Viaje Alrededor del Mundo en 24 Horas

Francisco Campos Coello


Cuento


I
II
III

I

—¡Encontrado! Amigo mío, ¡encontrado!

—¿Qué cosa?

—Lo que busco hace años. ¡Oh! cuando a mí se me pone, entre ceja y ceja, una cosa, me salgo con la mía. Es la ciencia que me invade, que me ahoga, que me domina, que se esparce alrededor de mí, en irradiación espléndida.

—Todo eso está muy bueno. Demuestra tu moderación, pero no me dice qué es lo que has encontrado.

—Allá voy. Hace ciento cincuenta y siete años, cuatro meses, once días y nueve horas, que subió el primer globo al espacio, y aún no acaba de subir. Ensayos y más ensayos ha sido todo. Unos, porque el globo era más pesado que un volumen igual de aire. Otros, porque era menos pesado. Otros, porque se rompían. Otros, porque no se rompían. El hecho es, que han roto los globos, más cabezas, física y moralmente, que años han transcurrido.

—¡Al grano!

—Al grano voy. Yo he descubierto el sistema, no de viajar alrededor del mundo, en globo, sino de que el mundo viaje alrededor mío. Esto es más curioso y más práctico.

—¡Hombre!

—Sí señor. Y te contaré cómo pasó a mi mente esta idea grandiosa. Toda idea grandiosa es obra de la casualidad. Pues bien, esta casualidad que me suministró la idea grandiosa de que hago mención, es la siguiente.

—¿Será largo?

—No, dos palabras. El viaje dura veinte y cuatro horas, y verás que la relación debe durar veinte y cuatro segundos.

—Oigamos la relación.

—Me hallaba una noche [de esto hace dos meses justos y cabales] leyendo detenidamente los diarios de la ciudad, y tenía por delante una lámpara muy particular, que yo mismo he hecho. Te contaré la historia de la lámpara. Mandé a buscar un globo, perfecto, de cristal, a cuya parte superior. Tú dirás que un globo no tiene parte superior ni inferior, porque es esférico, pero yo te digo, que llamo parte superior, a la que según mi proyecto, debía estar arriba ¿entiendes?

—Sí, adelante.

—Pues bien, a la parte superior hice un agujero de una pulgada de diámetro, al cual adopté un tubo de diámetro igual. Hecho esto, llené hasta la mitad, el globo de agua, y sobre el agua pura, aceite, hasta llenar los dos tercios, y sobre el aceite un corcho, y sobre el corcho un pábilo que se impregnaba de aceite. He aquí la primera parte de mi obra.

—Pasa a la segunda.

—Paso a la segunda. Tú sabes que soy muy amante de la geografía. Yo soy filogeógrafo. Hice dibujar sobre el cristal de mi globo, en claro, todos los continentes, islas, penínsulas, cabos, promontorios, mares, océanos, estrechos, etc., etc., y en relieve las montañas que eran más oscuras y proyectaban su sombra sobre el cristal. He aquí la segunda parte. Voy a la tercera y última. Añadí paralelos y meridianos. Marqué los polos norte y sur. Y por último, incliné el globo 23 grados y medio, colocándolo sobre un zócalo, provisto de una rueda dentada, de modo que con un pequeño manubrio podía hacerlo girar alrededor de su eje. Tenía pues, una lámpara geográfica.

—¡Curioso, en efecto!

—Curioso y útil. Continúo pues. Una noche estaba leyendo los diarios, como te he dicho, y vi en los telegramas, las noticias de la guerra de la China con el Japón. Moví el manubrio, y puse delante de mí esas dos naciones, para seguir la lectura. Debo advertirte que mi lámpara-globo mide cincuenta centímetros de altura.

—¡Entonces es una lámpara monstruo!

—Y, por consiguiente, un globo monstruo. Pues bien, al girar sobre su eje la lámpara, y poner el Japón y la China ante mis ojos, vi una mosca, sobre las isla Nifón, de pie, inmóvil, cubriendo con su cuerpo todo el norte de la isla.

