Laian y los Alienígenas

Francisco A. Baldarena


novela corta


Primera Parte






MALAS NOTICIAS 


Fluo Max acababa de salir del baño y se peinaba frente al espejo, cuando vio reflejado, detrás de él, la figura violeta de Opzmo, flotando y haciéndole señales, del lado de afuera. Su amigo le pareció un tanto desesperado, sin embargo, como era sabido por todos que Opzmo era dado a las exageraciones, lo dejaría esperando un rato. 
 «Un poco de aire fresco no le hace mal a nadie», dijo, sonriendo. El problema era que estaban en la estación fría. 
 Fue a la cocina, agarró un pedazo de torta de chocolate y, a través del comando de voz, abrió el ventanal y Opzmo, tiritando de frío, entró, como se dice, «con cuatro piedras en la mano». 
 —¿Cómo puedes comer esta porquería, Fluo? Bizcochuelo de trigo modificado, chocolate sintético, azúcar artificial. Porquería pura. 
 Fluo Max esperaba una recriminación de parte del amigo, por haberlo dejado esperando afuera con semejante frío, sin embargo… 
 —Pero sabe bien. ¿Quieres un poco? 
 Opzmo, que odiaba ese tipo de alimentos, puso cara de asco y, atajándose con las manos, dijo: 
 —¡Solo si me estuviera muriendo de hambre! 
 —Bien, cambiando de tema, ¿qué te trae por aquí tan temprano?  Opzmo tomó asiento. 
 —Kinio. Nos quiere a todos en el cuartel general, con urgencia. 
 —¿Kinio Kiniones Pauers? 
 —¿Hay, por acaso, otro Kinio Kiniones Pauers que conozcas, además, de nuestro jefe? 
 —No. Lo que pasa es que me tomaste por sorpresa. Y bien, ¿qué es lo que sabes? 
 —Apenas rumores. Tú sabes, lo de siempre: ataques esporádicos, sospechas de invasión, amenazas de bombas. Pero si Kinio nos manda a llamar con urgencia, por algo debe ser —aclaró Opzmo, balanceando la cabeza. 



KINIO KINIONES PAUERS 

El capitán Kinio Kiniones Pauers consultaba unos papeles, cuando Fluo Max y Opzmo irrumpieron en su despacho. 
 —¡Ay, muchachos, tengo noticias! Las facciones caninas del capitán no demostraban claramente el carácter de esas noticias. 
 —Pero, ¿son buenas o malas? —se apresuró a preguntar Opzmo. 
 El capitán Kinio torció el hocico, y casi ladrando, dijo: 
 —¡Malísimas, muchachos! Tanto que es necesario que salgamos universo afuera en busca de nuevas zonas de cultivo. ¡Con urgencia urgentísima! 
Al oír esto, Fluo Max, que en ese momento miraba desde un ventanal cómo el sol dibujaba extrañas formas geométricas sobre los edificios de la ciudadela capital, se dio vuelta inmediatamente. 
—Malditas Werk ha vuelto a atacar, esta madrugada —continuó el capitán—. Esta vez ha ido demasiado lejos, el desgraciado ha envenenado el suelo de los nueve planetas circundantes. Por lo tanto, la realidad es que las zonas disponibles para cultivo han quedado inutilizadas quién sabe hasta cuando. Ahora contamos únicamente con las reservas que tenemos aquí en Benignus. 
 —¿Entonces, qué debemos hacer, capitán? —preguntó Opzmo, ya transpirando su peculiar sudor violeta, señal de que estaba nervioso. 
 —Ir tras él. Sabemos que va hacia T2. Difícilmente lleguemos al planeta antes que él, por lo que debemos hacer el esfuerzo de detenerlo antes que repita lo mismo allá. ¡Qué el Gran Diseñador nos libre y nos guarde! Si envenena también el suelo del único planeta más cercano, nos será muy difícil sobrevivir —dijo el capitán, con la mirada puesta en sus subordinados. 
 —¿Y cuándo debemos partir, señor? —preguntó Fluo Max. 
 El capitán Kinio Kiniones Pauers no esperaba menos de Fluo Max, ni de Opzmo; pues eran, además de buenos soldados, en quienes más confiaba.
 —Ayer —respondió, enérgicamente—, y no me llames de señor; tengo demasiado pelo, demasiadas pulgas, cuatro patas, una cola y cuando estoy de mal humor, gruño como un chacal y cuando triste, aúllo como un lobo en medio de la noche, para que me llames así. Aunque hoy no estoy malhumorado ni triste, apenas soy un perro angustiado repasando urgentísimas instrucciones. 
 —Está bien, capitán —se rectificó Fluo Max. 
 Los dos amigos se retiraron al salón de los pasatiempos, dentro de poco empezarían a llegar los demás miembros del comando. 



MALDITAS WERK, EL CABALLERO DEL MAL 

Malditas Werk, el bandolero espacial que gobernaba un tercio del planeta Benignus desde hacía décadas, era el único enemigo que los pacíficos benignusianos tenían. Una sola obsesión movía al caballero del mal: apoderarse del rico planeta, pero lo cierto es que nunca había conseguido avanzar más que unos pocos cientos de metros más allá de los territorios que tomara pose al llegar a Benignus, diez años atrás. Por suerte, Malditas Werk no era tan buen estratega como él se consideraba, pero lo que le faltaba de ingenioso le sobraba de tramposo, y para peor de males su ejército, un rejuntado de escorias, andrajoso y mal equipado, era menos competente que su jefe supremo, con lo cual sus sueños de poder siempre acababan truncados. 
 —Pero esta vez será diferente —le confidenció al espejo que tenía delante, al parecer el único a comprenderlo de verdad. 



EL ORIGEN DEL MAL 

En los confines oscuros de la galaxia hubo, o hay, ya no se sabe, un planeta llamado Malum; una estrella fría y sombrí­a, en cuyas entrañas, único lugar habitable, vivían unas malévolas criaturas de mediana inteligencia. No obstante, bastaron unos pocos miles de años para que anduvieran explorando el universo en busca de materias primas y todo lo que pudieran encontrar a su paso. Desde algún planeta saqueado, seguramente, habí­an importado sin querer la muerte; un virus letal que casi exterminó a todos sus habitantes, reduciendo su población a tan solamente cinco individuos: Malditas Werk, el último gobernante supremo; su padre, Malditoulas, y sus tres hijos: Malditilio, el primero; Malditania, la del medio, y Malditolê, el tercero, en la época apenas un bebe. La familia gobernante entonces abandonó la siniestra estrella y vagó de planeta en planeta, saqueando y reclutando a todo aquel que quisiera seguirla en lo que Malditas Werk llamó La Conquista Espacial; porque si había algo que lo diferenciaba del padre, de los hijos y de sus seguidores era que siempre soñaba alto, aunque nunca conseguía subir más que algunos pocos metros. 
 «Pero lo que vale es la intención», solía decir, ante cada fracaso. 
 Cuando descubrió el planeta Benignus, ocupó el único espacio deshabitado del planeta, una tierra pobre y escasamente iluminada por el sol; lugar lúgubre, gris y frí­o, muy parecido a Malum si no fueran los dí­as un poco más claros. 
 Y allí se encontraba aún, después de diez años de guerra infructuosa, cuando tuvo una idea genial: matar de hambre al enemigo. Siempre había robado alimento a los benignusianos, asaltándoles los almacenes de estoque y los cultivos, en los planetas circundantes, pero ahora solo tení­a que almacenar suficiente alimento para luego envenenar el suelo de los planetas circundantes. Después huiría hacia algún planeta distante, donde esperaría durante algunos años hasta que la raza benignusiana desapareciera para siempre, dejándole el planeta libre para él. 



EL LABORATORIO DE MALDITOULAS WERK 

Malditas Werk entró al laboratorio con aires de victoria. 
 —¿Cómo vamos, papá? 
 El viejo Malditoulas Werk estaba inclinado sobre unos papeles llenos de ilegibles anotaciones y complicadas fórmulas matemáticas, que la vana y limitada inteligencia de su hijo nunca alcanzaría a comprender. Malditas Werk intentó leer alguna cosa sobre los hombros de su padre, pero por desgracia el viejo Malditoulas tenía muy mala letra. Tan mala que muchas veces ni él mismo entendía muy bien su propia letra. Por eso había inventado el Descifrador de Letras Malditoulas, el cual siempre llevaba colgado al cuello. 
 —No sé por qué siempre miras lo que escribo si ya sabes que ni yo consigo entender mi letra —rezongó el padre. 
 —Porque como garabatos son geniales, papá —respondió Malditas, risueño. 
 Malditoulas gruñó algo indescifrable y luego pasó a explicarle al hijo cómo debí­a ser aplicado el veneno para garantizar un óptimo resultado. 
 —Te garantizo y firmo abajo que por 10 años en ese suelo no crece ni la gramilla. 
 Malditas Werk dibujó una sonrisa de oreja a oreja. 
 —Gracias papá, no entiendo ni medio lo que está escrito ahí, pero vale un imperio, te lo aseguro. 
 Malditas Werk impartió órdenes a diestra y siniestra a todos sus hombres, pues habí­a mucho trabajo por hacer: robar los componentes del veneno, fabricarlo y por último esparcirlo en el suelo de los nueve planetas circundantes. Y claro, robar la mayor cantidad de agua y alimento posible. Pero abastecer la nave negra con suficiente agua y comida para la tripulación y, principalmente, para Malditania, la del medio, que comía como un elefante, era lo más trabajoso, más que el combustible. A propósito de esto último, Malditas Werk no se preocupaba; Malditoulas hacía mucho que habí­a inventado el Combustible Malditoulas, compuesto gaseoso a base de materias urinaria y fecal, y para eso contaban con los desperdicios de la tripulación y, principalmente, con los de Malditania, la del medio, encargada del noventa por ciento de la producción de combustible. 
 «Suficiente para llegar al borde del universo», le había dicho Malditoulas. Con los armamentos tampoco había problema, ya que funcionaban con el mismo combustible. 


DESPUÉS DEL ENVENENAMIENTO 

Después del derrame del veneno, Malditas Werk, su familia y su ejército partieron de Benignus rumbo a T2, un puntito casi imperceptible entre millones, de millones, de millones de puntitos de estrellas parecidas entre sí en el vasto infinito estelar. 
 —Allí vamos, T2. Malditas Werk oyó su voz lejana, pues se estaba durmiendo, y entre sueños llegó a pronunciar «La Casa de Werk», enseguida se durmió completamente. 



LA DESPEDIDA 

 —Puede que sea un viaje sin retorno —les advirtió con voz grave el capitán Kinio Kiniones Pauers a sus hombres en la plataforma de lanzamiento, poco antes de partir. Fluo Max, Opzmo y los demás soldados, no menos afligidos que su capitán, lo rodearon y lo levantaron a upa para que les pudiera dar una lamida de despedida. 
 Mientras la nave desaparecía en el cielo, el capitán Kinio Kiniones Pauers aulló de tristeza por largo rato. (Luego, nunca más nadie lo vería mover la cola con tanta efusividad, como si la alegría lo hubiera abandonado el mismo momento en que sus amigos, más que subordinados, partieron hacia T2.) 



DETRÁS DE LOS MALOS 

En la cabina de comando, Opzmo se lamentaba de la vez que tuvo a Malditas Werk a punto de tiro y por culpa de una mosca irritante, que insistí­a en posarse en el mismo lugar, provocándole un molesto cosquilleo, lo dejó escapar. 
 —Deberí­as agregar un matamoscas a tu equipamiento, Opzmo, pues adonde vamos abundan las moscas —le aconsejó Fluo Max. 
 Todos rieron, hasta Opzmo, olvidándose por un momento que estaban en una misión de la cual posiblemente ninguno podría volver. 
 El operador de radar, Atchiky Licky, aprovechó el momento de distracción para seguir jodiéndolo. 
 —Yo te aconsejaría un arma antimoscas más efectiva que un matamoscas convencional, por si te encuentras detrás del trasero de la hija de Malditas Werk. Se dice que sus gases son tan potentes que, además de atraer moscas, provocan daños cerebrales irreversibles. 
 Así pasaban la mayor parte del tiempo que estaban despiertos, distrayéndose para no deprimirse. Otro momento de alegrí­a se producí­a cuando se comunicaban con el capitán Kinio Kiniones Pauers, a cada 24 horas. 
 Apenas se escuchaba por los altavoces: ¡Atención muchachos, el capitán Kinio Kiniones Pauers en el aire!, todos abandonaban lo que estaban haciendo y acudían corriendo hasta el monitor, apretándose como moscas sobre una gota de miel para poder compartir un momento con su querido jefe. Los ojos de Kinio Kiniones Pauers, aunque al ver a sus amigos su corazón se llenaba de alegrí­a, demostraban la tristeza que lo embargaba, y si pudieran verlo de cuerpo entero advertirían su cola menearse vagarosamente de lado a lado, cosa que nunca más hizo en público. Pero la alegría duraba pocos minutos; cuando se cortaba la comunicación en ambos lados, el silencio que quedaba los dejaba casi sin acción. 
Fluo Max y Opzmo, entre todo el equipo, eran los más tocados por la falta de su superior. Sin advertirlo, siempre estaban recordando alguna anécdota suya, con lo que a menudo algún episodio en la nave los remitía a su entrañable amigo, que aun estando distante, estaba con ellos en espíritu. 



EL DIOS MALDITO 

Malditas Werk meditaba sobre su plan de ataque. El planeta T2, según sus informes, poseía muchos habitantes. Estos eran, en su gran mayorí­a, supersticiosos y proclives a creer en cualquier cosa, más aún si esa cosa vení­a del espacio. En ese punto se detuvo, imaginando una multitud de millones de habitantes, rindiéndole culto al Gran Dios Malditas Werk. Una obediencia ciega al divino, que bajaba de los cielos con su familia real y su propio ejército. 
 «Seguramente habré que exterminar a unos cuantos, porque rebeldes y los que no se creen el cuento de lo que baja del cielo siempre los hay en cualquier tiempo y en toda civilización, pero el resto me ha de adorar.» 
 Malditas siempre acostumbraba a decir que si hay que soñar, debía soñarse en grande, y él tení­a grandes sueños. Uno de los tantos era ocupar el trono de la Casa de Benignus, a la que le darí­a un nuevo nombre, apenas llegase al poder: la Casa de Werk. Para ir ensayando, cuando fundara su reino negro en T2, planeaba llamar a su palacio particular de esa manera. 
 «Un golpe maestro que me hará ser dueño y señor de dos planetas; primero conquistaré T2 y después Benignus, entonces la Divina Dinastí­a Werk gobernará, qué digo, reinará por siempre.» Con ese breve sueño, Malditas le informó a su familia y al subcomandante de su ejército su última decisión. 

