Los Sueños

Francisco de Quevedo y Villegas


Cuento



SUMA DEL PRIVILEGIO.

Tiene privilegio de su Majestad por diez años don Francisco de Quevedo Villegas, Caballero de la Orden de Santiago, para imprimir este libro, intitulado Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, como consta de su original, despachado en el oficio de Lázaro de Ríos, Secretario de su Majestad, y Escribano de Cámara. Fecho en Madrid a 28 de enero 1631.


SUMA DE LA TASA.

Los señores de Consejo tasaron este libro, intitulado Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, a cuatro maravedís cada pliego, y tiene veinticuatro pliegos, que monta noventa y seis maravedís cada libro, en que se ha de vender en papel, como consta de la fee que dio Lázaro de Ríos, Secretario de su Majestad, en 17 de marzo de 1631.


FE DEL CORRECTOR.

Este libro, intitulado Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, compuesto por don Francisco de Quevedo, está bien y fielmente impreso con su original. Dada en Madrid a 12 días de marzo de 1631. El Licenciado Murcia de la Llana.


CENSURA DEL P. M. FRAY DIEGO de Campo, Calificador de la General Inquisición y examinador Sinodal del Arzobispado de Toledo.

Por remisión del señor don Juan de Velasco y Acevedo, Vicario general en esta Corte, vi un libro que se intitula, Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, de don Francisco de Quevedo Villegas, Caballero de la Orden de Santiago, dividido en estos tratados, la Culta Latiniparla, el Cuento de Cuentos, el Sueño de las Calaveras, la Visita de los Chistes, el Entremetido, y la Dueña, con la Caldera de Pero Gotero, las Zahúrdas de Plutón, el Alguacil Alguacilado, el Mundo por de dentro, el Caballero de la Tenaza. Y todo es de buena y sana dotrina, sin tener cosa en contrario, por ser un discurso de grande agudeza y ingenio, para mostrar los naturales de algunas naciones y los peligros y daños que padecen algunos oficios y maneras de vivir; antes podrían sacar dél escarmiento y buena enseñanza, y esto con tan gran primor y sutileza, que se aventaja mucho al Dante y a los otros autores que han seguido el mismo intento; y así juzgo que se le puede dar la licencia que pide para imprimirle. En san Felipe de Madrid en 23 de agosto de 1629. Fr. Diego de Campo.

El Licenciado don Juan de Velasco y Acevedo, Vicario general de la Villa de Madrid y su Partido, etc. Por la presente, habiendo hecho ver este libro, no tiene cosa contra la Fe y buenas costumbres, y por lo que nos toca se puede imprimir. En Madrid a 28 de agosto de 1629 años. Licenc. Velasco y Acebedo.

Por su mandado.

Simón Jiménez, Notario.


APROBACIÓN DEL P. JUAN VÉLEZ Zabala, de los Clérigos Menores, Calificador del Consejo Supremo de Inquisición, a quien el Real de Castilla cometi este lIbro.

No tiene cláusulas que contradigan las verdades católicas ni discursos que ofendan la pureza de buenas costumbres este libro que he visto por orden de V. A. donde están no ya adulteradas algunas de las obras de don Francisco de Quevedo Villegas, ocupaciones sabrosas con que desterraba la ociosidad en sus menores años y esfuerzos del ingenio suyo, que ofrecía en estos amagos desempeños mayores: antes hay en ellos tanta propiedad de voces, tanta admiración de estilo, tanta viva y clara significación de importantes verdades en palabras tan breves, que le asustan como a Lucil las con que Séneca encarecía y admiraba lo grande de su escribir en lo menor de su edad, prometiéndose obras ingeniosas, y serias en mayores años. Cap. 59 Habes verba in potestate praesa sunt omnia, et rei apta loqueris quantum vis, et plus significas, quam loqueris hoc maioris rei inditius est . Por tanto merece muy bien que V. A. le dé la licencia que pide para que salgan a luz. En esta casa del Espíritu Santo de los Clérigos Menores de Madrid, último de setiembre 1629. Juan Vélez Zabala, de los Clérigos Menores.


DEDICATORIA.

A NINGUNA PERSONA DE TODAS CUANTAS DIOS CRIÓ EN EL MUNDO.

Habiendo considerado que todos dedican sus libros con dos fines que pocas veces se apartan, el uno, de que la tal persona ayude para la impresión con su bendita limosna; el otro, de que ampare la obra de los murmuradores; y considerando (por haber sido yo murmurador muchos años) que esto no sirve sino de tener dos de quien murmurar, del necio que se persuade que hay autoridad de que los maldicientes hagan caso, y del presumido que paga con su dinero esta lisonja, me he determinado a escribille a trochimoche y a dedicalle a tontas y a locas, y suceda lo que sucediere, que el que le compra y murmura, primero hace burla de sí, que gastó mal el dinero, que del autor, que se le hizo gastar mal. Y digan y hagan lo que quisieren los mecenas, que como nunca los he visto andar a cachetes con los murmuradores sobre si dijo o no dijo, y los veo muy pacíficos de amparo, desmentidos de todas las calumnias que hacen a sus encomendados, sin acordarse del libro del duelo, más he querido atreverme que engañarme. Hagan todos lo que quisieren de mi libro, pues yo he dicho lo que he querido de todos. Adiós, mecenas, que me despido de dedicatoria.

Yo.

A LOS QUE HAN LEÍDO Y LEYEREN.

Yo escribí con ingenio facinoroso en los hervores de la niñez, más ha de veinte y cuatro años, los que llamaron sueños míos, y precipitado, les puse nombres más escandalosos que propios. Admítaseme por disculpa que la sazón de mi vida era por entonces más propia del ímpetu que de la consideración. Tuve facilidad en dar traslados a los amigos, mas no me faltó cordura para conocer que en la forma que estaban no eran sufribles a la imprenta, y así los dejé con desprecio. Cuando, por la ganancia que se prometieron de lo sabroso de aquellas agudezas, sin enmienda ni mejora, algunos mercaderes extranjeros las pusieron en la publicidad de la imprenta, sacándome en las canas lo que atropellé antes del primer bozo, y no solo publicaron aquellos escritos sin lima ni censura, de que necesitaban, antes añadieron a mi nombre tratados ajenos, añadiendo en unos y dejando en otros muchas cosas considerables, yo, que me vi padecer no solo mis descuidos, sino las malicias ajenas, dotrinado del escándalo que se recibía de ver mezcladas veras y burlas, he desagraviado mi opinión y sacado estas manchas a mis escritos, para darlos bien corregidos, no con menos gracia, sino con gracia más decente, pues quitar lo que ofende no es disminuir, sino desembarazar lo que agrada. Y porque no padezcan las demasías del hurto que han padecido los demás papeles, saco de nuevo el de la Culta latiniparla y el Cuento de cuentos, en que se agotan las imaginaciones que han embarazado mi tiempo. Tanto ha podido el miedo de los impresores, que me ha quitado el gusto que yo tenía de divulgar estas cosas, que me dejan ocupado en su disculpa y con obligación a la penitencia de haberlas escrito. Si v. m., señor lector, que me compró facinoroso, no me compra modesto, confesará que solamente le agradan los delitos, y que solo le son gustosos discursos malhechores.


ADVERTENCIA DE LAS CAUSAS DESTA IMPRESIÓN. DON ALONSO MESÍA DE LEYVA.

Habiendo visto impresos en Aragón y en otras partes fuera del Reino, con nombre de don Francisco de Quevedo Villegas, estos discursos, con tanto descuido y malicia que entre lo añadido y olvidado y errores de traslados y imprenta se desconocían de su autor, y más teniéndolos yo trasladados de su original, determiné, dándole cuenta, de restituirlos limpiándolos del contagio de tantos descuidos, porque se vea cuán de otra suerte en su primera edad jugaba con la pluma sin apartarse de la enseñanza. Y es cierto no consintiera hoy esta impresión a no hallarse obligado por las muchas que destos propios tratados se han hecho en toda Europa, tan adulteradas que le obligaron a pedir al Tribunal Supremo de la Inquisición las recogiese, imitando en esta modestia, aunque tan diferente, a Eneas Silvio, que después de pontífice mandó recoger algunas obras deste estilo que había divulgado en la mocedad. Salen enteras, como se verá en ellas, con cosas que no habían salido, y en todas se ha excusado la mezcla de lugares de la Escritura y alguna licencia que no era apacible, que aunque hoy se lee uno y otro en el Dante, don Francisco me ha permitido esta lima, y aseguro en su nombre que procura agradar a todos sin ofender a alguno, cosa que en la generalidad con que trata de solo los malos, forzosamente será bien quisto; sujetándose a la censura de los ministros de la Santa Iglesia romana en todo, con intento cristiano y obediencia rendida. Estos discursos en la forma que salen corregidos y en parte aumentados, conozco por míos, sin entremetimiento de obras ajenas que me achacaron. Y todo lo pongo debajo de la corrección de la Santa Iglesia Romana, y de los ministros que tiene señalados para limpiar de errores y escándalos las impresiones. Y desde luego con anticipado rendimiento me retrato de lo que no fuere ajustado a la verdad Católica, o ofendiere a las buenas costumbres.

El sueño de las calaveras

Los sueños dice Homero que son de Júpiter y que él los envía, y en otro lugar que se han de creer. Es así cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable Propercio en estos versos:


Nec tu sperne piis venientia somnia portis
cum pia venerunt somnia pondus habent


Dígolo a propósito que tengo por caído del cielo uno que yo tuve en estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro del Dante, lo cual fue causa de soñar que veía un tropel de visiones. Y aunque en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya cosa de juicio aunque por sueños, le hubo en mí por la razón que da Claudiano en la prefación al libro 2 del Rapto , diciendo que todos los animales sueñan de noche como sombras de lo que trataron de día; y Petronio Arbitro dice:


Et canis in somnis leporis vestigia latrat


y hablando de los jueces:


Et pauido cernit inclusum corde tribunal


Parecióme, pues, que veía un mancebo que discurriendo por el aire daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza en parte su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oídos en los muertos, y así al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar licencia a los güesos que anduviesen unos en busca de otros; y pasando tiempo, aunque fue breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos con ansias y congojas, recelando algún rebato; y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en los semblantes de cada uno y no vi que llegase el ruido de la trompeta a oreja que se persuadiese a lo que era. Después noté de la manera que algunas almas huían, unas con asco y otras con miedo, de sus antiguos cuerpos. A cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo, y diome risa ver la diversidad de figuras y admiróme la providencia en que estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Solo en un cementerio me pareció que andaban destrocando cabezas y que vi a un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya por descartarse della.

