De Buena Cepa

Francisco Acebal


Novela corta



A Marcelo Cervino.

I

El solar de los Leiredos de la Campa no radicaba en término de Rañeces y, sin embargo, D. Nazario Leiredo allí vivía, engolosinado con la estrechez de aquella villa, por tener en ella para espaciar su mirada las anchuras del mar. Rañeces era un montón de viviendas agarradas como la lapa á las peñas; costras blancuzcas y rojizas, adheridas al cantil en líneas onduladas que malamente formaban calles estrechas y tortuosas, pero dejando ver á cada revuelta un pedazo de mar, y colándose por los boquetes un viento salado, frescachón, esparcido como soplo de salud por la villa mugrienta. Se empinaban unas casas por encima del tejado de las otras para gozar todas del regalo del mar, de aquel aliento salitroso que refrescaba las paredes sucias, y metiéndose por ventanucas ó portales conseguía orear las entrañas de la villa.

La intrincada traza de ésta prestábala apariencias engañosas, de tal manera, que tres calles, unos cuantos callejones, dos plazas y muchos esquinazos y rinconadas daban á Rañeces fachenda de villa costera.

La casona en que habitaba don Nazario pertenecía por herencia á su mujer, doña Clementina Orrea, y estaba en lo más bajo de la villa, con la raigambre de sus cimientos metida en las mismas rocas del Cantábrico; era una cómoda vivienda, de las de ancho portón y blasonado dintel, muros de sillar negreados y roídos por el tiempo, con ventanajes verdes y balcón voladizo que caía sobre la plaza de la iglesia.

Su caprichoso asiento en la linde del mar fué tan del gusto del señor de Leiredo, que abandonó su terruño nativo, el de la Campa, resuelto á consumir el resto de sus días en el solar costanero de Rañeces.

Eran los Leiredos raza de marinos; hacía ya dos siglos que de padres á hijos se heredaba la afición marinera; iban de generación en generación andando la mar, metiendo los navíos en los combates ó sacándolos á tiempo de los temporales. Solamente los años pudieron hacer que D. Nazario bajase del puente de su fragata, de la Sagunto; no eran verdad las hablillas de Rañeces que suponían incompatibilidad de humor entre el de Leiredo y los desgarbados navíos sin velamen ni aparejo, porque antes de que los modernos acorazados invadiesen los mares, ya estaba él en seco. Le arrumbaron la edad y los achaques; desde entonces, por no internarse, marchó con Clementina á la casona solariega de ésta y escogió para propia estancia la más abierta al mar y á su viento azotador.

Una vez al año, los cuártagos de una carretela cascabeleaban á la puerta del zaguán llamando al matrimonio para conducirlo al solar de la Campa, adonde marchaban con su hijo Zario, muchachón robusto, de mirada viva, de genio abierto, con dejos de hombre ya curtido, seriote, reposado.

En los primeros días de retiro rumoroso, D. Nazario gozaba como el que más en aquel vivir campesino; formulaba el buen señor promesas de larga permanencia en el destartalado solar de sus mayores.—¡No más Océano! Bastaba ya de mareantes y marinos, hombres corajudos, eso sí, pero puntillosos y fanfarrones; harto estaba él de tanto oler á parrocha y á salmuera y sus fauces se dilataban para recoger ávidas las ondas balsámicas del monte y del bosque, el aliento vivífico de la naturaleza tierra adentro.

Con sombrerón de paja y báculo, manejado con torpeza por la falta de costumbre, recorría el marino su hacienda empapándose en la ilusión, en el goce profundo del terrateniente, repitiendo entre labios como si paladease la sabrosa idea de la propiedad:

—Este bosque es mío, esta huerta es mía, esos prados para arriba, míos, míos también.

Pero de repente le asaltaba el recuerdo del Cantábrico, del mar inmenso, que es de todos y de nadie, que no se reparte en parcelas miserables, en donde no hay tuyo ni mío. ¡Ah! grande cosa la mar, más grande y libre que la tierra miserable, esclavizada por el hombre que la castiga con la espuela del arado para forzarla á trabajar, á producir, sierva de sus gustos, esclava de sus veleidades y caprichos. Parábase don Nazario, extendía en el suelo el pañuelo de hierbas y sentábase á la sombra de un castaño copudo para dejar que pasase por su cerebro aquel remolino de ideas que ni el mismo sabía de dónde venían ni en dónde las había adquirido.

Pasaban, y desde la solana le veía Clementina llegar lentamente, recreándose en el verdor de la huerta, parándose ante el arbolucho tierno, oliscando flores, pisoteando caracoles y limazas.

—De esta vez se acostumbra—se decía á sí misma la de Orrea—, cobra afición, se va avezando al abrigo del terruño, al arrimo de la propiedad; sí, sí, de esta vez se nos acostumbra.

Las ilusiones de doña Clementina arraigaban en el solar montano de los Leiredos, como las de D. Nazario en el costero de los Orreas.

Pero nada, tampoco de aquella vez se acostumbró él. Su fervor de rusticidad pasaba pronto, el aromático ambiente del jardín llegaba á empalagarle como si fuese olor de perfumería, el murmurio de los árboles le sonaba á canción melindrosa y era dameria fea para hombre endurecido por la mar el pasar las horas cortando florecillas ó cogiendo repollos en la huerta. La nostalgia del mar le invadía, poníase mustio, desabrido, y doña Clementina, que se hallaba tan á su sabor en la Campa de Leiredo, transigía con volver á la casona de los Orreas después de haber cogido la jugosa pera y los olorosos membrillos con los que hacía tarros de compotas y mermeladas para que en los días del invierno dulcificasen el genio áspero y regalasen el pico de su Nazario.

Y en cuanto la desgonceada carretela daba con él en Rañeces, sin sacudirse el polvo ni reponerse del molimiento del camino, marchaba al muelle para ver lo que durante su ausencia tuvo entrada en bahía.

A su paso por las callejuelas le salían al encuentro, para saludarle, el regente de la botica, la del establecimiento de jarcia, los de la fábrica de salazón, las mujeres desde los portales, el juez municipal desde el balcón del Juzgado, el coadjutor de Santa María desde la ventana baja, en donde todas las tardes rezaba, con su breviario sobre el poyo; todos le repetían una misma cantilena, monótona expresión del afecto lugareño.

