La pantalla de la lámpara cernía la luz del foco eléctrico y el saloncito quedaba iluminado con claridad entre soñolienta y voluptuosa, combinada con maña para penumbra de parejitas arrulladoras y para luminar de una tertulia grave.
Entre la charla de los contertulios, sonó por azares de la conversación, el nombre de los Rubines, y allí fué el lanzar suspirillos y el balbucear elogios, flores de trapo que caen sobre el recuerdo de los muertos sin aroma y sin frescura. Hasta la jovenzuela que con el galán imberbe picoteaba en un rincón, ofrendó pétalos mustios á la memoria de los que fueron en vida concurrentes á la tertulia tristona, pero de un tufillo aristocrático que atraía y fascinaba.
¡Inolvidables Rubines! espejo de matrimonios, símbolo de la felicidad humana. Así lo expresaban sus rostros francotes y risueños con esa placidez de mirada y mímica pachorruda propia de seres ahitos de bienestar. Ni una nubecilla empañó jamás el cielo de su dicha; unidas sus almas en un mismo deseo, en dulce trato, consorcio íntimo que daba ejemplo á nuestra juventud desdeñosa del sétimo Sacramento.
Aquí llegaba el coro ensalzador del matrimonio Rubin, cuando la señora de la casa exclamó:
—¿Por qué se sonríe usted, D. Santiago? Usted siempre el mismo, nuestro gran burlón, nuestro ínclito pesimista.
—Ah, señora—contestó el aludido—soy la primera víctima de mí mismo, de este humor negro que me hace árida la vida; es muy triste esto que me ocurre; saborear la almendra amarga antes que el fruto sabroso.
—Sí, sí; bien hacen en llamarle á usted acíbar en punto; pero ahora, señor D. Santiago, ¿también va á derramar la gotita de hiel sobre la memoria de nuestros amigos? ¡Ah, no! aseguro que mis contertulios no han de consentirlo. Vaya, ¿pues qué diría usted de nosotros, si tuviésemos el mal gusto de irnos por delante; qué diría de mí, pobre pecadora, si al oir estos encomios de los que fueron flor y nata de los esposos, ya guiña el ojo y tuerce la boca para sonreirse con mueca de Mefistófeles.
—Yo, señores, oigo y callo.
—Sí, usted calla; pero su silencio es hielo y esa sonrisilla me parece el ruidito de un tijereteo que corta y rasga; nadie ve la herramienta, pero todos la oímos que raja, raja.
—No es mía la culpa si el hada de mi destino, llámese “casualidad„ ó como ustedes quieran, pone en mis manos los hilos, sutiles como hebras de luz, de cien vidas, que es como ponerme al tanto de cien misterios, unos graves, otros cómicos, pero todos muy interesantes, encantadores.
—¿Querrá usted convencernos de que en la vida de los Rubines hubo rinconcitos misteriosos, trampantojos?
—Misterio... misterio precisamente, no; pero rinconcito... rinconcito obscuro, si hubo... ¡Señores, señores, no alarmarse! Señores, calma; yo alabo á pocos, pero á nadie calumnio. Lo que me hizo poner punto en boca al oir pregonar la felicidad inmaculada de nuestros contertulios, no agravia su memoria, no por cierto; si aquí estuvieran ahora oyéndonos, no tendrían de qué sonrojarse; son minucias de las que sólo yo tomo nota, para estudiar, para conocer esta picarona vida.
La dama quiso dejar limpio y reluciente el recuerdo de sus amigos, y por eso, sólo por eso, se apresuró á pedir que el aristarco expusiese lo que de los Rubines supiera, para evitar sospechas maliciosas.
—Hablaré, si ustedes se empeñan; pero en favor del auditorio repetiré que mi narración no será plato fuerte, chorreando sangre, nó; serán “bombones„ que guarden en vez de licor unos granos de acíbar. Desfilen, pues, los poco golosos de estos confites amargos; aún llegan á tiempo para oir el último acto de “Africana„ ó dar una vuelta por los salones de la Villalar.
Nadie se movió; hasta los tresillistas pusieron atento oido sin abandonar las cartas. Don Santiago habló así:
—¿Necesito recordar la arrogante presencia de aquella pareja? ¿Para qué, si esto no va á ser un cuento de amor? Lo que sí me importa recordar á ustedes es que el día mismo de la boda salieron para Andalucía, camino de un cortijo que él heredó de su padre y en donde había hecho gastos considerables para establecer grandes explotaciones y no pocas comodidades. Algunos de los que me escuchan estaban conmigo en el andén, despidiendo á los flamantes esposos que rebosaban felicidad... ¡felicidad! A los quince días de cortijo se formó la nubecilla. Era al final de una otoñada; se había inaugurado el Real, la Castellana estaba en el apogeo; usted, señora, volvía á ofrecernos amable asilo en las veladas de invierno; Madrid incitaba ya á los más rezagados, y Carolina quiso acudir al llamamiento. Los planes de Eduardo eran invernar en el cortijo y emprender en la primavera un viaje por Europa. Ni los blandos ruegos ni los ceños torvos, aplacaron los cortesanos deseos de la esposa, y así pasaron los días mejores de “la luna„. Por aquella vez, sin embargo, se arregló todo mediante pacto: hasta fin de año, cortijo; desde año nuevo, corte.