Después ya que a noticia de todos llegó que era el día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos por no llevar al tribunal testigos contra sí, los maldicientes las lenguas, los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos. Y volviéndome a un lado vi a un avariento que estaba preguntando a uno, que por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas no hablaba, porque no habían llegado, si habían de resucitar aquel día todos los enterrados, si resucitarían unos bolsones suyos. Riérame si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar por no oír lo que esperaban, mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones, que por descuido no fueron los más. Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres mercaderes que se habían vestido las almas del revés y tenían todos los cinco sentidos en las uñas de la mano derecha.

Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, cuando oí dar voces a mis pies que me apartase, y no bien lo hice cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero porque no había tenido más respeto a las damas, que aun en el infierno están las tales y aun no pierden esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse gallardas y desnudas entre tanta gente que las mirase, aunque luego, conociendo que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra dellas, que había sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado las muelas y una ceja, y volvía y deteníase, pero al fin llegó a vista del teatro, y fue tanta la gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquella no era gente de cuenta aun en aquel día.

Divirtióme desto un gran ruido, que por la orilla de un río venía de gente en cantidad tras un médico (que después supe que lo era en la sentencia). Eran hombres que había despachado sin razón antes de tiempo, y venían por hacerle que pareciese, y al fin, por fuerza le pusieron delante del trono. A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi un juez que lo había sido, que estaba en medio de un arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas veces. Lleguéme a preguntarle por qué se lavaba tanto y díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante la universal residencia. Era de ver una legión de verdugos con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres, y zapateros, que de miedo se hacían sordos, y aunque habían resucitado no querían salir de la sepultura. En el camino por donde pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y preguntóles que a dónde iban, y respondiéronle: «Al tribunal de Radamanto»; a lo cual, metiéndose más adentro, dijo:

—Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.

Iba sudando un tabernero de congoja tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un verdugo:

—Harto es que sudéis el agua y no nos la vendáis por vino.

Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:

—¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?

Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido ladrón, qué cosa era despreciarse de su oficio. Toparon con unos salteadores y capeadores públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los verdugos cerraron con ellos diciendo que los salteadores bien podían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros, y al fin juntos llegaron al valle. Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena deste día. Pusiéronse a un lado.

Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían y espantábanse que les sobrasen tantas habiendo vivido descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos.

El trono era obra donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Júpiter estaba vestido de sí mismo, hermoso para los unos y enojado para los otros, el sol y las estrellas colgando de la boca, el viento tullido y mudo, el agua recostada en sus orillas, suspensa la tierra temerosa en sus hijos; de los hombres algunos amenazaban al que les enseñó con su mal ejemplo peores costumbres. Todos en general pensativos: los piadosos en qué gracias le darían, cómo rogarían por sí, y los malos en dar disculpas. Andaban los procuradores mostrando en sus pasos y colores las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los verdugos repasando sus copias, tarjas y procesos; al fin todos los defensores estaban de la parte de adentro y los acusadores de la de afuera. Estaban guardas a una puerta tan angosta, que los que estaban a puros ayunos flacos aún tenían algo que dejar en la estrechura. A un lado estaban juntas las Desgracias, Peste y Pesadumbres dando voces con los médicos. Decía la Peste que ella los había herido, pero que ellos los habían despachado; las Pesadumbres, que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores; y las Desgracias, que todos los que habían enterrado habían ido por entrambos. Con eso los médicos quedaron con cargo de dar cuenta de los difuntos, y así, aunque los necios decían que ellos habían muerto más, se pusieron los médicos con papel y tinta en un alto, con su arancel, y en nombrando la gente luego salía uno dellos y en alta voz decía:

—Ante mí pasó a tantos de tal mes, etc.

Pilatos se andaba lavando las manos muy apriesa para irse con sus manos lavadas al brasero. Era de ver cómo se entraban algunos pobres entre media docena de reyes que tropezaban con las coronas, viendo entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse.

Llegó en esto un hombre desaforado de ceño y alargando la mano dijo:

—Esta es la carta de examen.

Admiráronse todos; dijeron los porteros que quién era, y él en altas voces respondió:

—Maestro de esgrima examinado, y de los más diestros del mundo—, y sacando unos papeles del pecho, dijo que aquellos eran los testimonios de sus hazañas. Cayéronsele en el suelo por descuido los testimonios y fueron a un tiempo a levantarlos dos furias y un alguacil y él los levantó primero que las furias. Llegó un abogado y alargó el brazo para asille y metelle dentro, y él, retirándose, alargó el suyo y dando un salto dijo:

—Esta de puño es irreparable, y pues enseño a matar, bien puedo pretender que me llamen Galeno, que si mis heridas anduvieran en mula, pasaran por médicos malos; si me queréis probar yo daré buena cuenta.

Riéronse todos, y un oficial algo moreno le preguntó qué nuevas tenía de su alma; pidiéronle no sé qué cosas y respondió que no sabía tretas contra los enemigos della. Mandáronle que se fuese y diciendo: «Entre otro», se arrojó.

Y llegaron unos despenseros a cuentas (y no rezándolas) y en el ruido con que venía la trulla dijo un ministro:

—Despenseros son—. Y otros dijeron:

—No son—. Y otros:

—Sí son—, y dioles tanta pesadumbre la palabra «sisón», que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un verdugo:

—Ahí está Judas, que es apóstol descartado.

Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otra furia que no se daba manos a señalar hojas para leer, dijeron:

—Nadie mire y vamos a partido y tomamos infinitos siglos de fuego.

El verdugo, como buen jugador, dijo:

—¿Partido pedís? No tenéis buen juego.

Comenzó a descubrir y ellos, viendo que miraba, se echaron en baraja de su bella gracia.

Pero tales voces como venían tras de un malaventurado pastelero no se oyeron jamás, de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre, tanto de güesos (y no de la misma carne, sino advenedizos), tanto de oveja y cabra, caballo y perro. Y cuando él vio que se les probaba a sus pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no hubo ratones ni moscas y en ellos sí, volvió las espaldas y dejólos con la palabra en la boca.

Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían hacer a Júpiter malilla de todas las cosas. Y Virgilio andaba con su Sicelides musae diciendo que era el nacimiento. Mas saltó un verdugo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen.

Llegó tras ellos un avariento a la puerta y fue preguntado qué quería, diciéndole que los precetos guardaban aquella puerta de quien no los había guardado, y él dijo que en cosas de guardar era imposible que hubiese pecado. Leyó el primero, «Amar a Dios sobre todas las cosas», y dijo que él solo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. «No jurar», dijo que aun jurando falsamente siempre había sido por muy grande interés, y que así no había sido en vano. «Guardar las fiestas», éstas y aun los días de trabajo guardaba y escondía. «Honrar padre y madre»: —Siempre les quité el sombrero—. «No matar»: —Por guardar esto no comía, por ser matar la hambre comer. De mujeres, en cosas que cuestan dinero, ya está dicho. «No levantar falso testimonio».

—Aquí —dijo un verdugo— es el negocio, avariento; que si confiesas haberle levantado te condenas, y si no, delante del juez te le levantarás a ti mismo.

Enfadóse el avariento y dijo:

—Si no he de entrar no gastemos tiempo—, que hasta aquello rehusó de gastar. Convencióse con su vida y fue llevado a donde merecía.

Entraron en esto muchos ladrones y salváronse dellos algunos ahorcados; y fue de manera el ánimo que tomaron los escribanos, que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas, viendo salvar ladrones, que entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los verdugos muy gran risa. Los procuradores comenzaron a esforzarse y a llamar abogados. Dieron principio a la acusación los verdugos, y no la hacían en los procesos que tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida. Dijeron lo primero:

—Estos, Señor, la mayor culpa suya es ser escribanos—; y ellos respondieron a voces, pensando que disimularían algo, que no eran sino secretarios. Los abogados comenzaron a dar descargo, que se acabó en «es hombre, y no lo hará otra vez, y alcen el dedo». Al fin se salvaron dos o tres, y a los demás dijeron los verdugos:

—Ya entienden.

Hiciéronles del ojo diciendo que importaban allí para jurar contra cierta gente. Uno azuzaba testigos y repartía orejas de lo que no se había dicho, y ojos de lo que no había sucedido, salpicando de culpas postizas la inocencia. Estaba engordando la mentira a puros enredos, y vi a Judas, y a Mahoma y a Lutero recatar desta vecindad, el uno la bolsa y el otro el zancarrón. Lutero decía: «Lo mismo hago yo escribiendo». Solo se lo estorbó aquel médico que dije, que forzado de los que le habían traído, parecieron él y un boticario y un barbero, a los cuales dijo un verdugo que tenía las copias:

—Ante este doctor han pasado los más difuntos, con ayuda deste boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte deste día. Alegó un procurador por el boticario que daba de balde a los pobres, pero dijo un verdugo que hallaba por su cuenta que habían sido más dañosos dos botes de su tienda que diez mil de pica en la guerra, porque todas sus medicinas eran espurias, y que con esto había hecho liga con una peste y había destruido dos lugares. El médico se disculpaba con él, y al fin el boticario se desapareció, y el médico y el barbero andaban a daca mis muertes y toma las tuyas.

Fue condenado un abogado porque tenía todos los derechos con corcovas, cuando, descubierto un hombre que estaba detrás deste a gatas, porque no le viesen, y preguntado quién era, dijo que cómico; pero un verdugo, muy enfadado, replicó:

—Farandulero es el señor; y pudiera haber ahorrado aquesta venida, sabiendo lo que hay. Juró de irse y fuese sobre su palabra.

En esto dieron con muchos taberneros en el puesto y fueron acusados de que habían muerto mucha cantidad de sed a traición vendiendo agua por vino. Estos venían confiados en que habían dado a un hospital siempre vino puro para los sacrificios, pero no les valió, ni a los sastres decir que habían vestido niños. Y así, todos fueron despachados como siempre se esperaba.