10 

DESPUÉS DEL BREVE DISCURSO 

 —¿Y será que demoran mucho en morir de hambre los benignusianos, papá? —quiso saber Malditillo, el primero, que hasta ese momento estaba alejado del parloteo de su padre entretenido en desplumar un pajarito vivo, pluma por pluma. 
 —Claro que no, hijo mío —respondió Malditas, casi con ternura—, a no ser que aprendan a comer piedras. 
 Todo el mundo se desternilló a carcajadas. Menos Malditania, la del medio, que, interrumpiendo su pasatiempo favorito: comer, dejó de masticar e hizo a un lado, pero no mucho, el sandwich de salchicha, jamón, queso, panceta, chorizo, pollo, lechuga, tomate, zanahoria, cebolla, papas fritas y semillas de sésamo y preguntó, angustiada, si eso de comer piedras aplicaba también a ella. Pero antes que su padre abriera la boca, volvió a su sandwich. 
 —No, hijita, no te preocupes —respondió el padre, con ternura. 
 —Hmm —respondió, atascada, Malditania, tal vez queriendo decir «Está bien papá» o «Sí, ya entendí­», no quedó muy claro. 
 —Mira papá, mi nuevo juguete de tortura que me regaló el abuelo —dijo Malditolê, el tercero, mostrándole una esfera metálica. 
 Malditas Werk miró la esfera sin conseguir adivinar cómo funcionaba el juguete. 
 —¿Y cómo funciona, hijito? 
 El pequeño demonio le mostró una víbora de unos treinta centímetros, después abrió la esfera por la mitad, introdujo el reptil, cerró la esfera y la depositó en el suelo. Luego, con un control remoto, empezó a hacerla girar a toda velocidad hasta llegar a 1000 RPM. Todos los presentes se mantenían en silencio, atentos al resultado final, menos Malditania, que ahora atacaba otro sandwich igual al anterior. Un minuto después, Malditolê detuvo la esfera, la abrió y dijo: 
 —¡Chan, chan! Luego sacó la víbora del interior de la esfera, con asombrosos dos metros y medio de largura. 
 —El juguete estira víboras, papá —respondió el pequeño Judas, dando risotadas. 
 El padre y los que estaban presentes festejaron la hazaña del pequeño. Menos la hermana, por razones obvias, pues sus manos aún sostenían el sandwich. 

11 

UN REGALO PARA MALDITANIA 

En medio del alboroto apareció Malditoulas. Traía en sus manos una pequeña caja negra con un círculo de cristal en la parte superior. 
 —Malditania, te traigo un regalo —dijo el abuelo inventor. 
 Por la misma obvia razón que anteriormente, pues estaba ocupada en cosas más sabrosas dentro de su boca insaciable, la muchacha no dijo nada, apenas levantó la vista. 
 —Mira —dijo el abuelo—, apretando este botón, la imagen holográfica de tu madre aparecerá a través de este círculo de cristal en la parte superior, con los maléficos enseñamientos que te dejó grabados antes de partir al más allá. Inmediatamente, el viejo apretó el botón y la imagen de Maldoca, apareció gesticulando, pero sin voz, pues para eso debía ser accionado otro botón. Pero Malditania por el momento no estaba dispuesta a escuchar nada, estaba comiendo; sin embargo, dijo algo, pero que no se oyó bien porque tenía la boca llena. 

12 

EVOCANDO A MALDOCA 

 «¡Ay, mi bella Maldoca!» «¡Cómo te verí­as hermosa vestida de reina!», suspiró Malditas Werk, en su recámara, recordando a su fallecida esposa, una de las primeras víctimas del virus mortal. Estirado en la cama, Malditas cerró los ojos y volvió al futuro, donde sería rey. 
 «No», se corrigió al instante, sin perder la costumbre de soñar alto y en grande, «emperador» suena mejor. Esta idea lo llenó de felicidad. 
 Cuando iba por el quinto planeta conquistado y le estaba por cortar la cabeza al rey, se durmió y soñó algo diferente. 


Segunda Parte 


13 

EXTRAÑOS EN EL NIDO 

 —Mañana hará un buen día —comentó Laian con su maestro, mientras observaba el cielo estrellado. 
 Elser Masgrís, el mago, también observaba el cielo, aunque no miraba lo mismo que su discípulo, también sentía «algo» que no era cosa de este mundo, viajando en el espacio hacia ellos; venidos de un lugar tan distante y diferente a la Tierra que Laian no sería capaz de imaginar. Elser Masgrís tuvo pena de la ingenua alegrí­a del muchacho, pues lo que venía de otros mundos probablemente no fuese nada bueno. 
 Esa noche, como lo venía haciendo en las últimas semanas, el mago había subido a la torre del castillo para observar el punto de luz en el firmamento, creciendo noche a noche, desapercibido para todos los mortales, como el ingenuo Laian, por confundirse con las estrellas. El mago bajó la mirada hacia el valle; en la aldea, bañada por la luz plateada de la luna, al cobijo de las Montañas Azules, todos dormí­an el sueño de los inocentes, ajenos al mal que venía desde el infinito. Entretanto, Elser Masgrí­s los consideraba afortunados por ignorar las cosas que él sabía; despertando cada dí­a y viviendo sus vidas entre el trabajo rudo y pequeñas alegrías hasta el día en que una desgracia mayor sobrevenía y entonces, solo en esos momentos, no antes, el miedo los tocaba de cerca y les cambiaba la vida. Él, en cambio, estaba condenado a sufrir desde mucho antes que las catástrofes sucedieran. Como bien sabía, ser sabio tení­a sus pros, pero sus contras también. Él podía protegerse de muchas maneras, pero esto no lo eximía de sufrir con anterioridad por el padecimiento ajeno. Pensaba que ninguna vida valía la pena ser vivida en un mundo donde también existí­a el mal, pero así era el vivir. El planeta, tan bello por naturaleza, quizás se tornase feo. Quién sabía con qué propósito venían esos seres; tanto podían venir con intenciones de conquista como de parada transitoria, a modo de reabastecimiento. 
 «Habrá que pagar para ver, de cualquier manera nunca es bueno tener a extraños en el nido», pensó el mago, antes de bajar a su recámara. 
 Entretanto, Laian se quedaría un rato más en lo alto de la torre, le fascinaban las estrellas. 

14 

LA PLANTACIÓN 

Era un día como tantos días y noches en T2, con sus alegrí­as y tristezas, sus conflictos y alianzas, cuando, de pronto y sin ningún tipo de avi­so previo, millones de naves cubrieron por completo el planeta, iluminando la parte que era de noche con luces de intensidad cegadora y la parte de día también, porque las naves, posicionadas unas contra las otras, habían convertido al día en noche. En ese mismo instante el planeta paró. Los habitantes de donde era de noche y que estaban durmiendo, continuaron dormidos, y los que estaban despiertos, desmayaron en el acto; y a los que estaban del lado que era de día, les ocurrió exactamente lo mismo. Y mientras los habitantes dormían el sueño abducido, los invasores disolvieron y transformaron en nutrientes a todos aquellos no aptos para el trabajo: bebés, niños pequeños, viejos, locos y portadores de alguna discapacidad. Las otras especies de la escala animal, también corrieron con la misma suerte. Los habitantes fueron introducidos a las naves y trasladados a los invernaderos construidos en los polos. Ya sin interferencias de ninguna especie, los invasores deconstruyeron el planeta, literalmente; tirando abajo lo edificado y desenterrando construcciones subterráneas. Después aplanaron el planeta entero, literalmente, y con los escombros de lo que habían sido montañas y colinas, rellenaron depresiones y esparcieron en las orillas de los mares, para nuevas zonas de cultivo. En el paso siguiente, cavaron millones de túneles interconectados los unos con los otros, dejando pequeñas entradas a cada cien kilómetros. A lo largo y lo ancho del globo levantaron extrañas construcciones, gigantescas pistas de aterrizaje y amplias rutas pavimentadas. Cuando trajeron a los habitantes de vuelta y los despertaron, estos se vieron cercados por extrañas estructuras que no eran propias del ingenio humano y por sus captores, soldados robóticos cromo-metalizados; y, guiados por estos, fueron trasladados hasta las entradas de los túneles y obligados a entrar en ellas, después las entradas se cerraron para siempre. 
 La plantación al poco tiempo se tornó productiva. 
 Mientras tanto, debajo de la superficie, los habitantes primitivos se adaptaron a su vida de lombriz, haciendo su parte al oxigenar y nutrir la tierra con sus desechos orgánicos y con los eventuales cadáveres. 
 El hacedor supremo de la osada conquista admiraba su gran obra desde la torre de la fortaleza principal, cuando a sus espaldas alguien lo llamó: 
 —Comandante. 
 Y hasta allí llegó el sueño de conquista de Malditas Werk, que, con un humor de los mil demonios rabiosos, respondió que ya iba. 

15 

MALVADOS A LA VISTA 

 —Ya los tenemos a la vista, Fluo —dijo Atchiky Licky. 
 Fluo Max se acercó al monitor del radar. —Gracias, Atchiky. Nos llevan una buena ventaja, ¿no crees? 
 —Sí­, Fluo, y está claro que también nos vieron. Pero por alguna razón no se atreven a atacarnos. 
 —Lo más probable es que Malditas opte por lo obvio, es decir, atacarnos cuando estemos a punto de aterrizar. Debemos pensar en una estrategia —dijo Fluo Max. 
 Opzmo, parado a su lado, opinaba que lo mejor era aterrizar del lado opuesto del planeta. 
 —Malditas creerá, como más probable, que lo haremos cerca de ellos. En cambio, si lo hacemos del lado contrario a su posición, serán ellos los que tendrán que venir hacia nosotros, entonces ahí la ventaja será nuestra, ¿qué opinan? 
 —Bien pensado, Opzmo. Fluo Max también compartía la misma opinión de su amigo. 
 —Por ahora no nos queda más que esperar y estar atentos a sus movimientos —concluyó Opzmo. 
 —Cierto, dijo Fluo—. Atchiky, ¿cuándo debemos llegar? 
 —Si todo sigue como hasta ahora, en doscientas cuarenta horas, o diez días. Tú eliges —respondió, bienhumorado, Atchiky. 
 —Muy gracioso, ja, ja, ja —contestó Opzmo, con gesto burlón, y los tres se echaron a reír. 
 Órdenes a la tripulación fueron impartidas y enviado un mensaje a Benignus: «MALVADOS A LA VISTA. ESTAMOS TRAS ELLOS. ÉL LLEGARÁ PRIMERO.» 
 Kinio Kiniones Pauers les transmitió que mantuvieran mucha cautela y, dentro de lo posible, evitar daños contra los tedosianos. 
 —Necesitamos una parte del planeta solamente y allá hay espacio suficiente para que el cultivo sea beneficioso para todo el mundo. Si fuese posible llegar a un acuerdo, ambas partes serían beneficiadas —recomendó Kinio, tiempo más tarde, cuando entablaron comunicación. 
 —¿Y qué pasará si hay resistencia? —le preguntó Opzmo a Fluo Max. 
 —No creo que tengamos que llegar a un acuerdo con nadie. T2 es un planeta inmenso y hay vastas zonas deshabitadas donde nadie notará que haya alguien por allí. 
 —Tienes razón, Max. La única vez que nos cruzaremos con los tedosianos con seguridad será cuando luchemos contra Malditas Werk. 
 Fluo Max buscó en el ordenador de bordo las zonas del planeta donde los tedosianos se concentraban. 
 —Ellos viven alrededor de las zonas donde hay minerales y es allí donde Malditas Werk posará, con certeza. No pienso que llegue hasta T2 con la intención de envenenar su suelo. Necesita alimento tanto como nosotros y además no queda otro lugar donde conseguirlo ni cultivarlo, por lo menos en esta galaxia —dijo Fluo Max. 
 —Tienes razón, Fluo, pero además hay otro motivo por el cual necesita alimento —dijo Opzmo. 
 —¿Y cuál sería el motivo? —preguntó Fluo Max, intrigado. 
 —Y cuál debería ser… ¡La hija glotona! 
 Nuevas carcajadas invadieron la cabina. 

16 

LAS NAVES 

 «No hay duda, son dos», se dijo por dentro Elser Masgrís, sin desviar la vista de los dos puntos luminosos que solo él podía notar, unas noches después. Hubiera querido tener más sabiduría para hacer que el planeta se hiciera invisible, como él podí­a hacer con las cosas, incluso con él mismo, y que las naves pasaran sin verlo, pero su magia no era tan poderosa. 
 Entretanto, su bola de cristal solamente mostrab­a brumas que podían ser muchas cosas, desde tiempos de tinieblas a plagas y de esclavitud hasta guerra y muerte. Dudaba de sus poderes por no saber qué clase de tecnología poseerían los alienígenas en caso de un conflicto armado, pero sin duda sería más avanzada y poderosa que la que él pudiera concebir. 
 Laian podí­a no tener cerebro suficiente para entender las cosas del universo, pero sí el suficiente para notar la aprensión de su maestro. Intuí­a que si lo interpelase, el mago le responderí­a con evasivas por entender que él ignoraba muchas cosas, o quizás por creer que aún no estaba preparado para ciertos asuntos, o bien porque eran asuntos íntimos del alma del mago.
 Pero aun así, una mañana, al ver a su maestro con cara de preocupación, se le plantó delante. 
 —Maestro, ¿sucede algo que lo preocupa demasiado? Aunque conocía la suavidad del hablar del mago, Laian cerró los ojos y esperó una buena reprimenda por su atrevimiento. 
 —Esta noche, cuando vengas conmigo a la torre, quiero que veas algo —le respondió el mago. 
 Laian puso cara de alegría, sin dudas, la respuesta del mago lo había sorprendido. 
 —Ahora debo consultar algo —dijo el mago, después abrió el libro mágico que tenía entre las manos y no dijo nada más. 
 —Sí, maestro —respondió Laian y salió dando brincos de alegría.
 En el jardín del castillo se puso a pensar qué bueno sería si su maestro le enseñar­a a leer el futuro a través de las estrellas. 
 Pero el mago pensaba diferente: su aprendiz necesitaba enterarse de lo que se avecinaba. Tal vez así,­ en el momento del arribo de los aliení­genas, pudiera contar con alguna posibilidad de salvar la vida. 

