El Niño-Rolando

Francisco A. Baldarena


cuento


A cada dos o tres minutos, la señora Marlos, sentada junto a dos grandes valijas en la sala VIP del aeropuerto de Paris —una con los regalos para su gran descendencia, dos hijos, dos nueras y cinco nietos, todos varones, y la otra con sus cosas personales—, miraba con impaciencia la hora; le urgía tomar el avión y llegar de una vez por todas al sosiego de su departamento en Nueva York. Cuando no miraba la hora, la señora Marlos miraba más allá de los cristales de la sala, sin ningún interés en especial. En una de las tantas cabeceadas, cerca de la zona de check-in, vio un matrimonio con su pequeño hijito, sentado al lado de la madre. De pronto su corazón disparó; el rostro del niño era idéntico al de su tercer hijo, ya lejano y perdido para siempre hacía más de veinte años atrás, cuando una gripe mal curada se lo arrebató de las manos. Tendía, ese niño, más o menos la misma edad que su hijo al morir. 

 Inmediatamente, la señora Marlos abandonó la sala con las dos valijas rodando a su lado y fue a sentarse lo más cerca del niño que pudo, pues no había en ese momento muchos asientos vacíos disponibles. 

 Y sí, viéndolo más de cerca, el parecido con Rolando era abrumador, y cuanto más lo miraba, más ganas tenía de acercarse a él y abrazarlo como lo había hecho tantas veces con su añorado hijito. 

 «Rolando, hijito mío», murmuró en cierto momento, pero tan bajito que solo ella pudo oírse. 

 Con la visión del hijo perdido en la figura de ese pequeño niño, la señora Marlos se olvidó de la hora; su pensamiento ahora transcurría, o mejor dicho, estaba parado, estancado en el ayer. De vez en cuando volvía al presente; esto se daba cuando los padres del niño, como si sospecharan algo, convergían sus miradas en ella. En esos momentos la señora Marlos desviaba disimuladamente la cabeza y fingía mirar para otro lugar, hasta que por el rabillo del ojo percibía que ya no estaba siendo observada, entonces, fijando su mirada en el niño, o mejor dicho, en Rolando, volvía al ayer. 

 Una voz femenina anunció por los altavoces la partida del próximo vuelo, y, casualmente, el hombre que estaba sentado al lado del niño se levantó, con clara intención de marcharse. La señora, con las valijas a la rastra, fue a sentarse al lado del niño/Rolando, justo cuando este se quejaba de lo aburrido que estaba. La señora se apresuró a abrir la valija con los regalos, dispuesta a sacrificar uno de los juguetes destinados a sus nietos, y se puso a revolver con manos ansiosas porque no quería desperdiciar esa oportunidad de aproximación con el niño. 

 «Listo» —se dijo, aliviada, cuando encontró el avión destinado a su nieto José, pero cuando se dio vuelta, el desconcierto la hizo estremecerse toda: el niño sostenía en una de sus manos un avión parecido. 

 «Ahora, tranquilito», le dijo la madre al hijo. 

 La señora Marlos, mientras guardaba el avión, se amonestaba por dentro por haberse demorado tanto en su búsqueda fortuita.  

 No pasaron ni cinco minutos, cuando el niño volvió a quejarse: ya no quería más el avión. La señora pensó que esta vez la oportunidad de congraciarse con el niño no se le escaparía. Así que volvió a abrir el cierre de la valija, hundió sus manos apresuradas y, tanteando a ciegas, palpó el dinosaurio de goma destinado a su nieto Emanuel; pero el destino, caprichoso y cruel, le jugó en contra una vez más, porque al darse vuelta, el niño ya jugaba con un tiranosaurio, también de goma. 

 Masticando rabia, la señora Marlos metió el juguete en la valija y la cerró de un tirón; luego sacó un pañuelo de la cartera y se secó el sudor que arrastraba cuello abajo, lentamente, el espeso maquillaje con que disimulaba el paso del tiempo en su rostro.  

 Transcurrieron unos minutos y el niño empezó de nuevo con las quejas. Esta vez la señora Marlos, con más diligencia que las dos veces anteriores, metió las manos en la valija, pero justo cuando extraía el robot destinado al nieto Gustavo, escuchó a sus espaldas una voz metálica que repetía con insistencia: «¡Muerte a los humanos!» «¡Muerte a los humanos!» 

 La señora Marlos, asustada, al final se encontraba en Paris, donde los terroristas musulmanes gustan de poner bombas, se dio vuelta de inmediato: la frase temeraria, repetida dos veces consecutivas, salía del robot que el niño sostenía en las manos. 

 La señora Marlos pensó una mala palabra y metió el robot en la valija, después se roció el cuello con colonia refrescante y suspiró profundamente, un poco porque sentía falta de aire y otro poco por el fastidio que le causó esa nueva decepción. 

 Y como en las otras veces, el niño volvió a cansarse de ese juguete y a quejarse de que estaba aburrido; y también como en las otras veces, la señora Marlos volvió a abrir la valija y a hundir las manos entre el revoltijo hecho con tantas búsquedas, sacadas y vueltas a guardar de juguetes, hasta que sus dedos rozaron la suavidad del oso panda destinado al nieto Pedro. Le clavó las uñas puntiagudas con fuerza, cuál garras de felino hambriento, pero desgraciadamente, también como en las otras veces, al darse vuelta, comprobó que los padres del niño/Rolando ya le habían dado… ¡Un oso panda! 

 Decepcionada una vez más, la señora Marlos guardó el juguete, cerró la valija, volvió a sacar el pañuelo de la cartera y se secó unas lágrimas que le dibujaban dos líneas negras en las mejillas. Ya bastante irritada, se olvidó del entrañable Rolandito y se puso de pie, se desarrugó la ropa con cierta violencia y ya se disponía a volver a la sala VIP, cuando volvió a oír al niño quejándose, entonces decidió apostar la última ficha que le quedaba, la ametralladora del nieto Aldo. 

 Esta vez la señora Marlos fue mucho más diligente que las otras veces —tenía que serlo—, y con increíble rapidez abrió la valija y sus manos fueron directamente a la ametralladora; y al darse vuelta, y para su felicidad, vio que al niño todavía no le habían dado ningún juguete; ambos padres todavía estaban en eso, revolviendo valijas y bolsones, mientras se preguntaban dónde estaría sin decir qué. 

 —Toma, es para ti. Te la regalo —le dijo al niño la señora Marlos, con la dulzura de una tierna abuelita, pero el niño, mirando a los padres que habían suspendido la búsqueda y ahora observaban para ambos con rostros intrigados, dijo, gritando: 

 —¡Esa nooo! Después, señalando con una mano hacia un lugar, dijo: 

 —¡Quiero aquella! 

 Tres pares de ojos recalaron en el punto de convergencia propuesto por la mano del niño: una tienda de juguetes, a metros de donde se encontraban, donde en la vidriera se exponía a la venta una ametralladora… exactamente igual a la que sostenía en sus manos la desafortunada señora Marlos.


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Publicado el 30 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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