Hacía muchos años que conocía yo á doña Jacoba, sin advertir en su porte cambio de importancia. Desde mi niñez la veía siempre la misma, las mismas arrugas, las mismas canas, conservando, no sé si por artes ocultas, décadas enteras, la misma falda de estameña, el corpiño con el escudo carmelita y la correa de charol pendiente á la cintura.
Aquel pasar los años sin tocar á Jacobita nos hacía pensar á los pocos lugareños de Pedralba que en su casa entrábamos en algo menos fugaz que la naturaleza humana. Yo experimentaba ante ella la impresión de tranquilidad, de vago sosiego que me infundían las imágenes de madera vieja puestas en los altares de la Colegiata, aunque en esta semejanza, debía de influir no poco, la veneración que me inspiraba la señora, el culto que en el corazón le rendía, por su vida de santa: santidad de antigua usanza, mansa, calladita, pero rígida, sin indulgencia, ni para el prójimo ni para sí misma.
Además, y este es el nudo fuerte que á ella me unía, doña Jacoba era la madre de mi amigo Ignacio. Su infancia y la mía estaban trabadas en la memoria como infancias hermanas, y si doña Jacobita se recreaba en evocar la niñez de su hijo, le era imposible apartar de su recuerdo el mío, que como planta parásita se enredaba entre sus memorias.
Y al contar todo esto, sé yo muy bien la mezquina conexión que tiene con el caso que narro, pero hay tal punto de vanidad en pregonar nuestras intimidades con los hombres que por algún mérito extraordinario rebasan el común nivel de los mortales, que sin remilgos me dejo tentar y caer en tan pueril debilidad. A la que aún más me incita, la circunstancia de ser yo el único amigo entrañable que al marchar á la corte dejó Ignacio en Pedralba. Y es natural que así sucediera; tras una infancia breve, dió en hombrecito grave, sin muchachéz, sin juventud apenas. Conmigo trepó á los perales del huertecillo que tenían á espaldas de la casa, y aun se arriesgó una vez, por emular mis aventuras, á bajar descolgándose por la ventana del comedor y gateando por el tronco de la parra. Tengo esta travesura por la más temeraria de su vida. Ya de muchacho huyó los holgorios para meterse en estudios con tal ahínco, que se le pasaban días y noches entre librotes como al ingenioso hidalgo se le pasaron entre los suyos de caballerías.
En pocos años se hizo médico en la capital de la provincia, y empezó á curar á los dolientes del contorno que por caridad pedían el auxilio de su ciencia. Allí empezaron, por las cortijadas de la sierra, á vocinglear las voces de su fama. De la misa de alba, marchaba en un matalón á la visita, para aplicarse luego á sus trabajos en la soledad de un despachito abarrotado por los libros y papelotes que diariamente le traía el coche-correo; en aquellas horas, ni aun por mí gustaba de ser interrumpido. Su madre aprovechaba la visita para sacudir el polvo criado entre aquellas columnas de papel que amenazaban el orden y pulcritud de la casa.
Sucedió un día lo que era forzoso que sucediera. Ignacio venció con mimos la resistencia de su madre y una mañanita de otoño, después de comulgar en la Colegiata y de sorberse el chocolate bajo la parra, dió á su madre un par de besos, me dió á mí un par de abrazos, tomó asiento en la diligencia, y ésta empezó á rodar calle arriba y después carretera adelante, viéndola nosotros desvanecerse entre la tolvanera que levantaban los cuártagos.
Al día siguiente supimos por el mayoral que el señorito había quedado guapamente acomodado en el tren, caminito de la corte.