17 

LAS ESTRELLAS 

La llegada de Elser Masgrís, sacó de sus sueños al inocente Laian. El mago traía consigo una tabla con un pequeño orificio, que posicionó en un determinado lugar. 
 —Por este agujero podrás observar un determinado grupo de estrellas, durante todas las noches —le dijo el mago. 
 —Sí, maestro. 
 —La voy a posicionar aquí y quiero que al observar el cielo prestes mucha atención en dos estrellas únicamente, aunque hoy y por algunas noches no has de notar nada extraño, pero con el pasar de las noches las identificarás claramente. A seguir el mago le contó lo que presentía, y puesto que Laian no tendrí­a tiempo de aprender a dominar la invisibilidad para cuando llegaran los alienígenas, consideró que si su discípulo se anticipase a los acontecimientos esto le daría cierta ventaja. Era lo menos que podí­a hacer por su aprendiz, aunque pensaba mantenerlo a su lado para protegerlo tanto como le fuera posible. 
 —¿Esas naves tienen luz propia, maestro? —quiso saber Laian. 
 —Sí, aunque lo que las hace visibles para nosotros es la luz del sol reflejada sobre el metal del casco, por eso parecen estrellas. 
 —¿Y será que existen aliení­genas buenos, como algunos de nosotros? 
 —No lo sé, hijo, pero si las leyes que rigen el universo son las mismas en todos los lugares y para todos los seres, puede que así­ sea. Pero recuerda que siempre hay que estar preparado para lo peor, porque es mejor descubrir la bondad en lo que se cree malo, que maldad en lo que se cree bueno —dijo, sabiamente, el mago. 
 —Sí­, señor —respondió Laian, contento por los nuevos enseñamientos que Elser Masgrís le transmití­a. 
 Pasaron algunas noches y Laian le dijo a su maestro, que observaba el firmamento junto a él: 
 —Maestro, me parece que ya he descubierto­ las dos estrellas, o mejor dicho, las dos naves. 

18 

PERSEGUIDOS 

Malditas Werk espumaba de rabia. 
 —Los hijos de perra nos han descubierto y los tenemos pisándonos los talones —bramó, furioso; y con razón, pues los benignusianos podían echarlo todo a perder y hacer que sus sueños de emperador del universo fueran tragados por un masivo agujero negro. 
 —¿Qué cree usted que sea lo más conveniente, subcomandante Guanakeitor? —le preguntó a su segundo, que estaba a su lado. 
 El subcomandante le dijo que lo mejor era continuar viaje, aprovechando la ventaja de la delantera. 
 —Piense, jefe, que ellos estarán ocupados con el aterrizaje, mientras que nosotros, ya instalados, los podríamos atacar por todos los flancos; además, podemos usar a los tedosianos como escudos humanos. Recuerde, usted, que los benignusianos no son tan malditos como nosotros. 
 —Tiene usted toda la razón, subcomandante. Sigamos adelante a toda marcha, entonces —ordenó Malditas, más serenado con la táctica formulada por su subordinado. 

19 

MALAS NUEVAS 

Malditas Werk fue al encuentro de sus hijos, en la recámara familiar, la que, desde que tomara la resolución de empezar una dinastía, pasó a llamar de Recámara Imperial. 
 Malditoulas estaba con sus nietos, narrándoles un episodio de una de sus tantas malvadas andanzas juveniles. 
 «Y entonces derramé la solución de sal, limón y alcohol sobre su cuerpo despellejado. Lo hubieran visto, el infeliz empezó a patalear como un loco. Hasta el día de hoy escucho sus gritos desesperados.» 
 Los nietos se retorcí­an en el suelo de tanto reírse. Menos Malditania, porque si lo hacía vomitaría el tacho de helado de frutilla, durazno, chocolate, vainilla, almendra, arándano, crema chantillí, confites y nueces picadas que acababa de zamparse. 
 «¡Qué hermosa escena familiar!», pensó Malditas Werk, apenas entró al recinto. 
 —Hola, papá, hola, hijos. 
 Malditolê corrió a su encuentro. 
 —Papá, el abuelo ya te contó cuando despellejó a un hombre bueno vivo y después le echó encima sal, limón y alcohol. 
 —Sí­, hijito, unas chiquicientas veces. Esa historia es del tiempo en que tu abuelo era menos sabio, pero más sádico, ¿no es cierto, papá? 
 —Hola, hijo. ¿Alguna novedad? 
 —Una y mala: los infelices benignusianos nos están persiguiendo. 
 —Hmm, ¿y qué es lo que harás al respecto? —Por ahora seguir adelante y estar atento. Suponiendo que lleguemos antes que ellos, les tenderemos una trampa cuando estén aterrizando. 
 —Parece lo más conveniente —dijo Malditoulas. 

20 

LA TORMENTA DE POLVO 

Cuando la primera nave entró en la atmósfera de T2, la noche había caído hacía varias horas. Laian, al ver la gigante bola de fuego aproximándose, pensó que su maestro se habí­a equivocado, confundiendo un cometa con una nave alienígena, y que era el fin del mundo. Elser Masgrís, parado a su lado, viendo que su discípulo temblaba como vara verde y adivinando sus pensamientos, lo calmó explicándole que el fuego que estaba viendo no era un cometa, que cualquier objeto a gran velocidad venido del espacio al entrar en contacto con la atmósfera ardía en llamas. 
 —Mañana al amanecer podremos ver la nave claramente —dijo el mago, con su calma habitual. 
 La explicación, lejos de calmar a Laian, le infundió más temor. Porque si la nave ardí­a en llamas y al día siguiente sus ocupantes salían de ella como si nada hubiera pasado, debí­an ser invencibles, y siendo así, ¿quién podría salvarlos? 
 Elser Masgrís ya les había advertido a los habitantes de la aldea, que aquello que se aproximaba desde el cosmos bien podría tratarse de algo malo y que lo más sensato por el momento era huir hacia cualquier lado. Aunque sabía de la inutilidad de tal consejo porque los aliení­genas podí­an aterrizar en cualquier lugar, lo que significaba que no existía en todo el planeta un lugar seguro para nadie; pero sin duda, como sucede con las manadas de animales salvajes, mientras unos son cazados otros salvan el pellejo, por lo tanto, la dispersión era lo más sensato a hacer. De cualquier manera nadie le creyó la hipótesis de una nave con seres de otro planeta, más bien todo el mundo pensó que esta vez el mago estaba exagerando. 
 Luego que el fuego se extinguió, el cielo nocturno volvió a su silenciosa quietud. Con lo que todos concordaban que había sido apenas un meteorito. Pero de pronto el resplandor de una llamarada veloz iluminó el valle, seguido de un ruido ensordecedor y un vapor nauseabundo que apestó el aire. Aquello alarmó a los aldeanos y nadie durmió esa noche. 
 Despuntaba la aurora, cuando un ejército de seres extravagantes emergió de la nave y avanzó hacia la aldea. Al verlos en la bola de cristal, Elser Masgrís subió a la torre del castillo. Con la mirada puesta en el cielo, invocó al viento en una lengua que Laian, que lo había seguido, jamás lo oyera hablar. Un momento después, el viento empezó a soplar cada vez con más fuerza, trayendo consigo nubes de polvo en forma de remolinos que cubrió el castillo, la aldea, la nave y al propio ejército, a medio camino entre la nave y la aldea. Los alienígenas, desorientados debajo de la infernal polvareda, se quedaron estancados donde estaban. Por el momento, estaban neutralizados. 

21 

LAS BOLSITAS EXPLOSIVAS 

Laian sintió que el mago lo tironeaba del brazo, y en un momento estaban dentro del castillo. 
 —¿Y ahora, qué haremos, maestro? Laian estaba blanco de miedo.  —Hacer lo que se pueda, hijo. 
 En el subsuelo del castillo se encontraba una recámara que, hasta ese momento, Laian ignoraba su existencia, a pesar de los muchos años que llevaba viviendo en él. El muchacho debió bajar y subir los pequeños toneles de pólvora almacenados allí. 
 —Ahora quiero que recorras el castillo de punta a punta y traigas aquí todas las ropas, cortinas, sábanas y cualquier otra cosa hecha de trapo. Después vamos a cortar pequeños cuadrados de no más que un palmo con los cuales formaremos pequeñas bolsitas explosivas.  
 —Pero si saco las cortinas de las ventanas, seguro entrará el polvo, maestro —objetó Laian, preocupado en no poder realizar su trabajo si el polvo invadía el interior y lo ennegrecía todo. 
 —No te preocupes por eso, el polvo no puede entrar aquí —respondió el mago, sin más explicaciones. 
 Laian salió disparado como un rayo. 
 Después de atar la última bolsita explosiva, el mago le dijo a Laian: 
 —Ven, te mostraré lo que hace este polvo. 
 Elser Masgrís arrojó contra una de las paredes del castillo la bolsita que acababa de atar. Laian se llevó un tremendo susto ante la gran explosión que aquel aparente polvo inofensivo provocó y tanto más sorprendido se quedó cuando la sulfurosa niebla gris que había cubierto el recinto se disipó y vio el gran orificio en la pared y lo que había en la recámara contigua. 
 —Ahora ayúdame a poner dentro de estas alforjas todas las bolsitas que sea posible —le pidió el mago. 
 —¿Los atacará con ellas, maestro? 
 —Más o menos, pero aún no, primero tengo que averiguar algo. 
 Un momento después, desde la torre, Laian vio cómo su maestro se elevaba en el aire y se zambullía dentro del torbellino polvoriento que cubría el mundo más allá del castillo. 
 Laian temblaba; temí­a que su maestro fuese capturado por los alienígenas, o peor aún, que le diesen muerte. 

22 

ATRAPADOS EN LA NIEBLA 

 —¿Y ese maldito polvo, de dónde salió?, vociferó, furioso, Malditas Werk desde la cabina, al percibir cómo el polvo impedía la visión del exterior. Debía comunicarse con el subcomandante inmediatamente. 
 —Subcomandante Guanakeitor, ¿me escucha?, cambio. 
 Debido a la estática y a que tosía sin parar, la voz intermitente del subcomandante se escuchó: 
 —Aquí, el subcomandante Guanakeitor, una nube de polvo repentina nos envolvió y no podemos proseguir, señor. Adelante y cambio. 
 —¿Por acaso, no llevan linternas o reflectores portátiles encima? Cambio. Malditas Werk espumaba como un perro rabioso. 
 —No, señor. Cambio, respondió el subordinado, siempre tosiendo. 
 —¿Y por qué no llevaron los reflectores, bando de idiotas?, ¿cómo se supone que vamos a conquistar a estos salvajes tedosianos? Así no voy a ser emperador nunca, inservibles. Cambio. Malditas miró a su alrededor, pero no encontró a nadie con quien descargar la rabia que sentía. 
 —Señor, no trajimos reflectores porque es de día. Cambio. 
 Malditas Werk ignoró la aclaración y le ordenó que volviera con sus hombres a la nave inmediatamente. 
 —Imposible, señor, no se ve nada. Nos quedaremos aquí estacionados hasta que la nube de polvo se disipe. Cambio. 
 Malditas Werk maldijo el clima inestable del planeta y salió furioso de la cabina de comando. Un soldado que pasaba por el corredor en sentido contrario se convirtió en la víctima de la furia que le revolvía las tripas, perdiendo la cabeza de un sablazo que no vio venir. 
 En uno de los pasillos de la nave, Malditas tropezó con su padre, que se llevó un susto al verlo salpicado de sangre. 
 —¡Ay, hijo mío! ¿Qué pasó, que estás manchado con sangre? Malditoulas pensó en lo peor, que su hijo se había cortado sin querer al intentar matar algún cerdo o alguna oveja, pues escuchara los chirridos de Malditania no hacía mucho, pidiendo comida. 
 —¡Nada, nada, papá! Pasa que el clima de este maldito planeta, el inservible del subcomandante y el diablo a cuatro están en mi contra, eso es lo que pasa. Malditas, apretando los puños de impotencia, parecía querer largarse a llorar. 
 —Espera un poco, hijo mío, que no estoy entendiendo nada. ¿Qué tienen que ver esos tres elementos con la sangre? —preguntó el padre, afligidísimo. 
 Malditas Werk le contó, casi sollozando, los últimos acontecimientos que lo llenaron de odio e impotencia y cómo se descargó con el infeliz soldado. 
 —De alguna manera me tenía que desestresar, ¿no? 
 Malditoulas abrazó a su hijo y acariciándole paternalmente la cabeza, le explicó que ser emperador no se conseguía de un dí­a para el otro y que se fuera olvidando eso de la dinastí­a. 
 —Cuando se empiece a hablar de la dinastía Werk, tú ya no estarás vivo para verlo, hijo. Es como plantar árboles para que otros disfruten de su sombra.  Malditas Werk no dijo nada; al rato estaba recluido en su recámara. 
 —Nadie me comprende, nadie en esta maldita vida me comprende —le rezongó al espejo, mientras se lavaba la sangre. 

23 

ENTRE ENEMIGOS 

Los soldados de Malditas Werk, estancados en el mismo lugar donde la tormenta de polvo los había sorprendido, no se atreví­an a avanzar ni a retroceder por temor a perderse en terreno desconocido. Elser Masgrís se aproximó de los alienígenas y pudo comprobar que sus siluetas no diferí­an de las de los seres humanos. Invisible y silente, se paseó entre ellos, oyéndolos hablar. Poco a poco su extraña lengua fue haciéndosele comprensible y al cabo de un rato pudo entender con claridad lo que conversaban. Así se enteró de dónde venían y que sus intenciones eran quedarse y conquistar el planeta, y algo más, que los alienígenas de la otra nave los perseguían y parecían ser los buenos, lo que no significaba que pudiera considerárselos como amigos. 
 Seguro de que el comando no se movería de allí, el mago se dirigió hasta donde estaba estacionada la nave oscura. Se trataba de una nave gigantesca. El mago consideró que contornarla para encontrar una entrada (que al final no encontró), le llevaría unos buenos diez minutos, o más. Con las uñas hacía pequeñas marcas sobre los vidrios de las escotillas que encontraba, por donde espiaba al interior. Vio poco movimiento, pero en una escotilla vio un grupo de alienígenas que le llamó bastante la atención. Eran cinco individuos que parecían pertenecer a un grupo familiar, y, ahora más claramente, pudo comprobar que realmente se parecían a los humanos. Uno de ellos caminaba nerviosamente de un lado para el otro, gesticulando todo el tiempo; le hablaba a otro, más viejo, que no le prestaba mucha atención porque estaba manoseando un artefacto que Elser Masgrís no tení­a la menor idea de lo fuera ni para qué servía. Cerca de ellos, uno más joven que el que hablaba, sostenía en una de sus manos un animal pequeño, peludo e indefinible; el pobre animalito se retorcía y pataleaba queriendo escapar de su torturador, que con la otra mano le daba golpesitos en la cabeza con un martillo mientras reía como un débil mental. A su lado estaba uno más pequeño todavía, jugando con una guillotina en miniatura, ese por lo menos, le cortaba, una a una, la cabeza a un batallón entero de soldaditos de madera, o de algún material similar. Y más allá de todos ellos, había una alienígena parecida a una abominable bola de grasa, aislada de los otros por una pila descomunal de comida que consumía con gran gula, como si nunca hubiera comido en la vida, o después de estar mucho tiempo sin probar un bocado. Elser Masgrís constató que la pila estaba compuesta de variados tipos de carnes y fiambres y verduras y de otros elementos comestibles que él nunca había visto en su vida.  Laian aún estaba dentro de la torre cuando el mago emergió del torbellino. 
 —¡Maestro, al fin…! —dijo, aliviado, al ver llegar a su maestro sano y salvo—. Estaba muy preocupado por usted. ¿Desea que le prepare algo para comer? Debe estar con hambre. 
 —Te agradezco, Laian, pero creo que si pongo algo en el estómago lo he de vomitar en el acto —respondió el mago, todavía con la grotesca imagen de la alienígena glotona en su mente, mientras se sacudía el polvo que lo cubría de la cabeza a los pies. 
Durante cinco días el mago mantuvo a los soldados sitiados en el mismo lugar, bajo el torbellino infernal. Pensó que a esas alturas tendrían suficiente hambre como para querer volver a la nave que avanzar hacia la aldea. 