Cuando yo supe esto, pensé como el ser más optimista, como el hombre más bonachón de la tierra, Carolina no quiere hacer ostentación mundana de sus galas, ni menos de su hermosura; su hipo está en lucir... ¿cómo diré yo? en lucir su matrimonio, su dicha, sus arrobos; quiere dar envidia, envidia sana, moralizadora, que arrastra á los tibios y los estimula presentándoles el señuelo del bien ajeno. Pensando así, disculpaba á la mujer tornadiza: hasta simpatizaba con su causa. ¡Ah mundo! la única vez que pensé con pensamientos de color de rosa, salí chasqueado. La lucha de la corte y del cortijo retoñó al asomar la primavera. Decididamente Carolina, jóven, hermosa, de gustos refinados, un poco espiritual y un poco artista, hallaba su ambiente en la atmósfera de los salones, de las tertulias. No digo yo que aquello fuera pasión mundana, gozo trivial de exhibición fastuosa, nó; algo había de noble apetito intelectual, necesidad de comunicación con un mundo inteligente, ingenioso, chispeante. Carolina no era hembra mundana, no amaba el mundo por el mundo, sino por el trato suave, civilizador. Pocas noches de teatro, pero esas bien escogiditas; estrenos de los finos, no esos estrenos de calentura que se deshacen en coces y en alaridos; pocos bailes, mucha tertulia; en conciertos solía cargar la mano; en las Exposiciones... precisamente la de aquel año originó la discordia. Su marido dispuso la vuelta al cortijo en el mes de Abril, su presencia allí era indispensable; sin él, aquello no marchaba; el administrador era, raro caso, hombre honrado, pero viejo é inepto para los modernos procedimientos de cultivo que Eduardo quiso ensayar; y sobre todo, Rubin..., esto quede entre nosotros, Rubin era un poco celoso, y ¡quién sabe si no sería esta la raiz de sus campícolas aficiones!
Ella juró no marchar sin ver los cuadros nuevos, bastante era meterse allá cuatro meses sin más trato que el de los gañanes. Pero... ¿á qué seguir narrando marimorenas matrimoñescas? Estas se reproducían siempre que se trataba de ir del cortijo á la corte ó de la corte al cortijo. Y en la ciudad vivía el esposo desasosegado, y por el campo la esposa andaba amurriada. Aquel matrimonio hubiera sido feliz sin la pícara oposición de lo rústico y lo urbano.
—¡Quién lo creyera!—interrumpió la señora.—Aquel Rubin, tan galante, tan devoto de nosotras...
—Paciencia; resérvense comentarios; aún falta lo más curioso, lo que da gracia á mi historia. Pasaron los años; ni aun la implacable lima de la costumbre pudo raspar aquella aspereza que desgarraba dos existencias, en todo lo demás plácidas, mansas. Yo esperaba que con la edad madura se acoplarían los gustos; vana esperanza. Llegó la madurez; Eduardo envejeció prematuramente, Carolina resistió por algún tiempo ¡Ah! el hermoso astro se defendía sin declinar, pero declinó, eso sí, con toda la belleza de los crepúsculos. Aquí los teníamos como pájaros viejecitos que se juntan para darse calor. ¡Pobres Rubines! Aún perduraba la lucha entre la ciudad y el campo; aquella vida conyugal que veíamos tranquila, tersa como superficie de lago, tenía sus crisis, borrascas hondas que agitaban la vida del cortesano y la cortijera...
—Querrá usted decir el cortijero y la cortesana.
—Nó, por cierto; aquí está el toque de lo que son nimiedades, cosas de este mundo divertido, granos de arena que nos interceptan una senda de flores como si fuesen montañas, gotas amargas que acibaran la vida. Rubín, nuestro galante Rubín, al verse algo caduco, sintió tedio del campo; aquellas soledades le entristecían, le hablaban muy expresivamente de la muerte ya cercana; la vecindad del panteón de familia le daba escalofríos; el reuma, los achaques, le impedían trepar por el monte con la escopeta al hombro ó atravesar las viñas comiendo racimos; para distraerse y olvidar sus males buscaba refugio en la corte, mucho teatro, mucha tertulia, trato social, el gran mata-dolores.
Carolina, entre tanto, ¡desventurada señora! también “evolucionó„, “Los„ de su tiempo iban muriendo, aquella piña de inteligentes, de donosos, estaba aventada; los nuevos ¡qué caso habían de hacer los nuevos de una vieja! No me negarán ustedes, los optimistas empedernidos, que á los hombres de talento les agrada discutir altos asuntos, con mujeres también talentudas, cuando son hermosas; con las viejas ó las feas...
En fin, que Carolina, marchita de rostro, un poco desengañada y otro poco esquiva, buscó para refugio de su vejez los grandes amores de la naturaleza, la quietud, la paz del campo. Le gustó encerrarse allí, en la hacienda aborrecida, para huir de la chusma huera que avanzaba por los salones, sin respetos hacia una dama que trató de igual á igual á los más altos, á los más gloriosos; y en la soledad continuar su trato tan culto, tan ameno, en las páginas de sus libros. ¡Pobre Carolina, qué de fatigas para arrancar á su marido de la corte! ¡Pobre Eduardo, qué de sudores para arrancar á su mujer del cortijo!
Aquí hubo una pausa. Todos los contertulios parecían paladear el amargo sabor de aquel descubrimiento. Ninguno se atrevió á comentarlo. El mismo narrador rompió el silencio para decir:
—No hay por qué afligirse; hoy ya los Rubines están de acuerdo; los dos juntitos en el cortijo; ¡los dos en el campo!