Llegaron tres o cuatro extranjeros ricos pidiendo asientos, y dijo un ministro:

—¿Piensan ganar en ellos? Pues esto es lo que les mata. Esta vez han dado mala cuenta y no hay donde se asienten, porque han quebrado el banco de su crédito.

Y volviéndose a Júpiter, dijo un ministro:

—Todos los demás hombres, Señor, dan cuenta de lo que es suyo, mas estos de lo ajeno y todo. Pronuncióse la sentencia contra ellos; yo no la oí bien, pero ellos desaparecieron.

Vino un caballero tan derecho que, al parecer, quería competir con la misma justicia que le aguardaba. Hizo muchas reverencias a todos y con la mano una ceremonia usada de los que beben en charco. Traía un cuello tan grande que no se le echaba de ver si tenía cabeza. Preguntóle un portero, de parte de Júpiter, si era hombre, y él respondió con grandes cortesías que sí, y que por más señas se llamaba don Fulano, a fe de caballero. Rióse un ministro y dijo:

—De cudicia es el mancebo para el infierno.

Preguntáronle qué pretendía, y respondió:

—Ser salvado—, y fue remitido a los verdugos para que le moliesen, y él sólo reparó en que le ajarían el cuello.

Entró tras él un hombre dando voces, diciendo:

—Aunque las doy no tengo mal pleito, que a cuantos simulacros hay, o a los más, he sacudido el polvo.

Todos esperaban ver un Diocleciano o Nerón, por lo de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos. Y se había ya con esto puesto en salvo, sino que dijo un ministro que se bebía el aceite de las lámparas y echaba la culpa a una lechuza, por lo cual habían muerto sin ella; que pellizcaba de los ornamentos para vestirse; que heredaba en vida las vinajeras y que tomaba alforzas a los oficios. No sé qué descargo se dio, que le enseñaron el camino de la mano izquierda, dando lugar unas damas alcorzadas que comenzaron a hacer melindres de las malas figuras de los verdugos. Dijo un procurador a Vesta que habían sido devotas de su nombre aquellas, que las amparase, y replicó un ministro que también fueron enemigas de su castidad.

—Sí por cierto—, dijo una que había sido adúltera. Y el demonio la acusó que había tenido un marido en ocho cuerpos, que se había casado de por junto en uno para mil. Condenóse esta sola, y iba diciendo:

—¡Ojalá supiera que me había de condenar, que no hubiera cansádome en hacer buenas obras! En esto, que era todo acabado, quedaron descubiertos Judas, Mahoma y Martín Lutero, y preguntando un ministro cuál de los tres era Judas, Lutero y Mahoma dijeron cada uno que él, y corrióse Judas tanto, que dijo en altas voces:

—Señor, yo soy Judas; y bien conocéis vos que soy mucho mejor que estos, porque si os vendí remedié al mundo, y estos, vendiéndose a sí y a vos, lo han destruido todo.

Fueron mandados quitar delante. Y un abogado que tenía la copia halló que faltaban por juzgar los malos alguaciles y corchetes. Llamáronlos y fue de ver que asomaron al puesto muy tristes y dijeron:

—Aquí lo damos por condenado; no es menester nada.

No bien lo dijeron cuando, cargado de astrolabios y globos, entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que no había de ser aquel día el del Juicio, porque Saturno no había acabado sus movimientos ni el de trepidación el suyo. Volvióse un verdugo y viéndole tan cargado de madera y papel, le dijo:

—Ya os traéis la leña con vos como si supiérades que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera que por la falta de uno solo en muerte, os iréis al infierno.

—Eso no iré yo—, dijo él.

—Pues llevaros han—. Y así se hizo.

Con esto se acabó la residencia y tribunal; huyeron las sombras a su lugar, quedó el aire con nuevo aliento, floreció la tierra, rióse el cielo. Y Júpiter subió consigo a descansar en sí los dichosos, y yo me quedé en el valle, y discurriendo por él oí mucho ruido y quejas en la tierra. Lleguéme por ver lo que había y vi en una cueva honda (garganta del Averno) penar muchos, y entre otros un letrado revolviendo no tanto leyes como caldos; un escribano comiendo solo letras que no había querido solo leer en esta vida; todos ajuares del infierno, las ropas y tocados de los condenados, estaban prendidos, en vez de clavos y alfileres, con alguaciles; un avariento contando más duelos que dineros; un médico penando en un orinal, y un boticario en una melecina. Diome tanta risa ver esto que me despertaron las carcajadas, y fue mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado.

Sueños son estos que si se duerme V. m. sobre ellos, verá que, por ver las cosas como las veo, las esperará como las digo.

El alguacil endemoniado


AL CONDE DE LEMOS, PRESIDENTE DE INDIAS.

Bien sé que a los ojos de V. Excelencia es más endemoniado el autor que el sujeto; si lo fuere también el discurso habré dado lo que se esperaba de mis pocas letras, que amparadas, como dueño, de V. Excelencia y su grandeza, despreciarán cualquier temor. Ofrézcole este discurso del alguacil endemoniado (aunque fuera mejor y más propriamente, a los diablos mismos): recíbale V. Excelencia con la humanidad que me hace merced, así yo vea en su casa la succesión que tanta nobleza y méritos piden.

Esté advertida V. Excelencia que los seis géneros de demonios que cuentan los supersticiosos y los hechiceros (los cuales por esta orden divide Pselo en el capítulo once del libro de los demonios) son los mismos que las órdenes en que se destribuyen los alguaciles malos. Los primeros llaman leliurios, que quiere decir ígneos; los segundos aéreos; los terceros terrenos; los cuartos acuáticos; los quintos subterráneos, los sextos lucífugos, que huyen de la luz. Los ígneos son los criminales que a sangre y fuego persiguen los hombres; los aéreos son los soplones que dan viento; ácueos son los porteros que prenden por si vació o no vació sin decir "¡agua va!", fuera de tiempo, y son ácueos con ser casi todos borrachos y vinosos; terrenos son los civiles que a puras comisiones y ejecuciones destruyen la tierra; lucífugos los rondadores que huyen de la luz, debiendo la luz huir dellos; los subterráneos, que están debajo de tierra, son los escudriñadores de vidas y fiscales de honras, y levantadores de falsos testimonios, que de bajo de tierra sacan qué acusar, y andan siempre desenterrando los muertos y enterrando los vivos.


AL PÍO LECTOR.

Y si fuéredes cruel y no pío, perdona, que este epíteto, natural del pollo, has heredado de Eneas. Y en agradecimiento de que te hago cortesía en no llamarte benigno lector, advierte que hay tres géneros de hombres en el mundo: los unos que, por hallarse ignorantes, no escriben, y estos merecen disculpa por haber callado y alabanza por haberse conocido; otros que no comunican lo que saben: a estos se les ha de tener lástima de la condición y envidia del ingenio, pidiendo a Dios que les perdone lo pasado y les enmiende lo por venir; los últimos no escriben de miedo de las malas lenguas: estos merecen reprehensión, pues si la obra llega a manos de hombres sabios, no saben decir mal de nadie; si de ignorantes, ¿cómo pueden decir mal, sabiendo que si lo dicen de lo malo lo dicen de sí mismos, y si del bueno no importa, que ya saben todos que no lo entienden? Esta razón me animó a escribir el sueño del Juicio y me permitió osadía para publicar este discurso. Si le quisieres leer, léele, y si no, déjale, que no hay pena para quien no le leyere. Si le empezares a leer y te enfadare, en tu mano está con que tenga fin donde te fuere enfadoso. Solo he querido advertirte en la primera hoja que este papel es sola una reprehensión de malos ministros de justicia, guardando el decoro que se debe a muchos que hay loables por virtud y nobleza; poniendo todo lo que en él hay debajo la corrección de la Iglesia Romana y ministros de buenas costumbres.


DISCURSO.

Fue el caso que entré en San Pedro a buscar al licenciado Calabrés, clérigo de bonete de tres altos hecho a modo de medio celemín, orillo por ceñidor y no muy apretado, puños de Corinto, asomo de camisa por cuello, rosario en mano, disciplina en cinto, zapato grande y de ramplón y oreja sorda, habla entre penitente y disciplinante, derribado el cuello al hombro como el buen tirador que apunta al blanco, mayormente si es blanco de Méjico o de Segovia, los ojos bajos y muy clavados en el suelo, como el que cudicioso busca en él cuartos, y los pensamientos tiples, color a partes hendida y a partes quebrada, tardón en la mesa y abreviador en la misa, gran cazador de diablos, tanto que sustentaba el cuerpo a puros espíritus. Entendíasele de ensalmar, haciendo al bendecir unas cruces mayores que las de los malcasados. Traía en la capa remiendos sobre sano, hacía del desaliño santidad, contaba revelaciones, y si se descuidaban a creerle, hacía milagros. ¿Qué me canso? Este, señor, era uno de los que Cristo llamó sepulcros hermosos por de fuera, blanqueados y llenos de molduras, y por de dentro pudrición y gusanos, fingiendo en lo exterior honestidad, siendo en lo interior del alma disoluto y de muy ancha y rasgada conciencia. Era, en buen romance, hipócrita, embeleco vivo, mentira con alma y fábula con voz. Halléle en la sacristía solo con un hombre que atadas las manos en el cíngulo y puesta la estola descompuestamente, daba voces con frenéticos movimientos.

—¿Qué es esto?— le pregunté espantado.

