Huella de Almas

Francisco Acebal


Novela



A la memoria de mi hermano Victoriano.

Al que leyere

Lector, no temas: mi proemio será breve; á una obra, obscura y modesta no he de pegarle desmedida portada; á pequeño edificio le sienta mal portalón solariego de amplitud y altura inacabables.

Desde que tracé el capítulo primero de éste mi primer librejo, sentí la comezón de hablar directamente al público, no para pedirle, hipócrita, benevolencias inmerecidas. El que saca sus libros de entre el polvo de la carpeta, en que tal vez debieron yacer, y los pone en escaparate, no pida benevolencias: cargar debe con sus culpas. El deseo que me rebullía era otro, pero era vago, era sutil, y á la postre, como novato desmañado que se ataruga y vacila, vacilaba yo temeroso de parecer pregonero de feria, que desde el tendejón se desgañita con las destempladas vociferaciones de lo que dentro de la barraca se puede ver; ya me oía á mí mismo gritar aquello de:¡Adelante, señores, pasen á ver la sorprendente!... etc., etc.

Y si para hacer pregón de mis propios pensamientos, notaba en mí torpeza y vergüenza tales, mal se me podía ocurrir encomendarlo á pluma ajena: de la mía saldría roncero, pero espontáneo, ingenuo; de la extraña... ¿qué había de salir, sino un piropo mustio? ¡Lisonja fría!

De estas andanzas vino á sacarme, no mi memoria flaca, sí la de un diligente amigo que al saberla confusión mía, me descargó de ella diciéndome que Guy de Maupassant, en su linda novela Pierre et Jean, me daba el proemio hecho. ¡Y tan hecho como le hallé en las páginas del desgraciado novelista! Mi confesión de ideal estético, ideal un poco frío, sin golpes de color, nebuloso y opaco, la confesión de ese ideal de hombre del Norte que ha de trabajar, sin embargo, para un pueblo meridional, la hallé al frente de Pierre et Jean, no obstante las brillanteces levantinas que impregnan los hermosos libros de Maupassant. Estaba allí tan clara, tan sencilla mi confesión, que al releerla, me parecía leer uno de esos manuales de examen de conciencia que todo nos lo dan cocidito y amasado.

Con traducir bastó. ¿Era preciso añadir algo á esto?

«El novelista que transforma la verdad brutal y desagradable para conseguir una aventura excepcional y seductora, debe, sin cuidarse demasiado de la verosimilitud, manejar los sucesos á su antojo, prepararlos y combinarlos para agradar al lector, conmoverle ó enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie de combinaciones ingeniosas, conduciendo Mañosamente al desenlace. Los incidentes están dispuestos y graduados hacia el punid culminante, y el efecto final, que es un acontecimiento capital y decisivo, satisfaciendo todas las curiosidades despertadas al comienzo, pone una barrera al interés y termina tan completamente la historia, que no se desea saber ya qué será el día de mañana de los personajes más simpáticos.

Por el contrario, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida, debe evitar con cuidado todo encadenamiento de sucesos que parezcan excepcionales. Su fin no es contarnos una historia, divertirnos ó enternecemos, sino forzarnos á pensar, á comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de haber visto y meditado, mira el universo, las cosas, los hechos y los hombres de un cierto modo que le es peculiar y que resulta del conjunto de sus observaciones. Esta visión personal del mundo, es la que intenta comunicarnos, reproduciéndola en un libro

Para conseguir esto, añade Maupassant,. «deberá componer su obra de una manera en apariencia tan sencilla que no sea posible indicar en ella el plan.» «En vez de maquinar una aventura y de desenvolverla hasta el final de un modo interesante, tomará su ó sus personajes en un determinado período de la existencia, y los conducirá por transiciones naturales hasta el período siguiente... La habilidad de su plan no consistirá en la emoción ó en el encanto, en un principio atractivo ó en una catástrofe conmovedora, sino en el agrupamiento sagaz de hechos menudos de donde se desprenda el sentido definitivo de la obra... tales son los hilos sutiles, casi invisibles, empleados por ciertos artistas modernos en vez del cable único que tenía por nombre: la Intriga. En suma, el novelista de ayer escogía las crisis de la vida, los estados agudos del alma y del corazón; el novelista de hoy escribe la historia del corazón y del alma en su estado normal.»

Después de estas palabras vendrían de perlas otras de nuestro ínclito montañés, el preclaro Pereda, cogiéndolas para el caso, también, de un proemio suyo, puesto con gran donaire y garbo á su arrogante Sotileza, á fin de demostrar que la verdad, dentro de los términos del arte, está en la mente y en el corazón del artista y no en las cláusulas de los métodos de escribir novelas...» Pero ya sólo diré, y eso por el incorregible prurito de decir algo de propia cuenta, que en modas, tendencias y corrientes fío poco, pues que veo en belvederes y rotondas, en esas salas de preferencia y honor de algunos museos, cambiarse y sucederse las obras y aun los autores honrados y preferidos; diré también (que ésta no se me cuece en el cuerpo) que allá en mi primera muchachez solía frecuentar una cierta biblioteca, de cuyo nombre no quiero acordarme, en donde las novelas de un cierto novelista no se servían al público... por dañinas ó por malas, que esto no lo averigüé yo nunca; y corridos los tiempos se sirvieron aquellas novelas, pero en su lugar dejaron de servirse otras.

Y ahora ya,., ¡Adelante, señores: pasen á ver la sorprendente!... etc., etc.

I

Puntual como siempre, llegó Sergio á la biblioteca con gravedad casi ceñuda por fuera, pero con alegría juvenil en lo hondo, manso regocijo sólo revelado al mundo externo por el sonsonete de la Walkiria que fluía de sus labios. La tarde era de las de Agosto, y así al cruzar el salón grande respiró con deleite aquella frescura, á la vez que reforzó un poco la sonoridad wagneriana, recreándose en oiría retumbar con solemnidad bajo la bóveda de la biblioteca.

Al abrir la puerta del salón chico notó la falta de algo en el grande: faltaba Francisco, el conserje, que allí tenía su mesa, á la que siempre estaba pegado. Empujó la mampara de paño verde y entró en el chico. «Tate, pues si tampoco está don Cayetano: ¿es hoy fiesta?... no. ¿Nacional? tampoco. Bueno, bueno.» Y ya á favor de la soledad el tema musical se desplegó potente, sonoro, en el recinto austero. Cantaba á plena voz con remedos de cuerda, metal y madera, ridículas inflexiones y pianos y fortes inauditos.

En las profundidades del pecho sonaban roncos los contrabajos, un poco más arriba se asentaban violas y violines, la lengua tenía á su cargo el metal, y los labios eran instrumentos de percusión en aquella orquesta. Todo vibraba con ímpetu y estrépito, abandonándose Sergio á los transportes del ensueño. Ya no eran los oídos solos á gozar allí: también los ojos se contagiaron del devaneo, y toda la biblioteca ardía, con llamaradas rojas, con mucho humo, y entre el incendio aparecía Wotan, barbudo, imponente, y la orquesta seguía gruñendo, y Wotan avanzaba por el salón chico adelante...

Pero el que avanzaba por allí era Francisco, el conserje viejecillo, de rostro afeitado, que en nada se parecía al buen Wotan; y llegó hasta la mesa de Sergio susurrando un:

—Calle usted, calle usted, señor Soto.

Pero Soto, sin darse cuenta, seguía con el encanto del fuego.

—Calle usted: ¿no sabe lo que ocurre? Se ha muerto el jefe.

—¿El jefe?

—El jefe.

La lumbrada y humareda se desvanecieron, y tras la cortina de fuego vió Sergio la pálida luz de la biblioteca, que una claraboya filtraba, y un toldo de lona cernía amarilleándola; la retina habituada al rojo, vió más triste aquella luz tranquila; y en la indecisión de lo real y lo soñado, todavía vacilante, con el aturdimiento entre la mentira y la verdad, preguntó Soto otra vez:

—¿El jefe?

—El jefe.

Bibliotecario y conserje hicieron pausa, Sergio señaló aún con el dedo el sitial de don Cayetano, en el testero del salón, y Francisco sacudió su testa con cabezadas afirmativas.

Ya se sabía: aquello del corazón había de acabarle. Fué cosa de una hora. Primero un dolor punzante en el pecho, después un ahogo, y muerto. ¡Don Cayetano muerto!

Al quedar solo Sergio recorrió con la mirada los anaqueles, abarrotados de librotes mil, todos con su etiqueta sobre los lomos, esforzándose en pregonar yo soy esto, yo soy lo otro, como en las anaquelerías de nichos aún se esfuerzan los muertos por decir á los vivos:—¡Yo viví, yo me llamé Juan ó Pedro!—¡Ah! sí—exclamó,—ciencia muerta; don Cayetano también muerto.—Tarareó algunas notas, estuvo á punto de entonarlas; pero le pareció irreverencia, y afrontó mudo el trajín de sus pensamientos con los ojos clavados en el sillón vacío.

Al principio no pensó en nada; tenía la mente como sumergida en una nebulosa, sin alcanzar formas ni líneas; pero resurgió y empezó á ver su vida entera, el telón de fondo de una existencia desarrollándose, no como en libros se desarrolla el gran telón de la historia, sino á la inversa, retrocediendo, hundiéndose cada vez más en las profundidades y reconditeces del tiempo.

La paz del salón, su claridad tibia, las paredes forradas con librotes, puestos como de intento para apagar ruidos del mundo, aquella atmósfera soñolienta de biblioteca solitaria, era para Sergio el ambiente mejor del mundo. Bien haya quien á él le metió allí desde los diez y ocho años; diez llevaba, cada vez más á sus anchas, con la placidez del oficio. Se necesitaba mansedumbre, cierta renuncia del rebullicio mundano, lo que el pobre muerto llamaba virtudes seniles; es verdad, aquél era menester de viejos. ¿Pero qué era él, Sergio Soto, sino un viejecito? ¿Hemos de medir juventudes y vejeces por años? Si nos mirásemos despacio, veríamos que no siempre á las arrugas del rostro corresponden arrugas del alma. Y viceversa. ¡Que lo diga don Cayetano! ¡Ay! Lo que don Cayetano le decía á él eran cosas empapadas en sentido común, reflexiones que al llegar al fondo de su espíritu hallaban otras tan semejantes, que, es claro, se amistaban todas y vivían juntas, en buena armonía. Por eso simpatizamos, fuimos en tan diversa edad buenos amiguitos, firmes camaradas. ¿Era yo quien buscaba al viejo? ¿Era el viejo el que avanzaba por el campo de la juventud adelante? Era yo, era yo, el que iba, aunque algunas veces nos encontrábamos en mitad del camino. Extraño consorcio, el solo, el único de mi vida: por eso duele el tirón que da la muerte; aunque esta señora arranca y descuaja lo que arraiga en tierra; pero los muertos que de verdad vivieron resucitan en las almas. Yo volveré, camino del Pardo, al salir de aquí, en tardes de sol; volveré y oiré su vocecita un poco aflautada, un poco, sí, pero insinuante, dulce; pasaré bajo las alamedas y me hablará del mundo, al que según él tengo tanto miedo; alguna vez llegaré á Puerta de Hierro, y aun más allá, atento siempre al varón prudente; me meteré entre los encinares, y sentados sobre las raíces de aquella encina grandona, seguiremos nuestra charla como si tal cosa... como si aquí no hubiese ocurrido nada, diré que me repita lo de aquella tarde: «Señor Soto, ¿no ve usted allí junto á la casa del guarda un almendro? Mírele bien, mírele qué majo; pues aprenda usted, hijo: ese arbolucho no se desdeña de lucir sus galas, y ahí le tiene que hace gran papel en la naturaleza entre sus compañeros, estos alcornoques que le burlaban, cuando en el invierno le veían encogido y apocadito; ahora ellos se miran entre sí y se hallan renegridos, espinosos; y el humilde, echa para fuera, como un presente de Dios, flor, hojas y fruto, unas veces dulce, otras veces amargo. ¿Salió tal cual la fabulilla? Comprenda usted que cada edad tiene su género literario, y el apólogo les cae muy bien á los viejos. Bueno; pues, señor mío, apliquemos la moraleja: basta de trabajo subterráneo, de germinación misteriosa; usted se acerca á los treinta; pues arriba la savia, venga la flor de la vida, venga el fruto, dulce ó amargo, que de todo se sirve Dios y de todo saca provecho la humanidad. A la cátedra, á la cátedra, de la que nunca debió haberse apartado, porque el día mismo en que salió por la mañana de discípulo, debió á la tarde volver á entrar de maestro;» y allá me rociaba con todo aquello de lumbrera, del claustro, prez del aula, y otras muchas cosas bonitas que hoy son frasecillas enranciadas, pero á las que se acogía don Cayetano por la fuerza del hábito; y había que creerle, porque para él tenían significación recta. Sí señor, eso era: nada menos que prez y lumbrera, como aquellos graves señores de la Universidad de Valencia que hicieron de él el licenciado Soto.—¿De qué se asustaba,—le decía el jefe,—de qué? ¿No habían de quedarse turulatos los del tribunal que le juzgase, apenas abriese la boca, y con su palabra suavecita empezase á soltar, á rezumar tantísima ciencia almacenada en las bodegas de la inteligencia? Y si no, ¿para qué tanta mercancía? ¿para que la cubriesen telas de araña? A usted le asusta el tribunal como si fuese á dictarle sentencia de cadena perpetua, en vez de condenarle á perpetua sabiduría; no me lo niegue, eso es lo que le asusta; pues ¿qué me hizo usted la otra tarde cuando entró por la biblioteca á consultar unos libros don Antonio Cánovas? Ea, que se escurrió usted como una lagartija, se metió en el agujero, y todo porque sabía que iba á presentarle, para que el propio don Antonio viese por sus ojos lo que usted valía, y ayudándole usted á él á desenredar en un instante aquella madeja de embrollos históricos que traía entre manos, él le ayudase á usted como lo hace el excelente señor, mi bondadoso amigo, con los chicos que valen. ¿Pues y el día en que aportó por allí nada menos que un Hübner? ¡Santo Dios! le buscamos á usted hasta por debajo de las mesas. Para entendernos los dos, él trompicando en el castellano y yo atarugado con el francés, tuvimos que agarrarnos al latín, cuando con usted se hubiera entendido tan ricamente en alemán. Señor Soto, señor Soto, que eso ya es pecar de hurañía, negarle al mundo y á la sociedad lo que tiene derecho á pedir de los muchachos de talento.»—Y siempre hablándome así, paternal; él que era otro humilde, asustadizo de la pelea diaria por el renombre, la posición, la gloria ó el panecillo. ¡Pobre señor, lleno de sabiduría! ahí estaba su obra de Linajes castellanos, para atestiguarlo, y, sin embargo, también se había quedado muy á gusto en el ribazo de aquella vida mansa de hogar y biblioteca. Pobre hogar de don Cayetano, ¡cómo estaría!

Recordó Sergio las dos visitas que él había hecho á su jefe: la primera, en una ocasión que estuvo enfermo, le recibió la señora, en una salita de las que se llaman en comedias sala modestamente amueblada; la segunda fué para felicitarle el día de su santo; vió á toda la familia; el jefe dispuso que le obsequiasen, y las hijas así lo hicieron. Clarita, niña de once años muy vivaracha y muy remona, trajo una bandeja con dulces, y Rafaela, la hija mayor, le sirvió una copa de moscatel. Todo muy rico. El hubiera estado allí la tarde entera, plácidamente, porque sentía una impresión de paz y de sosiego, mayor, mucho mayor todavía que en la biblioteca. Pero no: había que arrancar. ¿Qué hacía allí una persona de cumplido? vendrían visitas de confianza, y él era un estorbo, ¡á la calle!

Los vió otra vez, pero fué en paseo, por los altos de la Moncloa: iban tan juntos, charlando, que no quiso saludarlos, porque estorbaría; bastaba ver cómo iban para comprender que estorbaría. Formaban grupo apretado; marchaban con paso incierto, sin rumbo, con rostros tan plácidos, que Sergio los vió rodeados de aquel ambiente tibio del hogar de allá arriba, del piso tercero; el intimismo de aquellos seres irradiaba un sentimiento de calma tan manso, que resolvió sentarse en la primera piedra del camino y gozar de aquello, sus goces predilectos, que acababan, como aquella tarde acabó, en una crisis de tristeza, en nostalgia de su vida verdadera, la que algunas veces entreveía pareciéndole haberla vivido ya, en días muy remotos, inciertos; evocación caprichosa de diversas edades de su existencia, como recortes menuditos de cien recuerdos mal pegados y unidos á otras tantas esperanzas, taracea de lo imaginado y de lo real, del ayer y del mañana, un poco abigarrada, pero fuerte de color, brillante como paisaje japonés, destacando las figuras con perfiles vigorosos. Así vió Sergio con toda la entonación levantina su huerto de naranjos, sobre las copas de éstos la raya del mar desvanecida, más que vista adivinada por la reverberación y el centelleo. Entre los troncos y el ramaje espeso, los muros de la casa, la casita misma de sus padres, y sus padres también; es decir, su madre, que la veía, sin haberla conocido nunca, y don Cayetano; porque aquel señor bajito, de barba cana, recortada, no era su padre; era don Cayetano, el mismo, con sus Linajes castellanos repasándolos á la sombra del follaje obscuro, más obscuro aún por la dureza del contraste con el ambiente luminoso, caliente. Y él jugaba con una hermanita que nunca tuvo. ¿Quién era aquella niña?... sería Clarita, la del jefe... no, señor, que no era Clarita; pues Rafaela, de chicuela... no, no, tampoco. Era una loquilla que le incitaba á correr, á él, un niño seriecito, que sólo gustaba de jugar á los sabios y de cantar misas en un altarcín muy cuco que tenía en el rincón del corral de las gallinas. No sabía quién era; pero le sacaba de tus casillas, de su sacristía, la niña traviesa; y don Cayetano la alentaba en sus travesuras, tomaba partido por ella viéndola reírse en mis barbas... es decir, yo barbas entonces no tenía; reirse con carcajadas frescas, sonoras, que llenaban de alegría el huerto, y que hoy al recordarlas me refrescan, me alegran el alma... ¿Quién era, quién era aquella niña? La veo, la siento, la tengo metida, muy metida en mí, revoltosa, traviesa; con ella lloro, con ella río. ¡Dios mío, Dios mío! yo veo á mi madre, á don Cayetano; veo los naranjos, las paredes blancas y las gallinas del corral; pero la niña... la que alegraba el huerto, ¿quién era, quién era?

En este momento retumbó seco, rápido, un trueno; la claraboya respondió al estampido con fragor de cristalería; por encima de ella pareció que tendían velos negros; la biblioteca iba quedando ¿obscuras, en tinieblas. El redoble volvió á Sergio á la realidad, como se vuelve de una pesadilla: con fatiga en el pecho, torpe la cabeza y amarga la boca.

Llamó á Francisco para decirle que se marchaba.—Sí, eso es, voy allá... allá. Está bien, bien, Francisco: hágalo usted todo como él tenía ordenado, todo como si estuviera, ¡pobrecito! todo, todo... ¡Ah! no olvidar la requisa. ¿Se acuerda usted aquel día que desde el portal de su casa volvió para decir: «Francisco, la requisa, la requisa? ¿También usted quiere velar? No, hombre, no: usted no está para eso; acuéstese, duerma... Vamos, vamos, no hay por qué llorar; hoy uno, mañana otro: eso es; acuéstese, duerma. Bien, bien: le velaremos los dos; tengo miedo de que tantos estorbemos.

Empujó la mampara de paño verde, y antes de volver á cerrarla se volvió á mirar un instante el sillón vacío.

II

Al llegar á la calle del Requejo la nube reventó deshaciéndose en agua; un llover acelerado y sonoro; de una carrera Sergio se metió en el portal, que era de los de callejón, y jadeante emprendió la escalera angosta, de paredes encaladas y tramos muy fregoteados. En mitad de ella estaba, cuando un trueno la conmovió, resonando estrepitosamente en aquella caja estrecha.

—No, ahora no entro: estarán asustadas; estarán rezando. Esperemos un poquito en el portal á que serene el cielo, y entre tanto también yo me serenaré. Ahora no, ahora no; sería estorbar mucho.

Estaba ya frente á la puerta, y se paró mirando una cadenita limpia, y reluciente que pendía á un lado. Se representó allí mismo á don Cayetano Bustamante; todas las tardes, á aquella misma hora, un tironcito y unos segundos de espera, una espera dulce, con saboreo de ternuras y preparación de besos; si al primer tirón no abrían, es probable que el segundo fuese más quedo, sobresaltado ya y con ansia vaga de que tardasen más, más, prefiriendo la zozobra á una realidad triste.

En este momento abrieron la puerta. Eran unas señoras que salían; en el fondo de la antesala estaba Rafaela despidiéndolas; una despedida larga, pero sin palabras: todo se expresaba con chasquidos de besos. La carita de Rafaela recibió muchos. Ella no los devolvía: los recibía en sus mejillas, en la frente, en los labios, hasta en las revueltas crenchas doradas, como si los estampasen sobre el mármol de una estatua.

—¡Ah!... pase usted, pase, Soto.

Las amigas empezaron el descenso; pero antes lanzaron los dardos de sus miradas sobre aquel Sotito, que ellas, tan íntimas, ni de nombre conocían.

—Sí, pase. Nada de eso: mamá tendrá gusto... pase, pase.

Al trasponer el umbral, Sergio sintió ansias de llanto; hubiera querido dejarse caer en una de aquellas sillas de enea y llorar copiosamente, con uno de esos llantos abundantes, sanos, que da Dios al hombre como lluvia de estío á la tierra para refrescarla; estaba solo en el mundo, y, sin embargo, nunca había tenido ocasión de llorar por nadie: todos se fueron antes de que él tuviese conciencia de la despedida. Sólo de la muerte de su padre tenía vago recuerdo; sin duda sucedió aquello un día que no fué á la escuela y jugó mucho, á sus anchas, en el huerto, hasta muy tarde; y le llevaron unos amiguitos para que jugase más; ¡qué día aquél! era ya de noche, y todavía en el huerto; estaba ya cansado y se echó en un banco, boca arriba, para divertirse contando estrellas, y contándolas se quedó dormido. No podía ser otra cosa: su padre murió aquel día, y él, que no le lloró entonces, quería llorarle ahora; á todos, porque á todos les debía aquello. Las tristezas de una vida solitaria se le amontonaron en el pecho, hasta se regodeaba en la pena; al fin ya había por quién llorar, y lloraría, ¡vaya si lloraría! como cualquier hombre, allá en su cuarto, solo, solo; pero lloraría de veras, con lágrimas, sí señor, con lágrimas.

Rafaela había desaparecido en la obscuridad de la antesala; sin duda fué á avisar á doña Irene.

En las tinieblas, aun sintiéndose solo, exclamó:

—No: que no venga; yo me marcho; que no venga.

Allá en el fondo sonaron unos sollozos; los oía Sergio que se acercaban; pero allí no se veía nada; por eso mismo sonaban más desgarradores, más todavía por el acompañamiento de una vocecita suplicando á mamá que no llorase. Sergio creyó vislumbrar una sombra que avanzaba hacia él, y avanzó también él hacia la sombra.

Una voz dijo:—Pasemos aquí, al comedor, señor Soto.

—Donde quieran... por mí no se molesten... está muy bien, al comedor.

En su aturdimiento ante aquella situación dolorosa, con el deseo innato de no estorbar nunca, de muy buena gana hubiera dicho: «Pásenme á cualquier parte, pásenme á la cocina. Pero se contuvo antes de llegar á la indiscreción ridícula; claro, su buen sentido empezó á dar tironcitos para avisarle á hurtadillas, haciéndole comprender que si el momento era expuesto para un hombre de tan pocos recursos mundanos, al fin, al fin, aquello tenía algo de solemne, una grandeza íntima, que elevaba á los humildes personajes del drama casero á las alturas de lo trágico, á los transportes de lo épico. Aquellas pobres mujeres, la viuda triste, las huérfanas desoladas, tomaron á sus ojos otra forma, sin dejar por eso de ser quienes eran; fué con penetración sutil al fondo, á donde él gustaba de ir, en donde se explayaba y se desenvolvía á su gusto; prescindió de todo, mirando para dentro, hacia las profundidades inacabables de las cosas; prescindió de todo, de antesala, comedor ó cocina; ni aun de las formas rígidas de aquellas llorosas criaturas se percataba ya; ¿qué le importaban sombras ó líneas? no: él no hablaba á doña Irene, no hablaba á Rafaela; era á la viuda consternada, á la huérfana y á la huerfanita, á las almas doloridas, empapadas en llanto, puestas en tortura, madre que llora el dolor suyo y el dolor de ellas, el propio y el ajeno, hijas que no lloran porque madre no llore; ¿hay algo más grande en este mundo chico que esos llantos silenciosos, casi mudos, de los que aquí se quedan, pareciéndoles oir en el aire el llanto del que se fué?

Ya metido en su terreno, firme en él, halló desembarazo de movimientos, sin perder la natural compostura; una fluidez, no ya de palabras ni de ideas (¡pobres ideas, quién las llamaba allí!), una fluidez de sentimientos hondos, suaves, brotando con tal abundancia, con tal ternura, y sobre todo, con tanta serenidad, que llegó á expresarlos en palabras risueñas, en una charla plácida y tranquila que era para las dolientes criaturas beleño adormecedor que calmaba, sumiéndolas en una atmósfera de beatitud desconocida, arrancándolas de la garra horrible del sufrimiento tormentoso, que tortura y lacera, para mecerlas en las alturas de una idealidad consoladora. Tan arrebatado se sentía, que de cuando en cuando era prudente callar un poco, hacer una de esas pausas angustiosas en las que nadie sabe por dónde romper; silencios que se miden por segundos, esperando un soplo de viento para hablar del viento. Él no necesitaba agarrarse á nada para seguir verboso, dulce; á mano estaban los truenos que resonaban imponentes, el chubasco que picoteaba en la vidriera del comedor, los relámpagos que iluminaban la estancia con su explosión verdosa; pero nada, no necesitaba nada del mundo externo; todo le salía de adentro, del relampagueo de sil alma, más electrizada que el ambiente bochornoso; hablaba siempre sonriente, despacito, con palabras que eran caricias, halagos de alma á alma.

Doña Irene escuchaba sumida en un gran sillón de gutapercha: en su regazo, Clarita; en un rincón del comedor, Rafaela, en pie, medio en penumbra, sin que Sergio se diese cuenta más que de su mirada, que era azul y penetrante.

—Lloren, lloren—les decía, con lenguaje que no era el frívolo palabreo de una aflicción postiza.—A hombres como él hay que Horarios. Aquí donde me ven, yo también lloraría; pero al fin soy un mortal más abierto á las pasiones que á las penas, y por eso me hallan así, frío, secote. Figúrese usted, doña Irene, y usted, Rafaela, figúrese la envidia que me da esto; les digo que me muero de envidia, ¡ahí es nada lo del ojo! Si Dios me hubiese concedido este regalo de llorar á mi padre... Sí, sí señora: él murió sin que yo le llorase; figúrese, Rafaela, póngase en mi caso: ¿usted sabe lo que hay de humanamente hermoso en un hijo que llora á su padre?... Yo no, yo no; llore, llore sin miedo de que yo le diga que le puede hacer daño. Ahora duele un poco: fué un tirón brusco, brutal, si ustedes quieren; eso, brutal; pero vendrá el tiempo, vendrán los años; el fuego que abrasa se extingue, y queda la cicatriz de la quemazón intensa, el rescoldo tibio, cuyo calor buscamos, removiendo cenizas, el día de mañana, en medio de la aridez de esta vida; sí, Rafaela, en las penitas que vienen después. El llorar hoy, ya verán, verán qué bonito es mañana. ¡Qué más quisiera yo! Que don Cayetano fuese mi padre y decir: «Mi padre ha muerto; sobre mi padre lloro.» ¿Me comprenden? Pues lloren, lloren á mares.

Y así, cuanto más las exhortaba al llanto, menos lagrimitas soltaban. Bien lo sabía el muy tuno, como sabía también el efecto sedante, aplacador de su palabra, que se iba filtrando en aquellos corazones femeninos, abiertos al consuelo de la charla franca y fresca.

Debía ser ya tarde, porque el comedor estaba muy obscuro cuando pensó en marcharse.

—¿Se va usted?—le dijeron con acento penoso, tan penoso, que contestó sinceramente:

—Pero vuelvo.

"Sí, por Dios—dijo doña Irene sin disimulos mundanos, sumergida aún en el ambiente de paz que aquel hombre les había traído,—Vuelva, ya ve cómo estamos; y que él le quería. Nos habló muchas veces de usted.

—Sí, sí—dijo Clarita sacando la cabeza de entre las faldas de su mamá.—Sí: vuelva, Sergio, que mí papá todos los días á la cena, nos hablaba de usted contándonos esto y lo otro y lo de más allá. Lo sabemos todo, todo. Es usted el gran pavo; vuelva; antes de meterme en la cama quiero que vuelva, que nos diga otra vez esas cosas tan bonitas; mire que quiero dormirme oyéndolas; vuelva, vuelva; mire que si no vuelve, lloro; vuelva, vuelva.