—¿Usted por aquí, D. Nazario? ¡Calle, señor, si le hacíamos nosotros tierra adentro! ¿Y el rapaz? ¿Y doña Clementina?

D. Nazario, sin báculo ya, sin sombrerón de paja, con gorra de visera calada sobre los ojos, alto, seco, rascándose la barba corta y dura, zancajeaba con garbo por las cuestas pedregosas, camino del puerto.

Y al desembocar en él, iba derecho á la casilla de los carabineros, seguro de hallar al cabo de mar, que le saludaba militarmente, cuadrándose el hombre de chaquetón azul, con galones amarillos, tez roja y gorra de piqué con visera de hule. Aquello era como si el puerto de Rañeces diese la bienvenida al señor de Leiredo; era la plaza que saludaba al veterano; si hubiese un cañón viejo por allí, quizá hiciese salvas; pero, no señor, allí no había cañones, á pesar de lo mucho que el mismo D. Nazario intrigaba porque el Gobierno colocase uno en la punta del Serrón.

Dábale el cabo noticias del movimiento de barcos y metíase luego D. Nazario espigón adelante. Con el primer piloto que veía sobre la cubierta de una embarcación, comenzaba un palique y un interrogatorio, sometiéndose á él el interrogado, por conocer, de oídas cuando menos, al famoso caballero.

—¿De dónde venimos?—acostumbraba á enrolarse á sí mismo—¿Que no teníamos vientos? hombre, por no buscarlos, porque lejos no andarían, y frescos.. ¿Aquel patache, sabe usted por casualidad lo que espera allí? ¿Un sudeste que lo arrastre? Podrido lo hemos de ver si tales cosas aguardamos por estas aguas... Hombre, ¿y aquel bergantín, sabe usted?... no es ése ¡contro! el del casco blanco digo... ¿noruego, eh? Matrícula de Bergen y con tablazón; ajajá, muy guapamente; eso ya presupone algo. ¿Y sabrá usted, siquiera, si tropezó en el canal con la miaja de temporalazo?... ¿A qué fondeó tan adentro? marea viva para entrar sí hubo, pero al salir será ella; contamos que las aguas aquí son tan profundas como en aquellos mares empecatados y nos metemos, nos metemos...

Y así continuaba su charla hasta revistar todas las embarcaciones recién ancladas en el puerto.

Y desde allí, ya al caer de la tarde, á la tertulia del malecón; tenía ésta por asiento un banco de piedra en la punta del muelle, en el que todas las tardes reposaban, llenándole de cabo á cabo, los señorones de la villa: el capitán del puerto, el consignatario inglés, el gerente de la fábrica de salazón, el coadjutor, el cónsul, el aduanero, algunos trashumantes, y como presidiéndolos á todos, el invicto D. Nazario, recibido allí con efusión el día de su tornada de la Campa.

Aquellos señores de cabezas graves, reposados al hablar, siempre calmosos y serenos, destacando en hilera sus rostros saludables sobre la piedra del paredón en que se respaldaban, reunidos allí á la tardecita en el verano, á pleno sol en el invierno, respirando ambiente salobre y discurriendo sobre las grandes cosas del mar, traían al pensamiento, por el vigor del contraste, las tertulias enfermizas de los casinos, en que solamente se discuten pequeñeces de la tierra.

La farola del Serrón era señal fija para aquellos hombres; así que el torrero encendía la linterna roja, cuya luz caía en rieles de sangre sobre el mar, los del banco desfilaban uno á uno, metiéndose con pachorra en los callejones ya entenebrecidos por el crepúsculo.

II

También doña Clementina veía la farola del Serrón desde la galería de cristales abierta sobre el Cantábrico; aquella luz parecía decirle todas las tardes: «Ahí va D. Nazario en busca de la cena.» Y en efecto, la de Orrea se levantaba, dirigíase á la cocina, abría el aparador, daba órdenes. Aquel triste faro de cuarta clase que no parecía tener más misión que la de orientar navíos, entrometíase también, con su foco rojo, en ciertos pormenores de la casona.

Pero llegó un tiempo en que don Nazario no parecía por la tertulia del malecón; le encerraron en casa los dolores de reuma y otros dolores hondos, que escocían más, más que el reuma. ¡Contro! Todavía con los reumatismos transigía él, porque era hombre para eso, para sufrir; pero con lo otro, con el reuma del alma, no podía ¡recontro! Así andaba derrumbado el espíritu, y enflaquecido mas de lo que era por naturaleza su cuerpo nervudo, vigoroso.

Su penar era profundo: Zario, aquel mocetón, último retoño del linaje de los Leiredos, estaba en la guerra y pasaban meses y meses ignorando los padres si el rapaz vivía ó se había muerto. Zario era marino, ¡qué otra cosa podía ser un Leiredo de la Campa! Sin él se hubiera abierto brecha en el escalafón del cuerpo. Mandaba el hombre un cañonero, por los mares remotos en que andaba trabada la contienda; había allí trances duros, jornadas amargas. Cada vez que D. Nazario recibía por periódicos noticias de la guerra, fuera de sí el veterano, centelleando los ojos, temblorosa la barba, radiante de alegría sana, juvenil, llamaba á gritos: ¡Clementina, Clementina! ¡Ah, señora, señora!... todo vuelve... aquellos tiempos míos, aquellos tiempos de la Sagunto, de la Lepanto...¿te acuerdas, mujer? ¡Pues vuelven, contro! Hasta ahora todos son reveses, pero ten calma, mujer, calma, Clementina; reveses también yo los tuve, pero el viento cambia y verás tú cómo vienen bien dadas... ¡Bueno! déjame á mí de rapaces, no me hables más de niñerías ¡control aquí lo primero es lo primero, pues si nos lo matan que lo entierren... digo, á los que morimos en la mar no nos entierran.

Sosteníase así el veterano, con alientos de mocedad que le brotaban del alma arrogantes y bravíos! casi olvidaba al último vástago de los Leiredos, sin que en su cuerpo vibrasen más cuerdas que las del patriota curtido y lacerado en el servicio de la patria.

