y si finalmente ellos cesasen, por ventura el Senado romano les declararía un tal príncipe a quien no tuviesen por bastante ni suficiente los soldados.

  Estas cosas se hablaban al principio en secreto; y después, animando los unos a los otros, proclamaron por emperador a Vespasiano, y rogábanle que defendiese el imperio, que en tan gran peligro estaba. Éste había tenido en otro tiempo cuidado de todo; pero, en fin, ahora no quería imperar, te­niéndose por sus hechos por muy digno de ello; preciaba más tener segura su vida, que ponerse en peligro por ensalzar y en­grandecer su fortuna.

  Cuanto más él rehusaba, tanto más los capitanes lo im­portunaban y los soldados le amenazaban, rodeándolo y po­niéndolo en medio de sus armas, que lo matarían si no quería vivir y recibir la honra que sus hechos merecían: mas, en fin, aunque lo rehusó mucho tiempo, hubo de recibir el im­perio, no pudiendo excusarse ni hacer otra cosa con aquellos que lo habían declarado por emperador.

Capítulo XI. De la descripción de Egipto y de Faro.

Determinó dar primero razón a las cosas de Alejandría, aunque Muciano y todos los otros capitanes, regidores y todo el ejército, le daban grita y movían que los llevase contra los enemigos; y sabía que la mayor parte del imperio era Egipto, por causa del mucho trigo que allí se cogía; y si una vez lo podía ganar y apoderarse de él, confiaba derribar a Vitelio por fuerza, si aun perseveraba en su porfía de querer ser emperador; porque el pueblo, muriéndose de hambre, no había de poderlo sufrir.

Deseaba también juntar con su gente dos legiones que estaban en Alejandría. Pensaba que aquellas tierras le servirían para defenderse contra toda adversidad, si algo sucedía de mal; porque es ésta una tierra muy difícil de entrar, porque no tiene puerto por la mar; tiene también por la parte oc­cidental la Libia seca, y por el Mediodía tiene un límite que aparta a Siene de Etiopía; no es parte esta navegable, por causa de los grandes sumideros del río Nilo.

Tiene por el oriente el mar Bermejo, el cual se ensancha hasta la ciudad de Copton; tiene por la parte septentrional otra defensa y fuerte, que es la tierra hasta Siria y el golfo que llaman de Egipto, sin algún puerto. De esta manera, pues, está Egipto seguro por todas partes. Alárgase entre Pelusio y Siene por dos mil estadios; y de Pintina hasta Pelusio hay na­vegación de tres mil seiscientos estadios; por el Nilo se sube hasta una ciudad que se llama Elefantina, con naos; porque los sumideros, como arriba dijimos, prohiben el camino más adelante.

El puerto también de Alejandría, por mucha paz que haya, siempre suele ser muy difícil de entrar en él, porque su entrada es muy angosta; y con las rocas que tiene escon­didas en sí, apártase de su camino derecho: por la parte izquierda se le hacen como unos brazos; a la parte diestra tiene la isla de Faro, adonde hay una gran torre que alumbra a los navegantes por trescientos estadios, para que de muy lejos se puedan guardar y proveerse en la necesidad que tienen para llegar y recoger sus naos. Alrededor de esta isla hay mu­ros hechos con obra grande y maravillosa, en los cuales bate la mar; y rompiendo en ellos las olas, hácese más dificultosa la entrada y tanto más peligrosa; pero ya cuando están dentro del puerto, están muy seguros: es grande más de treinta es­tadios, y llegan allí cuantas cosas faltan a esta tierra, y sale también de lo que ella tiene por todo el mundo.

Por esto, pues, no sin causa deseaba ganar Vespasiano las cosas de Alejandría, para confirmar todo el imperio. Que­riendo poner esto en efecto, envió cartas a Tiberio Alejandro, el cual regía estas partes y a todo Egipto, mostrándole en ellas la alegría de su gente; y que habiendo él recibido, por serle tan necesario, el imperio, quería que le ayudase, y se quería servir de su diligencia.

En la hora que Alejandro leyó la epístola de Vespasiano, con ánimo muy pronto tomó el juramento a sus legiones y a todo el pueblo; obedeciéronle todos con pronta voluntad, co­nociendo la virtud y valor de Vespasiano, de lo que antes había hecho y administrado. Éste, pues, con el poder que le fué concedido, aparejaba lo que era necesario para la venida del emperador, y todo lo que el imperio requería.

Capítulo XII. Cómo el emperador Vespasiano dió libertad a Josefo.

Sabido, antes de lo que es posible pensar, que Vespa­siano era elegido por emperador en el Oriente, luego la fama se divulgó en todas partes. Todas las ciudades hacían fiestas y celebraban sacrificios por la alegría de tal embajada. Las legiones y gente que había en Mesia y en Panonia, que poco antes se habían levantado por saber el atrevimiento y audacia de Vitelio, prometieron servir a Vespasiano con mayor alegría y gozo.

Habiendo después Vespasiano vuelto de Cesárea y llegado a Berito, recibió allí muchos embajadores que le venían de­lante, de Siria y de otras muchas provincias, presentándole cada uno por sí las coronas, y dándole el parabién muy so­lemnemente.

Presentóse también Muciano, regidor de Egipto, denun­ciándole la gcneral alegría y contentamiento de todos aquellos pueblos, y haciéndole saber el juramento que había hecho hacer, y cómo todos lo habían recibido por príncipe y señor. Sucedíale a Vespasiano su fortuna en todas partes con­forme a sus deseos; y viendo la mayor parte de las cosas in­clinadas a su parte, comenzó a pensar que no había recibido la administración del imperio sin providencia de Dios, y que su justa suerte lo había traído y hecho llegar a ser el príncipe mayor del universo. Acordándose de muchas señales y otras cosas, porque muchas cosas le habían acontecido que le mos­traban manifiestamente haber de ser emperador, acordóse también de lo que Josefo le había dicho, viviendo aún Nerón, dándole el hombre de emperador; maravillábase de este varón, que aun estaba en la cárcel o con guardas, por lo cual, llaman­do a Muciano con sus amigos y regidores contóles cuán vale­roso había sido Josefo, y cuánto trabajo había sufrido en vencer a los de Jotapata por su causa; después también les dijo cómo le había profetizado estas honras, las cuales él pen­saba que por temor eran fingidas; mas el tiempo había mos­trado la verdad de ellas, y descubierto que habían sido hechas divinamente, confirmándolas y aprobándolas aquello que su­cedido había.

Dijo entonces que era cosa deshonesta hacer que aquel que primero había sido buen agüero de su imperio, ministro y embajador de la voz de Dios, fuese detenido cautivo en ad­versa y contraria fortuna, y así llamó a Josefo y mandólo librar.

Viendo los regidores la gracia y favor que había hecho a un extranjero, confiaban también para sí cosas maravillosas y excelentes.

Tito, que estaba con su padre en este mismo tiempo, dijo: "Justo es por cierto, padre mío, que además de libertar a Josefo de la cárcel, se le vuelva la honra que le ha sido qui­tada; porque será como si no hubiera sido cautivo jamás, si le quebrantamos las cadenas; y no quitándoselas solamente, por­que con aquello le libraremos de la infamia, haciendo que sea como si no fuera encarcelado: esto se suele hacer a los que son injustamente encarcelados." Plugo lo mismo a Vespasia­no; e interviniendo uno con un hacha de armas, quebrantó sus cadenas: así fué Josefo puesto en libertad por lo que había antes dicho a Vespasiano, y fuéle de esta manera vuelta su fama como por premio, y era ya tenido por hombre digno de crédito en cuanto dijese de las cosas que habían de acontecer.

Capítulo XIII. De las costumbres de Vitelio y de su muerte.

Habiendo dado respuesta Vespasiano a todos los embaja­dores, y ordenado regidores para administrar aquellas tierras, según cada uno merecía, vínose a Antioquía; y pensando a dónde iría primero, parecióle mejor entender en las cosas de Roma, que en el camino que había determinado para Ale­jandría, porque Alejandría estaba sosegada, y las cosas de Roma estaban por Vitelio perturbadas y en revuelta; envió, pues, a Italia a Muciano con mucha gente de a pie y de a ca­ballo; pero temiendo éste ponerse en la mar por ser en el in­vierno, llevó su ejército por Capadocia y Frigia; en este medio, Antonio tomó la tercera legión de la gente, que estaba en Mesia, porque esta provincia tenía él en su regimiento, y de­terminaba venir a hacer guerra con Vitelio; cuando Vitelio lo supo, envió luego a Cecina con gran ejército para que le resistiese.

Partiendo, pues, éste de Roma, luego alcanzó a Antonio cerca de Cremona, por aquella parte que ahora es de la Italia, viendo allí el orden y muchedumbre de enemigos, no osaba darle batalla, y pensando que volverse le sería cosa peligrosa, trataba de hacer traición; por lo cual, llamando a sus capitanes y a los tribunos de su gente, persuadíales que se pasasen a Antonio, menguando las cosas de Vitelio, y levan­tando el poder de Vespasiano, diciendo que el uno tenía sola­mente el nombre de emperador, y el otro tenía la virtud y fuerza para serlo; que para ellos sería mucho mejor hacer de grado lo que era necesario, y sabiendo que habían de ser vencidos por la mucha gente, era cosa bien mirada excusar de voluntad todo peligro; porque Vespasiano mismo era muy bastante y poderoso, sin toda aquella fuerza, para tomar ven­ganza de todos los otros; y que Vitelio no osaría parecer en su presencia con cuanto podía, aunque tomase en compañía a ellos todos.

Habiéndoles dicho muchas cosas tales a este propósito, per­suadióles lo que quiso, y así se pasó con toda su gente a las partes de Antonio; la misma noche todos sus soldados se arre­pintieron por temor de ser vencidos por aquel que los había enviado, y amedrentados con esto, sacaron sus espadas, y qui­sieron matar a Cecina, y ciertamente lo hicieran, si no fuera porque los tribunos se mezclaron entre ellos, y muy rogados, en fin, no lo hicieron, pero teníanlo muy atado para enviarlo a Vitelio que lo castigase como traidor.

Habiendo oído estas cosas Antonio, luego hizo que su gente marchase, e hízoles venir con todas sus armas contra aquellos que se rebelaban: ordenados ellos para dar la batalla, resistieron poco a poco, pero luego fueron echados del lugar donde estaban, y huyeron a Cremona. La compañía primera de la gente de a caballo les atajó el camino, y cerrándolos delante de la ciudad, mataron la mayor parte de ellos, v aco­metiendo todos los otros, permitió a sus soldados que saquea­sen la ciudad, en la cual murieron muchos mercaderes extran­jeros, y muchos también de los naturales, y todo el ejército de Vitelio, que eran más de treinta mil doscientos hombres; también perdió Antonio Primo cuatro mil quinientos hombres de la gente que había sacado de Mesia, y librando a Cecina, enviólo por embajador a Vespasiano, el cual, habiendo llega­do, fué muy bien venido y muy loado, y reparó la deshonra i, afrenta que tenía de traidor, con honras que él no esperaba.

Cuando Sabino, que estaba en Roma, entendió que An­tonio ya llegaba, cobró esperanza, y tomando las compañías de la gente de guarda, apoderóse una noche del Capitolio. Venida la mañana, muchos de los nobles se juntaron con él, y Domiciano, hijo de su hermano, fué gran parte para haber esta victoria. Pero no se curaba Vitelio de Primo, antes eno­jado con aquellos que con Sabino le habían faltado, sediento con la crueldad que de su natural tenía de la sangre de los nobles, envió contra el Capitolio la gente que había traído consigo. Aquí fueron hechas muchas cosas esforzadamente, tanto por aquellos que habían venido, cuanto por los otros que tenían ya el templo; pero los germanos siendo muchos más, ganaron el collado, y Domiciano, con muchos varones muy señalados de los romanos, pudo huir divinamente, y sal­varse: toda la otra muchedumbre que allí hallaron, fué muerta y despedazada: también, siendo Sabino llevado delante de Vitelio, fué muerto, y los soldados, dado saco al templo, pu­siéronle fuego, y todo lo quemaron: el otro día llegó con su ejército Antonio, y fué recibido por los soldados y gente de Vitelio, y trabando entre ellos por tres maneras batalla den­tro de la ciudad, perecieron todos.

Viendo esto Vitelio, salió de su palacio beodo, y como suele acontecer en los que de tal manera viven, y tan pródigamente se quieren hartar, fué llevado por fuerza por medio de todo el pueblo, afrentado y deshonrado por todo género de afrentas y deshonras, y degollado en medio de la ciudad, habiendo gozado del imperio ocho meses y cinco días, el cual, si más tiempo pudiera vivir, o si alcanzara más larga vida, no pu­diera bastar a sus pródigos gastos todo el Imperio. Y fué aquí el número de los otros que murieron más de cincuenta mil.

Pasaron estas cosas a los tres días del mes de octubre; el día siguiente, Muciano entró en la ciudad con su ejército, y deteniendo los soldados de Antonio de la matanza que hacían, porque aun andaba escudriñando los mesones, y mataban los soldados de Vitelio con otra mucha gente del pueblo que ha­bía con él consentido, adelantándose con la ira a la diligencia que en examinar debían hacer esto, mandó venir allí a Domiciano, y diólo por regidor al pueblo hasta que su padre viniese. Librado, pues, ya el pueblo de todo temor, publicaba por emperador a Vespasiano, y juntamente se alegraban y regocijaban todos, celebrando fiestas por ser confirmado en el imperio, y ser Vitelio derribado y muerto.

Capítulo XIV. Cómo Vespasiano envió a su hijo Tito para acabar la guerra con los judíos.

Cuando Vespasiano llegó a Alejandría, fuéle contado todo lo que en Roma había sido hecho, y tuvo allí embajadores de casi todo el universo, dándole el parabién del imperio. Siendo esta ciudad la mayor después de Roma, parecía muy pequeña, según era la muchedumbre de gente que había venido.

Confirmado, pues, ya por emperador en todo el universo, y conservadas las cosas del pueblo romano contra la esperanza que de ello tenían, determinó Vespasiano dar fin a la guerra de Judea.

Pasado, pues, el invierno, él se aparejaba a partir para Roma, y determinaba poner asiento y concordia en las cosas de Alejandría. Así, pues, envió su hijo Tito a que diese fin a la guerra de los judíos, y tomase a Jerusalén: el cual se vino por tierra hasta Nicopolis, ciudad lejos de Alejandría veinte estadios de camino, y allí puso su gente en naos muy grandes, y vínose hasta Thurno navegando por el Nilo, y dejando las tierras de Mendesio: saliendo a tierra, detúvose en la ciudad de Tanin: de aquí partiendo, hizo estancia en otra ciudad llamada Heraclea, y vino a hacer la tercera a Pelusio.

Dió tiempo a su gente de dos días para descansar y reha­cerse: al tercer día salió de los fines y términos de Pelusio, y pasando una jornada por los desiertos y soledades, puso su campo cerca del templo de Júpiter Casio, y luego al día si­guiente en Ostracine, que es también esta tierra muy falta de agua, por lo cual los que de allí son naturales se sirven de otra que hacen traer: de aquí se reposó en Rhinocolura, y saliendo de allí, vino a hacer su cuarta estancia o jornada a Rafia, que es la ciudad primera que por aquella parte ocurre de Siria. La quinta jornada llegó su gente a reposar a Gaza, y luego de allí a Ascalona, de aquí a Jamnia, y luego a Jope, y de Jope llegó a Cesárea, determinando juntar consigo toda la otra gente de guerra.

Libro Sexto

Capítulo I. De los tres bandos en que estaba dividida Jerusalén, y de los finales que por ello se hacían.

Habiendo Tito pasado la soledad de Egipto hasta Siria, y llegado a Cesárea, venía determinado de ordenar allí su ejército; pero estando él aun con su padre Vespasiano, a quien Dios poco antes había concedido el imperio, ordenando sus cosas, aconteció que la revuelta y levantamiento que había en Jerusalén se partió en tres parcialidades, de tal manera, que los unos venían contra los otros; lo cual alguno dirá ser lo mejor entre los malos, y ser hecho justamente.

Arriba hemos declarado con diligencia de donde nació el principio de los zelotes y el señorío que sobre el pueblo tenían, lo cual era causa principal de la destrucción de la ciudad, también dijimos por quienes fué acrecentado: y ciertamente no erraría el que dijese haber nacido aquí una revuelta y le­vantamiento de otro, no menos que suele una fiera rabiosa mostrar su crueldad contra sus mismas entrañas, no hallando de fuera algo en que asir: así Eleazar, hijo de Simón, el cual desde el principio había apartado en el templo los zelotes, fingiendo que se enojaba por las cosas que Juan cada día atrevidamente cometía, no dejando él por su parte de causar v buscar a muchos la muerte, y no sufriendo, a la verdad, estar él sujeto al tirano que después de él se había levantado con el deseo de ser señor de todo, y con la codicia de su propio poder, faltó de los otros, habiendo tomado en su com­pañía a Judas, hijo de Chelcia, y a Simón, hijo de Ezron, ambos muy poderosos, además de los cuales también estaba con él Ezequías, hijo de Chobaro, varón noble: a cada uno de éstos seguían muchos de los zelotes, y más principales, y habiéndose apoderado de la parte del templo de dentro, pu­sieron encima de las puertas sagradas sus armas, y tenían confianza que no les había de faltar lo necesario, porque tenían abundancia de todas las cosas sagradas, los que no tenían por impío y contra toda religión cometer todo flagicio y maldad; pero temiendo, por verse pocos, los más se estaban ociosos en sus lugares y sin hacer algo.

Cuanto Juan era más poderoso en la muchedumbre de gente que tenía, tanto era el lugar adonde estaba peor, y los enemigos lo vencían, porque teniendo éstos el lugar más alto, no podía acometer algo sin gran miedo, ni podía retirarse ni cesar con la ira grande que tenía; y padeciendo mucho mayor daño que no causaba ni hacía él a la parte de Eleazar, todavía se estaba firme, y no aflojaba en algo, porque había muchas arremetidas y escaramuzas, echábanse muchos dardos, de manera que el templo estaba lleno de hombres muertos.

El hijo de Giora, llamado Simón, a quien el pueblo había llamado y hecho entrar dentro de la ciudad como tirano, viéndose ya todos desesperados, por la esperanza que en su socorro quedaba, teniendo la parte alta de la ciudad, y aun buena parte también de la baja, acometía a Juan y a su gente más animosamente, como combatido por la parte de arriba, y estaba sujeto a las manos de aquéllos, no menos que estaban ellos a los de arriba, que estaban en lo más alto; y de esta manera acontecía que Juan padecía dos guerras, y que daña­ba y era dañado; y en cuanto era vencido por tener más ruin lugar, en esto mismo tanto más daño hacía, puesto en más alto lugar que Simón, defendiéndose de todas las acometidas que por abajo le hacían muy fácilmente y sin trabajo con su gente, y espantaba con sus máquinas a los que por arriba del templo le tiraban. Servíase de ballesteros y de lanzas también no pocas, y máquinas de piedras, con las cuales no sólo toma­ba venganza de los que peleaban, pero aun mataban también a muchos de los que estaban ocupados en celebrar las cosas sagradas.

Y aunque no dejaban de acometer como rabiosos toda maldad, por impía que fuese, todavía recibían pacíficamente a los que venían a sacrificar, remirando con diligencia, con sospecha y como guardas, todos los naturales y los huéspedes y extranjeros que alcanzaban licencia de ellos para entrar: cuando después querían salir, los acababan y consumían con sus levantamientos y sediciones ordinarias. Las saetas y dar­dos que tiraban, con la fuerza de las máquinas e ingenios que tenían, llegaban hasta el templo y hasta el altar, y daban en los que estaban allí celebrando sus sacrificios; y muchos que habían venido de las últimas partes del mundo con gran dili­gencia por ver el lugar santísimo, fueron muertos estando delante del altar y de los sacrificios: y llenáronlo de su san­gre, como debiese ser muy adorado por todos los griegos y los bárbaros.