La hermana mayor callaba; en la obscuridad de la estancia, Sergio seguía adivinándola, en pie, recostado el cuerpo en el aparador, metida como santa en hornacina entre el mueble y la pared, allí precisamente donde la sombra era más espesa. El vestido negro favorecía el desvanecimiento de su personita, perdiéndose las líneas en aquel esfumado como figurilla de dibujo al carboncillo. Sólo el rostro destacaba un poco, por efecto de su blancura, una blancura de azahar; pero sobre todo los ojos, esos sí, rebrillaban con su azul profundo que infundía ideas de cosas muy hondas: la idea del mar, su mar Mediterráneo, de aquel mismo azul suave, plateado; el recuerdo de las noches de estío valenciano, esas noches de allá, de sombras espesas, pero amasadas con blancuras indefinidas, de un azul luminoso, como si la lumbre solar hubiese inflamado el ambiente y aún palpitasen corpúsculos del día flotantes en la atmósfera caldeada. Así era aquella lumbrada azul que brotaba del rincón tenebroso, serena, dulce, con gravedades de misterio que atraen y fascinan. Sin abordarla de frente, pero sintiéndose envuelto en ella, Sergio seguía su charla, en pié, diluyéndola despedida en el desbordamiento de compasión y de ternura que desahogaba con su facundia mansita. Aquel comedor sumido en la penumbra crepuscular, la quietud dolorosa de aquellas mujeres, el ambiente de tristeza que allí se respiraba, la modestia misma de la estancia, todo tan recogido y tan íntimo, le pareció una prolongación de su alma, también á media luz, modesta, dolorida; así estaba él de elocuente, como si hablase con su alma á solas, y así se complacía en aquello, parándose á observar detalles que no lo merecían por sí mismos, ni mucho menos por la ocasión de la visita. ¿Pues no estuvo cinco minutos con la vista clavada en una jardinera de mimbres que en el centro de la mesa tenían con flores de trapo y musgo de papel? Pues ¿y el gato? un gatito endrino, sedoso, que relucía con las graciosas ondulaciones de su cuerpo; le estuvo resobando, sin darse cuenta de lo que hacía, hasta que otro como el negro, pequeñín, pero atigrado, al ver por allí un señor tan amable para su compañero, se le acercó también, saltando á la mesa en donde Monto se revolcaba. Pero Rafaela dió una palmada, y los animalejos, el Morito y Sesostris, desaparecieron de un brinco.

—Estaban estorbando,—dijo Rafaela.

—Quien ya estorba aquí soy yo,—dijo Sergio en el instante que un relámpago intenso, de luz muy verde, iluminó la estancia llenándola con su resplandor fosfóreo; el trueno retumbó en seguida seco, haciendo crepitar la cristalería del aparador como si la deshiciese en polvo. Hubo después un largo silencio; una espera de otro relámpago y otro trueno. Las mujeres callaban medrosas; el bibliotecario estaba aturdido; al fulgor verdoso del chispazo vió á Rafaela como si las tinieblas del rincón se hubiesen desgarrado para mostrársela en toda su hermosura, inmensamente bella con la expresión dolorosa; en aquel segundo la vió, como tal vez no la hubiera visto nunca en horas enteras; no perdió ni una línea, ni un trazo: espigada, esbelta, gráciles y blandas las curvas femeninas, que se desplegaban bajo el vestido armoniosas y sanas, tan ajenas de liviana ostentación como de recato místico. Y su cara, aquella carita angelical, de óvalo un poco alargado, con la palidez de las grandes amarguras, y con sus ojazos azules metidos en el cerco de un livor cárdeno; y aquellas abundantes guedejas, rubias como mieses, prendidas con un descuido muy gracioso y original. En las tres ó cuatro veces que la encontró antes, nunca la había visto así. De buena gana esperaría otro relámpago para convencerse de la realidad de aquello, que no podía ser ilusión de su mente un poco caldeada por las emociones de la tarde; no: era realidad de carne y hueso, y ahora sí, ahora sí que deseaba marcharse, verse en la calle, recrearse en la impresión fugaz y darle fijeza, para que cosa tan bonita no se borrara nunca de su memoria.

Se despidió Sergio prometiendo volver á velar; vaya, era lo menos que podía hacer por el jefe, por el pobre don Cayetano; bien lo sabrían; él le quería, le debía mucho, mucho: consejos, alientos, ¡qué sé yo! mucho, mucho; mi espíritu guarda no sé qué cosa, como aroma del suyo, fino, sutil, que se me fué contagiando con el trato cotidiano, allá, en aquella biblioteca tristona. Señora, allí los dos, como el pez en el agua.

Doña Irene despidió á Sergio llorosa, y mandó á Clarita que le acompañase á la sala.

—Allá está, véale usted.—Fué á verle guiado por Clarita, que se pegaba á él, con los ojos muy abiertos, temblorosa; Sergio la acariciaba el rostro, que ella reclinaba sobre su cintura con abandono y confianza infantiles. No la dejó entrar; miró desde la puerta, llenándola con su cuerpo para que Clarita no viera, y mientras tanto, hundía la mano entre el pelo negro, aborrascado, de la nena, que había enlazado un brazo á la cintura de Sergio, apretándose más.

Soto abrevió la escena y salió á la antesala; al abrir la puerta, se inclinó, y sobre la frente de Clarita besó recio. Aquel chasquido debió resonar en toda la casa según fué de lleno y rotundo; al menos Sergio besó con toda su alma, sonoramente, descargando una angustia que le mortificaba.

Ya en la calle, andando lentamente, á tropezones, respiró con ansia el aire de tempestad que en ráfagas volanderas le refrescaba, satisfaciéndole el olor que subía de la tierra húmeda. En la Plaza de Santo Domingo, las acacias, empapadas en la lluvia, embalsamaban el espacio, y atraído por las emanaciones embriagadoras, voluptuosas, se coló en el jardincillo, pisando arena mojada que cedía bajo su pié. Estaba á obscuras: los árboles lagrimeaban sobre él sacudidos por los soplos del viento, enviándole oleadas aromosas que respiraba con avidez, recogiéndolas sediento en su pecho. Los goterones que le caían en la cara los dejaba rodar gustando de su frescura; de las ramas bajas arrancó algunas hojas, mordisqueándolas luego. Era una impresión de delicia la que á él le invadía... ¡Pobre don Cayetano! Le recordaba como si hiciese muchos meses que le hubiesen enterrado. Le veía lejos; ni aun la violenta impresión de ahora mismo, en la sala, podía retener quieta; con todo su horror, se escabullía, la borraba el relámpago verde, y el desgarrón que éste hizo en las tinieblas del comedor. Sí; ¡qué alta, qué pálida, qué azul el de sus ojos!...—Así, así,—dijo mirando arriba y viendo por un agujero entre las nubes un jironcillo de cielo crepuscular con el parpadeo de unas estrellitas.

Recobrándose un instante, se dijo á sí mismo:

—Pero, Sergio, ¿estás loco? ¿Qué diría don Cayetano Bustamante si te viese ahora? Bien; lo que debiera haberme dicho una vez y otra, y otra y ciento, es lo que en su casa tenía, el tesoro que guardaba... Pero, Sergio, formalidad, formalidad; repara que con el disgusto, con las impresiones inesperadas, con este olor tan fuerte, estás un poco... Sí, es verdad: estoy con un poco de borrachera. A casa, necesito cenar; comprendo que no podré pasar ni un bocado, pero yo necesito algo sólido... ¡Ah, lo sólido! Estoy cansado de lo sólido... ¡Ay, qué vientecillo tan rico! me gusta por eso precisamente, porque no es sólido. Lo que ahora me apetece á mí es lo más ligero, que es lo más gracioso en el mundo: me apetece canto de pájaros; me apetece olor de azahares; me apetece oír el chorro de una manga de riego cuando rompe y chasquea como si Cascasen nueces; me apetece traqueteo de tren en túnel... ¿Y qué más, monín? ¿Qué más te apetece?... Pues mire usted, sí; me apetecen, ¡cosa más salada! me apetecen las Cortes; si estuviesen abiertas, ahora mismo iba, me sentaba en la tribuna, y allí, á la luz discreta, al arrullo blando, ¡alma, sueña!

Al pensar esto había abandonado los jardinillos de Santo Domingo y bajaba por la curva de Campomanes.

—¿Por qué no me lo dijo don Cayetano?... ¡Ya, ya! Ya lo sé. Ni una palabra; jamás, jamás, jamás. Calla, Sergio, calla; te estás portando como un bruto; calla, calla. El decirlo él, hubiera sido eso tan torpe que llaman...

No se atrevió con la palabra; ni aun á susurrarla se atrevía; pero la palabra se empeñaba en salir, y él quiso atajarla tapándose la cara con las manos; y al separarlas, las sintió húmedas. Lloraba. El jardín de la Plaza de Isabel II estaba enfrente. Se metió allí, para que no le viesen los que pasaban, serenarse un poco y seguir la marcha.

Decididamente, él estaba para jardines aquella noche. En aquél, como en el de más arriba, se sintió muy á gusto. Su frescura le despejaba reanimándole. Volvió á coger el hilo de sus pensamientos con mucha cordura y sensatez. El buen señor le hablaba de su Rafaelita tal cual era para él: un angelín de Dios que bordaba, tocaba el piano y hacía flores de trapo; y al contarle estas menudencias al joven subordinado, ponía en sus palabras todo el candor de las cosas que nos salen de los rincones del alma. Decirle á él, á Sergio Soto:—Rafaela es muy guapa...—vamos, que eso... no, no, no podía ser.—¿Hubieras sido tú capaz? Bueno, yo sí; pero don Cayetano, soltarlo de sus labios, te digo, Sotito, que no podía ser, porque en este mundo miserable hay pudores sublimes.

III

El tiempo, que nos figuramos como algo que corre, sujeto á una medida acompasada, se desliza ante nosotros fugaz ó lento según abrimos más ó menos el regulador de la marcha, manipulando á derecha ó izquierda con la llave de la felicidad.

Así se comprende que la noche del velatorio, que en el orden sideral fué como cualquier noche, en casa de las Bustamantes, las de la calle del Requejo, para unos fué corta, para otros fué larga. A Sergio le pareció que con cuatro paseitos desde la antesala á la sala y viceversa, se había ido la noche de entre las manos ó mejor de entre los piés. Los descansos más largos los hacía en la sala, que estaba muy fresca, con los balcones abiertos. Miraba á la puerta del testero, de acceso al gabinete; aguzaba el oído, y vuelta otra vez á la antesala, corriéndose en ocasiones hasta el comedor, en donde Francisco cabeceaba soñoliento. Los gatitos también andaban, como él, de aquí para allá, con su marcha sigilosa y pausada; tan pronto los veía en una habitación como en otra, restregándose contra Sergio cuando por el pasillo cruzaban con él. Estaban desorientado» los animalitos; parecían invadidos del desasosiego de todos al ver perturbada su vida regular; no acertaban á dormirse, sin duda por nostalgia de caricias en los lomos; de cuando en cuando desahogaban su aburrimiento en un miau largo y tristón. Pero no insistían; su instinto de domesticidad les dictaba en aquella ocasión calma y sosiego.

Este, en la casa era profundo; desde la sala se oía el reloj de péndulo del comedor. Detrás de la puerta del gabinete, las señoras debían dormitar porque no se oía el rumor más leve.

De aquel beneficio sólo gozaba Clarita, con un sueño profundo, después del cansancio del día triste. A la cabecera de su camita, doña Irene, arrebujada en un mantón interrumpía el silabeo de su rezo para reposar sobre la almohada de la niña su cabeza de cabellos blancos. Rafaela estaba inquieta: se dejaba caer en todos los asientos sin hallar cómoda postura en ninguno. Determinó pasear del balcón á la alcoba; pero su inquietud se acrecentaba con el movimiento. Quedaba luego inmóvil, en pié muy rígida, contrayendo todos los músculos de su cuerpo, sin poder resistir tan violenta situación más dé unos segundos. Se metía en un rincón, plegándose al ángulo de la pared, tapándose la cara con las manos, con fuerza, con rabia, hasta estrujar la carita, y tampoco por los rincones hallaba el alivio de aquel sobresalto. De rodillas ante su madre, reclinaba el busto sobre su hombro y sólo conseguía contagiar á doña Irene su devaneo febril. Sintió momentos de ahogo: entornó la puerta vidriera de la alcoba, y abrió el balcón.

La calle del Requejo es de las más estrechas y empinadas de los antiguos barrios; pero por una banda conserva en buen trecho el jardín del Marqués de Ruzafa, que da graciosidad á la modesta vía; en la esquina de la calle estaba el palación; se oían lejanos los últimos gruñidos de la tempestad.

La frescura de la noche dió una tregua breve que aprovechó la huérfana para ordenar un poco sus dispersas ideas, aquella maraña de pensamientos que, encrespados y agresivos, parecían punzarla con sus agudas púas penetrantes, desgarradoras, que mortificaban algo burlonamente sin el dejo sano de los dolores grandes, solemnes. Este, éste era precisamente el que á ella le cuadraba aquella noche; uno de esos dolores que postran y abaten, que con su furia lo arrasan todo, vaciando el alma, sin dejar ni una brizna de ilusión ó deseo. Y al contrario, allá en lo profundo sentía levantarse deseos ardientes, ansias indefinidas, pero tenaces, testarudas. En vez de tener su espíritu henchido del pasado, con recuerdos en montón, lo llenaban unas esperanzas nacientes, sentía la palpitación de una espera ansiosa; en el fondo de su tristeza había algo que relucía, como en el fondo de aquel cielo negro había estrellas, y lo mismo que miraba de cuando en cuando al Oliente para ver si rayaba el alba, miraba para dentro, apretados los párpados con el presentimiento de otra alborada. ¡Qué noche para pensar en un amanecer alegre! Y ella la preferida, ella el mimito de papá... bien bien; así se pagan amores, desvelos; no hay ni una lagrimita, de esas que tanto abundan por cualquier cosa... ni una lagrimita siquiera por amor de Dios.

El dolor de aquella criatura era de los que más laceran, cebándose en sí mismo sin hartarse, ahondando, ahondando impávido. Por un error muy frecuente en las crisis ¿olorosas, convertía en esperanzas placenteras, casi risueñas, lo que era en realidad remolino de recuerdos. En aquel trajín de emociones, trasegadas de lo pasado á lo porvenir, revivían los deseos de su padre, aquella ambición de su vida que se acurrucaba en el rinconcito más hondo del alma, temblando de pudor y también de miedo; nunca, nunca le salió de labios afuera; pero ella la había sorprendido, sin saber cómo, en una inflexión de voz al hablar de Él mientras cenaban; y ahora, el pensamiento sorprendido furtivamente, en el revuelo de una palabra, en el temblor de una caricia, tomaba cuerpo en la memoria, se concretaba en líneas precisas, lo mismo que esas melodías que se despiertan y suenan en nosotros, mucho tiempo después de haberlas oído.

Pero aquella evocación en tal noche, era obsesión de pesadilla que atenazaba mortificadora el pensamiento de Rafaela; la lucha á brazo partido con las memorias dulces que se erguían como señoras de su imaginación, llegó á exteriorizarse, presentándosele violentamente un dolor agudo en la sien izquierda, y luego otro igual en la derecha, hasta producirla penosa impresión de un taladro lento. Se oprimió la cabeza entre las manos, y sintió un golpeteo duro muy doloroso, como si las ideitas, las buenas y las malas, armasen allá dentro descomunal zipizape, entreteniéndose en martillearle el cráneo; dejó caer los brazos, y al cesar la presión las picaras se desparramaban zumbadoras, produciéndola atolondramiento y vértigo. Tuvo que agarrarse violentamente al hierro del antepecho y cerrar los ojos para dejar pasar á las muy locas, que no parecía sino que cien armones corrían por allí, al galope de caballos desenfrenados; hasta en los oídos repercutía el traqueteo de las pesadas ruedas. Se alejaron; ya rodaban lejos; pero la punzada volvió á hacerse más intensa, dándole ansia de gritar; se echó en un sofá, boca abajo y quietecita, agazapada; aquello fué pasando; el clavo salía, le sentía salir como si mano piadosa lo extrajese suavemente. Y le pareció que con el clavo le habían arrancado también el pensamiento, porque ya no pensaba en nada; si casi se dormía; al menos se aletargaba, sumiéndose en un sopor silencioso. Aquel estado debió durar poco tiempo; oyó el canto de un gallo en el jardín de Ruzafa. También Sergio oyó desde la sala el clarín de aquel heraldo del día. Años hacía ya que él no había oído el canto del gallo, y pensó en Valencia, en el huerto.

Volvió el silencio de la noche, Sergio en pié, con la cabeza hundida en el pecho, miró largo espacio al muerto. Contemplándole en su habitual palidez, con las líneas finas de aquel rostro severo, y sin embargo, tan atractivo, le parecía verle en el sillón del salón chico y oirle decir:—No, Soto, no pude comprobar esa cita. Usted se encierra en la celda como un benedictino y se ríe del mundo, estudia que te estudia. Así no comprende lo que es la familia, la absorción del hogar: figúrese que anoche la nena me echa los brazos al cuello y me retiene en cautiverio, mientras que la otra (Rafaela siempre era la otra, pocas veces dejaba salir el nombra), mientras que la otra desde la sala rompe á tocar una sonata de Mozart; era cosa convenida entre las dos. Sospecharon mi propósito de ir á la Academia, y mire usted, lo sospecharon porque me vieron con las botas; papá va á salir ¡con el frío de esta noche!... ¡no en sus días! Y la una con sus arrumacos me zarandea, entre tanto que la otra me arrulla sorprendiéndome el punto flaco; porque usted, Soto, dice que Beethoven, y yo le digo que Mozart. Beethoven me violenta, me desconcierta un poco; para la calma de estas noches en familia, para la paz del hogar, amiguito mío, como Mozart, ninguno. Pero esto, como todo, hay que sentirlo; usted no puede: se necesita ambiente; usted no tiene el ambiente; si lo tuviera, lo comprendería y lo sentiría como yo, como la otra.

Instintivamente miró Sergio hacía el piano que en un rincón estaba, resguardado por una funda color garbanzo con vivos rojos. En un anaquel pequeño tenían los cuadernos lustrosos de Peters: cogió algunos, y se entretuvo en hojearlos; había páginas apostilladas, pero era difícil la lectura de las glosas por estar hechas con lápiz, ya borroso. Sin embargo, interpretó algunas. Eran indicaciones sobre el aire de los tiempos, sobre pianos y fuertes, impresiones personales de la misma pianista, de los suyos ó de sus amigas. La concisión era la más preciada prenda del estilo de la anotadora. Un me gusta, un no me gusta, bastaba para dejar juzgada una obra con rotundidad candorosa. Para indicar las preferencias personales de cada trozo musical, le bastaba añadir al título ó al tiempo un nombre, y así vió cosas tan graciosas como éstas: SONATA de papá. NOCTURNO de mi amiga Juana, MARCHA TUECA de Clarita. Hasta un scherzo de los gatitos, Y entre líneas, sobre la Sonata 14 de Beethoven, Adagio de Soto.

El corazón le dió en el pecho dos golpetazos duros; una oleada de sangre le subió á la cabeza, le enrojeció el rostro. Era verdad: aquél era su andante, el favorito, al que también él había puesto un mote, porque le llamaba el adagio de las lágrimas. Aquello se lo había dicho don Cayetano; y ella sabría que él, al oírle... ¡Ah!

En este momento volvió á cantar el gallo en el jardín de Ruzafa; Sesostris rascó su cuerpo contra un hachero. Sergio miró otra vez la leyenda en lápiz, con mayor emoción que sí estuviese en bronce; Adagio de Soto, y luego clavó la mirada en la puerta del gabinete, después en el muerto, como un autómata, como muñequito de reloj suizo que mueve los ojos asustándose de todo. Llegó á desvanecerse en su cerebro la idea del lugar, de la realidad fúnebre, y con el cuaderno de Beethoven entre las manos salió al balcón, para ver si el gallo había anunciado con puntualidad el alba.

Desde allí no se podía ver esa primera línea de luz con que el día raya á la noche en la lejanía del horizonte; pero una blancura de ópalo empezaba á subir cielo arriba, creciendo en el espacio, invadiéndolo tomo marea de luz. Debajo de los balcones, entre la fronda espesa del jardín, se oía una palpitación de hojas y de alas; rompió un pío pío intermitente, tímido; y poco á poco todos los pájaros despertaron, llenando la calle solitaria con la greguería de sus piadas. Bañado por la luz lechosa, y atento al bullicioso despertar de la pajarería, se emperezó en el balcón, recostado en la baranda, creyendo firmemente que del bosquete de Ruzafa salían las notas de la 14 tal como el maestro las había oído en plena naturaleza, aumentando en intensidad, impregnándose de luz, temblorosas, apasionadas, hasta invadir el espacio y henchirlo con su armonía vaga, pero sonora, creciente, majestuosa.

En el balcón vecino asomó una sombra negra, que le pareció aún más obscura en medio de aquella atmósfera blanquecina. Era Rafaela misma, que al verle, se refugió en el gabinete. También él se metió en la sala, poseído de un sentimiento religioso, una invasión de misticismo que le incitaba á doblar las rodillas delante del muerto inmóvil, pálido, sereno, que parecía querer levantarse de allí para decirle;—¡Hijo mío! ¡hijo mío!

Detrás de la puerta del gabinete oyó entonces unos sollozos ahogados, muy comprimidos en el pecho que los exhalaba; pero crecían, y dominaban la algarabía de los pájaros, destacando sobre ella dolientes, penosos; el coro de gorriones y jilgueros formó un fondo de melodía natural á las notas desgarradoras que llegaban del gabinete, y él, temblando de piés á cabeza, oía el Adagio de la 14, austero, terrible en su aparen te serenidad.

Un golpe seco cortó la tocata. Fué la puerta del testero que se abrió con estrépito. Rafaela, descompuesta, desemblantada, avanzó con los brazos abiertos, dejó caer el cuerpo desmazalado sobre el paño negro, y antes de que Soto pudiese impedirlo, se abrazó á don Cayetano estallando en besos arrebatadores, secos, inacabables.

Cuando Sergio quiso acudir para cortar la congojosa escena, le faltó brío, se sintió clavado al suelo, sin fuerzas para moverse, ni para suplicar siquiera calma, calma.

Fueron aquéllos unos segundos de esos que en la vida humana valen por años. Sonaban los besos con chasquidos fríos, con intervalos de espera, una espera angustiosa de otros que no sonaban, que no se oían.

Al fin Rafaela se levantó, irguiéndose satisfecha, regodeándose en su acción; pero al levantarse, su mirada llorosa tropezó con la de Sergio, y su cuerpo vaciló con oscilación de mareo; él la vió venirse á tierra, y á través de los blandones acudió á recogerla para evitar el golpe. Pero Rafaela, recobrándose con un esfuerzo supremo, le apartó de sí oponiéndole las manos con aire altivo, con repulsión y aspereza.

Se dirigió al gabinete, y antes de cerrar la puerta, volvióse á ver otra vez el rostro de su padre; al levantar la mirada, la posó un instante sobre Sergio, el cual se sintió envuelto en la llama azul de aquellos ojos que estaban llenos de lágrimas. En su exaltación exclamó:—¡Rafaela!

Pero la otra llevó el índice á los labios, después señaló al cadáver, y con golpe duro cerró la puerta.

IV

Al día siguiente, Sergio volvió á la calle del Requejo para llevar libros, papeles y una antojera que tenía el jefe en la biblioteca. Doña Irene reclamó de su buena amistad un servicio que sería penoso.—Pero ya ve usted—le decía:—nosotras, mujeres solas, ignorantes de todo en el mundo... los amigos de mi marido son muy viejos, y á mí, señor, sáqueme de entre la ropa blanca y soy mujer inútil, completamente inútil.

—Pida usted, doña Irene; ya sabe que yo...—dijo Sergio con efusión.

—Ya, ya lo sé. ¡Cuántas veces me lo dijo mi marido! Le tenía usted chocho. Usted, tal; usted, cual.

—Bien, bien—replicó Sergio un poco ruborizado;—pero ese favor, ese servicio tan extraordinario para el cual supone usted que son necesarios todos los bríos de la juventud, dígamele ya para empezar á arremeter.

—Pues sí, á eso voy... ¡Ay! yo sentiría...

—Por Dios, ¿qué es ello?

—Mire usted...nosotras somos pobres... muy pobres.

—Sí señora, muy pobres—respondió Sergio con resolución é impaciencia,—tan pobres como yo.

—Eso: así, así de pobres. Cerrar sobre él la tumba fué lo mismo que cerrarnos la puerta de la despensa, y eso que nuestra vida... el orden de él, el gobierno mío...

—Pero, doña Irene, dígame lo que desea de mí.

—Es verdad, tiene razón; es natural que yo tema molestarle con impertinencia tan enojosa. Créame: ni el orden suyo, ni el gobierno mío bastaron; nunca llegamos al desahogo, á la tranquilidad económica. ¡Ah! deudas no, deudas no; tranquilidad de espíritu sí teníamos; tranquilidad bastante para hacernos la vida grata., aquí los cuatro. Y aun así, una ve;: llegamos á reunir hasta mil pesetitas; pero vino el gasto gordo de la vida: vino el piano, y otra vez á levantar peseta sobre peseta, suprimiendo un sombrerito, el tranvía de los domingos á la Moncloa, las sillas de la iglesia; ¡qué sé yo, qué sé yo! afanosamente levantamos otra vez la torrecita de las mil pesetas; pero entonces vinieron los Linajes castellano;, y, amigo mío, los Linajes nos clavaron. No es que el pobrecito tuviese ilusión; no es que él pensase en vender Linajes, no; bien sabía él que todo está perdido; pero ya ve usted, de una obra así, no despachar más que tres ejemplares... y trescientos que regaló, son trescientos tres; el resto de los Linajes en la guardilla. Se consolaba fácilmente diciendo con aire muy triste:—Tampoco don Marcelino vende, y eso que es Marcelino.—Sí señor, así se consolaba con don Marcelino de la escasa venta y de las mil pesetas. Pues bueno: otra vez arriba con la torrecita de las mil, otra vez á sentarnos sobre las losas; yo, algunas veces, como los años pesan, no podía llegar á la Moncloa, y se iba él solo con las niñas. A mitad de la torre estábamos, cuando vino este golpe que se lo lleva todo; y eso que más modesto... ya ve usted, de dos caballos.

Sergio llegó á oir con calma la relación de doña Irene complaciéndose en ella, porque le introducía muy suavemente en la intimidad candorosa de aquel hogar; hasta le recreaba, pareciéndole gracioso aquel trabajo cotidiano de hormigas que levantan el montoncito, defensa del hormiguero, para que luego viniera la patada de la realidad á desmoronarlo.

Al fin doña Irene soltó su atrevido pensamiento.

—Quisiera que usted, señor Soto, nos hiciese lo de clases pasivas. Nos urge, créame que nos urge; no quiero deudas: antes quiero el hambre para mí y para mis hijas.

Si no hubiera sido porque la comisión de dona Irene le produjo un rebullicio muy alegre, le habrían emocionado aquellos vaticinios de hambres. Rafaela con hambre, Clarita con hambre, todos hambrientos allí. Vamos, que por poco lo suelta; si no repara á tiempo con qué persona hablaba, lo suelta conforme se le ocurría, diciendo á doña Irene:—Señora, por Dios, van ustedes á representar la escena del Conde Ugolino variando el sexo como función de inocentes.—Se limitó á decir: cuatro palabras vagas, otras cuatro cortesías muy cumplidas, y prometer dar honroso remate á la empresa.

Lo que es para todo anciano achacoso, viuda desamparada ó huérfana desvalida calvario inacabable, fué para Soto senda de flores. El complicado mecanismo administrativo le pareció cosa muy divertida, y hasta creyó bien montada aquella gran fábrica dividida en galerías, talleres, hornos y otras dependencias mil, por todas las cuales se había de ir pasando lentamente á fin de que la primera materia introducida en el embudo de la maquinaria, y consistente en un envoltijo nada pequeño de papelotes, saliese al cabo de un añito de elaboración lenta, pero muy delicada, convertida en una pensioncita. Cada vez que la pieza pasaba de un taller á otro, Sergio acudía á la calle del Requejo con la noticia; algunas veces aconteció recorrer la pieza dos talleres en un día, y entonces, dos viajes y dos noticias. También fué necesario algunas veces que la misma doña Irene, la proveedora de primera materia, fuese á la fábrica para ver por sí misma las manipulaciones y atestiguar con alguna que otra firmita cómo la sutil materia de instancias, partidas, certificados y demás especies papiráceas iba tomando consistencia y forma, bien que no fuese todavía más que un amasijo informe y feo. A estas visitas de inspección, la acompañaba Sergio. En fin, y para no cansar, el día en que éste recogió en sus manos la recién fabricada flamante pensioncita en forma de real despacho y la llevó cuidadosamente envuelta á la calle del Requejo, hubo allí la escena fácil de imaginar al recibirla y al leer doña Irene, con las gafas de don Cayetano montadas en la nariz, que era larga y muy tendida, lo que el despacho contenía. Vacilaba la viuda de Bustamante entre la alegría y la pena; pero al fin en su corazón amoroso y nada endurecido pudo más la aflicción, y así al acabar de leer el plieguecito, mirando á sus hijas con ternura imponderable, lea dijo, á la vez que por su rostro flaco rodaban unos lagrimones:—Mirad, hijas mías, es el pan que padre os manda; recordadle siempre; ya veis cómo él aún os recuerda desde el cielo. ¡Pobrecito! ¡Pobrecito!—Y lloró de veras sintiéndose hondamente conmovida por su propio arranque, Clarita, sin acertar á comprender cómo aquel papel venía del cielo, también se sintió conmovida por las tiernas palabras de su madre, y rompió á llorar muy desconsoladamente. Sergio y Rafaela tuvieron que acudir á tranquilizar tanta congoja.