Pero un din llegó á Rañeces la noticia de un combate naval tan formidable, que todos se estremecieron en la villa costera. Sobre la casona de Orrea reinó un silencio pavoroso; ni siquiera D. Nazario se atrevió á gritar: ¡Clementina, Clementina, todo vuelve, todo vuelve!

En la galería de cristales, azotada por viento duro, se dió á pasear el veterano, despatarrado, con lento balanceo, como piloto de guardia sobre el puente. De cuando en cuando daba fondo, registraba la extensión del mar con la mano por visera, con mirada indiferente, por movimiento automático, y otra vea arriba, abajo, sonando el taconeo sobre el suelo con monotonía de péndulo. Doña Clementina, sentada en el comedor que comunicaba con la galería por una puerta de vidrieras, repasaba la ropa que tenía delante en blancos copos, y por encima de las gafas clavaba la mirada en la figura errante del marino, cada vez que la sombra de éste se proyectaba fugaz sobre los cristales de la puerta. Aquellas miradas iban llenas de inquietudes, de interrogaciones lastimeras. El pasear silencioso del marino presagiaba algo sombrío, mar de fondo en su corazón. Ninguno aventuraba una palabra sobre el caso; paseos, miradas húmedas, suspirillos furtivos y poco más, eran los signos visibles del dolor paternal en el caduco matrimonio.

Cayó la tarde, encendieron en el Serrón, la de Orrea fué á dar órdenes y entre ellos no se cruzó ni una palabra. La cena fué parca, silenciosa, triste. Sorbido el último trago de té con leche, exclamó la señora:

—Dime, Nazario, ¿sabrán algo en la casa de arriba? Mandaré á preguntar.

—¿Por dónde han de saber los de arriba lo que no sepan los de abajo?

Un campanillazo resonó en el silencio de aquella morada lúgubre; bajaron á abrir y desde el portal á gritos prorrumpieron:

—¡Es de la casona de arriba que preguntan si sabe algo la de abajo!

En ésta de arriba moraban los Acuñas, los más poderosos de la comarca, con su hija Rosarito, que era precisamente la mejor informada en Rañeces de las idas y venidas de Zario.

En el insomnio de aquella noche se penetró la de Orrea del papel que á ella le correspondía en aquel drama largo, sombrío, acaso inacabable; con fortaleza de espíritu bien templado por una vida de zozobras, forjó resolución firme y valerosa que desde que amaneciese había de llevar adelante sin que asomase la fatiga, sin descubrir un minuto de desmayo. Y entre cavilaciones y rezos, elevando el alma á regiones serenas, encalmadas, calmada ella también, en el silencio de la casona, sin oir ni el rumor del mar, también sereno y manso en aquellas horas, murmuraba con silabeo fervoroso: «¡Señor, Señor, que no lo piense él, que no lo tema! ¡Si le mataron, que lo sepa yo, yo que soy su madre! Para mi Nazario ¡piedad, piedad!

A la mañana siguiente, fué la de Orrea á misa de alba para volver antes de que Nazario despertase. Al cruzar la plazuela vió que también llegaba la niña de Acuña con el rostro sonrosado por la frescura de la matinada. La madre de Zario dió á Rosarito un par de besos largos y sonoros, y antes de meterse en la iglesia enteró puntualmente á la niña de la resolución que había formado, exhortándola con imperioso ahinco para que la secundase en su empeño.

Desde aquel día, D. Nazario pasaba las horas sumido en un sillón de laqueta, sin que nadie le arrancase del cuerpo una palabra.

A la tarde solían recalar por allí los de la tertulia del malecón; con su charla aleteaba el marino y algo despejaban y divertían su pensamiento torvo.—Porque la verdad—decía la de Orrea después de despedirlos—á estos discretos varones no les falta razón; tú, congojas más gordas que ésta me hiciste pasar y ahí estás con tu geniazo. Vamos, hombre, acuérdate del 43; si saliste con vida, fué por milagro de la Virgen á la que ofrecí hábito por cinco años; acuérdate del 58 y á poco del 60; si no es por mi visita á pie al santuario de Toraño, segura estoy de que no vuelvo á verte; pues el 64 escapaste sin más que el balazo en la pierna, por la promesa, que cumplí, de subir al camarín del Cristo de rodillas y besando escalón por escalón; y no pereciste el 70 por las cincuenta misas que encargué á don Maximino, con más las que aplicó mi hermano; y el... duérmete, sí, duérmete, que un día al despertar te doy la noticia... ¡Ah, la noticia! Zario vive, Zario fué un héroe, otro más de la raza; naturalmente, de tal palo, tal astilla.

El marino, como arrullado por las palabras animosas, entornaba los párpados, parecía adormecerse blandamente, con languidez de confianza, esperanzado; pero no se dormía; allá dentro, barajaba conjeturas, suposiciones, casos mil, hasta que en el vértigo de sus pensamientos atropellados, fatigosos, se erguía de repente y con alboroto y estrépito exclamaba ante su mujer:

—¡Dices que un héroe? Eso mismo píenso yo. ¡Un héroe, un héroe!

III

La vida de doña Clementina se deslizaba serenamente, sin levantar bulla ni alarde, enmedio del tráfago de cuidados y sobresaltos; su espíritu, fortalecido por una entereza indomable, parecía hallar elementos propicios á su tesón, en aquel ambiente siniestro y congojoso. Con su presencia, la hembra austera dominaba la casa desde el portalón á la cocina, imponiéndose á todos sin que apenas se oyese su voz suave, enfaenada sin ruido, como con sordina, rígida y mansa, severa y silenciosa, para infundir en los que la rodeaban, calma, sosiego, atenta sólo á que su héroe se sumiese en atmósferade paz y de salud.