24 

LA DECEPCIÓN 

Malditas Werk, poseído por la ira, iba de un extremo a otro de la nave balanceando la espada amenazadoramente. Todos se escondían a su paso, nadie quería terminar degollado, como el infortunado soldado, unos días antes. Gruñí­a improperios contra el tiempo, contra la mala suerte y, principalmente, contra el inepto subcomandante Guanakeitor y el bando de inútiles de sus soldados, que en lugar de seguir avanzando habían retornado a la nave. 
 —Estábamos con hambre —se quejó el subcomandante. 
 —¡¿Y la ética militar?! ¡¿Y la abnegación?! —gritaba, enfurecido, Malditas, al oí­do del subcomandante, que no osó decir ni más una palabra y se mantuvo sumiso y con la cabeza gacha, temiendo lo peor. Entre tanto, Malditas Werk, sudando horrores, seguía despotricando contra los ineptos a los cuatro puntos cardinales. 
 —Si se tratara de Malditania, serí­a comprensible, al fin y al cabo la pobrecita sufre del mal de la gula, pero unos soldados barbudos como ustedes… Se supone que deberían estar preparados para este tipo de situación. De esta manera no vamos a dominar ni el bosque encantado del hada madrina. ¡Inútiles! Al depararse con su imagen reflejada en el vidrio de la cabina de mando, Malditas enmudeció. Ese momento, en ese exacto momento, si hubiera justicia, él debí­a estar portando una corona de oro y diamantes sobre su cabeza, no su raído sombrero de fieltro, que ya no era negro, sino amarronado.  
 —Ahora vayan a comer, usted y el bando de inútiles bajo su mando, si es eso que tanto quieren; después hablaremos del nuevo plan de ataque, si es que hay uno. Ah, y báñese que parece un oso hormiguero después que se le derrumbó encima el termitero. 
 El subcomandante se apresuró a salir. 
 —Sí, señor —dijo, mientras cerraba la puerta, aliviado por sentir su cabeza en el mismo lugar de siempre. 
 Malditas Werk escrutó el radar: la nave benignusiana ya había llegado a la atmósfera de T2. 
 —¡Maldición! —hurró, y la queja sonó a derrota. 

25 

LA ESPERA 

Cuando la nave benignusiana se encontraba a pocos kilómetros de la superficie del planeta, el radar indicó una extraña anomalía climática sobre la posición de la nave negra de Malditas Werk. Al llegar al lugar indicado, los benignusianos contornaron la tormenta por encima y por los lados, pero, imposibilitados de aterrizar, se vieron obligados a hacerlo del otro lado de las montañas, donde se extendía una planicie boscosa. La tormenta les pareció sospechosamente intencional, tal su extraño comportamiento, pues más allá del valle donde estaba estacionada, el cielo estaba claro. Aterrizaron en un claro del bosque; los soldados al mando de Opzmo, rápidamente se dispusieron a colocar los dispositivos de invisibilidad alrededor de la nave. Opzmo caminó unos metros fuera del perímetro de invisibilidad y se volteó. El cuadro, con el cielo límpido, las distantes montañas azuladas sobre el bosque verde y florido que presenciaban sus ojos, lo dejó impactado. 
 —¡Qué planeta! —exclamó, tras un largo suspiro. 
 —Todo listo, Fluo, estamos seguros ya —dijo Opzmo. 
 —Gracias, Opzmo, ¿has visto a Koki-Loki? 
 —Cuando entré en la nave lo vi pasar hacia el depósito de armamentos. 
 —Ok, voy hasta allí a darle instrucciones y ya vuelvo. 
 Koki-Loki revisaba los armamentos de los soldados a su cargo, cuando Fluo Max irrumpió en el depósito. 
 —¿Qué hay, Fluo?  —Koki, quiero que reúnas a tu escuadrón y le eches un vistazo al lugar donde se encuentra Malditas Werk. Fluo Max estaba intrigado con la anomalía climática que se mantenía sin moverse sobre el valle, justo encima de donde se encontraba el enemigo. 
 —Muy bien, Fluo, en veinte minutos partimos. 
 —Buena suerte, amigo, mantente en contacto —le recomendó Fluo Max, antes de salir. 
 —Así lo haré, Fluo, descuida. 

26 

LA GRAN TORMENTA 

De nuevo en la torre, Elser Masgrís invocó una vez más a las fuerzas de la naturaleza; había llegado el momento de hacer llover. Esta vez, a pedido del mago, el cielo empezó a tronar y a relampaguear con tanta furia que parecía anunciar el fin del mundo. Por fin, la tormenta se abatió sin piedad sobre todas las cosas y sobre todos los seres; con lo que tanto los viejos como los nuevos planes de los alienígenas se verían postergados una vez más.  Laian y el mago, miraban aprensivos en la bola de cristal cómo el siniestro bulto oscuro de la nave, en el medio del valle, reflejaba los rayos y las centellas que surcaban el cielo tenebroso en todas las direcciones. De las laderas de las montañas que rodeaban el valle, la lluvia torrencial empezó a desprender grandes masas de tierra mezcladas con rocas, que el torrente de las aguas arrastraba valle abajo. Ya había llegado el momento de usar las bolsitas explosivas. 
 Laian ayudó a su maestro a cargar los morrales con las bolsitas hasta la torre y a colocárselos sobre los hombros. Una vez más, Laian vio a su maestro zambullirse dentro del torbellino desatado alrededor del castillo y una vez más volvió a temer por su suerte. 
 Elser Masgrís cruzó con la velocidad de un rayo a lo largo del valle y se detuvo donde las montañas que rodeaban el valle confluían, formando entre ambas laderas una especie de desembocadura. El mago se precipitó hacia un lado y empezó a bombardear con bolsitas explosivas la ladera rocosa, haciendo que desmoronaran toneladas de tierra y rocas. Después se dirigió al otro extremo y realizó la misma operación. Y así se mantuvo, yendo y viniendo de un extremo a otro, hasta que los escombros formaron un dique lo bastante alto y ancho como para impedir que el agua y el sedimento se escaparan valle abajo, formando así un inmenso estanque que la lluvia torrencial no demoraría en transformar en un gran lago. O los alienígenas huían mientras había tiempo, o perecerían de hambre, atrapados en la nave bajo toneladas de piedra y barro. 
 Entretanto, los habitantes de la aldea, temiendo morir ahogados, apenas vieron formarse la amenazante tormenta sobre sus cabezas, habían hallado prudente buscar un lugar más seguro; de manera que huyeron a tiempo con lo poco que pudieron llevar hacia los bosques, justo antes que el mago empezara el bombardeo. 

27 

EL NEGRO DESPERTAR 

Todo en mundo aprovechó el mal tiempo para poner el sueño en dí­a, hasta quienes deberí­an estar despiertos haciendo guardia habían sucumbido al encantamiento del barullo de la lluvia contra el metal de la nave y ahora dormían la mona en sus puestos. Menos Malditania que, enajenada del encantamiento del golpeteo de la lluvia gracias al exagerado ruido de su incesante masticación, no se había percatado de ello, hasta que en una pausa en la masticación no pudo evitar el encantamiento de las gotas y acabó por dormirse también. Al rato, soñaba que saciaba su gula con una torta gigante de chocolate, vainilla, dulce de leche, mermeladas de higos, frutillas, confites, duraznos en almíbar y varios tipos de crema, la cual devoraba confortablemente sentada dentro de ella; y Malditas Werk, que estaba sentado en un gran trono de oro y diamantes, escuchando a lo lejos al pueblo corear su nombre, entre vítores y alabanzas, mientras en el cielo explotaban fuegos artificiales multicolores; y el subcomandante Guanakeitor, que miraba sonriente por la escotilla a Malditas Werk, flotando en el espacio, mientras él se alejaba con la nave oscura hacia un planeta más hospitalario que T2; y Malditoulas, que inventaba un nuevo artefacto para hacer sufrir; y Malditilio, que descuartizaba vivo un perrito, al que previamente habí­a torturado duyrante horas despojándolo de todos sus pelos con una pinza de depilar las cejas; y Malditolê, que explotaba ratas dentro de un minimicroondas, fabricado por su abuelo exclusivamente para tal fin. 
 No demoró mucho y el incesante bombardeo de Elser Mascrís acabó por despertar a Malditas Werk. En un principio, el malvado pensó que fuesen los gases de Malditania, retumbando en la oquedad de la nave, pero al acercarse a un ojo de buey para echarle un vistazo al tiempo, solamente vio la negrura absoluta. Demoró unos segundos en percibir que si no veía gotas sobre el vidrio ni agua chorreando, era porque ni había parado de llover, ni era de noche, sino que estaban sumergidos. Su corazón se aceleró y, horrorizado, corrió fuera de la recámara. 
 Los soldados encargados de los controles aún dormían, cuando Malditas Werk irrumpió en la cabina personificando al mismo demonio. No hubo uno, siquiera, que no se imaginara picadillo de carne, pero Malditas pasó por encima de ellos, arrojándose sobre la consola de comandos. Seguramente, el jefe tenía cosas más urgentes para hacer que matarlos, supusieron, respirando hondo, sin saber que su destino de muerte ya estaba sellado y que ya ocupaban la propia tumba. 
 —¡Tú, marmota!, pon en marcha los motores que nos vamos de este infierno inmediatamente —le ordenó Malditas al soldado encargado de conducir la nave. 
 El soldado accionó el botón de encendido, pero los motores no respondieron. Volvió a intentarlo varias veces y nada. 
 —¡Sal de ahí, inútil!, y recuérdame más tarde de matarte como a un perro —ordenó Malditas Werk; pero ni él consiguió poner en marcha los motores. 
 —¡¿Dónde está el tarambana del subcomandante?! 
 —Aquí­ estoy, señor. El subcomandante Guanakeitor acababa de entrar. 
 —Vaya a ver con sus propios ojos, qué carajo sucede en la casa de máquinas. ¡Corra, infeliz! —gritó Malditas Werk; después se dio vuelta y se quedó mirando el barro comprimido contra el cristal de los ojos de buey como quien mira el propio final. 
 Cuando el comandante Guanakeitor llegó a la casa de máquinas, los mecánicos estaban durmiendo sentados y con los pies enterrados hasta los tobillos en el barro que brotaba lentamente de uno de los motores. Al oír los gritos del subcomandante, se pusieron de pie, pero el sedimento no los dejó moverse del lugar. 
 —¡¿Pero qué ha sucedido, señor?! —preguntó uno de ellos, mientras se sacaba las lagañas de los ojos. 
 —¡Eso es lo que pregunto yo, idiota! Y tú, deja de mirarte los pies como un retardado y haz algo —le dijo al otro, que, como un retardado mental, miraba sin entender lo que sucedía con sus pies que no le obedecían. 
 «Al jefe no le va a gustar nada la noticia», pensó, aprensivo, pasándose una mano por el cuello, mientras se dirigía de vuelta a la cabina de mando. 
 —¿Cómo es posible que esto nos haya ocurrido? Alguien que me explique, por favor —inquirió Malditas Werk a los soldados, que esquivaban su fiera mirada torciendo la cabeza para cualquier lado. Estaba claro que nadie tenía la respuesta y, mismo teniéndola, ¿quién se atrevería a darla? Hacerlo era lo mismo que condenarse a la muerte instantánea, porque el jefe se cobraría con su vida la negligencia de saber el problema y no subsanarlo a tiempo. 
 Malditas Werk iba a decir algo cuando de repente las luces se apagaron. 
 —¡Lo que faltaba! —protestó. 
 Cuando las luces de emergencia se encendieron, unos segundos más tarde, Malditas Werk y el subcomandante Guanakeitor se vieron completamente solos, el resto, aprovechando el corte, desapareció antes que la matanza sistemática empezara. 
 —¡¿Y tú, energúmeno, qué esperas para ir a ver qué demonios pasó con la energía?! —le ordenó al subcomandante. 
 —¡Sí, señor! —respondió el subcomandante, y salió corriendo­, más impelido por alejarse de Malditas Werk que por cumplir la orden. Al salir de la cabina se le ensombreció el rostro, el barro brotaba por las paredes de la nave, lenta e inexorablemente. Era el fin de la aventura. 

 28 

NOTICIAS SOBRE EL ENEMIGO 

Algunas horas después, el escuadrón de koki-Loki estaba de vuelta en la nave plateada. En la cabina de comando, todos esperaban ansiosos noticias sobre el enemigo. 
 —Por ahora, amigos, no hay mucho qué hacer —les dijo, apenas entró en la sala de comando—. La extraña tormenta hace imposible cualquier intento de aterrizar en el valle donde está el maldito, que no demora mucho y se convierte en un inmenso lago, ya que los derrumbes de las laderas, en la desembocadura, han formado un dique que impide que el agua escurra. Eso sí, hemos avistado a muchos tedosianos buscando refugio en los bosques. Y por si acaso, dejé parte del pelotón apostado en las cercanías vigilando la entrada al valle. Ahora quiero mostrarles algo que captó la cámara del minivolador que introdujimos en la tormenta, y que explicará los derrumbes. 
 —¡Veámos entonces! —sugirió Opzmo. 
 Fluo Max y compañía miraban asombrados cómo un tedosiano, que creían seres sin atributos especiales, se desplazaba flotando en el aire mientras arrojaba explosivos contra las montañas que rodeaban el valle; a su paso, toneladas y toneladas de piedra y tierra caían en las aguas que se acumulaban, turbulentas, transformaban el valle en una trampa mortal. Hacia el final del video, donde las montañas casi se tocaban, pudieron ver una especie de dique, hecho de tierra y piedras, obstruyendo el escape de las aguas. —¿Será posible, que ese doble mío haya provocado con esas cosas explosivas la formación del dique? —preguntó Opzmo. 
 —Es lo que parece —dijo Fluo Max. 
 —Pero la pregunta es —dijo Atchiki Licki, mirando a Opzmo—: ¿será que el tedosiano suda violeta? 
 Todos rieron. 
 —Muy ocurrente, Atchiki —dijo Opzmo, riendo junto a los otros. 
 —Puede que sea alguna especie de brujo —sugirió Fluo Max. 
 —Sea lo que sea, parece que está de nuestro lado —opinó Opzmo. 
 —Eso lo veremos cuando nos crucemos con él —concluyó Fluo Max. 