Dejé la lectura y me puse a observar la mosca.

El animalito, avanzó lentamente al sur, pasó por Tokio, y llegó al extremo de la isla. Allí se detuvo y ¡cosa rara! en lugar de seguir caminando y, como si supiera que tenía el mar por delante, voló, y fue a situarse en la costa de la China, sobre la ciudad de Tientsing, cerca de Pekín. Después recorrió, lentamente, todo el territorio de Manchuria, el Turquestán, y comenzó a ascender los montes de Herat, deteniéndose en la cima. Allí se detuvo, y comenzó a rascarse la cabeza. Creo que meditaba si entraría a Persia o visitaría la India. Te aseguro que si yo hubiera estado en lugar de la mosca también me habría rascado la cabeza.

—Pero en fin, ¿qué hizo?

—Se decidió por la Persia, y entró en Teherán, en el momento en que daban las diez de la noche.

—¿En el reloj de Teherán?

—No, en el mío.

—Pasó enseguida a Arabia, atravesando por la Península del Sinaí. Momentos después, ponía un pie en el Cairo, otro en Suez, otro en Damieta, y otro en Puerto Said. Parecía el coloso de Rodas sobre el canal de Suez.

Pero entonces sucedió una cosa muy curiosa. Mientras la mosca avanzaba al sur, como investigando los orígenes del Nilo, un insecto alado de esos muy pequeños, que hay durante las noches de invierno, y que se acercan a las lámparas, subía por el Zambese, país de los Gallas, Nubia, y alto Egipto, y llegó a encontrarse con la mosca. Se saludaron, indudablemente, y juntos emprendieron su peregrinación al oeste, llegando ambos, a Timboctou. Allí se detuvieron a descansar; descanso necesario y merecido, después de un viaje a través del Sahara.

Timboctou, en mi globo, era el límite del hemisferio visible, y entonces di vuelta al manubrio, y el globo empezó a girar, apareciendo las costas del Atlántico. Pero la mosca voló, como no atreviéndose a atravesar la gran masa de agua, y se colocó, de un solo vuelo, en el polo Norte.

Inmóvil la mosca, en aquel lugar, estuvo como dos minutos, mientras el globo daba una vuelta entera alrededor de su eje. Volví pues, a ver al pequeño insecto en Timboctou, donde es seguro, fijó su residencia, y la mosca sobre su polo, giraba también con la tierra.

Entonces, amigo mío, entonces, una inspiración súbita me vino. La luz se fijó en mi cerebro, y dando vueltas en mi cuarto, exclamé como Arquímedes: ¡Eureka!

Había encontrado el modo de emplear los globos como medio de locomoción, constituyéndolos en globos de inacción.

—No comprendo, le dije.

—Ahora comprenderás y me adorarás como a un ser sobrenatural. Mi descubrimiento, es superior al descubrimiento del vapor, de la electricidad, de todos los descubrimientos. Yo te hago viajar estando quietos tú, y el globo que te lleva. ¡Oh paradojas de la ciencia! ¡Cuán grande eres! ¡Oh ciencia! ¡Cuando te anidas en un cerebro tan bien organizado como el mío!

—Sigues con tu modestia. ¿Pero en dónde está tu descubrimiento?

—En esto. Óyeme bien, escucha bien, fíjate bien, y comprenderás. Aunque tú eras el último de la clase de geografía, porque eras el más ocioso, hoy con tu razón completa, y la atención que entonces te faltaba, verás cómo comprendes.

—¡Gracias!

—No hay de qué, y prosigo, haciéndote las siguientes preguntas.

—¿En cuánto tiempo gira la tierra alrededor de su eje?

—En veinte y cuatro horas.

—Segunda pregunta: Si tú te situaras inmóvil en el espacio ¿verías dar a la tierra, la vuelta alrededor de su eje, en veinte y cuatro horas?

—Sí.

—Tercera pregunta: Si te situaras en la atmósfera, a una altura de mil metros, nada más, ¿podrías ver este giro de la tierra?

