El Jardín Secreto

Francisco A. Baldarena


cuento



EL BOTÁNICO 


Los cargadores, baquianos del lugar, aprovecharon el ensimismamiento del botánico para largar los bultos al piso y convertirse, en segundos, en parte de la selva. Mientras el profesor Zachariah Taylor estaba en «su mundo», cosas ajenas a lo estrictamente salvaje y natural estaban fuera de su percepción; por eso vino a percatarse que lo habían abandonado mucho después, cuando se le resbaló de las manos sudadas los prismáticos con el cual observaba la techumbre verde surcada por luminosos haces rectilíneos en todas direcciones, tratando de avistar un guacamayo escurridizo herido en un ala que se movía torpe y dificultosamente por la copa de los árboles, un poco más adelante que la comitiva. Justo ahí, sin nadie delante ni detrás, fue que se dio cuenta de que estaba solo, abandonado y librado a su suerte en medio de una selva repleta de peligros. Entretanto, creyó que no le resultaría difícil volver por la trocha abierta entre la maraña si no se demoraba mucho en pegar la vuelta, puesto que si lo agarraba la noche en la selva, lo más probable es que no fuese a sobrevivir para contarlo. 

 Miró la hora. Eran las nueve y veintiocho, así que todavía tenía un buen margen de luz para continuar explorando un poco más. Presumía que el guacamayo de un momento a otro caería con un ruido blando, soltando quizás un quejido de dolor casi imperceptible, sobre la hojarasca humedecida, entonces lo atraparía, le trataría la herida y se lo llevaría como recuerdo de sus andanzas por la selva. 

 Desprendió el machete del cinto, se acomodó mejor la mochila en la espalda, donde llevaba las muestras de las plantas y semillas que iba recogiendo, y siguió el avance, abriéndose paso a machetazos. Había pasado poco más de media hora, cuando comenzó a oír algo así como un rumor, muy distante, como de viento soplando entre las hojas y asemejándose a una melodía. Según los mapas no podía tratarse de ninguna aldea, quizás fuese un ritual en un lugar sagrado de la selva por parte de alguna tribu venida de lejos. 

 Por un momento, el profesor Taylor creyó estar a punto de hacer un descubrimiento, fuera de su área, ciertamente —no era antropólogo—, pero descubrimiento al fin. 

 Y según avanzaba, la melodía se tornaba más nítida, claramente producida por el espíritu humano, sin lugar a dudas. De modo que, ya no prestando más atención al guacamayo, apresuró los pasos hacia el sonido, con más ímpetu ahora. 



EL JARDÍN SECRETO 


Apenas hubo despuntado el alba, las flores comenzaron la afinación, y cuando el sol mostró su redondez de fuego en toda su plenitud, se pusieron de acuerdo y el concierto de la mañana comenzó. 

 Monos, lagartos, perezosos, colibríes, guacamayos, entre otras tantas especies capaces de moverse en las alturas, ocupaban todos los gajos de los árboles que formaban un amplio círculo amurallado de altas paredes ocre y verde donde crecían las flores musicales, dándole a aquel reducto selvático carácter de jardín secreto, conocido únicamente por los animales de la selva. Ya en el suelo, la fauna que rodeaba a las flores era más variada; pero tanto abajo como arriba, bajo el efecto hipnótico que la música de las flores producían, abstraídos y sumidos en mundos irreales, solo alcanzados bajo trance, los animales apenas si pestañeaban. Solo un leve balanceo de sus cuerpos insinuaba que estaban vivos; la paz de espíritu y la concordia universal los constituía en aquellas horas. Era la parte del día en que las disputas estaban adormiladas detrás de nuevos pensamientos, buenos y nobles, que las flores musicales, nota a nota, introducían en sus primitivas mentes. 

 Estas flores, de formas inconcebibles y de colores de fluorescente resplandor, más los mágicos sonidos que emitían y en la extraña lengua en que cantaban, definitivamente, no eran de este mundo. 

 Al mediodía la música paraba y las flores recogían sus pétalos y caían en un sueño profundo, exhalando en breves suspiros un suave y dulce perfume. Entonces, volviendo lentamente del hipnótico letargo, cada animal seguía el curso de su vida, como todos los días. 

 Con la llegada del crepúsculo y hasta tarde de la noche, las flores volvían a abrirse y con su magia musical renacía el encantamiento.