Pasada la impresión primera y serenados los espíritus, doña Irene manifestó á Soto su deseo de celebrar, sin ostentación, en familia, el feliz término de la empresa, para lo cual le rogaba que aquella noche viniese á comer con ellas.—No habrá nada... ya ve usted; pero, eso sí, comerá en familia. Convidaremos también á nuestra amiga Juana.

Clarita recibió la noticia de la invitación con saltos, con palmadas; su llanto de un minuto antes, ya estaba trocado en una alegría expansiva, que se contagiaba poniéndolos risueños á todos. Rafaela misma sonreía mirando á su hermana. Sergio reventaba de gozo ante la perspectiva de comer en familia. ¡Comer en familia, él que nunca había comido en familia, sino solo, con un libro por comensal! Aquél debiera ser un goce de los más penetrantes, y se preparaba ya con una especie de unción á acercarse á la mesa á comer en familia.

Ya se deduce de todo esto la confianza que el subordinado de don Cayetano había adquirido en casa de las Bustamantes; allí se había labrado un huequecito; entraba y salía con despreocupación y desparpajo, sin pensar ya:—Ahora voy á esto, ahora subo á lo Otro.—Aquella casa, aquel comedor, el del relámpago, el gabinete de camilla, la salita modesta con el piano, empezó á ser para él un hogar, un rincón en donde guarecerse. Y Sergio se pegaba á aquella vida como el molusco se pega á la roca, adaptándose á ella.

En las noches de invierno tertuliaba allí, con las huérfanas y la amiga Juana; doña Irene no tertuliaba, porque se dormía en su sillón hondo de gutapercha. Unas veces las mujeres cosían á la máquina, en el comedor; el run-run de la Singer formaba un fondo melódico á la conversación plácida; otras veces el fondo de la charla era una sonata en el Montano. La pianista era Rafaela, que dirigida, impulsada por Sergio, llegó á obrar prodigios sobre el instrumento. Tenía disposición natural, sentido sorprendente para interpretar ciertos autores. A Beethoven le daba grandeza; á Mendelssohn una elegancia seductora, y á Chopin toda la melancolía de una juventud triste y enfermiza. Con la máquina, que era de las de pié, también solía inspirarse, y á Sergio le parecía Margarita al torno cantando su canción, y no le gustaba menos rigiendo el mecanismo de ruedas y poleas que el otro, el de cuerdas y macillos. Todo lo hacía con gravedad y destreza. En el instrumento del comedor corría el lienzo bajo la aguja que le picoteaba, y salían metros y más metros cosidos y pespunteados. Del de la sala brotaban las melodías fáciles y graciosas, sumiéndolos á todos en una atmósfera de poesía soñolienta. Aquella Rafaela era un genio ideal y casero al mismo tiempo; poseía idéntica agilidad para rematar una jareta que para dar expresión á una sonata. El bibliotecario se embobaba por igual viéndola tocar y viéndola coser. Unas veces, la monótona machaquería le inspiraba ideas de un vivir reposado y tranquilo, sugiriéndole la visión de la esposa dulce, del hogar ordenado; otras veces, el teclear de Rafaelita le arrebataba levantándole muchos metros por encima del suelo, bañándolo en una luz como de aurora, viendo el mundo en una atmósfera de vaguedad rosada, sin precisión de contornos, desvanecidas las masas. Con la máquina, era una mujer, la hembra humana; ante el piano, ya era otra cosa; la carne se escabullía: todo era espíritu, todo era alma, entregándose apasionadamente al autor que ante sí, sobre el atril tuviera. Y es el caso, que á él las dos Rafaelitas le gustaban; se recreaba en su cuarto, á solas, interrumpido el estudio, en verla hacendosa mover los pedales para rodar el volante con el rostro encendido por la faena, con jadeo en el pecho, inclinada la cabeza con las crenchas de oro sobre la labor, y también se recreaba en verla pálida, la cabeza tirada para atrás, con los párpados entornados y la mirada intensa fija en algo invisible, mientras sus dedos se deslizaban sobre las teclas. Con la prosa de la maquinaria le atraía; con la poesía del piano le fascinaba.

Clarita también gustaba de ensayarse en el manejo de la Singer; ya podía ella manipular, y se mostraba habilidosa costurera. Un día sorprendió á Sergio diciéndole al verle entrar:

—Mira, Sotuco, mira bien: ya doy con mis patitas en estos fuelles; me canso, eso sí, porque son remolones y duros; pero un añito más, y te aseguro que los domo. Voy á desarrollar tal fuerza de pantorrillas con el manejo del pedal, que podré dedicarme á la bicicleta; ¡ay qué gracioso! y tú también. Mira, he oído que los sabios del mundo, en vez de ir ahora sobre dos pies, van sobre dos ruedas. Anímate, hombre, y nos vamos los dos juntos... Mira, mira, ya se enfada Rafaela; no, no. Faelita, no se incomode usted, que sin su permiso no hemos de empezar á rodar.

Así había transcurrido aquel invierno, durante el cual ganó Soto la intimidad de las Bustamantes. Al terminar el expediente de doña Irene asomaba ya la primavera, que en Madrid es tan bonita como en todas partes, porque si no es abundan te en flores, lo es en regocijo callejero con la luz abundante y alegre que cae sobre las calles más lóbregas, con la multitud que invade las aceras ansiosa desoí, sintiendo comezón de vaivén sin objeto, con los organillos bullangueros, con los canarios de los balcones que trinan asordando el barrio, con todo ese rebullicio de la humanidad ciudadana que sacude el letargo invernal.

Nunca habían impresionado á Soto aquellos efluvios primaverales. En la biblioteca no penetraban las estaciones de la natura; en su alma tampoco; vivía muy á gusto en un otoño perpetuo, melancólico. Pero aquel año le hirvió la sangre, palpitante en las arterias; sintió el remozo de su vida árida, inquietud, agitación; unos deseos tan inaprehensibles, que al irá cogerlos con el pensamiento, se escabullían dejándole sin saber lo que él mismo deseaba. Hubo día en que llegó á creerse enfermo, presa de una violenta calentura. Pero metido en la biblioteca, entre los libros, se calmaba aquella excitación y renacía el Sergio sesudo. Una mañana al salir de casa, por fin atrapó los deseos sin saber cómo, cuando menos lo esperaba; fué sin duda por el choque con una de esas oleadas de aromas serranos que en las mañanitas de Mayo suelen colarse por las calles de la Corte; ello es que á Sergio le sobrecogió un anhelo repentino: marcharse al huerto. Tan vivaz rompió el deseo en su alma, que hubo de pararse en la acera para proyectar rápido el viaje. Era cosa decidida: se marchaba quince días, una semana; hacia muchos años que no veía aquello, y quería ahora mismo verlo, respirarlo; ahora, ahora era la ocasión, ahora era cuando á él le sentaba aquel rincón rumoroso, aquel mundo pequeño, pero tan azul, tan blanco, tan embalsamado por los azahares... Y ¿había de ir solo? ¡Ay, qué triste sería ir solo!—Propondré á las Bustamantes—pensó Sergio—que vengan conmigo... ¿Cómo, cómo? ¿Eso es posible? Y además, después de tantos años de abandono, bueno estará el huerto y buena mi casita. Iré yo por delante, limpiaré la casa, haré que le den nuevo jalbegue, enarenaremos las calles del jardín, replantaremos lo seco, y en cuanto esté todo, ¡todos al huerto!

Con variaciones sobre esta fantasía se pasó la mañana; á la tarde en la biblioteca, el ambiente de vetustez le hizo ceñirse á!a realidad de las cosas. Pensó que no era ni decoroso proponerles el viaje; el ansia de irse al huerto le hormigueaba; pero no podía ir sin ellas, vamos, que no podía; de tal manera estaban acopladas á su existencia aquellas criaturas. Ya iría él... vaya, irían todos, y habían de correr entre los naranjales.

Cabalmente discurría esto, la víspera del convite conmemorativo de la pensión. Y resuelto á quedarse, decidió dar desahogo al ímpetu que le agitaba, proyectando paseatas al campo, visitas á museos, un plan expansivo, una sumersión en la idealidad, acogida por las Bustamantes y por la amiga Juana con grandísimas señales de regocijo.

Esta amiga Juana, la de los nocturnos, era lo que se llama la señorita Juana, es decir, soltera; pero como peinaba canas, hacía á maravilla el papel grave de acompañanta. Su bondad sólo era comparable con su bobería: todo le producía sorpresa; todo le causaba encantos recónditos; al menos su locuacidad se desbordaba ponderativa por lo más nimio como por lo más grande. Era uno de esos seres que no gradúan las impresiones y que las reflejan luego con el mismo arrebato con que las recogen. Sólo el contacto de Rafaela moderaba sus arranques ingenuos, domeñándola, con el poder de la gravedad austera que la niña de Bustamante ponía en todo. Por eso Juana, inconscientemente, buscaba la compañía de Clarita, no obstante la diferencia mayor de edades; pero con la niña estaba más en su elemento expansivo, sin hallarse cohibida por remilgos.

Carecía de criterio personal, aunque se adaptaba mejor y más prontamente los juicios de Clara que los de Rafaela. A ella también le gustaban más los bodegones, las cacerías, los cuadritos de naturaleza muerta, que los grandísimos lienzos de extrañas y descomunales figuras. Por eso recorría con Clarita las salas del Prado aceleradamente, á caza de bodegones, mientras Sergio y Rafaela iban con mucho tiento, en contemplación serena, reposada. Ellas no podían con aquello, y mientras Soto y Faela, sentados en un diván, miraban el Entierro de Tiziano ó el Pasmo, las otras dos daban aturdidas vueltas mil en la sala. El bibliotecario explicaba á la mayor de las Bustamantes lo que significaba cada autor y cada escuela en la rica historia del arte. Rafaela recogía aquellas lecciones oyéndole silenciosa, pensativa, viendo abrirse ante sí un mundo ignorado totalmente. El día en que llegaron á la Sala flamenca, de cuyas paredes penden las obritas de Teniers, Juana y Clara casi llegaron á llorar de tanto holgorio y risa. Rafaela se dió á la meditación ante el San Francisco de Van-Dyck. Pero en donde Clarita sentó sus reales y confesó estar en sus glorias, fué en la Sala de Goya: no había fuerzas humanas que la atrancasen de allí; aquel Goya la emborrachaba, produciéndole un cosquilleo en BU espíritu retozón y movible. La amiga también se deshacía en ponderaciones. Sergio, al ver entusiasmo tan sincero, abandonó un poco á Rafaela para ilustrar á Clara, satisfaciendo la curiosidad que á borbotones, en forma de cien preguntas, salía por los labios de la niña. Aquel mundo de majos, chisperos, manolas, bobos y peleles barajados con reyes, generales y grandes señoronas, era la cosa más graciosa, y le hubieran dado ganas de vivir entre ellos, si tan regocijadas figuras hubieran sido de carne y hueso. Allí encontraba vida verdadera, monigotes que se desprendían del lienzo para correr y brincar con ella por la sala, muy simpáticos y muy tratables todos, hasta las personas reales, que no obstante su realeza y tiesura se humanizaban con los visitantes y parecían sonreirles, como agradeciéndoles la visita. Si no fuera por miedo á los celadores, Clarita hubiera corrido y brincado allí, pues de eso era de lo que ella sentía vehementes impulsos. La sangre le hervía revoltosa, y su admiración se comunicó á la amiga juana, que miraba hacia el mundo goyesco, como otro bobo más en la Sala. Entre tanto, Rafaela saturaba su espíritu en la placidez de su tocayo, y si hubiera sido capaz de mostrar sus preferencias con la violencia y el arrebato de su hermanita, donde hubiera enloquecido era ante la tabla de Fra Angélico. Tan hondamente penetró el sentimiento místico de aquella salutación angélica relacionándolo en esferas superiores de su alma delicada, que á la noche, puesta al piano, tocó de manera distinta, con unción, con idealidad, como si viera ante sí las figurillas del místico, como hubieran tocado la Virgen y el ángel si el ángel y la Virgen tocasen el piano.

De correrías y paseos también se hartaron. Recorrieron los más diversos lugares; extendieron las paseatas á las afueras de Madrid, metiéndose en parajes desconocidos, sucios y miserables, mirándolo todo, leyendo página por página el gran libro del mundo, como decía Soto, que no todo habían de ser idealidades vaporosas. Pero Clarita no quedó satisfecha hasta que un día la llevó Sergio á la parada, lo cual encendió en ella irresistibles deseos de presenciar un desfile militar, ver mucha tropa junta con todas las bandas tocando á un tiempo marchas marciales. También colmó este capricho el Dos de Mayo: vió la niña desde la calle de Alcalá desfilar el ejército con sus bayonetas, que resplandecían al sol. Pero su hermana se impacientaba en aquel bullaje; la luz intensa, las oleadas del gentío, el ruido, el polvo, la sofocaban, y volvía á casa con agudos dolores en la cabeza, que sólo en el silencio de la calle del Requejo con la frescura del jardín frontero se aquietaban.

A donde ella gustaba de ir á pasear, era camino del Pardo, entre encinares, y Sergio también prefería aquellos parajes que tantas veces había recorrido con don Cayetano. Llegaron algunas veces hasta la misma encina grandona, en cuyas raíces salientes solían sentarse los dos bibliotecarios. Soto recordaba aquellas tardes, aquellas charlas del jefe, y sus remembranzas se las decía á Rafaela con voz apagada, con acento de intimidad, como el que comunica secretos hondos. La de Bustamante respondía con el mismo tono de sordina, diciéndole:—Ya lo sé, ya Jo sé; papá me lo contaba todo; ¡si sabemos de usted como de una antigua amistad! Si me guarda el secreto, le diré una cosa que le hará reír. Yo una vez tuve celos, unos celos horribles que no me cabían en el pecho.

—¿De quién tenía usted celos?

—De usted, de usted, que á todas horas estaba en boca de papá. Vamos, que usted parecía el hijo y nosotras las bibliotecarias.

Sergio soltó una carcajada al oir esto, y volviendo el rostro miró al Guadarrama que estaba enfrente, azul, con una corona de nieve en cada cima. En la atmósfera límpida se dibujaba el contorno de las montanas, y tras el ambiente cálido de la primavera, al sol intenso, las cumbres nevadas resplandecían con fulgor diamantino.

Los dos, Sergio y Rafaela, hundieron la mirada en las montañas, cuyas oquedades se distinguían nítidas con la pureza del aire, merced á la luz solar que caía á torrentes sobre la sierra.

—¿No le apetece á usted, Rafaela, verse allí, metidita en lo más hondo de aquel azul, pisar nieve y sentir el chicharrero de estos días al mismo tiempo?

—¡Sí me apetece!.. En eso mismo pensaba yo. ¿Ve usted aquel monte más picudo, aquél que partee chorrear nieve por las laderas, como si lo cubriese un gran mantón de Manila de largos flecos que caen hasta el valle?

—Sí le veo: ese es Montón de Trigo.

—Pues bueno: sobre el Montón ese me encaramaba yo ahora mismo.

—Bonito pedestal.

—Calle y no se ponga tonto el sabio. Le digo que allí encimita tocaría yo á mí gusto la 14 de Beethoven. ¡Qué tal! ¿Piensa que es usted solo á idear cosas bonitas? Pues mire usted, Soto: si yo fuera señora de posibles para saciar caprichitos, ¿sabe usted lo que hacía? Pues nada más que esto, verá que no es demasiado costoso, sino que á nadie se le ha ocurrido antes tan excelente idea: organizaba una jira, una partida, cualquier cosa, con toda la Sociedad de conciertos, coros del Real, tres ó cuatro amigos, un carro de mudanza que cargase con los instrumentos, y sobre ese Montón de Trigo que usted dice, ¡la 9.ª!

—¡Soberbio!—exclamó Sergio.

Y una carcajada fresca resonó entre los encinares. Al oiría, Clarita que correteaba con la amiga Juana, se acercó y les dijo:—Miren los formalotes cómo se ríen.

Pero el arranque jocoso tuvo su reacción; quedaron luego en silencio, con una tristeza pesada.

Los dos, sin previo acuerdo, pensaron en una misma cosa. Sergio, al ver el espíritu que Rafaela mostraba á la vista del Guadarrama, la ofreció llevarla el libro de Tyndall, Sobre las montañas.

—No, muchas gracias, Soto; le conozco; muy hermoso, le conozco; también pará nos le leía por la Moncloa, frente á la Sierra. Y además, déjeme á mí de libros; para sentir no necesito libros; ¿creerá usted acaso que para llorar á mi padre me hace falta algún libro? Me basta pensar que está cerca de mí, sentirle como le siento ahora, al lado mío, al lado nuestro.

Aquella tarde no hablaron más. Dieron la vuelta emparejado Sergio con Clara, que le divertía la murria con su charla zumbona. Pasó un viejo llevando en una cesta naranjas, torraos, altramuz y otros comestibles, que pregonaba con voz bronca. Clara le dijo á Soto:—Vamos á comprar de eso; pregúntale si lleva chufas. ¡Eh, chufero!... ¿No te gustan á tí?

—A mí—respondió Sergio,—lo que tú quieras, nena mía.

Compraron varias cosas y las envolvieron en un pañuelito para ir picando en ellas por el camino. Rafaela reprendió á su hermanita, que de tan villanas golosinas gustaba; pero ésta le contestó muy fresca:

—¡Mire usted piquito de oro! Vamos, que á tí sólo te gustan los caramelos del Pajarito, las pastillas de chocolate de Sancho Sánchez y los merengues que nos lleva este caballero algunas noches. Pues yo prefiero, ¡lo que son gustos! las castañas calientes, las avellanas, las chufas, ¡Por las chufas me muero!

Sergio tomó la defensa de la niña: no todo habían de ser platos finos; alguna vez era bueno catar de aquella mercancía callejera.

Aún hicieron otro alto junto á un ribazo en cuyo fondo corría un reguero, un hilito de agua; con la frescura brotaban allí algunas florecillas que Rafaela arrancaba para que sustituyesen á las otras, á las floruchas de trapo de las que Sergio se burlaba mucho. Poco á poco las fué aventando; tenía razón: aquellas flores, con su eterna marchiten, eran cosa sin gracia, sin aroma. Un día desaparecieron los grandes florones de la sala; de otro golpe, las guirnaldas que se enroscaban en las cadenetas de una lámpara colgada en el gabinete; fué vaciada también la jardinera de mimbres del comedor, y en su lugar pusieron flores del campo, y otras que el mismo Sergio solía traer; ramitos de los baratos, porque un día que le llevó una camelia, tanto se alborotó Rafaela, que á punto estuvo la flor de llevar el mismo mal camino que las falsas. De esta manera, la floromanía de la Bustamante tomó nuevos y más naturales rumbos, buscando en el campo lo que sólo puede dar el campo. Aquella perenne primavera de trapo, fué barrida por otra de verdad, alegre, aromosa, que penetró fresca en aquella casa metiéndose en las almas.

También Sergio la sintió en la suya con leves revoloteos, brincos del corazón que al principio quiso tomar por cosas de los nervios, excitaciones pasajeras que cederían fáciles con redoblar sus estudios, metiéndose hasta los codos en aquellos problemas históricos que le revolvían la sesera. Pasó días enteros sin aportar por la calle del Requejo; apenas si le veían por la biblioteca. En la soledad de su cuarto, un cuartón grande con vistas á un patio, se pasaba las horas entre montones de libros y papelotes. Pero le parecía que no daba un paso; nunca vió estudio menos provechoso; creyó sentir un embrutecimiento, una cerrazón intelectual que le alarmaba, y, sin embargo, en todo su sér había más vida, más ímpetu que nunca. Quiso saciarse con algo: abandonó aquellos tomos viejos de mal papel y letra enrevesada; fué á casa del librero y trajo un montón de libritos con tapas verdes, blancas ó amarillas. Era literatura amena y selecta; estaba un poco atrasado, y la ocasión se presentaba propicia; ventilaría su mollera algo cargada. Quiso estudiar un período entero para sacar algún provecho, y no hacer aquellas lecturas aturdidas, sin orden. Empezó por Flaubert, pero sintió fatiga, el cansancio de las carreteras rectas, inacabables. Y tornadizo, como nunca él se había visto, la emprendió con Balzac. Esto ya era otra cosa; penetraba en el corazón; cada obra suya revelaba un rincón de humanidad. Devoró las páginas de la Comedia humana¡y al llegar al Médico de aldea hizo alto. Aquel relato le causó emoción profunda á pesar de la desemblanza entre su estado de espíritu y el del héroe novelesco; la frase austera para tos corazones heridos sombra y silencio, la oía dentro de sí resonar como un eco, de la mañana á la noche y de la noche á la mañana. Desasosegado, intranquilo, volvió una tarde á casa de las Bustamantes. Le dijo la sirvienta que no estaban en casa; pero no le importó, porque iba dispuesto á esperar, ¡Hacía tantos días que no las veía! Dió vueltas atolondradas por la sala; abrió la tapa del piano; contempló un momento las teclas marfileñas, ya de color huesoso; se acordó de las manos de Rafaela. Sobre el atril había un cuaderno de Beethoven; allí estaba la 14; pero su nombre... ¡calla!... lo habían raspado. Del pecho á la cabeza le subió una oleada de algo que le daba ganas de reir ó de llorar. El eco de Balzac volvió con su estribillo, y por huir de él abrió el balcón. Moría la tarde; en el jardín de Ruzafa la fronda espesa estaba silenciosa, pero en el palación vió movimiento desusado; las persianas, siempre cerradas, estaban abiertas; dentro había trajín de servidumbre que sacude y orea estancias mohosas por un largo cierre. Se entretuvo en mirar aquellas sirvientas de caras bonitas, y los criados patilludos que salían y entraban en los balcones del palación triste.

Todo parecía indicar que los señores volvían después de muchos años á su morada.

—Ahí está la imagen mía—pensó Sergio:—un caserón sombrío, cerradas las maderas, cubierto por una capa de polvo rancio, todo obscuro, silencioso, hasta que un día, eso, eso, un día vuelven los amos, viene la señora...

Soto oyó una voz que desde la calle le llamaba. Por la esquina cruzaban las de Bustamante, y Clarita á grandes voces, agitando el abanico, clamaba:—¡Sergio! ¡Sergio!—Rafaela reprendía A su hermana escandalosa; pero ésta ¡que si quieres!

—¡Sergio, Sergio!

Entraron en el portal, y Sergio siguió al balcón, fijo en el palacio abierto y removido.

—Eso es, hasta que un día llega la señora, abre los balcones, sacude el polvo rancio, entra el sol á chorros, y con él la alegría, ¡la vida!

Un campanil lazo recio estremeció la casa, y minutos después Clarita invadía la sala gritando:

—¡Bribón, bribón, te olvidaste de nosotras! ¡Pillo, pillo! ¡Ya no te quiero... ya no te quiero!

V

Volvió el otoño, y plegaron las alas metiéndose en el nido, en el hogar de la calle del Requejo. Por allá iba Sergio todas las noches, pero no con rutinaria costumbre de autómata: él iba reflexivamente, con emoción cotidiana, con saboreo en el tránsito de las dulzuras cordiales que allá arriba le aguardaban. Unas noches hablaba con Rafaela íntimamente contándose naderías importantísimas, cubierto su charloteo por el rumor de la máquina manejada por ella. Sesostris se le subía á las rodillas y él le acariciaba; alguna vez se le ocurrió á Faelita acariciarle también, y las manos se encontraban, sin cejar por eso en sus mimos gatunos. Otras veces, abandonaban la industria para darse al arte en el piano; entonces no solía ser Sesostris, sino Clarita misma la que dejaba caer su cabeza de rizos negros sobre las rodillas del amigo, y también entre la maraña aquélla se encontraban sus dedos con los de Rafaela, que allí los hundía al descansar entre nocturno y sonata.

Doña Irene pasaba las veladas cosiendo, recosiendo ropa blanca: era su vicio. Aquellas prendas frescas, olorosas con la humedad y el jabón, se escurrían como si fuesen copos de nieve, dóciles al manejo de la mano flaca. Una pasión de la Bustamante, el poema de la mujer hacendosa. Así que todas las holandas de uso diario estaban repasadas y vueltas á repasar; sin cejar por eso, la emprendió con las ropas de don Cayetano; había que guardarlas en buen estado, sin una cinta, sin un botón de menos. También Juana contribuía con su locuacidad hueca á la animación de aquellas veladas.

En cuanto asomó la primavera, se lanzaron con renovados bríos á las camina tas y paseos, extendiéndolos, según habían convenido antes, á excursiones más lejanas, lo que se llama ya viajes de altura. El día del Corpus, en un tren barato, fueron á Toledo. Se discutió grandemente si los billetes de ida y vuelta hablan de ser de segunda ó de tercera. Prevaleció la tercera.

Amaneció aquel día de junio radiante, ardoroso. En la estación el bullicio era ensordecedor; una multitud pululaba en busca del tren, en busca del coche, ó del amigo. Todos los rostros expresaban animación, salud, regocijo comunicativo. Aquellos trenes largos, no eran esos convoyes de cada día á los que suben seres templados de muy diverso modo, unos con el contento que les inspiran los brazos que á la otra punta de la vía, después de una noche de traqueteo, les esperan para recogerlos; otros con la angustia penosa de otros brazos que acaban de soltarlos, pero todos graves, muy circunspectos, casi hoscos. No señor: en aquel tren que á la imperial Toledo había de conducirlos, rebosaba la alegría; nada de despedidas trágicas ó tiernas; allí nadie se quedaba, todos se iban; aquel griterío era un canto de gloria de la humanidad sana, vigorosa, acompañado por los resoplidos de las dos locomotoras uncidas á la fila interminable de coches viejos y desvencijados.

Sergio, al entrar en el andén con las dos Bustamantes y Juana, se asustó un poco; no era para él tan loca algazara. Con Clarita cogida de la mano, empezó la busca de un departamento tranquilo. No le hallaron de tan apetecibles condiciones, y subieron á uno en el que gentes bullangueras le invitaban abriéndole sitio,—no por él, sino por la compañía.—Aquellos arranques del pueblo, á las Bustamantes les daban risa, sintiéndose Clara y también Rafaela contagiadas de la inocente borrachera de luz, de ruido, de ilusión en un día nuevo, distinto de los otros, de los que forman la monótona cadena del vivir metódico, acompasado.

Tendieron la vista por el amplio departamento, y vieron gentes de la más diversa condición y catadura; pero todas endomingadas, con aire de limpieza y de majencia que transcendía en las faldas, crujidoras á fuerza de almidón, en los mantones flecudos, en los peinados lustrosos, en las plumas y garzotas de algunos sombre ritos. En los viajeros se observaba la misma pulcritud de ropa nueva que en las viajeras; ese aseo de las personas que sólo sienten la necesidad de fregotearse y de pulirse el día en que estrenan prendas de vestir.

También las Bustamantes iban con majo atavío. Como pronto se cumplían ya los dos años de la muerte de don Cayetano abandonaron sus ropas de duelo, sustituyéndolas por otras de tonos claros, vestiditos vaporosos y frescos. Con lo lindas que eran, al soltar los negros ropajes parecían adquirir graciosidad de mariposa prendada de sus propias alas, y convenciéndose á sí misma, con su aérea movilidad, de que había dejado la fea condición de oruga.

Sergio se deleitaba en remirar á Rafaela, sintiéndola á su lado, oprimidos sus cuerpos, uno contra otro, en los apretujones del departamento democrático. Él se ahilaba encogiéndose cuanto podía para no chafar el vestido nuevo de Rafaela; pero su galantería y su pudor no bastaban á impedir el frote y el contacto estrecho con la violencia de la marcha. El busto grácil de la Bustamante se balanceaba como álamo que mece el viento, y Sergio sentía la dulce opresión de aquel cuerpo; casi le cosquilleaban en el rostro los rizos dorados que se escapaban de entre el gracioso sombrerillo; un perfume de violeta iba y venía en ondas fugaces; risotadas francas subrayaban los encontrones más rudos; el viento, que de frente les cogía, oreaba su rostro y el de Rafaela con suavidad de caricia, reanimándoles con oleadas de frescura campesina, obligándoles á entornar los párpados como si la brisa les fustigase y les trajese en sus repliegues los torrentes de luz que vertía el cielo sobre la llanura enverdecida. De cuando en cuando se miraban, se sonreían gozosos de verse allí, en el vértigo de la carrera, con marcha veloz, hacia una región de ensueño, hacia Toledo, que él había pintado tantas veces como una ciudad romántica, impregnada de tradición, de historia y de poesía. Tanto habían hablado de ella, que ya nada les quedaba por preguntar ni decir. Así callaban abandonándose en la dejadez de un langor voluptuoso, sumidos en el regodeo de perspectivas que se adivinaban en una lontananza rosada, atento el oído al machaqueo de las ruedas sobre los carriles, confundiendo aquel monótono rumor con la palpitación de algo grande que se acercaba, con alas desplegadas y batientes por el espacio caldeado, ardoroso.