* * *
Aquí empezó para mi querida doña Jacobita una existencia que no
tiene palabra precisa con que ser calificada. Los sinsabores y las
alegrías se entremezclaban tan apretadamente que yo, al verla llorar,
alguna vez quedé perplejo, dudando si era dolor, si era placer lo que
motivaba el llanto. Nunca llegó á adquirir el hábito de la separación, y
sin embargo yo veía radiar el goce maternal en el fondo de su vida
tristona. Aquellas lumbradas de satisfacción también á mí me iluminaban,
¿qué digo á mí? á Pedralba entera, Bendito el Señor que al forjar mi
alma no puso en ella el gusanillo de la envidia, y así me dejó en toda
su pureza el goce de ver á Ignacio subir, subir ¡Dios mío cómo subía!
como un sabio, más, como un bienhechor de la humanidad, mucho más, como
un santo.
¿De quién podían ser sino de un varón justo, de un hombre santo aquellas cartas inflamadas en amor inmenso hacia su madre, tomándola como cifra de sus amores por la humanidad? “Estoy contento, madre, estoy contento—escribía una vez;—aquel cieguecito de que tanto te hablé en mis anteriores, Roque, ya sabes, vé; esta mañana vió á su hija después de once años de no verla. ¡Que harías tú, si me vieses, después de once años de no verme! Estoy contento, madre, estoy contento; Roque me abrazó conmovido y su hija me besaba las manos llorando de emoción. Todo ese besuqueo es para tí, sólo á tí te pertenece.„
Así escribía él; y el criado viejo, á cuyo cuidado estaba en una humilde casa de la calle de las Minas: “Señora—decía—ni Ramona ni yo conseguimos nada; nadie le arrastra, aprieta el calor, pues él aprieta más en el estudio. Cabalmente hace dos días aportó por aquí el señorito Juan, con propósito de llevársele al Espinar, en donde con su familia veranea; pues Ignacín quieto. Hoy para ver por cual registro salía, le digimos: señorito estamos en tomar un tren barato y huir quince días de este freidero, con que váyase á Pedralba, pues Ignacín quieto... Señora, en los primeros tiempos, si que salía de cuando en cuando alguna noche, para ir, según supimos después, al paraíso del Teatro Real, pero este invierno ni á Eslava hemos conseguido que fuera... Señora, escríbale usted á Ignacín una carta bien fuertecita; sepa la señora que el señorito lleva unas botas que ya traslucen de viejas, y el tiempo está metido en agua y no hay quien le arrastre á tomar medida de otras.„ Y todo al mismo temple. ¿Mujerío? Ni verlo. ¿Cafés? Ni catarlos. Vida de anacoreta en un gabinete con alcoba, y para ejercicios la clínica en el hospital.
Allí le vi yo, una vez que el ánsia de darle un abrazo me arrancó de Pedralba. Conservo aquel recuerdo como una visión fantástica en medio de la placidéz de mi existencia. Era en un cuarto muy grande, que á mí me produjo una primera impresión de destartalo, sin duda por la desnudéz de las paredes y aun tal vez por lo desmesurado del ventanal que caía sobre un jardín con lindas plantas. En el centro, una sutil anaquelería de cristal, cargada de instrumentos mil pavorosos y extraños. Allí estaba mi Ignacín del alma con un mandilón blanco que daba en los talones, desgreñada la barba, rapado el pelo.
Me miró sonriente, aunque yo que le conocía, hube de dar más valor al fruncimiento del ceño con que saludó mi entrada, y por eso tal vez extrañarían la brevedad efusiva de nuestros abrazos, el grupo de discípulos, que también enmandilados, aguardaban, no la entrada de un lugareño tan sanote como yo, sino la del mísero sér con quien crucé al salir.
En los días escasos en que yo tuve alientos para conllevar el trajín marcante de la corte, me hubiera convencido, si antes no lo estuviera, de que nuestro coterráneo era un sabio y un santo.