Respondióme:

—Un hombre endemoniado—, y al punto, el espíritu que en él tiranizaba la posesión a Dios, respondió:

—No es hombre, sino alguacil. Mirad cómo habláis, que en la pregunta del uno y en la respuesta del otro se vee que sabéis poco. Y se ha de advertir que los diablos en los alguaciles estamos por fuerza y de mala gana; por lo cual, si queréis acertar, debéis llamarme a mí demonio enaguacilado, y no a éste alguacil endemoniado. Y avenísos tanto mejor los hombres con nosotros que con ellos cuanto no se puede encarecer, pues nosotros huimos de la cruz y ellos la toman por instrumento para hacer mal. ¿Quién podrá negar que demonios y alguaciles no tenemos un mismo oficio, pues bien mirado nosotros procuramos condenar y los alguaciles también; nosotros que haya vicios y pecados en el mundo, y los alguaciles lo desean y procuran con más ahínco, porque ellos lo han menester para su sustento y nosotros para nuestra compañía. Y es mucho más de culpar este oficio en los alguaciles que en nosotros, pues ellos hacen mal a hombres como ellos y a los de su género, y nosotros no, que somos ángeles, aunque sin gracia. Fuera desto, los demonios lo fuimos por querer ser más que Dios y los alguaciles son alguaciles por querer ser menos que todos. Así que por demás te cansas, padre, en poner reliquias a este, pues no hay santo que si entra en sus manos no quede para ellas. Persuádete que el alguacil y nosotros todos somos de una orden, sino que los alguaciles son diablos calzados y nosotros diablos recoletos, que hacemos áspera vida en el infierno.

Admiráronme las sutilezas del diablo. Enojóse Calabrés, revolvió sus conjuros, quísole enmudecer, y al echarle agua bendita a cuestas comenzó a huir y a dar voces, diciendo:

—Clérigo, cata que no hace estos sentimientos el alguacil por la parte de bendita, sino por ser agua. No hay cosa que tanto aborrezcan, pues en su nombre (se llama alguacil) es encajada una l enmedio, y porque acabéis de conocer quién son y cuán poco tienen de cristianos, advertid que de pocos nombres que del tiempo de los moros quedaron en España, llamándose ellos merinos, le han dejado por llamarse alguaciles (que alguacil es palabra morisca), y hacen bien, que conviene el nombre con la vida y ella con sus hechos.

—Eso es muy insolente cosa oírlo —dijo furioso mi licenciado—, y si le damos licencia a este enredador, dirá otras mil bellaquerías y mucho mal de la justicia porque corrige el mundo y le quita, con su temor y diligencia, las almas que tiene negociadas.

—No lo hago por eso —replicó el diablo—, sino porque ése es tu enemigo que es de tu oficio. Y ten lástima de mí y sácame del cuerpo deste alguacil, que soy demonio de prendas y calidad, y perderé dempués mucho en el infierno por haber estado acá con malas compañías.

—Yo te echaré hoy fuera —dijo Calabrés— de lástima de ese hombre que aporreas por momentos y maltratas, que tus culpas no merecen piedad ni tu obstinación es capaz della.

—Pídeme albricias—respondió el diablo— si me sacas hoy. Y advierte que estos golpes que le doy y lo que le aporreo, no es sino que yo y su alma venimos acá sobre quién ha de estar en mejor lugar y andamos a "más diablo es él".

Acabó esto con una gran risada; corrióse mi bueno de conjurador y determinóse a enmudecerle. Yo, que había comenzado a gustar de las sutilezas del diablo, le pedí que, pues estábamos solos y él como mi confesor sabía mis cosas secretas y yo como amigo las suyas, que le dejase hablar, apremiándole solo a que no maltratase el cuerpo del alguacil. Hízose así, y al punto dijo:

—Donde hay poetas, parientes tenemos en corte los diablos, y todos nos lo debéis por lo que en el infierno os sufrimos, que habéis hallado tan fácil modo de condenaros que hierve todo él en poetas y hemos hecho una ensancha a su cuartel; y son tantos que compiten en los votos y elecciones con los escribanos. Y no hay cosa tan graciosa como el primer año de noviciado de un poeta en penas, porque hay quien le lleva de acá cartas de favor para ministros, y créese que ha de topar con Radamanto y pregunta por el Cerbero y Aqueronte y no puede creer sino que se los esconden.

—¿Qué géneros de penas les dan a los poetas?—repliqué yo.

—Muchas —dijo— y propias. Unos se atormentan oyendo las obras de otros, y a los más es la pena el limpiarlos. Hay poeta que tiene mil años de infierno y aún no acaba de leer unas endechillas a los celos. Otros verás en otra parte aporrearse y darse de tizonazos sobre si dirá faz o cara. Cuál, para hallar un consonante, no hay cerco en el infierno que no haya rodado mordiéndose las uñas. Mas los que peor lo pasan y más mal lugar tienen son los poetas de comedias, por las muchas reinas que han hecho, las infantas de Bretaña que han deshonrado, los casamientos desiguales que han hecho en los fines de las comedias y los palos que han dado a muchos hombres honrados por acabar los entremeses. Mas es de advertir que los poetas de comedias no están entre los demás, sino que, por cuanto tratan de hacer enredos y marañas, se ponen entre los procuradores y solicitadores, gente que solo trata deso. Y en el infierno están todos aposentados con tal orden, que un artillero que bajó allá el otro día, queriendo que le pusiesen entre la gente de guerra, como al preguntarle del oficio que había tenido dijese que hacer tiros en el mundo, fue remitido al cuartel de los escribanos, pues son los que hacen tiros en el mundo. Un sastre, porque dijo que había vivido de cortar de vestir, fue aposentado en los maldicientes. Un ciego, que quiso encajarse con los poetas, fue llevado a los enamorados, por serlo todos. Otro que dijo: "Yo enterraba difuntos", fue acomodado con los pasteleros. Los que venían por el camino de los locos ponemos con los astrólogos, y a los por mentecatos con los alquimistas. Uno vino por unas muertes y está con los médicos. Los mercaderes, que se condenan por vender, están con Judas. Los malos ministros, por lo que han tomado, alojan con el mal ladrón. Los necios están con los verdugos. Y un aguador que dijo que había vendido agua fría, fue llevado con los taberneros. Llegó un mohatrero tres días ha, y dijo que él se condenaba por haber vendido gato por liebre, y pusímoslo de pies con los venteros, que dan lo mismo. Al fin todo el infierno está repartido en partes con esta cuenta y razón.

—Oíte decir antes de los enamorados, y por ser cosa que a mí me toca, gustaría saber si hay muchos.

—Mancha es la de los enamorados —respondió— que lo toma todo, porque todos lo son de sí mismos; algunos de sus dineros; otros de sus palabras; otros de sus obras; y algunos de las mujeres, y destos postreros hay menos que todos en el infierno, porque las mujeres son tales que con ruindades, con malos tratos y peores correspondencias, les dan ocasiones de arrepentimiento cada día a los hombres. Como digo, hay pocos destos, pero buenos y de entretenimiento, si allá cupiera. Algunos hay que en celos y esperanzas amortajados y en deseos, se van por la posta al infierno, sin saber cómo ni cuándo ni de qué manera. Hay amantes lacayuelos, que arden llenos de cintas; otros crinitos como cometas, llenos de cabellos; y otros que en los billetes solos que llevan de sus damas ahorran veinte años de leña a la fábrica de la casa, abrasándose lardeados en ellos. Son de ver los que han querido doncellas, enamorados de doncellas con las bocas abiertas y las manos extendidas: destos unos se condenan por tocar sin tocar pieza, hechos bufones de los otros, siempre en víspera del contento sin tener jamás el día y con solo el título de pretendientes; otros se condenan por el beso, como Judas, brujuleando siempre los gustos sin poderlos descubrir. Detrás destos, en una mazmorra, están los adúlteros: estos son los que mejor viven y peor lo pasan, pues otros les sustentan la cabalgadura y ellos lo gozan.

—Gente es esta —dije yo— cuyos agravios y favores todos son de una manera.

—Abajo, en un apartado muy sucio lleno de mondaduras de rastro (quiero decir cuernos) están los que acá llamamos cornudos; gente que aun en el infierno no pierde la paciencia, que como la llevan hecha a prueba de la mala mujer que han tenido, ninguna cosa los espanta. Tras ellos están los que se enamoran de viejas, con cadenas; que los diablos, de hombres de tan mal gusto, aún no pensamos que estamos seguros, y si no estuviesen con prisiones Barrabás aún no tendría bien guardadas las asentaderas dellos, y tales como somos les parecemos blancos y rubios. Lo primero que con estos se hace es condenarles la lujuria y su herramienta a perpetua cárcel. Mas dejando estos, os quiero decir que estamos muy sentidos de los potajes que hacéis de nosotros, pintándonos con garra sin ser aguiluchos; con colas, habiendo diablos rabones; con cuernos, no siendo casados; y mal barbados siempre, habiendo diablos de nosotros que podemos ser ermitaños y corregidores. Remediad esto, que poco ha que fue Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había hecho tantos guisados de nosotros en sus sueños, dijo:"Porque no había creído nunca que había demonios de veras". Lo otro, y lo que más sentimos, es que hablando comúnmente soléis decir: "¡Miren el diablo del sastre!", o "¡Diablo es el sastrecillo!" ¿A sastres nos comparáis, que damos leña con ellos al infierno y aun nos hacemos de rogar para recibirlos, que si no es la póliza de quinientos nunca hacemos recibo, por no malvezarnos y que ellos no aleguen posesión "Quoniam consuetudo est altera lex", y como tienen posesión en el hurtar y quebrantar las fiestas, fundan agravio si no les abrimos las puertas grandes, como si fuesen de casa. También nos quejamos de que no hay cosa, por mala que sea, que no la deis al diablo, y en enfadándoos algo, luego decís: "¡Pues el diablo te lleve!". Pues advertid que son más los que se van allá que los que traemos, que no de todo hacemos caso. Dais al diablo un mal trapillo y no le toma el diablo, porque hay algún mal trapillo que no le tomará el diablo; dais al diablo un italiano y no le toma el diablo, porque hay italiano que tomará al diablo. Y advertid que las más veces dais al diablo lo que él ya se tiene, digo, nos tenemos.