Al llegar á Toledo, aunque la cuesta es áspera, determinaron subirla á pié para desentumir los miembros. Iban despacito, embelesados con la vista de la ciudad, pintorescamente encaramada en la altura. Rafaelita especialmente, traía á su memoria las largas explicaciones que en noches antes había oído de labios de Soto, y se complacía en retrotraerse á edades lejanas, para preparar su espíritu á una contemplación razonada del escenario ciudadano en que iba á poner pié. En todo era igual la inteligente criatura: su ansia de acopiar conocimientos no se saciaba nunca; y después del acopio había de venir el laboreo intelectual para transformar las adquisiciones en ideas propias, en ideitas suyas, guardadas como en arca de oro en su cerebro, sólo entrevistas á hurtadillas alguna que otra vez por Soto, que por cierto las celebraba mucho por su originalidad y donosura.

Al meterse por las primeras callejuelas toledanas, la niña mayor de Bustamante se dió cuenta con intuición profunda de la psicología de aquella ciudad, merced, sin duda, á la fuerte y sugestiva preparación que el bibliotecario le había imbuido. Se pegó á Sergio, y entabló con él un diálogo de preguntas y respuestas que parecía un manual de arqueología en forma interrogativa. Más internados en la ciudad, lanzó ya afirmaciones rotundas. Esta fué la primera:

—Mire usted un pueblo en el que yo viviría á gusto. En una de estas casitas, tras estas rejas, con esos balcones casi á ras del suelo... ¿verdad, Sergio?

A esta pregunta no respondió Sergio, quizás por no ser de las arqueológicas. Siempre que él en sus viajatas de investigación histórica ó artística se metía por los enmarañados recovecos de aquellos callejones, sele alborotaban las dudas que en libros de papel no se aclaran, y se daba á consultar aquel vetusto libro de piedra, rugoso ya y apergaminado por los siglos; pero en sus páginas venerables él leía de corrido como en la rancia escritura de un códice viejo que guarda en cada folio una sorpresa, un secretillo grave á veces, á veces picante, pero siempre así, como en Toledo, redactado en castizo estilo castellano con salpicaduras de frases arábigas entreveradas con dejos judáicos. Allí gustaba él de reconstruir la historia, de vivirla, dándole alma de su alma, y descifrar los secretillos que en cada recodo, en cada revuelta se agazapan con aire de misterio. Pero aquella mañana, no. Era otro cotarro el que se alborotaba; con aquella niña que á la vera suya subía, con aquel garboso movimiento de la falda blanca, rameada de malva; con aquel perfume sano que del fresco vestidillo transcendía, también sintió frescuras hondas, picazones de juventud, movimientos del espíritu que brincaba y caracoleaba como corcel retozón. Allí estaba ante él suave y candorosa, llena de pasión templada, como él la apetecía, la musa de su vida. ¡Atrás la historia, la andrajosa antañona, la decrépita, la seca! ¡Atrás, atrás la historia! Sergio Soto sintió ansia ardiente de ser joven un día unas horas siquiera, para zambullirse luego con renovado empuje en su caduquez prematura, en la biblioteca triste, en la existencia mansa llena con el recuerdo perenne del viejecito muerto que le halagaba con caricias del pensamiento, con desahogos paternales. No podía ser un capricho fútil aquel desperezo de la mocedad que sentía él al ladito de la hija, al contacto con Rafaela Bustamante; pensaba Sergio que allí había algo hondo, una inspiración misteriosa que le guiaba conduciéndole de la mano. Aquel varón prudente, el del testero de la biblioteca, no podía, pudorosamente no podía haberle cogido una tarde de la mano y haberle llevado al hogar de la calle del Requejo para plantarle en medio de la sala y decirle allí, delante de doña Irene, de Clara y de Rafaela:—«Mira, hombre, mira. ¿Cabe paz mayor? ¿Hay vida más dulce, más mansa? ¡Pues anda con ella!»—No podía. ¡Pobre don Cayetano, no podía!—Pero ahora sí: ahora puede, puede, puede...

Y seguían avante, perezosamente, con la fatiga de la ascensión por las intrincadas y graciosas vías. Clarita se volvió hacia Sergio para comunicarle sus primeras impresiones.

—¿Qué tal?—le preguntó éste.

—Precioso—respondió la niña:—todo tan viejo, tan arrugadito, tan remono. Mira, hombre, ésta es una ciudad pilonga. ¿Sabes una cosa? que me gustaría jugar al escondite por entre las arrugas—porque no me dirás que esto son calles,—por entre las arrugas de esta graciosa vieja. Si no fuese porque tengo miedo de perderme de veras, me hacía la perdidiza entre los pliegues de esta costra dura, y os daba el susto del siglo; tendríais que ir á buscar me á los baños de la Cava... ó al taller del Moro Muza. ¿No es así lo que tú nos explicabas?... No, no; mira, grandísimo sabio, si por casualidad me pierdo en uno de estos revoltijos de calles y plazuelas, no me busques ni en los baños ni en el taller; no: esos deben ser sitios de mucho miedo; búscame en casa de ese... ¿cómo le llamas, hombre?... eso, búscame en casa de Granullaque; pregunta que te pregunta yo daré con él; además, que el apetito y el olfato han de guiarme. No seas pavo y búscame allí, que estaré con ésta despachando unas chuletitas y unas fresas mientras llega usted con la señora Faela.

Dicho y hecho. Nunca se pudo saber después, si fué casualidad ó broma. Quizá hubo de ambas cosas, y por jugar con Juana á la perdidiza, de verdad se perdieron. Era en la calle de Juan Labrador; Rafaela exclamó de pronto sintiéndose sola con Sergio:—¿Y Clarita? ¿Y Juana?—Corrieron hacia delante: nada. Retrocedieron hasta el final de la calle: nada. Se metieron por la Cuesta de la Mona: tampoco. Desembocaron en la plazuela de la Escalerilla: desierta. Dieron voces llamando á Clara; pero en las calles solitarias nadie respondía. Además, en este momento las campanas de la Catedral rompieron en un repique atronador y bronco que llenaba la ciudad con sus vibraciones poderosas. Las voces de Soto y de la niña de Bustamante se ahogaban con el retumbar del campaneo, y sin embargo, Rafaela repitió con recia voz:—¡Clara, Clara!—Dirigiéronse á los escasos transeúntes" que por aquellas encrucijadas encontraron; pero los toledanos caminaban hacia la Catedral con tanta risa, que apenas respondían.

La zozobra de Rafaela era muy grande. Soto trató de infundirle sosiego.

—No tema usted: es una diablura de ese angelín. Ya verá: lo hace como lo dijo; en casa de Granullaque las encontramos zampando fresa. Créame, esto hay que tomarlo á broma; no, no, Rafaelita, que en usted hay propensión innata á lo trágico. Bien: ya sé yo que la vida no es sainete; pero, vamos, tampoco es un dramón espeluznante: hay términos medios. Escuche mi plan: llegamos, y nada de reconvenciones, nada, nada de escenas fuertes; ni regaños, ni besos. Nosotros saludamos con mucha ceremonia como si fuésemos dos viajeros desconocidos, dos touristas ingleses que vienen á la procesión del Corpus desde el mismísimo Londres, porque oímos en el Trafalgar Square el repiqueteo de estas campanitas, y aquí nos plantamos.

Algo tranquilizaba á la Bustamante la confianza de hallar á su hermana en la hostería, que vino á ser involuntariamente un lugar de cita; pero lo que ganaba por este lado, empezó á perderlo por el otro, por el suyo; al renacer con la calma su habitual aplomo, sintió vergüenza de verse sola con Soto errante por aquella ciudad desconocida; y aunque su misma turbación y el sentimiento de pudor le trababan la lengua y nada decía, Sergio comprendió que al calmar una inquietud levantó una zozobra, para la cual no hallaba él palabras galantes ni de las serias ni de las zumbonas; nada, nada se le ocurría en favor de su amiga, sin duda por ley del horrible egoísmo humano, porque se encontraba tan á gusto, así, los dos ambulantes, solos por las callejuelas solas.

Llegaron á casa del hostelero, pero no habían parecido por allí las señoritas que buscaban. Otra vez volvió á pesar más el platillo de la inquietud ajena que el de la propia turbación; tanto pesó, que Rafaela tiraba del brazo de Soto para impelerle á continuar la rebusca. En aquella casa dejaron orden de que si las prófugas se presentaban las detuvieran.

—Enciérrenmelas—decía Faelita en su aturdimiento,—enciérrenmelas con llave, son dos locas; volverían á huir; enciérrenmelas,—Y otra vez se lanzaron al laberinto de calles y callejones.

Al desembocar en la del Comercio, después de bajar por la del corral de don Diego, se encontraron atajados por la multitud; el cuadro que vieron al doblar la esquina impresionó á Rafaela, venciendo por sorpresa las impresiones turbulentas que la acosaban. Aquello fué tan inesperado, que pudo más que lo otro. La calle, angosta y retorcida, se presentaba á lo largo llena de luz por arriba, velado el sol abajo por el toldo que terso se tendía entre tirantes de balcón á balcón; estaban éstos paramentados con percalinas, colchas de vivos colores, colgaduras chillonas, reposteros en algunas casas, la enseña nacional en otras; basta mantones de Manila se veían extendidos en ventanas y antepechos, salpicando el cuadro con los colorines desentonados que se armonizaban en el conjunto como en paleta de pintor se rebullen y se casan los más disparatados matices; y entre esta abigarrada greguería de colores reventaban en macetas mil por todas partes los claveles, los geranios, las rosas que trepaban por las rejas, que caían en guirnaldas, convertido cada hueco en un pensil, cada celosía en espaldar de una trepadora florida. Entre colgaduras y flores los rostros de las toledanas estirando el cuello, fijas las miradas en el fondo de la calle en ansiosa espera de algo muy hermoso que por allí había de surgir; y abajo, en doble hilera, para formar cauce á la procesión, los cadetes de la Academia, muy espaciados con sus carabinas coquetonas, firmes aquellos soldados pulidos, imberbes, que tenían á raya á la plebe que entre ellos y el muro hormigueaba impaciente, inquieta. Cubría los guijarros un reguero de arena y alfombra de espadañas y rosas deshojadas; una ventolera tibia lo removía todo, y la misma lona que ensombrecía la carrera amoldada al serpenteo de la calle, oscilaba algunas veces, crujiente, como si amenazase desgarrarse para dar franco paso á toda la luz que por ambas bandas se colaba fuerte, reverberante y alegre. Con el repique sonoro de la Catedral se fundían los repiqueteos alborotadores de parroquias y conventos, y así vibraban en el aire, con atronadora algazara, vocecillas argentinas y vozarrones de bronce. Todo parecía latir; la rugosa ciudad estaba palpitante de gozo intenso, como matrona que saca del arcón sus trapillos de juventud y se engalana con ellos y se prende flores; aún siente que la brisa le orea la piel marchita, aún oye chicoleos y requiebros de los partidarios de su hermosura, y se regodea como moza en día de fiesta.

Sergio y Rafaela hicieron alto allí, olvidados de su congoja. El tropel humano los empujaba con sus maretadas, y la niña instintivamente se cogió al brazo de Sergio, temerosa de que el vaivén de la multitud los separase. Aguardaron silenciosos el paso de la procesión. Ya se oían lejanos los acordes de una marcha acompasada, que poco á poco llenó el aire con su lenta melodía. Por toda la calle corrió un estremecimiento, Rafaela lo sintió, agitándola convulsivamente; al contacto de los brazos también llegó á Sergio la sacudida. Desfilaba la procesión con pausa, majestuosamente; la callejuca se henchía, repleta de pompa, deslumbrante. Las ricas vestiduras relucían en la media sombra que proyectaba el toldo, heridas por los destellos furtivos del sol; desfiló la cruz procesional entre los ciriales de Oro; los estandartes con las cintas ondeadas por el viento, las borlas flotantes; después un coro de niños con gramallas rojas, apelotonados, y al fin, en el fondo, envuelta en una nube de incienso, con balanceo suave, rodeada por las relucientes bayonetas de los cadetes que le daban guardia de honor, acariciada por las dulces melodías de la marcha y por el canto del clero, bajo una lluvia de flores que de los balcones arrojaban, apareció entrevelada, pero refulgente y esplendorosa, la Custodia.

Todas las rodillas dieron en tierra; sólo permanecieron firmes, muy tiesos, los alumnos, y por la bocacalle rompió una banda á batir marcha. Los pechos de la multitud palpitaron; un toque de clarín sonó estridente y los cadetes rindieron armas. La marcha Real y la procesional se confundieron en el aire juntamente con los repiquetees; de toldo abajo se oían entre los estrepitosos acordes, los cantos sacerdotales, alternados con el can to agudo y penetrante de los niños de coro con sus virgíneas voces. El aroma de incienso y rosas embalsamó el espacio, y así deslumbrada, aturdida al pasar la Custodia, Rafaela apenas la pudo ver refulgir un instante á través de los celajes blancos que la velaban, recatándola entre nubes perfumadas. Inclinó la cabeza hasta tocar casi con la frente en las losas, cerró los ojos, y sus párpados, al cerrarse, oprimieron unas lágrimas que no llegaron á rodar.

Al volverlos á abrir había pasado todo. El pueblo, rota ya la fila, se rebullía entre el humo del incienso que aún perfumaba la calle, y que como niebla desgarrada se desvaneció por las fajas libres de toldo á pared.

Sergio, poseído de un sentimiento de ternura que le llenaba de turbación, miró á Rafaela y vió sus pupilas azules húmedas, temblorosas. Aún tenía el sombrero en la mano; la marcha procesional se desvanecía en el aire; no supo qué decir, pero sentía palabras vagas que le brotaban del corazón, y las soltó, las dejó salir, espontáneas, ardientes, como de adentro venían.

—¿Te gustó, alma mía?

Faelita le respondió con una mirada dulce, llena de luz, como si hubiesen desgarrado el toldo y asomase el cielo con todo su azul profundo. Permanecieron mucho tiempo quietos, muy juntos; dejaron que la turba despejase. Estaban silenciosos, es decir, no hablaban los labios, pero los ojos sí: los ojos dialogaban preguntas suplicantes, respuestas breves.

Se hallaron casi solos. Algunas campanas sostenían Temerosamente su repique; la oleada mística había pasado. El aire circulaba ya límpido por aquellas angosturas.

—Vámonos, Sergio, vámonos de aquí.

—¿A dónde?

—No sé, no sé; vámonos á otra parte, vámonos, vámonos.—Y otra vez, con una confianza inconsciente, candorosa, se apoyó en el brazo de Sergio.

Anduvieron unos pasos sin saber hacia dónde se encaminaban; retrocedieron; se miraron otra vez: una mirada larga. Los ojos de Rafaela chispeaban.

—Aquí estamos mal—volvió á decir la niña con inquietud;—vámonos, vámonos.

De nuevo emprendieron la marcha con opuesto rumbo al que la procesión había llevado. Andaban de prisa, casi corrían, como si aquello fuese huir de algo. Y aun en la agitación de la caminata, repetía Rafaela como un estribillo, inconscientemente:—Vámonos, vámonos.

Fueron de calle en calle; todas estaban engalanadas, pero ya solitarias.

—¿A dónde vamos, Sergio?

—A donde tú quieras, alma mía.

—Sergio, Sergio, ¿qué dices?

—Que tú eres mi Faelita, mi Faelina,—repuso el mozo arrebatadamente, sorbiendo por los ojos la lumbrada azul que los de su Faelina destellaban.

En aquel momento sintió la de Bustamante una vergüenza muy grande de verse sola con Soto; aquélla que surgía ahora era distinta de la vergüencilla anterior; era un escozor más hondo, como una brasa en el pecho, que ella sentía incendiándola, subiéndosele al rostro que ardía. Antes era la vergüenza de que la viese la gente vagar sola con un hombre; ahora ya la gente no le importaba; al contrario, que se asomasen á los balcones, que los viesen correr juntos, que invadieran la calle, que repicasen á gloria, que á su paso batiesen marcha, que los cadetes presentasen armas, todo, todo podía ser; todo valía la pena, y no había de avergonzarse por cosa tan baladí. No: la vergüenza de ahora era de ella, sólo de ella, sin mezcla mundana. Tan aguda la sintió, tan quemante era, que intentó desasirse del brazo de Sergio, diciéndole con dulce energía:

—Suéltame, suéltame, y separémonos: tú por aquí, yo por allí.

Soto no quiso ceder; apretujó más el brazo de aquella criatura, sintiéndole palpitar y estremecerse bajo el suyo, Rafaela forcejeó sin dejar de andar por eso, con pasos acelerados, inseguros.

—Ya no te escapas, Faela; ya no te escapas; ya eres mía.

Tal confianza y amorosa nobleza puso Sergio en sus palabras, que Rafaela se vió subyugada, vencida; y como si hubiese plegado unas alas invisibles, se dejó arrastrar plácidamente unida á él, que la veía hermosa con la sofocación del rostro, un poco alborotados los rizos de la frente y de las sienes, agitado por la carrera el vestidito blanco y malva.

Se hallaron frente á la mole de la Catedral, alta, imponente, que parecía salirles al paso de su revuelo. También aquella venerable estaba majamente ataviada, con una banda de tapices sobre sus muros.

—¿Quieres que entremos?—preguntó Sergio.

—Adentro, adentro,—respondió Rafaela sin reparar en más que allí adentro hallaría frescura, sombra, reposo.

La Catedral estaba desierta; la obscuridad era grande. Vagaron por las naves, hasta que en un rincón vieron un banco y se dejaron caer en él, inclinándose sobre el respaldar. Poco á poco sus pupilas se fueron amoldando á aquellas sombras. Rafaela empezó á sentirse invadida de un bienestar grato, inefable; puso su mano sobre el asiento, y Soto dejó caer la suya sobre la de ella.

—¡Qué bien estamos aquí! ¡Qué frescura tan rica! ¡Esto es muy grande, Sergio!

—¿Qué es lo grande, Faela?—preguntó Sergio.

—¡Qué sé yo!—respondió la niña.—Quisiera dormirme aquí; siento que los párpados se me caen. Oye, Sergio... Sergio mío, ¿será irreverente dormirse en una Catedral?

—Mira, Faelina, la irreverencia está en dormirse á mi lado.

—Pues mira tú, tontón, por eso querría yo dormirme, porque estoy á tu lado.

Las manos se oprimieron sobre el banco; se abrasaban la una y la otra. La figura de Rafaela con el traje claro, destacaba del fondo sombrío; la grandeza del lugar pesaba sobre ellos; la luz parda y fría los envolvió en sus pliegues; era un rincón tétrico. Ellos le hallaron propicio; aquella atmósfera triste les pareció ambiente adecuado á la idealidad taciturna en que los dos mecían sus almas. Soto sentía el violento palpitar de Rafaela. Estaba ya sereno, tranquilo, pareciéndole respirar atmósfera de biblioteca; y aquella sumersión mental en su mundo cotidiano, le volvió á la posesión de sí mismo, al dominio de sus potencias espirituales, siempre domadas y sumisas á la voluntad. Volvió á cogerla rienda de su gobierno interno, y empezó por sentir compasión tierna por la que ya miraba como una compañera de su vida; le pareció crueldad toda excitación apasionada en aquellos momentos; hasta se imaginaba cobardía y relajación moral e¡aprovechamiento del azar para romper diques del sentimiento. La calle del Requejo acudió á su memoria; la placidez de aquel hogar hizo contraste agrio á las escenas de la mañana; se contemplaba á sí mismo como á un sér extraño, como á un prójimo recién saludado, y tuvo hondo disgusto, sinsabor de verse sin sentirse conocido, roto el trazo firme de su vida serena, mansa; comprendía que al reaccionar el espíritu de Rafaela sentiría el mismo amargor, las mismas hieles, tal vez desdén, acaso repugnancia como aquella noche... aquella noche.

—Cálmate, Rafaela; serénate, niña, y dime... aquella noche... ¿por qué me rechazaste aquella noche?

—¡Ah! no me obligues á decir lo que yo misma no quiero decirme.

—¿Fué por él ó fué por mí?

—Por él, por él,—exclamó la Bustamante entre sollozos, hundida la cara en las palmas de la mano.

Soto las apartó suavemente y las retuvo entre las suyas.

—No llores, Faela; ¿qué es esto, niña, más que cumplir su voluntad, el testamento, eso es, el testamento de su alma?

—¡Oh Sergio, Sergio! Sí, era su voluntad; delante de su cadáver lo vi claro, no sé por qué; no me preguntes cómo surgió la idea, el sentimiento; sufrí mucho; me parecía una ofensa, un escarnio... ¡padre mío, padre mío!

—Calla, Faelina, calla; no se dice así, mío, mío...

—¿Qué quieres que diga?

—Nuestro, nuestro.

Desde el rincón madoroso que los cobijaba, oyeron un rumor creciente que invadía el templo. Se levantaron, encaminándose hacia el crucero. El campaneo retumbaba en las bóvedas; la gente en tropel llenaba las naves; empezaron á oírse los cantos que al penetrar en la Catedral adquirían mayor solemnidad; en el aire flotaba un zumbido de plebe, de campanas, de salmodias; de repente, una nube blanca tapó la puerta por donde la luz entraba á chorros: era la Custodia que reaparecía; en aquel instante, el órgano desató el torrente caudaloso de sus acordes, y entró Dios en su morada, que le recibía con todo el vocingleo de un júbilo inmenso.

Rafaela alcanzó á ver una sombra blanca que tras la Custodia, entre el montón popular, se abría sitio á viva fuerza, á empujones, á codazos. Dio un grito que con la algazara mística nadie pudo oír; se desasió de un tirón de Soto que le cogía una mano, y fué derecha á su hermana y á su amiga, rescatándolas de entre la turba. Arrastró á Clarita hacía los piés del templo, y á la sombra de un pilar, donde ni vistos ni oídos, replegada como estaba la vida del templo de crucero arriba, la envolvió en sus brazos oprimiéndola entre ellos, y besuqueó su rostro con pasión y arrebato.

VI

Después del Corpus, los enamorados espíritus del bibliotecario y de la Bustamante recobraron su placidez; volvieron los mansos días, con sus horas serenas, en el salón chico y en el comedor de la calle del Requejo.

Soto iba todas las noches como antes, y el día lo aprovechaba en su labor tenaz de hombre estudioso. También la que Rafaela se impuso era terca y fecunda: quiso dominar el mecanismo del piano, para que el rígido instrumento expresase toda la idealidad que á ella le rebullía en el alma. En tal faena alentábala Soto, que veía en su novia innatas aptitudes para aquel vertiginoso manejo de teclas y juego de pedales. Hubo días, semanas enteras, en que la cháchara amorosa tenía al piano por intermediario; sirviéronse de él como viajeros en tierra extraña necesitados de un intérprete; los temas melódicos contenían todo el vocabulario amatorio, y mejor que con palabras columpiaban los apasionados sentimientos en el vagaroso murmullo, expresivo de ternezas, de lamentos, de ansiedades, de esperanzas, de arrebatos y de iras, todo el lenguaje de una pasión con sus turbulencias borrascosas y con sus abandonos de languidez y de calma.

Los paseos fueron cada vez más escasos, y si no cesaron totalmente, eran lo bastante espaciados para que Clarita royese su aburrimiento entre doña Irene y juana; la apacibilidad de aquella vida no se avenía con su impetuoso temple, y en algunas ocasiones Soto y Faela tuvieron que romper su intimidad egoísta para engatusar á la niña con arrumacos. Ya estaba espigada y grandullón: hubo que bajar las faldas al tobillo; pero ni la hermana, ni mucho menos el novio de la hermana prestaban atención á las metamórfosis ajenas, y todavía Clarita era la nena, la irreflexiva nena, la aturdida, la loquilla. La dejaban venir hacia ellos, poníanla en el regazo, manoseaban su cabeza, y en los carrillos morenos le daban palmaditas. La niña casi se adormecía allí sobre las rodillas de la pareja, que no cortaba por su ingerencia el charloteo, el cual para Clarita era un arrullo al que llegó á cobrar afición, querencia pueril. Oyó la fraseología ardiente de los enamorados, con la candorosa inconsciencia con que pudiera oir la picotería de los pájaros en el jardín vecino; algunas palabras de las que en sus oídos caían quedaban fijas, claras en su pensamiento con todo e¡perfume de caricia, pero con tal expresión infantil, que á la mañana siguiente al despertar, las recordaba como un eco remoto sin saber para quién fueron vertidas, si para ella ó para Faelina.

Así volvió á flotar en aquel hogar una atmósfera tranquila, encalmada, como en los tiempos de don Cayetano; hasta les parecía á las Bustamantes que Soto le reemplazaba y que llenaba en aquella vida, en la casa toda, el huequecito vacío. Ya no permanecían ellas en espera del campanillazo de la tarde, siempre á la misma hora; aquella tímida llamada, breve, temblona, que no parecía el llamar de un amo; pero acechaban más tarde el campanil lazo de Soto, un poco más firme, pero suavecito, moderado. Aquel campanilleo era algo nimiamente importante en la vida de la casa. Una vez se habló de instalar llamador eléctrico; pero Rafaela opuso resistencia, mostrándose retrógrada en esto. Clarita votaba por el timbre; su hermana defendió el cencerro. Tan briosos argumentos desplegaba, con tanto ingenio y hasta con tales registros sentimentales arremetía confíalos mantenedores de la innovación, que perduró la esquila melancólica del hogar antiguo. Ella era por espíritu enamoradiza de lo nuevo, pero no de lo novelero; las mutaciones violentas había que razonarlas, acogiéndolas con su cómo y su por qué; para ella, el progreso, los avances de la humanidad, eran un hecho en el que creía firmemente; pero la tradición era otro hecho en el que había que creer también; y en esta lucha del mañana con el ayer le tocaba al recién venido, al flamante invento que se presentaba diciéndole al otro: «fuera de ahí, quítate tú para que me ponga yo;» le tocaba, sí señores, defender las ventajas que traía, las preeminencias y las perfecciones que sobre su rival ostentaba. Todo esto y más se le ocurría á Rafaela en defensa del llamador antiguo, aquella campanita sonora que unas veces escandalizaba al tirón de Clarita, otras veces apenas dejaba oir su tintín medroso. Aquello tenía su gracia, de la que estaban totalmente desprovistos esos fatigosos timbres mecánicos; en aquellas llamadas había personalidad: la prisa, la timidez, la confianza, hasta el respeto á los moradores cobraba expresión en aquel cencerrito, que ora plañía tristón, ora se estremecía con repiquete breve y seco, ora, en fin, vocinglero y alborotador, ponía en pié toda la casa.—Eso, eso es llamar—decía Rafaela:—adelantarse uno mismo, transmitir impresiones, decir desde afuera con un tironcito: soy Fulano, soy Mengana; vengo triste, vengo alegre. ¿Sabéis lo que os digo? que si oyese un día cierta llamadita que aún me suena en los oídos, saldría á abrir gritando: ¡padre, padre! ¿Conseguís cosas tan bonitas con los timbres eléctricos? Si lo conseguís, bueno: abajo las campanas, chicas y grandes, de la torre altona de la Catedral de Toledo; mandaremos descolgar las que tienen, y pondremos en su lugar un timbre como el de las estaciones... ¿Que no? ¿que en las catedrales no? A todo llegaremos: luz eléctrica ya tienen. ¡Ah, grandísimos sabios! ¿os resistís á los timbres para que repiquen en las catedrales? pues tampoco quiero timbres en casa, que es mi catedral, sí, sí, la mía, la mía.

Le embobaban á Sergio los desenvolvimientos intelectuales de su Faela, complaciéndose en verla siempre así, razona dora de lo grande y de lo nimio con espíritu á la vez reflexivo y romántico. En ella advirtió unos dejos poéticos muy sabrosos que aplicaba graciosamente á todas las cosas de la vida, prestándoles el encanto flexible de su ingenio, envolviéndolas en razonamientos sutiles como el de la campanilla, no exentos, sin embargo, de una idealidad práctica. ¡Qué lejos estaba ya la Bustamante de aquella otra Bustamante hacedora de flores de trapo! En la admiración de su novio había la vanidad de la labor propia: él había desarrollado mansamente, con la dulzura de una intimidad familiar, potencias que el desuso atrofia, buscándolas en los senos del cerebro como se buscan trastos empolvados en los rincones de un desván. Sabía Sergio que en los altos de nuestro mujerío hay muchos desvanes que esconden bajo la roñosa capa de mugre y telarañas que los siglos depositaron en ellos, prendas de valor, que hacen lindo papel en el mundo sí una mano valiente y piadosa las saca y las limpia.

Desde que conoció á aquella criatura de tan equilibrado temple que armonizaba el juicio firme, la madurez cerebral con los deliquios y transportes de una fantasía brillante, se propuso Soto armarse de zorros, escobas y plumeros, de todos los instrumentos que desempolvan y destelarañan; quiso limpiar, restaurar y bruñir piezas diversas para poner en movimiento las ruedecitas que en la delicada maquinaria del pensar y del sentir mujeril suelen estar inservibles por lo mohosas, y aun parecer toscas y feas por el orín que las encubre y las deforma. Con tal tiento procedió, que daba ya la obra educadora por rematada; tan completa era que á él mismo le produjo maravilla tanta perfección, deleitándose con el vuelo alto y firme, el volar aguileño de aquella criatura. Ahora casi era Sergio el impelido, y aun tuvo algunas veces cierto escozor y miedo de haber traspasado las lindes de lo prudente, exponiéndose á perder aquella vida de tibia mansedumbre, tejida por él á su gusto un día y otro día, paja á paja, brizna á brizna, como el pájaro construye el nido, con lentitudes de hormiga y tenacidad de varón fuerte y sobrio que sólo aspira al rincón cálido en que acurrucar su vejez, haciendo de la vida una vejez perpetua, grave, serena.