—No, porque la atmósfera me llevaría consigo, y me arrastraría en el movimiento de la tierra, de la cual la atmósfera toma parte.

—Aprobado. Veo que los años te han aprovechado. La ciencia dormida se despierta.

—Cuarta pregunta: Y si una fuerza cualquiera domina el empuje de la atmósfera, ¿quedaría inmóvil el objeto, es decir, quedarías inmóvil tú, que eres el objeto?

—No, porque quedaría aplastado.

—¿Por qué?

—Porque la tierra gira en 24 horas, y tiene 9.000 leguas de diámetro. Por consiguiente, su velocidad es, por hora, de 375 leguas. Por minuto de 6 leguas y ¼ y por segundo de 520 metros.

—Adelantas mucho. No has olvidado las reglas de dividir. Creo que nos entendemos.

—Hasta ahora, creo que no nos entendemos.

—Vamos a verlo. ¿Crees, pues, que la velocidad constante, invariable de la tierra, es de 520 metros por segundo?

—No solo lo creo, sino que es así.

—Convenido. ¿Y la velocidad de una bala de cañón?

—Esta varía. Puede ser de quinientos, de mil, o de dos mil metros, por segundo.

—Ahora bien. Si yo tiro un cañonazo en la dirección opuesta al movimiento de la tierra, ¿vence la bala el movimiento de la atmósfera?

—Hombre, pues, creo que sí.

—Ya no pongo bala de cañón. Pongo bala de rifle, ¿vencerá a la atmósfera?

—Supongo que sí.

—La cuestión no es suponer, sino afirmar.

—Pues bien, lo afirmo.

—¿Y un tren?

—También pasa.

—¿Y un hombre a caballo?

—Lo mismo.

—Luego, según tu propia confesión, todo lo que se mueve en la tierra, contrarresta al movimiento de la atmósfera, que gira en sentido contrario.

—Pero ni la locomotora, ni el hombre a caballo, andan con una velocidad de 520 metros por segundo.

—Convenido, pero sí la bala de cañón.

—¿Y piensas meterte en una bala de cañón, y ponerla fija en el espacio?

—No sería imposible, pero no trato de eso. He encontrado el medio de contrarrestar las fuerzas, dando al globo una resistencia igual a la potencia atmosférica, en movimiento.

—¡Vaya!

—Sí señor.

—Pero se te romperá como vidrio.

—Ya vuelve el físico ignorante. Dime: si colocas una rama de árbol delgado, vertical, que un soplo podría derribar, y pones una cuerda de un lado, y otra de otro, de modo que estén en opuestas direcciones y dos hombres de fuerzas iguales, o dos caballos, o dos trenes en las mismas condiciones corren opuestamente, ¿derribarán el árbol?

—No, porque habría equilibrio.

—Entonces.

—Pero aquí es lo contrario. Si las fuerzas de los dos hombres, o de los dos trenes, tratan no de equilibrar, sino de conspirar juntos, volverán al árbol una tortilla.

—¡Bravo! reaparece el físico. ¿Luego todo lo que se trata de hacer, es evitar ese choque, que convierte en tortilla el árbol?

—Sí, nada más que eso.

—Pues, he allí mi descubrimiento.

—¿De veras? Pues eres un grande hombre.

—No lo dudo. Ahora es necesario que sepas tres cosas que no sabes.

—Sepamos.

—La primera cosa que debes saber, es que las corrientes atmosféricas, son más fuertes en la superficie que en las alturas.

—¿Cierto?

—Ciertísimo. La segunda es, que la tierra gira más rápidamente que la atmósfera.

—¡Qué me cuenta usted!

—Lo que usted oye. Por consiguiente, en las regiones superiores, hay un viento en sentido inverso al de la tierra, que es constante, siempre constante. Este viento no lleva sino la diferencia entre el movimiento terrestre, y el movimiento atmosférico.

—¡Es posible!

