Un santo
Hacía muchos años que conocía yo á doña Jacoba, sin advertir en su porte cambio de importancia. Desde mi niñez la veía siempre la misma, las mismas arrugas, las mismas canas, conservando, no sé si por artes ocultas, décadas enteras, la misma falda de estameña, el corpiño con el escudo carmelita y la correa de charol pendiente á la cintura.
Aquel pasar los años sin tocar á Jacobita nos hacía pensar á los pocos lugareños de Pedralba que en su casa entrábamos en algo menos fugaz que la naturaleza humana. Yo experimentaba ante ella la impresión de tranquilidad, de vago sosiego que me infundían las imágenes de madera vieja puestas en los altares de la Colegiata, aunque en esta semejanza, debía de influir no poco, la veneración que me inspiraba la señora, el culto que en el corazón le rendía, por su vida de santa: santidad de antigua usanza, mansa, calladita, pero rígida, sin indulgencia, ni para el prójimo ni para sí misma.
Además, y este es el nudo fuerte que á ella me unía, doña Jacoba era la madre de mi amigo Ignacio. Su infancia y la mía estaban trabadas en la memoria como infancias hermanas, y si doña Jacobita se recreaba en evocar la niñez de su hijo, le era imposible apartar de su recuerdo el mío, que como planta parásita se enredaba entre sus memorias.
Y al contar todo esto, sé yo muy bien la mezquina conexión que tiene con el caso que narro, pero hay tal punto de vanidad en pregonar nuestras intimidades con los hombres que por algún mérito extraordinario rebasan el común nivel de los mortales, que sin remilgos me dejo tentar y caer en tan pueril debilidad. A la que aún más me incita, la circunstancia de ser yo el único amigo entrañable que al marchar á la corte dejó Ignacio en Pedralba. Y es natural que así sucediera; tras una infancia breve, dió en hombrecito grave, sin muchachéz, sin juventud apenas. Conmigo trepó á los perales del huertecillo que tenían á espaldas de la casa, y aun se arriesgó una vez, por emular mis aventuras, á bajar descolgándose por la ventana del comedor y gateando por el tronco de la parra. Tengo esta travesura por la más temeraria de su vida. Ya de muchacho huyó los holgorios para meterse en estudios con tal ahínco, que se le pasaban días y noches entre librotes como al ingenioso hidalgo se le pasaron entre los suyos de caballerías.
En pocos años se hizo médico en la capital de la provincia, y empezó á curar á los dolientes del contorno que por caridad pedían el auxilio de su ciencia. Allí empezaron, por las cortijadas de la sierra, á vocinglear las voces de su fama. De la misa de alba, marchaba en un matalón á la visita, para aplicarse luego á sus trabajos en la soledad de un despachito abarrotado por los libros y papelotes que diariamente le traía el coche-correo; en aquellas horas, ni aun por mí gustaba de ser interrumpido. Su madre aprovechaba la visita para sacudir el polvo criado entre aquellas columnas de papel que amenazaban el orden y pulcritud de la casa.
Sucedió un día lo que era forzoso que sucediera. Ignacio venció con mimos la resistencia de su madre y una mañanita de otoño, después de comulgar en la Colegiata y de sorberse el chocolate bajo la parra, dió á su madre un par de besos, me dió á mí un par de abrazos, tomó asiento en la diligencia, y ésta empezó á rodar calle arriba y después carretera adelante, viéndola nosotros desvanecerse entre la tolvanera que levantaban los cuártagos.
Al día siguiente supimos por el mayoral que el señorito había quedado guapamente acomodado en el tren, caminito de la corte.
* * *
Aquí empezó para mi querida doña Jacobita una existencia que no
tiene palabra precisa con que ser calificada. Los sinsabores y las
alegrías se entremezclaban tan apretadamente que yo, al verla llorar,
alguna vez quedé perplejo, dudando si era dolor, si era placer lo que
motivaba el llanto. Nunca llegó á adquirir el hábito de la separación, y
sin embargo yo veía radiar el goce maternal en el fondo de su vida
tristona. Aquellas lumbradas de satisfacción también á mí me iluminaban,
¿qué digo á mí? á Pedralba entera, Bendito el Señor que al forjar mi
alma no puso en ella el gusanillo de la envidia, y así me dejó en toda
su pureza el goce de ver á Ignacio subir, subir ¡Dios mío cómo subía!
como un sabio, más, como un bienhechor de la humanidad, mucho más, como
un santo.
¿De quién podían ser sino de un varón justo, de un hombre santo aquellas cartas inflamadas en amor inmenso hacia su madre, tomándola como cifra de sus amores por la humanidad? “Estoy contento, madre, estoy contento—escribía una vez;—aquel cieguecito de que tanto te hablé en mis anteriores, Roque, ya sabes, vé; esta mañana vió á su hija después de once años de no verla. ¡Que harías tú, si me vieses, después de once años de no verme! Estoy contento, madre, estoy contento; Roque me abrazó conmovido y su hija me besaba las manos llorando de emoción. Todo ese besuqueo es para tí, sólo á tí te pertenece.„
Así escribía él; y el criado viejo, á cuyo cuidado estaba en una humilde casa de la calle de las Minas: “Señora—decía—ni Ramona ni yo conseguimos nada; nadie le arrastra, aprieta el calor, pues él aprieta más en el estudio. Cabalmente hace dos días aportó por aquí el señorito Juan, con propósito de llevársele al Espinar, en donde con su familia veranea; pues Ignacín quieto. Hoy para ver por cual registro salía, le digimos: señorito estamos en tomar un tren barato y huir quince días de este freidero, con que váyase á Pedralba, pues Ignacín quieto... Señora, en los primeros tiempos, si que salía de cuando en cuando alguna noche, para ir, según supimos después, al paraíso del Teatro Real, pero este invierno ni á Eslava hemos conseguido que fuera... Señora, escríbale usted á Ignacín una carta bien fuertecita; sepa la señora que el señorito lleva unas botas que ya traslucen de viejas, y el tiempo está metido en agua y no hay quien le arrastre á tomar medida de otras.„ Y todo al mismo temple. ¿Mujerío? Ni verlo. ¿Cafés? Ni catarlos. Vida de anacoreta en un gabinete con alcoba, y para ejercicios la clínica en el hospital.
Allí le vi yo, una vez que el ánsia de darle un abrazo me arrancó de Pedralba. Conservo aquel recuerdo como una visión fantástica en medio de la placidéz de mi existencia. Era en un cuarto muy grande, que á mí me produjo una primera impresión de destartalo, sin duda por la desnudéz de las paredes y aun tal vez por lo desmesurado del ventanal que caía sobre un jardín con lindas plantas. En el centro, una sutil anaquelería de cristal, cargada de instrumentos mil pavorosos y extraños. Allí estaba mi Ignacín del alma con un mandilón blanco que daba en los talones, desgreñada la barba, rapado el pelo.