Tales temores eran nubecillas fugaces disipadas pronto por el soplo de una felicidad dulce y plácida; la lumbrada amorosa no le producía quemazones intensas; no fué más que un día, el día toledano, tizón rojo que abrasa; después, siempre rescoldo, amor enfrenado de hombre austero.

Por eso, abandonados los dos en sus coloquios de mansedumbre placentera, nunca pensaban en el más allá, ni sentían la sed de vínculos apretados. Saciaban sus almas en aquella comunicación, abitándose con el trato remontado de un coloquio espiritual, hondo, sereno. Les parecía que aquel amor no tenía un fin ni un objeto mundano, y así, ni promesas ni juramentos se cambiaban. Todo estaba cumplido: mientras aquel hogar existiera, no ambicionaban más; aquél era el rincón, aquél era el nido; ya Sergio emparentaba con parentesco mayor que el de la sangre: los ataba con su coyunda la simpatía de las almas. Después, el tiempo, que todo lo desgasta, que hasta las peñas roe, también labraría en ellos un surco, y de las ruinas de aquella vida, con el cascote y la ripia de aquel edificio juvenil, que era alcázar dorado, construirían el otro rincón, el de ellos solos, en otro piso tercero, sin más trabajo que acarrear el mismo piano, el sillón de gutapercha y la máquina Singer. También á Morito y á Sesostris se los llevarían, si para entonces aquellos animalejos alentaban.

Pero un día, ese día que hay en todas las novelas, así en las de ficción como en las de carne y hueso, vino la Gaceta, la prosaica Gaceta, á marcar el rumbo de aquellos espirituales amoríos. En la Universidad estaba vacante la cátedra de Historia, y se anunciaba el turno de oposición para cubrirla.

Aquella noticia sacudió la pereza amorosa de Sergio y Rafaela.

—Ya lo ves, Faela: don Cayetano triunfa; él lo quería.

La de Bustamante respondió con ahinco:

—Sí: él lo quería, él lo quería.

—Digamos con él—añadió Sergio:—¡A la cátedra, á la cátedra! y en cuanto yo catedrático sea... ¿Qué piensas tú, Faelina?

—Pienso en las muchas veces que me decía á mí, á mí sola, como si sólo á mí en la casa importara la noticia: ó yo no soy quien soy, el hombre de voluntad inquebrantable, ó ese Sotuco es catedrático; verás, verás qué bueno, me decía, relamiéndose de gusto; verás, Rafaela: vamos á ir tú y yo á su primera clase; le vamos á oir inaugurar su curso; verás, verás qué inauguración tan solemne hacemos; verás cómo parla, cómo se entusiasma, cómo se encandila... y yo, óyelo, tonto, sabio mío, me engolosinaba y sentía ganas de seguir un curso de historia con aquel Sotín... Pero ¡calla! si parece que te entristece la noticia de que ibas á tener una discípula muy rebonita; ¿no quieres que me matricule?... bueno, hombre, no te pongas así: iré por libre... Sergio, Sergio, ¿qué tienes? ¿Qué tristeza es esa? No me gusta verte así; ¿por qué ese aire tan sombrío?

—Déjame, nena: es tarde; esta noche misma empiezo el trabajo: será rudo.

—Bueno, bueno; pero antes dime por qué me pusiste esa cara tristona.

—No te lo digo, no, no. Si te lo dijera, también tú la pondrías, y no quiero, no quiero.

Rafaela no dijo nada; pero tal ráfaga de disgusto vio Soto en el rostro de su novia, que pegándose á ella exclamó:

—También él me decía de tí cosas... cosas; yo le escuchaba con ansia de venir aquí, de colarme en esta casa, de conocer y de oir á aquella Rafaela, de saltar con aquella Clara; algunas veces ¡o tuve en la lengua, casi en los labios: ¡lléveme usted, lléveme usted! pero nada, nada: los libros me embrutecieron, muchas historias, la chismografía secular; lleno con las cosas de las edades muertas, de los hombres muertos, era yo un ignorantón de las cosas de los vivos; llegué á sentir la vida de las cosas que fueron y no son, la vida de los castillos derrumbados, de los monasterios solitarios, de los sepulcros vacíos que ya ni aun al muerto tienen; sentí, Faela, la palpitación de las minas, y ¡bruto de mí! no fui capaz de sentir toda la vida grande, llena de ansias ardientes, aquella vida inmensa que latía en el corazón de tu padre, que latía por por mí... ¿Lo ves, Faelina? ya eres tú la triste. No te aflijas: toda mi existencia se desarrolló así; me parece que las raíces de mi vida se nutren en la región de á muerte, y sin embargo, quiero la vida, la tengo por hermosa, la tuve siempre, siempre, y hoy que te conozco, más, mucho más. De la muerte de mis padres vi brotar mi niñez, figúrate si fué triste; de todo lo que fué y no es, veo surgir mis aficiones, esta pasión por la historia que llenó mi espíritu; de la muerte de él brota la flor más hermosa, más perfumada...

—Calla, Sergio, calla: me haces daño.

Los dos permanecieron silenciosos: comprendieron que ya estaba trazado el sendero de su vida. Soto redobló el estudio; trabajaba con una alegría sana, con empuje viril, con alientos poderosos; sentía una fuerza impulsora que le incitaba á ir adelante, adelante; la facilidad y el vértigo de las cuestas abajo; sorbía libros y libros con la arrancada ansiosa de una locomotora que sorbe kilómetros y kilómetros. Con su novia, en la intimidad, se reconocía á sí mismo limpio de mundanas modestias, y no vacilaba en asegurarle que le crecía el talento, que notaba una agilidad intelectual prodigiosa; que de seguir así, la ganaba, ganaba á las dos de un golpe: cátedra y niña. Hasta Francisco, el conserje, conoció el hormiguillo del bibliotecario por una tenue radiación del rostro de Sergio. Este se lo espetó un día, allí dentro, en el recinto austero.—Sí: me caso, me caso con Rafaelita.

Y el bibliotecario y el conserje miraron al testero, al sillón vacío, por que aquella vacante se amortizaba y seguía vacío, eternamente vacío.

También la de Bustamante reforzó sus estudios de piano; el ardor de Sergio por el trabajo parecía comunicársele á ella; sintió en su alma fuerzas que la impulsaban hacia arriba, motores nunca encendidos que ahora en plena actividad la impelían sin descanso; este creciente afán de avanzar y de ascender tenía su natural desahogo en la música; á no haber hallado en tal ocasión tal asidero, creía que hubiera podido volverse loca con el devaneo que le bullía sin darle reposo ni aun en las horas del sueño, que vino á ser escaso y cortado. Pero después de una mala noche, todavía en el silencio de la mañana, sin más que refrescarse el rostro con azotes de agua fría, hasta dejarle amoratado de tanto chapoteo, atusadas las crenchas, se ponía en la banqueta y empezaba á tecletear á dúo con la algarabía matinal del jardín de Ruzafa. Allí se pasaba las horas, repetía, limaba temas, rebuscadora insaciable de una expresión, de un efecto, y por hallarle ponía ella tesoros de pasión inspirada unas veces, nerviosa otras, hasta dar en irascibles sacudidas con manotones sobre el rígido instrumento y con explosión de lágrimas. Eran crisis dolorosas que la afectaban mucho; pero aún la enardecían más los éxitos felices cuando, después de haber martilleado sobre un pasaje hasta triturarlo y convertirlo en polvo, compás por compás, nota por nota, la frase brotaba limpia, con nitidez de fuente, dócil á sus dedos, blanda á la caricia del espíritu que la evocaba. Entonces la niña de Bustamante llegaba á sentir desvanecimientos, mareos que la obligaban á interrumpir su obra, y se dejaba caer en cualquier parte con fatiga, jadeo como de una ascensión penosa, malestar que pasaba pronto.

Una tarde fué por allí á visitarlas el director de la Sociedad de cuartetos, que había sido gran amigo de don Cayetano. Oyó el viejecito rugoso, de melenas blancas, una obra de Grieg que tocó Rafaela, y de tal modo se prendó de aquella artista, que propuso llevarla á la Sociedad, que la oyesen sus compañeros, y en la próxima campaña podría tocar un trío, cualquier cosa; él se brindaba á ejecutar con Rafaela una sonata. Prometió volver con el violín para tocar acompañado por ella.

Al saber Sergio por la noche el ofrecí miento del director, las tres Bustamantes, que esperaban verle gozoso y agradecido al viejecito, se sorprendieron mucho viéndole poner mal gesto á la noticia, y eso que delante doña Irene quiso fingir un regocijo no sentido, templar la frialdad que la buena nueva le producía. No era que la juzgase incapaz de tanto, no; pero presentarse al público, verse como se vería arrullada por el aplauso gárrulo, en vuelta en una ola de admiración estrepitosa, era el desquiciamiento mayor de todo el tinglado de su vida. No, no: tampoco Bustamante lo hubiese consentido.

Los dos solos ventilaron la cuestión con el apasionamiento amoroso de que se veían poseídos.

—No te enfades conmigo; soy tuya, sólo tuya. Yo no quiero si tú no quieres. Nada de público: mi público eres tú.

—Sí, sí: tocarás en los cuartetos. ¡Quién soy yo para esclavizarte á mis gustos caseros, menudos! Estudia mucho; pero ahora te encuentro algo delgada: te puede hacer daño un trabajo intenso. Espera, Faela; mira, meteremos en un cajón el piano, y con él, con tu madre y con Clara, te vas un mes á mi huerto. Allí verás, verás cómo te repones y vuelves coloradota, gordinflona. Allí no hay invierno: es una primavera muy larga. Que os acompañe Juana. Paseas mucho, me cuidas aquellos naranjos, plantas lo que tú quieras plantar, me lo arreglas, me lo preparas; el palomar debe estar hecho una ruina: con ayuda de Pepet me lo restauras, y que él te lleve de Cullera media docena de parejas; tiene buena mano, sabe escogerlas. Mira: corral grande no tengo; pero en el de las gallinas, ya lo sabes, en donde yo cantaba misa, con cuatro tablucas hágole establo, y lleváis un par de cabras para que bebas buena leche, leche caliente; vamos á ver si eres capaz de aprender á ordeñarla: ¿á que no? pero de bebería sí; tú verás cómo salen las sonatas después de un vaso de leche en el corral; tiene que ser de los grandes, de los de cuartillo. Con lo sobrante, que Rosalía os haga platos de dulce: te rechuparás los deditos de gusto; oye, oye: Rosalía la de Pepet es una guisandera como tú conoces pocas. Bueno: pues las cabras tendréis que llevarlas á pastar á los olivares de la Crea negra; tú vas de pastora, pastora mía; aunque el rebaño no es grande, bueno será que tengáis mastín. Y por la noche os guardará á vosotras. Aunque las tardecitas las sientas tibias, métete tempranito, recógete al tiempo que las palomas en tu palomar; aquellas tardes tienen muchas maulas, son traicioneras. Detrás de los cristales del cuarto grande mira la puesta del sol, ¡verás qué puestas! Se me ocurre que en los arriates que verás á la banda del reguero podías poner cosa de flores, algo que alegre; mejor un encañado que nos dé sombra; en fin, chiquilla, tú eres mujer de gusto; hazte cargo que aquello es tuyo, engalánalo como quieras, porque en cuanto yo gane la cátedra me voy allá á dar clase á las palomas y á las gallinas. Y tú conmigo.

Olvidaron con los bucólicos planes los proyectos que á Soto tanto desplacían. Ocurrióle en aquella ocasión al mozo austero lo que tan frecuentemente ocurre: al empezar su charla no llevaba otra intención que desviar los pensamientos de Rafaela, conduciéndolos con maña por el sendero de los suyos, apacibles, sosegados; pero al fin del inspirado madrigal, comprendió que sus palabras, más certeras aquella vez que la misma idea engendradora de ellas, estaban llenas de cordura, de un sentido previsor, sentido higiénico, que le hicieron volver sobre lo dicho, como si se lo repitiese á su mismo pensamiento, convenciéndole y moviéndole á desarrollar el plan que impensadamente había trazado á la niña.

Discurría esto camino de su casa, sin razonarlo, como una caprichosa exaltación de su nostalgia campestre, de los recuerdos huertanos siempre agazapados en la memoria, de aquella extraña remembranza de una niña que jugó con él en el huerto; todas ¡as evocaciones de su infancia grave, pero cargada de aromas campesinos, llena de luz valenciana, de memorias dulces y tristes que parecían haber formado todo el amasijo de su vida melancólica y tierna, obscura como la sombra del naranjo, pero con la brillantes que tiene la copa de este árbol, con las mismas galas que lo adornan y el perfume delicado que lo envuelve.

Así recorrió aquella noche el largo camino de su casa, con lentos pasos, con rodeo de calles y plazas. Al principio, la idea de que Rafaela pensara en tomar la senda pomposa á que el director de los cuartetos la invitaba, y se apartase de las veredas umbrosas, frescas, solitarias, por las que él gustaba de seguir el curso de la vida, le inquietó un poco, aunque esta idea molesta se deshizo, diluida en la confianza que tenía de la firmeza de su novia. Pero al entrar en su casa repitiéndose con tenacidad de estribillo «¡al huerto, que vayan al huerto!» dejándose caer sobre el sillón en que estudiaba, echado el busto sobre la mesa, se preguntó á sí mismo:—¿A qué tanto afán de que vayan al huerto? ¿Temes?... ¿Qué he de temer? ¡No temo eso! Lo que yo digo es que Faela está flaca, pálida, y duerme mal. Luego, Faela necesita campo... ¿Qué, qué dices, Sergio? ¿Que Faela está...? ¿Que necesita...? Y eso es verdad, eso si es verdad; eso no lo temía, y ya lo temo. ¡Dios mío, Dios mío! Mañana mismo se lo planto á doña Irene. Faela necesita huerto, mucho huerto.

VII

Al otro día le faltó valor para plantárselo á doña Irene, porque dicho así: «Rafaela necesita campo, huerto,» era un jicarazo brutal que estaba poco justificado. Las agitaciones amorosas traían á Soto muy impresionable, con la sensibilidad en carne viva que el más leve roce irritaba, y sin duda por eso le pareció ver á su novia más flaca y desemblantada de lo que era verdad. Nada, nada de brusquedades: era preciso refrenar aquellas efervescencias de juventud, los desplantes de meridionalismo que de tarde en tarde, como llamarada de volcán que se apaga, habían de venir á perturbarle en su quietud y cubrir de lava ardiente la serenidad fría de su existencia. En estas ocasiones acostumbraba á servirse de la voluntad como de un instrumento de tortura; era su propio inquisidor y su verdugo, que con inclemencia castigaba, tundía, hasta meter en razón su mente alborotada por los ramalazos levantinos y levantiscos, que alguna vez venían á recordarle que era de allá abajo, de país caliente, de tierra soleada. Pero las tristezas habían podido más que los fulgores de la provincia nativa; de aquellas regiones luminosas apenas le quedaba ya más brillantez que la de la palabra fácil, fluida, y aun ésta esclavizada también, amarrada á la voluntad y al pensamiento, como los barcos, con amarras gruesas, dejándola sólo que se columpiase blandamente en las aguas muertas del ancladero. Sergio era un huertano de los que no se impregnan de la luz torrencial que el cielo arroja sobre su huerta, que no vibra ni se estremece con la palpitación de aquella atmósfera caldeada, sino que viene á la meseta rasa de Castilla trayendo empapada el alma en la melancolía que de las tierras ardientes brota, suave, tristona, de aroma tenue, como violeta. Y si algún ascua quedaba en él, el ambiente gris de la biblioteca, su luz opaca, había caído encima como una capa de ceniza.

Con el desistimiento del viaje á Valencia nacieron planes de reanudar los antiguos paseos, en las tardes en que calienta el sol de invierno, por rondas y arrabales. También Soto necesitaba actividad muscular y que la luz le tostara un poco; sentía fatiga del estudio intenso, en el cuartón con vistas al patio. El primer día, una de esas lardes de Febrero que parecen barrunto de primavera, volvieron á su Moncloa por el tranvía de la Bombilla. Aunque no era día festivo, en los merenderos ribereños había bullicio; oyeron organillos, gentes cantadoras; en uno de aquéllos celebraban una boda; la algazara era grande: en el jardincillo mustio bailaban parejas al son de una polka; entre las figuras danzantes dominaban los colores agrios del mantón de Manila; la pobreza de colorido del jardín seco estaba suplida por aquel baturrillo de colores brillantes. No faltaba el canto, un canto monótono. El sol doraba cuadro tan risueño.

A los paseantes se les contagió algo de aquello, invadiéndoles deseo muy vivo de correr por las avenidas de la olmeda. Corrieron todos como chiquillos uno tras otro á ver quién coge á quién; la meta era un banco de piedra al que llegaron jadeantes; pero Rafaela no pudo llegar: reclinada contra un árbol á mitad de la carrera, sorbía ansiosa bocanadas de aire que se resistían á entrar en el pulmón. Del banco vinieron risotadas de los vencedores. La vencida quiso llamarles, pero la voz no salía; Soto presintió que allí pasaba algo:—Esa se ha torcido un pié,—y fué á darle el brazo para llevarla al asiento. Al llegar, la niña había apoyado su frente en el tronco, y sobre éste vió Sergio un hilito de sangre. Al incorporarla se veía el hilillo rojizo sobre la barbita de Faela; ésta se abandonaba en los brazos que la recogieron, y allí mismo, en la cuneta, sentóse Soto con su novia en el regazo. Al llegar Juana y Clarita ya no vieron sangre; pero se asustaron mucho, porque Rafaela yacía como en desmayo, con una palidez de rostro muy medrosa, un tinte acardenalado en la frente, obscuro, feo. Clarita hubiera querido romper en lágrimas; pero la calma de Soto era tan imponente, que lloró para dentro. Además, al volver en sí podía asustarse Rafaela. Sergio limpió el sudor de ésta con el pañuelo No tardó mucho la niña en abrir los ojos y mostrar gran alivio de la congoja.

—¿Qué ha sido eso, mujer?—le preguntó Clara besándola.

—Nada—respondió Sergio por ella:—un mareo de señorita romántica; como ahora le da por no comer... Nada, total nada. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, muy bien; si fué una cosa tonta: de pronto que...

—Bueno, bueno,—dijo Sergio.

—Bueno, bueno—repitió Clara muy gozosa:—ya pasó el mareo, no pienses ya en él. Si acaso sientes frío, toma mi talma, échatela encima; toma, toma.

—No, no; al contrario: si sudo, si estoy bien; vamos, lo que se dice bien. ¿Sabéis una cosa? Tengo hambre.

—¿Qué quieres, rica?—preguntó Clarita afanosamente estrujándole la cara entre sus manos.—¿Quieres que compremos naranjas? ¿Quieres que en un merendero te hagan una taza de tí? ¿Qué quieres, rica?

—No sé, no sé qué me apetece; pero siento hambre.

—Bien—dijo Sergio:—vamos á beber leche ahí abajo, se puede ver ordeñar, y así aprende usted, señora, aprende usted para cuando tenga cabras. Vámonos. Apóyate en mí y en Juana. Ea, en marcha; pasó todo. Ahora formalidad, á escarmentar con esto, á tener juicio, y á comer buenas tajadas.

—Ya sé lo que me apetece—dijo la enferma;—pero ¡quiá! por estos andurriales no hay de eso.

—¿Que quiere la princesa?—dijo el bibliotecario.

—Ostras; ¿habrá por aquí ostras? ¡Ay qué ricas! con el gustín acre, salado... ¿No las tendrán por aquí?

—Vamos á la lechería.

—Hombre, déjame; por la mañana, pase; pero leche á estas horas... no quiero, no quiero,—dijo con mimo.

Pasaban ya camino del tranvía, por el merendero de la boda; seguía el bailoteo; el organillo parecía reventar á fuerza de soltar notas, escalas, arpegios, contestados por otros organillos más lejanos, en otros jardines, como los gallos se contestan de corral á corral. Volvieron á pararse y curiosear. Un mocetón de rostro encendido, rojo, que echaba lumbre viva, se llegó hasta ellos con un vasazo de vino en la mano, y pasándolo por la verja de madera.—Vaya por los novios—dijo encarándose con Rafaela:—¿no quieren catarlo? ¡cuánto melindre! Pues vaya por la niña flaca,—y se lo echó al coleto. Soto refunfuñó entre dientes:—¡Valiente bruto!

Se alejaron, y conforme marchaban se desvanecían en el aire las tocatas de los diversos instrumentos, fundiéndose todas en una sola que sonaba como rumor natural del bosque.

A la noche, al llegar Soto, le dijeron que Rafaela se había acostado y dormía tranquila. Aprovechó la feliz coyuntura para hablar á doña Irene, para ponerla en guardia, sin descubrirle toda la importancia y gravedad de lo ocurrido. Expuso el plan del huerto; con esto bastaba para reponerla. Ya sabía él que no; pero por algo había que empezar, y acordaron el viaje para ocho días después. Llamaron al médico, no precisamente porque fuese necesario, tanto como necesario no se podía decir que fuera: le llamaban para que le propinase un tónico, un aperitivo, y para eso sí, sí, hacía mucha falta que fuese don Pedro Suárez, que la riñera, que le metiese un poco de miedo en el cuerpo. Los días siguientes los pasó la de Bustamante muy contenta: aseguraba sentir oleadas de salud, ganas de pasear, de ir á Toledo; mucho vigor y espíritu regocijado, hasta pensar otra vez en los cuartetos. Tocaría con el director una sonata.

El doctor Suárez estuvo muy reservado en el pronóstico, y ni dió ni quitó importancia al caso. Era necesario completar más el cuadro sintomatológico, para lo cual convendría aplazar el viaje, y una vez hecho el cuadro de síntomas, haría el cuadro de tratamiento; entre tanto, nada, actitud expectante, sobrealimentación, y nada más.

Con tan violentas emociones mal estudiaba Soto, y, sin embargo, obraba prodigios su voluntad férrea. Eran unas batallas del corazón con el entendimiento, declarándose la victoria á favor de éste, y así los trabajos de la oposición no se interrumpieron. La penosa escena de la Moncloa con todas sus posibles consecuencias le perseguía perturbadora como fantasma tétrico; por huirle se sumía en el estudio; si él fuera un libertino, se hubiera hundido en la crápula para acallar los pensamientos; su libertinaje era el de los libros, el de las historias, y se zambulló en ellas.

Al fin Suárez ordenó el viaje á la huerta; esperaba mucho de aquel clima; el campo era la droga mejor, y en el verano ya hablarían de algunas aguas.

—De la índole del mal no podemos tener duda—dijo Suárez á solas con Soto:—los análisis muestran que estamos enfrente de una tuberculosis, amigo Soto; ante los análisis,., en el pulmón derecho nada, nada, y además hemos acudido tan á tiempo, que espero, espero, hay razón para esperar.

También el novio esperaba con una fe viva en el ambiente del huerto, en la vida campestre, en el frote con la naturaleza. Estuvo todo á punto parala marcha;pero el día convenido acometió á Rafaela una jaqueca de las intensas y punzadoras; tuvo que pasar la tarde tendida en el sofá del gabinete, metida la cabeza entre las manos. Allí la encontró Sergio á la tarde, arropada con una manta escocesa. Sentóse á su lado en una banqueta, cruzados los brazos sobre las rodillas. Faela no se enteró de que su novio estaba allí. Éste miraba la manta, contaba cuadritos: uno, dos, tres, verdes; otros tres morados, y dos rayitas negras por encima, en cruz. Luego la emprendió con los flecos, peinándolos, atusándolos. Era ya tarde, y la habitación quedaba obscura. Del rebujo de la manta sobresalía la cabeza de la niña, aquella mata dorada que en la media luz tenía matiz aún más suave. Entró Clarita de puntillas, y al oído de Sergio preguntó:—Sotín, ¿duerme?

—¡Chits!... sí, descansa; siéntate aquí.

Y compartió con Clara el asiento. Estaban muy callados. La luz crepuscular se iba apagando, pero la reemplazaba otra blancuzca y fría: luz de luna. Sesostris dió una vuelta alrededor de la estancia, y desapareció sin hacer ruido. El silencio era tan grande, que se oían los alientos; todos los objetos tomaron apariencia de masas negras; parecían sombras de sí mismos.

—¿Qué crees tú?—dijo Clara muy quedo.—¿Se pondrá pronto buena?

Al leve ceceo se volvió la doliente.

—¿Estabas ahí, Sergio?

—¿Pasa? ¿Va pasando?

—Sí: me parece que no duele. ¿Qué hora es?

Sergio extendió la mano para buscar entre!a manta las de Rafaela.

—¡Ay qué mano!—dijo ésta;—parece mármol. ¿Hace frío?

—Sí, sí: hace mucho frío; debes acostarte, monina.

—¡Calle! si está Clarita contigo Ven, nena, dame un beso.

Las dos hermanas se apretujaron.

—Mira, Soto—dijo la pequeña,—desde no sé cuándo que no toma nada; tú que puedes, ríñela, oblígala.

—Ahora mismo va usted á la cocina por un vaso de leche.

Quedaron los dos solos. Acercaron las caras, mirándose sin decir nada; se miraron mucho tiempo; al fin, la niña dijo muy bajo:—¡Sergio mío, qué mala estoy!

—¡Tontina!—dijo Sergio por única respuesta. Algo más hubiera dicho, pero sentía que la voz no salía firme, y calló. Acercaron más los rostros.

—¿No hay nadie?

—Nadie. ¿Qué quieres, Faela?

—A tí te lo digo, que eres fuerte, con alma serena; por eso te quiero; á tí te lo digo... Sergio, Sergio, me voy... No se lo digas; ¡pobrecitas!... me voy.

De entre la manta sacó un pañuelo manchado de costras rojas.

—No es nada; mira: yo una vez...—No pudo acabar; cortó el embuste un sollozo de Rafaela.

—Vamos, vamos, nenina, formalidad.

—Sergio, por tí lo siento; te amo. ¿Y tú?

—¡Rafaela!

Sergio cogió entre sus manos la cabecita de la Bustamante, y hundido el rostro en las crenchas besó arrebatadamente, enjugándose los ojos allí, en la cabellera espesa.

Al incorporarse, vieron la sombra de Clarita, quieta, en el fondo de la estancia; en las manos traía un vaso grandón de leche, que rebrillaba á la luz blanquecina.

Tampoco al día siguiente pudieron marcharse: la enferma sentía el cansancio de la tarde anterior; pero á la noche, al llamar Sergio, oyó el piano: cabalmente tocaba Rafaela el nocturno de la amiga Juana, que era uno de los de Chopin. Se dirigió derecho á la sala.

—¡Vamos, vamos!...

—Sí, Sotuco mío—dijo la pianista mirándole sin dejar de tocar,—sí: hoy muy bien; sólo este dolor fijo en la espalda me molesta un poquitín, y parece que no me deja respirar.—El nocturno seguía con su languidez soñolienta.—No, si yo no le hago caso; ya me ves. Y ahora, precisamente, me parece que estoy mejor; mira, mira qué bien respiro. ¡Ay qué gusto! Nada, ya no lo siento.—El tema musical ss desarrollaba con su melancolía enfermiza; Rafaela tocaba sin dar expresión, sin matizar el canto lúgubre del músico doliente; sus dedos, deslizados con abandono sobre las teclas, susurraban aquel nocturno como podían haber atacado una marcha triunfal; era sólo un fondo armonioso de sus pensamientos primero, y desde que entró Sergio, de su charla.

—¿Por qué no viniste esta tarde á verme, á preguntar por mí? ¿Te parece que es cumplir mandar á Francisco? Quiero que vengas por las tardes; al obscurecer me dió una tristeza muy grande; ven por las tardes, tráeme ese Balzac, ese Médico de aldea, porque no será un médico de enfermos, ¿verdad?

—No, nada de enfermos: es un médico de las almas.

—Esos, esos son los que me gustan á mí; tráeme ese médico, y que se vaya á paseo el otro, que ya no lo necesito. Y tráeme más cosas; de esta graciosa convalecencia de una enfermedad que no be tenido, voy á salir tan sabionda como tú; y así, cuando seas catedrático, podré alternar contigo. Tráeme, tráeme libros para acá que me entretengan. Esta tarde, cuando me dió esa morriña, quise matarla cosiendo, y me fui á la máquina para machacarla allí, pero mamá no me dejó.—El motivo melódico parecía sacudir la tristeza y estallar en un remolino de frases arrebatadas, incompletas, que apenas nacidas se disipaban impacientes por brotar, atropellándose, codeándose las unas á las otras, revueltas, agitadas, con el ansia de triunfar entre todas, hasta que volvía otra vez el tema, grave, doloroso, enseñoreándose del piano con su expresión patética.—¡Qué contenta estoy con eso de ir á tu huerto, al tuyo! Ni aun el dejarte me da pena; quiá, si allí también respiraré á gusto. Ya verás: verás qué cartas te escribo desde allá. Por supuesto que nos harás una visita; puedes ir con toda confianza; tú hazte cargo que vas á tu casa. Me verás como una zagala, y tú serás mi zagal. Con esto el nocturno languidecía en sus manos, casi disipado en unos acordes indecisos, un tecleo rumoroso.—Sí: tengo ganas de echar á correr. ¿Dices que los olivares están cerca? Lo de la borrica es una gran idea; poniéndole unas... ¿cómo lo llamas?

—Jamugas.