Con los naturales que había muertos, había también mu­chos extranjeros mezclados, y con los sacerdotes, muchos también de la gente profana; y lo que solía ser antes lugar divino, era hecho con la sangre que de los muertos había, estanque de diversos cuerpos muertos. ¡Oh ciudad desdicha­da y miserable! ¿Qué sufriste de los romanos para comparar con esto? los cuales entraron por limpiarte de tus cubiertas maldades con fuego y con llamas. No era ya templo ni lugar donde Dios habitase, ni podías tampoco permanecer siendo hecha sepulcro de sus domésticos y naturales, habiendo hecho tu templo sepultura para la guerra civil de tus propios ciu­dadanos: bien podrás volver otra vez nuevamente a tu estado; podrás, ciertamente, si primero procuras aplacar la ira de Dios que te destruye; pero la ley del historiador manda que calle el dolor, pues no es tiempo éste de llorar el daño de los míos, sino de contar la cosa como pasa: por tamo, pues, proseguiré mi historia refiriendo todas las otras maldades que en estas revueltas y sediciones se cometían. Repartidos, como dije, en tres bandos estos traidores, Elea­zar y sus compañeros, que guardaban las cosas sagradas y ofrendas, venían beodos contra Juan: los que seguían la par­cialidad de éste, robando al pueblo, levantábanse contra Si­món, que tenía en su ayuda toda la ciudad contra todos los que eran contrarios. Si algunas veces venían entrambas partes contra Juan, poníales delante sus compañeros; y saliendo de la ciudad, con lo que tiraban de los portales y del templo, con sus máquinas e ingenios que para ello tenían, se vengaba.

Y cuando los que por arriba lo podían apretar no le dañaban, porque muchas veces, de cansados y beodos, no ha­cían algo, entrábase por la gente de Simón más libremente con muchos de los suyos. Y siempre, cuanto ganaba en la ciudad, haciendo huir a sus enemigos, y las casas llenas de trigo, poníalas fuego, con todas las otras cosas que hallaba destinadas para el servicio: y volviéndose después, seguíalo Simón y hacía lo mismo, quemando y gastándolo todo; pa­recía que aparejaban todos camino y daban plaza a los roma­nos, destruyendo todo cuanto estaba preparado y proveído contra el cerco de éstos y cortando todas las fuerzas que contra ellos tenían aparejadas.

Aconteció, pues, a la postre, que todo lo que había alre­dedor del templo fué quemado, y fué hecha la ciudad plaza o campo para pelear los mismos naturales y ciudadanos de ella; y fué quemado casi todo el trigo, que pudiera haber bastado para muchos años a los cercados: fueron finalmente vencidos y presos por hambre, lo que no fueran, si ellos mis­mos no se lo causaran y hubieran buscado.

El pueblo estaba dividido en partes, no menos que si fuera un cuerpo grande, siendo combatida la ciudad, parte por los bellacos y traidores que entre ellos había, y parte también por los vecinos y gente que cerca moraban.

Los viejos y las mujeres espantadas y atónitas con tantos males como dentro padecían, hacían solemnes votos por la victoria de los romanos, y deseaban la guerra de los de fuera, por verse libres del daño que en sus casas de sus naturales recibían. Estaban con gran miedo y con terrible espanto, y no tenían ya tiempo para tomar consejo sobre lo que debían hacer, por mudar el parecer y voluntad, ni tenían esperanza de algún concierto, ni de poder huir de alguna manera: por­que todo lo tenían muy guardado; y estando discordes aquellos príncipes de los ladrones, a cuantos hallaban que tenían paz con los romanos, o entendían que se querían pasar a ellos, los mataban, no menos que si fueran enemigos de todos; pero todos éstos estaban muy concordes en matar a cuantos bue­nos y dignos de la vida había. La grita y voces de los que peleaban eran continuas de día y de noche; mas eran más amargas las quejas y más tristeza causaban los que lloraban por el miedo grande que tenían: daban por causa de tantos llantos y lamentaciones, las continuas destrucciones que pade­cían; pero el temor grande detenía el llanto y los gritos que todos daban, y enmudeciendo con el dolor, eran afligidos y atormentados con gemidos callados dentro de su corazón.

No respetaban ya los vivos a sus naturales y domésticos, ni se ponía diligencia en sepultar a los muertos: la causa de estas cosas era la desesperación que cada uno de sí y de sus cosas tenía. Los que no estaban con los revolvedores y sedi­ciosos, habían ya perdido todo el ánimo y esfuerzo, como si ya les fuese imposible dejar de morir.

Los sediciosos y revolvedores de la ciudad, allegados los cuerpos muertos en uno, pisándolos peleaban; y tomando ma­yor atrevimiento por ver tantos muertos y todos debajo de sus pies, mostraban mayor crueldad: pensando siempre algo contra sí que fuese dañoso, y haciendo todo cuanto les parecía sin alguna misericordia ni piedad, no dejaron de ejecutar toda crueldad y muerte; en tanta manera, que aun de las cosas que estaban consagradas al templo, Juan abusaba y se servía de ellas para hacer máquinas e ingenios para la guerra. Porque queriendo los pontífices y pueblo antiguamente fortalecer el templo y alzarlo veinte codos más de lo que ya estaba, el rey Agripa trajo del monte Líbano la materia y aparejo para ello con grandes gastos; es a saber, la madera, digna de ver por ser tan grande y tan derecha como se requería para tal obra; pero cesando la obra por haber intervenido la guerra, Juan cortó lo que le pareció que le bastaba, y edificó de ello torres, y púsolas contra los que peleaban contra él, por lo alto del templo, fuera del muro hacia la parte occidental, adonde solamente las podían asentar, porque las otras partes estaban ocupadas a la larga con las gradas.

Habiendo, pues, éste hecho estas máquinas impíamente, confió que había de vencer y sujetar a sus enemigos con ellas; pero Dios mostró haber sido su trabajo en balde y perdido; y antes de poner en ellas algo, trajo a los romanos que lo echasen a perder, porque después que Tito hubo juntado y recogido parte de su ejército consigo, escribió a toda la otra gente que llegase a Jerusalén, y él partió para Cesárea.

Había tres legiones, las cuales, debajo del regimiento de su padre Vespasiano, habían ya destruido y arruinado a Judea; y la duodécima, cuyos sucesos antiguamente con Cestio, capitán de ella, había probado en las peleas; la cual, aunque por esto más se señalaba en esfuerzo, también acordándose de lo que antes había padecido, venía con mejor ánimo y más esforzadamente contra ellos. Mandó que la quinta legión le saliese al encuentro por Amaunta, y que la décima subiese por Hierichunta; y él con todas las otras salió, trayendo en compañía de ellas socorros de reyes mayores que antes, y con ellos también le acompañaban muchos de los de Siria por el mismo efecto.

De esta manera se hizo cumplimiento, y se llenaron las cuatro legiones de los que con Tito vinieron, por aquellos que Vespasiano había escogido para enviar a Italia. Dos mil hombres escogidos del ejército de Alejandría, y tres mil de la gente del Eufrates, seguían a Tito, y con ellos venía también su grande amigo Tiberio Alejandro, varón muy prudente, el cual había tenido antes la administración y regimiento de Egipto; y fué juzgado por digno que rigiese y gobernase el ejército, por la grande amistad que con Vespasiano había tenido el primero en el tiempo que su imperio comenzaba, y se juntó con muy entera fe, siéndole aún la fortuna y suceso muy incierto: y así éste mismo era el principal hombre de consejo en las cosas de la guerra, por la mucha edad, saber y experiencia que de ellas tenía.

Capítulo II. Del peligro en que Tito se vió queriendo poner cerco a Jerusalén.

Entrando ya Tito en la tierra de los enemigos, iba delante de él toda la gente que para su ayuda había tenido de los reyes: luego después los gastadores, que allanaban el camino y tomaban lugar para asentar el campo; después seguía el bagaje, y luego la gente de armas. Venía tras éstos Tito con gente de su guarda de la más escogida, y su alférez; después de ellos seguían los caballeros; éstos iban delante de sus má­quinas e ingenios que de guerra traían; luego, cerca de esta gente escogida, seguían los tribunos y los capitanes con sus compañías; después, alrededor del Aguila, que era como prin­cipal bandera, venían muchas otras: iban delante de éstas sus trompetas, y luego seguían los escuadrones de los más viejos soldados, por su orden, muy concertados.

Venía el vulgo de los criados detrás de cada legión de gente, y delante de ellos venía todo el bagaje; postreros iban los que ganaban sueldo, y por guardas de éstos los sargentos v cabos de escuadras.

Haciendo, pues, según tienen los romanos por costumbre, muy en orden su camino, vino por Samaria a Gofna, la cual había sido antes ganada por su padre, y estaba aún en este tiempo con gente de guarnición. Habiéndose detenido allí una noche, luego a la mañana partió; y después de haber caminado todo el día, acabada su jornada, puso su campo en una parte que llaman los judíos en lengua hebrea Acantho­naulona, terca del lugar llamado por nombre Gbath Saúl, que quiere decir el valle de Saúl, lejos de Jerusalén casi treinta estadios.

Partió de aquí con seiscientos caballeros escogidos y de los más principales, por dar vista a la ciudad y descubrir la fortaleza que tenía, y saber lo que los judíos en sus ánimos determinaban; si por ventura, viendo su presencia, se rendi­rían de miedo antes que peleasen.

Habían oído lo que, a la verdad, pasaba: que todo el pueblo, muy afligido y trabajado por causa de los ladrones y sediciosos, deseaba mucho la paz; pero no osaba hacer algo, ni aun moverse, por verse menos poderoso que eran los ene­migos y revolvedores. Entretanto que fué cabalgando a dar vista por los muros, ninguno pareció delante de las puertas; mas apartándose al camino de la torre Psefinon, y poniendo allí su escuadrón de gente de a caballo, salióle al encuentro infinito número de judíos por la parte que se llama las torres de las mujeres, y saliendo por la parte que está de frente del monumento de Helena, rompen con la gente de a caballo, y prohibieron a los unos que se juntasen con los otros que esta­ban apartados, y atajaron a Tito con algunos pocos más.

No podía éste pasar más adelante, porque de allí hasta el muro había grandes fosos, había muchas huertas y muchas albarradas de piedras; y recogerse a los suyos que estaban en la montaña juntados, érale imposible por causa de los ene­migos que estaban en medio. La mayor parte de la gente no sabía el peligro en que Tito, capitán de ellos, estaba; sino que pensando que volvía también con ellos, todos huían.

Viendo que toda la esperanza de la salud general dependía de su esfuerzo y fortaleza, vuelve riendas a su caballo, y ex­hortando a voces a los suyos que lo siguiesen, échase por me­dio de los enemigos, trabajando en pasar por fuerza a los suyos que de la otra parte estaban. De esto sólo y de lo que en este tiempo sucedió, se puede colegir fácilmente tener Dios cuidado de los sucesos de las guerras y de los peligros de los capitanes y emperadores; porque habiendo tirado tan­tos dardos y saetas contra Tito, no estando armado ni a punto de guerra, porque, como dije, no había venido para pelear, sino para descubrir la fuerza de sus enemigos, con ninguno fué herido, antes parecía que todos volaban por el aire, como si no fuesen tirados para herirle; y echando lejos de sí con su espada los que a él se llegaban por los lados, y derribando muchos delante, corría con su caballo pisando los que caían. Había grandes alaridos que los judíos daban, por ver el ánimo y audacia del Capitán; amonestaban los unos a los otros que le acometiesen; otros, llegándose hacia ellos Tito, se par­tían aprisa, huyendo de donde quiera que él llegaba. Habían­se juntado con él algunos que se quisieron poner en el mismo peligro, por ser echados, parte por las espaldas y parte por los lados, y no tenía más que una esperanza de alcanzar salud cada uno, que era abrir el camino juntamente con Tito, antes que morir en manos de aquéllos pisado u oprimido. Así fue­ron de los más porfiados y pertinaces, uno herido, él y su caballo, y otro derribado y muerto, y su caballo fué tomado por los enemigos.

Tito se salvó con todos los demás y se vino a su campo. Habiendo visto los judíos que en la primera escaramuza o combate habían sido vencedores, levantaron sus ánimos en­soberbecidos con la esperanza mal considerada; y aquel breve acaecimiento y de poca importancia, les ganó para después atrevimiento y buena esperanza, pero poco duradera.

Capítulo III. De las escaramuzas y salidas de los judíos contra los romanos, mientras éstos asentaban su campo.

Después que Tito hubo tomado la legión que estaba en Amaunta en su compañía, en una noche, partiendo luego por la mañana de allí, llegó a Escopon, de adonde ya se descubría la ciudad y la grandeza del templo claramente por la parte que propiamente se llama Escopos, por ser lugar más bajo, el cual toca la ciudad por la parte septentrional, lejos de ella a siete estadios; y habiendo puesto allí legiones juntas, mandó que la quinta asentase su campo tres estadios más atrás, y parecióle que no pasasen los soldados más adelante por causa del cansancio que traían del camino, para que pudiesen hacer sin algún temor su muro.

Comenzado el edificio, vino la décima legión por Hieri­chunta, lugar ganado antes por Vespasiano, en el cual había también dejado parte de la gente que tenía por guarnición de aquella tierra. Habíales sido a éstos mandado que pusiesen a seis estadios de Jerusalén su campo, en aquella parte donde está el monte llamado Eleón, delante de la ciudad por la parte del Oriente, y se aparta de ella con un hondo valle llamado Cedrón.

La disensión y revuelta que los de dentro de la ciudad tenían, fué apaciguada y refrenada por la gran guerra que vieron sobrevenirles por defuera; y mirando aquellos alboro­tadores con espanto el campo y asiento de los romanos, los que estaban divididas entre parcialidades se juntaron e hicie­ron muy amigos: trataban entre sí y requerían la causa por qué se detenían o qué miraban, sufriendo que tres campos o tres muros se hiciesen para destrucción y ruina de sus vidas; y que viendo ya la guerra tan encendida, se estuviesen ellos mirando 1o que hacían, como quien mira algunas buenas obras útiles y provechosas para ellos, con los muros cerrados, de­jadas las armas y aun cogidas las manos.

Dió voces aquí uno, y dijo: "Ciertamente nosotros somos fuertes y esforzados contra nosotros mismos: la ciudad se rendirá para bien y provecho de los romanos, sin algún derra­mamiento de sangre, y esto todo por nuestras revueltas y sediciones."

Con estas palabras juntaban a unos y a otros, y los en­cendían en furor, por lo cual tomando cada uno sus armas, dieron todos en la décima legión; y entrando por el valle con ímpetu, acometen a los romanos con grandes clamores, los cuales estaban edificando su muro. Estando, pues, éstos muy puestos en el edificio y ocupados en ello, teniendo los más dejadas las armas por esta causa, fueron algo más de lo que pensaban desbaratados, porque no creían que se habían de atrever los judíos a tal cosa, por mucho que hacer quisiesen, pensando que con las revueltas y sediciones que dentro tenían, estarían muy distraídos; de manera que dejando todos la obra que entre manos tenían, unos se fueron con gran diligencia, y muchos otros que determinaban de tomar armas, antes que las alcanzasen y viniesen contra los enemigos, eran mal heridos.

El número de los judíos se acrecentaba siempre, confiados en la victoria, porque a los que primero habían acometido hu­yeron; y aun siendo pocos, parecía a ellos mismos, y aun a los enemigos también, ser muchos, por serles la fortuna entonces próspera y favorable.

Los romanos, avezados a pelear con gran orden y diestros en hacer la guerra con honra y saber, viéndose tan perturba­dos, estaban con miedo, y los que eran acometidos, volvían las espaldas ciertamente; pero si alguna vez les volvían el ros­tro, queriendo resistirles, cercados por los que los perseguían, detenían a los judíos y herían a los que menos con el gran ímpetu se guardaban. Creciendo el número y la persecución, fueron los romanos desbaratados en gran manera, hasta ser echados de sus reales y parecía estar toda esta legión entonces en gran peligro, si habiendo llegado la nueva de este suceso a Tito, luego no les socorriera y les mandara volver, repren­diendo con muchas palabras la cobardía y poco ánimo de su gente; y si metiéndose él mismo entre los judíos con la gente que consigo tenía muy escogida, no matara muchos, hiriera muchos más, e hiciera que todos los otros huyesen y se recogiesen con gran rebato en el valle que allí había. En bajar y recogerse en este valle padecieron los judíos gran daño; pero, en fin, pasando a la parte contraria de la que los romanos estaban, volvían otra vez y peleaban con los romanos, estando aquel valle en medio: de esta manera, pues, duró la pelea hasta mediodía.

Poco después, habiendo Tito puesto los que con él esta­ban allí por guarnición y guarda, y otra gente de sus com­pañías contra los que salían a escaramuzar con ellos, envió toda la otra gente al monte para que acabasen de edificar en lo más alto el muro comenzado. Parecía esto a los judíos que los rdmanos huían de ellos: y como la centinela y descubridor que habían puesto en el muro les hiciese señal moviendo su ropa, soltó con gran ímpetu mucha gente que parecía cier­tamente ser bestias sin freno y muy crueles.

Ninguno pudo, en fin, resistir ni sostener la fuerza e ímpetu grande que traían, antes en la misma hora se derra­maron y huyeron al monte como si fueran con alguna má­quina grande muy heridos. En medio de aquella subida fué dejado Tito con algunos pocos; y aconsejándole mucho los amigos que por tener reverencia y acatamiento a su Capitán y Emperador, habían permanecido con él y menospreciado todos los peligros, que guardase su vida, pues los judíos lo perseguían tanto; y que por haber victoria de ellos no oui­siese ponerse él en peligro, cuya vida era de tener en mucho más que la de todos los judíos, y que tuviese antes miramiento y consideración de su fortuna y dignidad, porque no usaba él de oficio de soldado, sino era señor no menos de toda aquella guerra que de todo el universo, y que en tan importante huida no se quisiese él detener, en quien cargaba y en cuya vida es­taba todo el universo, Tito, fingiendo que no oía estas cosas, resistía a los que contra él venían; e hiriéndolos por delante, trabajando ellos en hacerle fuerza, eran por él muertos; y per­siguiéndolos por lo bajo de aquel valle, echaba y turbaba toda aquella muchedumbre.

Espantados los judíos, parte por ver sus fuerzas tan gran­des, y parte también por verlo tan constante, ni aun entonces con todo esto huyeron a la ciudad; pero' apartándose de él por cada lado, comenzaron a perseguir otra vez los que huían, y entrando por un lado de ellos, refrenaban su ímpetu.

Estando en lo que tenemos contado, aquellos que fortale­cían el campo que estaba en la parte alta, viendo que los de abajo huían, fueron muy turbados y muy amedrentados: es­parcióse todo aquel escuadrón, sospechando y teniendo por muy cierto que no podrían sostener el ímpetu y fuerza de los enemigos, y que Tito había sido forzado de huir, porque quedando él, nunca los otros huyeran ni lo desampararan.

Rodeados, pues, por todas partes de temor muy grande, el uno se iba por una parte y el otro por otra, hasta tanto que algunos vieron al Emperador en medio del campo; y te­miéndose mucho, le hicieron saber a grandes voces el peligro en que toda su legión estaba.

Vueltos de vergüenza otra vez a su orden, avergonzán­dose aún más por haber dejado a su Capitán y Emperador que por haber huido, peleaban con todas sus fuerzas contra los judíos; y habiéndolos echado una vez, reforzaban en ello y echábanlos por los bajos de aquel valle.

Peleaban todavía los judíos recogiéndose poco a poco, y como los romanos fuesen más poderosos y vencedores, por estar en mejor y más alto lugar, juntáronse todos en el valle.

Estaba Tito contra los que le cupieron, en un lugar alto, y mandó que la legión de gente volviese a acabar la obra y fábrica del muro; y quedando él con los que de antes tenía, resistía a los enemigos y aun los maltrataba.

Así, pues, si conviene que escriba la verdad sin adulación alguna y sin hacer por envidia perjuicio, Tito libró dos veces toda la legión de peligro, y de esta manera dió facultad y poder a su gente para fortalecer su campo y acabar la obra que habían comenzado.

Capítulo IV. De una pelea o revuelta que los judíos tuvieran entre sí el día de la fiesta del pan cenceño.

Habiendo aflojado algún poco la fuerza y guerra que por de fuera se hacía, luego se levantó otra adentro de la ciudad. Y llegando ya el día de los panes cenceños, que era el catorcená del mes de abril, porque en este tiempo piensan todos los judíos que fueron librados de Egipto, Eleazar, con sus compañeros y parcialidad, quiso abrir la puerta; deseaba que algunos del pueblo entrasen, los cuales querían adorar en el templo. Juan quiso cubrir sus engaños y asechanzas bajo nombre y cubierta del día de la fiesta, y mandó que viniesen algunos de los suyos, de los que menos fuesen conocidos, con las armas escondidas bajo sus vestidos, gente mala y muy impura, para ocupar y alzarse con el templo; éstos, después que hubieron entrado, echando sus vestidos, parecieron presto muy armados.

Había con esto gran muchedumbre de gente y gran rui­do junto al templo: el pueblo, que estaba muy ajeno de toda sedición y revuelta, pensaba que eran puestas asechanzas a todos ellos; pero los zelotes pensaban ser solamente puestas por ellos.