—La tercera cosa que no sabes y que sabrás ahora que yo te lo diré, es que este fenómeno es preciso y constante en el ecuador. Por consiguiente, combinándose estas tres causas, resulta que a la altura de 10.000 metros hay una zona atmosférica, tranquila, de muy poca resistencia, y que un globo puede perfectamente dominar quedando fijo en un lugar, como un buque anclado6. El que está en el globo, verá a la tierra girar bajo sus pies, es decir, bajo su globo.

—Y ese globo ¿está haciéndose?

—Está hecho. He esperado este día para hacer el experimento, porque en esta fecha las influencias magnéticas y de atracción del sol y de la luna, en cuadratura, neutralizan la acción de los vientos, y tendremos calma completa en los aires.

—¿Tendremos?

—Sí, pues tú me vas a acompañar.

—Eso no lo verás.

—Eso lo veré. Con que, prepárate, porque mañana a las doce en punto del día, estaremos a la altura de 10.000 metros y comenzaremos a ver países nuevos.

Yo me eché a reír, y mi amigo salió diciéndome:

—Voy a llenar el globo. Se halla en el patio grande de mi casa. A las diez de la mañana, en punto, te espero.

II

Una hora después de esta conversación, pensaba detenida y tranquilamente en este grave asunto. Me parecía imposible, y me parecía posible. Sin embargo, estaba decidido a no ir.

Llegó la noche, y mi resolución permanecía firme e inalterable. A las ocho de la noche me acosté en mi cama, resuelto definitivamente a dormir hasta el siguiente día. A las ocho y media de la mañana me levanté, y durante treinta minutos estuve dando vueltas alrededor de mi cuarto. Parecía que era un ensayo de mi vuelta alrededor del mundo. A las 9 puse la mano en la llave de mi habitación. A las 9 y ¼ estaba en la calle, y a las 10 entraba en el patio de la casa de mi amigo que estaba solo, y acababa de llenar el globo.

—¡Hola! —dijo al verme, falta todavía un instante, pero siéntate en la barquilla.

Inconscientemente me senté en la barquilla, y mi amigo me dijo:

—Allí, cerca de ese saco de arena. Cuando yo suba, arrojas el saco al patio. Yo ocuparé el lugar del saco.

El globo se puso tirante. Cuatro pajes salieron entonces y se pusieron frente a cuatro cuerdas, que debía cortar simultáneamente.

Llegó el momento. Mi amigo entró en la barquilla, los cuatros hombres cortaron simultáneamente, los cuatro cables, y el globo balanceándose, se elevó en el espacio. Eran las doce en punto del día.

III

—Ya ves. Qué suavidad de movimiento. Nos ha tocado un buen día hasta para la ascensión. Ni una sola nube turba el azul purísimo del espacio. Contempla el Guayas, que parece una cinta de plata, que se dirige al mar. He allí Puná. El Muerto, está más adelante. Ve la costa de Santa Elena que huye al Norte, y la costa del Perú que va al Sur.

La ascensión era en línea absolutamente perpendicular y uniforme. Al cabo de unos cuantos minutos, habíamos llegado a la altura calculada. Una corriente de aire de las capas inferiores, nos había hecho subir al norte, como dos grados, de modo que nos hallábamos justamente, bajo la línea equinoccial. Al llegar a este lugar, eran las 12 y ½ de la mañana.

—Ahora —dijo mi amigo—, preparemos las hélices, para resistir al movimiento que las capas atmosféricas impriman al globo, y le impedirían permanecer en el mismo punto. Hecho esto, cúbrete con esta gran capa, pues hace frío, más intenso que en el Chimborazo, y provéete de este anteojo, para ver lo que pasará de bajo de nosotros.

Nos hallamos a 0 latitud, y sobre la costa del Pacífico. Por consiguiente, nuestro viaje va a ser monótono al principio, puesto que girando la tierra de oeste a este, lo que primero tiene que pasar es el Océano Pacífico, que no deja de tener alguna anchura. Pero como aquí todo tiene que venir a hora fija, no hay sino consultar el reloj y el mapa.