—Eso, eso: jamugas. ¡Ay! los madrileños tenemos una torpeza para estas cosas... Pero ahora sí que me voy á volver rústica. ¿Me querrás rústica? ¿me querrás siempre?... ¡Ay! me vuelve el dolor.

—No toques más, descansa.

—Quita, hombre; la máquina no, el piano tampoco; me vais á hacer creer que estoy malita de veras. ¿No te digo que hoy me siento yo alegre? ¡Ay! me pierdo, no soy mujer para seguir... Ya, ya. ¡Qué hermoso, qué dulce! ¿Te gusta?—La idea musical fluctuó un instante, estuvo á punto de interrumpirse bruscamente; pero surgió con renovados bríos, con la palpitación de un sentimiento profundo que la llenaba de luz, convertidos sus acordes tristones en un canto alegre, graciosamente moduladas las cadencias en tono festivo, hasta morir desvaneciéndose suave, con temblor de lámpara que se apaga.

Entró Juana palmoteando:—¡Muy bien, muy bien! Salió como nunca. ¡Chica, chica, como lo has dicho!—Y su cara de palo seco, anguloso, coronada por la espléndida cabellera blanca, mostraba una admiración grandísima por la ejecución tan perfecta de su nocturno.

Al retirarse Soto aquella noche sintió un desaliento profundo, como una languidez de su voluntad, otras veces tan vigorosa y latente. No era pena ni dolor, sino un abatimiento espiritual con mezcla de terror al oir crujir toda la armazón que afanosamente había levantado para edificar una vida dulce, mansa. Y aquellos crujidos eran precursores del desplome total; su castillo de felicidad suave se venía á tierra con derrumbe inevitable, violento.

El golfillo que todas las noches le vendía el Heraldo le salió al paso.

—Señorito, el Heraldo. Señorito, ¿no quiere usted el Heraldo?

—Venga y toma.

—Señorito, la vuelta.

—¿Qué vuelta?

—De la peseta.

—¿De qué peseta?

—Si ma dao usté una peseta, señorito.

—Bueno, guárdala; eres un hombre. ¿Cómo te llamas?

—Llamar, me llaman el Mocos.

—¿Pero tú cómo te llamas?

—Señorito, yo no me llamo nunca. ¿Quiere usted otro Heraldo, señorito?

—¿Es que quieres otra peseta?

—Ni por figuración: es de agradecido.

—¿Tienes madre?

—Madre no tengo, pero padre tampoco.

—¿Quién te da de comer? ¿en dónde duermes?

—Comer... como de la prensa, como ve el señorito, y dormir... pues mire usted, dormir, aonde le tira á uno el sueño: de verano suelo acostarme una miaja en los jardinillos de la Cuesta la Vega; pero cuando llega el invernal nos vamos á los corrales de Gregoria la Burrera. Por una chica nos da dos noches. Eso está allá contra las Vallecas; en mi casa, señorito, somos tres pa un jergón, y allí abunda la paja, y al calor de las bestias le da á uno un gusto... como que á veces tengo que quitarme el chaquetón y la bufanda, y cuando llueve, allí ni gota; cuanto más que algunas mañanas me manda la Gregoria que saque las burras, con perdón, señorito, y vamos yo y ella á repartir la leche á los tísicos.

—Adiós, hombre; hasta mañana.

—Vaya con Dios y con la Magdalena el señorito.

Y siguió Soto su peregrinación por las calles, solitario, taciturno. Parecía imposible que su mente abandonase la idea de Rafaela para pensar en la charla del golfillo honrado, sin padres, solo en el mundo... solo en el mundo.—En ese particular estamos iguales—pensó Soto:—solo en el mundo; yo soy un poco golfo, á mi manera.

Toda la compasión que hubiera podido sentir por sí mismo, la sintió por el chicuelo del Heraldo, y llegaban á punzarle deseos de retroceder en busca de él, de llevárselo consigo, de echarlo á los pies de su cama, de enseñarle cosas de historia y que el día de mañana fuese algo de su corazón, algo pegado á su vida. Parecía honradote, despejado; hasta era guapo, sano. No, no: mejor era dejarle que durmiese en los corrales de la Burrera y que repartiese la leche á los tísicos.—Porque ¿quién me dice á mí que mañana no se la reparten á él?

Pasaba por una calle de las iluminadas con luz eléctrica. Comprendió que era ya la media noche, porque halló mucha gente que debía salir de algún teatro. Todos iban muy arropados; las señoras arrebujadas en abrigos de muy diversos colores, pero claros, llamativos en medio de la noche, y que tomaban mayor intensidad al pasar bajo los focos: los había blancos y los había de un azul muy pálido; otros parecían tejidos con rosas; no faltaban largas taimas ribeteadas, telas que resonaban al movimiento, al frote de unas con otras; y en lo alto de aquellas figurillas pasajeras asonaban las cabecitas rubias, las pelinegras, muy peinadas, con lazos, con plumas y garzotas en la cabeza, con broches de piedrezuelas que rebrillaban; eran como oleadas vaporosas que veía venir, acercarse, pasar alternando con las sombras obscuras de los hombres, engabanados. Por la calzada rodaban los coches vertiginosamente, con los cristales esmaltados por la humedad y el frío. Todo allí parpadeaba con la nerviosa agitación del sueño que intentamos sacudir: los focos eléctricos, las linternas de los coches, los arcos luminosos del coliseo en el fondo de la calle. Los grupos pasaban en bandadas, parecían ceder y empezaban más frecuentes, más de prisa, con su aire de sombras volanderas como figuritas de linterna. Aquel desfile del mundo nocherniego, brillante sin alegría, pomposo sin animación, sin regocijo; personajes que van á una fiesta como á un funeral, sin más diferencia que el vestido, aquel hormigueo humano le pareció cordón de romeros que á la luz cadavérica, helada, se encaminan á una romería sin so!, y sintió el tedio de lo que nos estorba en los instantes de nuestra mayor actividad.

En la primera esquina dió la vuelta y se halló en un callejón obscuro, con un solo farolillo de gas en mitad de él. La sumersión violenta en la sombra le hizo recobrar repentinamente él recuerdo de Faela. Vió entonces lo que sentado junto al piano, al lado de ella, no había visto: la demacración intensa de aquella cava y el enflaquecimiento del cuerpecillo garboso. Vino á su memoria la alegría de la niña aquella noche, produciéndole tanta amargura, que los ojos se le arrasaron, y miró arriba, á las estrellas, que titilaban en un cielo violado.—Pero ¿cómo fué esto? ¿Cómo se nos vino encima?... A casa, á casa… ¿Cómo se nos vino encima?... A casa, que hace frío, que tengo mucho frío. ¿Qué hago yo de ronda á estas horas? A casa, á casa... ¿Cómo se nos vino encima?

Aceleraba el paso; pero junto á un portal, una mujerzuela con el mantón hasta la barba, le salió al encuentro, tocándole en el hombro. Soto sintió una impresión de náusea corno al contacto de una masa asquerosa; su boca escupió sobre la desgraciada dos palabrotas sucias, soeces. Las primeras de su vida. Una ola de sangre le subió del pecho á la cara; aceleró más el paso.—De prisa, Sergio; á casa, á casa; ¿quién te manda á estas horas?,., ¿Cómo se nos vino encima?—No pudo más: sintió fatiga, tuvo que hacer alto; aunque el frió era intenso, se descubrió la cabeza; sentía que se desplomaba sobre las losas, y se asió á la reja de una ventana que á su lado tenía. El sereno de la calle vino derecho á él temeroso de que á aquel caballero le ocurriese algo; pero al acercarse desvió el rumbo.

—Me toma por un borracho—se dijo Sergio;—si todavía me voy á reir esta noche; soy un borracho.—Anduvo otra vez: marchaba con la vacilación del que está desorientado, sin saber por qué calle pisa. Un cafetín proyectaba sobre la acera luz intensa, y Sergio encaminó sus pasos hacia él. Era un magnífico lugar de reposo; allí se calmaría la excitación, el malestar, el mareo.

El local menguado estaba desierto; sólo dos mozallones dormitaban junto al mostrador. Iba á dar la vuelta y salir del cafetín, cuando uno de los hombres despertó:

—¿Qué se le ofrece, caballero?

—Un té.

—¿Con media?—preguntó sonámbulo.

—Con nada. Un té, le digo.

—Al momento.

El otro levantóse también y fué apagando mecheros, sin dejar más de dos ó tres, de manera que el recinto quedó sumido en una penumbra humosa, triste.

El servidor no parecía por ninguna parte. En la penumbra del rincón, Soto cerraba los ojos, perdida la conciencia de lagar y de tiempo; la mujerzuela le acosaba sin poder apartarla de sí: al contrario, su mente se ensañaba en aquel guiñapo de la humanidad, y, revuelto entre la sensación asquerosa, sentía nacer un sentimiento de lástima. Si en aquel momento hubiese visto aparecer la ramera sentíase hombre para dominar el horror nauseabundo, dejar que la caridad saliese á borbotones; por su boca, y en vez del insulto hablarle humanamente, hasta herir una fibra sana, que una fibra por lo menos había de hallarse en el inmundo amasijo.

—Ahí donde la viste, es una criatura como tú, una criatura como cualquiera... como Faela.

Y al murmurarse á sí mismo aquel pensamiento con dejos de blasfemia, dejó caer la cabeza sobre el mármol hasta sentir en la frente el frió de la piedra.

—Yo me vuelvo loco, esto no es para mí; si yo quiero la quietud, quiero la paz, quiero la calma. ¡Ay, don Cayetano, don Cayetano! ¡Se nos muere, se nos muere!... No quiero ir á mi casa... quiero ir á la biblioteca, á la biblioteca... Pero ¿cómo, cómo se nos vino encima?

Los mozos le vieron salir sin aguardar á ser servido.

—Ese—dijo uno al otro,—está guillado.

—Y tú estás fresco: ese viene de ahí enfrente y le han desplumado.

Ahí enfrente era un garito.

Al verse en la calle se reanimó un poco; un hombre iba con un palo muy largo apagando faroles: uno sí, otro no. Era preciso dejar á obscuras la ciudad, á la gran señora, para que durmiese.

—Vamos á ver si consigo orientarme; yo estoy lejos de mi calle. Gasta de locuras; entremos en razón. Y el caso es que el muchachín que reparte la leche á los tísicos, es un hombrecillo simpaticón. Yo me lo llevaría para que me acompañase con su charla. Mañana le digo que me lleven la leche de burras, y si gano la cátedra le hago ir á clase. ¿Qué hará con la peseta? ¿se emborrachará? Tó, tó, tó.... mayor que la mía no ha de ser... ¡Calla! ésta ¿no es mi puerta? ¿no es mi casa? ¡Sereno, sereno!

Y al subir las escaleras repetía el noctámbulo:

—¿Cómo pudo ser? ¿cómo se nos vino encima?

Por su cuarto destartalado daba vueltas de autómata. Luego hundióse en el sillón, y los párpados se le caían; pero unos tirones bruscos desde la nuca hasta el pié le despertaban. Se entretuvo en poner libros y papeles en montoncitos. Sus manos dieron con El médico de aldea, de Balzac; si hubiese dado con una corriente eléctrica, no hubiese sido mayor la sacudida; la frasecilla austera: para los corazones heridos, sombra y silencio, volvió á destacarse en el caos de su pensamiento, como en la obscuridad de la noche se destaca repentinamente la rueda de pólvora de un fuego artificial. Aquellas palabras eran un bálsamo, á ellas se acogía, y sumido otra vez en el sillón, repitiéndolas con monótono silabeo, se adormecía su congoja y casi se entregaba al sueño.

Pero antes de sumirse en él, unas rayas blanquecinas se dibujaron sobre la ventana, y al abrir las maderas la luz del amanecer llenaba la estancia.

Puso en el centro de ella un ancho barreño, y desnudándose roció el cuerpo con agua fría. Con el agua parecían borrarse las impresiones penosas de la noche, porque después, arropadito, agazapado frente á la mesa, estudió tranquilo, en paz, á la luz creciente de la mañana.

Entera la pasó allí, sereno, despejado, y á la tarde, con unos librotes bajo el brazo fué á la calle del Requejo.

Allí la turbación era muy grande. Salió doña Irene á recibirle, y le dijo que á la noche, apenas él se había despedido, le entró á Rafaela una congoja, una fatiga que la ahogaba. Tuvieron que ir en busca del médico, y hasta el amanecer que se fué calmando la niña no sosegaron. La pobre Clarita estaba mala del susto. Si no fuera por lo lejos que vivía, le habrían llamado.—¡Ay, Soto, qué noche!

—Calma, un poquito de calma; esto pasará.

Estaban ya en la sala y hablaban muy bajo.

—¡Pasar! ¿Espera usted?... ¿Será verdad?...

—Señora, por Dios.

—¡Ay, Soto, Soto! si Cayetano la viera...

—Señora, no es para tanto.

—¿Usted la ha visto?

—Señora, no exageremos las cosas.

—¡Pobre criatura! Y ahora con el pío del huerto, del huerto...

—Naturalmente, señora: el huerto, el huerto ha de volverle la salud. ¿Usted sabe lo que es el campo? ¡Ay! señora, usted no sabe lo que es el campo.

Abriéronla puerta del gabinete; allí estaba la enferma. Le habían llevado del comedor el sillón de gutapercha, y en él estaba sumida con la manta escocesa á los piés.

—Ya lo ves, Faelina, que obedezco: aquí me tienes para espantarte la morriña. ¡Y mira que tomarme á mí de espantajo!

—¡Qué susto les dí anoche á las pobrecitas! Pero no fué nada; si no estoy mal: un poco floja; á los tres días de estar en el huerto comprendo yo que seré otra. Tengo ganas de que me lleven; llévame tú; vamos á escaparnos. A donde tienes que llevarme cuando volvamos es al Corpus en Toledo, eso sí. ¿Te acuerdas, Sergio?

—Mucho, Faela.

Juntaron sus manos y se miraron con deleite.

—¿Qué tienes? Te encuentro ojeroso, paliducho.

—También yo estuve malo esta noche: no dormí.

—Esas oposiciones te están matando. No quiero, no quiero que trabajes más; quiero que estes aquí conmigo. Hace una temporada que te encuentro desmejorado.

—Contigo estaré; aquí traje libros para estudiar.

Y en efecto: todas las tardes iba Sergio á casa de su novia, y en el despacho que había sido de don Cayetano se encerraba á trabajar. A Rafaela le placía saber que estaba allí, cerquita» y que de cuando en cuando asomaba por la puerta para decirle:—¿Cómo estás, nena?

Por la puerta del despacho quien solía asomar era doña Irene preguntándole si se le ofrecía algo;—una tacita de café; también podían hacerle naranjada ó traerle una botella de cerveza... Espere usted, que tanto sol le molesta; bajemos el transparente;—y con unas vueltas de la cadenita quedaba la habitación impregnada en una luz verdosa, tibia, invitadora al estudio.—¿Lo ve usted? ajajá: así le gustaba á Cayetano.

Otras veces la que entreabría la puerta y asomaba la cabeza por el resquicio era Clarita.

—Sabio bobo... ¡Hu, hu! Te vas á volver mico.

—Ven acá, gitanilla.

—Qué más quisieras tú, gitano.

Tales bromas duraron poco tiempo: el mal de Rafaela avanzó con agravaciones terribles. Pasaba los días hundido el cuerpo flaco en el butacón, silenciosa, indolente. La hermosa cabellera se plegaba en bandas de oro sobre la frente; el rostro pálido con vetas azuladas tomó una expresión de quietud triste, indiferente á todo. Al entrar Soto solía inundarle en su mirada profunda; pero caían pronto los ojazos acules, y se distraía en manosear con sus deditos largos la manta escocesa. Aún quiso él reanimarla algunas veces con las perspectivas del huerto, de Toledo.—Eso es: empezaremos por unos paseitos en la Moncloa, eso es, y cuando estés más fuerte, nos vamos; yo voy también, eso es; yo voy contigo, contigo siempre, nena.

La nena no respondía; el aniquilamiento de su espíritu era tan completo, que una tarde Sergio, por ahondar en él hasta herir la última cuerda que latiese, la palpitación postrera de aquella vida que se apagaba, le habló del piano, de la 14, de los cuartetos... Nada, nada.

Fué al despacho, se tiró en el sillón, y sobre el pupitre de don Cayetano cayeron sus lágrimas. Clarita fué en busca suya; levantóle la cabeza:—¡Gitano mío!—Se abrazaron con nudo fuerte, se cubrieron de besos, llenáronse de lágrimas.

Días después, ni se levantaba Rafaela; respaldado el cuerpo en un montón de almohadas, la veían desvanecerse lentamente, como algo que se borra por obra de la luz ó del aire.

Y en estos momentos de angustia llegaron las oposiciones. Sus amigos, algunos catedráticos, venían por él, le conducían á la rastra. También doña Irene le inducía con frases maternales. Él se dejaba llevar como se hubiera dejado ir á la muerte. Iba, y ante el público, ante el tribunal, grave, tieso, se enardecía, con despliegues de su ciencia, con tal certeza de juicio y precisión de crítica, que el triunfo no se lo negaban ni los adversarios. Llegó la tarde del último ejercicio; en la alcoba de Rafaela no se oía más que su aliento largo, cavernoso. Vinieron dos amigos, le llamaron á la sala, tiraron de él. Por el camino quiso entrar en un café; pidió una copa de ron, otra.—Vaya, vamos con la última... ¿Basta? pues basta.—Con el calorcillo de la bebida oyó lo del jefe: «¡A la cátedra, á la cátedra!»—Tiene razón don Cayetano—pensaba, allá en los senos más profundos del cerebro.—A la cátedra... eso es; Faelina no, no... la cátedra, sí, sí.

Estuvo sublime.

Al subir otra vez al piso tercero, le flaqueaban las piernas, tropezó en varios escalones. Al entrar en la sala, no se oía la respiración cavernosa; abrió la puerta del gabinete, y la madre y la hermana se colgaron de su cuello fundidas en llanto. Pero él no, él no lloraba.

VIII

La ciudad estaba alborozada con una nueva invasión de primavera, Sergio, gran madrugador, salía á la calle casi con el alba; después de noches de agitación é insomnio, el aire matinal, fresco, serrano, le daba vida, alientos para la nueva jornada. Las tardes transcurrían muy plácidamente en la biblioteca; allí rodaban las horas sin ruido, sin traqueteo. Con Francisco tenía su charla, entretenidos los dos en recordar tiempos, personas, cosas pasadas. La mesa de don Cayetano, ya casi desmantelada, sin más que tintero, perdigonera y carpeta, parecía el sarcófago del muerto, hablando de él, evocándolo con el misterioso lenguaje de las cosas que fueron de nuestro uso cotidiano. Las tardes impregnadas de dulzura melancólica, le invadían de una quietud de espíritu tan suave, tan serena, que algunas veces se emperezó allí hasta que el crepúsculo asombraba el salón chico. Ni aun entonces arrancaba; veía descender claraboya abajo la luz parda, y con los ojos abiertos, pero adormecido el espíritu, se le iban borrando los colores de los lomos en las anaquelerías para tomar matiz pergaminoso, ceniciento. Era una hora de intensa delicia; las líneas de los estantes alargaban su altura en la penumbra; la bóveda se envolvía en una obscuridad muy lóbrega; sólo rompían el silencio augusto los crujidos de la madera seca. El bibliotecario no pensaba en nada constante; sus ideas iban y venían con tranquilidad y gran sosiego, bañándose en el reposo del salón. Pero al fin el chirrido de la mampara verde le despertaba; sobre la estera de esparto sonaban los pasitos de Francisco, y veía la silueta del conserje llegarse á él para decirle:

—Señor Soto, señor Soto, que es muy tarde; se va usted á quedar dormido; váyase, pasee un poco; sacuda esa pereza, mire que va á enfermar, señor Soto, señor Soto.

Se levantaba, se sacudía; hubo ocasiones en que sintió deseos de abrazar á Francisco en apretujón violento, de vaciar en él su espíritu abito y derretir allí su pena.

—Me voy, sí; me voy dando un paseo hasta la calle del Requejo.

Al doblar la esquina de la calle, le recibía ya como á un antiguo conocido la piada del jardín de Ruzafa. Algunas noches quedábase á cenar con las dos Bustamantes, madre é bija; otras se marchaba para volver luego y pasar las veladas en el gabinete, con los balcones abiertos, sin luz, aspirando el perfume, la frescura del jardín. Eran tertulias mudas; sólo tal cual pregunta, interrogaciones sin objeto, respuestas breves, que no tenían más fin que el de cortar largos silencios; permanecían los tres, y algunas noches Juana, en comunicación íntima, sin palabras, casi sin miradas. Aún tenían en el gabinete el sillón de gutapercha, y sobre él, muy dobladita, la manta escocesa; ganas sintió Soto á veces de manosear aquellos flecos, pero no se atrevía. Doña Irene, levantándose de repente, metíase en la alcoba, en el último rincón de la casa, y á poco tiempo oían sus sollozos. Allá iba Sergio, y casi en brazos la restituía á la tertulia; él consolaba á todos, fuerte, sereno. Doña Irene acogía sus halagos con un murmullo de ternura, frasecillas apenas susurradas; una tarde, tras una de aquellas crisis, la oyó tímida:—¡Hijo mío, hijo mío!

Clarita buscaba el consuelo que Soto repartía, pegándose á él, diciéndole al marchar:—Vuelve, vuelve.—Y al volver:—¿Dormiste, Sotín? Cuídate, Sotín. Mañana es domingo, ven á comer con nosotras; estoy segura que tú no comes; ven con nosotras; yo te haré las croquetas que tanto te gustan; mira que las hago; ¿vendrás, vendrás? Pasaremos la tarde aquí reunidos. Tampoco yo tengo ganas, pero como. Mamá me obliga, ¡tiene un miedo!

La niña hablaba á Sergio con tono de súplica mimosa, confiadamente, poniéndole sus manitas cruzadas sobre el pecho. Soto le acariciaba las bandas del pelo endrino, sedoso; en aquellos momentos solía él pensar en lo dulce que sería tener una hermana, de esas tan buenazas que hacen de mamá y de hija al mismo tiempo; unas veces nos cuidan en las enfermedades, nos acarician en las borrascas de la vida; otras veces somos nosotros quienes las protegemos, llevándolas aquí y allá, aconsejándolas, dándoles amparo, y Juego casadas nos dan sobrinillos, nenes graciosos; y eso que los nenes tienen un inconveniente: se mueren á lo mejor, cuando uno está más embobado; nenes no, los mata el garrotillo, un soplo cualquiera; basta, basta de muertes; nenes no.

—Pues bueno, nenina; las croquetas ¿de qué van á ser?

Iba y algo más picaba que en su casa, instado por ellas, por doña Irene, que le obligaba á embucharse haciéndole rociar los bocados sabrosos con cerveza que también Clarita sorbía para abrir apetito. Después el café, molido allí, esparciendo el aroma en el comedor, saboreado á sorbos.

—Ya lo ve usted—decía Soto:—me dejo ir, me dejo querer.

Una tarde que al llegar él no estaban ellas, se fué á la sala dispuesto á esperarlas; en el jardín de enfrente el jardinero regaba un arriate de claveles con salpicaduras rojas, blancas y amarillas; el chorro de la manga abríase en abanico y caía en lluvia de perlas sobre las flores, que se abrillantaban hasta quedar relucientes. Se entretuvo mucho en ver aquella operación, hasta que un golpe leve en la puerta de la sala le hizo volver la vista: era el gran Sesostris, que á falta de las señoras, quería hacerle los honores de la casa.

Paróse el gato en medio de la estancia: era ya un gatazo, un tigre mansote, que con su aire de aburrimiento parecía expresar nostalgia de la selva; un magnífico ejemplar de cabeza chata, cuadrada. Dejóse coger por Soto, que lo echó sobre sus rodillas, y cerraba los ojuelos mientras el visitante pasaba la mano por el lomo del animal, que se estremecía al halago. Llegó á olvidarse el bibliotecario de lo que hacía; acariciaba automáticamente aquel cuerpo blando. Enfrente vió el piano cubierto por la funda agarbanzada, con vivos rojos; en el centro unas iniciales, dos letras también rojas, un rojo intenso. Pronunciábalas él con silabeo susurrante, y el gatazo se adormecía. También bajo la funda estaba el instrumento adormecido, silencioso, mudo. A la izquierda la puerta vidriera de la alcoba, recatada por unas cortinillas; el picaporte relucía, limpio, dorado. Tuvo tentaciones de abrir; pero no era prudente la provocación de un arrebato, así á sabiendas, á ciencia y conciencia de lo que iba á suceder; llegarían ellas, y darles un susto por un capricho... quieto Sergio; quieto Sergio.

Las Bustamantes se retrasaban; Sesostris, de un brinco marchóse hurañamente. Con movimientos instintivos levantóse Soto, puso la mano sobre el picaporte, empujó. Dentro sentíase el abandono de estancia desalojada.

Vió la cama con los colchones al descubierto, las almohadas encima sin funda, y desde allí, sin pasar del quicio, cerró otra vez la puerta con suavidad, sin hacer ruido, como si dentro durmiese alguien. Marchóse sin esperar á las Bustamantes; en cada rellano de la escalera hacía un alto; al salir del portal llegaron ellas.

—Ahora no subo, no, no, que es tarde; á la noche vengo; sí, Clarita, no te engaño; ahora, adiós, adiós.

Durante los paseos matutinos hacía frecuentes recaladas en las iglesias y capillas de la Corte. Esto discurriólo un día que al pasar frente á un convento le pareció que la esquila le llamaba á él, á él solo, con su vocingleo chillón. Metióse allí.

—¡Calla!—se dijo á sí mismo.—¡Sí son las Trinitarias! Muy bien; aquí Cervantes aquí la hija de Lope; muy bien: los muertos ilustres me salen al paso.

La iglesita estaba casi sola, con dos mujerucas arrodilladas ante un Cristo cárdeno, bajo un dosel lleno de polvo. Sentóse en un rincón, y esperó que saliese la Misa. Estaba tan á gusto, que cuando un monago vino á echarle, sentía deseos de permanecer allí dentro todo el día. Volvió al siguiente, y al otro, hasta familiarizarse con aquello. Iba temprano á la Misa del capellán para ver la comunión de las monjas por la cratícula, al lado del Evangelio. Y acabada la Misa, quedábase en el banco de madera en contemplación del retablo churrigueresco, de un oro ahumado, de matiz suave en la media luz del templo; metíase luego en la sacristía lóbrega, húmeda, con un ventanucho que transformaba la luz de primavera en una claridad inverniza, de día lluvioso; así, que al salir de allí á la calle por un corredor angosto y un portal viejo, se deslumbraba, el fulgor matinal entraba en su alma con choque brusco. Algunas mañanas dejó las Trinitarias con sus cruces blancas y azules para husmear otras iglesias, todas feas, desgraciadas, recompuestas con perifollos, hojarasca, atavío de vieja, que no logra con la cargazón de adobo tapar la caduquez y la ruindad del cuerpo. En las revueltas ambulatorias dió con su persona en las Descalzas Reales; colóse en el claustrillo. Aquel patinejo estaba muy gracioso; tenía su encanto, su peculiar poesía; él así lo estimó, satisfecho de toparlo, gustoso de aquella frescura. En un ángulo trepaban, agarrándose el uno al otro, un rosal y una clemátide; en el centro, cercado por macetas de geranio rojo, un surtidor, cuyo chorro vertía en el tazón de piedra, murmurante como si gruñese á los pájaros piadores. Sobre una banda caía la luz deslumbradora; sobre la otra banda, sombra húmeda que entristecía los mirtos y los laureles: el contraste era vigoroso, intenso. Sergio dió vueltas y más vueltas en la galería; paróse á ver los cuadros pendientes en las paredes: representaban figuras de porte señoril, semblantes altaneros, desdeñosos, hipócritamente compungidos con gesto de piedad, de mansedumbre postiza; casi todos eran retratos de damas encumbradas, infantas de Castilla, princesas de Portugal, en cuyas sienes no se veían huellas de la corona del martirio, sino anhelos, nostalgias de coronas áureas. Y en efecto: todas á su vera tenían la diadema sobre mesas con tapetes de terciopelo carmesí, y bajo los bustos, en graneles cartelas, los nombres altisonantes, sonoros: la hija del Emperador Maximiliano; la del Emperador Rodolfo; la del Príncipe de Módena; las tristes segundonas acogidas al claustro, por falta de sitial y de solio en el siglo; allí las veía Sergio, con su tiesura, sin la dulce aureola que envuelve á las figurillas sinceramente místicas. La Serenísima Infanta Sor Margarita de la Cruz, Hija del Emperador Maximiliano y de la Emperatriz María; tomó el hávito en esta Real Casa, día 18 de Enero del año 1584, á los 17 años de su edad.

O aquella otra: Serenísima Sor Ana, de Austria, que tomó hávito á los 12 años, y falleció á los 82.—¡Setenta años enclaustrada!—pensaba Sergio;—vida mansa que envidio yo... ¡Ah, si pudiera!...