Las zozobras de la señora se acrecentaron el día en que ya corrieron por Rañeces rumorcillos con pormenores del combate. Se esparcieron sin que nadie supiese de dónde procedían: unos hablaban de cartas recibidas por el cónsul, otros se referían á noticias comunicadas por telégrafo á la casa del consignatario inglés. Ni en la casona de arriba ni en la de abajo sabían nada; pero los rumores de la calle penetraban allá dentro con sutileza de miasmas, y el trabajo de doña Clementina alcanzaba proporciones heroicas para mantener al marino en su ambiente plácido y saludable. A todo atendía la esposa del héroe: á los que llegaban, prohibición de verle ó consigna de no hablarle del caso; censura muy estrecha de la prensa, especialmente de la cortesana, y si contenía noticias sospechosas, confiscación y cargo de culpas al pícaro servicio de correos; registro escrupuloso de la correspondencia que mantenía D. Nazario con otros veteranos, sus compañeros de proezas; fisgoneo en todas las conversaciones, apartándolas con cautela de las sirtes del mar. La dama azacanada no se daba reposo; hasta Rosarito había de entrar allí con rostro risueño, en tono de fiesta. Después, á solas con ella, que gimiese, bueno, que llorase á mares, en su derecho estaba, porque la boda era ya cosa decidida para cuando terminase la guerra; pero en el puente, en la galería, nada, nada. Allí párrafos mansos, charla de paz.

—¿Sabe, señor, que hoy entró la Rosario, mi tocaya? Pues según oí al cura de Santa María, este año la costera del bonito se presenta buena. ¿Sabe á cómo va la sardina en la plaza? á diez, ¡un escándalo! á diez, y eso que ayer la lancha del Melín embarcó dos millares.

De estas cosas hablaba allí la prometida de Zario, con los ojos enjutos y la boca fresca y sonriente como si pusiese el alma en la narración de aquellas trivialidades marinerescas.

El viejo los oía, sin platicar con nadie. Pero todo fué inútil; los rumores impalpables, invisibles, le contagiaron. Una tarde, á poco de ver encendido el Serrón, que se esfumaba en una niebla espesa y pegajosa, plantóse Leiredo ante su mujer con gravedad y engreimiento, los brazos en aspa, exclamando:

—¡Clementina, Clementina, supongo que, tan pronto como llegue la noticia, te servirás comunicarme si nuestro hijo está entre los rendidos ó entre los muertos!... ¿oyes, mujer? ¡Entre los rendidos ó entre los muertos!

La esposa quiso replicar, pero él le cortó el aliento, bramando con furia estas palabras desentonadas y secas, resonantes en la galería, que retumbaba á la voz del marino, acostumbrado á desencadenar sus iras sobre el puente, en la mar inmensa:

—¡Ea! ya me cansé yo de arterías mujeriles, ya estoy abarrotado de melindres, harto de trampantojos... ¡Quiero saberlo! ¡contro! ¡quiero saberlo!

Y vuelto hacia el mar, repetía con fiereza, como si en grave trance sobre la Sagunto dispusiese una maniobra:

—¡Quiero saber si está entre los rendidos ó entre los muertos! Tú, ¿qué dices, mujer?

—Yo no sé nada; pero te digo que Zario vive, que nuestro Zario vuelve, vuelve.

—Bueno, pues que vuelva; pero en cuanto yo vea que da la virada para entrar en el puerto... mira, mira aquí abajo, ¿ves tú qué guapamente se rebulle la mar entre las peñas?

Y al decir esto con voz zahareña y ademán airado, había asido á la dama por un brazo, obligándola á mirar á lo hondo, en donde las olas borboritaban en remolinos hirvientes, espumosos, entre peñascales altos que recibían el duro azote de la ola con resistencia secular, con titánico desprecio del bofetón cotidiano, seguros como estaban de ver aquella bravura convertida á las pocas horas en mansedumbre, en servilismo, viniendo las olas largas y rastreras á lamer el cimiento rocoso de la casona.

Al ver doña Clementina a su marido en tan airada actitud, se estremeció su cuerpecillo y á sus ojos saltaron lágrimas silenciosas.

—Vamos, mujer, no quiero lloriqueos; cuando este cuerpo era gallardo y rozagante, yo lo metía sin miramientos para curtirlo, entre humos y fuegos, y si entonces, que al recordarte guapa de veras me encandilaba, no jugué al escondite con la muerte, ¿es razonable que hoy, remontados los setenta, trate con remilgo de ella?... Repito, Clementina, que urge saber si Zario está entre los vivos ó entre los muertos, porque tú calcula, que tal como ahora me encuentro, roído por los achaques, sin carena posible, con un pie en este mundo y otro en el otro, es razón que un padre sepa por cuál de estos mundos navega su hijo.

—Ni tu hijo ha perecido ni tú tampoco estás de muerte.

—Por lo que á mi persona respecta, sé muy bien la que me aguarda; por lo que respecta á nuestro hijo, ya veremos si tu suposición tiene igual fundamento.

—¡Clementina, Clementina!—exclamó el héroe con faz radiante y voz altanera—nunca, ni en los mayores temporales, sentí yo cosa de corazonadas, pero esta vez la siento ¡contro! la siento de verdad: á tu hijo le han matado, murió como mueren los de su raza, no como su padre, sobre plumas, entre holandas.

Algo más quiso añadir, pero el arranque oratorio le dejó desmazalado, con asfixiante jadeo y hundiéndose en el sillón como desmoronándose en él; su respirar trabajoso hacía coro al hervor de las olas en las peñas. Clementina apoyó los codos en el ventanal de la galería y en silencio miraba hacia el Serrón, que ya cerrada la noche taladraba la niebla, inflamándola con su luz roja, reverberando el foco en la negrura del espacio como disco de un sol mortecino, que declina apagándose entre una atmósfera de ceniza.

IV

Por aquellos días, los moradores de Rañeces olvidaron los desastres de la patria, atentos á la desgracia que se cernía sobre la villa costera, amagándoles allí, en su mundo pequeño. D. Nazario había caído en cama con los achaques exacerbados por las zozobras y los desasosiegos de la guerra; su naturaleza de noble se doblegaba ya como el junco próximo á troncharse, y al verle encamado por primera vez en su vida, daban por supuesto que el veterano se moría.

Así nadie preguntaba ya por lo del combate; parecíales cosa de una edad remota, episodio menudo en la historia, cuando ellos estaban viendo desarrollarse ante sus ojos un capítulo triste, una página obscura, pero impregnada de palpitante emoción.