—¿Hay reyes en el infierno?— le pregunté yo, y satisfizo a mi duda diciendo:

—Todo el infierno es figuras, y hay muchos, porque el poder, libertad y mando les hace sacar a las virtudes de su medio y llegan los vicios a su extremo, y viéndose en la suma reverencia de sus vasallos y con la grandeza opuestos a dioses, quieren valer punto menos y parecerlo; y tienen muchos caminos para condenarse y muchos que los ayudan, porque uno se condena por la crueldad, y matando y destruyendo es una grandeza coronada de vicios de sus vasallos y suyos y una peste real de sus reinos; otros se pierden por la cudicia, haciendo amazonas sus villas y ciudades a fuerza de grandes pechos que en vez de criar desustancian; y otros se van al infierno por terceras personas, y se condenan por poderes, fiándose de infames ministros. Y es gusto verles penar, porque como bozales en trabajos, se les dobla el dolor con cualquier cosa. Solo tienen bueno los reyes que, como es gente honrada, nunca vienen solos, sino con pinta de dos o tres privados, y a veces va el encaje y se traen todo el reino tras sí, pues todos se gobiernan por ellos. Dichosos vosotros, españoles, que sin merecerlo sois vasallos y gobernados por un rey tan vigilante y católico, a cuya imitación os vais al cielo (y esto si hacéis buenas obras, y no entendáis por ellas palacios sumptuosos, que estos a Dios son enfadosos, pues vemos nació en Betlén en un portal destruido), no cual otros malos reyes que se van al infierno por el camino real, y los mercaderes por el de la plata.

—¿Quién te mete ahora con los mercaderes?— dijo Calabrés.

—Manjar es que nos tiene ya empalagados a los diablos, y ahítos, y aun los vomitamos. Vienen allá a millares, condenándose en castellano y en guarismo. Y habéis de saber que en España los misterios de las cuentas de los ginoveses son dolorosos para los millones que vienen de las Indias y que los cañones de sus plumas son de batería contra las bolsas, y no hay renta que si la cogen en medio el Tajo de sus plumas y el Jarama de su tinta no la ahoguen. Y en fin, han hecho entre nosotros sospechoso este nombre de asientos, que como significan otra cosa que me corro de nombrarla, no sabemos cuándo hablan a lo negociante o cuando a lo deshonesto. Hombre destos ha ido al infierno, que viendo la leña y fuego que se gasta, ha querido hacer estanque de la lumbre, y otro quiso arrendar los tormentos, pareciéndole que ganara con ellos mucho. Estos tenemos allá junto a los jueces que acá los permitieron.

—Luego ¿algunos jueces hay allá?

—¡Pues no!—dijo el espíritu—. Los jueces son nuestros faisanes, nuestros platos regalados, y la simiente que más provecho y fruto nos da a los diablos, porque de cada juez que sembramos cogemos seis procuradores, dos relatores, cuatro escribanos, cinco letrados y cinco mil negociantes, y esto cada día. De cada escribano cogemos veinte oficiales; de cada oficial treinta alguaciles; de cada alguacil diez corchetes; y si el año es fértil de trampas, no hay trojes en el infierno donde recoger el fruto de un mal ministro.

—¿También querrás decir que no hay justicia en la tierra, rebelde a Dios, y sujeta a sus ministros?

—¡Y cómo que no hay justicia! ¿Pues no has sabido lo de Astrea, que es la justicia, cuando huyendo de la tierra se subió al cielo? Pues por si no lo sabes te lo quiero contar. Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo ansí, hasta que la Verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo. La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hacían caso della y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al cielo. Salióse de las grandes ciudades y cortes y fuese a las aldeas de villanos, donde por algunos días, escondida en su pobreza, fue hospedada de la Simplicidad, hasta que invió contra ella requisitorias la Malicia. Huyó entonces de todo punto y fue de casa en casa pidiendo que la recogiesen. Preguntaban todos quién era, y ella, que no sabe mentir, decía que la Justicia; respondíanle todos:

—¿Justicia y por mi casa? Vaya por otra.

Y ansí no estuvo en ninguna. Subióse al cielo y apenas dejó acá pisadas. Los hombres, que esto vieron, bautizaron con su nombre algunas varas que, fuera de las cruces, arden algunas muy bien allá, y acá solo tienen nombre de justicia ellas y los que las traen, porque hay muchos destos en quien la vara hurta más que el ladrón con ganzúa y llave falsa y escala. Y habéis de advertir que la cudicia de los hombres ha hecho instrumento para hurtar todas sus partes, sentidos y potencias que Dios les dio las unas para vivir y las otras para vivir bien. ¿No hurta la honra de la doncella, con la voluntad, el enamorado? ¿No hurta con el entendimiento el letrado que le da malo y torcido a la ley? ¿No hurta con la memoria el representante que nos lleva el tiempo? ¿No hurta el amor con los ojos, el discreto con la boca, el poderoso con los brazos (pues no medra quien no tiene los suyos), el valiente con las manos, el músico con los dedos, el gitano y cicatero con las uñas, el médico con la muerte, el boticario con la salud, el astrólogo con el cielo? Y al fin, cada uno hurta con una parte o con otra. Solo el alguacil hurta con todo el cuerpo, pues acecha con los ojos, sigue con los pies, ase con las manos y atestigua con la boca; y al fin son tales los alguaciles que dellos y de nosotros defiende a los hombres la santa Iglesia Romana.

—Espántome —dije yo— de ver que entre los ladrones no has metido a las mujeres, pues son de casa.

—No me las nombres —respondió—, que nos tienen enfadados y cansados, y a no haber tantas allá, no era muy mala la habitación del infierno. Diéramos, para que enviúdaramos, en el infierno, mucho, que como se urden enredos, y ellas, desde que murió Medusa la hechicera, no platican otro, temo no haya alguna tan atrevida que quiera probar su habilidad con alguno de nosotros, por ver si sabrá dos puntos más. Aunque sola una cosa tienen buena las condenadas, por la cual se puede tratar con ellas: que como están desesperadas no piden nada.

—¿De cuáles se condenan más, feas o hermosas?

—Feas —dijo al instante— seis veces más, porque los pecados para cometerlos no es menester más que admitirlos, y las hermosas, que hallan tantos que las satisfagan el apetito carnal, hártanse y arrepiéntense, pero las feas, como no hallan nadie, allá se nos van en ayunas y con la misma hambre rogando a los hombres, y después que se usan ojinegras y cariaguileñas, hierve el infierno en blancas y rubias y en viejas más que en todo, que de envidia de las mozas, obstinadas, expiran gruñiendo. El otro día llevé yo una de setenta años que comía barro y hacía ejercicio para remediar las opilaciones y se quejaba de dolor de muelas porque pensasen que las tenía, y con tener ya amortajadas las sienes con la sábana blanca de sus canas y arada la frente, huía de los ratones y traía galas, pensando agradarnos a nosotros. Pusímosla allá, por tormento, al lado de un lindo destos que se van allá con zapatos blancos y de puntillas, informados de que es tierra seca y sin lodos.

—En todo eso estoy bien —le dije—; solo querría saber si hay en el infierno muchos pobres.

—¿Qué es pobres?—replicó.

—El hombre —dije yo— que no tiene nada de cuanto tiene el mundo.

—¡Hablara yo para mañana!—dijo el diablo—. Si lo que condena a los hombres es lo que tienen del mundo, y esos no tienen nada, ¿cómo se condenan? Por acá los libros nos tienen en blanco. Y no os espantéis, porque aun diablos les faltan a los pobres; y a veces más diablos sois unos para otros que nosotros mismos. ¿Hay diablo como un adulador, como un envidioso, como un amigo falso y como una mala compañía? Pues todos estos le faltan al pobre, que no le adulan, ni le envidian, ni tiene amigo malo ni bueno, ni le acompaña nadie. Estos son los que verdaderamente viven bien y mueren mejor. ¿Cuál de vosotros sabe estimar el tiempo y poner precio al día, sabiendo que todo lo que pasó lo tiene la muerte en su poder, y gobierna lo presente y aguarda todo lo porvenir, como todos ellos?

—Cuando el diablo predica, el mundo se acaba. ¿Pues cómo, siendo tú padre de la mentira—dijo Calabrés—, dices cosas que bastan a convertir una piedra?

—¿Cómo?—respondió—; por haceros mal y que no podáis decir que faltó quien os lo dijese. Y adviértase que en vuestros ojos veo muchas lágrimas de tristeza y pocas de arrepentimiento, y de las más se deben las gracias al pecado que os harta o cansa, y no a la voluntad que por malo le aborresca.

—Mientes —dijo Calabrés—, que muchos santos y santas hay hoy; y ahora veo que en todo cuanto has dicho has mentido; y en pena saldrás hoy deste hombre.

Usó de sus exorcismos y, sin poder yo con él, le apremió a que callase. Y si un diablo por sí es malo, mudo es peor que diablo.

Vuestra Excelencia con curiosa atención mire esto y no mire a quien lo dijo; que Herodes profetizó, y por la boca de una sierpe de piedra sale un caño de agua, en la quijada de un león hay miel, y el psalmo dice que a veces recebimos salud de nuestros enemigos y de mano de aquellos que nos aborrecen.

Fin del Alguacil endemoniado.

Las zahúrdas de Plutón

CARTA A UN AMIGO SUYO.

Envío a v. m. este discurso, tercero al Sueño y al Alguacil, donde puedo decir que he rematado las pocas fuerzas de mi ingenio, no sé si con alguna dicha. Quiera Dios halle algún agradecimiento mi deseo, cuando no merezca alabanza mi trabajo, que con esto tendré algún premio de los que da el vulgo con mano escasa, que no soy tan soberbio que me precie de tener envidiosos, pues de tenerlos tuviera por gloriosa recompensa el merecerlos tener. V. m. comunique este papel, haciéndole la acogida que a todas mis cosas, mientras yo acá esfuerzo la paciencia a maliciosas calumnias que al parto de mis obras (sea aborto) suelen anticipar mis enemigos. Dé Dios a v. m. paz y salud. Del Fresno y mayo 3 de 1608.

Don Francisco Quevedo Villegas.


PRÓLOGO AL INGRATO Y DESCONOCIDO LECTOR.

Eres tan perverso que ni te obligué llamándote pío, benévolo ni benigno en los demás discursos porque no me persiguieses; y ya desengañado quiero hablar contigo claramente. Este discurso es el del infierno; no me arguyas de maldiciente porque digo mal de los que hay en él, pues no es posible que haya dentro nadie que bueno sea. Si te parece largo, en tu mano está: toma el infierno que te bastare y calla. Y si algo no te parece bien, o lo disimula piadoso o lo emienda docto, que errar es de hombres y ser herrado de bestias o esclavos. Si fuere oscuro, nunca el infierno fue claro; si triste y melancólico, yo no he prometido risa. Solo te pido, lector, y aun te conjuro por todos los prólogos, que no tuerzas las razones ni ofendas con malicia mi buen celo. Pues, lo primero, guardo el decoro a las personas y solo reprehendo los vicios; murmuro los descuidos y demasías de algunos oficiales sin tocar en la pureza de los oficios; y al fin, si te agradare el discurso, tú te holgarás, y si no, poco importa, que a mí de ti ni dél se me da nada. Vale.