Estos, dejada la guarda de las puertas, y saliendo algu­nos otros de los fuertes que tenían antes de trabarse y venir a la pelea, se recogieron en los albañales del templo. Los del pueblo, llegando hasta el altar, y por cerca del templo, eran derribados y pisados, siendo con palos y con otras armas heridos. Los enemigos de los muertos por odio y enemistad particular, mataban a sus compañeros mismos, no menos que si fueran de otra parcialidad; y cualquiera que antes de ahora hallase alguno de los que iban acechando, era luego llevado a morir como si fuera alguno de los zelotes.

Pero los que con sobrada crueldad afligían y atormen­taban a los que no merecían pena alguna, concedieron tre­guas a los malhechores; y habiendo salido de los albañales, adonde se habían escondido, dejáronlos ir, y teniendo ellos ya el templo y todas las cosas que dentro de él había, pe­leaban contra Simón con mayor atrevimiento y confianza.

De esta manera fué partida la gente en dos partes, y de las tres parcialidades fueron hechas dos.

Por otra parte, Tito, deseando mudar su campo de Es­copon en parte que estuviese más cerca de la ciudad, puso gente de a pie y de a caballo por guarda de todas las salidas de los enemigos, y mandó que toda la otra gente de su ejército se ocupase en allanar el camino que había desde allí hasta la ciudad.

Destruidas, pues, todas las albarradas de piedras y otros impedimentos, los cuales habían puesto defensa y guarda a sus huertos y campos, y cortada toda aquella selva, aunque era muy provechosa, que les estaba de frente, llenaron todos los fosos y valles que había; y cortadas las mayores y más eminentes piedras con sus instrumentos, hicieron todo aquel camino desde Escopon, adonde entonces estaban, hasta el monumento de Herodes muy llano, y todo el cerco del estaño que de las serpientes fué llamado Betara antigua­mente.

Capítulo V. Del engaño que los judíos hicieron a los soldados romanos

En estos mismos días los judíos engañaron a los soldados romanos de esta manera. Los más atrevidos de aquellos re­volvedores y sediciosos que había, salieron fuera de las torres que llamaban de las mujeres, fingiendo que los que deseaban la paz los hacían salir; y por temer el ímpetu grande y la fuerza de los romanos, estábanse con ellos; y el uno se escondía como recelándose del otro.

Otros, puestos con orden por los muros, y fingiendo que tenían la voz del pueblo, daban altas voces demandando la paz, y pidiendo concierto y amistad con los romanos, con­vidándolos y prometiendo abrirles las puertas. Dando aquí estas voces, echaban también contra los suyos propios mu­chas piedras como por echarlos de las puertas, y fingían que querían abrir por fuerza las puertas y darles entrada, y rogar a los ciudadanos de la ciudad que los recibiesen.

Esta astucia y engaño no la entendían los romanos, antes creían ser así muy ciertamente, por lo cual determinaban comenzar su obra, como si ya éstos estuviesen en sus manos para castigarlos, y confiasen que los otros les habían de abrir y dar entrada dentro de la ciudad.

Sospechábase con todo Tito de ver que tan voluntariamente los convidaban y movían a ello, porque no lo veía fundado en razón, pues dos días antes les movió a concierto con Josefo, y no había conocido en ellos algo que fuese ra­zonable y justo, por lo cual mandó que su gente quedase en su lugar, y que ninguno se moviese.

Había ya algunos aparejados para efectuar esta obra; y arrebatadas las armas, habían comenzado a correr a las huer­tas. Los que se mostraban haber sido echados, al principio dábanles lugar, recogiéndose poco a poco. Después, cuando ya se llegaban a las torres de la puerta, corren contra ellos, tomándolos en medio, y dan en ellos por las espaldas; los que estaban en el muro, tiraban contra ellos muchedumbre de piedras y dardos y otras armas dañosas, de tal manera, que mataban muchos y herían muchos más, porque no les era posible huir del muro: otros hacíanles fuerzas por las espaldas, y además de esto la vergüenza de ver que los regi­dores y capitanes principales habían pecado en esto, y el miedo juntamente les persuadía que permaneciesen en el delito. Por lo cual estando mucho tiempo peleando, y ha­biendo recibido gran daño, aunque no habían hecho menos en sus enemigos, al fin vinieron a hacer huir aquellos que los habían cercado; pero al recogerse, los judíos los perse­guían con sus armas y dardos hasta el monumento de He­lena. Y después, maldiciendo con soberbia a la fortuna, vi­tuperaban a los romanos por haberlos engañado; y levantando en el alto sus escudos, hacían gestos y alegrías, y saltaban; y con placer daban grandes voces.

Los capitanes, y Tito, general de todos, reprendieron a su gente por aquel error cometido, con estas palabras: "Los judíos que son regidos sólo por la desesperación, hacen todas las cosas muy de pensado y con mucha prudencia, armando los engaños y asechanzas que pueden, favoreciéndoles en ello la fortuna, sólo porque son obedientes y fieles los unos a los otros: y los romanos, a los cuales les sirve la fortuna por el uso y disciplina militar, y por la costumbre buena que tienen en obedecer a sus capitanes y regidores, pecan ahora en lo contrario, y son vencidos por no poder refrenar sus manos; y lo que es de todo lo peor, estando presente vuestro Empe­rador y Capitán, peleáis sin hombre que os rija ni gobierne.

"Ciertamente, dijo, mucho se dolerán y aun gemirán las leyes de la guerra y de la milicia; mucho se dolerá mi padre cuando supiere este desbarate y esta llaga que nos ha sido hecha. Este, porque habiendo envejecido en la guerra, nunca le ha acontecido tal error; y las leyes, porque teniendo cos­tumbre de tomar venganza muy grande, y dar la muerte a los que traspasan la ordenanza puesta, vean ahora todo un ejército haber faltado.

"Ahora podrán entender todos los que con soberbia y arrogancia han cometido esto, que entre los romanos es tenido por gran infamia aun el vencer sin licencia y permiso de su capitán."

Estas cosas dijo Tito, muy enojado, a los regidores, sa­biendo bien el castigo que había de usar con ellos, pues todos lo merecían. Perdieron éstos el ánimo todos como hombres que justamente merecían la muerte. Las legiones que estaban asentadas y derramadas por todo el campo, ro­gaban a Tito que perdonase a los compañeros, y suplicaban que tuviese cuenta con la obediencia general de todos, por lo cual olvidase el error particular y de pocos, porque el pecado que habían cometido entonces, trabajaban de enmen­darlo y corregirlo con la virtud y esfuerzo que en lo que quedaba por hacer mostrarían.

Con los ruegos y con el provecho que en esto vió Tito, luego fué aplacado y vuelto muy manso: porque pensaba que el castigo que uno merecía, debíase ejecutar; pero el yerro general y a todos común, debía también ser perdo­nado. Recogióse, pues, e hízose amigo de los soldados, amo­nestándoles y dando muchos consejos, que se remirasen todos en hacer sus cosas muy prudentemente, y él púsose a pensar de qué manera podría tomar venganza de aquel engaño y traición que los judíos habían hecho a su gente.

Habiendo igualado el camino que había desde el lugar adonde tenía el campo hasta los muros de la ciudad, en cuatro días, deseando pasar todo su bagaje y gente seguramente y sin algún peligro, ordenó los más esforzados y más valerosos de sus soldados, por la parte septentrional al Occi­dente, delante del muro, de siete en siete por sus hileras: los de a pie estaban en la delantera: y después, ordenada la ca­ballería en tres escuadrones luego detrás, puso en medio los ballesteros y flecheros.

Estando con esta defensa tan grande muy seguros y sin temor que los corriesen los enemigos, pasaron todo el bagaje de las tres legiones, y toda la otra gente, sin algún temor.

Tito, estando no más de dos estadios lejos del muro de la ciudad, puso su campo en un lugar hacia la parte que está delante de la torre que se llama Psefinos, a la cual llega el cerco del muro por la parte aquilonal, y vuelve corriendo hacia el Occidente. La otra parte del ejército puesta hacia aquella torre que se llama Hípico, cércase de muro lejos también de la ciudad a dos estadios de camino; pero la legión décima siempre quedaba en el monte Eleón, adonde antes estaba.

Capítulo VI. De la descripción notable de la ciudad y templo de Jerusalén.

Estaba cercada la ciudad de Jerusalén de tres muros, ex­cepto aquellas partes por las cuales era ceñida de valles hon­dísimos, porque por éstas solamente tenía un muro. Estaba edificada sobre dos grandes collados, de frente el uno del otro, pero apartados por un valle que había en medio, en el cual había muchas casas. El uno de estos collados, en el cual la parte de la ciudad más alta está asentada, es mucho más alto y más derecho a la largo; y por ser tan fuerte, era llamado antiguamente el castillo de David: éste fué padre de Salomón, el que primero edificó el templo, y nosotros lo llamamos el mercado alto.

El otro, que se llama Acra, sostiene la parte más baja de la ciudad, y está como en cuesta por todas partes. Había otro collado tercero contra éste, más bajo naturalmente que el de Acra, y dividido por otro valle muy ancho; pero des­pués que los Afamaneos reinaban, llenaron el valle, por jun­tar con el templo la ciudad; y cortando de la parte alta del Acra, hiciéronla más baja por que de ella pudiesen también ver el templo, levantado más alto y más eminente.

El valle que se llama Tiroplón, por donde dijimos que el collado alto se divide y aparta del de abajo, llega hasta Siloa: éste es el nombre de aquella dulce fuente y muy abundante.

Par afuera estaban aquellos dos collados ceñidos con va­lles y fosos muy hondos, y no podía llegarse a ellos por alguna parte, prohibiéndolo las rocas y peñas grandes que allí había. El muro más antiguo de los tres no podía ser tomado sino ion gran dificultad, por causa de los valles y por el collado, que estaba muy alto, en el cual estaba fundado; y también por ser éste el mejor lugar, era fundado mejor y más fuerte­mente con los grandes gastos que David y Salomón y otros muchos reyes en esta obra hicieron.

Comenzando, pues, aquí en esta parte de la torre que se llama por nombre Hipicon, y llegando hasta aquella lla­mada Xixto, y juntándose después con la torre, venía a acabar en el portal del templo, que está al Occidente. Por la otra parte se alarga desde allí hasta el Occidente, por aquel que es llamado Betison, descendiendo a la puerta que llamaban de los Esenos; y torciendo hacia el Mediodía por encima de la fuente Siloa, y volviendo de allí al Oriente, por donde está el estaño dicho de Salomón, tocando el lugar que llaman Ofian, júntase con la puerta oriental del templo.

El segundo muro tenía principio desde la puerta que llamaban Geneth, la cual era del muro primero; y rodeando solamente la parte septentrional, subía hasta la torre Anto­nia. La torre de Hípicos daba principio al muro tercero, de donde, cercando por la parte aquilonal, venía a la torre Psefina, contra el monumento de Helena, que fué Reina de los Adiabenos, y madre del rey Izata, y por las cuevas del Rey extendió a lo largo: torcía su camino de la torre que está en aquel cabo, contra el sepulcro que dicen de Fulon; y juntado con el cerco viejo de la ciudad, venia a dar en e1 valle que llaman de Cedrón.

Con este muro había cercado Agripa aquella parte de la ciudad que él había añadido, como estuviese antes abierta y sin cerco alguno, porque con la muchedumbre de gente que tenía, se salía poco a poco fuera de los muros, y se había alargado por la parte septentrional del templo cercana al collado y a la ciudad. También estaba poblado de gente el cuarto collado, que se llama Bezeta; tiene éste su asiento delante la torre Antonia, pero apartado con fosos muy hon­dos hechos adrede, porque si se juntasen la torre y fuerte de Antonia con los fundamentos o pies del collado, no fuese más expugnable, y menos alta, por lo cual la hondura del foso hacía más altas aquellas torres.

Fué llamada la parte que añadieron a la ciudad, con vocablo natural, Bezeta, que quiere decir la nueva ciudad: y deseando que fuesen aquellas partes habitadas, el padre de este rey, llamado también Agripa, había comenzado, se­gún dijimos, el muro, y temiendo que el emperador Claudio, viendo la magnificencia y fortaleza del edificio, sospechase querer innovar algo, o poner alguna discordia, cesó, y no quiso que su edificio pasase adelante, habiendo hecho sola­mente los fundamentos; porque ciertamente no fuera posi­ble ganar esta ciudad si éste acabara los muros que había comenzado.

Estaban unas piedras como entretejidas, de veinte codos de largo y diez de ancho, las cuales no podían ser cavadas ni rotas con hierro, ni movidas con todas las máquinas del mundo, y con éstas se ensanchaba el muro, pues de alto ciertamente más tuvieran, si la magnificencia de aquel que había comenzado y emprendido el muro no fuera forzado a cesar en su obra, y le fuera prohibido pasar adelante.

Otra vez fué edificado este muro por voluntad y deseo de los judíos, y creció veinte codos más que ser solía; tenía a cada dos codos unas como grandes tetas, y sus torreones a cada tres, y toda la altura de él era de veinticinco codos; las torres estaban más levantadas y más altas que el muro, veinte codos, y otros veinte más anchas; era el edificio de éstas cuadrado, muy llenas y muy fuertes, no mente que el mismo muro; el edificio y gentileza de estas piedras no era menor que las del templo; en lo más alta de todas estas torres, que estaban veinte codas más levantadas, había unas cámaras y salas o cenáculos, había aljibes que recibían en sí el agua del cielo y la lluvia; la subida de ellas todas como en caracol, pero era muy ancha en cada una; el tercer muro tenía de estas tales torres noventa; el espacio de una a otra era de doscientos codos; el muro que estaba en medio tenía catorce, y el muro antiguo estaba dividido en sesenta: tenía la ciudad toda de cerco treinta y tres estadios.

Como fuese, pues, cosa maravillosa el tercer muro, le­vantábase en un cantón hacia Occidente y Septentrión una torre llamada Psefina por la parte que Tito había asentado su campo; porque estando encima de ésta, que estaba levan­tada más de setenta codos en alto, nacido el sol, se descubría Arabia y la mar, y hasta los últimús fines de las tierras de las hebreos. Estaba edificada con ocho esquinas; contra ésta había una otra llamada Hípicos, y luego cerca otras dos, las cuales el rey Herodes había edificado en el muro antiguo, y eran más excelentes, tanto en gentileza cuanto en grandeza v fortaleza, que cuantas hay en el universo: porque además de la natural liberalidad del rey por amor y afición que a la ciudad tenía, quiso hacer esta obra señalada, y remirarse mucho en ella, poniéndoles a las tres los nombres de los amigos y personas que más amaba; la una nombró con el nombre de su hermano, la otra de un amigo suyo, y la tercera dedicó a su mujer; a ésta por causa, como dice, que fué muerta por el grande amor, y a ellos por ser muertos en las guerras, después de haber peleado valerosamente.

La torre llamada Hípicos, que tenía el nombre de su amigo, tenía cuatro esquinas; cada una tenía veinticinco co­dos en ancho, y otros tantos en largo, y también tenía cada una treinta en alto, muy fuertes y muy macizas todas: en­cima de lo más orden, había un lluvia, y encima de fuerte, adonde están juntas las piedras con pozo hondo de veinte codos para recoger la de éste había como una casa con dos techos veinticinco codos en alto, partida en diversas partes, y en lo alto tenían a cada dos codos sus llenos como tetas, y los torreones o defensas a cada tres, de manera que venía a ser toda la altura de ochenta y cinco codos.

La segunda torre, que había llamado Faselon, del nom­bre de su hermano, era muy igual en ancho, y largo de cuarenta codos; levantábase otros cuarenta redonda como una pelota, y firme: en la parte de arriba había una como galería levantada diez codas más alta, edificada con pilares y rodeada de sus defensas; en medio de esta galería había otra torre muy alta, en la cual había muy ricos aposentos y baños, por que no pareciese faltarle algo de lo que al Estado Real convenía: tenía la parte alta adornada con sus llenos y defensas, era toda la altura de ésta de casi noventa codos. Parecía al verla muy semejante a la torre de Faro, que mues­tra lumbre a los que navegan por Alejandría, pero su cerco era mayor y más ancho, y ésta era entonces recogimiento para la tiranía de Simón.

La tercera torre, llamada Mariamnes, porque éste era el nombre de la reina, tenía de alto y macizo hasta veinte codos, de ancho otros veinte, y los aposentos y recogimientos de ésta eran más magníficos y más adornados, porque pensó el rey que esto le era propio a él, y digno de su majestad que la torre que tenía el nombre de su mujer fuese más linda de ver que no las que retenían el nombre de los amigos, no menos que eran las de ellos más fuertes que ésta, la cual tenía el nombre de una mujer, y cuya altura en todo era hasta cincuenta y cinco codos.

Aunque estas tres torres eran de tanta grandeza, parecían aún mucho mayores por el lugar adonde estaban fundadas, porque el muro antiguo adonde estaban era edificado en un lugar alto, y el collado estaba también treinta codos más alto, y siendo las torres edificadas sobre éste, estaban muy levantadas. Fué también maravillosa la grandeza de las pie­dras, porque no eran piedras de las que comúnmente edifica­mos, ni que los hombres las pudiesen traer, pero eran corta­das de mármol muy blanco y reluciente, cada una de veinte codos de largo, diez de ancho y cinco de alto, y con tales habían sido edificadas; estaban tan bien juntas unas con otras, que cada torre de éstas no parecía más de una piedra, y estaban tan bien labradas y edificadas por aquellos oficia­les, con sus muestras y sus esquinas, que no se parecía por ninguna parte alguna juntura.

Estando éstas edificadas en la parte septentrional, jun­tábase con ellas por de dentro el palacio del rey, mucho más hermoso de lo que es posible declarar con palabras; porque no era posible exceder esta obra, ni en magnificencia ni edificio, en cosa alguna; estaba toda cercada de muro muy fuerte levantado en alto treinta codos, y también rodeada de torres muy lindas y muy adornadas, en igual distancia edificadas, con sus apartamientos, que pudiesen recibir dentro muchos hombres y cien camas: la variedad de los mármoles que había en ella era maravillosa de ver, porque había puesto y recogido allí muchos que en pocas partes se hallan, los cuales hermoseaban el edificio, las alturas y cumbres, con la altura de las vigas, ornamentos y gentileza grande, dignos de admiración. La multitud de recogimientos, y las diversas maneras que había de edificios llenos de toda alhaja y de todo lo necesario, de lo cual era la mayor parte de oro y de plata, tenía también muchas galerías hechas en círculo una con otra, y en cada una sus columnas, y los espacios que estaban abiertos al aire, muy bien variados, con selvas y mucha verdura: tenía unas correderas y lugares de paseo muy largos, ceñidos de otras fuentes hechas con mucho arti­ficio, y cisternas con muchas figuras de metal, por las cuales se vertía el agua, y muchas torres llenas de palomares alre­dedor de las aguas. Pero no es posible contar ni declarar la lindeza de este palacio, y da, cierto, gran pena acordarse deello para contar cuántas cosas destruyó el fuego de los ladrones, porque no fueron estas cosas quemadas por los romanos, sino por los naturales revolvedores y amigos de toda traición, según hemos contado arriba en el principio de la disensión y discordia de esta gente: y de la torre Anto­nia que comenzó el fuego, pasó también por el Palacio Real, y llevóse los techos de las tres torres.

El templo, pues, como dije, estaba edificado sobre un collado muy fuerte: al principio apenas bastaba para el templo, ni para la plaza, el llano que había en lo más alto del collado, el cual era como recuesto; pero como el rey Salomón, que había edificado el templo, hubiese cercado la parte de hacia el Oriente de muro, edificó allí un claustro junto con el collado, y quedaba por las otras partes desnudo, hasta que, siglos después, añadiendo el pueblo algo a la mon­taña, fué igualada con el collado, y hecho más ancho; y roto también el muro de la parte septentrional, tomaron tanto espacio cuanto después mostraba el templo haber compren­dido.

Cercado, pues, el collado de tres muros, vino a ser la obra mayor y más importante de lo que se esperaba: en lo cual se gastaron, por cierto, muchos años y todo el tesoro sagrado recogido de muchos dones que habían enviado de todas las partes del universo para ofrecer a Dios, tanto en lo que se había edificado en el cerco alto, cuanto en el bajo. De estas partes, la que era más baja estaba fortalecida y ensanchada de trescientos codos, y aun en algunos lugares más; pero la hondura de los fundamentos no podía verse toda, porque por igualar las calles estrechas de la ciudad, es­taban todos los valles muy llenos: las piedras eran de cua­renta codos cada una, porque la abundancia del dinero y la liberalidad del pueblo se esforzaba a hacer más de lo que a mí al presente me es posible explicar; y lo que no pensaban poder jamás acabar, parecía que con el tiempo y continua di­ligencia se ponía por obra y acababa.