29 

EL DESAPARECIMIENTO 

Atchiki Licki llamó a Fluo Max para que viera algo extraño en el radar. 
 —Mira esto, Fluo —dijo Atchiki Licki, apuntando la señal luminosa que indicaba la posición de la nave negra, apagándose gradualmente. 
 —¿Se estará alejando? —preguntó Fluo Max, tan sorprendido como su compañero.  —Eso mismo me pregunto yo —respondió Atchiki Licki, pensativo. 
  En ese instante, la puerta de la cabina se abrió y entró Opzmo. 
 —¿Qué sucede, muchachos? 
 —Mira esto, Opzmo. Fluo Max le mostró el radar, donde ya casi no se veía ninguna señal. 
 —¡El maldito está huyendo! ¡Debemos ir tras él, Fluo! Opzmo empezaba a ponerse violeta. 
 —No hay que precipitarse, Opzmo; todavía no sabemos qué pasó realmente. 
 —Pero de cualquier modo, valdría la pena ir a averiguar —objetó Opzmo. 
 —Y es lo que haremos, y ahora mismo —dijo Fluo Max. 

30 

LA PARTIDA DEL CASTILLO 

Laian estaba apoyado sobre la amurada de la torre. A un metro de él, el agua caía a cántaros y no demoraría mucho en cubrir el castillo. Dudaba que las aguas, al llegar al borde de la amurada, no invadieran el interior. En ese instante, Elser Masgrís se materializó a su lado. Laian dio un salto de júbilo. 
 —¡Maestro, qué alegría! ¿Qué ha sucedido? 
 —¡Rápido, Laian! Ve a mis aposentos y recoge mis cosas sobre mi escritorio y vuelve aquí enseguida, que nos vamos.  Laian preguntó, tontamente: 
 —¿Vamos a viajar, maestro? 
 —¡No, hijo mío! Debemos abandonar el castillo y buscar un nuevo hogar, pero no preguntes más nada y haz lo que te pedí. El tiempo urge. El rostro turbado del mago lo decía todo. 
 —Sí, maestro, respondió Laian y salió corriendo. 
 Cuando volvió a la torre, la lluvia había cesado y las nubes se dispersaban en el aire. El maestro le ordenó que montara en su espalda. 
 —Sujétate fuerte, Laian. 
 Y los dos salieron volando hacia los bosques. 


Tercera Parte 

31 

¡ADIÓS, MALDITO MALDITAS! 

 —Quién nos diera que Malditas Werk, su estirpe, también maldita, y su ejército despiadado estuviesen sepultados bajo toneladas de sedimento y piedras. De todas maneras, si no han muerto ahogados, seguramente lo harán de hambre —le comentó Fluo Max a Opzmo mientras sobrevolaban el lago de aguas quietas y pardas. 
 —No sé, amigo —dijo Opzmo—. El maldito nunca jugó limpio. ¿Quién nos garantiza que no sea otra de sus tretas para hacernos pensar así, hum? Opzmo podía estar con la razón, no sería la primera vez que Malditas Werk los sorprendía con una de las suyas.  
 —Lo que me resulta extraño —dijo Fluo Max—, es la señal de la nave de Malditas Werk, que se apaga minutos después que la anómala tormenta pasa. 
 —Para mí, que el dedo del tedosiano volador está metido en ese pastel —opinó Atchiki Licki. 
 —Si es así, ¡adiós, maldito Malditas! ¡Púdrete en el infierno, tú y tu estirpe maldita! —festejó alegremente Opzmo. 

32 

LA TRAMPA MORTAL 

Cuando la carga de las baterías de las linternas acabó, las cadenas de mando dejaron de tener sentido, entonces fue cada uno por sí. La mayoría de los soldados de Malditas Werk, sabiendo que si Malditania se les adelantaba y llegaba primero a los alimentos, acelerando así su muerte por inanición, se encerraron en la cámara fría y en el depósito de los alimentos imperecederos. Desde afuera les llegaba la voz apagada de Malditania gritando: «Comida, quiero comida», y los golpes que la hambrienta le daba a las compuertas. 
 Vagando en la total oscuridad, Malditania empezó a devorar cualquier cosa que encontraba en su peregrinar a ciegas, hasta que llegó un momento en que la desesperación por encontrar el cada vez más escaso alimento fue tanta que apuró el olfato, y entonces ya nadie estuvo a salvo. 
 A pesar de que los soldados contaban con armamentos, las balas se atascaban en la gruesa capa de grasa de Malditania. De manera que la insaciable los fue cazando uno por uno y comiéndolos vivos, como hacen las hienas; incluso a su clan maldito, cuando no encontró más soldados dispersos: al abuelo junto con los cachivaches con que inventaba cosas macabras; a Malditillo y su colección de mascotas aún por ser torturadas; a Malditolê junto con sus juguetes maquiavélicos y por último a Malditas Werk, al cual no le valió de nada querer zafar de sus fauces engatusándola con la imagen holográfica de su madre. Ya nada podía detener a Malditania: padre, máquina holográfica y hasta el subcomandante Wanakeitor, que se había escondido debajo de la cama de Malditas Werk, acabaron también en su estómago. 
 Los soldados que se escondieron en la cámara fría, después de varios dí­as y ya no aguantando más la fetidez de las carnes putrefactas, no tuvieron otra alternativa que abrir la compuerta. Pero Malditania, que también había percibido la fetidez, los esperó amparada en la oscuridad. Mientras devoraba al primer soldado que asomó la cabeza y todavía no había obstruido con su cuerpazo la totalidad de la abertura, los otros se les escabulleron. Después de acabar con el infeliz, Malditania siguió su festín diabólico con las carnes podridas, no sin antes luchar para pasar por la abertura, pues desde que empezara a comer humanos, había quintuplicado de tamaño. Dos dí­as después, cuando la carne podrida acabó, Malditania, decidida a ir por más, no consiguió salir de la cámara. Un alarido gutural, reclamando más comida, se oyó hasta en los rincones más remotos de la nave negra y los que aún quedaban con vida se estremecieron de miedo. 
 Malditania desgarró el marco de la compuerta con sus poderosos brazos y se encaminó al depósito de los alimentos imperecederos, rozando su cuerpo voluminoso en las paredes de los pasillos que ya empezaban a serle demasiado estrechos. Al llegar al depósito arremetió con la fuerza de un elefante encolerizado, arrancando el marco metálico, derrumbando la compuerta y ensanchando la abertura. Con todo su ser ocupando la totalidad de la abertura, los soldados que se encontraban en su interior no tuvieron ninguna oportunidad de salvar la piel: ellos y todo lo que encontró allí fue devorado sin descanso durante los días en que permaneció adentro. Su cuerpo arrastrándose en la oscuridad, sus lamentos y alaridos llegaban a cada rincón de la nave, y si aún restaba alguien con vida, sería lo último que oiría antes del final. 

33 

ALGO PARECIDO A LA TRISTEZA 

Desde un lugar del bosque, donde se habían refugiado los aldeanos, Elser Masgrís y Laian vieron en la bola de cristal cómo la nave plateada sobrevolaba el lago un par de veces y luego partía más allá de las Montañas Azules. 
 —Creo que estos alienígenas ya no volverán más por aquí —dijo Elser Masgrís. 
 Sin embargo, Laian, parado al lado, sin saber por qué, sintió todo lo contrario. 
 En las márgenes de un tranquilo arroyo de aguas cristalinas, donde los aldeanos habían levantado la nueva aldea, la vida de Laian hubiera seguido como siempre y un dí­a, él también, se convertiría en un mago, no tan notable como Elser Masgrís, pero un buen mago, si no fuera porque desde que había visto en la bola de cristal la nave plateada sobrevolando el lago, sentía un algo indescifrable parecido a la tristeza rondándole en el alma. 
 Una tarde su maestro lo encontró sumido en sus pensamientos, sentado sobre un tronco caído, con la vista perdida en el horizonte, exactamente hacia las Montañas Azules. 
 —Si estás con la duda de si volvieron a su planeta de origen, o aún están por aquí, en algún lugar, te diré que sí­.  Entonces su maestro, entre tantas cosas que sabía, también podía leer los pensamientos de las personas. 
 —¿Usted cree, maestro, que son malos también, como los otros alienígenas? 
 —Pareciera que no, mi querido amigo… Tendrías que descubrirlo por ti mismo.  Laian se quedó pensativo. 
 —Sabes, Laian —prosiguió el mago—, no se puede tener todo en esta vida. Muchas veces, para obtener una cosa hay que perder otra. Es la ley de la vida, nos guste o no. 
 —Entiendo… Pero es que me gustaría conocer a esos alienígenas, su cultura; saber cómo es el lugar de donde vienen. Aun así, no creo estar preparado. Además, podrí­an no gustarles las visitas —dijo Laian, con cierta tristeza en la voz. 
—Todo tiene un precio, Laian, hasta la curiosidad lo tiene —le dijo el mago—, pero no pienses que si decides ir tras ellos te dejaré ir así como así. Aún no estás preparado para salir solo por este mundo que esconde tantos misterios y peligros que tú ni imaginas. Debo enseñarte muchas cosas antes de aventurarte solo. Elser Masgrís se quedó esperando alguna otra pregunta del discípulo. 
 —¿Será que algún día lo estaré, maestro? 
 —Nadie nunca lo está para ninguna cosa, Laian, pero se puede llegar cerca —dijo el mago, sonriendo. 
 Ambos se quedaron en silencio unos momentos. 
 —Dame algo de tiempo —dijo, por fin, Elser Masgrís—, y te enseñaré a valerte por ti mismo. 
 Laian se levantó de un salto y abrazó al mago, y le prometió que se esmeraría como nunca antes en aprender todos los enseñamientos que le transmitiese. 

34 

LA PARTIDA 

Laian ya estaba preparado. Habí­a aprendido a fabricar trampas, a evitar ser sorprendido por animales salvajes, a construir moradas pasajeras, a encontrar agua en tierra estéril, a prender fuego y a preparar brebajes, pero ninguna magia, ya que ello, le había dicho el mago, llevaba mucho tiempo de aprendizaje. Elser Masgrís también le regaló un recetario de brebajes y un libro donde, con perseverancia, dedicación y, principalmente, paciencia, podría un día llegar a levitar y a hacerse invisible. 
 —De todas maneras, un día te lo iba a enseñar, pero dadas las circunstancias tendrás que aprenderlo solo —le dijo el maestro, poco antes de la partida. 
 Poco antes de partir, Elser Masgrís apareció trayendo con él un morral de cuero. Laian pensó que tendría alguna cosa dentro, pero cuando lo tomó se dio cuenta de que pesaba lo que pesa un morral de cuero sin nada dentro. 
 Elser Masgrís esbozó una sonrisa complaciente, al ver la cara de desconcierto de Laian. 
 —Es un morral mágico, Laian, y los morrales mágicos no pesan nada, y ¿sabes por qué? 
 —No, maestro. 
 —Porque la magia no pesa, de otra manera no sería magia, sino otra cosa cualquiera. Pero su contenido dependerá de tu inmediata necesidad, no lo olvides, de lo contrario, no encontrarás nada dentro. Contiene únicamente lo que puedas necesitar, basta poner la mano dentro y lo que necesites vendrá a ti, ¿has entendido?  Si Elser Masgrís, lo decía, así debía de ser. 
 —Sí, maestro —respondió Laian, y abrazó al mago. 
 La noche anterior a su partida, Laian acomodó el libro y el recetario, una manta, un tazón y un plato de madera en un morral de lana. Además, llevaba una bota de cuero para el agua, el morral mágico, un cuchillo, una espada, una brújula, otro morral de cuero con pan, queso y algunas frutas y un sombrero de cuero. 
 —Nada mal —suspiró, y se echó a dormir con la cabeza repleta de sueños. 

