El Milagro

Francisco A. Baldarena


cuento



Sin dudas, una conmoción sin precedentes, sacudió el polvo de un adormilado pueblo de provincia la última madrugada: la iglesia se prendió fuego 

 «¿Cómo ocurrió?» «¿Qué pasó?» «¿Quién o qué habrá sido el causante?» Fueron las tres preguntas que nadie dejó de hacerse durante toda la noche; y la policía no fue la excepción. Inmediatamente después del aviso del siniestro, con la eficiencia y diligencia que caracteriza a la policía de pueblo chico, el oficial de guardia, un sargento y dos cabos más el propio comisario, que acudió a la comisaría lo más rápido que pudo, se habían puesto, mate y cigarrillo de por medio, a trabajar activamente en el caso. Por la mañana, tres hipótesis salieron a la luz: un cortocircuito («Posiblemente, debido al cableado muy antiguo», subrayó el vocero de la policía, cabo López, como el de El Zorro), una vela encendida («Probablemente, dejada al descuido», opinó al respecto), y un acto terrorista («Con seguridad, perpetrado por un ateo pirómano», afirmó). Aunque nada, hasta donde se sabía hasta el momento, indicara que un individuo con esas características habitara o anduviera circulando por la localidad, esta última hipótesis cayó en el gusto popular y circuló de boca en boca con asombrosa rapidez. Pero ya sabemos que en pueblo chico, a diferencia de las grandes urbes, las cosas funcionan de una manera muy diferente: nunca pasa nada, pero cuando pasa, la tendencia es exagerar lo máximo posible. Por lo tanto, lo de un pirómano suelto, y para mejor ateo, vino a caer como anillo al dedo, y para cuando el cabo López hubo regresado a la comisaría, nadie tenía ninguna duda sobre el culpable del incendio; solo faltaba saber quién era, pero muy pronto habrían de darle caza.



La muchedumbre, es decir, casi todo el pueblo, apiñada en la plaza frente a la iglesia desde casi el inicio del incendio, miraba atónita cómo el impiedoso fuego asesino terminaba de consumir lo poco que quedaba en pie de la Santa Casa de Dios. 

 Pese al esfuerzo en conjunto del cuerpo de bomberos, que acudió al lugar del siniestro con los dos únicos carros bomba disponibles, nueve minutos después del primer llamado telefónico, efectuado por un hombre que a los gritos comunicó el siniestro, y de unos cuantos ciudadanos temerarios que trabajan sin descanso desde la madrugada, no había nada más por hacer que testimoniar el triste final de la iglesia que nadie iba a poder olvidar jamás. 

 La estructura, o lo que quedaba de ella, parecía un monstruo abatido a punto de expirar, de sus entrañas débiles columnas de humo y vapor buscaban vagarosamente el cielo, donde, para que el cuadro de la tragedia fuera completo, se confundían con las nubes cargadas sobre el pueblo que, caprichosamente, amenazaban sin terminar de decidirse nunca, con despejar sobre el monstruo moribundo el precioso líquido que acabaría más pronto con su agonía. 

 Así de negras estaban las cosas. 



No obstante, algo curioso sucedía con la gente: estaba más preocupada con la integridad de la campana, que se había venido abajo junto con la techumbre al poco tiempo de iniciarse el siniestro, que como lo había estado al presenciar la iglesia siendo vorazmente consumida en su totalidad por el fuego asesino. Y ni hablar de la casa parroquial; parecía como que nunca hubiera habido una, en ningún momento nadie se acordó de ella, a pesar de que el cura se encontraba entre los de la primera fila, a la vista de todos. Tampoco nadie se acordó de la librería pegada a la iglesia, a la derecha de quien mira desde la plaza, ni se preocupó en saber cómo se encontraría el dueño —sin dudas, estaría metido entre la gente, presenciando todo con lágrimas en los ojos y peligrosos pensamientos rondando en su mente—; tampoco hubo menciones sobre las casas que dan al fondo de la iglesia, cuyos dueños también debían estar en algún lugar de la plaza lamentando la pérdida. Para la mayoría, sin embargo, la tragedia de las tragedias sería el derretimiento de la campana. Quizás los lectores más suspicaces sean de la opinión de que el temor generalizado de los habitantes del pueblo por el derretimiento de la campana, probablemente pudo deberse al hecho de que es a través de la campana que la gente se entera de los principales acontecimientos sociales en los pueblos (muertes, casamientos, bautismos, catecismos, etc.); no así de los incendios, accidentes y otras catástrofes, que de eso se encargan los bomberos, cuya sirena les avisa a los incautos para dónde se dirige el carro bomba, cosa que puedan seguirlo sin equivocarse de rumbo al salir a las disparadas. Pero como la campana estaba debajo de los escombros y el fuego aún no había sido totalmente combatido, por el momento y hasta la hora de la verdad, todo lo que se decía no pasaban de meras suposiciones. 




