I
Las calles de la ciudad estaban desiertas; el silencio y el misterio contrastaban con el habitual rebullir del pueblo rico y laborioso. Era un apagamiento lúgubre de la vida social, tétrica quietud que no infundía en el espíritu la paz serena y sosegada de las ciudades que duermen, sinó el terror de los vagos presagios y de las sordas amenazas.
En aquel ambiente ciudadano se respiraban miasmas de tempestad forjada con tesonuda lentitud en la sombra de los talleres, entre el fragor de las maquinarias, en los hornos de las forjas, en los antros de las minas, en los recintos negros caldeados por el vapor sudoroso de la humanidad que trabaja y labora el hierro y la piedra con gemidos del alma y crujir de huesos. En la atmósfera se respiraba penosamente el vaho caleaginoso precursor de conmociones que devastan como nubes de fuego formadas por el hervor de la industria, por la obsesión del trabajo, entre férvidos anhelos de los poderosos y desesperanzas de los miserables.
Estaban tristes y solitarias de veras las amplias calles de la capital de Gutlandia pero de cuando en cuando, pasaba estremeciendo el pavimento un tropel de obreros con ennegrecidas blusas y enrojecidos semblantes; los acuadrillaba un jefe de taller y todos marchaban acelerados y torvos como hombres resueltos á cumplir grave deber. Seguían alguna vez á los obreros, astrosas pandillas de mujeres, desgreñadas hembras que en feroz desgarro ensordecían el espacio, atronándole con sus gañidos. Entre pelotones y pandillas, figuras solitarias y siniestras, las de hosca catadura y turnio mirar, las que en días de agitación y de motín surjen á la superficie desde las heces de la sociedad.
Las chimeneas de las fábricas que disperpersas por el llano rodean la capital no arrojaban al espacio sus cuotidianas humaredas; los hornos estaban fríos, las máquinas quietas, los almacenes cerrados y los talleres desiertos. Todo el pueblo arrabalero afluía en avalancha á la ciudad, cuyas vías centrales llegaron á ser arterias de pletórico cerebro pronto á estallar en arrebatos de locura.
Y aun faltaban más: los mineros, que desde más lejos y desde más hondo fueron también llegando y engrosando el ejército negro, enlodazados, sombríos, como vomitados por las entrañas de la tierra para que reforzasen la allegadiza turba que rebullía amenazante, con recias convulsiones de multitud sin freno.
Al dar las doce en los relojes de la ciudad la masa humana se aglomeró en la plaza central con bullanga atronadora impelida por el llamamiento anónimo, la misteriosa cita que da el ardiente deseo de un algo mejor que la vida negra de los subterráneos ó los días axfisiantes y sin luz de los talleres. Acrecentóse el tumulto, rompieron los más bravucones en airadas amenazas contra la reina, los broncos rugidos del hampa era ya tronar iracundo y la plebe jadeante olfateaba el sanguinario motín á punto que una voz, nacida nadie sabe en donde, cruzó rápida como el rayo entre las turbas, repitiendo de oído en oído: la reina se va, la reina abdica.
II
Tras un balcón del castillo que de palacio real servía, Emma, la reina, contemplaba con severa mirada el cielo gris, tan embebecida y absorta que el conde Oscar entró en la cámara sin ser sentido, hasta que el caballero entre inquieto y respetuoso balbuceó:
—Señora, señora... ¿es verdad lo que las turbas pregonan? ¿es verdad?
—Verdad—respondió la reina volviéndose de frente al caballero y añadiendo al verle:—¿Llora V. fiél Oscar? ¡Ah! mire mi rostro—y al decir esto erguía su hermosa cabeza, tendiendo los brazos hacia atrás con arrogancia varonil:—míreme V. rasos los ojos; ni una lágrima, ni una... ¡Dios mío! Desceñir la corona que recibí de mis padres, que debo á mis hijos, bajar del trono que vuestros antepasados reconquistaron á los antepasados mios, desenraizar el árbol de mi estirpe... y sin embargo, yo, debil mujer, estoy serena ¡Lloré tanto sobre esta tierra ingrata! Desde el día en que murió trágicamente el rey, la fierecilla humana, nunca saciada, me amenazó con lo que después del amor de los amores, duele más: amenazó á mis hijas. ¡Qué lucha entonces entre la soberana y la madre! ¡Qué cadena de días tristes y de noches insomnes! Pero aun quise yo vencer por amor al pueblo ingrato. Nadie como el fiél Oscar sabe cual fué desde entonces mi vida. Bajé al pueblo, sufrí con sus lacerías, lloré con sus dolores. Quise matar mis infortunios encalmando los agenos; fundé hospitales, asilos, mansiones que albergasen á los desgraciados y á los dolientes que la oleada de la industria arroja á las playas esteparias de la miseria. Con mis manos mismas enjugué lágrimas y restañé heridas. ¡Oscar lo sabe! Reiné con el corazón entre los humildes, bajando diariamente de mi palacio para entrar en las moradas sombrías. Aun hoy mismo, me despido risueña de esta corte dorada, y no tengo valor para despedirme de la otra, la corte de los humildes, la de mi corazón. Vea V. Oscar, ese pueblo que hormiguea entre la atmósfera de humo y carbón, consumiendo su cuerpo y secando su alma, ambiciona ¡justa ambición! ser gobernado por los hombres talentudos que estudian hasta la entraña el mal que le roe. Los que sufren y lloran se acordarán de mí, yo desde el destierro lloraré con ellos, pero los fuertes me empujan para entronizar el gobierno poderoso de la ciencia humana, pretendiendo hallar en ella paz del alma, calor del corazón ¡dones del cielo! Yo también los ambiciono: este ambiente de fragua me axfisia: quiero paz para mi pueblo y paz también para mi hogar; quiero ser reina, reina de mis hijas.