35 

LA TRAVESÍA 

Recién amanecía, Laian le echó una última mirada a la aldea, un humeante caserío miserable y gris, y se puso en marcha rumbo al antiguo valle, donde nadie más se había acercado por considerarlo un lugar maldito desde que un extraño retumbar había empezado a oírse de día y de noche, un rui­do asustador que todos atribuyeron a un monstruo desconocido alojado dentro de la nave oscura, debajo de sus turbias aguas.  Un día, mientras corría detrás de un jabalí, uno de los habitantes de la aldea llegó hasta la orilla del lago. 
 —De repente —contó a su regreso—, oí retumbos por el lado del agua. Intrigado, desistí del jabalí y me quedé observando las aguas; a cada retumbar, anillos concéntricos se formaban en el medio del lago. De inmediato imaginé un monstruo oculto bajo las aguas. Y bastó con el testimonio del aldeano para que bautizaran al lago con el nombre de Lago Tum Tum. 
 Laian no pensaba acercarse demasiado al lago, sino llegar hasta el comienzo de las Montañas Azules y contornarlas por el este, donde se encontraba el Gran Bosque y más allá, las Aguas Sin Fin. Si, por el contrario, tomase por el oeste, se internaría en los pantanos; lugar traicionero, por lo tanto, fuera de consideración. Y aunque cruzar los grandes bosques le demandaría mucho más tiempo, alcanzando la playa, el resto del camino, siempre hacia el norte, se le haría menos arduo y más placentero; además, siempre había deseado conocer las Aguas Sin Fin.  
 La primera noche la pasó trepado sobre un árbol, rodeado de ruidos desconocidos. Desde algún punto de la oscuridad, el retumbar continuaba incesante. La segunda noche trepó a otro árbol, pero pese al cansancio no consiguió dormir bien; aún oía el retumbar. En varias ocasiones había estado escudriñando el cielo por entre el follaje, en busca de alguna tormenta, formándose a lo lejos que lo tranquilizara, pero el cielo límpido y estrellado le quitaba toda esperanza, una y otra vez. Solo cuando empezó a amanecer, pudo dormir un par de horas. Al despertar, el retumbar continuaba. Comió el último pan que le quedaba y a pasos largos, prosiguió la marcha. Dos días después, llegó al comienzo de las Montañas Azules, más allá de la represa, sus laderas ya no se veí­an tan azules como antaño, sino grises y sombrías, lo que le produjo escalofrí­os. Consultó la brújula y se dirigió al este. Por la tarde, entrando en los límites de los Grandes Bosques, avistó, a uno o dos días de marcha, el Monte Solitario, un gigante rocoso que sobresalía y se elevaba a las alturas en medio de la vegetación interminable.  «Desde allá, tal vez pueda ver las Aguas Sin Fin», pensó Laian. 
 Un poco más adelante, la vegetación lo envolvió por los cuatro costados de verde y humedad, de manera que tuvo que seguir abriéndose paso a golpes de espada. Cuando cruzaba por un árbol frutal, se detenía y recogía cuantas frutas pudiera meter en los morrales. 
 El día ya se iba, por lo tanto, debía encontrar un buen lugar donde pasar la noche. ¿Otro árbol? Quizás. Pero no fue necesario, pues acabó dando en una parte del bosque no tan densa; y después de varias noches maldurmiendo arqueado sobre troncos, le dolían las costillas y la espalda, así que la posibilidad de dormir a ras de suelo lo animó, a pesar de los peligros que eso representaba. Las noches en el bosque eran diferentes de las noches en sitios de otro entorno, pero no porque bosque fuera bosque y otro sitio no, sino por los mosquitos, escorpiones y serpientes que habitaban allí. De modo que encendería una fogata y se arriesgaría. 
 «Cuando tengas necesidad de algo, bastará con introducir una mano dentro del morral, que lo que necesites vendrá a ti», le había dicho su maestro al entregarle el morral mágico.  
 Laian siguió las instrucciones del mago, pero al sacar la mano del morral estaba tan vacía como había entrado. Algo no estaba haciendo bien. Pensó y pensó hasta que se dio cuenta de que no sabía qué era lo que necesitaba, entonces miró a su alrededor: estaba oscureciendo. 
 «¡Claro! Lo que necesito de momento es luz», se dijo, feliz por haber descifrado el accionar del mágico morral. Entonces, volvió a introducir la mano en el morral y, ahora sí, tocó en algo y lo tomó. Era un tubo de cristal, como los que usaba su maestro para preparar brebajes, pero completamente sellado; contenía un polvo blanco que, al examinarlo con detenimiento, pudo ver que emitían pequeños destellos luminosos. 
 «¿Y la luz?», se preguntó, algo angustiado. Pero si su maestro le habí­a dicho que lo que necesitara vendría a él, no tení­a por qué dudar; así que se quedó esperando, y al poco tiempo, a medida que iba poniéndose más oscuro, el tubo empezó a iluminar la noche. Laian sonrió de felicidad. Después encendió fuego para calentarse. Aún le quedaba un pedazo de queso, otro de carne seca y algunas frutas para comer antes de dormir. Entretanto, demoró en darse cuenta de que la luz emitida por el tubo cumplí­a una doble función: alumbrar y ahuyentar insectos, pues los mosquitos no lo picaban, a pesar de oírlos zumbar más allá de la luz; y las hormigas, incluso, no venían a llevarse los pedacitos de queso que caían al suelo, y ni sombra de algún otro insecto o animal. Cuando terminó de comer, estiró la manta de lana, doblándola en dos sobre un montón de hojas secas y se acostó, olvidándose de los posibles peligros de la noche y del retumbar, que ahora se oía lejano y menos atemorizante. 
 De madrugada lo despertó el barullo de la lluvia sobre las hojas de los árboles, pero al levantarse para recoger sus cosas, notó que estaba tan seco como la paja dentro de un establo, así­ como el suelo, hasta donde resplandecía la luz del tubo. 
 «¡Qué maravilla! Y además sirve de techo protector», murmuró, y continuó durmiendo plácidamente.  36 
LO INSACIABLE 
Cuando ya no encontró más ningún cadáver, ninguna cucaracha, ningún ratón, ninguna araña ni nada que se moviera y pudiera ser masticado y comido, Malditania arremetió contra aquello que pudiera desprender de las paredes con sus poderosos brazos y despedazar con sus voraces mandíbulas. Y así, derrumbando paredes, desarmando motores, acabó desmantelando el interior de la nave. En definitiva, el monstruo insaciable trituró y comió cables, puertas, ventanas, madera, aluminio, tornillos y hasta el barro acumulado en la casa de máquinas; y cuando no encontró nada más para comer, empezó a enloquecer de hambre y a golpear con fuerza las paredes exteriores de la nave. El retumbar de sus arremetidas en la nave vacía se propagaba por las aguas hacia la superficie y se dejaba oír más allá de las Montañas Azules y los bosques a su alrededor. Solamente el cansancio y el sueño la hacían detenerse, pero cuando volvía a despertar comenzaba nuevamente con las arremetidas. El retumbar insistente poco a poco fue debilitando la tierra y las piedras de la represa hasta que colapsó y el agua hizo su parte, rompiendo la represa, precipitándose valle abajo y arrasando con todo a su paso. Al descubierto, la nave se asemejó al bulto siniestro de un sapo gigante y oscuro cubierto de lodo viscoso. 
 Entretanto, los golpes de Malditania hicieron que el barro sedimentado sobre el casco fuera desprendiéndose, hasta que una pequeña hendidura en una de las compuertas que daban al exterior dejó pasar un soplo de aire fresco. Y fue en ese punto de esperanza que el monstruo hambriento concentró las embestidas; poco a poco la compuerta fue cediendo hasta que la hendidura fue lo suficientemente grande para meter sus manos y empezar a zamarrear la compuerta. De ese modo, Malditania consiguió escapar de su cárcel de metal. 

37 

EL MONSTRUO DEL LAGO TUM-TUM 

Luego de la partida de Laian, para empeorar las cosas, Elser Masgrís también había partido hacia el sur con una excusa que a nadie le quedó muy clara. Al verse sin la protección del mago, el temor de que el monstruo del lago, sin forma ni rostro, pudiera venir tras ellos les comprimía el corazón. El miedo se había instalado definitivamente en sus mentes y almas, como una enfermedad incurable. Poco antes de caer la noche, puertas y ventanas se cerraban y solo se volvían a abrir cuando el día ya estaba claro. Hasta que una noche sucedió que el retumbar aterrador se volvió tan repetitivo que los habitantes creyeron que el monstruo del lago, por fin, había enloquecido. Nadie se atrevió a cerrar los ojos temiendo lo peor; se mantuvieron en silencio y rezando en los rincones. Hasta los animales en los establos y corrales se sintieron más inquietos que cuando oían los aullidos de los lobos. De pronto, un silencio estremecedor se abatió sobre los aldeanos, y aunque nadie se atrevió a confesar lo que sentía, sus miradas lo decían todo. Poco después, oyeron que algo se aproximaba desde algún lugar del bosque, un ruido indefinible, creciendo asustadoramente, hasta que el infierno llegó a sus puertas y fue el fin de todos. El torbellino de aguas barrientas mezcladas con piedras, se precipitó con fuerza colosal sobre el bosque, arrastrando árboles arrancados de raíz y todo lo que encontró en su camino. En pocos minutos la muerte llegó a la aldea. Los pocos habitantes que lograron sobrevivir, unos atascados en el barro pegajoso, entre vacas, cerdos y caballos, que chapaleaban peligrosamente a su lado, y otros que yací­an heridos en diferentes puntos de la destrucción, clamaban por socorro, entre sollozos y voces lastimeras, pero el único que podría salvarlos  (Elser Masgrís) se encontraba lejos de allí. 

38 

EL MONTE SOLITARIO 

El calor sofocante lo despertó. La mañana había comenzado hacía bastante tiempo, la altura del sol y la plena actividad de sus habitantes, preocupados en comer y no ser comidos y en sobrevivir un día más, corroboraba esa impresión. 
 «Es la ley de la naturaleza», pensó Laian, al tiempo que guardaba el tubo luminoso en el morral mágico. 
 Mientras avanzaba, el bosque se volvía más denso y ahora los incesantes golpes de su espada, abriéndose paso entre la maleza, sonaba como cualquier otro instrumento en la orquesta de voces y ruidos del bosque. De pronto, detrás de una cortina de gajos y hojas, Laian se deparó con un río de aguas pardas, cerrándole el paso. Calculó que tendrí­a unos diez o quince metros de ancho, con lo que cruzarlo no le sería nada fácil. Miró alrededor, pero no vio nada que pudiera auxiliarlo. A no ser uno de los altos árboles que crecían en la ribera, que si lo cortaba correctamente podía hacerlo caer en la otra orilla. Pero había un problema: su espada no era suficientemente gruesa para cortar un árbol, él no sabía nadar y tampoco estaba dispuesto a arriesgarse siguiendo el curso del río y al final comprobar que se había desviado demasiado de su camino. Necesitaba un hacha. Entonces miró el morral mágico.  «La magia no pesa», le había dicho su maestro. 
 Laian introdujo una mano en el morral y los dedos rozaron en algo. 
 El hacha era tan filosa que podía derrumbar mitad de los árboles del bosque. 
 El estruendo de la caída del árbol hizo callar las voces del bosque por un momento, luego, poco a poco, todo volvió a lo de siempre. Laian se subió al tronco y, medio tambaleando, cortó los gajos atravesados para facilitarle el cruce. Luego guardó el hacha en el morral, maravillándose al verla irse achicando a medida que la metía, tal lo había hecho al verla crecer cuando la sacó. Después juntó el resto de sus pertenencias y prosiguió su marcha del otro lado. 
 Laian no se dio cuenta de inmediato, sino a media tarde, que los retumbes habían cesado o por lo menos el intervalo entre ellos se prolongaba demasiado, lo que le hizo pensar que si continuaban y no podía oírlos más era porque ya había recorrido una considerable distancia. Ante tan buena perspectiva, se sintió aliviado.  Un día después del previsto, cerca del mediodí­a, llegó al Monte Solitario. 
 Era en verdad un aglomerado de rocas verticales que le hizo imaginar un capricho de algún niño gigante que en tiempos muy remotos las había amontonado allí. De la cima caía un hilo de agua, chorreando suavemente sobre las rocas, y desde la base, algunos tentáculos de maleza que trepaban como dedos alargados hacia la cima, y que, sin dudas, le facilitarían la escalada. 
 Laian estaba en lo cierto, sin grandes dificultades consiguió llegar a lo alto del gigante rocoso, demorándose en ello lo que demora una buena siesta. 
 En la cima, la brisa fresca que soplaba allí lo reconfortó. Abajo quedaba el sofocante aire caliente y vaporoso del bosque. Desde allí pudo comprobar la vastedad del coloso. La superficie no tení­a grandes elevaciones, en realidad parecía ser una única roca, diferente a como hacía pensar visto desde abajo, con todas aquellas grietas profundas, y parcialmente verdosa debido al musgo, pues estaba salpicada por charcos de agua cristalina, esparcidos aquí y allí. Laian calculó que llegar al extremo opuesto le llevaría casi todo el día. Lo mejor sería avanzar hasta el atardecer lo más que pudiera, acampar y por la mañana bien temprano reanudar la marcha, cosa de bajar al bosque con el día aún claro. 
 Al caer la noche, se acomodó sobre el piso frío de una roca a la cual le quitó el musgo con el filo de la espada. Lamentó, entretanto, edl error de no haber traido un atado de leña seca, el tubo luminoso alumbraba y ahuyentaba bichos y hacía de techo, pero no calentaba. 
 «Lo que necesites vendrá a ti», volvió a decirle el mago, dentro de su mente. 
 «Pero, ¿será que, hasta fuego, habrá dentro del morral mágico?», se preguntó. Entonces, metió una mano en el morral… y algo le quemó levemente la punta de los dedos. Era un leño encendido, el cual largó rápidamente sobre la roca desnuda. Ya un tanto más ducho en el manejo del morral mágico, sacó más pedazos de leña e hizo una buena hoguera para calentarse, y cuando le vino el hambre, el morral mágico le proporcionó más queso y más pan. 
 Esa noche, tan cerca del cielo, las estrellas parecían estar al alcance de las manos. 

39 

«COMIDA» 

Malditania, arrastrando su cuerpo por el lecho lodoso del lago, avanzó repitiendo una y otra vez la única palabra que habitaba su mente: “Comida”. Todo lo demás eran pensamientos confusos y razonamientos incomprensibles que nada le significaban. Y entre palabra y palabra iba tragando grandes cantidades de barro blando, como si se tratara de caldo de chocolate. Al llegar a la salida del lago, continuó por el cause nauseabundo rumbo a la aldea, pues ya había olfateado el aire impregnado de sudor, detritos y sangre, que el viento empujaba desde el bosque. 

40 

LAS AGUAS SIN FIN 

Al despertar, una densa neblina cubrí­a la cumbre y Laian pudo oler el aire húmedo más allá del haz de luz del tubo luminoso. Los recuerdos de la vida que había dejado atrás, no hacía mucho tiempo, vinieron a él. El mago, la aldea y su gente, mezclados a escenas en el castillo, tales como los preparativos de las bolsitas explosivas, cuando observaba las dos naves que parecían estrellas o cuando voló sobre la espalda del mago. De pronto, como en un sueño, escenas futuras junto a sus imaginarios amigos alienígenas irrumpieron en sus pensamientos. Luchaban lado a lado contra un monstruo poderoso y nauseabundo, pero llegando a esa parte sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo que hizo que abriera los ojos de inmediato, espantando así la horrible imagen creada en su mente. Poco a poco, una brisa fresca empezó a disipar en jirones la neblina, dejando aparecer el cielo de un azul como jamás había visto. De pronto, a lo lejos y debajo del sol, vio pasar una nave plateada, se levantó de un salto, pero ya la nave, veloz como un rayo, se perdía en el horizonte, rumbo al norte. Laian, acometido por una urgencia repentina, reunió sus cosas rápidamente y reanudó su camino. A media tarde llegó al borde del coloso de piedra, en el horizonte se veía la fina lí­nea azul oscura de las Aguas Sin Fin, dividiendo agua y cielo, y a sus pies, el verde esplendoroso del Gran Bosque, cortado por el río serpenteante que cruzara unos días antes, derramando las aguas ocres en el azul del mar. 
 «Tengo que fabricar una balsa», se dijo, pensando en la marcha que aún tenía por delante, cuando bajara al bosque, ya que de esa manera acortaría el último tramo hasta llegar a la playa. El descenso le dio más trabajo de lo que había pensado, a pesar de bajar sus cosas con una interminable soga que sacó del morral mágico. Una vez en tierra firme, siguió en dirección del río y al llegar a la orilla sacó nuevamente el hacha y enseguida se puso a buscar y a cortar los troncos que después ató con la soga interminable para hacer la embarcación. Para el mediodí­a tenía una pequeña balsa y una larga vara para lanzarse al rí­o. 
 La tarde ya se iba cuando la brisa fresca que soplaba desde las Aguas Sin Fin le dio la bienvenida en la desembocadura del río, donde las aguas se juntaban y se mezclaban haciéndose una sola. En el horizonte de las Aguas Sin Fin, la noche traía las primeras estrellas. Laian fue empujando la balsa a la izquierda hasta sentir que tocaba en la orilla, luego arrojó sus cosas sobre la arena y saltó detrás. La balsa, arrastrada por la corriente del río, siguió viaje en solitario hacia el olvido. 
 La música de las olas le resultó de lo más agradable, así como el olor penetrante de las Aguas Sin Fin. Había oído que algunas personas no solamente navegaban, sino que también entraban en ellas para bañarse, pero eso tendría que quedar para otro momento, lo que no quedaría para mañana sería sacarse las botas y sentir la arena bajo sus pies. 

41 

EL MONSTRUO QUE CRECE 

Aquellos sobrevivientes, tanto humanos como animales, que aún tenían fuerzas para andar o arrastrarse, al ver aquel monstruo gigantesco tragando barro y masticando árboles caídos venir hacia ellos, huyeron aterrorizados hacia las profundidades del bosque o bien treparon a los árboles, mientras que los desgraciados que aún permanecían semienterrados en el barro, se debatían en gritos enloquecidos. El monstruo, al ver comida chapoteando en el lodazal, se abalanzó sobre todo el mundo, vivos y muertos. Y cuando no quedó más que barro rojizo de sangre, el monstruo voraz levantó su gran cabezota y empezó a olfatear el aire. De repente, sus ojos se detuvieron en la copa de los árboles. Arrastró su pesado cuerpo hasta la base de los árboles y como si de simples arbustos se tratara, los sacudió con furia, haciendo que los infelices escondidos en sus ramas cayeran como frutas maduras, reventándose contra el suelo, para luego devorarlos sin piedad. 