Me miró sonriente, aunque yo que le conocía, hube de dar más valor al fruncimiento del ceño con que saludó mi entrada, y por eso tal vez extrañarían la brevedad efusiva de nuestros abrazos, el grupo de discípulos, que también enmandilados, aguardaban, no la entrada de un lugareño tan sanote como yo, sino la del mísero sér con quien crucé al salir.
En los días escasos en que yo tuve alientos para conllevar el trajín marcante de la corte, me hubiera convencido, si antes no lo estuviera, de que nuestro coterráneo era un sabio y un santo.
¡Y qué angelical sonrisa la de doña Jacoba! Qué arrobamiento al oir mis noticias!—Sí, señora, sabio y santo; á él acuden los pobres enfermos, como acudían... perdone la irreverencia, los leprosos, los tullidos á Cristo. Ignacio desdeña el señorío, y con el señorío los cientos y los miles que otros bonitamente embolsan. Es pequeño el día para rajar y cortar sobre carne miserable: sólo por caridad, por caridad, señora, hunde su instrumental en las carnes tiernas de los poderosos. Su mano trabaja más firme sobre miembros curtidos, musculosos, que sobre blancuras fofas. Y al terminar la labor cotidiana, á su gabinetito á estudiar en libros lo que no puede aprenderse sobre la humanidad doliente.
Así creció la fama del operador asceta que dedica su faena á la sociedad en que vive, devolviéndole útiles los obreros que le entregan como ruedas inservibles en el engranaje del trabajo humano; ya los papeles públicos daban al viento su nombre, y aunque sé muy bien con cuánto aturdimiento confunden en una misma hipérbole el oropel y el oro, el caso de Ignacio era de lo más acendrado, y por eso yo solía recoger los periódicos de la corte en el casino de Pedralba para llevárselos y leérselos á la madre de mi amigo.
Todo marchó así durante algunos años. Un día trajo el correo noticias alarmantes:—“Señora yo bien quise evitarle desazones, pero ni Ramona, ni yo podemos callar más tiempo; va para un mes que no anda bueno el señorito; flaco de cuerpo y amurriado de espíritu. Poco sé yo de esto y sin embargo, jurára que con esos aires serranos, con trafagar un poco monte arriba, sestear entre los tomillares y beber cuencos de leche caliente, en el corral mismo, á la vera de la vaca... yo, no sé, señora, pero así se lo pinto y no hace mal gesto á mis pinturas, de manera, que á muy poco que de ahí aprieten, se les planta en Pedralba.
Reputé la carta del fiel servidor por un compendio de sabiduría. No sólo para dar alientos á la traspasada madre, por convicción, juzgué el mal de Ignacio como un poco de agotamiento por excesos en el trabajo y más particularmente por la quemazón del alma en los ardores místicos de su oficio hermoso, grande.
Con dos cartas de su madre y otro par de ellas mías, hubo bastante. El tren le dejó en la diligencia y la diligencia le restituyó á nuestros brazos, valga la verdad, con escaso desmedro de su naturaleza.
Poco más de un estrujón le dí yo, aquella tarde de su llegada. Preferí dejarle en intimidad con su madre. ¡Jacobita! estaba lela de gozo; su boca se abría para soltar palabras sin ilación y sin propósito, sus ojos chispeaban y á cada instante, como eco de otra voz muy honda repetía:—¿Qué quieres, hijo?—Allá los dejé, subiendo á la casa, bajando al huerto, aturdidos como chiquillos el sabio y la vieja.
El día siguiente era un domingo. Oí á las nueve la última misa de la Colegiata, en la capilla del Cristo, el tutelar de Pedralba. Vi, como siempre, á doña Jacoba, muy arrimadita á un pilar, cerca del presbiterio; pero noté en ella inquietud desusada; más de tres veces volvió la cabeza y su aguda mirada recorrió los fieles; una de estas veces, estaba por más señas consagrando el cura. Recogió la bendición, y sin esperar á más, apartando con estrépito las sillas, á empujones, salió Jacobita.
—Algo ocurre—pensé yo.—¿Estará Ignacio enfermo?—Y en cuanto el pelotón de devotos me dejó franquear la puerta, corrí á casa de mi amigo.
Desde el portal vi á Ignacio que paseaba por el huerto con un librajo entre manos.—Ese está bueno,—dije—arriba—y subiendo de dos en dos los peldaños, entré en el comedor. Sentada junto á la ventana, doña Jacoba al verme entrar, rompió en llanto copioso, desconsolado.
—¿Está enfermo?—pregunté.
—Mírale—me respondió;—bien sano está ese sabio y ese santo.
—¿Pues entonces?...
—Entonces, hombre, ya lo viste. ¡Hoy nuestro santo se quedó sin misa!
La despedida de la reina
I
Las calles de la ciudad estaban desiertas; el silencio y el misterio contrastaban con el habitual rebullir del pueblo rico y laborioso. Era un apagamiento lúgubre de la vida social, tétrica quietud que no infundía en el espíritu la paz serena y sosegada de las ciudades que duermen, sinó el terror de los vagos presagios y de las sordas amenazas.
En aquel ambiente ciudadano se respiraban miasmas de tempestad forjada con tesonuda lentitud en la sombra de los talleres, entre el fragor de las maquinarias, en los hornos de las forjas, en los antros de las minas, en los recintos negros caldeados por el vapor sudoroso de la humanidad que trabaja y labora el hierro y la piedra con gemidos del alma y crujir de huesos. En la atmósfera se respiraba penosamente el vaho caleaginoso precursor de conmociones que devastan como nubes de fuego formadas por el hervor de la industria, por la obsesión del trabajo, entre férvidos anhelos de los poderosos y desesperanzas de los miserables.
Estaban tristes y solitarias de veras las amplias calles de la capital de Gutlandia pero de cuando en cuando, pasaba estremeciendo el pavimento un tropel de obreros con ennegrecidas blusas y enrojecidos semblantes; los acuadrillaba un jefe de taller y todos marchaban acelerados y torvos como hombres resueltos á cumplir grave deber. Seguían alguna vez á los obreros, astrosas pandillas de mujeres, desgreñadas hembras que en feroz desgarro ensordecían el espacio, atronándole con sus gañidos. Entre pelotones y pandillas, figuras solitarias y siniestras, las de hosca catadura y turnio mirar, las que en días de agitación y de motín surjen á la superficie desde las heces de la sociedad.
Las chimeneas de las fábricas que disperpersas por el llano rodean la capital no arrojaban al espacio sus cuotidianas humaredas; los hornos estaban fríos, las máquinas quietas, los almacenes cerrados y los talleres desiertos. Todo el pueblo arrabalero afluía en avalancha á la ciudad, cuyas vías centrales llegaron á ser arterias de pletórico cerebro pronto á estallar en arrebatos de locura.