La obra que estaba edificada era ciertamente digna de tales y tan grandes fundamentos: los portales estaban dobles de dos en dos; cargaban sobre columnas de veinticinco codos cada una de alto, y todas cortadas de mármol blanco: era la cubierta de lazos de cedro muy excelente, cuya natural mag­nificencia, por ser de madera muy lisa, y juntar tan linda­mente, era cosa mucho de ver, y de mucha estima a los que lo miraban; por afuera ninguna pintura tenían, ni obra de pintor alguno ni entallador: eran anchas de treinta codos, y el cerco de todo, con el de la torre Antonia, era de seis estadios.

Estaba todo el espacio del patio muy variado, enlosado de todo género y diversidad de piedras muy gentiles: por la parte que se iba a la segunda parte del templo estaba rodeado de barandas altas de tres codos, cuya labor deleitaba a cuantos las miraban, adonde había unas columnas puestas en iguales espacios, que mostraban la ley de la castidad, las unas con letras griegas, y las otras con latinas, que decían no deber ningún extranjero entrar, ni ser admitido en el lugar sagrado; porque esta parte del templo se llamaba el templo santo, y subíase a él por catorce gradas; el primero era en lo alto cuadrado y cercado de otro muro que tenía para sí propio, cuya altura, aunque por defuera pasaba de cuarenta codos, estaba cubierta con las gradas que tenía: la de dentro tenía veinticinco codos, porque edificada por gra­das en lugar más alto, no se podía ver toda la parte de den­tro, cubierta algún tanto con el collado: había después de estas catorce gradas un espacio hasta el muro, llano y de trescientos codos; y de aquí salían otras cinco gradas, y ve­níase a las puertas por unas escaleras, ocho de la parte sep­tentrional y de Mediodía, cuatro de cada parte, y dos por la parte del Oriente; porque fué necesario que las mujeres tuviesen lugar propio apartado con muro, por causa de la religión, que lo mandaba, y parecía que era necesario hubie­se otra puerta de frente. De frente de la primera había una puerta apartada de las otras regiones, puesta al Mediodía, y otra a la parte septentrional, por las cuales se podía entrar adonde las mujeres estaban, porque por otra parte entrar a ellas era prohibido: no les era lícito pasar su puerta por el muro; era abierto este lugar tanto a las mujeres naturales, cuanto a las extranjeras que venían por ver la religión que guardaban.

La parte que respondía al Occidente ninguna puerta tenía; pero había allí edificado un muro continuo y fuerte: entre las puertas había muchos portales dentro del muro, edificados casi enfrente del lugar a donde estaba recogido el tesoro, sosteniéndolos unas columnas muy altas y muy galanas; eran también muy sencillas, y no diferían en algo de las que estaban abajo, sino en sola la grandeza. Estaban unas de estas puertas guarnecidas y cubiertas todas de oro y plata, y no menos los postigos de ellas y los umbrales; pero la una que está fuera del templo estaba guarnecida de cobre de Corinto, la cual tenía gran ventaja, y era de tener en más que no las de oro ni las de plata; cada una tenía dos puertas de treinta codos de alto y quince de ancho; después de haber entrado a donde se ensanchaban algo más, tenían a cada treinta codos de entrambas partes unas sillas magníficas a manera de torres, hechas largas y anchas, y levantadas en alto más de veinte codos: sostenían a cada una de éstas dos columnas de doce codos de grueso: las otras puertas todas eran iguales; pero la que estaba sobre la Corintia, por la parte que las mujeres entraban, abríase por la parte de Oriente; la puerta del templo era sin duda mayor, porque era de cincuenta codos de alto, y tenía las puertas de cua­renta, y mucho más magníficamente adornadas, porque te­nía más oro y más plata, lo cual había Alejandro, padre de Tiberio, puesto y repartido en las nueve puertas.

Las quince gradas del muro que apartaban las mujeres, venían a dar a la puerta principal, y eran cinco gradas me­nores que las que llevaban el camino a las otras puertas: estaba el templo, es a saber, el templo sacrosanto, en medio, y subían a él por doce gradas; la altura y anchura por de frente era de cien codos, y por la parte de detrás era de cuarenta codos más angosto, porque las fronteras y entradas se alargaban como dos hombros, veinte codos por cada parte: la primera puerta tenía setenta codos de alto y veinticinco codos de ancho, y ésta no tenía puertas, con lo cual se sig­nificaba estar el cielo muy abierto para todos, y claro por todas partes: todas las delanteras estaban cubiertas de oro; la primera entrada estaba por defuera toda muy reluciente, y todo lo que dentro del templo se ofrecía muy lleno de oro a los que lo miraban; y como la parte de dentro estuviese partida, y hecha de tablas, la primera entrada se mostraba con una altura muy seguida levantada noventa codos, y tenía de largo cuarenta, y de ancho veinte. La puerta que de den­tro había estaba toda dorada, según dije, y alrededor de ella había una pared muy dorada; tenía en lo alto de ella unos pámpanos de oro, de los cuales colgaban unos racimos gran­des como estatura de un hombre, y porque con el tablado se dividía, parecía ser el templo más bajo que el que estaba defuera: tenía las puertas de oro altas de cincuenta y cinco codos y dieciséis de ancho; tenía más de una cortina de la misma largura, es a saber, el velo que llamaban de Babi­lonia, variado y tejido de colores; es a saber, cárdeno y como leonado, de grana y de carmesí muy excelente, hecho y labrado con obra maravillosa, y que había mucho que ver en la mezcla de los colores, porque parecía allí una imagen y‑ semejanza de todo el universo: con la grana parecía que se representaba el fuego, con el leonado la tierra, con el cár­deno el aire, y con el color carmesí se representaba el mar, parte de esto por los colores ser tales; pero el carmesí y el como leonado, porque la tierra lo produce y nace de ella, ~~ de la mar el carmesí. Estaba pintado allí todo el orden y movimiento de los cielos, excepto los signos.

Los que entraban venían a dar en otra parte más baja, cuya altura tenía bien sesenta codos, de largo otros tantos, s‑ la anchura veinte, divididos otra vez en cuarenta; la pri­mera parte estaba apartada cuarenta codos, y tenía tres cosas muy maravillosas y dignas de ser por todos muy alabadas: un candelero, una mesa y un incensario: había en este can­delero siete candelas, que significaban los siete planetas; en la mesa había puestos doce panes, que significaban el curso de los signos y de todo el año. El incensario con trece olores diferentes, con los cuales se llenaba, traídos de mares extra­ños y tierras inhabitables, significaba que todo era de Dios, y a Dios todo servía. La parte del templo más adentro era de veinte codos; apartábase de la de fuera con otro semejante velo, y en ésta no había algo: ninguno la podía ver ni llegar a ella, porque era muy inviolada, y ésta era la que llamaban Santa Santorum: por los lados del templo más bajos había muchos repartimientos y galerías hechas a tres, y a cada lado había entrada para recogerse en ellas: la parte del templo superior no tenía los mismos apartamientos, por donde era más estrecha, y de cuarenta codos más alta, y no tan ancha ni de tanto cerco como la inferior.

Toda la altura tenía cien codos, y por bajo no tenía más de cuarenta: lo que por defuera se mostraba estaba de tal manera, que no había ojos ni ánimo que lo viesen y con­siderasen, que no se maravillasen mucho. Estaba toda cu­bierta con unas planchas de oro muy pesadas; relucía des­pués de salido el sol con un resplandor como de fuego, de tal manera, que los ojos de los que lo miraban no podían sostener la vista, no menos que mirando los rayos que el sol suele echar: a los extranjeros que venían de lejos solía pare­cer una montaña blanca de nieve, porque adonde el templo no estaba dorado, era muy blanco: había en la techumbre y altura unas púas muy agudas de oro, por que no pudiesen sentarse aves allí y ensuciarlo, y el largo de algunas piedras que allí había era de cuarenta y cinco codos, la altura de cinco, y la anchura de seis; el altar que estaba delante del templo tenía de alto quince codos, de ancho y de largo tenía por cada parte cuarenta, y siendo cuadrado se levantaba como con ciertas esquinas a manera de cuernos, y la parte por donde se subía aquí, hacia el Mediodía se levantaba poco a poco, y había sido edificada toda sin hierro, ni jamás hierro lo había tocado.

Estaba el templo y este dicho altar rodeado con un cerco muy agradable de piedra muy gentil que salía levantada hasta un codo, y apartaba la gente del pueblo de los sacer­dotes: los gonorreicos, que son aquellos que no pueden detener su simiente, y los leprosos eran echados de toda la ciudad, y a las mujeres también que tenían flujo de sangre les estaba cerrada, y les era prohibido el entrar, y aun las mujeres lim­pias de todo esto no podían, ni les era lícito llegar al lugar arriba dicho.

Los varones que no eran del todo castos no podían lle­garse a esta parte de dentro, y los que lo eran, aunque muy puros, no podían llegar a los sacerdotes. Los que descendían del linaje sacerdotal, y no usaban el oficio por ser ciegos, podían estar dentro de aquel lugar adonde estaban los que eran de todo mal y enfermedad libres y sanos, y alcanzaban eso por vía del linaje del cual descendían: vestían vestidos populares y semejantes a los del pueblo, porque las vestiduras sacerdotales solamente eran lícitas a los sacerdotes que cele­braban los sacrificios: los que se llegaban al templo y al altar habían de ser sacerdotes sin algún vicio, vestidos con una vestidura de color como leonado, y principalmente aque­llos que eran en el beber más templados, y que más se abste­nían del vino, y eran más sobrios y recatados por el miedo grande que por su religión tenían, porque no pecasen en algo, ni faltasen celebrando sus sacrificios: subía con ellos el pontífice, aunque no siempre, pero cada siete días y el día de las calendas, que es el primero de cada mes, y si algunas veces celebraba todo el pueblo la fiesta de la patria, que solía venir cada año, solía sacrificar ceñido con un velo y cubierto con él hasta la cintura y hasta los muslos, y tenía debajo un camisón de lino que le llegaba hasta los pies, y encima una vestidura de color cárdeno, redonda, de la cual colgaban como unos rapacejos o cintas: en un nudo colgaba una cam­panilla de oro, y en otro una granada, entendiendo por la cam­panilla los truenos, y por la granada los relámpagos. El ves­tido de encima los pechos estaba ceñido con unas hazalejas o toajas variadas de cinco colores, es a saber, de oro, de carmesí, de grana, de cárdeno y de aquel color como leonado, de los cuales dijimos ser tejido el velo del templo; y tenía un como sayo variado con los mismos colores, en el cual había más oro; y el hábito y manera era semejante a un jubón ancho con dos hebillas de oro, que se venían a atar a manera de serpientes, y estaban engastadas entre ellas piedras grandes y muy preciosas, en las cuales estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel: de la otra parte colgaban otras doce piedras partidas en cuatro partes, en cada una tres, y eran sardio, topacio, esmeralda, carbunco, jaspe, zafir, achates, amatista, lincurio, cornerina, beril y crisólito; y en cada una de ellas había escrito su nombre; cubríale la cabeza una mitra o tiara con una corona hecha de jacinto; y alrededor de ella había otra corona de oro, la cual traía las letras sagradas, que son las cuatro letras vocales.

No solía ir siempre vestido con esta misma vestidura, sino con otra que era también rica, mas no tanto, y vestíase de aquélla cuando entraba en el Sagrario: solía aquí entrar una vez y no más en todo un año, y este día que entraba solía ayunar todo el pueblo; pero otra vez hablaremos de la ciudad, del templo, de las costumbres y leyes con mayor diligencia, porque no nos queda poco aun que declarar.

Estaba la torre Antonia edificada en una esquina o canto de las puertas de la parte primera del templo, que estaba al Occidente y al Septentrión: fundada y edificada sobre una peña alta de cincuenta codos, y cortada por todas partes, lo cual fué obra del rey Herodes, en la cual mostró la magni­ficencia y alteza de su ingenio en gran manera. Estaba esta piedra cubierta a lo primero de una corteza algo ligera, como una hoja de metal, por dar honra a la obra, por que pudiesen fácilmente caer los que intentasen subir o bajar: había de­lante de la torre, además de lo dicho, por todo su cerco, un muro de tres codos en alto; el espacio de la torre Antonia en alto dentro del muro, se alzaba hasta cuarenta codos; por dentro tenía anchura y manera de un palacio, repartido en todo género y manera de cámaras y apartamientos para posar en ellos; tenía sus salas, sus baños y cámaras muy buenas y muy cómodas para un fuerte, de tal manera, que en cuanto tocaba al uso necesario, parecía una pequeña ciudad, y en la magnificencia de ella parecía un palacio muy alindado; pero estaba muy a manera de torre edificada; y por los otros cantones rodeada con otras cuatro torres, las cuales eran todas de cincuenta codos de altas: la que estaba hacia la parte de Mediodía y del Oriente se levantaba setenta codos de alto, de tal manera, que de ella se descubría y podía ver todo el templo; y por donde se juntaba con las galerías, tenía por ambas partes ciertas descendencias por las cuales entraban y salían las guardas, porque siempre había en ella soldados romanos, y estas guardas eran puestas allí con armas porque mirasen con diligencia que el pueblo no innovase algo de los días de las fiestas.

Estaba el templo dentro de la ciudad como una torre y fuerte, y para guarda del templo estaba la torre Antonia: en esta parte había también guardas, y en la parte alta de la ciudad, el Palacio Real de Herodes, el cual era como un castillo: el collado llamado Bezeta, según arriba dije, estaba apartado de la torre Antonia, el cual, como fuese el más alto de todos, estaba también junto con la parte nueva de la ciudad, y era el único opuesto al templo por la parte septen­trional; pero deseando escribir de la ciudad y de los muros de ella otra vez en otra parte más largamente, bastará lo dicho por ahora.

Capítulo VII. En el cual se cuenta cómo los judíos rehusaron rendirse a los romanos, y cómo los acometieron.

La gente más de guerra y más esforzada estaba con Simón, y eran hasta diez mil hombres, sin los idumeos: estos diez mil tenían cincuenta capitanes, a todos los cuales mandaba y era Simón superior. Los idumeos tenían diez capitanes de su misma gente, y eran hasta cinco mil: mostrábanse principales entre éstos, Diego, hijo de Sosa, y Simón, el hijo de Cathla. Juan, que se había apoderado del templo, tenía seis mil hom­bres armados; y éstos eran regidos por veinte capitanes, y habíanse también entonces juntado con él dos mil cuatro­cientos de los zelotes, dejadas aparte las discordias que te­nían, con los capitanes que antes solían tener Eleazar y Simón, hijo de Atino.

Estando, pues, estos puestos en guerras y discordias, como dijimos, por dominar el pueblo, a los que no hacían lo mismo que ellos, ambas parcialidades los robaban. Simón tenía toda la parte alta de la ciudad y el muro mayor hasta Cedrón, y tenía también del antiguo muro toda la parte de Siloa hasta el Oriente, y todo lo que baja hasta el palacio de Monobazo: éste era un rey y señor extraño de gente Diabena, el que habitaba de la otra parte del Eufrates. Tenía también en su sujeción el monte de Acra, que es la parte de la ciudad inferior, hasta el palacio de Elena, la que fué madre de Monobazo.

Estaba Juan apoderado del templo, y de alguna parte de allí alrededor, tenía también a Ophla y el valle que se llama Cedrón; y puesto fuego a todos los lugares que había en medio, hicieron plaza en medio con sus armas y guerras que entre sí tenían: porque no cesaba la sedición y revuelta dentro de la ciudad, aunque veían el campo de los romanos estar muy cerca de los muros. A1 primer asalto e ímpetu que los romanos quisieron hacer, ellos se reposaron algún poco; mas luego volvieron a su antigua enfermedad, y dividiéndose en partes otra vez, cada uno por sí peleaba, haciendo todo lo que los romanos, que los tenían cercados, deseaban.

Porque no mostraron tanto rigor ni usaron los romanos de tanta crueldad con ellos, cuanta ellos mismos unos contra otros ejecutaban, ni experimentó en su daño algo de nuevo de los romanos la ciudad: porque padeció ciertamente más graves casos antes de ser destruida, y los que la ganaron hi­cieron algo más y de más nombre, porque juzgo haber sido destruidas por las sediciones y revueltas que dentro había, las cuales fueron combatidas y deshechas por los romanos; y eran mucho más fuertes, cierto, que los muros, de lo cual se puede harto claramente conocer que la adversidad y des­trucción se debe atribuir a ellos y la justicia a los romanos, de donde se entenderá claramente que el tiempo mostró y pagó a cada uno según lo que merecía.

Pero pasando estas cosas de dentro, Tito iba mirando el cerco y rondando toda la ciudad con sus principales caba­lleros, por descubrir por qué parte le vendría mejor dar el asalto y combatir el muro. Estando, pues, en gran duda, por ver que no podía pasar por aquella parte por donde los valles estaban; y por el otro lado el primer muro parecía más fuerte que eran las máquinas que Tito tenía, parecióle bien acometerlo por el sepulcro de Juan, pontífice: porque esta parte sola era más baja, y era la primera y no estaba junto con el segundo muro, no habiendo tenido cuenta con guarnecerla; porque como era la nueva ciudad, no era tan frecuentada.

De esta manera, pues, tenían por aquí más fácil entrada en el tercer muro, por el cual pensaba poder tomar la parte superior y más alta de la ciudad, y por la torre Antonia el templo.

Mirañdo Tito estas cosas con diligencia, fué herido en el hombro izquierdo con una saeta uno de sus amigos, llamado por nombre Nicanor; hombre hábil y elocuente, habiéndose llegado juntamente con Josefo, por persuadirles la paz a los que estaban en los muros. Por lo cual conoció el emperador lo que ellos trabajaban, viendo que aun no perdonaron a los que los amonestaban y buscaban su salud, y determinó de cer­carlos de hecho. Dió juntamente licencia a sus soldados que diesen saco a los arrabales que la ciudad tenía; y juntando para ello el aparejo, mandó edificar un montezuelo. Partiendo su ejército en tres partes, para acabar aquella obra, puso los tiradores y flecheros en medio; delante de éstos, en la van­guardia, puso muchos ballesteros, y todas las otras máquinas e ingenios de guerra, con los cuales pudiese defender su gente de los enemigos, si por ventura salían a estorbarles a los muros e impedirlos mientras estaban ocupados en poner en orden sus obras.

Habiendo, pues, cortado todos los árboles, mostráronse descubiertos todos los arrabales, y traídos aquéllos para acabar sus obras, estaba todo el ejército de los romanos muy con­tento y muy puesto en acabarlas.

Los judíos no eran menos diligentes en este mismo tiempo. El pueblo, que estaba puesto entre tales ladrones y matadores, tenía grande esperanza que había algún tiempo de alcanzar algún poco de sosiego estando aquéllos entretenidos contra los enemigos, y confiando que habían de alcanzar tiempo que pudiesen pedir venganza de tanto daño como les era hecho por sus mismos naturales, si los romanos salían con la vic­toria.

Juan, con todo, estábase quedo sin moverse, temiendo a Simón, aunque su gente quería salir contra los enemigos extranjeros; pero con todo, Simón no reposaba, porque estaba muy cerca de los enemigos, antes con sus dardos en orden por los muros (los cuales había poco antes quitado a los romanos) y aquellos que habían sido también tomados en la torre Antonia, les hacía guerra. No era provechoso a muchos usar de éstos, porque siendo mal diestros en tirarlos, antes se dañaban a sí mismos, y pocos había que, habiéndolo apren­dido de los enemigos que habían huido, no se lastimasen. Mas con piedras y con saetas daban encima de los que tra­bajaban en hacer el monte; y saliendo también por algunas callejas, peleaban con ellos. Cubríanse los que entendían en la obra como con unas mantas puestas contra el valle, y tenían todas las legiones unas máquinas y obras para su defensa muy maravillosas: los ballesteros de la décima legión eran prin­cipalmente mayores, y de mayor vehemencia y fuerza los ingenios también, con que echaban las piedras, con las cuales eran derribados, no sólo los que osaban salir al encuentro, pero aun también aquellos que estaban sobre el muro, por­que cada piedra pesaba un talento largamente, y tiraban más lejos y más largo de un estadio de camino, y el golpe que con estos ingenios y máquinas daban, era insufrible, no sólo a los primeros en quienes daban, sino aun alguna vez también era intolerable a los postreros.

Guardábanse los judíos de las piedras, porque eran claras y blancas; y no sólo se conocían con el ruido o sonido que hacían, sino aun también se veían con el color que tenían. Los que estaban, pues, de guarda y por centinelas en las torres, les avisaban cuando echaban sus golpes con las má­quinas que para ello tenían; y cuando movían o echaban el hierro, gritaban en lengua de la patria ciertas palabras, di­ciendo: "El hijo viene"; y de esta manera sabían antes con­tra cuáles aquellas armas viniesen, y así se guardaban de ellos; y de esto sucedía que, guardándose ellos, caían las pie­dras sin provecho y sin hacer algo.