La tertulia del muelle arrastraba sus horas con languidez y desmayo; en el tendedero de redes pedían los unos á los otros noticias del enfermo; las mujerucas comentaban el caso de portal á portal; al entrar las lanchas preguntaban las tripulaciones por D. Nazario, y en la taberna, y en el cafetín de la Marina, y en la sacristía de la parroquial, era tema de conversación la salud del de Leiredo.—Esto del rapaz le acaba; si la noticia viene, tras del hijo se va el padre; aún era mucho hombre, pero con maretazos así ni las peñas aguantan, y que el muchachón era para mirado despacio, y los de la casona de arriba también dicen que renquean; sólo doña Clementina se sostiene como si navegase con mar bella; es un gozo el mirarla, firme, proa al temporal.

Estaban en lo cierto; la de Orrea hacía frente á la desgracia con impavidez varonil, repitiendo ante su marido el estribillo consolador: «¡Vive, vive!» á lo que él respondía bravío en medio del abatimiento, hosco y huraño: «¡No, mujer, qué ha de vivir, ha muerto, ha muerto!»

Rosarito bajaba tres veces al día, por entre los callejones pedregosos, á la casona de los Orreas. Pero no hablaba con el enfermo; en su cuarto sólo entraba el cabo de mar. Era el único vecino de Rañeces que tenía paso franco, y el veterano le hacía sentarse a la cabecera, parecía sorber el aire salitroso de que el chaquetón azul estaba impregnado; le interrogaba, inquiría anhelante, y el cabocon su charla pachorruda, entrecortada, hablándole del movimiento del puerto, del patache que iba a salir, del cachamarín que estaba para entrar, le encalmaba, le adormecía, dejándole la alcoba saturada de olor á barco, perfume fresco de camarote.

Una mañana vió doña Clementina entrar por la casona á su hermano D. Fulgencio, párroco de una villa cercana á Rañeces. El caso no era para alarmar á nadie, porque el clérigo se presentaba por allí de cuando en cuando, como si buscase al calorcillo de la familia reparo á su salud resquebrajada; aquella vez, a oirle su hermana corredor adelante cayó desvanecida. Al recobrarse la señora, estaba pálida, pero tan serena, que en vano acudió el sacerdote á remediar los estragos de su repentina aparición. La de Orrea daba órdenes á los criados, sin cuidarse de la charla del recién venido, y cuando todo estuvo dispuesto, quitándole de los hombros el balandrán de viaje, le dijo:

—Desayúnate. Fulgencio, después me contarás cómo fué eso... á mí, todo, todo; con Nazario chitón, ¿estamos?.. con él, chitón he dicho.

Todavía intentó el sacerdote desviar los pensamientos de su hermana, para conducirlos con la maña del oficio á regiones serenas; pero la abnegada señora husmeó el mensaje que el clérigo traía y no escapó á su rastreo ni aun la parquedad de D. Fulgencio con el apetitoso desayuno. Al acabar éste, después de mucho limpiarse los labios, entre chupetones de un habano que envolvía su faz grandota y roja en leves humaredas, se dió el párroco á ensalzar la fortaleza de la madre cristiana, roca que rechaza el dolor—así decía él—, inmoble como los cantiles de la costa; y mira tú, hermana mía, no sólo de ese batallar cruento salen los héroes, no, no por cierto; estas batallas sordas de la vida—aquí la chupada fué poderosa y la humareda densa—, te digo que estas batallas necesitan arranques viriles, esfuerzo gigantesco, y en mi espinosa carrera de cura de almas, he visto ¡poder de Dios! he visto muchas veces ejercer de heroínas á las mis apocaditas de entre mis humildes parroquianas.—Hizo pausa el elocuente Orrea, miró hacia la esposa y tan entera la halló, tan severo el rostro, tan rígido el cuerpo, que sin mas oratoria ni más chupaduras, pareciéndole inútil mayor preparación con mujer tan resignada, sacó de la faltriquera la carta de un amigo, que de allá, de las tierras lejanas, le comunicaba la muerte de su sobrino, el valeroso Zario. «Glorioso morir—le escribían—, en arremetida quijotesca contra las naves del enemigo, que por unos instantes pararon el fuego, para dar treguas á la barquilla valiente. Fueron segundos de pavor para los que desde tierra lo vimos; pensábamos que la mesana arriaría bandera. ¡Banderitas á Zario! Lo que el mozo discurrió para respuesta fué izar por la arboladura de la cañonera toda la trapería nacional guardada á bordo y así como de gala, empavesada, borracha de fuego, se metió para dentro... para dentro. ¡Cosa grande!—terminaba la carta—sensación extraña que nos hizo llorar y reir al mismo tiempo.»

A la lectura siguió un largo silencio; el de Orrea volvió la carta á la faltriquera, mascujó el habano que no tenía lumbre, lo estrujó entre los dedos, restalló una cerilla, la cerilla se consumió sin encender el cigarro, y el silencio en el comedor no se rompía. Levantóse el cura, puso una mano sobre el hombro de su hermana y sacudiéndola suavemente, exclamó:

—¿Qué dices, Clementina?

—Ya te lo dije Fulgencio... con Nazario, chitón, ¿estamos? chitón he dicho.

Sonó en el comedor un campanillazo; era el héroe que llamaba; Clementina acudió presurosa, pero desde la puerta se volvió hacia su hermano, encarándole arrogante y ceñuda para exclamar:

—¡Ni una palabra, ni una palabra!

V

Vió el marino al sacerdote plantado en el recuadro de la puerta, llenándola con su corpacho ensotanado y le recibió sin alarma, con la habitual expansión de regocijo, algo apagada por el desmedro de su naturaleza. El de Leiredo y el de Orrea eran hombres bien avenidos, que amigaban cordialmente; la diversa profesión y aun el opuesto humor de entrambos se fundían en las regiones altas de un ideal sereno: clérigo y marino eran dos navegadores de altura, expertos en el sondeo de los espacios francos, que avizoraban con mirada sagaz, registradora de remotos horizontes, adiestrado Leiredo en mirar á lo largo y Orrea á lo alto, asemejándolos una misma condición: su falta de apego á la tierra firme.