DISCURSO.

Yo, que en el Sueño vi tantas cosas y en El alguacil alguacilado oí parte de las que no había visto, como sé que los sueños las más veces son burla de la fantasía y ocio del alma, y que el malo nunca dijo verdad, por no tener cierta noticia de las cosas que justamente se nos esconden, vi, guiado de mi genio, lo que se sigue, por particular providencia; que fue para traerme, en el miedo, la verdadera paz. Halléme en un lugar favorecido de naturaleza por el sosiego amable, donde sin malicia la hermosura entretenía la vista (muda recreación), y sin respuesta humana platicaban las fuentes entre las guijas y los árboles por las hojas, tal vez cantaba el pájaro, ni sé determinadamente si en competencia suya o agradeciéndoles su armonía. Ved cuál es de peregrino nuestro deseo, que no halló paz en nada desto. Tendí los ojos, cudicioso de ver algún camino por buscar compañía, y veo, cosa digna de admiración, dos sendas que nacían de un mismo lugar, y una se iba apartando de la otra como que huyesen de acompañarse. Era la de mano derecha tan angosta que no admite encarecimiento, y estaba, de la poca gente que por ella iba, llena de abrojos y asperezas y malos pasos. Con todo, vi algunos que trabajaban en pasarla, pero por ir descalzos y desnudos, se iban dejando en el camino unos el pellejo, otros los brazos, otros las cabezas, otros los pies, y todos iban amarillos y flacos. Pero noté que ninguno de los que iban por aquí miraba atrás, sino todos adelante. Decir que puede ir alguno a caballo es cosa de risa. Uno de los que allí estaban, preguntándole si podría yo caminar aquel desierto a caballo, me dijo:

—Déjese de caballerías y caiga de su asno.

Y miré, con todo eso, y no vi huella de bestia ninguna. Y es cosa de admirar que no había señal de rueda de coche ni memoria apenas de que hubiese nadie caminado en él por allí jamás. Pregunté, espantado desto, a un mendigo que estaba descansando y tomando aliento, si acaso había ventas en aquel camino o mesones en los paraderos. Respondióme:

—¿Venta aquí, señor, ni mesón? ¿Cómo queréis que le haya en este camino, si es el de la virtud? En el camino de la vida —dijo— el partir es nacer, el vivir es caminar, la venta es el mundo, y en saliendo della, es una jornada sola y breve desde él a la pena o a la gloria.

Diciendo esto se levantó y dijo:

—¡Quedaos con Dios!; que en el camino de la virtud es perder tiempo el pararse uno y peligroso responder a quien pregunta por curiosidad y no por provecho.

Comenzó a andar dando tropezones y zancadillas y suspirando; parecía que los ojos con lágrimas osaban ablandar los peñascos a los pies y hacer tratables los abrojos.

—¡Pesia tal!—dije yo entre mí—¿Pues tras ser el camino tan trabajoso es la gente que en él anda tan seca y poco entretenida? ¡Para mi humor es bueno!

Di un paso atrás y salíme del camino del bien, que jamás quise retirarme de la virtud que tuviese mucho que desandar ni que descansar. Volví a la mano izquierda y vi un acompañamiento tan reverendo, tanto coche, tanta carroza cargada de competencias al sol en humanas hermosuras, y gran cantidad de galas y libreas, lindos caballos, mucha gente de capa negra y muchos caballeros. Yo, que siempre oí decir ´Dime con quién andas y diréte quién eres’, por ir con buena compañía puse el pie en el umbral del camino, y sin sentirlo me hallé resbalado en medio dél como el que se desliza por el hielo, y topé con lo que había menester, porque aquí todos eran bailes y fiestas, juegos y saraos, y no el otro camino, que por falta de sastres iban en él desnudos y rotos, y aquí nos sobraban mercaderes, joyeros y todos oficios. Pues ventas, a cada paso, y bodegones sin número. No podré encarecer qué contento me hallé en ir en compañía de gente tan honrada, aunque el camino estaba algo embarazado, no tanto con las mulas de los médicos como con las barbas de los letrados, que era terrible la escuadra dellos que iba delante de unos jueces. No digo eso porque fuese menor el batallón de los doctores, a quien nueva elocuencia llama ponzoñas graduadas, pues se sabe que en las universidades se estudia para tósigos. Animóme para proseguir mi camino el ver no solo que iban muchos por él, sino la alegría que llevaban, y que del otro se pasaban algunos al nuestro, y del nuestro al otro por sendas secretas. Otros caían, que no se podían tener, y entre ellos fue de ver el cruel resbalón que una lechigada de taberneros dio en las lágrimas que otros habían derramado en el camino, que por ser agua se les fueron los pies y dieron en nuestra senda unos sobre otros. Íbamos dando vaya a los que veíamos por el camino de la virtud más atrabajados. Hacíamos burla dellos, llamábamosles heces del mundo y desecho de la tierra. Algunos se tapaban los oídos y pasaban adelante, otros que se paraban a escucharnos, dellos desvanecidos de las muchas voces y dellos persuadidos de las razones y corridos de las vayas, caían y se bajaban. Vi una senda por donde iban muchos hombres de la misma suerte que los buenos, y desde lejos parecía que iban con ellos mismos; y llegado que hube vi que iban entre nosotros. Estos me dijeron que eran los hipócritas, gente en quien la penitencia, el ayuno, que en otros son mercancía, es noviciado del Infierno. Iban muchas mujeres tras estos, los cuales, siendo enredos con barba y maraña con ojos y embeleco, andaban salpicando de mentira a todos, siendo estanques donde pescan adrollas los embustidores. Otros se encomiendan a ellos, que es como encomendarse al diablo por tercera persona. Estos hacen oficio la humildad y pretenden honra yendo de estrado en estrado y de mesa en mesa. Al fin conocí que iban arrebozados para nosotros, mas para los ojos eternos, que abiertos sobre todos juzgan el secreto más escuro de los retiramientos del alma, no tienen máscara. Bien que hay muchos buenos, mas son diferentes destos a quien antes se les ve la disimulación que la cara y alimentan su ambiciosa felicidad del aplauso de los pueblos, y diciendo que son unos indignos y grandísimos pecadores y los más malos de la tierra, llamándose jumentos engañan con la verdad, pues siendo hipócritas, lo son al fin. Iban estos solos aparte y reputados por más necios que los moros, más zafios que los bárbaros y sin ley, pues aquellos, ya que no conocieron la vida eterna ni la van a gozar, conocieron la presente y holgáronse en ella, pero los hipócritas ni la una ni la otra conocen, pues en esta se atormentan y en la otra son atormentados, y en conclusión, destos se dice con toda verdad que ganan el infierno con trabajos. Todos íbamos diciendo mal unos de otros, los ricos tras la riqueza, los pobres pidiendo a los ricos lo que Dios les quitó. Van por un camino los discretos, por no dejarse gobernar de otros, y los necios, por no entender a quien los gobierna, aguijan a todo andar. Las justicias llevan tras sí los negociantes, la pasión a las mal gobernadas justicias, y los reyes desvanecidos y ambiciosos, todas las repúblicas. Vi algunos soldados, pero pocos, que por la otra senda, infinitos iban en hileras ordenados honradamente triunfando; pero los pocos que nos cupieron acá era gente, que si como habían extendido el nombre de Dios jurando, lo hubieran hecho peleando, fueran famosos. Dos chorrilleros solos iban muy desnudos, que por la mayor parte los tales que viven por su culpa, traen los golpes en los vestidos y sanos los cuerpos. Andaban contando entre sí las ocasiones en que se habían visto, los malos pasos que habían andado (que nunca estos andan en buenos pasos); nada los oíamos; solo cuando, por encarecer sus servicios, dijo uno a los otros: ´¡Qué digo, camarada! ¡Qué trances hemos pasado y qué tragos!’, lo de los tragos se les creyó. Miraban a estos pocos los muchos capitanes, maestres de campo, generales de ejércitos, que iban por el camino de la mano derecha enternecidos, y oí decir a uno dellos que no lo pudo sufrir, mirando las hojas de lata llenas de papeles inútiles que llevaban estos ciegos que digo:

—¡Soldados, por acá! ¿Esto es de valientes, dejar este camino de miedo de sus dificultades? Venid, que por aquí de cierto sabemos que solo coronan al que vence. ¿Qué vana esperanza os arrastra con anticipadas promesas de los reyes? No siempre, con almas vendidas, es bien que temerosamente suene en vuestros oídos ´Mata o muere’. Reprehended la hambre del premio, que de buen varón es seguir la virtud sola, y de cudiciosos los premios no más, y quien no sosiega en la virtud y la sigue por el interés y mercedes que se siguen, más es mercader que virtuoso, pues la hace a precio de perecedores bienes. Ella es don de sí misma, quietaos en ella.

Y aquí alzó la voz, y dijo:

—Advertid que la vida del hombre es guerra consigo mismo, y que toda la vida nos tienen en armas los enemigos del alma, que nos amenazan más dañoso vencimiento. Y advertid que ya los príncipes tienen por deuda nuestra sangre y vida, pues perdiéndolas por ellos, los más dicen que los pagamos y no que los servimos. ¡Volved, volved!

Oyéronlo ellos muy atentamente, y enternecidos y enseñados se encaminaron bien con los demás soldados.