Y aun faltaban más: los mineros, que desde más lejos y desde más hondo fueron también llegando y engrosando el ejército negro, enlodazados, sombríos, como vomitados por las entrañas de la tierra para que reforzasen la allegadiza turba que rebullía amenazante, con recias convulsiones de multitud sin freno.
Al dar las doce en los relojes de la ciudad la masa humana se aglomeró en la plaza central con bullanga atronadora impelida por el llamamiento anónimo, la misteriosa cita que da el ardiente deseo de un algo mejor que la vida negra de los subterráneos ó los días axfisiantes y sin luz de los talleres. Acrecentóse el tumulto, rompieron los más bravucones en airadas amenazas contra la reina, los broncos rugidos del hampa era ya tronar iracundo y la plebe jadeante olfateaba el sanguinario motín á punto que una voz, nacida nadie sabe en donde, cruzó rápida como el rayo entre las turbas, repitiendo de oído en oído: la reina se va, la reina abdica.
II
Tras un balcón del castillo que de palacio real servía, Emma, la reina, contemplaba con severa mirada el cielo gris, tan embebecida y absorta que el conde Oscar entró en la cámara sin ser sentido, hasta que el caballero entre inquieto y respetuoso balbuceó:
—Señora, señora... ¿es verdad lo que las turbas pregonan? ¿es verdad?
—Verdad—respondió la reina volviéndose de frente al caballero y añadiendo al verle:—¿Llora V. fiél Oscar? ¡Ah! mire mi rostro—y al decir esto erguía su hermosa cabeza, tendiendo los brazos hacia atrás con arrogancia varonil:—míreme V. rasos los ojos; ni una lágrima, ni una... ¡Dios mío! Desceñir la corona que recibí de mis padres, que debo á mis hijos, bajar del trono que vuestros antepasados reconquistaron á los antepasados mios, desenraizar el árbol de mi estirpe... y sin embargo, yo, debil mujer, estoy serena ¡Lloré tanto sobre esta tierra ingrata! Desde el día en que murió trágicamente el rey, la fierecilla humana, nunca saciada, me amenazó con lo que después del amor de los amores, duele más: amenazó á mis hijas. ¡Qué lucha entonces entre la soberana y la madre! ¡Qué cadena de días tristes y de noches insomnes! Pero aun quise yo vencer por amor al pueblo ingrato. Nadie como el fiél Oscar sabe cual fué desde entonces mi vida. Bajé al pueblo, sufrí con sus lacerías, lloré con sus dolores. Quise matar mis infortunios encalmando los agenos; fundé hospitales, asilos, mansiones que albergasen á los desgraciados y á los dolientes que la oleada de la industria arroja á las playas esteparias de la miseria. Con mis manos mismas enjugué lágrimas y restañé heridas. ¡Oscar lo sabe! Reiné con el corazón entre los humildes, bajando diariamente de mi palacio para entrar en las moradas sombrías. Aun hoy mismo, me despido risueña de esta corte dorada, y no tengo valor para despedirme de la otra, la corte de los humildes, la de mi corazón. Vea V. Oscar, ese pueblo que hormiguea entre la atmósfera de humo y carbón, consumiendo su cuerpo y secando su alma, ambiciona ¡justa ambición! ser gobernado por los hombres talentudos que estudian hasta la entraña el mal que le roe. Los que sufren y lloran se acordarán de mí, yo desde el destierro lloraré con ellos, pero los fuertes me empujan para entronizar el gobierno poderoso de la ciencia humana, pretendiendo hallar en ella paz del alma, calor del corazón ¡dones del cielo! Yo también los ambiciono: este ambiente de fragua me axfisia: quiero paz para mi pueblo y paz también para mi hogar; quiero ser reina, reina de mis hijas.
III
Muy entrada ya la noche, llegó la reina á la estación del Oeste. El populacho sabedor de la partida allí se agolpó rugiente, arregostado con la presa real, siempre sabrosa para las multitudes.
La reina, rodeada de sus hijas, bajó del coche con tan impávido desdén y señoriles aires de archidama, que el vocerío se trocó en murmullo, la multitud compacta abrió paso y la reina de Gutlandia entró en el andén. Nunca había recibido impresión tan nueva: limpia de cortesanos la galería de cristal y hierro, con sus hileras de luces y sus carriles bruñidos corriendo como regueros de agua entre el cauce de los muelles; cruzaban el aire resplandores errantes de linternas y veíase en el fondo de la bóveda el espacio negro al que iba á lanzarse para atravesar el reino perdido.
El conde Oscar salió á su encuentro y juntos subieron al tren real. El jefe de estación llegóse lívido y tembloroso á la portezuela para pedir orden de salida; la reina le tendió la mano y apretó recio al exclamar: ¡En marcha!
Salió el tren y el pueblo al verle partir prorrumpió en asordante clamoreo; el fragor de la marcha no bastaba á apagar los vozarrones plebeyos que llegaban á los oídos de la abdicadora, como un adiós escarnececedor. Todos los obreros de la región negra amontonados sobre las talanqueras desfogaron las amarguras de su existencia sin sol á gritos á befas y á pedradas que rebotaban en los coches del convoy. El tren cruzó á toda marcha los desfiladeros de las montañas cuyos sonoros ecos, desde el valle al risco, coreaban la despedida del pueblo á su soberana.
A los albores del nuevo día, ya el tren se deslizaba por las llanuras de Gutlandia, con marcha monotona en medio del silencio solemne de los sembrados enverdecidos y de los campos sin fin. En el tren real todos dormían rendidos á la fatiga de la noche.
De repente un rumor blando, despertó á Emma sobresaltada; el tren refrenaba la marcha, sus silbidos rasgaban el aire y el murmullo crecía acercándose. La dama sintió por primera vez el estremecimiento del miedo y ya se disponía á gritar cuando el tren hizo alto.
Era la estación de un lugarejo rústico y miserable pero en ella se habían reunido todos los labriegos de las aldehuelas comarcanas. Oíase desde los coches cerrados el charloteo de aquella multitud campesina que con susurro tierno repetía:—La reina duerme,—hasta que por las hazas, tras las mieses, apareció un tropel de gente moza entonan do pastorelas con música de crótalos y pifanos.
Los de la estación al oirlos prorrumpieron en un vitor atronador; contestaron los que venían, replicaron los que esperaban y todos ya en el andén fundieron sus aclamaciones expresivas del amor hondo, sano, á la raza que en nombre de Dios era símbolo y alma de la patria.
La reina, recobrándose de la pasada inquietud se asomó con sus hijas á una ventanilla. La luz del alba emblanquecía el cielo con claridades de azucena, el aire tibio y embalsamado de aroma campestre, refrescaba los rostros soñolientos de las princesitas y la multitud labriega, plebe de los campos, al verlas asomar arrojó una lluvia de flores sobre sus cabezas rubias.