LA CERCANÍA DEL MAL 


El profesor Taylor estaba, metro a metro, cada vez más cerca de la melodía y sus ejecutores; ya podía oír claramente, además de cada nota, el canto de voces extrañas, pero ya no sabía lo que hacía; simplemente seguía avanzando por inercia, como un autómata, sin noción de la realidad que lo circundaba. También él había sido hipnotizado por aquella melodía de otros mundos. Pero también era cierto que, al paso que iba, llegaría al jardín secreto cerca del mediodía, cuando el concierto hubiera acabado, y entonces, ya no más bajo el hipnótico encantamiento y a diferencia de los animales, no seguiría de largo, sino todo lo contrario: descubriría el jardín secreto, y lo más probable era que las flores musicales, días más, días menos, fuesen removidas a un lugar indeseable, donde los hombres tratarían por todos los medios a su alcance de descubrir su origen. 

 Esto lo tenía más que claro el guacamayo, por eso su lucha desesperada en las alturas.



EL ALERTADOR 


 «No lo puedo permitir», repetía el guacamayo, mientras se arrastraba penosamente por el dosel de los árboles. No podía detenerse, de ninguna manera, pero cuando le llegaron los primeros sonidos de la melodía, no tuvo más alternativa que detenerse. Arrancó una hoja del árbol, la masticó de prisa y luego hizo dos pequeños bollos con los que se tapó los oídos. Y ahí sí, a salvo de la melodía encantadora, siguió su dificultoso avance saltando de rama en rama, escalando por gajos verticales; lo que hacía que ocasionalmente se golpeara el ala que se había roto cuando, observando a los hombres que caminaban debajo de sus pies en dirección al jardín secreto, lo sorprendió una serpiente venenosa enroscada en el mismo gajo. Con tremendo susto, retrocedió con tanta rapidez que chocó bruscamente con el tronco del árbol, rompiéndose un ala, y todavía, atontado por el golpe, perdió el equilibrio, resbaló del gajo y cayó algunos metros, golpeando en gajos y ramas, hasta que pudo asirse a una rama. Por unos momentos permaneció colgado, aleteando con el ala sana, hasta que se despabiló por completo y pudo seguir su marcha, de allí en más, lastimosa. 

 Ahora le urgía la necesidad de mantenerse en la delantera, antes que fuera demasiado tarde. 



EL ALERTA 


Al primer alarido del guacamayo, que resonó como un rugido de fiera salvaje, las flores interrumpieron la ejecución y sus cuerpos apuntaron hacia él. No comprendieron, en el momento, qué quería ni el porqué de su violenta interrupción, como tampoco por qué no estaba hipnotizado como el resto de los animales; pero concluyeron que si actuaba así, porque el guacamayo continuaba chirriando insistentemente y señalando un punto de la selva detrás de él con el ala sana, quizás fuese para alertarlas sobre un gran peligro aproximándose más allá de la muralla ocre y verde; y el único gran peligro que las flores conocían era un tipo de animal, peculiar y maligno, que todos llamaban hombre. 



LA FLOR 


De repente, el guacamayo detuvo el alarde: abajo, en medio del jardín, las flores empezaron a aglutinarse las unas con las otras, y cada inconcebible forma encajó en otra inconcebible forma hasta formar una sola flor gigante, redonda y multicolor. Los ojos del guacamayo se agrandaron hasta producirle dolor, y si pudiese volar con certeza ya estaría huyendo para muy lejos, pero lamentablemente con el ala rota le era totalmente imposible; ni arrastrarse un metro más entre el ramaje podía siquiera, estaba exhausto. De modo que permaneció parado en el mismo lugar, observando la fantástica acción desarrollada en el suelo. Cuando la aglutinación se completó, la alucinante flor-bola-monstruo empezó a temblar y a brotarle por toda su redondez, cientos de ojos y bocas de agudos y afilados dientes, y cuando hubo terminado de evolucionar en esa monstruosidad concebible solo dentro de una pesadilla, rodó pesadamente en la dirección que el guacamayo había indicado. 

 El guacamayo, mientras tanto, paralizado de miedo y sin coraje de ir a husmear, no pudo ver la sangrienta batalla sostenida entre el hombre y la flor monstruosa, minutos después, detrás de la muralla ocre y verde. 





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Publicado el 30 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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