42 

LA VASTEDAD DEL MUNDO 

Acostado en la arena boca arriba, junto a las Aguas Sin Fin, Laian contemplaba el cielo estrellado y recordaba los pormenores de la travesía, desde que abandonara la aldea hasta el error de no haber pensado en una balsa, cuando encontró el río, ya que siempre habí­a oí­do que todos los rí­os terminaban en las Aguas Sin Fin. Se dijo que debí­a estar más atento, para mejor usar los infinitos recursos del morral mágico. Lo que no le habí­a explicado el mago, era si el mágico contenido equivalí­a al tamaño de sus necesidades, que podían, con seguridad, ser muchas. 
 «Bueno, parece que tendré que descubrirlo sobre la marcha», reflexionó. 
 Comía tranquilamente al amparo de la luminosidad del tubo y aún sumido en los pormenores del viaje, cuando empezó a ver que la tonalidad oscura de la noche sobre las Aguas Sin Fin empezaba a cambiar, a tornarse más clara, como si la noche volviera hacia atrás. Hasta que de pronto, de las aguas oscuras empezó a emerger la luna, tan gigantesca y tan próxima que parecía poder tocarla con solo estirar los brazos, mostrándole que la vastedad también estaba en otros mundos. Solo cuando la luna estuvo bien en lo alto, con el tamaño de siempre, Laian se durmió. 
 Un trueno lo despertó poco antes del amanecer, pero cuando abrió los ojos, una luz a gran velocidad se perdía en el horizonte. Laian pensó en la nave plateada, aunque todo, trueno y luz, ocurrió tan de prisa que no estuvo seguro si aquello fuera realidad o sueño. Para cuando el astro rey asomó de las aguas, como una gran bola de fuego, tal cual lo hiciera la luna por la noche, Laian ya lo estaba esperando, y volvió a maravillarse y se sintió tan pequeño como una hormiga. Sin dudas era algo de lo cual no se olvidaría jamás. 
 Otra tarde, cuando volvió a ver a lo lejos no una, sino tres naves cruzar el cielo a intervalos, tuvo la corazonada de encontrarse cerca de los aliení­genas, o por lo menos la esperanza. No obstante, sintió una ligera molestia en el estómago, pero, valiente y decidido, apresuró el paso. 

43 

UN PUNTO EN LA ARENA 

Fluo Max y Opzmo supervisaban un nuevo envío de provisiones a Benignus, la décima octava exactamente, cuando la nave recolectora aterrizó. 
 —¡Mira Fluo, llegaron las frutas! —gritó Opzmo, cerca de los oídos de su amigo. Fluo Max lo miró con desdén, extrañaba los sabores sintéticos; definitivamente, los naturales continuaban sabiéndole horriblemente insípidos. 
 —Fluo, realmente no sabes apreciar la comida saludable, pero no pierdo la esperanza de verte un día sentado a la mesa comiendo sano —dijo Opzmo, risueño como siempre. 
 —Déjate de sermones saludables y vamos a encaminar el cargamento de «tus frutas saludables» al transbordador —dijo Fluo Max, con sorna. 
 El piloto de la nave recolectora que recién descendía interrumpió el coloquio de los amigos. 
 —Oigan, muchachos, tengo una noticia bomba: un tedosiano está viniendo a pie en nuestra dirección desde el sur, costeando el mar, a unos tres días de a pie -dijo. 
 —¡Uff! Por un momento pensé que se tratara de Malditas Werk —dijo, aliviado, Opzmo. 
 El piloto lo tranquilizó:  —El individuo era un tedosiano. 
 Fluo Max y compañía se quedaron boquiabiertos. 
 —Aquí está la grabación —les dijo el piloto, entregándosela a Fluo Max. Fluo Max dejó el trabajo a cargo de Atchiki Licki, que andaba cerca de ellos, y los dos amigos partieron al cuartel para ver de quién se trataba. 
 Sobre la arena amarilla se veí­a un pequeño puntito negro, que podría pasar por una roca o un animal muerto si no fuera porque se movía. Fluo Max hizo zoom en el puntito en movimiento y los dos amigos respiraron aliviados al comprobar que se trataba de un joven y, aparentemente, inocente tedosiano. Fluo Max opinaba que lo más prudente sería ir a echarle un vistazo de cerca al, supuestamente, inocente tedosiano. 
 —¿Qué te parece, Opzmo?  Opzmo concordó con su amigo con un movimiento de cabeza y opinó que un paseo no les vendría nada mal. 

44 

UNA NOCHE INTRANQUILA 

Mientras comía pescado asado bajo la luz protectora del tubo luminiscente, los pensamientos de Laian giraban en torno a la nave alienígena que había pasado muy cerca de la playa. Quizás lo hubieran visto; quizás por eso mismo la sensación de estar siendo vigilado. Al amanecer, luego de recoger sus cosas y antes de reanudar la marcha, inspeccionó las inmediaciones en busca de huellas o rastros sospechosos, pero no encontró nada; eso lo dejó un poco más tranquilo, aunque a cada tanto, luego de reanudar la marcha, se daba vuelta y escrutaba los alrededores. Durante ese día no volvió a ver ninguna nave, solo nubes esparcidas por el infinito azul celeste, pero por la noche la sensación de estar siendo vigilado volvió a dejarlo nervioso. Y, claro, no durmió con la tranquilidad de las últimas noches, despertándose sobresaltado al menor ruido que entre los intervalos de las olas escurría desde los matorrales cercanos. 
 Aún no había amanecido, cuando una bruma repentina cubrió el cuerpo de Laian, por encima del haz de luz, permaneciendo hasta poco tiempo después que despertara. Cuando la bruma se disipó, varias siluetas estaban a su alrededor, quietas y en silencio, apenas observándolo. 


Cuarta Parte 

45 


EL ENCUENTRO 

Laian se levantó de un salto, desenvainó la espada aún en el aire y al apoyar los pies en la arena, empezó a girar sobre sí mismo, midiendo a sus oponentes mientras trataba de poner la cara más fiera, aunque no convencía a nadie, ni siquiera a sí propio. 
 Los benignusianos miraban al joven tedosiano con asombro; les parecía un animal acorralado en un intento vano por hallar una vía de escape. Contra la superioridad numérica (eran veinte contra uno) y las sofisticadas armas que portaban, la espada del joven tedosiano les infundía tanto miedo como si los amenazara con un escarbadientes. 
 Laian pareció llegar a una conclusión similar, porque en un dado momento bajó la guardia, envainó la espada y con voz temblorosa, pero esforzándose para que sonara firme, les preguntó a los alienígenas quiénes eran y qué querían con él. 
 Los benignusianos se miraron extrañados los unos a los otros; no entendían la lengua del tedosiano, por eso no se molestaron en decir nada. Pero por medio de señas y gestos le indicaron que juntara sus cosas y los acompañara. 
 Laian entendió el pedido y lo acató en silencio, y mientras juntaba sus cosas se preguntaba si los alienígenas no serían simplemente gentes de otras tierras, pertenecientes a una civilización más avanzada. El parecido con los humanos, aunque sin las barbas y el cabello largo, como usaban los adultos, era asombroso. Las sus ropas y las extrañas armas que empuñaban, sostenía la sospecha de una raza de otro planeta. 
 Entretanto, Laian se sintió mejor cuando los vio marchar adelante, pero más aún porque en ningún momento le insinuaran siquiera que les diera su espada. A cada tanto miraban hacia atrás y lo alentaban con señas amigables a continuar siguiéndolos, mientras hablaban en lengua desconocida y reían. 
 Unos kilómetros adelante, el corazón de Laian dio un salto, cuando vio una nave plateada, mucho más pequeña que la que viera sobrevolar el valle inundado, estacionada en la playa. 
 «¡Son los alienígenas!», vibró por dentro. Por su comportamiento, intuía que de ninguna manera podían ser malos. Y cuando le hicieron señas para entrar con ellos a la nave, una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro. 
 Mientras caminaba por el pasillo entre dos hileras de sillones, pensaba: 
 «¿De qué mundo vendrán?»  Uno de los alienígenas le señaló un asiento, junto a una pequeña ventanilla, después le abrochó el cinto de seguridad; a todo Laian obedecía dócilmente, de tan maravillado que se sentía. Finalmente, los motores se encendieron, emitiendo ronquidos estruendosos que perturbaron el espíritu de Laian, y cuando la nave empezó a elevarse, cerró los ojos y se aferró en los apoyabrazos con todas sus fuerzas, mientras el estómago se le congelaba. De pronto, sintió que lo tocaban en el hombro, un alienígena le hacía señas para que mirara por la ventanilla. 
 Estaban sobrevolando las Aguas Sin Fin. Bajo sus pies, las aguas azules pasaban vertiginosamente. La vastedad del mundo, esta vez, lo hizo sentirse mil veces menor que una hormiga. Al poco tiempo la nave giró a la izquierda y el suelo se tornó verde y marrón, y más un poco empezaron a sobrevolar más bajo sobre tierras que en algunas partes estaba arada y en otras, sembrada, pero ya empezando a teñir el suelo de verde claro. Y más aún se asombró, cuando vio las extrañas estructuras donde los benignusianos acopiaban y procesaban los alimentos y también hacían vida, y que a sus ojos parecían ingeniosos e inverosímiles castillos de metal. De pronto, la nave se detuvo con una leve sacudida, quedando suspendida en el aire por algunos segundos, los suficientes para que Laian, atemorizado, volviera a aferrarse en los apoyabrazos con todas sus fuerzas, creyendo que iban a caer; pero enseguida y para su alivio, la nave comenzó a descender suavemente hasta posar sin que se diera cuenta. 
 «¡Caray, si el maestro pudiera ver lo que ven mis ojos!», exclamó por dentro. 
 Al descender, las cientos de naves plateadas, estacionadas en una fila interminable, deslumbraron los sentidos de Laian, y los inmensos castillos metálicos, más imponentes, mirados desde el piso, y tan altos que parecían llegar hasta el mismo cielo. 
 Uno de los alienígenas, totalmente vestido con atuendos de color violeta, se le acercó con una sonrisa y le hizo una señal para que lo siguiera hasta donde un grupo de alienígenas, parado delante de la entrada de uno de los castillos metálicos, los esperaba. Entre ellos, había uno que se destacaba de los otros por su larga cabellera blanca, lisa y brillante y porque su piel tenía el mismo aspecto que el polvo dentro del tubo luminoso. Estaba al frente del grupo, lo que le hizo pensar que debía ser el jefe por allí. Al llegar junto al grupo, el alienígena de violeta habló algo con el que parecía ser el jefe, entonces el que parecía ser el jefe, le hizo una señal para que los siguiera. 
 La mente de Laian vibraba, estaba a punto de conocer un castillo alienígena por dentro. 

46 

ADMIRABLE MUNDO NUEVO 
Mientras absorbía a través de los ojos, como una esponja reseca, los miles de detalles a su alrededor, Laian pensaba que los alienígenas debían, sin sombra de dudas, poseer una inteligencia superior a la de su maestro. Las novedades en todo lo que veía estaban más allá de su capacidad de comprensión; las naves, los castillos de metal, pero, sobre todo, los alienígenas. Por un instante hizo un intento por imaginar cómo sería su planeta de origen y todo lo que consiguió fue multiplicar hasta el infinito cada cosa, cada objeto, que veía. 
 Del temor que había sentido al principio, en la playa, solo quedaba el recuerdo; en su lugar, una alegría interior, que sin duda los alienígenas no dejarían de notar, lo sobrepasaba por completo. Por la manera amable cómo lo trataban y por sus conversaciones distendidas, o por la manera de reír, cosa que hacían casi todo el tiempo, como si cada cosa que hacían correspondiera a un paseo. Con ello en mente, una especie de estarse a gusto, lo poseyó por completo. Tení­a tanto a preguntarles. Después de innumerables pasillos, fue conducido a una sala repleta de artefactos y máquinas con luces de todos los colores, que prendían y apagaban solas. Lógicamente, no tenía la menor idea para qué servían. El simpático alienígena, vestido enteramente de violeta, que le precedía, le señaló una silla delante de una pequeña mesa. Laian entendió que debía tomar asiento y se quedó viendo al violeta poner un artefacto emitiendo tintineantes luces de colores. A seguir, siempre con señas y gestos, lo animó a que hablara, mientras él y el que parecía ser el jefe, se sentaban en el otro extremo de la mesa y se ponían orejeras metálicas. ¿Por dónde empezar,  qué decir? Laian pensó que lo mejor sería empezar por presentarse y después mencionar lo poco que sabía de la vida. 
 —Mi nombre es Laian —empezó—, de la aldea de…, bueno, nunca nadie se molestó en ponerle un nombre, simplemente siempre la llamamos «la aldea», y soy discípulo del gran mago Elser Masgrís, el hombre más inteligente que ya conocí, antes de ustedes, claro. 
 Los alienígenas, los ojos puestos en la Máquina Descifradora de Lenguaje, asintieron al cumplido del pequeño tedosiano con un gesto de cabeza. 
 Laian, que no sabía que el aparato que tenía delante era para traducir al idioma de los alienígenas sus palabras, creyó que los gestos de los alienígenas se debían a cualquier otra cosa menos a lo que acababa de decir. 
 —Bien —prosiguió—, la verdad es que desde la primera vez que vi la nave plateada de ustedes, sentí curiosidad por saber cómo eran, de dónde vení­an y cómo sería su forma de vivir. Imagino que el planeta de donde vienen sea un lugar bonito y lleno de maravillas, como todo esto. (Laian recorrió con la mirada el recinto.) Y así, hablando más sobre la admiración que sentía hacia los alienígenas que sobre su mundo, Laian siguió parloteando como un loro. Después de varios minutos, y viendo que el joven tedosiano ya no sabía qué más decir, Fluo Max y Opzmo se sacaron los auriculares y le hicieron un gesto para que esperara. 
 —El idioma tedosiano es más fácil que pelar una banana —dijo Opzmo, en el idioma del pequeño tedosiano. 
 —Con toda seguridad —respondió Fluo Max, también en la misma lengua. 
 Laian puso cara de asombro, primero, y enseguida se alegró al ver que los dos alienígenas hablaban su idioma. 
 —Entonces, ¿ustedes pueden entender lo que yo hablo? —preguntó, sonriendo. 
 —Ahora sí­ —respondió amablemente Fluo Max. 
 —Hola, Laian, mi nombre es Opzmo, pero puedes llamarme de Opzmo, simplemente —dijo Opzmo, con otra de sus ocurrencias. 
 —Y yo soy Fluo Max, y estoy a cargo de todo esto, y mi amigo chistoso aquí es el segundo al mando, aunque no lo parezca —dijo Fluo Max, sonriendo. 
 —Pero sí, lo merezca —añadió Opzmo, al instante. Laian no comprendía cómo ahora hablaban tan bien su idioma, si hasta hacía algunos minutos aparentaban no entender ni jota. 
 —¿Cómo es posible que ahora puedan hablar mi idioma? 
 —Gracias a esta maquinita aquí­, que no solo traduce palabras, sino que al mismo tiempo, a través de un mecanismo que tú todavía no puedes entender, enseña a comprender la estructura gramatical del idioma al que pertenecen las palabras y a hablarlo también —aclaró Opzmo. 
 —Pero mi idioma contiene más palabras de la que yo he usado, muchísimas más —creyó conveniente aclarar Laian, y luego preguntó: 
 —¿Y si yo me pongo esas orejeras, puedo entender y aprender el idioma de ustedes? 
 —Sí —dijo Opzmo—, pero dentro de cien años. Disculpa es una broma tonta de la que solo a mí se me puede ocurrir. No, en verdad, lo difícil será pronunciarlo. Y tras decir eso, Opzmo dijo algo en su idioma que a los oídos de Laian sonó a algo parecido a esto: «NjohIdgegitfbimzxlsojmtsencxiljrexn». Más impronunciable, imposible. 