IV
El arranque del tren fué trabajoso; los campesinos arremolinándose en la vía cerraban el paso al tren que conducía á su reina; el maquinista, solo á marcha lenta pudo abrir camino. Los del andén siguieron con sus miradas el penacho de humo y al verle desvanecido en las lejanías de la llanada rojos de ira, sacudiendo los puños, amenazaron bravíos á los obreros de las montañas á los de la región negra.
Llegó el tren á la frontera de Gutlandia y un silencio de muerte
cerraba los labios de los desterrados. Emma con resolución angustiosa,
estrechó la mano del conde en señal de despedida.
—Adiós noble Oscar; el deber está cumplido, yo sigo adelante, V. vuelve á la pátria.
Irguióse el anciano, clavó en la dama sus ojos y balbuceó entre dientes frases obscuras. Estaba hermoso el viejo con su actitud melancólica y soberbia de león herido. —Señora—exclamó después—en otros siglos, mis antepasados con su esfuerzo, reconquistaron para vuestra raza el trono de Gutlandia; hoy mis brazos ya son débiles, temblones y sin embargo á ser preciso aun harían por mi reina proezas, hazañas. ¡Ah! ¿Porqué hemos de verter inútil sangre?... Adelante, adelante, vamos juntos al destierro, que juntos volveremos á la patria.
—¿Volver?—dijo Emma con desaliento—¿De volver habla V?
—Volver señora, volver, para gobernar al pueblo no basta la inteligencia, hace falta un corazón.
Gotas amargas
La pantalla de la lámpara cernía la luz del foco eléctrico y el saloncito quedaba iluminado con claridad entre soñolienta y voluptuosa, combinada con maña para penumbra de parejitas arrulladoras y para luminar de una tertulia grave.
Entre la charla de los contertulios, sonó por azares de la conversación, el nombre de los Rubines, y allí fué el lanzar suspirillos y el balbucear elogios, flores de trapo que caen sobre el recuerdo de los muertos sin aroma y sin frescura. Hasta la jovenzuela que con el galán imberbe picoteaba en un rincón, ofrendó pétalos mustios á la memoria de los que fueron en vida concurrentes á la tertulia tristona, pero de un tufillo aristocrático que atraía y fascinaba.
¡Inolvidables Rubines! espejo de matrimonios, símbolo de la felicidad humana. Así lo expresaban sus rostros francotes y risueños con esa placidez de mirada y mímica pachorruda propia de seres ahitos de bienestar. Ni una nubecilla empañó jamás el cielo de su dicha; unidas sus almas en un mismo deseo, en dulce trato, consorcio íntimo que daba ejemplo á nuestra juventud desdeñosa del sétimo Sacramento.
Aquí llegaba el coro ensalzador del matrimonio Rubin, cuando la señora de la casa exclamó:
—¿Por qué se sonríe usted, D. Santiago? Usted siempre el mismo, nuestro gran burlón, nuestro ínclito pesimista.
—Ah, señora—contestó el aludido—soy la primera víctima de mí mismo, de este humor negro que me hace árida la vida; es muy triste esto que me ocurre; saborear la almendra amarga antes que el fruto sabroso.
—Sí, sí; bien hacen en llamarle á usted acíbar en punto; pero ahora, señor D. Santiago, ¿también va á derramar la gotita de hiel sobre la memoria de nuestros amigos? ¡Ah, no! aseguro que mis contertulios no han de consentirlo. Vaya, ¿pues qué diría usted de nosotros, si tuviésemos el mal gusto de irnos por delante; qué diría de mí, pobre pecadora, si al oir estos encomios de los que fueron flor y nata de los esposos, ya guiña el ojo y tuerce la boca para sonreirse con mueca de Mefistófeles.
—Yo, señores, oigo y callo.
—Sí, usted calla; pero su silencio es hielo y esa sonrisilla me parece el ruidito de un tijereteo que corta y rasga; nadie ve la herramienta, pero todos la oímos que raja, raja.
—No es mía la culpa si el hada de mi destino, llámese “casualidad„ ó como ustedes quieran, pone en mis manos los hilos, sutiles como hebras de luz, de cien vidas, que es como ponerme al tanto de cien misterios, unos graves, otros cómicos, pero todos muy interesantes, encantadores.
—¿Querrá usted convencernos de que en la vida de los Rubines hubo rinconcitos misteriosos, trampantojos?
—Misterio... misterio precisamente, no; pero rinconcito... rinconcito obscuro, si hubo... ¡Señores, señores, no alarmarse! Señores, calma; yo alabo á pocos, pero á nadie calumnio. Lo que me hizo poner punto en boca al oir pregonar la felicidad inmaculada de nuestros contertulios, no agravia su memoria, no por cierto; si aquí estuvieran ahora oyéndonos, no tendrían de qué sonrojarse; son minucias de las que sólo yo tomo nota, para estudiar, para conocer esta picarona vida.
La dama quiso dejar limpio y reluciente el recuerdo de sus amigos, y por eso, sólo por eso, se apresuró á pedir que el aristarco expusiese lo que de los Rubines supiera, para evitar sospechas maliciosas.
—Hablaré, si ustedes se empeñan; pero en favor del auditorio repetiré que mi narración no será plato fuerte, chorreando sangre, nó; serán “bombones„ que guarden en vez de licor unos granos de acíbar. Desfilen, pues, los poco golosos de estos confites amargos; aún llegan á tiempo para oir el último acto de “Africana„ ó dar una vuelta por los salones de la Villalar.
Nadie se movió; hasta los tresillistas pusieron atento oido sin abandonar las cartas. Don Santiago habló así:
—¿Necesito recordar la arrogante presencia de aquella pareja? ¿Para qué, si esto no va á ser un cuento de amor? Lo que sí me importa recordar á ustedes es que el día mismo de la boda salieron para Andalucía, camino de un cortijo que él heredó de su padre y en donde había hecho gastos considerables para establecer grandes explotaciones y no pocas comodidades. Algunos de los que me escuchan estaban conmigo en el andén, despidiendo á los flamantes esposos que rebosaban felicidad... ¡felicidad! A los quince días de cortijo se formó la nubecilla. Era al final de una otoñada; se había inaugurado el Real, la Castellana estaba en el apogeo; usted, señora, volvía á ofrecernos amable asilo en las veladas de invierno; Madrid incitaba ya á los más rezagados, y Carolina quiso acudir al llamamiento. Los planes de Eduardo eran invernar en el cortijo y emprender en la primavera un viaje por Europa. Ni los blandos ruegos ni los ceños torvos, aplacaron los cortesanos deseos de la esposa, y así pasaron los días mejores de “la luna„. Por aquella vez, sin embargo, se arregló todo mediante pacto: hasta fin de año, cortijo; desde año nuevo, corte.