Por tanto, pensaron los romanos hacer las piedras con tintas negras; y echadas de esta manera, no daban tan en vano como solían antes, y derribaban a muchos juntamente; pero por más maltratados que los judíos aquí eran, no por eso daban más licencia ni libertad a los romanos que edifi­casen sus fuertes, antes les prohibían toda obra y todo atre­vimiento, no menos de noche que de día.

Acabadas, en fin, las obras que los romanos hacían, habiendo echado el plomo y la cuerda, midieron el espacio v distancia que había de donde ellos estaban hasta el muro, porque no podía esto hacerse de otra manera, por la resis­tencia que por arriba les hacían. Y habiendo hallado unos que llamaremos arietes, iguales, llegáronlos en parte cómoda; y ordenadas sus máquinas según quiso, mandó Tito que com­batiesen por tres partes el muro, por que no pudiesen impe­dirle ni causar algún estorbo a sus arietes. Era tan grande el ruido que se sentía con esto por toda la ciudad, que levan­taron grandes voces todos los ciudadanos, y los sediciosos y revolvedores fueron muy amedrentados. Y porque pensaban que este peligro había de ser a todos común, determinaban todos ya resistirlo juntamente, aunque los que eran discordes y enemigos gritaban entre sí que cuanto hacían era en pro­vecho de los romanos, y que ya que Dios no les quiera con­ceder perpetua concordia, por lo menos al presente tiempo les convenía a todos concordar y hacer generalmente resis­tencia a los romanos.

Envió también Simón un trompeta, y dió licencia y facultad a los que quisiesen para salir del templo y venir al muro: lo mismo hizo Juan, aunque éste menos se fiaba. Olvidando ellos sus enemistades y discordias, júntanse en uno;.y repartidos por el muro, echaban mucho fuego contra las máquinas de los romanos y contra los que movían aque­llos ingenios que los romanos tenían hechos, y tirábanles sin cesar.

Saliendo también los más atrevidos a manadas, deshacían las cubiertas de las máquinas e ingenios de los enemigos; y poniéndose contra ellas, hacían mucho con el gran atre­vimiento que tenían; pero poco con saber y destreza.

Estaba siempre Tito ocupado en ayudar a los que por él trabajaban; y habiendo ordenado la gente de a caballo cerca de aquellas máquinas e ingenios que había puesto, y sus flecheros, defendía y combatía a los que echaban el fuego, y hacía recoger de las torres a los que tiraban, dando espacio y tiempo a los que tenían puestos sus ingenios y máquinas, para que les hiciesen daño y efectuasen su intento: con todo esto no podían derribar el muro, sino que el ingenio de la quinta legión movió algún tanto la una esquina de la torre; y el muro permanecía siempre muy entero, porque no sintió luego su peligro, como hizo la torre, que era mucho más alta; y aunque ella cayese, no podía hacer daño alguno al muro.

Reposándose ya algún tanto, y dejando de salir contra los romanos, tuvieron ojo a que estaban atentos y distraídos en sus obras y en su campo, porque pensaban que los judíos se habían ido por el trabajo y miedo que tenían: salieron todos secretamente por la puerta adonde está la torre de Hípico, y echaron fuego a todas las obras que los romanos habían hecho. Salían armados contra los romanos, hasta lle­garse a los fuertes que tenían éstos hechos delante de su campo; pero fueron movidos para mal de los judíos, tanto los que allí estaban cerca, como los de más lejos. La disciplina y uso de las armas que los romanos tenían, vencía el atrevi­miento y audacia de los judíos; y habiendo hecho huir los primeros que hallaron, hacían fuerza contra los otros que se recogían. Trabóse una fiera pelea cerca de las máquinas e ingenios de los romanos, procurando los judíos ponerles fuego en sus ingenios y máquinas, resistiendo y trabajando los ro­manos por defenderlos, y así se levantaban las voces hasta el cielo de ambas partes; y muchos de los que estaban en la vanguardia y delantera, murieron.

El atrevimiento de los judíos era mayor, por lo cual eran superiores, y había ya tomado el fuego en las obras de los romanos; y fuera ciertamente todo abrasado, si los más escogidos de Alejandría no hubieran resistido, peleando mu­chos de ellos más esforzadamente que lo que de ellos se espe­raba; porque ciertamente se adelantaron en esta guerra a los más valerosos, hasta tanto que, el capitán y emperador Tito, acompañado con los más esforzados caballeros de los suyos, dio en los enemigos, y él por su parte mató doce hombres de la parte contraria que le vinieron delante; y por temor de la matanza que se hacía en los judíos, forzados todos a huir, hízolos recoger dentro de la ciudad, y de esta manera libró sus máquinas e ingenios del fuego.

Aconteció que en esta pelea fué preso un judío vivo, y mandó Tito crucificarlo delante del muro, por ver si por ventura los otros que dentro estaban, espantados con esto se rendirían.

Después de haber partido de aquí el capitán de los idu­meos, llamado Juan, estando hablando delante de los muros con un soldado conocido, fué herido en el pecho por un árabe con una saeta, y luego en la misma hora murió, y dejó por cierto gran dolor y llanto a los judíos, y mucha tristeza a los revolvedores, porque era hombre pronto en sus manos, y esforzado y muy sabio.

Capítulo VIII. De cómo cayó la una torre, y cómo los romanos ganaron los dos muros.

Y luego la noche siguiente se levantó grande alteración y alboroto entre los romanos, porque habiendo mandadoTito que se hiciesen tres torres de cincuenta codos de alto, para que puestas éstas encima de cada una de las montañas que habían hecho, pudiesen mejor y más fácilmente derribar y hacer huir los enemigos, la una de ellas cayó una noche muy serena, sin hacerle fuerza alguna, y fué tan grande el ruido y estruendo que hizo, que amedrentó todo el ejército.

Sospechando que los judíos trabajaban por hacerles algo, tomaron luego las armas, y con esto se revolvieron las legio­nes y se alborotaron; y como ninguno pudiese decir algo de lo que había acontecido, echando muchas quejas, unos pen­saban una cosa y otros pensaban otra; de esta manera te­míanse todos de sí mismos sin ver enemigos, y los unos pedían a los otros alguna señal, como si los judíos ya' les tuviesen ganado el campo.

Mostraban estar todos espantados no menos que de algu­na visión, hasta tanto que Tito, habiendo sabido lo que pasaba, mandó que fuese descubierto y manifestado a todos lo que era, y cuando fué sabido se reposaron.

Sufrían los judíos toda fuerza cuanta les hacían, vale­rosamente; pero fueron maltratados desde las torres, porque desde allí los herían con las máquinas menores y más ligeras, los tiradores, flecheros y los ingenios que echaban las piedras. Y no pudiendo ellos igualar la altura de estas torres, ni te­niendo esperanza de poderlas destruir, pues no les era posible derribarlas por su gran peso, ni poner fuego en ellas por causa de que estaban cubiertas de hierro, huían más lejos que un tiro de saeta, y no podían aún guardarse de los golpes de aquellos ingenios que los romanos tenían puestos; los cuales, perseverando en su obra e hiriendo siempre, gana­ban y aprovechaban algo poco a poco.

Rompiendo ya de esta manera el muro estaba aquel grande ingenio de los romanos, los judíos Nicona, porque todo lo vencía, ya cansados de pelear y trasnochar por la parte que el cual llamaban aunque estaban , estando de guarda lejos de la andad, quisieron también con más negligencia o por tener mal consejo, pensando tener un muro demasiado, pues les quedaban otros dos, y esos muy fuertes, dejar el primero; y así muchos, cansados, se alejaron y retrajeron al segundo muro.

Como los romanos hubiesen subido por la parte del muro que había sido con aquella gran máquina derribada, abiertas las puertas, recibieron dentro a todo el ejército. Y habiendo ganado de esta manera este muro a los dos de mayo, derri­baron gran parte de él y la parte de la ciudad que estaba al Septentrión, la cual había ya antes Cestio destruido.

Habiendo Tito advertido adónde estaba el fuerte de los asirios, pasó su gente, tomando toda aquella tierra que había entre Cedrón; y apartado más de un tiro de saeta del segundo muro, comenzó luego a combatirlo. Aquí

judíos valerosamente, repartiendo entre los suyos peleaban de la torre Antonia, tentrional del templo y hasta el monumento de Alejandro. La gente de Simón había cerrado desde aquel monumento adonde Juan llegaba, hasta la puerta por donde entraba el agua en la torre de Hipico.

Muchas veces salían de las puertas y peleaban de más cerca; y siendo forzados a recogerse dentro de sus muros, al pelear eran vencidos por la disciplina militar y ejercicio que los romanos tenían, en la cual eran los judíos muy poco ejercitados; pero en pelear desde el muro, eran vencidos los romanos; porque éstos vencían con la próspera fortuna que tenían y con la ciencia en las cosas de la guerra, y los judíos se sustentaban y defendían con el atrevimiento, regido por el miedo grande, por ser muy fuertes en sufrir adversidades.

Tenían aún éstos esperanza de salud, no menos que los romanos de alcanzar la victoria; ningunos por su parte se cansaban: eran muchas las acometidas y combates que daban al muro y las corridas que se hacían de ambas partes cada día; peleábase de todas maneras, esparciendo las peleas que en amaneciendo se comenzaban; la noche les era a todos más pesada que el día, porque no dormían, temiendo los , judíos que el muro sería ciertamente luego ganado, y los romanos, por otra parte, temían que les acometiesen y entrasen por campo. Estando, pues, toda la noche en guarda muy armados, luego al amanecer se mostraban aparejados para pelear.

Los judíos contendían quién primero y quién más pron­tamente se ofreciese a los peligros, porque de esta manera alcanzasen favor de sus capitanes: movíalos principalmente la reverencia y miedo que tenían a Simón; y de esta manera todos los que le estaban sujetos, lo acataban tanto, que estaban prontos para matarse ellos mismos si él lo mandase.

La costumbre que los romanos tenían de vencerles, per­suadía y levantaba su virtud, porque no eran acostumbrados a ser vencidos, y por las muchas guerras y por el continuo ejercicio de las armas y grandeza del Imperio, y lo principal por ver a su capitán y emperador estar siempre presente: porque acobardarse en presencia de su emperador y aun ayu­dándoles él, teníanlo por maldad muy grande, y estaba como testigo presente de aquel que bien pelease, para dar a la virtud el debido premio: había también provecho en esto, que por lo menos hacía manifiesto al príncipe cuán valiente y esforzado varón fuese: por esto muchos se esforzaron más, y se mostraron prontos para hacer más de lo que sus fuerzas les bastaban.

Estos mismos días, finalmente, habiéndose ordenado de­lante del muro un escuadrón de los más esforzados judíos y hombres de guerra, tirando muchas saetas y dardos de am­bas partes, adelantóse uno del escuadrón de la gente de a caballo, llamado Longino, y echóse por medio del escuadrón de los judíos; y haciendo camino por medio, mató dos de ellos los más esforzados: al uno, que le reencontró, dió en la cara, y sacando la misma saeta, dió con ella 'al otro, que se iba retirando, y luego saltó por entre los enemigos y se vino a los suyos. Este, pues, por su virtud era muy señalado; pero hubo muchos que hicieron lo mismo.

No teniendo los judíos cuenta con el daño que recibían, solamente tenían ojo a hacer daño a los romanos, y despre­ciaban mucho la muerte, con tal que muriesen matando alguno de sus enemigos. Tito, con todo, no tenía menos cuenta con la salud de los soldados, que con la victoria que esperaba alcanzar, diciendo que el ímpetu y fuerza temera­ria y sin consejo, no era fuerza, sino desesperación; y que solamente era virtud trabajar en pelear prudentemente y con cordura, sin recibir daño, y que en esto se mostraba el ánimo del varón esforzado.

Capítulo IX. De cómo un judío llamado Castor se burlaba de los romanos.

Así, mandó sentar en la parte septentrional aquel inge­nio llamado ariete, delante de la torre, adonde un judío astuto y engañador, llamado Castor, se había escondido con otros diez soldados, después de huidos todos los otros por el gran miedo que de las saetas tenían. Habiendo éstos estado algún tiempo durmiendo armados, oyendo cómo combatían la torre, ellos se levantaban; y Castor, extendiendo sus manos, pedía el socorro y ayuda de Tito muy humilde, suplicando con voz de gran compasión que los perdonase.

Creyendo esto simplemente Tito, pensando ya que los judíos se arrepentían de la guerra, y que les pesaba por ella, mandó que sus ingenieros y máquinas cesasen, y que no tirase su gente a los que le suplicaban, y permitió a Castor que dijese lo que quería.

Respondiendo él que quería salir a hacer concierto con él, dijo Tito que se lo tenía a bien y se holgaría mucho que todos fuesen del mismo parecer, porque él estaba muy pronto para tener paz con todos los de la ciudad. Pero como de aquellos compañeros de Castor, los cinco fingiesen que eran del mismo parecer, los otros cinco comenzaron a gritar que no habían de sujetarse jamás a los romanos, entretanto que pudiesen morir con su libertad. Estando, pues, ellos dudando sobre esto, cesaba en este tiempo la fuerza y combate que les daban.

Mientras en esto se detenían, enviaba Castor a Simón algunos mensajeros, por los cuales le decía que proveyese mientras podía y mirase en lo que le era necesario; porque por un poco de tiempo él se burlaría de Tito, capitán de los romanos: y mostrábase también persuadir y aconsejar a los suyos que contradecían esto mismo, entretanto que trataba aquello con Simón. Y no pudiendo sufrir lo que les decía, pusieron sus espadas contra sus corazas, y sacudiéndose con ellas, dejáronse caer como muertos.

Maravillóse Tito y sus compañeros cuando los vieron tan pertinaces, no pudiendo ver, a la verdad, del lugar donde estaban, por ser más bajo, lo que pasaba: maravillábase de ver su grande atrevimiento y osadía, y tenía también com­pasión de ver la ruina y destrucción que se les aparejaba.

En este medio tiró uno una saeta e hirió a Castor en una nalga; y sacándose él mismo de la herida la saeta, mos­tróla al emperador, quejándose que sufría cosa indigna y muy injusta. Reprendió Tito al que la había tirado, y envió a Josefo, que estaba con él, que diese las manos a Castor y lo recibiese en su amistad; pero éste respondió que no lo haría, porque no pensaban algún bien en todo cuanto pedían y con humildad suplicaban, y detuvo los amigos que qui­sieron ir.

Diciendo uno de los que se habían huido, llamado Eneas por nombre, que iría a verse con él, moviéndolo a ello Castor, y diciéndole que trajese algo en que llevar la plata que tenía, corrió éste con las manos abiertas, con mucha afición y codicia: así como llegó dejóle caer encima una pie­dra muy grande; pero no pudo herirlo, porque él se guardó, e hirió un otro soldado que allí también estaba.

Teniendo, pues, Tito conocido ya el engaño, conoció también claramente que la misericordia y amistad daña en la guerra, y que la crueldad es menos engañada con la astu­cia, por lo cual, airado por el engaño, mandaba con mayor diligencia usar de su ingenio contra la torre. Cuando Castor y sus compañeros vieron que la torre andaba ya con tantos golpes de caída, pusiéronla fuego; y echándose por medio de las llamas en las minas que le misma torre tenía, alcanzaron otra vez nombre de hombres muy animosos entre los roma­nos, porque se hubieran echado en el fuego.

Tomó, pues, por esta parte Tito el muro, cinco días des­pués de tomado el primero, y haciendo huir de allí a todos los judíos, entró dentro con mil hombres de los mejores que tenía junto a sí en las armas, adonde estaba la nueva ciudad, v aquellos que vendían la lana y los paños, y los herreros; aquí también estaba el mercado de los vestidos, e íbase de aquí al muro por unas sendas y calles muy angostas. Cier­tamente que si él hubiera destruido la mayor parte del muro, o hubiera arruinado lo que había tomado hasta allí, según ley y usanza de la guerra, no creo que hiciera con su victoria daño alguno; pero ahora, confiando que alcanzaría de los judíos que se entregasen, dilató su partida, pudiendo partirse fácilmente; y esto, porque no pensaba que aquellos a los cuales él daba buen consejo, le habían de armar asechanzas.

Capítulo X. De cómo los romanos ganaron por dos veces el segundo muro.

Ganado, pues, el segundo muro, y entrado que hubo Tito dentro, no consintió que su gente matase alguno de los que prendían, ni que quemasen las casas; antes daba tanta liber­tad a los revolvedores y sediciosos de la ciudad para pelear si quisiesen, cuanto prometía volver a todos sus bienes y‑ pose­siones si se rendían; porque muchos suplicaban que les guar­dase la ciudad, y que en la ciudad guardase y‑ prohibiese que fuese destruido el Templo.

Estaba ya de antes el pueblo muy conforme con lo que él aconsejaba; pero la juventud y gente deseosa de guerra, tenían por cosa muy apocada la humanidad de Tito, y pen­saban que por cobardía y poco ánimo, viendo que no podía alcanzar ni ganar lo que les quedaba de la ciudad, les proponía todas aquellas condiciones. Por lo cual denunciaron a todo el pueblo la muerte, si había alguno que osase hablar o hacer mención de rendirse a los romanos, o de tratar paz con ellos; a los que habían entrado, resistían unos por las estrecharas de las calles; otros desde sus casas, y otros que habían subido por el muro, comenzaban a pelear; con las cuales cosas fueron los que estaban de guarda muy turbados, y echáronse por el muro abajo; y dejando las torres en cuya guarda estaban, re­cogiéronse entre su gente.

Oíanse los clamores de los soldados que estaban dentro de la ciudad cercados de enemigos: los que estaban fuera cerrados en sus alojamientos y tiendas, por el miedo que tenían, y cre­ciendo el número de los judíos, prevaleciendo también por saber mejor que los romanos las calles y todos aquellos ca­minos, muchos romanos eran muertos y despedazados; y cuan­to más ellos por el aprieto y necesidad en que estaban re­sistían, tanto más eran echados. No podían huir por la es­trechara del muro muchos juntos, y fueran muertos todos los que habían pasado, si Tito no les socorriera: porque ha­biendo ordenado por los cabos de las calles sus flecheros, y estando él allá donde estaba el mayor número de judíos, echaba los enemigos con muchas saetas y dardos que les ti­raban. Estaba también allí con él Domicio Sabino, varón muy bueno y probado por tal en esta guerra, y perseveró allí echán­dolos con sus saetas y armas hasta tanto que todos los soldados pudieron librarse.

Habiendo, pues, ganado de esta manera a los romanos el segundo muro, que hubieron de recogerse por fuerza al pri­mero, crecióles el ánimo y orgullo a los que dentro de la ciudad estaban, y mucho más a los que eran hombres de guerra; y con las cosas prósperas que les sucedían, estaban como locos y sin sentido, porque pensaban que, pues no les había sucedido bien a la primera, no habían de osar llegarse más a la ciudad; y que no podían ellos ser vencidos, si salían a pelear, porque Dios era contrario a los romanos y a sus empresas, por ser tan malos como eran; y veían, por otra parte, no ser mucho mayor la fuerza que quedaba entre los romanos, que era aquella que había sido rota poco antes; ni el hambre tampoco, la cual poco a poco entraba; pero no se acordaban de ella, porque aun se sustentaban con el mal pú­blico del pueblo, bebiendo la sangre de toda la ciudad.

Mucho tiempo había ya que todos los buenos padecían pobreza y necesidad, y muchos se habían ya consumido de hambre, y por falta de mantenimientos. Los revolvedores y sediciosos parece que se consolaban de los males que padecían con la muerte y destrucción universal del pueblo, deseando que aquéllos solamente se salvasen, que no aprovecharan la paz ni la concordia, y los que quisiesen vivir en su libertad a pesar de los romanos.

Holgábanse que la muchedumbre que en esto les era con­traria, fuese consumida poco a poco, no menos que una carga muy pesada e importuna, y ésta era la buena afición que con sus propios naturales tenían.

La gente que había de armas allí, prohibió a los romanos entrar en la ciudad aunque otra vez lo procuraban; y haciendo reparo de las partes derribadas del muro para su defensa, sos­tuvieron tres días peleando siempre valerosamente.

El cuarto día no pudieron sufrir a Tito, que los acometió con mayor fuerza, antes forzados se recogieron otra vez adonde antes habían hallado reparo; pero habiendo en este medio ganado Tito el muro, derribó toda la parte que estaba al septentrión, y puso sus guarniciones por la de Mediodía, en las torres y fuertes que había.