47 

LAS MAGIAS 

Luego, la conversación entre los tres, giró en torno a Malditas Werk y de cómo Elser Masgrís, el mago, lo habí­a sepultado bajo el lago. Los benignusianos llegaron a la conclusión de que Malditas Werk, su familia y la tripulación entera, ya era parte de la historia. Laian, a su vez, se enteró sobre la nave negra y, más o menos, cuáles eran las intenciones de sus malvados ocupantes. 
 —Deberían conocer a mi maestro —les dijo Laian, en un dado momento—, es una gran persona y el mejor mago hasta donde yo sé… aunque a decir verdad nunca conocí a ningún otro mago. 
 —Y tú, ¿cuántas magias sabes hacer? —le preguntó Opzmo. 
 —Todavía… La verdad, no sé ninguna… Todo lo mágico que puedo demostrar está aquí dentro, un regalo de mi maestro para sacarme de apuros. Laian señaló el morral mágico a su lado. 
 —Pero parece estar vacío —dijo Fluo Max, que ya lo sabía por los escáneres que nada habían detectado cuando habían ingresado a las instalaciones. —Parece, es cierto, pero cuando necesito algo solo tengo que meter la mano y sea lo que fuere que yo necesite sale de él. Por lo menos hasta ahora nunca me ha fallado —dijo Laian, con una mueca. 
 Opzmo, curioso, quiso saber si Laian podía hacerles una demostración, pero él se mostró indeciso, ora por miedo, ora porque de momento no necesitaba de nada. 
 —Es que por ahora no necesito nada. No puedo fingir necesitar algo sin realmente necesitarlo, el morral mágico no funciona así —esclareció, dando de hombros. 
 Opzmo creyó oportuno hacer gala de una magia que igualaba a la de su maestro, así que empezó a levitar y a pasearse por el recinto, haciendo piruetas llenas de gracias en el aire. Laian sonrió con sus payasadas y acrobacias aéreas y aplaudió con entusiasmo cuando Opzmo terminó su cómica exhibición. 
 —Es más —dijo Fluo Max—, nuestro amigo aquí, también suda color violeta cuando se pone nervioso, es por eso que para no manchar la ropa, siempre se viste de violeta, ¿no es, Opzmo? 
 —Sí, y él se pone fluorescente por la misma razón —dijo Opzmo, mirando a Laian. 
 —Bien, creo que a nuestro amigo le gustaría conocer las instalaciones —propuso Fluo Max.  Laian esbozó una gran sonrisa. 
 A cada nueva puerta que se abría, un nuevo universo repleto de artefactos inimaginables apabullaba los sentidos de Laian, que al tiempo que se maravillaba, deseaba que su maestro estuviera junto a él para ver con sus propios ojos aquel mundo nuevo. Con seguridad, él sabría para qué servía cada cosa.  A la hora del almuerzo, sus dos anfitriones galácticos lo acomodaron entre ambos. La comida servida tenía un aspecto extraño, aunque estaba hecha con las verduras que Laian conocía, y al probarla comprobó que no sabía a nada, como si la hubieran cocinado sin sal.  Sin embargo, Fluo Max y Opzmo y los demás comían animadamente. 
 —¿Qué te parece nuestra comida, Laian? —le preguntó Opzmo. 
 Laian, que por educación no se atrevería nunca a objetar la insipidez del almuerzo, disimulando no importarse con el sabor, contestó: 
 —Es diferente, pero está muy buena. 
 —Como habrás notado, nosotros comemos los alimentos sin sal —dijo Opzmo, insistiendo en el mismo tema. 
 Fluo Max y los demás comensales lo miraron extrañados. ¿De dónde había sacado eso, Opzmo, si la comida sabía como siempre? Pero conociendo como conocían a Opzmo imaginaron más o menos por donde venía la cosa. 
 —Sí, lo noté —respondió Laian, con una sonrisa sin gracia. 
 —Pero si lo prefieres, puedes ponerle sal a tu gusto —dijo Opzmo. 
 Laian paseó la mirada por la larga mesa y constató que no había nada parecido a un salero. Entonces, sin ninguna ceremonia, introdujo una mano en el morral mágico y sacó un salero y cuando estaba por salar su almuerzo, notó que todos habían callado, pero al levantar la vista vio que lo estaban mirando con una ligera sonrisa. Luego estallaron en risotadas. 
 El morral realmente era mágico. 

48 

LA INVITACIÓN 

Todo el mundo rápidamente se encariñó con el ingenuo Laian, que maravillado con todo lo concerniente a ellos y al planeta Benignus, habí­a hecho considerables progresos con el complicado idioma benignusiano, y, pese a los tropiezos idiomáticos, se hacía entender con facilidad. Fluo Max y Opzmo casi que lo habí­an adoptado, confiriéndole la tarea de secretario particular de ambos. Laian, a esas alturas, solo esperaba de los amigos galácticos una invitación para conocer el fantástico planeta Benignus. Pero si esto estaba en los planes de los dos amigos, era algo que lo tenían bien guardado. Laian había escuchado a sus amigos comentar que la fecha de sus reemplazos estaba cerca y que extrañaban muchísimo a un tal capitán Kinio Kiniones Pauers. Pensaba que si lo invitasen a ir con ellos, no iría a extrañar ni un poco la Tierra, no así a su querido maestro.  Una mañana, Fluo Max se le acercó y le preguntó lo que él esperaba que le preguntasen. 
 —Laian, ¿te gustaría conocer y pasar una temporada en Benignus?  Laian abrió los ojos como si hubiera descubierto una cámara secreta llena de riquezas fabulosas. Sin pestañear respondió que sí­, casi gritando de alegría. ¿Pero y si solo se tratase de una broma, algo tan común en ellos? 
 —Fluo, ¿no estarás haciéndome una broma, no? 
 —Claro que no, Laian, hablo en serio —lo tranquilizó Fluo Max. 
 Con el viaje de reemplazo ya cercano, Fluo Max pensó que serí­a una buena idea que Laian se despidiera de su maestro. Además, estaba interesado en conocer al gran mago que tan magistralmente habí­a acabado con la raza de su archienemigo Malditas Werk. 
 —Me gustarí­a agradecerle personalmente, en nombre del pueblo de Benignus, a tu maestro por la gran ayuda que nos ha prestado al librarnos del tirano Malditas Werk. Además, creo que también querrás despedirte de tu maestro —dijo Fluo Max, con una sonrisa. 
 —Sí, y estoy seguro de que a mi maestro le encantará también conocerlos a ustedes. 

49 

CAZADA AL MONSTRUO 

El viaje de regreso a la aldea estuvo animado hasta que llegaron al lago y descubrieron que ya no existía, que el lugar donde se encontraba había vuelto a ser un valle, y que la naturaleza ya empezaba a colonizarlo nuevamente. Desde el aire la superficie parecía una lona camuflada de verde y marrón; una manada de jabalíes hociqueaba la tierra entre los matorrales, y era todo cuanto se movía allá abajo. Pero de pronto: la carcaza de la nave­ negra, como un siniestro bulto de batracio gigante en reposo. 
 —Los sensores indican que más allá de los animales silvestres no hay otras señales de vida, Fluo. La voz de Atchiki Licki alivió un poco la tensión. Hasta que, rodeando la nave, vieron a un lado, un gran orificio, y más adelante la rotura de la represa y el rastro de destrucción producido por el desborde. Rocas, troncos y ramas semienterrados en el sedimento reseco, marcaban la huella destructiva que se extendía bosque adentro. 
 —Por allá está la aldea —dijo Laian, señalando la dirección de la huella de destrucción. 
 La nave ganó altura, pero no vieron la aldea, ni ningún asentamiento humano cerca de donde Laian les había indicado. La aldea simplemente habí­a desaparecido. Estaba claro que el desborde del lago había sido el causante; por lo que los habitantes debieron de haber emigrado hacia otro sitio del bosque, ciertamente muy lejos de ese lugar maldito. 
 Opzmo, al ver el rostro triste de Laian, trató de animarlo con palabras de esperanza. 
 —Tranquilízate, amiguito, que si hay sobrevivientes los vamos a encontrar. 
 Los benignusianos exponían las más variadas hipótesis, cuando el radar empezó a detectar señales de vida en un punto del bosque. De pronto avistaron un claro, cerca de la señal, y aterrizaron allí. 
 Laian bajó primero, porque si aquello que captaba el radar fuesen los aldeanos, seguramente asustados por la nave, se mantendrían escondidos; en cambio, viendo su presencia, saldrían de sus escondrijos sin temor alguno. El resto de los tripulantes se dispersó en diferentes direcciones. Laian llamó por el mago varias veces, pero como respuesta solo oyó un gruñido detrás de un enmarañado de arbustos. Laian pensó en un oso salvaje, por lo que desenvainó su espada y se volteó con la intención de avisarles a sus amigos sobre el posible peligro. En esa fracción de segundo, el cuerpo grotesco de Malditania emergió detrás de los arbustos y se precipitó sobre él, con su bocaza abierta vociferando: «¡Comida, comida!», que Laian, al desconocer la lengua que hablaba el monstruo, interpretó como más gruñidos. El tufo pestilente emanado de la boca del monstruo lo mareó de inmediato, con lo que no pudo evitar ser tragado de un solo bocado, con espada y todo. Segundos después se sintió caer en un espeso, nauseabundo, tibio y vaporoso caldo, en medio de una total oscuridad. Sin pérdida de tiempo, metió la mano libre en el morral mágico, que boyaba a su lado, y sacó el tubo de luz. Las paredes, fláccidas y viscosas, del estómago del monstruo palpitaban y desde lo alto una pegajosa gelatina goteaba sobre su cabeza. Laian enterró con furia la espada hasta el mango, varias veces en las gruesas paredes del estómago, y a cada estocada oía los alaridos desgarrados del monstruo desde el exterior. 
 Los benignusianos no sabían qué hacer, pues temían que sus poderosas armas, al matar al monstruo, acabaran también con la vida del joven tedosiano. Fluo Max y Opzmo corrieron cada uno hacia los costados de la cabeza del monstruo, que corcoveaba como un animal enloquecido mientras soltaba alaridos endemoniados, lo que dificultaba la acción que pretendían realizar. De repente, el monstruo vaciló y se detuvo, un segundo apenas, pero bastó esa pequeña fracción de tiempo para que Fluo Max y Opzmo sincronizaran sus mentes y dispararan sendos disparos de rayos láser, que atravesaron el cuello del monstruo. Malditania emitió un horrible alarido para, enseguida, desplomarse de lado y permanecer gimiendo lastimosamente entre pequeños estertores. Varios puntos palpitaban insistentemente en la abultada panza del monstruo: era Laian, dando señales de vida dentro del infierno estomacal, pero por más fuerza que ponía en cada estocada, la espada no conseguía atravesar la gruesa capa de grasa y piel del monstruo. 
 Fluo Max graduó su pistola láser e hizo un corte superficial sobre la piel del monstruo, justo donde su amigo luchaba por salir, y fue suficiente pare que la espada de Laian lograra atravesar la piel del monstruo, que se rasgó como una lona, y Laian escurrió de allí dentro mezclado al caldo gástrico, quedando estirado junto al monstruo agonizante en el charco inmundo. Los amigos acudieron en su ayuda y lo arrastraron hasta la orilla del arroyo, donde lo zambulleron varias veces para que se deshiciera de la apestosa inmundicia. Mientras tanto, la agonizante Malditania, entre gemidos lastimosos, pronunciaba sus últimas palabras: «Comida, comida». 

50 

VIAJE A LAS ESTRELLAS 

Por esos días previos al viaje, dos sentimientos antagónicos convivían dentro de Laian; por un lado, la alegría de viajar a través del espacio y conocer otro mundo, y por otro, la tristeza de ignorar qué había sucedido con Elser Masgrís. La sola idea de pensar que el monstruo lo hubiera comido lo dejaba sumamente angustiado. Pero para su suerte, la llamada de las estrellas era más poderosa que cualquier otro mandato. Fluo Max le habí­a dicho que la estadía en Benignus serí­a de dos años y que tenía la plena seguridad que no tendría un minuto siquiera con qué aburrirse; y pensando en ello, Laian le preguntó algo que nunca le había preguntado ni a él, ni a Opzmo, ni a ningún otro benignusiano, por estar ocupado preguntando sobre muchas otras cosas y porque, además, entre ellos no había ninguna benignusiana: 
 —¿Cómo son las chicas de Benignus?  Fluo Max lanzó una sonora carcajada. 
 —Desde ya te digo que no tengo hermana, pero te diré que las chicas de Benignus son más lindas que nosotros —le dijo, en broma, Fluo Max. 
 En la última noche en la Tierra, Laian dejó volar su imaginación hasta muy entrada la madrugada, cuando por fin se durmió. 
 Laian soñaba que estaba a orillas de un rí­o de aguas coloridas, levemente transparentes, sentado junto a una joven benignusiana muy hermosa; detrás de ellos había un majestuoso bosque con árboles con flores de extrañas formas y colores nunca vistos, colgando lánguidamente de los gajos. Y ellos dos, las manos entrelazadas, felices, enamorados… 
 —Despierta, amiguito —dijo una voz, desde algún lugar—, dentro de una hora partimos. Era Opzmo, interrumpiendo el idilio onírico. Una hora después, rumbo a las estrellas, mientras miraba absorto la bola azul donde había nacido, alejarse flotando en la inmensa oscuridad del cosmos infinito, Laian volvió a sorprenderse con esta otra inmensidad imposible de medir. Esta vez ya no se sintió como una hormiga, ni con un grano de arena, sino con algo infinitamente más pequeño, y que no supo cómo nombrar.                                                                                                        
                                                                                                                      Fin.                                                                      


Laian y los Alienígenas by Francisco A. Baldarena is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

Publicado el 13 de septiembre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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