Cuando yo supe esto, pensé como el ser más optimista, como el hombre más bonachón de la tierra, Carolina no quiere hacer ostentación mundana de sus galas, ni menos de su hermosura; su hipo está en lucir... ¿cómo diré yo? en lucir su matrimonio, su dicha, sus arrobos; quiere dar envidia, envidia sana, moralizadora, que arrastra á los tibios y los estimula presentándoles el señuelo del bien ajeno. Pensando así, disculpaba á la mujer tornadiza: hasta simpatizaba con su causa. ¡Ah mundo! la única vez que pensé con pensamientos de color de rosa, salí chasqueado. La lucha de la corte y del cortijo retoñó al asomar la primavera. Decididamente Carolina, jóven, hermosa, de gustos refinados, un poco espiritual y un poco artista, hallaba su ambiente en la atmósfera de los salones, de las tertulias. No digo yo que aquello fuera pasión mundana, gozo trivial de exhibición fastuosa, nó; algo había de noble apetito intelectual, necesidad de comunicación con un mundo inteligente, ingenioso, chispeante. Carolina no era hembra mundana, no amaba el mundo por el mundo, sino por el trato suave, civilizador. Pocas noches de teatro, pero esas bien escogiditas; estrenos de los finos, no esos estrenos de calentura que se deshacen en coces y en alaridos; pocos bailes, mucha tertulia; en conciertos solía cargar la mano; en las Exposiciones... precisamente la de aquel año originó la discordia. Su marido dispuso la vuelta al cortijo en el mes de Abril, su presencia allí era indispensable; sin él, aquello no marchaba; el administrador era, raro caso, hombre honrado, pero viejo é inepto para los modernos procedimientos de cultivo que Eduardo quiso ensayar; y sobre todo, Rubin..., esto quede entre nosotros, Rubin era un poco celoso, y ¡quién sabe si no sería esta la raiz de sus campícolas aficiones!
Ella juró no marchar sin ver los cuadros nuevos, bastante era meterse allá cuatro meses sin más trato que el de los gañanes. Pero... ¿á qué seguir narrando marimorenas matrimoñescas? Estas se reproducían siempre que se trataba de ir del cortijo á la corte ó de la corte al cortijo. Y en la ciudad vivía el esposo desasosegado, y por el campo la esposa andaba amurriada. Aquel matrimonio hubiera sido feliz sin la pícara oposición de lo rústico y lo urbano.
—¡Quién lo creyera!—interrumpió la señora.—Aquel Rubin, tan galante, tan devoto de nosotras...
—Paciencia; resérvense comentarios; aún falta lo más curioso, lo que da gracia á mi historia. Pasaron los años; ni aun la implacable lima de la costumbre pudo raspar aquella aspereza que desgarraba dos existencias, en todo lo demás plácidas, mansas. Yo esperaba que con la edad madura se acoplarían los gustos; vana esperanza. Llegó la madurez; Eduardo envejeció prematuramente, Carolina resistió por algún tiempo ¡Ah! el hermoso astro se defendía sin declinar, pero declinó, eso sí, con toda la belleza de los crepúsculos. Aquí los teníamos como pájaros viejecitos que se juntan para darse calor. ¡Pobres Rubines! Aún perduraba la lucha entre la ciudad y el campo; aquella vida conyugal que veíamos tranquila, tersa como superficie de lago, tenía sus crisis, borrascas hondas que agitaban la vida del cortesano y la cortijera...
—Querrá usted decir el cortijero y la cortesana.
—Nó, por cierto; aquí está el toque de lo que son nimiedades, cosas de este mundo divertido, granos de arena que nos interceptan una senda de flores como si fuesen montañas, gotas amargas que acibaran la vida. Rubín, nuestro galante Rubín, al verse algo caduco, sintió tedio del campo; aquellas soledades le entristecían, le hablaban muy expresivamente de la muerte ya cercana; la vecindad del panteón de familia le daba escalofríos; el reuma, los achaques, le impedían trepar por el monte con la escopeta al hombro ó atravesar las viñas comiendo racimos; para distraerse y olvidar sus males buscaba refugio en la corte, mucho teatro, mucha tertulia, trato social, el gran mata-dolores.
Carolina, entre tanto, ¡desventurada señora! también “evolucionó„, “Los„ de su tiempo iban muriendo, aquella piña de inteligentes, de donosos, estaba aventada; los nuevos ¡qué caso habían de hacer los nuevos de una vieja! No me negarán ustedes, los optimistas empedernidos, que á los hombres de talento les agrada discutir altos asuntos, con mujeres también talentudas, cuando son hermosas; con las viejas ó las feas...
En fin, que Carolina, marchita de rostro, un poco desengañada y otro poco esquiva, buscó para refugio de su vejez los grandes amores de la naturaleza, la quietud, la paz del campo. Le gustó encerrarse allí, en la hacienda aborrecida, para huir de la chusma huera que avanzaba por los salones, sin respetos hacia una dama que trató de igual á igual á los más altos, á los más gloriosos; y en la soledad continuar su trato tan culto, tan ameno, en las páginas de sus libros. ¡Pobre Carolina, qué de fatigas para arrancar á su marido de la corte! ¡Pobre Eduardo, qué de sudores para arrancar á su mujer del cortijo!
Aquí hubo una pausa. Todos los contertulios parecían paladear el amargo sabor de aquel descubrimiento. Ninguno se atrevió á comentarlo. El mismo narrador rompió el silencio para decir:
—No hay por qué afligirse; hoy ya los Rubines están de acuerdo; los dos juntitos en el cortijo; ¡los dos en el campo!
Dos nubes
En florido rincón del cielo jugueteaba una legión de angelotes, vestidos con ondulantes gramallas recamadas de estrellas, altos, esbeltos, tierna la mirada, suave la expresión, casto el ademán; ángeles del místico pintor de Fiesole, que al sentir el aliento de la vida remontaron el vuelo en busca de su verdadera patria.
De repente, la bulliciosa angelada interrumpe el juego y acalla su greguería al ver que desde este bajo mundo dos nubecillas ascienden lentas por la inmensidad del firmamento. Conocían los ángeles esos nubarrones que abajo, en lo más hondo del espacio, se condensan, se aglomeran y se deshacen; pero nunca vieron á las nubes subir tan alto, remontar la región de las estrellas que á sus piés titilan, atravesar los espacios de la luz, entrometerse casi en las azules llanadas del cielo. Y aun no cejaban en su ascensión las osadas nubecillas; una, blanco vellón flotante, con bordes que el céfiro rizaba y la luz tornaba azulinos, subía con vaporosa ligereza; otra, negruzca, compacta, ascendía roncera, plomiza y remolona.