Instalóse el párroco á la cabecera de su cuñado, en la espaciosa alcoba sobriamente alhajada con muebles señoriles y rancios; el suelo de caoba picosa de polilla y en en techo viguetas al descubierto de roble tan renegrido, que ensombrecían la estancia, matizándola de un tono grave, conventual y austero. La luz que se metía á oleadas por el ventanón frontero al lecho, borraba aquella patina de vetustez; pero de media tarde en adelante, el aposento se encapuzaba de nuevo, sumiéndose en una atmósfera melancólica y cargada de áspero olor á madera vieja.

Esfumados los dos hombres en este ambiente denso que entrevelaba el rostro cetrino de D. Nazario, reforzando con medias sombras el busto noble y bien cuadrado, comenzaron á chancear, disparándose bromas tan forzadas, tan fuera de propósito, que reventaban y escocían las lágrimas en los ojos, mientras sostuvieron el tiroteo.

De las bromas no sacó raja el veterano, y emprendió trabajos de sonda para ver de llegará la verdad, que sin duda poseía el sacerdote. Tampoco este registro le dió el resultado apetecido; el de Orrea, cauteloso, rehuía respuestas francas, escurríase artero y sutil, como hombre ducho en el brujuleo por los escollos de la cháchara insidiosa. El marino juzgó llegado el caso de atacar frente á frente, á la descubierta:

—Mira, Fulgencio, tú estas avezado á ver la humanidad por dentro, sin trampantojos, y á los hombres tal cual son, de un golpe... ¡Bueno! Tú viste y oiste lo más extraordinario y lo más... ¡Bueno! Pero casos como el mío... tú no los cataste, ¡contro! Ven acá, hombre, arrima la silla y ahora que ni tu hermana nos oye, aquí los dos, yo me confieso contigo ¡recontro! y me acuso, padre Fulgencio, de no querer con el querer de un padre á mi hijo; me acuso de pedir, de ansiar su muerte, por la fanfarria de verle mártir... eso es, mártir de la patria, héroe de su raza.

El cura de almas, algo conmovido, murmuraba entre dientes:

—Conozco tus zorrerías; no te valen esas tretas.

Y el de Leiredo continuaba, incorporándose en el lecho:

—No te pongo en el trance infernal de que mientas; ya sé que eres sacerdote de la divina verdad, que te desposaste con ella y que jamás, jamás serás infiel á esa deidad purísima.

Y el de Orrea:

—Calla, hombre, calla; si te voy á creer enfermo de veras, si barrunto tu mal por el delirio que te ataca.

Y Nazario otra vez, implacable, respaldado el busto flaco en las almohadas, con voz acrimoniosa, maniobrando con los puños, que lanzados al aire, caían á mazazos sobre las sábanas, proseguía:

—De ti puedo yo arrancar la verdad de cuajo; si ahora mismo te pregunto en seco, no puedes engañarme ¡Pobrecito párroco, tú no puedes mentir! Pero no, tranquilízate, confesor y hermano mío, tranquilízate, que todavía, con los dolores que me atenazan el cuerpo y las dudas que me roen el alma, soy bastante noble y harto caballero, aun tratándose de un hijo, para respetar lo que respetar se debe.

El párroco sólo respondía con monosílabos vagos, con débiles excitaciones al sosiego, á la calma.

El marino, con voz tonante que resonaba entre la viguería del techo, redobló sus briosas arremetidas contra el de Orrea:

—¡No quiero melindres, guárdales para cuando confieses monjas; no me empalagues ahora con almíbar de confesonario, que el caramelo que yo pido es otro; sólo quiero saber si Zario está entre los rendidos ó entre los muertos.

D. Fulgencio callaba; metió la mano en el seno, sacó de allá dentro una petaca, extrajo de ella un cigarrillo y entre los dedos carnosos lo arrollaba y lo volvía á desarrollar con pachorra, mientras el otro bramaba:

—Ya veo tus trasudores, ya veo el ir y el volver del color á tu rostro ante el remusguillo de que endilgue en seco la preguntilla.

Y Fulgencio, ligando y desligando el cigarro, cada vez más sumido en la penumbra de la alcoba, con la cabeza baja, murmuraba:

—No me enredarás en tus artimañas, lobo del mar, zorro de la tierra.

Hubo un silencio más congojoso que la violenta charla del veterano; el clérigo no resollaba; el marino echó atrás la cabeza abrumada, para prorrumpir con dejo de amargura y no sin cierta expresión caballeril, calderoniana:

—Todos callan, vuestro silencio me anuncia deshonra y vergüenza.

—Esto—decía para su sotana el párroco—ó es delirio ó es una trampa; pero calentura ó zorrería, este hombre se nos va en cuanto lo sepa; en cuanto se quiebre esta mala amarra del disimulo, por no decir de la mentira. ¡Ay, ay hermana mía! viuda te quedas, se acabaron Leiredos, se extinguió la raza, la heroica raza.

—¿Qué refunfuñas, hombre? ¿Es que ya mascullas latines? Si no me muero todavía, si no he de morir ne hasta saber que Zario se fué bonitamente por delante, que me aguarda á la otra banda para contarme que aquello fué así y así... Me iré; pero he de saber que conmigo se acabaron Leiredos en la tierra cochina y en la mar salada; vaya si me iré ¡recontro!, y tan arregostado, tan guapamente, así que me digáis: «Vaya, Nazario, se acabó el filón; al rapaz nos le birlaron, de manera que enterrarte á ti es como enterrar la llave de la raza.

El de Orrea se puso en pie y con severas inflexiones de la voz, exclamó:

—Si usted no se apacigua, este cura marcha hoy mismo á su parroquia.