Iban las mujeres al infierno tras el dinero de los hombres y los hombres tras ellas y su dinero, tropezando unos con otros. Noté cómo al fin del camino de los buenos algunos se engañaban y pasaban al de la perdición, porque como ellos saben que el camino es angosto y el del infierno ancho, y al acabar veían al suyo ancho y el nuestro angosto, pensando que habían errado o trocado los caminos, se pasaban acá, y de acá allá los que se desengañaban del remate del nuestro. Vi una mujer que iba a pie, y espantado de que mujer se fuese al infierno sin silla o coche, busqué un escribano que me diera fe dello y en todo el camino del infierno pude hallar ningún escribano ni alguacil, y como no los vi en él, luego colegí que era aquel el camino y este otro al revés. Quedé algo consolado, y solo me quedaba duda que como yo había oído decir que iban con grandes asperezas y penitencias por el camino dél, y veía que todos se iban holgando… , cuando me sacó desta duda una gran parva de casados que venían con sus mujeres de las manos, y que la mujer era ayuno del marido, pues por darle la perdiz y el capón no comía; y que era su desnudez, pues por darle galas demasiadas y joyas impertinentes iba en cueros; y al fin conocí que un mal casado tiene en su mujer toda la herramienta necesaria para la muerte, y ellos y ellas, a veces, el infierno portátil. Ver esta asperísima penitencia me confirmó de nuevo en que íbamos bien, mas duróme poco, porque oí decir a mis espaldas:

—Dejen pasar los boticarios.

—¿Boticarios pasan?—dije yo entre mí—. Al infierno vamos.

Y fue así, porque al punto nos hallamos dentro por una puerta como de ratonera, fácil de entrar y imposible de salir. Y fue de ver que nadie en todo el camino dijo ´Al infierno vamos’, y todos, estando en él, dijeron muy espantados: ´En el infierno estamos’.

—¿En el infierno?—dije yo muy afligido—. No puede ser.

Quíselo poner a pleito. Comencéme a lamentar de las cosas que dejaba en el mundo, los parientes, los amigos, los conocidos, las damas, y estando llorando esto, volví la cara hacia el mundo y vi venir por el mismo camino despeñándose a todo correr cuanto había conocido allá, poco menos. Consoléme algo en ver esto, y que según se daban prisa a llegar al infierno, estarían conmigo presto. Comenzóseme a hacer áspera la morada y desapacibles los zaguanes. Fui entrando poco a poco entre unos sastres que se me llegaron, que iban medrosos de los diablos. En la primera entrada hallamos siete demonios escribiendo los que íbamos entrando. Preguntáronme mi nombre, díjele y pasé; llegaron a mis compañeros y dijeron que eran remendones; y dijo uno de los diablos:

—Deben entender los remendones en el mundo que no se hizo el infierno sino para ellos, según se vienen por acá.

Preguntó otro diablo cuántos eran. Respondieron que ciento, y respondió un verdugo mal barbado entrecano:

—¿Ciento? No pueden ser tan pocos. La menor partida que habemos recebido ha sido de mil y ochocientos. En verdad que estamos por no recebirles.

Afligiéronse ellos, mas al fin entraron. Ved cuáles son los malos, que es para ellos amenaza el no dejarlos entrar en el infierno. Entró el primero un negro, chiquito, rubio de mal pelo; dio un salto en viéndose allá y dijo:

—Ahora acá estamos todos.

Salió de un lugar donde estaba aposentado un diablo de marca mayor, corcovado y cojo, y arrojándolos en una hondura muy grande dijo:

—Allá va leña.

Por curiosidad me llegué a él y le pregunté de qué estaba corcovado y cojo, y me dijo (que era diablo de pocas palabras):

—Yo era recuero de remendones; iba por ellos al mundo; de traerlos a cuestas me hice corcovado y cojo. He dado en la cuenta y hallo que se vienen ellos mucho más aprisa que yo los puedo traer.

En esto hizo otro vómito dellos el mundo, y hube de entrarme porque no había dónde estar ya allí, y el monstruo infernal a traspalar, y diz que es la mejor leña que se quema en el infierno remendones de todo oficio, gente que solo tiene bueno ser enemiga de novedades.

Pasé adelante por un pasadizo muy escuro, cuando por mi nombre me llamaron. Volví a la voz los ojos, casi tan medrosa como ellos, y hablóme un hombre que por las tinieblas no pude divisar más de lo que la llama que le atormentaba me permitía.

—¿No me conoce?—me dijo—, a… —ya lo iba a decir—… —y prosiguió, tras su nombre—, el librero. Pues yo soy. ¿Quién tal pensara?

Y es verdad Dios que yo siempre lo sospeché, porque era su tienda el burdel de los libros, pues todos los cuerpos que tenía eran de gente de la vida, escandalosos y burlones. Un rótulo que decía ´Aquí se vende tinta fina; papel batido y dorado’ pudiera condenar a otro que hubiera menester más apetitos por ello.

—¿Qué quiere?—me dijo, viéndome suspenso tratar conmigo estas cosas—, pues es tanta mi desgracia que todos se condenan por las malas obras que han hecho, y yo y algunos libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros, y por lo que hicimos barato de los libros en romance y traducidos de latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios, que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a Horacio en castellano en la caballeriza.

Más iba a decir, sino que un demonio le comenzó de atormentar con humazos de hojas de sus libros y otro a leerle algunos dellos. Yo que vi que ya no hablaba, fuime adelante diciendo entre mí:

—Si hay quien se condena por obras malas ajenas ¿qué harán los que las hicieron propias?

En esto iba cuando en una gran zahúrda andaban mucho número de ánimas gimiendo y muchos diablos con látigos y zurriagas azotándolos. Pregunté qué gente eran y dijeron que no eran sino cocheros; y dijo un diablo lleno de cazcarrias, romo y calvo, que quisiera más (a manera de decir) lidiar con lacayos, porque había cochero de aquellos que pedía aún dineros por ser atormentado, y que la tema de todos era que habían de poner pleito a los diablos por el oficio, pues no sabían chasquear los azotes tan bien como ellos.

—¿Qué causa hay para que estos penen aquí?—dije.

Y tan presto se levantó un cochero viejo de aquellos, barbinegro y malcarado, y dijo:

—Señor, porque siendo pícaros nos venimos al infierno a caballo y mandando.

Aquí le replicó el diablo:

—¿Y por qué calláis lo que encubristes en el mundo, los pecados que facilitastes, y lo que mentistes en un oficio tan vil?

Dijo un cochero (que lo había sido de un caballero, y aún esperaba que le había de sacar de allí):

—No ha habido tan honrado oficio en el mundo de diez años a esta parte, pues nos llegaron a poner cotas y sayos vaqueros, hábitos largos y valona en forma de cuellos bajos. ¿Cómo supieran condenarse las mujeres de los pícaros en su rincón, si no fuera por el desvanecimiento de verse en coche?, que hay mujer destos, de honra postiza, que se fue por su pie al don, y por tirar una cortina, ir a una testera, hartará de ánimas a Perogotero.

—Así —dijo un diablo— soltóse el cocherillo y no callará en diez años.

—¿Qué he de callar?—dijo—, si nos tratáis desta manera, debiendo regalarnos, pues no os traemos al infierno la hacienda maltratada, arrastrada y a pie, llena de lodos, como los siempre rotos escuderos, zanqueando y despeados, sino zahumada, descansada, limpia y en coche. ¡Por otros lo hiciéramos que lo supieran agradecer! ¡Pues decir que merezco yo eso por barato y bien hablado y aguanoso! Los demás cocheros, en comparación de mis mosquitos eran ranas. No se probará que en mi coche entrase nadie con buen pensamiento. Llegó a tanto que, por casarse y saber si una era doncella, se hacía información si había entrado en él, porque era señal de corrupción. ¡Y tras desto me das este pago?

—¡Vía! —dijo un demonio mulato y zurdo.

Redobló los palos y callaron; y forzóme ir adelante el mal olor de los cocheros que andaban por allí.

Y lleguéme a unas bóvedas donde comencé a tiritar de frío y dar diente con diente, que me helaba. Pregunté movido de la novedad de ver frío en el infierno, qué era aquello, y salió a responder un diablo zambo, con espolones y grietas, lleno de sabañones y dijo:

—Señor, este frío es de que en esta parte están recogidos los bufones, truhanes y juglares chocarreros, hombres por demás y que sobraban en el mundo, y que están aquí retirados, porque si anduvieran por el infierno sueltos, su frialdad es tanta que templaría el dolor del fuego.

Pedíle licencia para llegar a verlos, diómela, y calofriado llegué y vi la más infame casilla del mundo, y una cosa que no habrá quien lo crea, que se atormentaban unos a otros con las gracias que habían dicho acá. Y entre los bufones vi muchos hombres honrados que yo había tenido por tales. Pregunté la causa, y respondióme un diablo que eran aduladores, y que por esto eran bufones de entre cuero y carne. Y repliqué yo cómo se condenaban, y me respondieron:

—Gente es que se viene acá sin avisar, a mesa puesta y a cama hecha, como en su casa. Y en parte los queremos bien, porque ellos se son diablos para sí y para otros, y nos ahorran de trabajos, y se condenan a sí mismos, y por la mayor parte en vida los más ya andan con marca del infierno, porque el que no se deja arrancar los dientes por dinero, se deja matar hachas en las nalgas o pelar las cejas, y así cuando acá los atormentamos, muchos dellos después de las penas solo echan menos las pagas. ¿Veis aquel?—me dijo—. Pues mal juez fue, y está entre los bufones, pues por dar gusto no hizo justicia, y a los derechos que no hizo tuertos los hizo bizcos. Aquel fue marido descuidado, y está también entre los bufones, porque por dar gusto a todos vendió el que tenía con su esposa, y tomaba a su mujer en dineros como ración, y se iba a sufrir. Aquella mujer, aunque principal, fue juglar, y está entre los truhanes, porque por dar gusto hizo plato de sí misma a todo apetito. Al fin, de todos estados entran en el número de los bufones, y por eso hay tantos; que, bien mirado, en el mundo todos sois bufones, pues los unos os andáis riendo de los otros, y en todos, como digo, es naturaleza y en unos pocos oficio. Fuera destos hay bufones desgranados y bufones en racimo; los desgranados son los que de uno en uno y de dos en dos andan a casa de los señores. Los en racimo son los faranduleros miserables de bululú, y destos os certifico que si ellos no se nos viniesen por acá, que nosotros no iríamos por ellos.

Trabóse una pendencia adentro y el diablo acudió a ver lo que era. Yo, que me vi suelto, entréme por un corral adelante, y hedía a chinches que no se podía sufrir.

—¿A chinches hiede?—dije yo—. Apostaré que alojan por aquí los zapateros.