La blanca se apartaba con remilgo de su obscura compañera, como dama repulida esquiva el leve roce con la blusa de un obrero que por la calle cruza, y aun los ángeles con ser ángeles, fueron presurosos á hundir sus piececitos en la blancura de aquel copo que hasta ellos llegaba, dejando solitaria á la nube negra, temerosos de manchar sus nítidas vestiduras con los girones de aquel nubarrón opaco.
Pero aún no habían hollado los blancos celajes, cuando un ángel, adelantándose, exclamó:
—¿De dónde vienes, blanca nube?
—Vengo del valle de las lágrimas. ¿Sabes dónde está? Nací en un pebetero de plata, lleno de incienso y de mirra, un turiferario le daba cadencioso impulso, su balanceo me lanzó al espacio, describí en el aire una curva y empecé á ascender lenta, majestuosa. Primero envolví en una niebla azul cien luces que alumbraban en hileras un viril de oro y pedrería; una voz solemne acompañaba mi ascensión diciendo: Incensum ascendat ad te, Domine, et descendat super nos misericordia tua; luego invadió las naves del templo un torrente armonioso, estremeciéndome con su arranque inesperado; al vocinglo del órgano se unieron los cantos frescos y argentinos de los niños del coro; sus voces se desvanecieron borradas por el canto profundo de los monjes, que en el fondo de la nave se agrupaban delante del gradual, y todos, todos: oficiantes, niños, monjes, el pueblo entero, con el fervoroso murmullo que hasta mí llegaba, parecían decirme: asciende nube de incienso, asciende al trono de Dios, portadora de nuestras oraciones, que regamos con lágrimas de mística emoción. Por la resquebradura de una vidriera que, con pintados cristales, representaba un San Pablo, salí del templo, y rasgando mis encajes entre gargolas y botareles, llegué hasta aquí. Ahora, ángeles del cielo, decid á vuestro Señor que vengo enviada por los hombres para ocupar un puesto en el trono de nubes que es asiento de su Excelsa Majestad.
Calló la nube blanca, y los ángeles desfilaron uno á uno, mirando desde lejos la nube negra, estantia en el espacio.
Pero mientras la legión se remontaba, portadora del mensaje, hubo un ángel que, por picor de curiosidad ó movimiento de compasión, desvió el vuelo en busca de la mancha negra, y al llegar:-¿De dónde vienes?—le preguntó también.
—Vengo de una mansión candente y negra, donde el fragor de vertiginosa máquinaria impone silencio á los hombres, á las mujeres y á los niños, que inclinan la frente y encorvan el cuerpo en faena ruda, tenáz, abrumadora; vengo de una fábrica, cuya chimenea me lanzó al espacio, y cuyos mil obreros, al verme subir, parecían decirme, creyentes y abnegados: Asciende, humo de nuestros hornos, asciende á ocupar también puesto humilde en el Trono del Señor.„
Calló la nube y alejóse el ángel, murmurando entre dientes: “ Muy negra vienes para llegar tan alto; muy sucia estás.„
Oyó el Señor en silencio el mensaje de la legión seráfica y el del ángel rezagado, y, así que los hubo oido, habló de este modo:
—Ángeles míos, volved á las nubecillas que os envían y decidles que las espero aquí.
—¿A las dos?—preguntaron los ángeles á coro.
—A las dos—respondió severo el Señor—porque si gusto del aromático incienso de la oración, también es santo y también me place el negro incienso del trabajo.
Vanidad de vanidades
Los vaivenes de la moda decorativa, que en cada época impone á las moradas como á los hombres, distintos perjeños, avecindaron en un saloncito de los duques de Montiél, una Venus de mármol y una armadura de hierro. La escultura, copia fiel de Venus Capitolina, pretende encubrir su desnudez de niña casta, apenas adolescida, en la entibiada luz de un rincón, sobre los tonos marchitos de un tapíz flamenco; su cuerpo tiembla de pudor y sus manos encienden deseos de mirar lo que recatar intentan.
La armadura, esplende al pié de una chimenea tallada en roble. Caladas la visera y ventalla de la celada borgoñona, reluciente la coraza tranzada, de la que penden escarcelas de launas, forradas con terciopelo carmesí; enteros los quijotes y las grebas que rematan en los piés por alpartaces de mallas. Hermoso ejemplar, milanés por la elegancia de las líneas, nurembergo por lo varonil, y sobrío del adorno.
La vida monotona y tristona de aquel viejo palación, se alteró una noche con desusada batahola mundana que rebullía en salones, lejanos del gabinete en que estaba la armadura y la Capitolina.
El rumorcillo de fiesta, resonó tímido de estancia en estancia, llenando por un instante, salones siempre cerrados, desiertos, austeros.
Venus temblaba de verse envuelta en luz, expuesta á las miradas de un mundo frívolo, de gentecillas procaces.
—Vecina, vecina,—exclamó dirigiéndose á la armadura—vecina, por Dios, quite ese ceño tan hosco que me da miedo, humanícese un poco, rompa usted por unos instantes esa tiesura.
Y la armadura, con su continente rígido:
—¿Quién charla ahí?
—Soy yo, vuestra vecinita de hace cuatro días. ¡Qué sola me encuentro! No sé por qué me trasladaron aquí, desde aquella galería tan alegre, tan asoleada, con su alcahaz de aves cantoras, con sus chorrillos de agua, y sus plantas exóticas, que encubrían con los abanicos verdes de las hojas, las líneas purísimas de mi cuerpecito hermoso.
—¡Miren la presumida!
—Aborrezco la hipocresía; recuerdo que en tiempos muy remotos, pasé años y años contemplándome en las aguas de un estanque: su fondo verdoso, reflejaba temblando de gusto mi gentil figura; después, los espejos de este caserón, se disputaron mi imagen, apoderándose de ella en todas partes y por todos lados, sin respetos ni miramientos; las gentes que me contemplan con casto mirar, celebran las líneas de mi cuerpo, que penetran puras en la fantasía, sin que rocen ni manchen los sentidos. No puedo negar que soy hermosa. ¡Nací en Grecia, patria del arte!
—Y yo en Italia, patria del arte también. Dos siglos corrí el mundo entre gloriosas aventuras, hasta arrumbar mis abollados miembros en la armería de los Montieles, venerables dueños mios. En ella encontré descanso á mis andanzas guerreras; pero hace cuatro días me trajeron aquí para dar guardia de honor en la ante-cámara nupcial del duque de Montiél.
—¡Guardia de honor! No tanto, vecinita mía. Sepa usted que hemos venido aquí, para adornar las habitaciones íntimas de los nuevos esposos, con joyas del arte y con trofeos de sus antepasados.
—¡Mentís, vecina, mentís!
—¡Qué palabrotas!
—Que mentís digo. Yo, la que vencí en Italia, la que primero entró en Haarlem, la que sintió dentro de sí palpitar y latir tres generaciones de esforzados caballeros, venir á dar en muñeco ornamental de la antecámara de unos novios.