III
Muy entrada ya la noche, llegó la reina á la estación del Oeste. El populacho sabedor de la partida allí se agolpó rugiente, arregostado con la presa real, siempre sabrosa para las multitudes.
La reina, rodeada de sus hijas, bajó del coche con tan impávido desdén y señoriles aires de archidama, que el vocerío se trocó en murmullo, la multitud compacta abrió paso y la reina de Gutlandia entró en el andén. Nunca había recibido impresión tan nueva: limpia de cortesanos la galería de cristal y hierro, con sus hileras de luces y sus carriles bruñidos corriendo como regueros de agua entre el cauce de los muelles; cruzaban el aire resplandores errantes de linternas y veíase en el fondo de la bóveda el espacio negro al que iba á lanzarse para atravesar el reino perdido.
El conde Oscar salió á su encuentro y juntos subieron al tren real. El jefe de estación llegóse lívido y tembloroso á la portezuela para pedir orden de salida; la reina le tendió la mano y apretó recio al exclamar: ¡En marcha!
Salió el tren y el pueblo al verle partir prorrumpió en asordante clamoreo; el fragor de la marcha no bastaba á apagar los vozarrones plebeyos que llegaban á los oídos de la abdicadora, como un adiós escarnececedor. Todos los obreros de la región negra amontonados sobre las talanqueras desfogaron las amarguras de su existencia sin sol á gritos á befas y á pedradas que rebotaban en los coches del convoy. El tren cruzó á toda marcha los desfiladeros de las montañas cuyos sonoros ecos, desde el valle al risco, coreaban la despedida del pueblo á su soberana.
A los albores del nuevo día, ya el tren se deslizaba por las llanuras de Gutlandia, con marcha monotona en medio del silencio solemne de los sembrados enverdecidos y de los campos sin fin. En el tren real todos dormían rendidos á la fatiga de la noche.
De repente un rumor blando, despertó á Emma sobresaltada; el tren refrenaba la marcha, sus silbidos rasgaban el aire y el murmullo crecía acercándose. La dama sintió por primera vez el estremecimiento del miedo y ya se disponía á gritar cuando el tren hizo alto.
Era la estación de un lugarejo rústico y miserable pero en ella se habían reunido todos los labriegos de las aldehuelas comarcanas. Oíase desde los coches cerrados el charloteo de aquella multitud campesina que con susurro tierno repetía:—La reina duerme,—hasta que por las hazas, tras las mieses, apareció un tropel de gente moza entonan do pastorelas con música de crótalos y pifanos.
Los de la estación al oirlos prorrumpieron en un vitor atronador; contestaron los que venían, replicaron los que esperaban y todos ya en el andén fundieron sus aclamaciones expresivas del amor hondo, sano, á la raza que en nombre de Dios era símbolo y alma de la patria.
La reina, recobrándose de la pasada inquietud se asomó con sus hijas á una ventanilla. La luz del alba emblanquecía el cielo con claridades de azucena, el aire tibio y embalsamado de aroma campestre, refrescaba los rostros soñolientos de las princesitas y la multitud labriega, plebe de los campos, al verlas asomar arrojó una lluvia de flores sobre sus cabezas rubias.
IV
El arranque del tren fué trabajoso; los campesinos arremolinándose en la vía cerraban el paso al tren que conducía á su reina; el maquinista, solo á marcha lenta pudo abrir camino. Los del andén siguieron con sus miradas el penacho de humo y al verle desvanecido en las lejanías de la llanada rojos de ira, sacudiendo los puños, amenazaron bravíos á los obreros de las montañas á los de la región negra.
Llegó el tren á la frontera de Gutlandia y un silencio de muerte
cerraba los labios de los desterrados. Emma con resolución angustiosa,
estrechó la mano del conde en señal de despedida.
—Adiós noble Oscar; el deber está cumplido, yo sigo adelante, V. vuelve á la pátria.
Irguióse el anciano, clavó en la dama sus ojos y balbuceó entre dientes frases obscuras. Estaba hermoso el viejo con su actitud melancólica y soberbia de león herido. —Señora—exclamó después—en otros siglos, mis antepasados con su esfuerzo, reconquistaron para vuestra raza el trono de Gutlandia; hoy mis brazos ya son débiles, temblones y sin embargo á ser preciso aun harían por mi reina proezas, hazañas. ¡Ah! ¿Porqué hemos de verter inútil sangre?... Adelante, adelante, vamos juntos al destierro, que juntos volveremos á la patria.
—¿Volver?—dijo Emma con desaliento—¿De volver habla V?
—Volver señora, volver, para gobernar al pueblo no basta la inteligencia, hace falta un corazón.