El primer grupo que debe desfilar, es el grupo de las islas de Galápagos, que está situada a 200 leguas de la costa. Como la relación entre grados y minutos de grado, con horas y minutos de hora, es de 15 del primero para una hora, y siendo el grado geográfico de 20 leguas, tendremos que llegar a Galápagos en 40 minutos. A la 1 y 10 se hallará pues el archipiélago a la vista, y si el gobernador del archipiélago tiene reloj, nos verá a su paso a las 12 y ½.

—¡A la una y diez!

—A las doce y media, porque él es el que anda con su archipiélago. Nosotros estamos quietos.

Con efecto, a la hora fijada pasó el grupo de islas, y con la ayuda del anteojo, pude ver la reciente población de Chatham, y la inmensa isla Albermale, que huía hacia el Norte.

—Ya ve usted, amigo mío, que no nos movemos. Estamos anclados y el sol casi perpendicular sobre nuestras cabezas.

—¿Y cómo se te ocurrió este medio tan sorprendente?

—La casualidad, como te he dicho, la casualidad.

—Pero tú debes hacer conocer tu descubrimiento. Esto es admirable.

—Mientras más admirable sea, es mío. Y lo que me pertenece, lo guardo para mí y mis amigos. Supón que quieres ir a París, pues me prestas mi globo, subes como he subido, y te diriges a París, o más claro, París te viene a buscar. Cuando hayas llegado a la longitud de París, buscas una corriente favorable, en capas inferiores, que te lleve a París y asunto concluido.

—Hemos escogido un paralelo poco conveniente. Casi no hay tierras, y si recorremos la inmensidad de los mares, poco hemos de ver —le dije.

—Mucho hemos de ver. No tengas cuidado. Espera.

—El primer archipiélago que debemos observar, es el de las islas Gilbert en Oceanía. Es verdad que están un poco lejos, algo como 80º, pero en cinco horas habrán pasado bajo nuestro meridiano. Y si cuando viajas a un país remoto, cinco horas antes de llegar, llamas tú haber llegado, no comprendo por qué te parezca largo ahora. Allí tienes sardinas, pan y buen jerez. Almuerza, y te parecerá más corto el tiempo.

Como todo pasa, pasamos las cinco horas, durante las cuales solo habíamos visto, la superficie del Océano y uno que otro buque, que pasaba por el campo de nuestro anteojo. Por fin, pasó el grado de las islas Gilbert, que parecía un archipiélago de fuego.

—¿Por qué están rojas esas islas, que parece que hay incendio?

—Porque son de coral. Allí todo es coral. Los hombres y las mujeres se adornan con objetos de coral. Las chozas tienen grandes ramificaciones que se pagarían a peso de oro en los palacios de Europa, y hasta los anzuelos con que pescan son de coral, y muy estimados en toda la Polinesia. Estas islas, deberían llamarse coralinas.

Grupos de indígenas se veían en los umbrales de las chozas, pero casi no había tiempo de verlos. Pasaban con una rapidez vertiginosa.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las doce y media en el sol. En mi reloj las 6 y 50 minutos de la tarde. Ya llevamos recorrido un cuarto de la esfera.

Más tarde pasó la isla Christmas, perteneciente a los Estados Unidos. La isla Bequer, la isla Apamane, las islas Greenwich y Atlántica y entramos, finalmente, en el poblado archipiélago de las Molucas.

—¿Poblado? —contesté—. Si apenas tiene todo el archipiélago medio millón de habitantes.

—Pero tiene doscientas islas. A esta altura, no debemos contar los habitantes, sino las islas. Yo llamo poblado a un archipiélago, cuando tiene muchas islas.

La Molucas aparecieron y poco después, atravesamos el mar de este nombre, cruzando en seguida, la gran isla de Célebes, sintiendo no haber visto su capital Macasar, que quedaba muy al Sur.

El estrecho de Macasar, viose como un simple hilo de plata, y Borneo, la rica Borneo, que los indígenas llamaban Dayakwaruni, con 700.000 kilómetros cuadrados de superficie, y cuatro millones de habitantes, apareció a la luz del medio día.