Un pensamiento arrebatado hizo invasión violenta en el cerebro. Volvióse hacia el jardín; por las ventanas abiertas entraba el sol; apoyóse en el alféizar, recreándose en la lozanía de aquel manchón verde, jugoso, salpicado de flores, con la alegría de los pájaros, con el chorreo del agua. De nuevo se dijo á sí mismo:—Vida mansa... ¡si yo pudiera!—Y veía sin mirarle el rostro seco de Sor Ana de Austria ante él: se la figuraba paseando por allí, envuelta la cabeza en el blanco griñón que caía sobre el pecho. Su espíritu de historiador evocó tiempos y reconstruyó lugares, gozándose en dar palpitación de vida á lo inmóvil y muerto. Frente al recuadro enverdecido, refulgen te, los rostros austeros de las princesas monjas encerradas al primer revuelo de la vida, y en la paz claustral deslizados los días, las horas, la existencia entera gota á gota, sin ruido apenas, como aquel chorro que enfrente tenía. Otra vez se dió á la contemplación de los retratos; los había también de jóvenes, caras rozagantes, coloradas; Sor Margarita de la Cruz y Austria, muerta á los treinta y seis años, en plenitud de vida, que en el pechero del griñón, recogido con las manos, lleva un puñado de flores; y, sobre todo, aquella hija de los Príncipes de Módena, que muere sin profesar por no tener la edad suficiente; así lo decía la cartela para mover á compasión al que leyere... ¡por no tener la edad suficiente! Recostado en la ventana, al sol picante, entornó los párpados, y en la obscuridad rosada se le aparecía un rostro de monista, sin toca, pálida, que también moría por no tener la edad suficiente. ¡Pobre monjita! ¡Pobre Faela!

Salió á la plaza: las piernas le llevaron por los callejones contiguos. A la puerta de un horno de panadería hizo alto para ver descargar un carro de jara y retama; el aroma montano le produjo embriaguez bienhechora, como si una ola de vida se le metiese en los pulmones; en el aire embalsamado se desvanecía la tristeza sentida delante de la muerta sin edad suficiente, repitiéndose á sí mismo sin darle sentido, como estribillo de letanía: sin edad suficiente.

A cada haz que caía del carro se avivaban en la callejuela los aromas serranos; unos hombres casi desnudos, sin más que almilla y calzón, recogían en brazos el ramaje oloroso para meterlo adentro. A Sergio le daba envidia; tuvo impulsos instintivos que le empujaban á recoger montones con los gañanes y enfaenarse con ellos en la sana labor. Sentía ganas de hundirse en la hojarasca del monte; pero una marcha militar vibró en el aire, con estrépito de trompetería resonante. Por la calle del Arenal pasaba una columna y corrióse allá para verla desfilar: iban en traje de marcha, de alpargata, polaina, el ros enfundado, con cogotera; los transeúntes se arremolinaron; la marcha se desvanecía ya lejos, esfumándose entre redobles de tambores. Al cesar la algarabía vió ante sí otra vez el rostro de la monjita, el patinejo verde, el surtidor de piedra. Metiéndose en la turbamulta de la Puerta del Sol, con el codeo y el frote de la humanidad volandera, de nuevo se le borró el retrato y se detenía á mirar escaparates, vendedores de juguetes, el mujerío que, rozándole, pasaba procaz y altanero. De calle en calle, hallóse en la suya, y poco después en su cuarto entre los libros desordenados y polvorientos.

A la noche Clarita le halló más cabizbajo que otras veces; sentía pena al verle así, y hubiera querido desfruncirle el ceño adusto con sus zalamerías y alharacas; pero le era imposible, porque alguna vez que lo intentó salieron tan tristones sus arrumacos, que no era discreto repetir la prueba.

También ella estaba taciturna aquella noche, como que había pasado la mañana guardando ropas de Faela, sus vestidos, todas las cosas menudas usadas y resobadas por sus manos.

—¡Ay, Sergio, olían á Faela! Mira, guardé también, muy ordenados, los cuadernos. Hice varios paquetes: ven, aquí están, en el armario. Este es Chopin, éste es Beethoven, aquí encima Mendelsshon y Schubert, este otro es Mozart; en este departamento están los cuadernos que le trajiste tú... para tí guardé una cosa, sé que la quieres, te lo conocí, aunque nada me dijiste; tú siempre el mismo; espera, Sotín, espera. Aquí está: es el cuaderno de la 14... vamos, vamos, gitanillo; si te pones así no te la doy.

Y de rodillas como estaba ella, ante el armario en que yacían las obras de los maestros, le miraba, á su lado, sombrío, con la mirada indiferente. La niña le cogió las manos, y afianzándose en ellas se puso en pié.

—Y aún guardé más.

Tiró de un cajón del armario, presentándole á Sergio un cofrecillo de palo rosa con cantoneras de metal.

—Aquí están, tuyas son... si las quieres te las llevas.

—Guárdalas, guárdalas; cierra ahí, cierra ahí.

Giró la puerta de luna y se vieron espejados en ella con sus caras tristes. Les parecía que su estampa se reflejaba dentro, sobre los recuerdos de Rafaela. Se veían los dos sin mirarse de frente, sobre el cristal, y les parecía verse muy distantes, como si los reflejara la superficie de un lago en abismo hondo. El sentimiento que les produjo la ilusión óptica fué tan intenso, que deseando apartarse del armario se pegaban á él, sugestionados por la propia imagen, atraídos por un a fuerza que de allí dentro tiraba de ellos y una voz que les decía muy quedo, al oído:

—Os quise mucho, no me olvidéis.

En las mañanas siguientes emprendió Soto nuevas visitas de iglesias desconocidas. Íbase á las más recónditas; las pobres y humildes eran las que mayor deleite espiritual le producían; en las del centro de la Corte apenas entraba. Pero de todas era la mejor la del Convento de las Trinitarias. De sus zambullidas en aquella atmósfera de humedad é incienso salía confortado, con el espíritu sereno. La contemplación del sacerdote oficiante, revestido con la casulla, hoy blanca, mañana roja, algunos días negra, lento, calmoso, era un goce de sabor nuevo. Aprendió á ayudar á misa para tomar más íntima participación en la ceremonia, pegándose al culto en su forma humilde y dulce de misa de alba. Oía el susurreo de la comunidad, lamentando que no le brotase del alma piedad más viva para unirse mentalmente á la oración de las monjas; hizo buenas migas con el sacristán, el cual charlaba en la sacristía obscura de cosas del oficio. La conversación rumorosa de aquel hombrecillo afeitado, con cara de aceituna, tenía sus picardías al meterse con labia zumbona en las interioridades de la casa; pero aún la murmuración tomaba allí dentro saboreóte monjil, salpimentándola con ironía templada, como esos platos de repostería conventual, dulzones, pero cargados de vainilla y palitos de canela.

Así pasaron meses enteros, todo el veterano ardoroso, sumiéndose por la mañana en la atmósfera de iglesia, por la tardes en su biblioteca y á la noche en el piso tercero de la calle del Requejo, en el balcón, sobre el jardín recién regado, que les regalaba el aroma de los heliotropos y jazmines. Sobre los libros había caído el olvido en la forma ostensible de una capa de polvo.

Le veía Clarita cada noche más taciturno, pero sin atreverse á decirle nada por respeto al dolor mudo, inabordable. Llegaba á parecerle hosco y huraño, borrándosele la impresión de aquel Sotín que retozaba con ella. Es verdad que era ya una mujercita, que el pelo recogido en lo alto de la nuca no consentía el manoseo acariciador, que las faldas largas imponían miramientos; pero ella no se conducía con Soto como niña de mírame y no me toques, no, no señor: al contrario, sentábase á su lado, pegadita á él, le decía cosas mil, le mimaba como antes. Pero él no, él no. Sufrió Clara con aquello unas tristezas muy extrañas, nunca sentidas; tuvo algunas veces tentaciones de abrazarse á él y decirle:—Te quiero mucho, mucho, Sotín, porque la quisiste á ella.—Pero la taciturnidad de Sergio le helaba el resuello, y á su lado enmudecía abobada, irresoluta.

Algunas noches Soto hizo esfuerzos violentísimos por sacudir el letargo penoso que le ensimismaba, y rompía en conversación insubstancial que para Cía rita era charla animadora y confortante. El penoso fingimiento era después causa de más torvo silencio. Sabía la niña las excursiones matutinas de Soto, y le acosaban deseos muy vivaces de unirse á él y recorrer juntos iglesitas, conventos, empapándose también en la oleada de idealidad mística.

Le expuso una noche su anhelo con visibles intenciones de ponerlo por obra si cuajaba la idea no pareciéndoles demasiado atrevida.

—Ya lo ves: ¿cómo no he de estar mustia? Con este moño no podemos ir tú y yo de bracero ni á las iglesias, y antes... ¡ay! en trenzas y falda corta, hacíamos escapatorias saladísimas, hoy á la parada, mañana á comprar un paquete de caramelos de los que le gustaban á ella, pasado nos corríamos hasta el Viaducto; ¿te acuerdas tú del día que nos metimos en San Francisco? Eso sí que me gustó. Oye, ¿vas tú por San Francisco?

—No: es demasiado grande; voy á las Trinitarias, á las Descalzas; por las tardes suelo meterme á la reserva en las Pascualas. Hace dos días se me acercó un monaguillo:—Faltan dos en los hachones: ¿hace usted el favor?—Entré y me pusieron un escapulario muy grande con cintas rojas. Salimos al presbiterio: detrás de nosotros iba el señor cura, y empezó una de cantos, una de incienso, envolviéndome á mí, á mí... Yo me sentía y no me sentía; cosas raras, Clarita; en fin, niñadas, niñadas mías. Otra vez, toma, ata cabos, lo que me emborrachó fué una gran carrada de retamas que daba olor fuerte, como que estaba recién traída del monte.

—Y eso ¿á qué huele?

—¿No lo oliste nunca? Pues bueno: huele á romero, como á tomillo.

Percibía Clara en las entrañas de su espíritu las mismas balsámicas auras del incienso y de las retamas, avivándosele las ansias andariegas.

—Y oigo á las monjitas que rezan. Esto me gusta.

—Y á mí, á mí.

—¿Te gustaría rezar con ellas?

—Pues... pues hombre, sí, sí; es decir, antes no, no; ahora sí, ahora sí me gustaría.

—A ver cómo es eso: que sí, que no.

—No he pensado yo en cosas de esas; pero ahora que tú me lo propones, me parece que me gustaría, comprendo yo, no sé por qué, que me gustaría.

—Pues yo lo comprendo: es porque pensé en el negocio, en el negocio, Clara, ¿sabes tú?... sí, mujer, en el divino. ¡Si vieras tú! ¡Si tú sintieras!

—¡Ay, Sergio! Lo que yo siento desde que fué lo de Faelina es una tristeza que ahonda más, más, más. Y antes... vamos, todavía; al llegar me consolabas con esa calma de sabio, con un no sé qué... ahora no, ahora no.

Y se deshizo en un llanto sollozante y desconsolado. Sergio forcejeó consigo mismo para no enternecerse y calmarla.

Entre los sollozos, apretándose la cara con el pañuelito que tenía en las manos, dejaba escapar exclamaciones cortadas:—¡Rafaela!... ¡Rafaela!

El nombre sonoro se perdía en la calle sobre el bosquecillo de Ruzafa, en el que dormían los pájaros silenciosos en espera del alba. A la memoria de Soto acudió el recuerdo penetrante de otra noche, que se asomó allí mismo para ver si el gallo había anunciado la aurora.

Llegó á oir las piadas en la fronda, y los sollozos de Clarita sonaban á sollozos de su hermana. Le faltaron alientos para luchar más; de la calle podían oírlos; asió á Clarita por las manos arrastrándola al gabinete; en medio de la estancia, la madre en pié también lloraba. Se abrazaron los tres, fuerte, dolorosamente.

IX

Desde la altura de la cátedra, verboso y tranquilo, inauguró su profesorato, sin emoción ni solemnidad, tan llanamente, que bien pudiera haber comenzado por la frase del místico: díctamos ayer... Parecía haber sido aquélla su habitual profesión; y él mismo, sintiéndose tan dueño de su mentalidad, tan expedito en el desarrollo de los conceptos y tan facundo para comunicarlos á los oyentes, recordaba el ahinco del antiguo jefe al hablarle de la cátedra, y entre párrafo y párrafo, entornando los ojos, se decía como sí paladease algo muy dulce:—¡Tenía razón, tenía razón!

Su mirada caía serenamente sobre las filas de los discípulos, comunicándoseles á éstos algo de la dulcedumbre del profesor; era una calma sólo comparable con el efecto de la claridad lunar en los campos; se imponía y sugestionaba con suavidades que envolvían conceptos, ideas, pensamientos nuevos, sobre lo que es y lo que debe ser la historia que se vierte desde aquellos sitiales sobre la juventud un poco atolondrada.—No se ofendan, un poco atolondrada; porque hay tiempos, discípulos míos, en que la historia debe ser reactiva: en otros debemos hacerla sedante; pero cuidemos siempre que no sea escuela de vanidad y soberbia.—Hacía una pausa, velaba los ojos, y otra vez:—¡Tenía razón, tenía razón!

Veían los discípulos aquel parpadeo como un movimiento habitual del nuevo profesor, y éste, al volver á mirarlos de frente, escudriñaba las caras juveniles, que clavaban en él sus ojos. Se detenía un momento la explicación ó marchaba tan lenta, que parecía perderse el hilo; Sergio Soto vacilaba; los alumnos se miraban los unos á los otros; alguien debía faltar allí, porque el catedrático escudriñábalos curioso, inquieto, como si buscase á alguien en las filas. Hizo una larga pausa, entornó otra vez los párpados, y bruscamente se cortó la lección.

—Hasta mañana, señores,—les dijo con mucha dulzura, ya en pié. De los bancos se levantó un murmullo de simpatía.

Ya en la calle, Sergio sintió el corazón oprimido, y á paso ligero dirigióse á su cuarto, con sed de soledad. Dejó que el abatimiento le invadiese, sin fuerzas para hacerle frente; miraba hacia el pasado de su vida, desmenuzándola con un placer acerbo, y después ponía el pensamiento cara á lo porvenir: era la estepa. El tedio de una existencia árida le infundió ideas de espanto, sumiéndose en un desconsuelo sin límites, amargo, aterrador.

A media tarde sentíase enfermo, presa de un miedo irreflexivo, algo pueril. Por un esfuerzo de la voluntad, pudo arrancar y encaminarse á casa de las Bustamantes. Algún alivio sintió allí. Con el despejo vino una lucidez sana y la apreciación menos tenebrosa de la realidad.

—Tenemos que enmendarnos, Clarita: estamos todos fuera de lo razonable. El mundo es el mundo; mientras se vive tenemos que vivir. Ya basta, ya basta.

La niña no acertaba á decir nada en pro de aquellas palabras cuyo sentido era para ella algo caótico y deshilvanado.

—Créeme, niña; se impone el vivir, y desde mañana vida nueva. Bajo el pasado hacemos una raya y empezamos á contar otra vez; ya verás, verás lo que es un hombre, lo que Soto puede, lo que tu gitano discurre para defenderse y defenderte. Pues ¿qué pensabas tú? Eso es: tiramos una rayita, cuenta nueva; con el pasado liquidamos ya. Si me daba á mí en la nariz un tufo de romanticismo melenudo impropio en un catedrático como yo. Tanto meterse en iglesias, pegarse á los conventos, pasar horas muertas oyendo el ceceo de las monjitas... romanticismo, romanticismo trasnochado. ¡Alto ahí, señor Soto! Se acabaron las iglesias, los monasterios... que son lugares de mucha humedad, fríos, malsanos... es decir, tanto como malsanos no deben ser; no, Clarita, no serán muy nocivos; ya ves tú: hace dos días, al entrar en Trinitarias, me encuentro en pleno funeral, que por cierto me gustó; delicioso, niña, delicioso. Pues bueno; pregunté á mi gran amigo el sacristán: nada, era por Sor Domitila, á quien unas mañanas antes habían hallado muerta en su celda; acababa de cumplir los noventa y seis, ¡y llevaba allí dentro setenta y dos!... Me acordé instantáneamente de aquella serenísima señora Sor Ana de Austria, y hasta me parecía que era por su alma el funeral. El señor sacristán, siempre zumbón, no juzgaba adecuado aquel oficio de difuntos, porque él hubiese preferido para Sor Domitila misa de gloria. Te digo que aquello era cosa deleitable: un cantor, dos monaguillos, tres curas y cuatro hacheros. El fagot llegó un poco retrasado, y los clérigos, sin duda por nostalgias del desayuno, empezaron á voz sola.

—Calla, hombre; no me hables más de esas cosas: mira que me entristecen las misas de Requiem.

—Si ésta era una misa de difuntos que daba gusto, ¿Te vas á poner melancólica por una trinitaria que muere á los noventa y seis? A mí sólo de pensarlo me da gozo. ¿Qué haría la señora de los noventa y seis? Mira que estaría hasta la coronilla de esta tierra; si asusta, asusta eso de morir á los noventa y seis... Yo... yo que algunas veces pienso en que lo bonito es morirse joven, dejar seres que nos recuerden, alguien que nos llore, dejar huella del alma en el mundo... suprema coquetería, desaparecer al ser más ansiado, más apetecido; no esos vejestorios, que no mueren para nadie, sino para sí mismos. ¡Ah, gitana! el toque de la vida está en eso, en dejar huella; eso, eso: huella... como la dejó tu padre, como la dejó Faela...

Clarita se levantó violentamente, y poniendo las manos sobre los hombros de Sergio, le dijo enojada:

—Sí, hombre, sí; gózate en hacerme daño.

Sergio le cogió las manos.

—¡Quita! ¡Suelta!

La obligó á sentarse de nuevo al lado suyo; pero Clarita reclinaba la cabeza con aire de compunción y abatimiento.

—Al contrario, nena: si yo quería repartir contigo este impulso tan grande que me incita á entregarme á la vida; si lo que yo te iba diciendo es que no quiero más conventos; que las señoras Trinitarias no volverán á verme el pelo, no, no. Desde mañana mismo me entrego al mundo; tengo mi plan: creo que á los dos nos hace falta Naturaleza; ¿no te parece á tí que nos hace falta Naturaleza?... Precisamente el otro día oí un sermón al cura de Majallana, ese curita que tanto ruido hace ahora en la Corte; y es verdad: se explica bien; tiene su labia, su misticismo; el pobrecito vive en un pueblo, casi una aldea, y se le conoce el frote diario con la natura; su oratoria huele á cantueso. En fin, Clarita, que yo le oí; era la fiesta de San Francisco, y el curita hablaba de los amores del varón seráfico. Los amores del santo de la Umbría eran la gran Naturaleza, árboles, pájaros... todo; Francisco alimentaba así la llama de amor, y del roce áspero salía regenerado, fortalecido. El curita, el de Majallana, hablaba del fraile con frase caliente, con unción, como hombre de fe empapado también en la natura; y al relatar cosas tan sabidas á los oyentes devotos, nos envolvía su palabra sencilla en atmósfera montuna. Salí de allí confortado, resuelto á emprender el tratamiento campestre. Y ahora... ahora que campos y montes se ponen tan interesantes, con aire lánguido de otoño... desde mañana mismo, todas las tardes al campo; empezaremos á pequeñas dosis. Pero de mañana no puede pasar.

Soto anegaba la congoja en aquel aluvión de palabras que tan animosas parecían; pero á Clarita lentamente sumíanla más en ella, postrándola y evocándole el recuerdo de los seres perdidos; sobre todo el de la otra, que flotaba sobre aquella cháchara, como una sombra errante; se cernía sobre la escena del funeral, se borraba un momento para volver más precisa á contemplar el San Francisco de Van-Dyck en el Museo, reaparecía después vestida con la túnica del angelito de Fra Angélico, deslizándose por los senderos hojosos de la Moncloa, entre el júbilo de los merenderos con sus organillos.

Por esquivar recuerdos tristes, eligieron la Casa de Campo. Al bajar la Cuesta de San Vicente, veían el panorama con la sierra azul; el monte del Pardo, de tono sombrío; los manchones dorados de las alamedas; el matiz rojizo de los castaños, y la masa siempre jugosa de los pinares; el río era un hilillo de agua fangosa que rebrillaba, sin embargo, en la lejanía.

Se metieron monte adentro, y á Clara se le desplegó su espíritu vivaracho, con impulso de correteos. Entreteníase en saltar los regatos de un brinco; estaba locuaz, expansiva. Hacía mucho tiempo que Soto no la veía tan rozagante y juguetona; pero él caminaba murrio, porque la otoñada, con su macilencia, el paisejo severo del Guadarrama, le infundían austeridad monasterial. La niña de Bustamante gozaba del campo sin parar la atención en tonos y matices; él, con espíritu más refinado, alambicaba las impresiones, buscando armonías sutiles entre la naturaleza y el alma.

En vano Clarita hizo gala de su graciosa picotería y de sus mimos para animarle; sugestionado Soto por la gravedad del paisaje, apenas paraba la atención en las palabras de su amiga, dejándola charlar alegremente. Pero también aquel charloteo se fué apagando, y volvieron los dos mustios, cabizbajos.

Repitieron el paseo; pero al menguar los días buscaron otro menos distante. A Clara se le antojó el Botánico. Allí se metían todas las tardes y el recogimiento de jardín viejo, con sus rincones de huerta conventual, le filé muy grato á Sergio. Como iban tempranito, al sol picante, paseaban solos por los senderos angostos, de grandes arbolotes, ya casi totalmente despojados de su verdura. Renacían alguna vez en Soto los deliquios conventuales, hablándole á Clarita de los jardines bien cuidados, con muchas flores; de las grandes huertas que los frailes cultivan. Algunas conocía él que eran granjas productoras de excelente fruta, de magníficas hortalizas; y aquello sí que era saludable para el cuerpo y para el alma. Después del estudio en la paz de la celda, ó después del coro, una horita de azadón y pala, al sol que tuesta, al aíre que curte, y otra vez ágil el cuerpo y despejado el caletre, á la celda, al estudio.

Estas reminiscencias de convento sumían á Clara en mayor pesadumbre, y llegaba á aborrecer el jardín frailuno, en el cual entraban más tarde bandadas de niños, algunos viejos y no pocos sacerdotes. El Botánico tiene su público: allí se acogen la infancia y la vejez, mezclándose alguna pareja arrulladora y algún solitario taciturno.

La turba infantil, con sus corros y sus cantos, era acicate de la expansión de Sergio, gozoso de sentirse rodeado de humanidad naciente, de seres vivaces, á los que algunas veces tuvo deseos de halagar con besos y caricias. Pero en cambio, á Clara la bullanga de los graciosos nenes causábale desdeñosa indiferencia. A tanto llegó su esquivez, que ponía mal ceño cuando Soto atrapaba uno para llenarle de besos la carita.

—¡Jesús, qué hosca!—decía Sergio.—¿Te hicieron algún daño? ¿Por qué no los quieres? Ahora mismo voy por aquél más gordinflón y mofletudo, te lo traigo, y...

—No, no lo traigas, porque no le beso,—respondió Clara con aspereza.

—Te desconozco, Clarita: tú no eres mi gitana.

La niña no respondió; llevóse el pañuelo á la cara, y Sergio oyóla sollozar sin decir nada, porque tuvo miedo que al acudir con palabras tiernas, el llanto rompiese caudaloso, y determinó guardar silencio hasta que la crisis por sí misma se desvaneciera.

Desde aquella tarde, Clarita no quiso más paseos, recluyéndose en el rincón solitario de la calle del Requejo. Soto se aficionó al Botánico: mezclóse en una tertulia que tenían allí tres curitas ya ancianos, con los cuales paseaba calentándose al sol de invierno. Hablaba poco, porque le era más grato oirles á ellos con su charla pachorruda y ceceosa. Los viejecitos se animaban con la presencia del joven, sobre todo desde que supieron quién era el amiguito: un catedrático de la Universidad.

Algunas noches no iba éste por casa de las Bustamantes, porque el estudio, la preparación de clase, los fríos, la lluvia ó la nieve le retenían en su cuarto, al lado del fuego. Allí transcurría la velada solitaria, que al comenzar era un suave deslizamiento de la noche; pero á las altas horas la soledad de la vida parecía tomar forma tangible ante Sergio, persiguiéndole agobiadora por la revuelta estancia. Unas veces le hablaba de su pasado, de la orfandad nunca llorada, pero sentida hora por hora, momento por momento, como bebedizo que no pasa de un sorbo, sino gota á gota; otras veces hablábale de su infancia sin frescura, sin el aliento vivaz de los niños del Botánico; de aquella noche en que tendido sobre el banco se durmió contando estrellas, se le representó como un misterioso pronóstico de su vida. Ahora también miraba hacia arriba, y en vez de contar puerilmente estrellitas, que están muy lejos de nosotros, contaba las almas de los seres amados que estaban más lejos, muchísimo más lejos que las estrellas, y, sin embargo, también le enviaban sus destellos, sus lucecitas verdes, azules, parpadeantes ó serenas, según estuviese revuelta ó tranquila la atmósfera de su espíritu, y aquellos fulgores le traían un calorcillo tibio, bienhechor. Era su madre nunca conocida, pero ansiada con pasión intensa, tenaz, que llegaba á producirle congojas desgarradoras en la soledad de las noches tristes; era aquella hermana que le interrumpía la misa en el corral de las gallinas para llevarle á correr entre los naranjos; la hermana que no tuvo, que era creación calenturienta de su fantasía levantina, y que, sin embargo, se enredaba entre sus recuerdos como una criatura graciosa y vivaracha; era el jefe, el bondadoso don Cayetano, que todavía le hablaba al oído con ternuras paternales: «¿Cabe paz mayor? ¿Hay vida más mansa?... ¡Pues anda con ella! ¡Con ella!—¿Dónde está ella?—pensaba Soto.—¿Quién es ella? ¿Quién es?... ¡Ah, Sergio! ella es la otra... ¡la otra! Bueno, bueno va: la otra, ya se sabe, Faela, ¡Faelina!... bien, el ángel de allá; pero queda la otra, el angelín de aquí... ¿Es esa, es esa la otra?... ¡Qué desvarío, cuánta locura! Y por encima de todo, dominándolo todo, la soledad, la verdadera, la inmensa soledad de una existencia truncada, de un vivir vacío, seco, sin la luz de un ideal ni el impulso de una pasión, tranquila pasión, serena, augusta, y á la vez fuerte, briosa. ¿Qué me queda á mí de la vida al hacer balance de ella en plena juventud? ¿Qué te queda, Sergio Soto? ¡Una cátedra, una cátedra, un rinconcito en una biblioteca, y una reputación! Eso es, una reputación. ¿Y nada más, hombre? Sí, sí, algo más me queda: el hogar de unos amigos, un hogar frío, del cual faltará pronto, por ley inquebrantable, la señora, y quedará la niña; es decir, la niña para esa fecha será una mamá; naturalmente, Sergio, la niña será mamá: tendrá otros niños, nenes que serán algo como sobrinillos míos... bueno, sobrinos adoptivos, cualquier cosa; yo los llevaré al Botánico á que hagan corro con los otros, porque yo es de suponer que siga visitando diariamente el rincón... diariamente el rincón... el rincón ajeno, ¿Por qué no? ¿Soy acaso un intruso? Nada de intrusos; ¡ja, ja! soy el amigo. Tampoco, nada de amigos. Yo soy Sergio, soy el de la otra; eso soy yo, ni más ni menos. Iré siempre que me dé la real gana, y ¡ay de él si no hace feliz, lo que se llama feliz, á su mujer, á mi Clarita! Y no voy á gozar yo poco viéndote feliz, dichosa... ¡Pues, hombre, ahí tienes tú el ideal! ver á Clarita feliz. ¿Quieres más ideal?... ¿Cuál es si no? ¿A que vamos á parar otra vez en lo de la frailería? No: quiero verla dichosa, rodeada de hijos, rigiendo el hogar, rigiéndonos á todos; con lo despabiladilla que es la muy remona, dará gozo verla. ¡Ah, tonto! Y buscabas la finalidad... justo, así se dice, la finalidad de la vida en los monasterios. Romanticismo, idealidad enfermiza postura airosa de hombre soñador, desengañado. Así, al pronto, en el foco de la pena, las sumersiones en las aguas beatíficas del misticismo tenían encantos, arrobos y languideces seductoras. Pero todo pasa, y pasó aquello, el narcótico espiritual del dolor agudo. Pongámonos en la realidad; pisemos fuerte sobre la tierra; miremos para dentro. ¿Qué soy yo? Un pobre hombre que se obstina en torcer el rumbo, que con tantas historias vive edades muertas y pierde el camino. Mi corazón rebosa de afectos puros, pero humanos, eso sí, profundamente humanos, y la vida claustral, con su deslizamiento manso, como chorro de fuente capaz de borrar huellas impresas sobre roca, no borraría la huella que dejaron en mi alma las almas que se fueron. Es obcecación y delirio de una imaginación exaltada buscar en la soledad alivio de soledades; mañana mismo vuelvo al rincón; allí está mi hueco, mi puesto en el mundo, y abandonarlo es huir, es dejar un vacío, una huella honda, como las que á mí me dejaron. Mañana mismo voy y se lo digo á Clarita: «Clarita, yo soy algo imborrable en tu vida; tú eres algo imborrable en la mía; tú necesitas mi sombra, yo necesito la tuya... pues bueno, bueno, nada más; yo no te dejo, tú no me dejas»... esto, esto es lo que yo le digo.

Al día siguiente fué tan temprano á la calle del Requejo, que Clarita le recibió con muestras de sorpresa, pero sin echarle en cara su anterior alejamiento. Después de una semana transcurrida sin ver á la niña de Bustamante, ésta le produjo á Soto impresión grata, fresca y bienhechora; tentaciones le dieron de acariciar las bandas del pelo negras, sedosas. Le cogió las manos, la envolvió en una mirada dulce, y con voz suave empezó á recitar el ensueño de la noche anterior:

—Clarita, gitana, yo soy algo en tu vida, tú eres algo en la mía.. Clarita, gitana...