Capítulo XI. De los montes que Tito mandó levantar contra el tercer muro. De la larga oración que Josefo hizo a los de la ciudad por que se rindiesen, y del hambre que los de dentro, estando cercados, padecieron.  

Pensaba ya Tito de qué manera podría combatir el tercer muro, y parecíale haber durado poco tiempo su cerco en lo que había ganado, por lo cual determinó dar tiempo a sus enemigos para que tomasen consejo entre sí, y ver si aflojaría la pertinacia de ellos viendo ya ganado el segundo muro, o por lo menos por el miedo grande del hambre. Porque era imposible que lo que robaban bastase ya para más, y por esto él se estaba a su placer muy ocioso. Venido el día, cuando con­venía repartir los mantenimientos entre los soldados, puestos los enemigos en un lugar que se mostraba a todos, mandó que los capitanes ordenasen su gente y pagasen a todos. Salieron entonces muy en orden con sus armas descubiertas; los caba­lleros traían sus caballos muy adornados, y todos aquellos arrabales relucían con el oro y con la plata desde muy lejos.

No había espectáculo ni vista por la cual los soldados más se alegrasen, ni había cosa que a los enemigos fuese tan espantable.

Estaban los muros antiguos y toda la parte septentrional llena de gente que los miraba; también estaban las casas llenas de gente que miraba lo mismo, y no había parte alguna ni rincón en toda la ciudad que no estuviese lleno e hirviendo de gente, aunque los más atrevidos habían sido con esta vista amedrentados, viendo la gentileza de las armas y el orden tan excelente de los soldados. Y pudiera ser que con esta vista mudaran aquellos sediciosos y revolvedores de su parecer, si no desesperaran de poder alcanzar perdón de los romanos, de tantos y tan grandes daños y maldades como habían come­tido contra el pueblo; teniendo, pues, por muy cierto que si dejaban de proseguir su fuerza adelante, no les había de faltar el castigo de la muerte, tuvieron por mejor proseguir la guerra y morir antes peleando.

Prevalecía también lo que Dios tenía determinado, es a saber, que muriesen tanto los sin culpa e inocentes como los muy culpados, y que fuese la ciudad toda con todos los revolvedores destruida.

Duró, pues, el repartir de los mantenimientos entre los de nada legión cuatro días; venido que fué el quinto, habiendo entendido Tito que los judíos no tenían pensamientos de con­eor,dar con él ni hacer paz, repartido su ejército en dos partes, comenzó a levantar montes contra la torre Antonia, cerca del monumento de Juan, pensando que por aquí podía tomar la parte alta de la ciudad, y que tomada la torre Antonia, después tomaría el templo, porque si no lo ganaba, era im­posible tener seguramente la ciudad. Por está causa en cada una de estas dos partes levantaba dos montes, cada legión el suyo.

Los que trabajaban cerca del monumento dicho eran com­batidos por los judíos y compañeros de Simón, que les hacían gran estorbo y daño; y los que trabajaban cerca de la torre Antonia eran desbaratados por los compañeros de Juan y por muchos de los zelotes, no sólo por la ventaja que en el lugar, por ser más alto, tenían, sino también porque habían ya aprendido el uso de las máquinas e ingenios de guerra de los romanos, con el uso y la experiencia cotidiana: tenían tres­cientos ballesteros y cuarenta tiros de piedras, con los cuales impedían a los romanos, y les hacían mucho estorbo por que no acabasen sus edificios y fuerte.

Sabiendo Tito que la fortuna le había de ser próspera, y que la ciudad había de ser destruida y perecer todos, hacía juntamente dos cosas: la una era dar diligencia y prisa grande en el cerco, y la otra era no cesar de aconsejar a los judíos que se redujesen a la paz y obediencia romana; y represen­tándoles sus hechos juntamente con su consejo, y entendiendo que muchas veces suele ser más fuerte y más poderosa con los hombres el habla y tratamiento, tanto les rogaba que mi­rasen por su salud entregándole la ciudad, la cual era ya casi toda tomada, cuanto también les alegaba a Josefo, el cual les hablaría en lengua de la patria, confiando que por con­sejo y amonestación de un hombre natural, dejarían de pasar más adelante en su pertinacia.

Yendo, pues, Josefo por todo el cerco del muro, lejos cuanto un tiro de ballesta, por donde pensaba que sería oído más fá­cilmente, rogábales mucho que se guardasen ellos y todo el pueblo, que no fuesen causa de la destrucción del templo y de la patria, y que no quisiesen mostrarse más duros en esto y más pertinaces que eran los mismos enemigos extranjeros; porque los romanos tenían reverencia a las cosas sagradas de los tem­plos de aquellos con quienes no tenían una ley común, y que cuanto a esto, todos refrenaban sus manos grandemente; y que ellos, es a saber, los judíos, estaban muy dados a echarse a perder de grado y a buscar la muerte, pudiéndose guardar de ella. Pero que mirasen ya a los muros más fuertes derribados a tierra, y que solamente los que menos eran quedaban.

Díjoles que conociesen no poder sostener ni resistir a la fuerza de los romanos, y que no era cosa nueva ni por ex­perimentar de los judíos estar sujetos a los romanos. Porque aunque es linda cosa pelear por la libertad, esto se debe hacer en el principio; porque el que ha estado una vez sujeto y ha obedecido al Imperio mucho tiempo, si por ventura quería salir de esta carga y rehusar este yugo, no se mostraba cierta­mente amador de la libertad, sino deseoso de morir mala­mente. Y que se debían afrentar de estar sujetos y tener por se­ñores a los que fuesen de menor estado y condición que ellos, y no a los romanos, a cuyo poder estaba todo sujeto. Porque, ¿qué cosa hay tan fuerte que se haya librado de los romanos o no la hayan ellos sujetado a su imperio, sino lo que, o por el calor o por el frío, es intolerable y nunca habitado? Antes la fortuna de todas partes se les ha pasado, y el Dios que regía en todas las naciones el Imperio, ahora, si lo miráis, hallaréis que está en Italia.

Pues esta es ley general, a la cual están sujetas las bestias y fieros animales, que el más poderoso esté sujeto a aquel que es menos, y la victoria está siempre con aquellos con quienes está también la mayor fuerza de las armas. Por tanto, vuestros padres y antepasados, aunque eran muy más esforzados y ani­mosos que ellos y mejor proveídos de toda cosa, no resistieron a los romanos; antes les estuvieron siempre sujetos, a los cuales nunca sirvieran ni hubieran sufrido, si no fuera por saber que Dios les favorecía. ¿Pues en qué os confiáis ahora vos­otros, siendo ya tomada la mayor parte de la ciudad? ¿Y aunque los muros estuviesen todos enteros, siendo los ciuda­danos casi todos muertos?

Muy bien saben los romanos el hambre que la ciudad padece, y cómo el pueblo es ahora consumido, y que de aquí a poco han de perecer aun los más esforzados: porque aunque los romanos cesen y dejen el cerco, y aunque no hagan fuerza con sus armas, ni a vosotros ni a la ciudad, todavía tenéis, oh judíos, de dentro guerra inexpugnable; la cual cada hora crece, si ya por ventura no tomáis también contra el hambre las armas, y podéis vencer la mala fortuna y desdicha vuestra.

Añadía también a lo dicho, cuánto mejor era, antes de la destrucción intolerable, mudar de parecer y seguir el con­sejo más saludable, entretanto que les era lícito y posible; por­que los romanos no se enojaban de lo hecho hasta el presente, sino eran pertinaces en lo que habían comenzado; naturál­mente son hombres que aman la paz, la mansedumbre, y pre­fieren a la ira lo que es más provechoso. Esto pensaban que era haber la ciudad no vacía de hombres ni la provincia de­sierta; y que, por tanto, quería el emperador Tito tener paz con ellos; porque si por fuerza y por asalto toma la ciudad, no había de perdonar a alguno, ni permitir que quedase hom­bre vivo, por ver principalmente que viendo tantas destruc­ciones, no le habían querido obedecer, rogándoles él mismo.

El muro tercero será presto ganado, de lo cual dan fe los dos que habían ya alcanzado; y cuando no pudiesen ga­narles sus defensas, el hambre que habían de padecer pelearía por los romanos.

Muchos que estaban en el muro vituperaban v decían mu­chas injurias a Josefo, que tan buenos consejos les daba: al­gunos también le tiraban sus dardos y saetas. Viendo él que con mostrarles claramente las desdichas y destrucciones que padecían, y las que se les esperaban, no podía doblarlos, púsose a contarles historias hechas entre gentiles y batallas ganadas por los romanos; dijo gritando:

"¡ Oh malaventurados de vosotros, olvidados de los que están prontos para ayudaros, guerreáis con vuestras armas y vuestras manos con los romanos! ¿Pues qué gente hemos jamás vencido nosotros de esta manera? ¿Qué tiempo ha habido en el cual no defendiese Dios, creador de todas las cosas, a los judíos si eran molestados? ¿No cobraréis, pues, sentido? ¿No miraréis de a dónde salís a pelear, y que hacéis injuria a tan grande ayuda como en todo tenéis? ¿No se os acuerdan las divinas obras de vuestros padres, y cuántas guerras nos excusó este santo lugar, a donde ahora estáis? Las hazañas grandes y maravillosas que Dios ha hecho con nosotros, sabed que me amedrento de contarlas; pero oíd todavía, para que conozcáis que resistís, no sólo a los romanos, sino a Dios también con ellos.

"i\7echias, rey de los egipcios, llamado por otro nombre Faraón, vino con ejército infinito y hurtónos la reina Sara, madre de nuestro linaje. ¿Qué hizo, pues, su marido Abraham, bisabuelo nuestro entonces? Pues ciertamente que tenía tres­cientos dieciocho capitanes, de los cuales cada uno tenía in­finita gente que le obedecía. ¿Por ventura quiso más repo­sarse y no hacer algo sin Dios? Sino levantando sus manos puras y limpias de pecado, escogió para su milicia una ayuda invencible. El segundo día después, ¿no le fué enviada su mujer a casa, sin padecer corrupción? El egipcio huyó tem­blando, y amedrentado con suecos venidos en las noches, des­pués de haber adorado este mismo lugar que vosotros habéis ensangrentado con la muerte de vuestros propios naturales, después de haber dado y ofrecido muchos dones al templo v ;i los judíos, por ver que eran tan amigos de Dios.

"Diré algo de cómo el Egipto; y cómo estando allí armas, si estaban sujetos a asiento de los nuestros pasó a pudiesen hacer conocer con sus reyes extraños o a tiranos, no qui­sieron mover algo, antes todo lo dejaron en las manos de Dios. ¿Quién no sabe haber sido llenado todo Egipto de ser­pientes de todo género y manera, y con toda dolencia co­rrompido? ¿Quién no sabe cómo les vino a faltar el Nilo, y las diez plagas que recibieron, por las cuales salieron nuestros padres y antepasados sin derramar sangre con gran ayuda, guiándolos Dios como a sacerdotes suyos? ¿Por ventura Pa­lestina y el ídolo de Dagón no gimieron el Arca del Señor, que los asirios nos habían quitado, y no ellos solos, pero aun tam­bién todos los que con ellos fueron? Y corrompidas todas las partes secretas y escondidas de sus cuerpos, y comidas sus entrañas con cuanto ellos comían, nos la volvieron con son de trompetas y tambores con sus manos propias, y muy cul­padas, trabajando por alcanzar perdón con humildes súplicas v oraciones a Dios.

"Dios era, cierto, el que todo esto administraba y regía por nuestros padres; porque dejadas las armas y dejada la tuerza aparte, se sujetaron a su poder y mandamiento.

"El rey de los asirios, llamado Senacherib, como hubiese puesto cerco a esta ciudad con toda el Asia, que consigo traía, por ventura perdió éste lo que pretendía, por impedírselo las manos de los hombres? ¿No estaban todos en oración, de­jadas las armas, y mató el Ángel de Dios en una noche un ejército infinito? ¿Y luego al otro día, recordado el rey asi­rio, halló ciento ochenta y cinco mil hombres muertos, y así huía con los que quedaron de los judíos, que estaban desarma­dos y nos los perseguían?

"Sabéis también la servidumbre y cautiverio que en Ba­bilonia padecimos, adonde estuvo desterrado todo el pueblo sesenta años; y no cobró su libertad antes que Dios la diese por las manos de Ciro, el cual también los amó y dió licencia que saliesen de servidumbre; y los acompañó de tal manera, que volvieron en su estado y reconocieron a Dios, sirviéndolo según tenía de costumbre.

"Quiero, pues, concluir brevemente: ninguna cosa hicie­ron los nuestros señalada, ni de memoria, con las armas, ni dejaron tampoco de alcanzar cuanto pidieron con ruegos y con oraciones, dejándolo todo a Dios: vencían los jueces nuestros como querían, estándose en casa, y peleando, jamás alcanzaron lo que deseaban; porque habiendo el rey de Babilonia puesto cerco a la ciudad, quiso el rey Sedechías pelear con él contra el consejo y predicación de jeremías, por lo cual fué preso, y la ciudad toda y el templo fueron destruidos. Pues mirad cuánto era más justo y moderado aquel rey, que lo son vuestros capitanes, y cuánto era más pacífico aquel pueblo, que sois todos vosotros.

"Finalmente, dando voces Jeremías, y diciendo que el Señor estaba enojado contra todos por los pecados grandes que habían cometido, y que había de ser tomada la ciudad si no la entregaban ellos mismos, fueron de esta manera ellos y la ciudad salvos.

"Pero vosotros, callando ahora lo que dentro se ha hecho, pues no puedo bastante contra vuestra maldad, andáisme bus­cando a mí que trabajo en persuadiros lo que os es tan sa­ludable, y airados queréisme matar con vuestras armas, porque os amonesto que os acordéis de vuestros pecados, y no sufrís que se digan las maldades que cometéis cada día todos.

"Lo mismo aconteció también entonces con Antíoco, lla­mado Epifanes, el cual cercaba la ciudad; y saliendo contra él nuestros mayores y antepasados con las armas, habiendo ofendido a Dios de muchas maneras, todos fueron muertos peleando; y fué saqueada por los enemigos la ciudad, des­truido y desolado el templo santo del todo, por espacio de tres años y seis meses.

"¿Qué necesidad hay ya de más palabras? ¿Quién ha mo­vido a los romanos a venir contra los judíos? ¿No os parece que ha sido la impiedad de los naturales de Judea? ¿De dónde nos vino el principio de toda nuestra servidumbre y cautiverio? ¿No sucedió por la discordia de nuestros antepasados, cuando la riña y división entre Aristóbulo e Hircano movió a Pom­peyo a que entrase en la ciudad, y sujetó Dios los judíos a los romanos como indignos de la libertad? Estando, finalmente, tres meses cercados, aunque no habían cometido algo seme­jante de lo que vosotros contra las leyes y contra el templo inviolado, y aunque tenían mayor poder y fuerzas que vos­otros, todavía se rindieron.

"¿No sabemos el fin que hubo Antígono, el hijo de Aris­tóbulo? Rigiendo éste todo el reino, otra vez Dios perseguía a todo el pueblo por sus pecados; y Herodes, hijo de Antipatro, trajo el ejército de Sosio y el romano, con el cual cercado por espacio de seis meses, vinieron a ser presos y pagaron digna­mente lo que por sus culpas merecían, y fue saqueada por los enemigos la ciudad: de esta manera jamás las armas fueron concedidas a los nuestros; pues ciertamente, combatida la ciudad, no puede faltar destrucción.

"Por tanto, según yo pienso, conviene que los que poseen ahora este santo lugar, dejen el juicio de todo lo que se ha de hacer a Dios, y entonces menospreciarán el poder y fuerzas humanas, cuando estuvieren conformes con lo que Dios quiere. Vosotros, ¿qué habéis hecho de todo cuanto bien dejó orde­nado el que nos fundó la ley? ¿O qué habéis dejado sin hacer de todo cuanto aborreció y maldijo? ¡Cuánto ha sido mayor vuestra impía maldad, que la de aquellos que luego perecie­ron! Porque teniéndoos por apocados de cometer secretamente maldades y pecados, es a saber, hurtar, engañar y adulterar, contendéis ahora en quién hará mayores robos y quién mejor matará, y habéis pensado nuevas vías y maneras de hacer maleficios. Habéis hecho que el templo sea acogimiento de todos los tales, y ha sido ahora por los mismos naturales ma­lamente ensuciado el lugar que los romanos de muy lejos ado­raban, reverenciando nuestras leyes más que sus costumbres. Pues, veamos: ¿esperáis que aquél os ha de ayudar, contra quien habéis sido todos tan impíos? Muy justos sois, por cierto; con las manos limpias y puras de pecado, ¿venís hu­mildemente a rogarle que os ayude?

"Con tales palabras y otras suplicó nuestro rey a Dios con­tra los asirios, cuando fué derribado en una noche y muerto tan grande ejército; semejantes cosas no cometen los romanos ahora como hacían los asirios, para que confiéis que habéis de ser así vengados; porque aquél, habiendo recibido mucho di­nero de nuestro rey, por que no viniese contra la ciudad, me­nospreció y quebrantó su juramento y vino a poner fuego al templo; pero los romanos no piden otro, sino el tributo que les era por vosotros debido, el cual vuestros padres les pagaban. Y si esto hiciereis, ni destruirán la ciudad ni tocarán a vuestro templo, y concederán que tengáis vuestras familias y gentes libres y todas vuestras posesiones y bienes, consintiendo que vuestras leyes permanezcan salvas e invioladas.

"Locura es, pues, por cierto, confiar que Dios se ha de mostrar tal para los que son justos y no piden sino lo que es muy conforme a razón, cual se mostró en tiempo pasado a los que eran injustos, sabiendo que suele vengarse presto cuando es necesario y conveniente. Rompió, finalmente, el campo de los asirios la primera noche que llegó delante de la ciudad. Si por ventura librase a toda vuestra generación, y juzgase que los romanos eran dignos del suplicio y pena, luego mostrará su ira con obras manifiestas contra ellos, como hizo contra los . asirios, y en el mismo tiempo pagara Pompeyo la fuerza que hacía, pagárala también Sosio, que después vino; Vespasiano, que destruyó Galilea; finalmente, no osaría Tito llegarse ahora a la ciudad; pero ni el gran Pompeyo, ni Sosio, recibieron daño alguno, y hubieron entrambos de la ciudad gran victoria; pues Vespasiano con la guerra que con nosotros hizo, alcanzó a ser emperador.

"Las fuentes, que a nosotros se nos habían secado, ahora nacen y manan mejor y más abundantes a Tito; sabéis que, antes de su venida, la fuente de Siloa y todas las otras que están fuera de la ciudad, se habían secado en tanta manera, que se compraba el agua para todo, y ahora son tan abundantes para nuestros enemigos, que no sólo bastan para ellos y para todas sus cosas, pero aun también para regar los huertos.

"De esta maravilla ya antes se tuvo experiencia en la destrucción de la ciudad cuando vino el rey de Babilonia, de quien antes hemos hablado, el cual destruyó la ciudad después de haberla tomado, y quemó el templo; aunque, según yo pienso, no había cometido nuestra gente entonces lo que hemos nosotros osado impía y malamente.

"Quiero, pues, finalmente, decir que, dejando aparte los Santos, Dios mismo apartó los ojos de esta ciudad y los puso en éstos, con los cuales ahora vosotros guerreáis. ¿Por ventura huirá el buen varón de una casa adonde se cometen maldades, y aborrecerá la familia que las comete, y pensáis que Dios querrá estar junto con tantas maldades vuestras, sabiendo todo lo secreto y entendiendo todo cuanto se calla? Pero, ¿qué cosa se calla entre vosotros? ¿Qué cosa se cubre? ¿Qué hay de todo cuanto hacéis, lo cual no entiendan los enemigos? Nin­guno ignora vuestras maldades, y cada día contendéis entre vosotros mismos por quién será peor; trabajáis en mostrar vuestra maldad y descubrirla a todos, no menos que si fuese alguna virtud; solamente os queda un camino para salvaron y libraron si quisiereis, y Dios se suele amansar y aplacar cuando está enojado, si ve que los que lo enojaron lo confiesan y se arrepienten por lo hecho.