—Eso, eso, en bibelot recien llegado de París.
—Y todo, quizá, por un capricho de la nueva duquesita; será niña casquivana, capáz de engalanarse con el nombre de Montiél, sin saber del heróico pasado de la casa en que penetra.
—¡Qué lengua! ¡Qué boquirota! Y el duque, ¿porqué no ha prohibido esa ofensa tan grave inferida á su linaje?
—El duque... ¡ah! Ni V. ni yo le conocemos; embebecen sus días los cuidados de la patria, esta patria grande, que sus mayores forjaron á hierro y fuego. Ya vé Vd., es senador y al mismo tiempo es guerrero, guerrero, claro está, á la moderna, un general valiente, según cuentan y gallardo. Si él supiera que estoy aquí, él, que respetará las armas y armaduras de su estirpe sin exponerlas á humillaciones y bajezas.
—Resígnese V. vecina, como yo me he resignado.
—V. está en su lugar; V. nació para ser eternamente objeto de adorno.
—Es verdad. ¡Modesto papel! Y sin embargo, la humanidad entera se rinde ante mí, soy la diosa de los amores.
—Y yo reina de las victorias, en los campos de batalla.
—Tal vez; pero tú, triunfas sobre los cuerpos, yo, triunfo sobre las almas.
—¡Orgullosa Venus! á tí te adoran los hombres; á mi me adoran los pueblos.
—Triste condición la tuya, hueca armadura, solo serviste para matar hombres.
—Y tu, para matar sus corazones.
—Me envidias, implacable guerrera, porque mis triunfos están simbolizados en una cuna y los tuyos en un sepulcro. Yo doy la vida, tu das la muerte.
—Pero es muerte que redime. Yo doy gloria.
—Yo doy más; doy el amor.
A este punto llegaban del animado diálogo, cuando la armadura vió á la luz escasa de la estancia, una sombra que avanzaba.
—Silencio chiquilla, que viene mi señor.
Y era la verdad; el duque de Montiél, vestido de general, colgantes del pecho cruces, arrequives y garambainas, penetró en la antecámara inquieto, husmeante.
Venus, clavó en él su mirada, y al ver á un guerrero achaquiento, encorvado y caduco, volvió el rostro á la armadura, que ya corrida estaba y sin más palabras, soltó una carcajada fresca y sonora.
Cortó la risa burlona de Capitolina, la aparición de una mujer; la duquesita, joven, hermosa como un ángel.
Su presencia estremeció de placer á Venus y de despecho á su vecina.
El de Montiél tambaleando, echó al cuello de la esposa sus alfeñicados brazos y entre melosas caricias le dió un beso de amor.
La armadura, lanzó entonces á la faz de Venus, tan solemne risotada, que hizo tomar tonos de rosa, al mármol blanco de Paros.
Río negro
Bajo la campana del hogar, chisporroteaba un montón de sarmientos y sus llamas, iluminaban el semicírculo de cazadores que fatigados del monteo, arrecidos por el cierzo, entretenían la noche invernal, con narraciones de sus aventuras.
Llegó mi turno y dije:—Amigos: hay en vuestros relatos leyendas dramáticas, episodios sangrientos y hay escenas de amor; fieras heridas á bala y zagalillas heridas á flecha; mi cuento es el cuento del cazador perdido que halla dos viejecitas en lo más denso del bosque.
Caía la tarde, una hermosa pieza marchaba engalgada; yo corría, corría, pisando chaparros y tojos. La pieza se encava, aullan los perros, y malgasto en la rebusca las últimas luces del día.
Por el bosque tenebroso intento en vano hallar la senda, seguido de los lebreles que jadean. El viento agita el ramaje haciéndole balbucir quejas rumorosas; la soledad de la noche me rodea, pero veo una luz que fulgura entre el espeso arbolado y hacia ella me encamino.
Es de una casucha rústica; toco la bocina y dos viejecitas, con candiles encendidos salen á mi encuentro.
Flacas de cuerpo, acecinadas de rostro, lucen majestad de noble estirpe, rastros de una juventud hermosa. Con dulce voz me invitan á seguirlas, sus luces me guían tras la selva y me conducen al tendajo, que les sirve de morada miserable.
Allí pasé la noche ¡noche fantástica! llena de ensueños misteriosos, con pesadillas de magias y de encantamientos.
Apenas alboreaba el nuevo día, cuando salí, acompañado de las damas antañonas que ofrecieron enveredarme. En silencio marchamos largo espacio, hasta dar en una barranca, con el cauce de un río... amigos mios ¡un río negro!
Sus aguas se deslizaban con ondulacione pesadas, dejando en los ribazos espumas negras; la superficie mate, ni trasparentaba el fondo, ni reflejaba el cielo; sigiloso y manso, entristece, en vez de alborozar las praderías; ni aun las espadañas nacen en sus riberas estériles.
—No te asombres, cazador—me dijeron las viejecitas—que negro cual hoy le vés, nos le mandais desde allá arriba. En edades remotas, fué cristalina su corriente; estos chopos secos, reverdecían todas las primaveras con la frescura de su riego, brotaban flores en sus márgenes y los pastores traían rebaños á beber en las orillas. ¡Era la edad de nuestra juventud risueña!
Corrieron los años y las aguas del río se tornaron rojas. Los hombres guerreaban despedazándose allá lejos, y la coriente pasaba tinta en sangre humana. Murieron árboles de tronco secular; los ganados no volvieron á beber en las riberas turbias y nosotras perdimos los encantos de nuestra juventud fecunda.
Corrieron los siglos y las aguas del río se tornaron negras, negras como las veis, cazador. La humanidad, allá muy lejos, trabaja, trabaja con desasosiego y fiebre; ya no sacia sus hambres con el pan de la tierra, ahonda más, y en su entraña busca el carbon para saciar la industria... ¡Laboreo que ennegrece el río, río negro que nos hizo caducas y viejas. Cuando sus aguas vuelvan á ser cristal del fondo y espejo del cielo, reverdecerá el bosque, brotarán flores, los ganados beberán en las orillas, y nosotras gozaremos de nueva juventud, risueña y fecunda como la pasada.
—¿Quiénes sois?—pregunté á las encantadas y hospitalarias damas.
—La Tradición—dijo una.
—La Poesía—dijo otra.
Una comedia nueva
A Mari-Alba
Te escribo, cordial amiga mía, para remitirte
esas cuatro cartas que encontré... no importa en donde. Verás en ellas
un episodio vulgar, y sin embargo, yo las hé leido una vez y otra vez
aguijado por incitante reconcomio; no sé lo que hay en ellas que me
sujestionan y me atraen. ¿Serán tranquilas en el fondo, como parecen
mansas en la superficie? ¿Tendrán solo ese tibio perfume de misterio,
que todo paquetito de cartas exhala? ¿Está el interés en ellas ó soy yo
quien se lo presta?...