—¡Aquí hay tierra, amigo mío, aquí hay tierra! Vamos a atravesar esta isla casi en su mayor anchura y esta mayor anchura mide 8 grados, por consiguiente, tenemos media hora de tierra. Lo que nos importa es fijarnos en el extremo occidental, para ver pasar la capital Pontianak, que se halla bajo la línea, a 0 grados, 0 minutos y 20 segundos. Teniendo pues, el grado veinte leguas, 20 segundos nos dan 555 metros, o cinco cuadras. La línea equinoccial pasa por los barrios del Norte de la población.

Pontianak pasó y solo pude ver un grupo de individuos, que debieron pertenecer, por sus trajes, al estado de los Mupambas. Pero pasaron como el huracán, y el mar de Java al sur, y el mar de la China al norte, brillaban como dos inmensos espejos. Un momento después, Sumatra pasaba debajo de nosotros, y lo cruzamos justamente, en su región central.

—¡Alto! —dije—, ¡quiero ver Sumatra!

—¡Alto! —dijo mi amigo riendo—, aquí no hay alto. Ni todos los cañones de todas las escuadras, ni todas las fuerzas, pueden decir ¡alto! al globo terrestre. Cuando dios ha puesto en movimiento un cuerpo, solo él puede detenerlo. Ahora, te pregunto, a ti que has dicho ¡alto! ¿Crees que haciendo alto el globo terrestre, verías a Sumatra? Entonces habrías detenido una de las fuerzas del movimiento y la Tierra inmóvil un momento perdería su fuerza de traslación, y existiendo solo la de gravedad, caería al sol, en 64 días. Con que, ya ves si te sería posible contemplar a Sumatra, a tu gusto.

—Pero Sumatra es una isla digna de verse y tiene para mí un aliciente más, porque es el antípoda de Guayaquil.

—Es evidente, y por consiguiente, deben ser las doce y media de la noche.

Efectivamente, mientras, el astro del día, había permanecido fijo en el zénit, habían transcurrido doce horas completas, y en Guayaquil, como en nuestros relojes, eran las 12 de la noche.

Salimos de Sumatra, y un inmenso océano pasa. Tres horas transcurren y vemos cortado el océano, por una línea interminable de costa.

¡El África! el África avanzaba, y penetramos en ella, viendo un momento la población de Juba, que se halla bajo la línea. Más tarde, pasaron los montes Kenia, y el lago Victoria, como un espejo casi redondo de plata, a la simple vista, como un inmenso océano, con la ayuda de nuestros anteojos pasó debajo de nosotros. Durante quince minutos pudimos contemplarle, y al fin aparecieron las orillas occidentales. Entramos en el territorio de Uganda, y atravesamos el Congo o Livingstone por dos veces, llegando a región del África Ecuatorial.

—Aquí tienes, me dijo mi amigo, la gran región del África Ecuatorial. Aquí encontró Stanley a Emín Bajá. Desgraciadamente, no podemos bajar a inspeccionar los nuevos establecimientos. Si hubiéramos subido algunos grados al Norte, veríamos a Timboctou, a donde acaban de llegar los franceses. El gran río Senegal ha sido la arteria principal de esta inmensa región de Senegambia. René Caillié fue el primero que, a principios de este siglo, visitó esa misteriosa capital del desierto, y después de él hubo muchos que le siguieron, aunque no todos llegaron a la capital del Sudán.

—¿Y el mayor Laing no estuvo antes que Caillié?

—Sí, pero el mayor Laing, no regresó. Murió en Timboctou, o al salir de esta ciudad, en el desierto. Después de Caillié, el que más se internó, fue Barth, que llegó, también, a la Capital del Sudán. Más tarde, Mage, y el doctor Quintín, llegaron a Sego y Sasanding. Por consiguiente, lentamente han ido formándose establecimientos franceses en Bakel, en Mediria, en Sasanding, en Sego, y por último, en 1894, en Timboctou.