"Dejad las armas y echadlas a una parte; avergonzaos de vuestra patria, que está ya toda destruida; volved vuestros ojos y mirad con diligencia cuál y cuán grande gentileza des­truís, qué ciudad, qué templo y dones o presentes de gentes, cuántas y cuán diversas. ¿Quién trae el fuego y las llamas contra todas estas cosas? ¿O quién hay ya que no desee que todo quede salvo y muy entero? ¿Qué cosa hay más digna ni más excelente o que más merezca no ser dañada ni des­truida? ; Oh, endurecida gente y más sin sentido que lo son las piedras! Si no veis claramente ser así lo que os digo, tened a lo menos compasión y lástima de vuestra gente y familias. Vivan los hijos delante de los padres, vivan los padres y vivan las mujeres, los cuales han de ser todos, antes de mucho, o vencidos y muertos en la guerra, o consumidos por el hambre; bien sé que están juntamente con vosotros mi madre y mi mujer en el mismo peligro, y mi familia, harto noble, y mi casa, que solía ser en otro tiempo de gran nombre. Habrá, creo, alguno que pensará persuadiros de que digo estas cosas por salvar a los míos; matadlos a todos, tomad por premio y paga de vuestra salud mi sangre, y yo me ofrezco pronto y aparejado para morir, si después de mi muerte advertís y con­sideráis lo que os he dicho."

Diciendo Josefo estas cosas llorando y dando voces, los malos y revolvedores de la ciudad no por eso se movieron, ni juzgaron serles cosa segura hacer alguna mudanza; el pueblo fué movido a huir lo más lejos que podía; por lo cual, unos vendiendo sus posesiones como mejor podían, y otros las cosas que mucha amaban; otros tragaban el oro por que no los hallasen con él los ladrones y los robasen, y después, en llegando'a los romanos, echábanlo del cuerpo y compraban con él lo que les era necesario.

Tito dejaba ir a muchos de ellos por los campos adonde quisiesen, y esto movía a huir a muchos más, por ver que estaban libres de los daños que dentro padecían, y también libres de toda servidumbre entre los romanos.

Juan y Simón, con su gente, trabajaban en cerrar no menos la salida de éstos que la entrada de los romanos, y el que daba señal de ello, por ligera que fuese, era luego por ello muerto: los ricos morían no menos por huir que por quedar, pues eran muertos por una misma causa, es a saber, por ro­barles el patrimonio no menos que si quisieran huir.

Crecía con el hambre la desesperación de los revolvedores y sediciosos, y cada día se acrecentaban mucho estos dos males: en lo público no había trigo alguno, pero entrábanse por fuerza en las casas y todo lo buscaban y escudriñaban; si hallaban algo, azotaban a los que lo negaban, y si no hallaban cosa alguna, también los atormentaban, como si lo tuviesen encerrado y escondido más secretamente. Por argumento y señal que tenían algo escondido, era ver los cuerpos de los miserables, pensando que no faltaba qué comer a los que no faltaban las fuerzas: los enfermos eran acabados de matar, y parecía cosa razonable matar a los que luego habían de morir de hambre; muchos de los más ricos daban secretamente todos sus bienes por una medida de trigo, y los que no lo eran tanto, los trocaban por una medida de orden o de cebada; y así, encerrados dentro de la más secreta parte de sus casas, comían escondidamente el trigo podrido; otros amasaban el pan, según mejor la necesidad y el miedo les permitía; en nin­guna parte se ponía la mesa, antes sacaban del fuego las viandas, y mal cocidas las tomaban y se las comían.

Era esta vida muy miserable, y espectáculo muy digno de lágrimas, teniendo demasiado los más poderosos, y los flacos se quejaban de tan gran injuria y daño, porque el hambre mataba y estragaba más gente que los enemigos; no hay cosa que tanto dañe al hombre, ni lo eche a perder, como la ver­güenza, porque lo que es digno de reverencia, en tiempos de hambre se menosprecia; de esta manera quitaban lo que co­mían, de la boca, las mujeres a los maridos, los hijos a los padres, y lo que peor y más miserable parecía, era ver las madres quitar de la boca de sus hijuelos la comida, y muriéndose de hambre los hijos entre sus brazos, no por eso lo dejaban de hacer, ni de tomarles la sangre con que habían de vivir, pues no faltaba luego quien sabía los que comían tales cosas y se las hurtaban; porque si veían cerrada alguna casa, luego con este indicio pensaban que comían los que estaban dentro, y rompiendo en la misma hora las puertas, se entraban y casi les sacaban los bocados medio mascados de la boca, ahogán­dolos por ellos.

Los viejos eran heridos si querían defender esto; las mu­jeres eran despedazadas porque escondían lo que tenían en las manos; no había misericordia, ni del viejo, por cano que fuese, ni del niño, por niño que era; sino apartaban a los niños que estaban colgados del bocado de la madre, y echá­bamos a tierra, y si alguno se les adelantaba, y se comía lo que ellos habían de robar, eran contra éste no menos crueles que si hubieran sido por él muy dañados.

Pensaban nuevas maneras de tormentos, por sólo hallar y descubrir mantenimiento para sustentarse: unas veces ator­mentaban las partes secretas y vergonzosas de los hombres, otras pasaban por las partes de detrás unas varas muy agudas, y uno padeció cosas espantables de oír, por no confesar que tenía escondido un pan, y por que mostrase un puñado de harina que tenía. Aquellos crueles atormentadores no tenían hambre, porque no pareciera cosa tan cruel ni mala si lo hicieran por necesidad; pero prosiguiendo su locura desenfre­nadamente, y aparejando mantenimiento y provisión para seis días, y saliendo con esto al encuentro a los que de noche se habían escapado de las guardas de los romanos por buscar algunas hierbas y cosas agrestes, cuando pensaban haberse ya librado de los enemigos, daban en ellos, y robábanles cuanto traían, y rogándoles mucho que les diesen algo para ellos, por cl nombre de Dios, de lo que habían traído y alcanzado con tanto peligro, no lo querían hacer, y aun les parecía recibir merced si después de haberles quitado todo lo que tenían, no los mataban.

Estas cosas, pues, sufrían los del pueblo de aquellos que todo lo revolvían; los más honrados y más ricos eran llevados delante de los tiranos, y los unos eran muertos por ser acu­sados falsamente de asechanzas, y los otros diciendo y levan­tándoles que querían entregar la ciudad a los romanos. Salía el mismo acusador, sobornado a ello muchas veces, a probar con acusaciones falsas que habían querido huir; y‑ cuando Simón había robado a alguno, luego lo enviaba a Juan, y• a quien éste desnudaba de lo que tenía, enviábalo de igual modo a Simón; y de esta manera se hacían fiesta los unos a los otros con la sangre de los del pueblo, y repartíanse entre ellos los cuerpos muertos de los miserables y desdichados.

No faltaba entre estos dos disensión grande por quién sería el señor de todo; consentían solamente y concordaban ambos en solas sus maldades. Era tenido por muy mal hombre el que todo se lo guardaba y tomaba para sí, sin dar de ello parte al otro del mal que hacía, y el que no la tomaba, porque carecía de parte de la crueldad, como que se doliese del mal y daño hecho a algún bueno.

No podré contar particularmente las maldades de todos éstos, y para decir de lo mucho que querría lo menos que podré, no pienso que hubo ciudad en algún tiempo en todo el mundo que tal sufriese, ni creo que hubo nación en el mundo tan feroz y tan bastante para toda maldad y bellaquería: mal­decían también, finalmente, a los mismos judíos, por parecer menos impíos y menos malos contra los extranjeros; pero confesaron todavía lo que eran, es a saber, siervos, esclavos y gente bastarda, sin honra y sin nobleza; no judíos naturales, sino generación mala y muy perversa.

Ellos mismos, en fin, destruyeron la ciudad, y fueron causa de que los romanos hubiesen esta triste victoria, y aso­laron ellos mismos la ciudad, y trajerón el fuego al templo, que no viniera tan presto, casi con sus propias manos.

Habiendo, pues, éstos visto arder la parte alta de la ciudad, ni se dolieron, ni por ellos les salió lágrima, hallándose entre los romanos quien por ello se dolía y le pesaba de tal des­trucción; pero estas cosas dejémoslas ahora para cuando tra­temos de otras a donde vendrán mejor.

Capítulo XII. En el cual se trata de los judíos que fueron crucificados, y de los montes que fueron también quemados.

Aprovechábanle mucho a Tito los montes levantados, aun­que sus soldados eran maltratados desde los muros, y enviando ;arte de su caballería, mandó que se pusiesen de guarda y en asechanzas por aquellos valles contra aquellos que salían a tomar la provisión y mantenimientos.

Venían entre éstos algunos de la gente de pelea de los ludios, por no bastarles ya lo que robaban; pero la mayor parte era de la gente más pobre y popular, los cuales no osaban huir a los romanos por miedo de los suyos, porque no veían la manera para huir escondidamente, sin que los que buscaban las revueltas y sediciones los sintiesen con sus hijos y mujeres, temiendo dejarlos en poder de ladrones tales, para que fuesen por causa de ellos degollados.

Dábales atrevimiento para salir la gran hambre que pa­decían, y no faltaba sino que los que estaban escondidos en guarda de ellos saliesen, y fuesen todos presos; los que aquí eran presos habían de resistir necesariamente por miedo del cas­tigo, porque parecían rendirse tarde; de esta manera, pues, azotados cruelmente después de haber peleado, y atormentados de muchas maneras antes de morir, eran finalmente colgados en una cruz delante del muro.

No dejaba de parecer esta destrucción muy miserable al mismo emperador Tito, prendiendo cada día sus quinientos, y aun muchas veces más; pero no tenía por cosa segura dejar libres a los que prendía; y por otra parte, guardar tanta mu­chedumbre de judíos, parecíale requerir más gente para hacer esto. No quiso, con todo, prohibirlo, por pensar que viendo los de la ciudad esto, aflojarían y doblarían en terneza sus unimos, poniéndose delante que habían de padecer aún peor­mente si no se rendían.

Los soldados romanos ahorcaban a los judíos de diversas maneras; con ira y con odio, hacíanles muchas injurias: ha­bían ya tomado tanta gente, que faltaba lugar donde poner las horas, y aun faltaban también horcas para colgar a tantos como había.

Pero estuvieron los revolvedores de Jerusalén tan lejos de moverse, ni doblarse con esta tal matanza de los suyos, que aun fué lo hecho para efecto contrario, es a saber, para espan­tar a los que quedaban: porque sacaban al muro los amigos de aquellos que habían huido, y los del pueblo que estaban más inclinados a la paz, y mostrábanles desde allí lo que pa­decían de los romanos los que a ellos huían: y los que estaban presos, no decían que eran cautivos, pero muy siervos y muy despreciados. Con esto espantaban todo el otro pueblo que había.

Esto fué causa de que muchos de los que querían pasarse a los romanos, se detuvieron, hasta tanto que entendieron la verdad de lo que era. Hubo algunos que luego huyeron, acon­hortados de todo, no menos que si hubieran deseado morir: porque padecer la muerte por manos de los enemigos parecía que les era reposo, antes que perecer de hambre.

A muchos de los cautivos mandó Tito que les fuesen cor­tadas las manos, y enviólos a Juan y a Simón, por que no pa­reciesen haber huido, ni aun osasen pensar tal de ellos, amo­nestándolos que quisiesen ya cesar y romper su pertinacia, y no forzarlo a que destruyese la ciudad; pero que ya ahora, estando en el fin y extremo tiempo, quisiesen ganar sus almas, trocando la voluntad, y conservasen tan gran patria y ciudad como perderían, y el templo, cuyo ni par, ni igual, había en todo el universo.

No dejaba con esto de hacer diligencia en mirar por su gente, rodeando los montes hechos para combatir la ciudad; y animando a los que trabajaban, dábales gran prisa, como quien había de poner presto en efecto las palabras que decía.

Los que estaban en el muro, maldecían a Tito y a su pa­dre: decían con voces muchas injurias, y que preciaban mucho más la muerte que venir en servidumbre de ellos. Confiando, pues, que habían de hacer mucho mal a los romanos, no teniendo cuenta consigo mismos, ni con su patria, aunque Tito les decía que habían todos de perecer, porque era mejor que el templo quedase sin alguno de ellos, aunque sabían que Dios lo había de guardar; mas pensando ellos que les había de ayudar también, no tenían en algo ni preciaban todas sus amenazas, pues no habían de tener el efecto que pensaban, porque el fin de todo lo que había de suceder estaba en las manos de Dios. Eso gritaban los judíos, mezclándolo con muchas injurias y denuestos que decían.

Estando en esto, vino Antíoco Epifanes con mucha gente de armas que trajo consigo, y con muchos de su guarda, los cuales eran macedonios, todos iguales en edad, muy mancebos, enseñados y hábiles en las cosas de las armas, de la misma manera que suelen ser los de Macedonia, de donde también retenían el nombre, y muchos había que no se podían igualar con la virtud y fuerzas de esta gente: porque de todos los reyes que obedecían y reconocían el Imperio de los romanos, el más principal y más feliz fué el de los Comajenos, antes que la fortuna se les mudase. Mostró también éste en su vejez, que ninguno, por viejo que sea, antes de la muerte se puede llamar bienaventurado; pero estando allí en su presencia su propio hijo, decía que se maravillaba por qué causa no osaban los romanos llegarse a los muros. Este, de su natural era muy hombre de guerra, y muy pronto para pelear, y de tan grandes fuerzas, que era demasiado atrevido y audaz. Y como oyendo esto Tito se riese disimuladamente, y dijese que había de ser este trabajo común entre todos, An­tíoco luego arremetió con su gente de la misma manera que estaba, con todos sus macedonios. El, con sus fuerzas y des­treza, guardábase muy bien de todos los tiros de los judíos, tirándoles muchas saetas; pero todos los mancebos fueron derribados y muertos, excepto muy pocos; porque por ver­güenza de lo que habían prometido, habían peleado más tiem­po de lo que convenía; y al fin, los más se hubieron de recoger muy heridos, pensando y teniendo por muy cierto que queriendo vencer los maceáonios, era necesaria la próspera Alejandro.

Comenzados aquellos montes que levantaban los romanos a los doce del mes de mayo, apenas fueron acabados a los vein­tinueve del mismo mes, habiendo trabajado todos los diez y siete días, porque fueron levantados cuatro muy grandes: el uno en aquella parte adonde está la torre Antonia, el cual había levantado la quinta legión, de frente de aquel medio estanque que llamaban Estruthio; el otro la legión duodécima, a veinte codos del susodicho. La décima legión, que era la mejor, había edificado su obra en la parte septentrional, adonde está el estanque llamado Amigdalón. Estaba edificado e1 de la legión décimaquinta a treinta codos lejos, cerca del monumento del Pontífice.

Llegando, pues, ya sus montes e cogemos, Juan minó por bajo hasta llegar a los montes de los romanos, que estaban en la parte de la torre Antonia: puso unos maderos gruesos, que sostuviesen la obra, y dentro mucha leña untada de pez y betún; lo cual hecho, dióle fuego, por lo cual, quemados los fundamentos que la sostenían, se hundió la mina muy repen­tinamente, y los montes cayeron con gran sonido de la coma; levantóse un humo grande con el polvo hacia arriba, porque lo que había caído tenía cerrado el fuego, y consumida la materia que lo cerraba y cubría, la llama comenzó a parecer y descubrirse más claramente.

Viendo los romanos aquello, sobrevenido tan de repente, espantáronse mucho y tenían gran pesar por lo que los judíos habían hecho, por lo cual, pensando que ya habían vencido, enfrióseles con este caso la esperanza y parecíales que sería cosa sin provecho resistir al fuego, pues aunque lo apagasen del todo, había de aprovecharles poco, pues estaban ya destruidos los montes e ingenios que habían hecho.

Dos días después, Simón, con sus compañeros, acomete a los otros, porque por esta parte habían comenzado a combatir y derribar el muro los romanos con los ingenios suyos, llama­dos arietes o vaivenes; y un hombre llamado Tepheo, natural de Garsa, ciudad de Galilea, y Megasaro, criado de la rema Mariamma, y con éstos un adiabeno, hijo de Nabateo, llama­do por caso Agiras, que quiere decir cojo, arrebatando fuego en sus manos, fueron corriendo a ponerlo en las máquinas de Tito. No hubo quien se mostrase más valiente que estos sol­dados, más atrevido para toda cosa, ni tampoco más espantoso: porque así arremetieron como si fueran a verse con amigos suyos, y no se detuvieron, como que fuesen contra enemigos; antes entrando con ímpetu y con fuerza por medio de todos los enemigos, dieron fuego a las máquinas que Tito había mandado hacer: echados con muchos dardos y saetas, con las espadas no los pudieron derribar, ni hacer volver atrás antes de haber puesto fuego a todo lo que pretendían quemar.

Levantada la llama en alto, salían los romanos de sus tiendas para socorrer al fuego; y los judíos, desde el muro adonde estaban, se lo impedían, y trabábanse a pelear con los que venían a defender que no entrase en todo el fuego, no perdonando en algo al trabajo y peligro de sus cuerpos: tra­bajaban los romanos en sacar sus ingenios que llamamos arie­tes, de en medio del fuego, viendo que la cosa con que estaban cubiertos ya se quemaba; y los judíos, por el contrario, mos­traban sus fuerzas en retenerlos, sin tener miedo ni al fuego ni a las armas; y aunque alcanzasen con sus manos el hierro ardiente, no por eso lo dejaban, ni perdieron los arietes. De aquí pasó el fuego a los montes, y antes eran quemados y hechos todos fuego, que pudiesen socorrerles ni defenderles. De esta manera, pues, rodeados de fuego los romanos y de llamas, pensando no poder ya defender sus obras, desesperados se recogieron a su campo y tiendas.

Los judíos, viendo esto, más los perseguían: acrecentá­baseles mucho cada hora el ejército, viniéndoles gran ayuda de los de la ciudad. Confiados en la victoria que les sucedía, descuidábanse algo más de lo que debían; y saliendo hasta los fuertes del campo de los romanos peleaban allí con los que estaban de guardia. Había guardas diversas de gente de armas, repartidas por sus horas sucesivamente: las leyes que los romanos tenían en esto, eran muy severas y muy exactamente guardadas, de tal manera, que quienquiera que se moviese de su lugar, por cualquiera causa que fuese, era muerto: por lo cual, preciando y teniendo éstos en más morir gloriosamente y con buen nombre, que haber de morir así como así por haber huido, estuvieron muy firmes, y por ver­los en trabajo y en tan gran necesidad, muchos de los que huían volvieron; y ordenando sus ballesteros por el muro, impedían que la gente que venía de la ciudad sin armas algunas para defenderse y guardar sus vidas y cuerpos, osase llegar.

Peleaban los judíos con todos los que les venían delante, y echándose a las lanzas de los enemigos, heríamos con sus mismos cuerpos; pero no vencían éstos más por sus hechos, que por la esperanza que tenían: por otra parte, los romanos les daban lugar, más por ver el atrevimiento grande de los judíos, que por el daño que les hacían.

Había ya venido Tito de Antonia, adonde había ido por ver en qué lugar fuese mejor levantar los otros montes: y hubo de reprender gravemente a sus soldados, por ver que, teniendo los muros de los enemigos en su poder sin peligro, eran dañados en los suyos propios, y por ganar lo ajeno perdiesen lo que era de ellos, y dejando salir de su poder a los judíos como de la cárcel, para que salidos les hiciesen daño y les quebrasen las cabezas, haciéndoles padecer lo que padecerían si estaban cercados.

Tito, pues, con gente muy escogida cercó a los enemigos por un lado; y como éstos fuesen heridos por delante, estaban muy firmes todavía, peleando contra los romanos; y trabada la gente y la pelea, el polvo que levantaban quitaba la vista de los ojos; y eran tan grandes los clamores, que no había quién se oyese, ni podían conocer quién era de los suyos, ni quién de los contrarios, quién amigo, ni quién enemigo.

Perseverando los judíos, no tanto por confiar mucho en sus fuerzas, cuanto por estar ya del todo desesperados, tam­bién los romanos se esforzaron, y tomaron gran ánimo por la vergüenza de las armas y de su honra de ellos y gloria, y por estar su capitán y emperador presente en el mismo peli­gro. Por lo cual osaría pensar que pelearan hasta el fin con la ferocidad de ánimos que tenían, y que acabaran y consu­mieran entonces toda la muchedumbre de los judíos que había salido, si éstos no se recogieran presto a la ciudad, huyendo el peligro de la batalla.

Todavía, aunque esto les había sucedido bien, estaban muy tristes los romanos por ver sus máquinas y cuanto habían hecho en tanto tiempo, y con tanto trabajo, destruidas tan presto y tan prontamente, y aun había muchos que, vién­dolo, desesperaban de poder tomar la ciudad en algún tiempo.

Capítulo XIII. Del micro que los romanos levantaron en el cerco de Jerusalén en espacio de tres días.