Tu las verás amiga y acaso aciertes á descifrarlas; este verano, en mis vacaciones, en nuestros paseos, hablaremos de ellas. Adiós amiga mía; esas cartas tratan de una comedia nueva y me parece que velan un drama viejo.
Adios, adios. Leelas; ya hablaremos, ya hablaremos.
De Pablo á José Ramón.
Amigo: me considero vencido aunque no fuí derrotado. Me
aplaudieron, salí tres ó cuatro veces: pero esto, tu lo sabes, es tan
poco para lo que yo anhelaba. Quisiera, si, quisiera, que me hubiesen
silbado; triunfar ó caer, nunca esas medias tintas, ese aplaudir entre
esquivo y complaciente.
¡En mi comedia nueva puse tanto de mi alma! Su pensamiento me parecía, aun me parece hondo y humano; lo desarrollé sin percatarme de gustos modernos ó de efectos teatrales; quise probar si un argumento nuevo, domeñaba al público enfermo, quise renovar con aire sano, el ambiente deletereo de melindres amatorios y de croticas escenas, presentar el cuadro de una familia ahita de bienestar material, que relaja en la holganza sus costumbres severas; de repente el garrotillo mata á Nenina, la nenina de la casa, y el dolor lacera los corazones, pero levanta las conciencias.
A tí, que conoces la génesis de mi comedia nueva, te escribo estas líneas doloridas, cuando ya me alumbra el alba, al morir una noche, en la que ví derrocarse, mis ínfulas doradas de innovador dramático.
Ya lo vés, José Ramón; para el escenario amores y amoríos, pasiones africanas, celos ó venganzas, y ¡ay! del atrevido que una vez se aparte de la pisada senda.
A nadie zurriago en estos desahogos, mía es la culpa, mio el castigo... ¿El público? por respeto á mi nombre, pasó la velada atento á problemas muy hondos, que no le interesaban. ¿Los intérpretes? Admirables, amigo, admirables; por respeto también, y por cariño, hicieron primores, filigranas: Olivares dijo frases arrebatadoras; Ferrer fué un abuelo entrañable; Dorotea Villarino, apasionada, sublime, en papel ingrato á sus aptitudes. ¡Intuición profunda la de esta genial chicuela al expresar el dolor acerbo de una madre que pierde á su hija! Sé que alguien le puso tildes; te aseguro que nos las tuvo, y Pilarcita, y Pepe Mela... todos, todos vivificaron con aliento de arte una comedia muerta.
Solo por esto no me atreví á retirarla. ¡Pobres actores! me suplicaron conmovidos... vacilé ¿pero no es verdad, amigo que no tengo derecho ha hacer estéril su trabajo de muchos días, sacrificándolo á vanidosa pasioncilla de autor medio caido?
Ven pronto si quieres verla; durará poco tiempo, pero no abandones por mi comedia las obras del puente. Ya sé que éstás en la maraña de su entramado. ¡No la dejes, no la dejes! Entrama bien, que yo para la próxima prometo entramar con añosa, con recia viguería.
Del mismo al mismo.
Amigo mío: desembaula y torna á la carretera. Como en ese rincón,
vives punto menos que incomunicado con el resto del orbe, no pude
telegrafiar. Quisiera que esta llegase á tiempo. No vengas, se han
suspendido las representaciones por enfermedad de la Villarino.
Dicen que anoche, al volver del teatro, sufrió una crisis nerviosa, con caractéres alarmantes y la noticia es ingrata pero no sorprende á los que conocemos su temperamento excitado por cien emociones que punzan el alma y hacen vibrar las cuerdas dolientes de un corazón que anida incómodo en cuerpo flaco.
¡Infeliz Dorotea! el estudio, los ensayos, las noches de estreno, la requeman y la matan poco á poco. Sánchez Moreno recetó una dosis muy abundante de campo y esta mañana sin perder instantes, salió para un cortijo.
Quise verla y acompañarla, pero me dicen que le prohibieron toda conversación, que no fuese el manso platicar de su camarera.
¡Vida triste la suya, en la soledad de una cortijada! ¡Extraño contraste! desde la tramoya de unos bastidores, trasportarla á los brazos de madre naturaleza...
Adios. Prometo aviso cuando vuelva Dorotea, templados ya los nervios del cuerpo y las cuerdas del alma.
Del mismo al mismo.
¡Quién lo creyera José Ramón! quien lo esperára!
No atino á contarte el caso; necesito poner en orden mis ideas.
Triunfó la comedia; más aún: arrancó al público lágrimas de emoción ¡lágrimas que yo vertí al escribirla! Abismo grande es el teatro, no llegaremos jamás á conocer su fondo.
Ello es, que cuando menos la esperábamos, cátate aquí á la Villarino. Viene paliducha y desemblantada, pero la vida campesina dió tan brioso arranque á su alma, que anoche se transformó ante nosotros, en el triste papel de madre sin hija. Juraría que entretuvo sus soledades en repasarle. Anoche si que nadie le puso tildes.
¡Vencimos los dos! ella con su creación y yo con mi tozudo pensamiento de una comedia nueva.
Al terminar el segundo acto, era tan honda la emoción de Dorotea y tanto ahincó en ella la muerte de Nenina que de verdad lloraba y al llegar á su cuarto, se echó en mis brazos, temblona, llorando todavía.
El público nos aclamaba y tardamos largo espacio en salir. ¡Bonito cuadro! yo conmovido; ella sollozando.
¡Desgraciada! los nervios la acaban; pocas noches como la pasada bastarían á dar con ella en tierra.
Te lo aseguro, amigo; en el cortijo, detalló las escenas, refinó las expresiones del dolor, estudió el llanto, penetró en el papel de madre sin hija. ¡Dios sabe cuánto debo yo á Dorotea Villarino!
Solo tu ausencia me acibara el triunfo. Ven pronto, deja el puente, mi corazón te necesita, mis brazos te aguardan.
Del mismo al mismo.
No vengas amigo; soy yo quien parte en busca tuya. Necesito salir de aquí, respirar otro ambiente. Estoy enfermo.
Ya hablaremos. Si te narrase ahora la causa de tal congoja la tomarías por delirio de calenturiento. Mi triunfo, no es mi triunfo... Ya te veo reir; no sigo. Solo una palabra: mi corona de laurel tuvo por precio una corona de espinas. ¡Infeliz Dorotea! Era fundada la sospecha; entretuvo las soledades del cortijo con ensayos de mi comedia.
Espérame amigo y escoje para mi una herramienta, con la que trabaje en el entramado del puente. ¡Quiero olvidarlo todo! ¡Desgraciada mujer!
Adios, adios; ya hablaremos, ya hablaremos.