El enfermo, sin acoquinarse por la amenaza, más bien aguijoneado, impelido por ella, irguiéndose iracundo en el lecho, desbordante de cólera, con espumeo en los labios y chispas en los ojos, lanzó á su cuñado estas palabras, que parecían desgarrarle el gaznate, al salir enronquecidas, revueltas y atropelladas:

—¡Vete, vete de aquí!... Valiente caso hago yo de tus roncas.. Allá vayas tú con todas tus zalamerías de damiselas y tus arrumacos de beatas. ¡Ah Orrea, Orrea! todavía no te enteraste de lo que es un Leiredo. ¡Orrea, Orrea, vete, vete!... Aunque si es caso que Zario entregó la nave... lo cual dudo ¡contro!, pero es menester que un hombre se ponga en todas las contingencias; bueno, si es caso que la entregó y por eso calláis todos, entonces, puedes quedarte para recibirle en nombre mío y decirle cómo su padre se ha dado el gusto soberano de morirse, por no darse el atraganto de verle entrar rendido por el honrado puerto de Rañeces.

El infeliz se derrumbó en el lecho, rugiente, convulso, vueltos los airados ojos hacia el mar, barbullando palabras inconexas, entre cuyo balbuceo se destacaban broncas, pero claras, vibrantes, con sonoridades varoniles y timbre poderoso, estas dos solas:

—¡Un héroe... un héroe!

Doña Clementina, que estaba en el comedor con la niña de Acuña, las oyó repercutir desabridas por el tono tozudo y bravío que les daba, el retumbo hueco bajo los techos de la casona solariega, estremecida á la iracunda voz del amo y repitiéndose amedrentada, de rincón á rincón, de aposento en aposento, con austera resonancia y ecos temerosos: ¡Un héroe... un héroe!

VI

En pocas horas la noticia se esparció por Rañeces y también cundió á la mar, como si la arrastrasen las ráfagas de la ventolera. Las lanchas que salieron al mediar la mañana, llevaron el cuento á las madrugadoras y así, al atracar éstas, sabían ya las tripulaciones que había perecido el rapaz de Leiredo. Lo que nadie sabía eran los pormenores del suceso. Primero hubo referencias vagas de una hazaña descomunal; después, ya en la casona de arriba concretaron rumores y detallaron incidentes; algo más tarde vieron corre calle abajo á la señorita de Acuña, que cruzó la plaza, metiéndose en el portal de Orrea; y al medio día un rebullicio desusado alborotaba las callejuelas, con hervor de humanidad inquieta: era la noticia cabal de la heroicidad del de Leiredo.

Aquellos mareantes, tan ronceros para estremecerse ante las desgracias, por el hábito de verlas delante de ellos mismos, chorreosas de sangre, impregnadas de horror, palpitaron con aquélla, en la que presentían algo más grande y más insólito que una trainera estrellada á puros maretazos, contra los bajíos del Serrón.

A cada lancha que volvía se levantaba un clamoreo, y al caer la tarde, el murmurio, contenido hasta entonces, pugnó por reventar en gritos de entusiasmo, juntos con imprecaciones iracundas contra los matadores de Zario, el guapo rapaz; ya el vocifereo rebasaba imponente el rebullicio, como espuma que salta entre el oleaje pesado; pero la campana de la iglesia rompió en un toque monótono, aplacador de los rumores callejeros, y una exclamación susurrante, temblorosa, se abrió paso entre la algarada y bajó hasta el puerto para repetir de oído en oído: «El viático á D. Nazario.»

Y lo más peregrino del caso era que el héroe, el invicto Leiredo, ignoraba lo que no había mortal en Rañeces que ignorase: la muerte de su hijo. Reunidos en el comedor de la casona: la de Orrea, su hermano D. Fulgencio, el médico, el señor de Acuña y el consignatario inglés, se impuso á todos la voluntad terca y dura de doña Clementina.

—Chitón, señores, chitón he dicho. Yo le conozco; es un padrazo; naturalmente... hijo único, venido al mundo cuando ya ni le esperábamos.... ¿quieren rematarle? pues no hay si no decirle: Zario ha muerto. ¿Es esto lo humano, doctor?... ¿Es esto lo que Dios manda, Fulgencio?... Pues basta. Usted, doctor, á decirle al enfermo: «señor cristiano, ya sabe que se necesita práctico para entrar en puerto»; tú, Fulgencio, á la iglesia por el viático; usted, señor Acuña, me trae á Rosario, necesito quien me ayude, y usted, Fe, avíseme á los del malecón; antes de que obscurezca se le administra y después... hágase la voluntad del Señor. Pero acelerarle á sabiendas con la noticia, eso, jamás; decirle al infeliz: te le mataron... le hicieron trizas, el muchacho se portó como quien era, pero mira... no quedó ni polvo, ¡ni esto, ni esto! vamos, señores, sería darle una puñalada.

Y entre sus dientes chasqueaba la uña del pulgar, al repetir con ahinco: «¡Ni esto, ni esto!»

Todos los varones desfilaron á cumplir cada uno la misión confiada por la animosa Orrea, mientras que ésta disponía la casa para recibir dignamente á la Majestad que iba á entrar por las puertas adentro. En la alcoba del enfermo se armó un altarcito, que Rosarito misma se encargó de aparejar con lazos azules, con grandes ramos de hortensias y dalias que en su jardín abundaban; completaron el atavío con un par de candelabros, que en sus brazos retorcidos y cubiertos de hojarasca, como ramazón de olmo gigante, sostenían no menos de diez cirios, arrojando luz y humo sobre un crucifijo de marfil. La estancia se impregnaba de un olor pegajoso, como de cámara mortuoria. La señorita de Acuña iba y venía á donde las órdenes secas de doña Clementina disponían ir y venir; parecía moverse la muchacha y maniobrar, impelida por resortes sobrehumanos. Y en verdad que el impulso arrollador de la esposa del héroe á todos subyugaba con la atracción de la fuerza y la magia del ejemplo.

—Mira, hija mía—había dicho sin remilgos ni suavidades de acento á la novia de Zario—, ya lo ves; como sospecha lo ocurrido, sólo de sospecharlo se nos va, sí, se nos va por la posta; pues entre tanto ¡valor! no haga el diablo que lea en nuestros ojos lo que le callan los labios. Ya lloraremos, mujer... la lloraremos las dos por los dos á un tiempo.