Estaba Tito deliberando y tomando parecer de sus capi­tanes sobre lo que se debía hacer: a los más viejos y más ejercitados, parecíales que con toda la gente combatiesen el muro; porque aunque los judíos habían peleado con alguna parte del ejército, a todo ¡unto no lo podrían sostener ni sufrir, con tal que les cubriesen de saetas. Los más pruden­yes persuadíanle que levantase otra vez sus montes y fuertes. Otros decían que podían combatirlos y asentar su campo sin hacer esto, teniendo solamente cuenta y miramiento con que no saliesen, aconsejando mucho que se hiciese gran diligencia en procurar que en ninguna manera pudiesen ser proveídos de mantenimientos, dejándolos perecer a todos de hambre: porque no convenía trabarse a pelear con los enemigos, cuya pertinacia era invencible, los cuales no deseaban sino morir peleando o aun matarse ellos mismos sin hierro, lo cual es más cruel y más desenfrenada codicia.

No le parecía cosa honesta a Tito estarse sin hacer algo, teniendo tan grande ejército consigo; y por otra parte, pare­cíale también ser trabajo perdido pelear con gente que no podía ella misma dejar de perderse muy presto. Tenía por muy trabajoso edificar otra vez sus fuertes y montes, por la falta de aparejos para ello, y por mucho más difícil im­pedir que los judíos pudiesen salir de la ciudad: porque no podía cercarla con su ejército par la grandeza y lugares ásperos y difíciles que en algunas partes de su cerro había, ni podía proveer que no saliesen a correr; porque ya que él les quisiese cerrar el camino hecho, los judíos hallarían siem­pre otras vías secretas, tanto por la necesidad que de ello tenían, cuanto también por saber muy bien la tierra: pues si hacían algo secretamente, sería para más alargarles el cerco; y era cosa digna de temer que por detenerse mucho tiempo se disminuyese la gloria de la victoria. Todo era posible hacerlo; pero antes de alcanzar esta honra, convenía hacer su dili­gencia: y para poner ésta en efecto y usar en todo de buen consejo y prudencia, conoció que debía cercar de muro la ciudad. Porque de esta manera estaría cerrado el paso y todas las partes, porque los judíos no saliesen; y que entonces, viéndose de todas maneras desesperados, habían, o de entre­garles la ciudad, o vencidos por la gran hambre que pade­cerían, serían presos muy presto y muy fácilmente: porque de otra manera era imposible que ellos reposasen.

De levantar los montes también dijo que se acordaría, pero no antes que los enemigos que lo prohibiesen fuesen menos. Y si alguno le parecía obra demasiada y muy difícil, debía considerar que no convenía a los romanos detenerse en cosa tan poca; antes les era propio poner trabajo en cosas importantes, pues sin trabajo no es posible hacer cosa grande. Habiendo con tales palabras aconsejado y animado a sus capitanes, mandó que cada uno ordenase y dispusiese su gente en la obra. Tomáronla los soldados maravillosamente muy a pechos; y repartiendo entre sí el cerco, no sólo contendían entre sí los mismos regidores por quién más diligentemente trabajaba, pero aun también las órdenes y compañías de la gente. Estaban repartidos de tal manera, que el que mandaba a diez hombres tenía cuenta con satisfacer y contentar a su cabo de escuadra; éste al caporal; el caporal a los capitanes de mil hombres, éstos a los coroneles y general de campo, de los cuales venía después a Tito, el cual cada día iba mirando a todos y reconociendo la obra que hacían. Comenzado el muro del campo de los asirios adonde él había puesto su campo, trájolo hasta la nueva villa baja, y luego de aquí, volviendo por Cedrón al monte Eleón; tomó el monte de las olivas por la parte del mediodía, hasta la piedra que llamaban Peristereonos, y por el collado que le está cerca, encima del valle de Siloa; y volviendo de aquí el edificio a la parte occi­dental, descendió al valle de la fuente; y de aquí entrando por el monumento del pontífice Anano, rodeando el monte adonde había puesto su campo Pompeyo, volviendo hacia el Septentrión, de donde, alargándose por el lugar llamado Ere­binthónico, cerró después de éste el monumento de Herodes, por el Oriente, y juntólo con su campo hasta donde había comenzado. Era el cerco del muro un estadio menos grande de cuarenta: edificó por defuera, cerca de él, trece castillos, los cuales tenían cerco de diez estadios.

Fué edificada toda esta obra en tres días; y siendo cosa que parecía requerir muchos meses, apenas era creíble que hubiese sido posible acabarse tan presto. Cercada, pues, ya la ciudad con el muro, y puesta gente de guarnición en los cas­tillos, él mismo hacía la primera guarda de la noche; la segunda hacía Alejandro; la tercera cupo a los capitanes de las legiones. Tenían también las horas de guarda ordenadas por fuertes, e iban toda la noche guardando y mirando muy diligentemente todo el cerco de los castillos.

Capítulo XIV. Del hambre que los de Jerusalén padecían, y de cómo fue el segundo monte levantado.

Fuéles quitada a los judíos la licencia y facultad que tenían de salir, y con esto perdieron la esperanza de alcanzar salud ni poder salvarse: el hambre había ya entrado en todas las casas generalmente y en todas las familias. Estaban las casas llenas de mujeres muertas de hambre, y de niños, y las estrechuras de las calles estaban también llenas de hombres viejos muertos: los mozos y mancebos andaban sin color, casi como muertos, por los mercados y plazas; y cuando sucedía que alguno muriese, todos quedaban muy amedrentados, pues no podían sepultar los muertos por el gran trabajo: y aque­llos en quien aun alguna fuerza quedaba, avergonzábanse y no podían hacerlo, parte por ver tanta muchedumbre, y parte también porque no sabían el fin que ellos mismos ha­bían de alcanzar.

Morían, finalmente, muchos encima de los que sepul­taban; muchos huían a sepultarse vivos antes de que llegase el fin de sus días, y no se oían en tan grandes males llantos ni gemidos, porque la grande hambre que padecían no daba lugar para ello. Los que morían postreros miraban a los muertos primeros con los ojos muy secos y sin virtud para poder echar una lágrima, y con las bocas y vientres co­rrompidos.

Estaba la ciudad con gran silencio, toda llena de tinie­blas de la muerte, y aun los ladrones causaban mayor amar­gura y llanto que todo lo otro. Vaciaban las casas, que no eran entonces otro que sepulcros de muertos, y desnudaban los muertos; y quitándoles las ropas y coberturas de encima, salíanse riendo y burlando. Probaban en ellos las puntas de sus espadas, y por probar o experimentar sus armas, pasaban con ellas a algunos que aun tenían vida. Cuando alguno les rogaba que le ayudasen o que acabasen de matarlo, por librarse del peligro del hambre, era menospreciado muy sober­biamente.

Los que morían volvían sus ojos hacia el templo, pesán­doles y sintiendo mucho que dejaban vivos a los revolvedores solamente.

Estos, al principio, con gastos públicos tenían cuidado de hacer sepultar los muertos, no pudiendo sufrir el hedor grande; pero no bastando después a ello, por ser tantos, no hacían sino echarlos por el muro en los valles y fosos.

Como Tito, que andaba rodeando la ciudad, los viese tan llenos de cuerpos muertos, y la corrupción que de ellos salía por estar podridos, condolióse mucho y gimió, y extendiendo las manos altas a Dios, decía con alta voz que no era él causa de tanto daño: de esta manera, pues, estaba toda la ciudad.

Viendo los romanos que ninguno de aquellos revolvedores osaba salir, porque ya la tristeza y hambre también les tocaba, pasaban sus días con placer, teniendo abundancia de trigo y de todo mantenimiento, el cual traían de Siria y de todas las otras provincias vecinas y cercanas de allí. Muchos de los que estaban cerca de los muros, mostrándoles la gran abundancia que tenían de pan y mantenimientos, encendían más con esto el hambre de ellos. Con estas destrucciones y daños no se mo­vieron aquellos revolvedores y sediciosos que dentro de la ciudad estaban, y sintiéndolo mucho Tito y teniendo com­pasión de todo el pueblo que vivo quedaba, dábase prisa por librar a lo menos los que quedaban. Por lo cual comenzaba otra vez a levantar sus montes, aunque dificultosamente podía alcanzar el aparejo y materia, a los menos la que era para ellos necesaria, porque en levantar los primeros habían ya gastado todas las selvas vecinas de la ciudad; pero los soldados pro­veían todavía a ello, lo cual traían de noventa estadios de allí lejos, y levantaban sus montes por cuatro partes delante de la torre Antonia, mayores que habían sido los primeros.

Iba Tito rodeando la obra, animando su gente; y dándo­les prisa a todos, mostraba claramente a los ladronea que ya estaban en sus manos. Pero ellos habían ya perdido todo su arrepentimiento, y servíanse de sí mismos como de cosas extrañas y ajenas, o como si no tuvieran ambas cosas juntas, es a saber, sus almas y sus cuerpos; porque ni ellos tenían en sus almas señal alguna ni afición de mansedumbre, ni sentían en sus cuerpos el gran dolor que los atormentaba; antes despe­dazaban como perros los muertos y encarcelaban a los enfermos que se quejaban.

Capítulo XV. De la matanza que fué hecha en los judíos de fuera y dentro d e Jerusalén.

Simón, en fin, mató a Matías, el que le había entregado la ciudad, después de haberle hecho padecer muchos tormen­tos. Era éste hijo de Boetho, el más fiel y más amado por el pueblo de todos los pontífices. Este, siendo el pueblo maltra­tado por los zelotes, con los cuales se había ya juntado Juan, había persuadido a todos que tomasen en su ayuda a Simón, sin hacer con él pacto ni concierto alguno, y sin temer algún mal.

Habiendo éste entrado, después de haber sojuzgado a su mando casi toda la ciudad, decía que Matías era enemigo no menos que todos los otros: habiendo éste con su consejo favo­recido a Simón, decía que lo hacía por simpleza; y así, sacán­dolo en público, y acusándolo, diciendo que consentía con los romanos, condenó a muerte a él y a tres hijos suyos, sin darles tiempo para excusar ni defender su causa; el cuarto había antes huido a Tito. Y como le rogase que lo matase a él pri­mero que a sus hijos, pidiendo esto por merced de la que le había hecho en recibirlo dentro de la ciudad, por acrecentar más su dolor, lo mandó matar postrero.

Así fué muerto sobre sus hijos, los cuales fueron muertos en su presencia, y fué sacado delante de los romanos: porque así lo había mandado hacer Simón a Anano, hijo de Bamado, que era el más cruel de todos los de su guarda, diciendo con mentira, que los viniesen a ayudar aquellos a quienes Matías quería ayudar; y que fuesen los cuerpos sepultados.

Después de esto mandó matar al pontífice llamado Ana­nías, hijo de Masbalo, varón noble, escribano de la Corte y valeroso, el cual descendía de Amaunta; y con estos otros quince los de más nombre de todo el pueblo.

Guardaban muy encerrado al padre de Josefo; y enviando un pregonero, publicaron que ninguno de los que vivían en la ciudad hablase ni se juntase con él, so pena de ser tenido por traidor: y a los que veían quejarse por esto, antes de venir en pleito los mataban. Viendo esto un hombre llamado judas, hijo de judas, que era uno del número de los adelantados de Simón, el cual estaba en guarda de la torre que le habían encomendado, movido, por ventura, de lástima y misericordia de los que cruelmente perecían, pero principalmente por pro­veerse él y salvarse, convocando diez de los suyos los más principales, les dijo:

"¿Hasta cuándo hemos de sufrir nosotros tantos males, o qué esperanza tenemos de salvarnos, guardando la fe, y guar­dando lealtad con tan mal hombre? Ya veis que nos combate el hambre; los romanos están casi dentro, Simón se nos mues­tra justamente infiel con lo que merecemos; veis el miedo que tenemos si quedamos con él, y la certidumbre también de la amistad de los romanos. Ea, pues, ahora rindamos el muro, y guardemos de esta manera nuestras vidas, y juntamente con ellas la ciudad: no por eso sufrirá Simón algo peor de lo que merece, si desesperando fuese más presto muerto."

Habiendo los otros diez conformado con éste, luego en la mañana, por que no se descubriese algo de lo tratado, dejó ir todos los que consigo tenía por diversas partes, y quedando él en la torre, llamaba con voz alta a los romanos: éstos los menospreciaban; los unos con soberbia, los otros no lo creían; otros se afrentaban, como que presto hubiesen de tomar la ciudad sin trabajo alguno.

Como en este medio llegase Tito al muro con gente de armas, entendió Simón antes el negocio, y vino a ocupar luego la torre, y mirándolo los romanos, mató a todos los que esta­ban de dentro, y echó los cuerpos de los muertos por el muro abajo: andando por allí Josefo, porque no dejaba de irles rogando, hiriéronlo en la cabeza con una piedra, y atónito y sin sentido cayó. Viendo los judíos que había caído, luego diligentes corrieron por cogerle, y fuera, por cierto, preso y llevado dentro de la ciudad, si no fuera porque Tito envió presto gente que lo guardase y defendiese: peleando, pues, ellos con los romanos, fué sacado de allí en medio Josefo, sin sentir algo o muy poco lo que se hacía, y los sediciosos x revolvedores dieron muchas voces con alegría, como que fuera muerto aquel a quien todos matar deseaban: esparcióse esta nueva y rumor por la ciudad, y todo el otro pueblo, ciertamente, con ella se dolió mucho, pensando que a la verdad había sido muerto aquel por cuyo medio pensaban ellos escapar.

La madre de Josefo, que estaba en la cárcel, habiendo oído que su hijo era muerto, dijo a los guardas, que era gente de Jotapata, que ella sin duda lo creía, y que ya no podía gozar de él vivo: dijo también llorando secretamente, a sus criadas, que éste en el fruto de su parto había tenido, que no le era lícito sepultar a su hijo, de quien esperaba ella ser sepultada; pero no fué mucho tiempo engañada ni acongo­jada con la mentira, ni aquellos ladrones de la ciudad con ello se convirtieron, porque luego curada la herida de Josefo, cobró el sentido y sanidad, y saliendo a ellos, gritaba que antes de mucho sería vengado de la herida que ellos le habían hecho.

Aconsejaba otra vez al pueblo que se rindiese, y viéndolo el pueblo, tomó nueva esperanza, y los revolvedores y amoti­nados también se espantaron mucho por la misma causa: los que habían huido saltaban, los unos por los muros, por serla necesario; otros tomaban en sus manos piedras, y fingiendo que iban a pelear, se salían, y venían a los romanos; pues más grave y más adversa fortuna les seducía entonces, que la que de dentro de la ciudad habían endurecidamente sufrido; la hartura que en poder de los romanos hallaban les causaba más presto la muerte, que no el hambre que dentro de la ciudad habían sufrido: venían hinchados y llenos de cierta acuosidad entre el cuero y la carne por causa del hambre que habían padecido, y llenando los cuerpos que habían antes tenido tan vacíos de viandas, reventaban. Algunos de los más discretos templaban sus deseos en el comer, y avezaban poco a poco sus cuerpos a lo que estaban tan desacostumbrados; pero aun éstos que de esta manera se guardaban, fueron llagados de otra llaga.

Entre los de Siria fué hallado uno que sacaba dinero y oro de su cuerpo, porque, según antes dijimos, se lo tragaban de miedo que los amotinados y resolvedores lo robasen, mirando y buscándolo todo, y hubo dentro de la ciudad gran número de tesoros, y solían comprar entonces por doce dineros lo que antes compraban por veinticinco. Descubierto esto por uno, levantóse un ruido y fama de ello por todo el campo, diciendo que los que huían venían llenos de oro: sabido por los árabes y sirios que había, amenazábanles que les habían de abrir los vientres; no pienso, pe. cierto, que tuvieron matanza más cruel los judíos entre todas cuantas padecieron, como ésta; porque en una noche abrieron las entrañas a dos mil hombres.

Sabiendo Tito tal injusticia como se había hecho, casi qui­siera mandar a su gente de a caballo que alancease a todos los que tal habían cometido, si no fuera por ver la muche­dumbre grande que tenía culpa en lo hecho y habían de ser castigados muchos más que habían sido los muertos; mas convocando los capitanes de la gente romana, y de la que por ayuda le era dada de reyes extranjeros, porque también habían entendido en esto algunos de los soldados romanos, decía a todos muy airado: "Si algunos de mis soldados cometieran tal por alguna ganancia incierta, se avergonzarán de haberse armado y valido de sus armas por ganar oro y plata; pues los árabes y sirios, en guerra que por otros hacen, cometen cosas con demasiada licencia, y atribuyen la crueldad en el matar, y el odio contra los judíos, a los romanos." Dijo también que sabía haber algunos de sus soldados que tenían parte en esta matanza, a los cuales amenazó de hacer matar si alguno de ellos fuese otra vez hallado en semejante caso y atrevimiento; mandó a sus legiones que hiciesen diligencia en saber quiénes habían entendido en este caso, y que se los trajesen delante; pero, en fin, la avaricia todo suplicio menosprecia, y los hom­bres que de sí son crueles, todos son muy deseosos de ganar, y no hay adversidad ni daño tan grande, que se pueda com­parar con la avaricia y deseo de tener más, porque todas las otras tienen término, y con el miedo se refrenan.

Dios omnipotente, que tenía ya condenado a este pueblo, habíales hecho que todos los caminos que para salvarse tenían, les fuesen convertidos en destrucción grande; y si alguno se huía a ellos, antes que los romanos le viesen, lo despedazaban, y secretamente ejecutaban lo que el emperador les había a todos prohibido, y así sacaban un provecho muy, ilícito y nefando de las entrañas de otro: pero el oro en pocos era hallado, aunque con la esperanza eran los más de ellos con­sumidos y muertos. Este caso, pues, hizo que muchos de los que huían se volviesen.

Capítulo XVI. Del sacrilegio que se hacía en el templo, del número de muertos en la ciudad, y de la gran hambre que dentro padecían.

No habiendo ya qué robar en el pueblo, Juan se puso a hacer sacrilegios y dar saco al templo, y hurtó muchas cosas de las que habían presentado, y muchos vasos de los necesarios para el servicio y honra divina, muchas copas, tazas y mesas, y aun tampoco dejó de tomar aquellos jarros que Augusto César, emperador, había presentado.

Los emperadores romanos habían siempre honrado mucho el templo, y habían presentado muchos ornamentos, y enton­ces un natural judío los destruía y sacaba: decía a sus com­pañeros, sin miedo alguno, que debían usar mal de las cosas sagradas, y que los que guerrean por la honra de Dios y por la del templo, debían ser alimentados y mantenidos con las riquezas que él tenía, y que, por tanto, les era cosa muy lícita derramar el aceite que los sacerdotes para sus sacrificios guardaban y conservaban, tomar el vino sagrado; por lo cual lo repartió entre toda su gente, v ellos se untaban v bebían de él sin algún acatamiento.

No dejaré de decir lo que el dolor me fuerza que no calle. Pienso que si los romanos se detuvieran algún tiempo, y tar­daran de venir contra esa gente tan mala, o que la tierra se .abriera y tragara la ciudad, o pereciera por diluvio, o que había de padecer y ser abrasada con el fuego de Sodoma, porque muy peor y más impía era esta gente, que aquella que lo había padecido; murió finalmente todo el pueblo, y pereció por la pertinacia y desesperación de éstos.

¿Qué necesidad hay ahora de contar particularmente las muertes que dentro se hicieron? Manneo, hijo de Lázaro, ha­biéndose pasado a Tito, dijo que por una puerta la cual le había pido a él encomendada en guarda, habían sacado de la ciudad ciento quince mil ochocientos ochenta hombres muertos; desde el día que fué puesto el cerco a la ciudad, es a saber, desde los catorce de abril, hasta el primero de julio. Este número es ciertamente muy grande, y no estaba él siempre en la puerta; pero repartiendo y pagando a los que sacaban los muertos, habíalos de contar por fuerza, porque los otros que morían eran sepultados por sus parientes y allegados; la sepultura que les era dada, era echarlos fuera de la ciudad.

Además de esto, los nobles que habían huido, decían que era el número de todos los pobres que habían sido muertos, de más de seiscientos mil, y que el número de los otros no era posible decirlo; pero no pudiendo bastar a sacar los muertos pobres, habían sido los cuerpos recogidos en casas muy gran­des. Añadían que la medida del trigo había sido vendida por un talento.

Cuando fué la ciudad cercada de muro, no siéndoles ya licito ni posible coger ni aun las hierbas, fueron algunos nece­sitados y forzados a escudriñar los albañales, y se apacentaban con el estiércol antiguo de los bueyes, y el estiércol cogido, cosa indigna de ver, les era mantenimiento.

Oyendo los romanos estas cosas, fueron movidos a mise­ricordia grande y compasión; pero los bellacos revolvedores v sediciosos, por verlo no se arrepentían, antes sufrían que tal necesidad llegase hasta este punto: su ventura y suerte los había cegado, y la destrucción, que ya estaba muy cerca, la iban a sufrir ellos y la ciudad.


Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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