Por fin, cerca de la diez de la mañana, el monstruo de escombros exhaló un último suspiro gris, dejando el horror a la vista de todos. Un «oooh» de perplejidad y sorpresa, coreado por todo el mundo, inflamó el aire. Pero la exclamación, como debería de suponerse, no fue por causa de la susodicha campana, de la cual se alcanzaba a ver el copete renegrido, sino porque a medio enterrar entre los escombros podían ver, clara y nítidamente, al Cristo crucificado del altar mayor… ¡Intacto! 

 «¡Sin dudas, el testimonio incontestable del poder celestial emanado de El Salvador!», clamó, a todo pulmón, el padre Eustaquio. 

 No era esa, precisamente, la opinión de Humberto, el monaguillo predilecto del padre y, casualmente, a quien le había encargado la compra de las pinturas y otros materiales de la última refacción del Cristo, unas semanas antes, que se encontraba observando el catastrófico siniestro junto al padre, le preguntó a este en voz alta: 

 —¿Será, padre Eustaquio? 

 Alrededor de ambos, la multitud, tras las palabras del cura ya no más acongojada, sino extasiada, posesa, se postró delante del hijo incólume de Dios, que irradiaba divinidad desde los escombros, y empezó a elevar oraciones y aleluyas al cielo y a proclamar que el Cristo intacto era, sin duda alguna, un milagro divino. 

 El padre Eustaquio, a diferencia de los creyentes, además de creer en el milagro divino, también cavilaba. Cavilaba en silencio buscando cómo poder sacar provecho del asunto milagroso, hasta que, al cabo de unos pocos segundos, se le alumbró la lamparita (de 25 watts, pero lámpara al fin). 

 Con algo de eléctrico en sus movimientos, el padre Eustaquio giró sobre sus talones y, encarando a la muchedumbre, levantó los brazos al cielo y empezó a vociferar a todo pulmón frases que encajaban como hechas a medida para la ocasión: «Es un milagro del Señor», «Dios sabe lo que hace», o «Él (esto lo indicó con los pulgares sobre sus hombros hacia atrás, porque estaba refiriéndose al Cristo en los escombros) es la prueba incontestable de que Dios existe», y otras sentencias por el estilo. 

 Entretanto, el monaguillo estaba que no se aguantaba; su mirada iba y venía del padre a Cristo y de Cristo al padre; y así se mantuvo hasta que no pudo contenerse más, y tocó al padre en las costillas con un leve codazo para nada disimulado. 

 —¿Qué sucede, Humbertito, no ves que estoy hablando? —lo amonestó el padre, entre dientes, molesto por la interrupción. 

 El monaguillo, ni un poco intimidado, miró pícaramente a los ojos vidriosos del padre, y musitó, casi susurrando: 

 —¿Y, qué me dice, padre Eustaquio, no le dije que el vendedor de la pinturería me aseguró que las pinturas eran buenas, a prueba de fuego y todo? 

 El padre Eustaquio sintió el estallido de una bomba dentro de su cabeza; su semblante bondadoso se transformó, en cuestión de nada, en una máscara siniestra (más siniestra que el siniestro a sus espaldas), de mirar oscuro y amenazante. Entonces, fulminando al monaguillo con ojos severos y anteponiendo el dedo indicador de la mano derecha sobre sus labios, le dijo: 

 —Shhh, que nadie te oiga, o Dios te castigará.



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Publicado el 7 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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