Se cortó el relato como hilo que se rompe; Sergio, al empezar á hablar, creyó dirigirse á Clarita, y á quien veía ante sí, á quien tenía cogida, era á la otra, á Faela. A su vez, la niña, al oir aquellas palabras tiernas, temblorosas, cerró los ojos, vió dentro á su hermana, y le pareció oir aquellas frases que caían en sus oídos cuando reclinaba la cabeza sobre el regazo de los amantes, las mismas ternezas que á la mañana siguiente no sabía para quién fueron vertidas, si para ella ó para Faela.

Soltáronse las manos; Clarita corrió á meterse en su cuarto, y dejándose caer de bruces sobre la cama, rompió á llorar arrebatadamente. Sergio bajó la escalera aturdido, con paso inseguro. En el portal miró el reloj; era hora de clase, y poco después hallábase muy tranquilo, explicando al juvenil auditorio la lección del día, que precisamente versaba sobre la vida monacal en la Edad Media.

X

Huerto del Lloro, 2 de Julio.


Gitana mía: Me escapé; espero que no te enfadarás conmigo. Ya te veo con ceño, con morritos; pero no: desfrunce el entrecejo, desarruga el rostro, pásate las manitas por esos ojazos negros (ya ves que hago lo posible por desenojarte), y que entre una vez por tales ventanas lo que tantas veces entró por los oídos. Te lo dije muchas veces de golpe y porrazo, y hoy que la ocasión sale propicia te lo planto también de sopetón y por escrito: Clarita, gitana, yo soy algo en tu vida, tú eres algo en la mía; Clarita, eres la criatura que más quiero en el mundo, después de Rafaela.

Basta por hoy: supla esta carta la des pedida. Acabo de llegar: estas líneas no son el saludo de un feliz arribo, con ellas no quiero decirte: llegué bueno, sino: marcho malo. Adiós, y te lo repito siempre: á quien más quiero en el mundo después de Faela es á mi gitana.

A tu mamá mis respetos y mis sinceras disculpas.

Sergio.


Huerto del Llorer, 6 de Julio.


Clarita: Recibo tu carta huraña, reflejo de tu ceño adusto. Pero, nena, repara que durante año y medio, día por día, te acostumbré al tirón que era forzoso: me marcho hoy, me marcho mañana. Tú lo tomabas á broma y yo en veras lo decía, aunque es verdad que ni me marchaba hoy ni me marchaba mañana, ni me hubiera marchado nunca si yo no tuviese en el mundo más impulsos que los del corazón. Aquí hago punto y aparte porque la pluma escarabajea consideraciones de un sentimentalismo llorón y cursi.

Para borrar tu enfado saladísimo cojo una cesta, la mayor del desván; es una macona, la lleno de flores, que mañana á estas horas perfumarán el cuarto tercero de la calle del Requejo, en competencia con las del jardín de Ruzafa. Las adelfas que van amarradas con un cordoncillo son para que las pongas en la jardinera de mimbres de Rafaela; ya sabes, la del comedor.

A Juana, á la golosa Juana, le mando también una cestita de fresones; pruébalos tú, son muy sabrosos.

Adiós; las flores van muy bien embaladas, y espero que lleguen olorosas y frescas. En fin, gitana, yo te mando lo mejor de mi huerto; te mando también lo mejor de mi alma.

Sergio.


Huerto del Llorer, 12 de Julio.

Clarita, ¿qué es eso?... ¿que regaste las flores con llanto? ¿que te pusieron triste? Eso sí que es cursi, sensiblero. ¡La hice buena! ¡Yo que las envié para que alegrasen la casa, como aquí me alegran! No envío más. Lo que sí te prometo, en cuanto estén maduros, es una remesa de melones; pero antes prométeme que no has de regarlos con lagrimitas; si no me lo prometes, no los catas.

Rosalía los mira todas las mañanas, los cuida, parece que quiere sazonarlos con el fuego de sus ojos, que por cierto se parecen á los tuyos, vivos, llameantes; mi buena huertana sueña con enviarte los mejores melones embanastándolos con sus limpias manos. Me cuida mucho; también me hace unas croquetas que me chopo los dedos; pero las que tú confeccionas me parecen mejores, con el pan más rallado.

Con que, niña, formalidad, á ser buena; ya que tu madre sigue con tan gran decaimiento, pasea con Juana; no dejes de salir, de andar; no te arredre el calor; en el tranvía vais á la Bombilla, y allí está fresco, muy apacible, ¿Tú arredrada?...

Adiós, Clarita: no dejes de salir. Escribo á juana diciéndole que te saque. Adiós.

Sergio.


Huerto del Llorer, 27 dé Julio.

Perdón, amiga mía, por los días pasados sin contestar tu carta y satisfacer tu curiosidad.

¿Mi vida aquí? En buen aprieto me pones... ¡Mi vida!... Yo mismo no la sé; la ignoro totalmente. ¡Mi vida aquí! Unas veces estudio, otras veces podo; unas veces paseo, otras veces me tumbo en el pinar; duermo, me despierto, ando, como. La raya del mar que veo en el horizonte suele ocuparme las horas; con el catalejo diviso los barquitos, las velas blancas, las humaredas negras. Me dan envidia, ansias, sí, Clarita, ansias de gritarles: ¡venid por mí, venid por mí!

Horas fijas de comer, no tengo: se come al volver de paseo, que por las mañanas suele ser á la Creu negra con el ganado de Pepet, y por las tardes al Barranco, solo. Mejor dicho, con vuestro recuerdo. En este Barranco me coge la noche, y vuelvo por los campos hacia mi huerto, contigo á la derecha, con tu hermana á la izquierda. Rosalía nos da de cenar, y cenamos con buen apetito después del paseo, siempre Clarita á la derecha, Rafaela á la izquierda. Por la mañana trabajo, por la noche también hasta que me rinde el sueño. Madrugo. ¿Te vas enterando? Esta es mi vida. Pero la varío siempre: suelo estudiar por la tarde, y pasear á la noche. Pronto llega el cuarto creciente y lo aprovecharé para ir á los olivares; los olivares rebrillan á la luz de la luna como arbolillos de plata; en el pleno de la fase anterior me sumergí allí. Y estas sumersiones son románticas, pero no como aquéllas de dos años há, en conventos y capillitas; no, no. En aquéllas, el romanticismo Jo ponía yo, salía de mí; en éstas lo romántico surge de la tierra, que aquí á la noche huele con aromas suaves, brota de la naturaleza sincera y vigorosamente comunicándosele al mortal que lo respira, por todos los poros del cuerpo, como jo lo respiro con abobamiento, en éxtasis, con deliquios de un misticismo saludable, confortador, humano. ¿Te vas enterando de mi vida?

Son las tres de la tarde; el sol cae abrasador; tras la persiana, todo lo veo blanco, de una blancura refulgente, aplanadora. Pronto declinará el sol, y el huerto abrasado exhalará bocanadas aromosas impregnándose el aire de olor á jacintos, heliotropos, nardos, madreselva; el aliento vivaz de una naturaleza vigorosa, la lozanía, la exuberancia que convida á vivir, repartiendo la vida á borbotones.

Algunas veces me acuerdo de la biblioteca, pero de quien más me acuerdo es de vosotras. Aquí hay tanta vida, que si llega á venir ella, ¡quién sabe, quién sabe! Pero Suárez no quiso; es decir, fué Dios el que no quiso.

Se acabó el papel. No quiero releer esta carta; va tan deshilvanada, que la rompería, y hasta mañana me siento incapaz de escribir otra. Al fin y al cabo así es mi vida: deshilvanada. Hilvánala tú; á la carta me refiero. Adiós; hasta otro día.

Sergio.


Huerto del Llorer, 14 de Agosto.

Niña: Tienes razón; riñe, riñe. Hace muchos días que no escribo, y no encuentro nada para disculparme. Estoy bueno, una rústica holganza me invade, en esta atmósfera hay miasmas que narcotizan el alma, siento que se va acorchando y que me voy embruteciendo (si lees mis cartas á Juana, en vez de embruteciendo leerás que me voy humanizando).

Ya se me olvidaba que el otro día tuve la pluma en la mano para contarte que al volver una mañana de la Creu negra hallé á Rosalía en mí cuarto de trabajo plumero en mano, pero embobada en la contemplación de vuestros retratos, el tuyo y el de tu hermana.—¿Cuál te gusta más?—le pregunté; cogió uno, cogió otro, miró, remiró vuestras efigies, y después de muchas vacilaciones me dijo:—Esta.

Adivinanza: ¿quién es ésta?

La solución en el próximo número.

Y relatada escena de tan gran sencillez y simpleza campesinas, nada más le queda que contarte á tu invariable amigo

Sergio.


Huerto del Llorer, 25 de Agosto.

Ante todo debo decirte que después de los días transcurridos desde mi anterior, ya no recuerdo bien quién era ésta.

E inmediatamente paso á manifestarte que me entero por la carta de Juana de que te ha salido un pretendiente, un primo segundo suyo; un muchachón noblote, guapo y próximo heredero de unos buenos terrones en Tierra de Campos. Con estas condiciones no veo justificados tus repulgos, y tomo el partido de Juana en favor del primo segundo. ¿No te dije muchas veces: yo soy algo en tu vida, tú eres algo en la mía, etc., etc.? Pues bueno, aquí me tienes. Conocedor de tí, de tu alma hermosa, puedo aconsejarte, siento el deber del buen consejo. Desapruebo tus remilgos, y no me parece mala posición la de ricahembra en Tierra de Campos. Allá iré yo á hacerte algunas visitas, porque á ese muchachón ya me parece quererle por lo mucho que á tí te quiere. Espero carta tuya, y la espero muy expresiva sobre este punto, para expresarme yo á mi vez con toda la expansión y desenvoltura que la gravedad de la materia pide.

Por hoy sólo te diré que ya voy teniendo ganas de que empieces á darme sobrinos. No te pongas colorada. Sabes bien mi ansia de familia, y pues Dios no me ha dado otra, me contento con sobrinos.

Algo me disgusta que tu galán sea militar: van éstos de guarnición en guarnición, de plaza en plaza, sin hogar, sin rincón fijo; siempre como el caracol, la casa á cuestas; pero aún tengo la esperanza de que influyas para que tu marido trueque la espada por el arado, los marciales arreos por la zamarra del terrateniente.

¡Y quién verá entonces á mi gitana rigiendo su hacienda en Tierra de Campos!

¡Nobles horizontes, dulces lontananzas!

Adiós, Clarita; adiós, ricahembra.

Sergio.


Huerto del Llorer, 1.° de Septiembre.


Querida Clarita: No hay motivo para enfadarse; me callo, no insisto; y el caso es que ya me engolosinaba yo con eso de los nenes, con los terrones, con la casa de labor; eso era algo: era un rincón, el rinconcito del mundo que debemos labrarnos todos y que me parecía el más adecuado para tí; no insisto. Soñaba ya con ser padrino del primero, forjándome así lazos de parentesco espiritual. Viéndome entrar por las puertas de la hacienda, todos vendrían á mí gritando: ¡el padrino, el padrino!... Pero me callo; no insisto.

Advierto que en muchos días no sabréis de mí, porque me voy una quincena al Monasterio de Nogueruela, cuyo prior es un pariente mío, y en donde tengo, además, un condiscípulo.

No me escribas, porque no recibiré allí correo alguno.

Hasta la vuelta.

Sergio.


Huerto del Llorar, 20 de Septiembre.


Mi residencia en Noguerada se alargó más de lo que pensaba, por lo ameno del paraje, por las dulzuras del trato, por la paz del alma que todo aquello me infundía.

Mi condiscípulo, que ya en nuestros tiempos escolares despuntaba en el piano, es ahora el organista de la comunidad. Nos encerrábamos los dos en el coro á la hora de la siesta, y allí, en la frescura de la nave, en el silencio solemne... ¡volví á oir la 14!

También trabajé en la huerta y aun ayudé á cavar la sepultura de un frailuco viejo que murió durante mi estancia. Tenía más años que Sor Ana de Austria.

No sé cuándo regresaré á esa; tal vez pase aquí el invierno. Si los planes del ministro cuajan y mi cátedra se suprime, aquí perduraré, porque soy excedente.

Hace mucho tiempo que yo soy un excedente.

Sergio.


Huerto del Llorer, 4 de Octubre.


Amiga Clara: Decido invernar aquí. Éste es un rincón como otro cualquiera, y además tengo mis planes. Trabajaré en mi libro Los Templarios, cuyos materiales, ya acopiados, me ocupo en ordenar. Es un trabajo que me atrae y me absorbe el ánimo.

A esto añade tú el rústico placer de presenciar día por día, momento por momento, la misteriosa rotación de la naturaleza. Veré en el huerto la nevada de azahar; después el fruto verde, duro, que poco á poco se dora al sol, se ablanda, se sazona. Voy á ver grandes cosas, que son para mí grandes secretos, y ante esta perspectiva de vida huertana gozo, me regodeo... me refocilo. Sólo por tí siento la ausencia de la Corte; pero espero que no has de olvidarme, porque tampoco yo te olvido. Adiós.

Sergio.


Huerto del Llorer, 15 de Noviembre.


Querida Clara: ¡Qué pena tan grande! ¡pobre doña Irene! Al saberlo por las líneas de Juana, se han removido en mí los rescoldos. Hubiera querido estará tu lado, prodigarte los consuelos que manan del corazón ante desgracias como ésta. ¡Cuánta desolación, Clara! ¿Quieres que tome el tren? ¿Quieres que vaya á verte? Mi primer impulso fué marcharme; yo no sé qué fuerza me detuvo. Clarita, ¿quieres tú que vaya? Pues voy, mira que voy. No dejes de escribirme.

Sergio.


Perdido aquí el hilo de la correspondencia, ó por extravío de las cartas ó por efectiva falta de ellas, debe completarse con los hechos acaecidos después de aquel invierno, cuyo largo periodo pasó Sergio Soto metido en el apacible y deleitoso rincón del huerto. Estaba ya, bien entrado el mes de Junio cuando Soto llegó á la Corte, traído á rastra por necesidades de su libro sobre Los Templarios. Con un mes de escarceos por bibliotecas y archivos tendría suficiente para partir de nuevo, cara á Levante.

Al poner pié en tierra madrileña, tambaleóse un momento el espíritu del forastero; alguna aversión sentía á enredarse en el tráfago ciudadano y remover el fondo doloroso de la vida pasada; pero le dió brío la brevedad de la estancia. Además, formó el proyecto de pasar por allí de incógnito. Trabajo costaría, esfuerzo y dolor; pero era preciso en bien de todos. La prolongada residencia en el Huerto del Llorer algo había encalmado el crespo oleaje de otros días; precisamente ahora en la Corte apreciaba mejor la obra cumplida á medias entre su voluntad y la naturaleza, el gran sedante de los dolores humanos, lo que Balzac tantas veces le había repetido: sombra y silencio. Por eso Sergio Soto tuvo miedo al entrar en Madrid, y su vida empezó á ser más hosca y obscura que nunca. Sólo salía para ir á los talleres de su trabajo, y eso metiéndose por las calles más humildes y menos concurridas, esquivando encuentros, acelerando la faena libresca para volver muy pronto al retiro rumoroso.

Al final de las tardes paseaba, buscando los arrabales más solitarios, y ya cerrada la noche volvía á su cuartón destartalado, que él solía mirar con el sentimiento de simpatía y horror con que vemos la estancia en que hemos pasado una grave enfermedad. Por la Moncloa no iba nunca.

Aficionóse á las alturas del Hipódromo, camino del Canalillo y de los barrios del Carmen y La Prosperidad, pueblecillos humildes, que se acurrucan al arrimo del poblachón grande, caserío desparramado por las suaves laderas como piezas desprendidas del montón de la ciudad que allá fueron rodando por cuestas, declives y vertederos, sin orden ni monótona alineación, libres de la urbana etiqueta, adaptadas ya al ambiente campesino por el sol fuerte que tuesta las fachadas de ladrillo rojo, y por los cierzos con que las curte y bate el Guadarrama frontero. Aquel paisaje de nacimiento se agigantaba á la luz crepuscular; todo adquiría grandeza, porte de solemnidad, con la sublime languidez del anochecer, más augusto en aquellos cerros por estar allí contrastada la paz del campo con el rebullir lejano de la gran ciudad cuya silueta veía Sergio en el fondo, con el nimbo luminoso en que la envolvía el sol poniente.

Andaba errante por los senderos, entre las mieses doradas, gozándose en la dulcedumbre de aquellas horas y en lo apacible del lugar que armonizaba con el estado de su espíritu, en serena quietud. Una tarde, al volver hacia la estación del tranvía, halló abierta la verja de Santo Domingo. Nunca había visto aquel templo, y metióse en él á curiosear. La obscuridad era ya muy grande; tuvo que hacer un alto para que la retina se adaptase á tan sombría luz. Media docena de fieles rezaban el rosario con la repetición monótona y lenta de la oración dominicana. Sentóse el intruso en un banco, y en otro de más arriba vió dos mujeres juntas, vestidas de negro y velo en la cabeza.

—Cualquiera diría que aquélla es Juana; me parece ver su pelo blanco... No son, no son.

Levantóse y avanzó unos pasos bacía las orantes, hincó la mirada en ellas y de repente sintió en el pecho golpes duros del corazón, que latía furioso, indómito, con insubordinación procaz, negándose á todo gobierno, al freno que Soto forcejeaba por imponerle apretando los dientes, cerrando los puños con fuerza, con rabia. Salió de la iglesia y ya estaba en el patinejo que la precede, cuando notó que había dejado el sombrero sobre el banco. No tuvo recelo en volver á entrar; la alborotada desesperación que le poseía le dió dominio sobre su espíritu, y si entró arrimándose á las paredes, sin hacer ruido; fué sólo para que las mujeres no le vieran. Y no le vieron.

A la tarde siguiente volvió Soto al mismo paraje impelido por un deseo vago, una atracción poderosa que le empujaba hacia el paisaje variado, movido, con los sembrados ondulantes, las sendas rectas y largas, y, sobre todo, el canalillo,. acompañado por la doble hilera de álamos puntiagudos, regalando sus aguas á las huertas ribereñas, esparciendo una frescura grata en el espacio caliente. En los repliegues de aquellos terrenos latía esa vivacidad fresca y jugosa de las riberas, el lozano verdor que da una veta abundante de agua.

Pasaba al lado de casitas rojizas, con las persianas verdes, rodeadas de minúsculos jardincillos reventando entre las verjas, ó rebosando por la barda de las tapias flores menudas, madreselva olorosa. Cruzaba en los estrechos caminos con hombres greñudos, mal encarados, y con mujeronas hombrunas que se metían en las chozas miserables, en las corralizas que allí alternan y se codean con las viviendas coquetonas y pulcras. Vió venir hacia él un perro vagabundo, sucio y flaco; más allá, un borriquillo que pastaba levantó la cabeza, mirándole insistente. En el mismo campo, algo más lejos, vió sentadas sobre la fresca grama dos señoritas, sin veletes ni sombreros, que resguardaban sus cabezas de los rayos oblicuos con una gran sombrilla roja: una inmensa amapola en medio de la pradería. Sergio aceleró el paso hacia ellas. Ya estaba cerca; le vieron y se levantaron presurosas. Una de ellas gritó:—¡Sergio!—y dejando á su compañera corrió al encuentro del que llegaba. Este abrió los brazos, y Clarita se dejó coger en ellos palpitante, anhelosa, con virginal candor.

Sobrevino un borbotón de exclamaciones, de preguntas, de respuestas, frases cortadas, palabras vacías, mimos, lenguaje atropellado, susurrante, que riñe, halaga, interroga, reprocha, refunfuñe y acaricia al mismo tiempo. Colmaron en un minuto el vacío de un año.

La huérfana se había ido á vivir con su amiga Juana, y como ésta era propietaria de una casa en las inmediaciones de La Prosperidad, allí habían ido dispuestas á pasar el verano, y quién sabe si la vida entera.

—Mira, Sergio, sigue todos estos trigos: ¿ves aquel campanario de pizarras? bueno, pues toma á la izquierda; ¿ves una cosa larga que parece un convento? ¿Ves aquellos arbolotes, por donde ahora pasa una mujer? ¿Ves allí una casita?... pues aquélla.

Era una caja de ladrillo en medio de una mata verde. Los tres se encaminaron hacia ella; le invitaron á pasar.

—Hoy no: la noche se viene encima; vendré mañana.

—No me fio de tí: eres un pillastre,—dijo Clarita.

—No, no—replicó Soto;—no más serranadas.

—Entra, entra; verás lo que traje aquí: el sillón, el piano; entra, hombre. Todo está aquí: cuadernos de Peters, la cajita de tus cartas que yo suelo leer algunas veces... ¡No te importará que yo las lea!

Estaban á la puerta del jardín. Sergio no quiso entrar; oía la invitación cariñosa de la Bustamante mirándola con fijeza, viendo su rostro moreno, tostado por el sol y el aíre campesino, con los ojazos negros, dulces, que le envolvían con mirada de ternura mimosa, llameantes, confiados.

Echó á andar por el sendero, y tras los barrotes de la verja quedaba Clarita, pegado el rostro á ellos. Oyóla Soto gritar en medio del silencio de la tarde:

—¡Adiós... adiós, gitano!

Y el gitano bajó por desmontes y barrancos á la Castellana, de donde se marchaban ya los últimos coches del paseo. Sentóse en un banco; respiraba con ávidos alientos el aire húmedo, fresco, de la tierra regada. De los jardines vecinos llegaban ráfagas balsámicas, greguería de niños que correteaban en ellos; de más lejos venían notas de un piano, pero tan dispersas, con tal incoherencia, que no era perceptible la melodía; era como los aromas: el viento las traía y las llevaba. Los faroles de gas estaban ya encendidos en filas rectas y largas. Oíanse las rodadas de los coches que se iban, como si se oyera el mar lejano. Pero poco á poco todo ruido se desvanecía; ni un coche en la calzada, ni un niño en los jardines. Quedóse Soto en una soledad dulce y amistosa, que le invitaba con la voz del silencio á la meditación serena. Tan propicio era el lugar, tan á punto la ocasión, que él mismo tuvo una sonrisita de complacencia y dió mentalmente gracias á la humanidad paseante que con tanto respeto y delicados miramientos le dejaba solo, á sus anchas, para resolver el problema, sí señor, problema de una vida, no de la suya, sino de la otra. El de la suya sin duda lo había resuelto inconscientemente, sin pensarlo, sin sentirlo, desde la casa de Juana al banco, porque cuando sentado en éste quiso abordar el grave negocio con arranque y decisión, hallóse con que le salía al encuentro tan resuelto, tan franco y risueño, que no hubo más que sonreír y franquearse también.—¿Y ella?—pensó Sergio.—¡Ah! la dulce criatura, la que oía en el regazo de Faelina, ¡de mi Faela! las palabras de amor que yo regalaba á ésta, y que la inocente, la vivaracha nena oía haciéndolas suyas... ¿qué más, hombre, qué más? hoy mismo nutre su corazón, su alma de virgen, con la lectura de las cartas de Faela; la huella de aquel alma perdura en la suya como en la mía... ¡Ah, don Cayetano, don Cayetano! ya lo ve usted: no pudo ser Rafaela, será Clara. Sí, Cayetano, será tu hija; sí, Faelina, será tu hermana.

Sintióse Soto sumido en un estado de quietud, de calma, envuelto en una serenidad majestuosa, inmensa. Con pasos muy lentos, sin pensar en nada hondo, asomándose á las verjas de los jardines, husmeándolos curioso, apartando travieso las enredaderas que los recataban, dió la vuelta á su casa.

Aún picaba de recio el sol cuando á la otra tarde llamó á la puerta del jardincillo de Juana. Apareció ésta en lo alto de la escalinata que daba entrada al cajoncito rojo, con persianas verdes. La cabellera blanca de la amiga brillaba al sol.

—¡Clarita, Clarita!—gritó la propietaria.

Arrollóse una persiana y asomó en el hueco el busto de la niña con blusa blanca y el pelo cogido en rodete, con gracioso desgaire, sobre la nuca.

—¡Cómo me coges! Si no te esperaba, no, no, pillastre... pero pasa, te dejamos pasar.

La voz resonaba fresca, gozosa, desde la ventana; al visitante le pareció que la fachada entera sonreía, bañada por el sol, perfumada por los floridos arriates circundantes y acariciada por las trepadoras que la sombrean. Sin embargo, aquella sonrisa no tuvo eco en Soto que la acogió displicente, como agasajo inoportuno.

Giró la enverjada puerta saludando al forastero con chirrido penetrante. Dentro de la casa todo era pequeño, pero acoplado y cuco. En un gabinete estaba el butacón de gutapercha, el piano con su funda agarbanzada y las iniciales rojas; allí dentro dormían las melodías, las notas, el alma de Faela. Vió también la alcoba de Clarita, cuya cama tenia por colcha la manta escocesa. Los materiales recuerdos impregnaron á Sergio de una ternura y sentimiento suave, llenándole de esa tristeza soñolienta que parece bálsamo de las crisis hondas, calmante de tormentosas penas. Con el espíritu henchido por las dulces memorias, salieron al jardín, y en un rincón umbroso sentáronse Clara y Sergio. Su parlería duró en mansa intimidad hasta la hora del crepúsculo, mientras la amiga Juana regaba los acirates, los medallones, cortaba lo marchito, y recogía ramas y sarmientos sueltos.

Ya entraba la noche al despedirse Soto.

—Hasta mañana, Sergio mío.

—Adiós, gitana.

Y volvió á chirriar la puerta de hierro.

El levantino emprendió la tornada con la paz en el alma. De la tierra ardiente se levantaba el vaho húmedo de la noche; los senderos se destacaban entre las hazas como rayas grises; un vientecillo cálido azotaba el rostro de Sergio, que marchaba tranquilo por aquellos campos, con la ciudad enfrente; una raya anaranjada coronaba la línea extensa del caserío. Dominaba en aquellos cerros un silencio misterioso; las siluetas de las cosas destacaban con rigidez en el horizonte violáceo; oíase el tintineo de un rebaño; el pastor tiró al alto la cayada lanzando un poderoso; los hierbajos y los matorrales transpiraban olores agrestes, y la línea sinuosa, desigual, de la gran ciudad, acusaba agujas puntiagudas, torres chatas, cúpulas y cimborrios, una masa negra, el recorte de una población, la sombra de un pueblo arrebujado en la calima ardorosa, en el humo espeso que salía pastoso, pesado, de las chimeneas altas, enhiestas, y que se cernía sobre la villa como nube negra. Soto ya estaba cerca. La aureola crepuscular envolvía la Corte, coronándola de un resplandor mortecino; de entre la apelmazada negrura se destacaban puntos brillantes, hileras de lucecillas, como luciérnagas temblorosas. Y sin embargo, á su alrededor sentía Sergio la soledad soberana de la naturaleza que se prepara al sueño. Se detuvo un momento, volvió la mirada hacia La Prosperidad, y con la inconsciencia del sonámbulo dejó que sus labios exclamasen:—¡Faela, Faela!

Otra vez se puso en marcha, sosegado, sereno, arrebujada también el alma en otro crepúsculo más misterioso, más melancólico que el frontero, y poco después Sergio Soto se metía por las calles de la ciudad, perdiéndose en ellas como una gota de agua en el mar.

Epílogo

Madrid, 4 de Julio.


Mis buenos huertanos: Debo deciros que vuestro querido señor et se casa, Rosalía la conoce bien: es la morena, la que á ella le gustó más. ¡Cómo había de ser la otra! Dios no lo quiso. Y dicho esto, es el objeto principal de mi carta el que ahí se vaya disponiendo todo para recibir á la señorita nova, que se llama Clarita.

Pues bien: para esto, tú, Pepet, vas á Cullera y me escoges entre palomas y pichones dos docenas de buenas piezas. Tú, Rosalía, vas con él y me escoges para el gallinero de lo mejor que encuentres, y de camino arramblas con dos jamones magros, muy magros. Tú, Pepet, lleva la tartana para que la forren y le repongan la ballesta. Ya te avisaré el día de la llegada para que salgas á la estación: engancharás las muías nuevas, que tirarán mejor; no vayas á presentarte con los dos vejestorios. Tú, Rosalía, trasladarás el tocador de mi madre, las dos butacas verdes y el armario pequeño al cuartín de la esquina, que es el más fresco. Tú, Pepet, echa unas cuantas esportillas de arena desde el portón grande á la puerta de casa. Cuidadme el mastín; á mi señorita le gustan los perros. La glorieta que esté limpia; la enredadera, podarla. Nada más por hoy.

Me olvidaba, Rosalía: cuando vayas á Cullera por las gallinas y los jamones lleva contigo los dos retratos, el de la rubia y el de la morena, y en casa de Ferrer Fayó que les pongan marcos dorados; díle que es cosa mía, y cuando estén déjamelos en mi cuarto, que ya los colgaré.

Recibiréis aviso para que no falte la tartana y para que tú, Rosalía, nos tengas el almuerzo. No olvides mi afición á las croquetas, que también á Clarita le gustan mucho y las hace tan ricas como tú.

Vuestra nueva señoreta me manda que os salude y que os diga las ganas que tiene de conoceros. ¡También la otra lo deseó tanto!

En los libros no toquéis ni para limpiar el polvo.


Sergio


Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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