El África avanzaba, rápidamente, y llegamos a la orilla occidental habiendo tardado en atravesarla, tres horas.

Casi al mismo tiempo llegamos a la isla de Santo Tomás, teniendo por delante cerca de 50 grados, o más de tres horas de marcha sobre el océano atlántico.

Pasaron esas tres horas, y vimos la desembocadura del Amazonas, y la isla de Marajos, que ocupa una gran extensión. A lo lejos se desarrollaba el inmenso río, que casi corta, en dos, la América Meridional.

—¿Es grande la isla de Marajos?

—Sí. Más grande que la Suiza, que tiene 41.418 kilómetros cuadrados, mientras que esta isla del Brasil, contiene 62.400. Por consiguiente, ocupa una extensión casi igual a Suiza y Bélgica reunidas.

—Según eso ¿la república del Ecuador entera?

—La república del Ecuador contiene 643,295 kilómetros cuadrados, y tiene una superficie mayor que la de Francia. En su recinto cabrían, desahogadamente, Italia, Suiza, Bélgica, Grecia y Dinamarca, sobrando todavía 173,188 kilómetros cuadrados.

Avanzamos rápidamente, o más bien, giraba rápidamente la Tierra, presentándonos la superficie de la América del Sur en su mayor latitud. Nuestro reloj señalaba cerca de las diez del día, por consiguiente, en dos horas debía la América pasar bajo nuestras miradas.

El Brasil nos mostró todas las magnificencias de su exuberante vegetación y el inmenso río Amazonas, con sus numerosos afluentes, pasó como dibujado en un mapa de colosales dimensiones.

En este momento, vi palidecer a mi amigo y le pregunté lo que había. Nada me contestó, pero le vi arrojar lastre con violencia.

—¿Qué hay? —repetí sobresaltado.

—Nada, amigo mío, que estoy buscando cómo subir, pues, se nos viene encima el Chimborazo, que tiene mayor altura, y justamente corresponde a nuestro paralelo. Hemos bajado algo de nuestra primera elevación, y es posible que nos encuentre esa célebre montaña.

El globo subió como dos mil metros, y alcanzó la altura de ocho mil sobre el nivel del mar. El frio se hizo intenso, y la rarefacción de la atmósfera paralizaba nuestros movimientos. Pero duró segundos, tal vez; pues dominamos esa cumbre gigantesca, siguiendo al mar Pacífico, que apareció enseguida.

Pero entonces sucedió una cosa que ni mi amigo ni yo, habíamos previsto. Una corriente de aire superior nos dominó, llegando a la región de los vientos constantes que soplan del Ecuador al Polo, durante seis meses, y del Polo al Ecuador, durante otros seis, y dominados por ese viento no podríamos descender a la tierra. Estábamos, pues, en la circunstancia de medir con el mayor provecho el cuadrante del meridiano terrestre; solo que debíamos medirlo muchas veces hasta que se nos acabaran las provisiones.

—¿Crees que bajaremos a la tierra? —pregunté al aeronauta.

—Creo que no.

—¿Entonces?


* * *


¿Quién contó esta historia?

Un día después, se encontró en el pueblo de Chone, en la Provincia de Manabí, un paquete cerrado, que decía en su cubierta:

«El que encuentre este cuaderno, entréguelo a la autoridad del lugar más próximo».

El cuaderno contenía la relación anterior.

¿Cuándo ocurrió esto?

Nuestros lectores recordarán que, en 1874, se vio un globo en Cuenca y que después apareció en otros lugares de la República, pero siempre a la misma latitud: dos o tres grados al Sur. Nunca se supo nada de este globo que fue visto en Loja y en Guayaquil. El periódico La Nueva Era de 5 de febrero, se ocupa de este globo, y dice que lo extraño es que se había empeñado en bogar en el espacio, y no descendía.

¿Habría, pues, aquel aeronauta, descubierto el sistema, de dar la vuelta al mundo en veinte y cuatro horas?

¿Y por qué no?


Publicado el 17 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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