En la casona retumbó el campaneo; la marinería acudió á la iglesia, y de puerta á puerta, á través de la plaza, se tendieron en doble fila, con hachas en la mano y las cabezas sin boinas; el viento apagó las luces y aborrascó las pelambreras de aquellos hombres, que bajo la dura y correosa caparazón de sus corpachos algo debían sentir vibrante y alborotado, cuando se mantuvieron tiesos, silenciosos, con el endeble cirio entre las manos. Ya anochecía al cruzar D. Fulgencio entre la doble hilera, revestido con hábitos blancos y rodeado por los contertulios del malecón, que se metieron zaguán adentro y escalera arriba, con rastreo de pies por los peldaños de granito con el ancha huella desgastada, y ya sobre el maderaje del piso, con taconeo desigual, y siempre silabeos ceceosos de rezo susurrante, cortado á intervalos por los toques de la campanilla que hendían los aires con repiquete argentino.

Una hora después, cerrada ya la noche, en el silencio de aquella morada entenebrecida por la espera ansiosa que dominaba á todos, en esos instantes supremos en que al dolor espolea la zozobra punzadora, doña Clementina abandonaba á cortos intervalos la alcoba del marino, y en la galería, recostado el busto sobre una ventana, dejaba que la frescura del mar refrigerase su frente ardorosa y dolorida. La de Orrea no quería mirar, pero con fascinación tenaz, provocativa, miraba enfrente, al foco del Serrón, el faro rojo, fijo y persistente en la inmensidad negra; aquella mirada de fulgor misterioso clavábase en la suya, y Clementina la recibía con un deleite frío, sereno, como si fuese goce intenso deslinda y sostenerla. Metíase otra vez en la alcoba, volvía á salir y á acodarse en la ventana; cerraba los ojos, tapábase la cara con las manos, pero insensiblemente los resortes se aflojaban, caídos los brazos, se abrían los ojos y éstos sorbían con ansia el destello del faro, que parecía difundirse por todo el cuerpo de la dama, prendiendo en su corazón otra luz, otro faro también de destello rojo, sangriento, fijo, perenne, enmedio de otra noche muy larga y tenebrosa.

VII

En una de estas alucinaciones estaba sumida, cuando de repente, estremecieron la casa gritos desentonados, voces discordes que repercutían huecas y sonoras en las concavidades de galerías, estancias y escaleras.

Clementina aguzó el oído; era él, era el viejo, que vociferaba con potencia de trueno, con arranque inverosímil en su naturaleza derrumbada, moribunda.

La dama, recogiéndose presurosa las faldas, corrió á la alcoba. La gritería del de Leiredo continuaba atronadora, con borbotón de palabras que resonaban atropelladas, indistintas. En el recuadro de la puerta estaba el cabo de mar, con el rostro escarlatado, que destellaba una satisfacción honda; los ojuelos resplandecían bajo las matas blancas de las cejas, los carrillos lustrosos, plegados por una risa sorda que estampada en la tosca faz, más expresaba asombro, espanto, que regocijo sincero, y la boca abierta, como una gran cicatriz entre la revuelta barba que la encubría.

La de Orrea se paró ante el y con los ojos más que con los labios, preguntó imponente, airada:

—¿Qué?... ¿qué?...

La cabezota de erizo del cabo de mar se irguió soberana, con aire de triunfo, con marcialidad y altanería; pero no profirió sino un gruñido apagado, seco. La dama enderezó el cuerpo con rigidez despótica, y ya con voz entera, dura y algo renqueosa, preguntó al cabo:

—¿Qué hiciste, bruto?...

—¿Qué quiere usted que hiciese?... ¡Si aún no lo sabia el señor!

Los ojos de la de Orrea se nublaron de tal modo, que se borró de ellos la áspera figura que ante sí tenían, á la vez que llegaban hasta sus entrañas maternales, desgarrándolas despiadadamente, las palabras del veterano como si fuesen lava ardiente y arrolladora:

—¡Clementina, Clementina!... ¡todo vuelve, todo vuelve!

Y el viejo ponía en su voz aliento triunfal, vigor juvenil, inflexiones y trémolos de un regocijo desbordado, enloquecedor.

Todos se estremecieron al oir claro, penetrante, aquel rugido que desgarraba el ambiente de la casona y que parecía bambolearla con el último resoplo de una raza heroica.

La crisis del enfermo fué terrible. Jadeaba y aun repetía con eco apagado, sordo, la frase triunfal.

Al ver á su cuñado, le tendió la mano seca y con balbuceo torpe, con palabras que salían sílaba á silaba, con desgarro, como agua que corre entre guijas, prorrumpió:

—¿Los ves, hombre? me quitaron el dogal que me asfixiaba y ahora si que me muero... ju, ju, ju, ¡me muero de gusto; contro! Vete, Fulgencio, vete á tu parroquia y entona allí un Te Deum en conmemoración de tan heroico suceso.

La noble cabeza de D. Nazario cayó sobre las almohadas, rendida por el sueño.

El doctor presagió la muerte del veterano para la marea de la mañana; pero la mañana transcurrió sin que muriese. Al día siguiente corrieron por Rañeces rumores muy acentuados de que D. Nazario revivía; al otro aseguraron que el héroe recobraba su salud de bronce, y una semana después estaban los de la tertulia en el banco del mutile, gozándose en el recalmón de la tardecita, viendo entrar las lanchas de la sardina, y uno de ellos vió venir por el malecón adelante, acercándose á grandes trancos, la figura alta y seca de Leiredo de la Campa.

Llegó sudoroso, anhelante; pero su faz enjuta radiaba placer, sus ojos rebrillaban con lumbrada vivaz, su cuerpo enderezado se estremecía palpitante y los brazos sacudidos como aspas en ademán victorioso acentuaban, enérgicos, sus palabras sonoras:

—¡Ya ustedes lo sabrán!—decía el de Leiredo—¡Un héroe, un héroe!... Y nada más les digo. Vine solo por darles la noticia, si es que la ignoraban todavía. Y ahora... otra vez á la casona, que Clementina está... está que no me gusta ¡contro! De su mal barrunto yo poco bueno, pero Zario... no lo olviden ustedes... ¡Zario un héroe, un héroe!


Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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