¡Y qué angelical sonrisa la de doña Jacoba! Qué arrobamiento al oir mis noticias!—Sí, señora, sabio y santo; á él acuden los pobres enfermos, como acudían... perdone la irreverencia, los leprosos, los tullidos á Cristo. Ignacio desdeña el señorío, y con el señorío los cientos y los miles que otros bonitamente embolsan. Es pequeño el día para rajar y cortar sobre carne miserable: sólo por caridad, por caridad, señora, hunde su instrumental en las carnes tiernas de los poderosos. Su mano trabaja más firme sobre miembros curtidos, musculosos, que sobre blancuras fofas. Y al terminar la labor cotidiana, á su gabinetito á estudiar en libros lo que no puede aprenderse sobre la humanidad doliente.
Así creció la fama del operador asceta que dedica su faena á la sociedad en que vive, devolviéndole útiles los obreros que le entregan como ruedas inservibles en el engranaje del trabajo humano; ya los papeles públicos daban al viento su nombre, y aunque sé muy bien con cuánto aturdimiento confunden en una misma hipérbole el oropel y el oro, el caso de Ignacio era de lo más acendrado, y por eso yo solía recoger los periódicos de la corte en el casino de Pedralba para llevárselos y leérselos á la madre de mi amigo.
Todo marchó así durante algunos años. Un día trajo el correo noticias alarmantes:—“Señora yo bien quise evitarle desazones, pero ni Ramona, ni yo podemos callar más tiempo; va para un mes que no anda bueno el señorito; flaco de cuerpo y amurriado de espíritu. Poco sé yo de esto y sin embargo, jurára que con esos aires serranos, con trafagar un poco monte arriba, sestear entre los tomillares y beber cuencos de leche caliente, en el corral mismo, á la vera de la vaca... yo, no sé, señora, pero así se lo pinto y no hace mal gesto á mis pinturas, de manera, que á muy poco que de ahí aprieten, se les planta en Pedralba.
Reputé la carta del fiel servidor por un compendio de sabiduría. No sólo para dar alientos á la traspasada madre, por convicción, juzgué el mal de Ignacio como un poco de agotamiento por excesos en el trabajo y más particularmente por la quemazón del alma en los ardores místicos de su oficio hermoso, grande.
Con dos cartas de su madre y otro par de ellas mías, hubo bastante. El tren le dejó en la diligencia y la diligencia le restituyó á nuestros brazos, valga la verdad, con escaso desmedro de su naturaleza.
Poco más de un estrujón le dí yo, aquella tarde de su llegada. Preferí dejarle en intimidad con su madre. ¡Jacobita! estaba lela de gozo; su boca se abría para soltar palabras sin ilación y sin propósito, sus ojos chispeaban y á cada instante, como eco de otra voz muy honda repetía:—¿Qué quieres, hijo?—Allá los dejé, subiendo á la casa, bajando al huerto, aturdidos como chiquillos el sabio y la vieja.
El día siguiente era un domingo. Oí á las nueve la última misa de la Colegiata, en la capilla del Cristo, el tutelar de Pedralba. Vi, como siempre, á doña Jacoba, muy arrimadita á un pilar, cerca del presbiterio; pero noté en ella inquietud desusada; más de tres veces volvió la cabeza y su aguda mirada recorrió los fieles; una de estas veces, estaba por más señas consagrando el cura. Recogió la bendición, y sin esperar á más, apartando con estrépito las sillas, á empujones, salió Jacobita.
—Algo ocurre—pensé yo.—¿Estará Ignacio enfermo?—Y en cuanto el pelotón de devotos me dejó franquear la puerta, corrí á casa de mi amigo.
Desde el portal vi á Ignacio que paseaba por el huerto con un librajo entre manos.—Ese está bueno,—dije—arriba—y subiendo de dos en dos los peldaños, entré en el comedor. Sentada junto á la ventana, doña Jacoba al verme entrar, rompió en llanto copioso, desconsolado.
—¿Está enfermo?—pregunté.
—Mírale—me respondió;—bien sano está ese sabio y ese santo.
—¿Pues entonces?...
—Entonces, hombre, ya lo viste. ¡Hoy nuestro santo se quedó sin misa!