Y fue así, porque luego sentí el ruido de los bojes y vi los tranchetes. Tapéme las narices y asoméme a la zahúrda donde estaban, y había infinitos. Díjome el guardián:

—Estos son los que vinieron consigo mismos, digo, en cueros, y como otros se van al infierno por su pie, estos se van por los ajenos y por los suyos, y así vienen tan ligeros.

Y doy fe de que en todo el infierno no hay árbol ninguno chico ni grande y que mintió Virgilio en decir que había mirtos en el lugar de los amantes, porque yo no vi selva ninguna sino en el cuartel que dije de los zapateros, que estaba todo lleno de bojes, que no se gasta otra madera en los edificios. Estaban todos los zapateros vomitando de asco de unos pasteleros que se les arrimaban a las puertas, que no cabían en un silo donde estaban tantos que andaban mil diablos con pisones atestando almas de pasteleros, y aún no bastaban.

—¡Ay de nosotros!—dijo uno—, que nos condenamos por el pecado de la carne sin conocer mujer, tratando más en huesos.

Lamentábase bravamente, cuando dijo un diablo:

—¡Ladrones! ¿Quién merece el infierno mejor que vosotros, pues habéis hecho comer a los hombres caspa y os han servido de pañizuelos los de a real sonándoos en ellos, donde muchas veces pasó por caña el tuétano de las narices? ¡Qué de estómagos pudieran ladrar si resucitaran los perros que les hicistes comer! ¡Cuántas veces pasó por pasa la mosca golosa, y muchas fue el mayor bocado de carne que comió el dueño del pastel! ¡Qué de dientes habéis hecho jinetes y qué de estómagos habéis traído a caballo dándoles a comer rocines enteros! ¿Y os quejáis, siendo gente antes condenada que nacida los que hacéis así vuestro oficio? ¿Pues qué pudiera decir de vuestros caldos? Mas no soy amigo de revolver caldos. Padeced y callad enhoramala, que más hacemos nosotros en atormentaros que vosotros en sufrirlo. Y vos andad adelante, me dijo a mí, que tenemos que hacer estos y yo.

Partíme de allí y subíme por una cuesta donde en la cumbre y alrededor se estaban abrasando unos hombres en fuego inmortal, el cual encendían los diablos en lugar de fuelles con corchetes, que soplaban mucho más, que aún allá tienen este oficio, y son abanicos de culpas y resuello de la Provincia y vaharada del verdugo. Vi un mercader que poco antes había muerto.

—¿Acá estáis?—dije yo—. ¿Qué os parece? ¿No valiera más haber tenido poca hacienda y no estar aquí?

Dijo en esto uno de los atormentadores:

—Pensaron que no había más y quisieron con la vara de medir sacar agua de las piedras. Estos son —dijo— los que han ganado como buenos caballeros el infierno por sus pulgares, pues a puras pulgaradas se nos vienen acá. Mas ¿quién duda que la obscuridad de sus tiendas les prometía estas tinieblas? Gente es esta —dijo al cabo muy enojado— que quiso ser como Dios, pues pretendieron ser sin medida, mas el que todo lo ve los trajo de sus rasos a estos nublados que los atormenten con rayos. Y si quieres acabar de saber cómo estos son los que sirven allá a la locura de los hombres, juntamente con los plateros y buhoneros, has de advertir que si Dios hiciera que el mundo amaneciera cuerdo un día, todos estos quedaran pobres, pues entonces se conociera que en el diamante, perlas, oro y sedas diferentes pagamos más lo inútil y demasiado y raro que lo necesario y honesto. Y advertid ahora que la cosa que más cara se os vende en el mundo es lo que menos vale, que es la vanidad que tenéis, y estos mercaderes son los que alimentan todos vuestros desórdenes y apetitos.

Tenía talle de no acabar sus propiedades si yo no me pasara adelante movido de admiración de unas grandes carcajadas que oí. Fuime allá por ver risa en el infierno, cosa tan nueva.

—¿Qué es esto?—dije; cuando veo dos hombres dando voces en un alto, muy bien vestidos con calzas atacadas. El uno con capa y gorra, puños como cuellos y cuellos como calzas. El otro traía valones y un pergamino en las manos, y a cada palabra que hablaban se hundían siete o ocho mil diablos de risa, y ellos se enojaban más. Lleguéme más cerca por oírlos y oí al del pergamino, que a la cuenta era hidalgo, que decía:

—Pues si mi padre se decía tal cual, y soy nieto de Esteban cuales y tales, y ha habido en mi linaje trece capitanes valerosísimos y de parte de mi madre doña Rodriga deciendo de cinco catedráticos, los más doctos del mundo, ¿cómo me puedo haber condenado? ¡Y tengo mi ejecutoria, y soy libre de todo y no debo pagar pecho!

—Pues pagad espalda —dijo un diablo—; y diole luego cuatro palos en ellas que le derribó de la cuesta, y luego le dijo:

—Acabaos de desengañar que el que deciende del Cid, de Bernardo y de Gofredo y no es como ellos, sino vicioso como vos, ese tal más destruye el linaje que lo hereda. Toda la sangre, hidalguillo, es colorada, y parecedlo en las costumbres, y entonces creeré que decendéis del docto cuando lo fuéredes o procuráredes serlo, y si no, vuestra nobleza será mentira breve en cuanto durare la vida, que en la chancillería del infierno arrúgase el pergamino y consúmense las letras, y el que en el mundo es virtuoso, ese es el hidalgo, y la virtud es la ejecutoria que acá respetamos, pues aunque decienda de hombres viles y bajos, como él con divinas costumbres se haga digno de imitación, se hace noble a sí y hace linaje para otros. Reímonos acá de ver lo que ultrajáis a los villanos, moros y judíos, como si en estos no cupieran las virtudes que vosotros despreciáis. Tres cosas son las que hacen ridículos a los hombres: la primera la nobleza, la segunda la honra y la tercera la valentía; pues es cierto que os contentáis con que hayan tenido vuestros padres virtud y nobleza para decir que la tenéis vosotros, siendo inútil parto del mundo. Acierta a tener muchas letras el hijo del labrador, es arzobispo el villano que se aplica a honestos estudios; y el caballero que deciende de buenos padres, como si hubieran ellos de gobernar el cargo que les dan, quieren (ved qué ciegos) que les valga a ellos viciosos la virtud ajena de trecientos mil años, ya casi olvidada, y no quieren que el pobre se honre con la propia.

Carcomióse el hidalgo de oír estas cosas, y el caballero que estaba a su lado se afligía, plegando los abanillos del cuello y volviendo las cuchilladas de las calzas.

—¿Pues qué diré de la honra mundana, que más tiranías hace en el mundo, y más daños y la que más gustos estorba? Muere de hambre un caballero pobre, no tiene con qué vestirse, ándase roto y remendado, o da en ladrón y no lo pide, porque dice que tiene honra, ni quiere servir porque dice que es deshonra. Todo cuanto se busca y afana dicen los hombres que es por sustentar honra. ¡Oh, lo que gasta la honra!; y llegado a ver lo que es la honra mundana, no es nada. Por la honra no come el que tiene gana donde le sabría bien; por la honra se muere la viuda entre dos paredes; por la honra, sin saber qué es hombre ni qué es gusto, se pasa la doncella treinta años casada consigo misma; por la honra la casada se quita a su deseo cuanto pide; por la honra pasan los hombres el mar; por la honra mata un hombre a otro; por la honra gastan todos más de lo que tienen. Y es la honra mundana, según esto, una necedad del cuerpo y alma, pues al uno quita los gustos y al otro el descanso. Y porque veáis cuáles sois los hombres desgraciados y cuán a peligro tenéis lo que más estimáis, hase de advertir que las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda. La honra está en arbitrio de las mujeres, la vida en manos de los dotores y la hacienda en las plumas de los escribanos. Desvaneceos, pues, bien, mortales.

Dije yo entre mí:

—¡Y cómo se echa de ver que esto es el infierno, donde por atormentar a los hombres con amarguras les dicen las verdades!

Tornó en esto a proseguir y dijo:

—La valentía ¿hay cosa tan digna de burla?; pues no habiendo ninguna en el mundo, todo el mundo es de valientes, siendo verdad que todo cuanto hacen los hombres, cuanto han hecho tantos capitanes valerosos como ha habido en la guerra, no lo han hecho de valentía sino de miedo. Pues el que pelea en la tierra por defendella, pelea de miedo de mayor mal, que es ser cautivo y verse muerto, y el que sale a conquistar los que están en sus casas, a veces lo hace de miedo de que el otro no le acometa, y los que no llevan este intento van vencidos de la codicia (¡ved qué valientes!) a robar oro y a inquietar los pueblos apartados, a quien Dios puso como defensa a nuestra ambición mares en medio y montañas ásperas. Mata uno a otro primero, vencido de la ira, pasión ciega, y otras veces de miedo de que le mate a él. Así, hombres, que todo lo entendéis al revés, bobo llamáis al que no es sedicioso, alborotador y maldiciente; sabio llamáis al mal acondicionado, perturbador y escandaloso; valiente al que perturba el sosiego y cobarde al que con bien compuestas costumbres, escondido de las ocasiones, no da lugar a que le pierdan el respeto. Estos tales son en quien ningún vicio tiene licencia.

—¡Oh, pesia tal!—dije yo—. Más estimo haber oído este diablo que cuanto tengo.

Dijo en esto el de las calzas atacadas muy mohíno:

—Todo eso se entiende con ese escudero, pero no conmigo, a fe de caballero —y tardó a decir caballero tres cuartos de hora—, que es ruin término y descortesía. ¡Deben de pensar que todos somos unos!

Esto les dio a los diablos grandísima risa, y luego, llegándose uno a él, le dijo que se desenojase y mirase qué había menester, y qué era la cosa que más pena le daba, porque le querían tratar como quien era. Y al punto dijo:

—Bésoos las manos; un molde para repasar el cuello.

Tornaron a reír y él a atormentarse de nuevo. Yo, que tenía gana de ver todo lo que hubiese, pareciendo que me había detenido mucho, me partí, y a poco que anduve topé una laguna muy grande como el mar, y más sucia, adonde era tanto el ruido que se me desvanecía la cabeza. Pregunté lo qué era aquello, y dijéronme que allí penaban las mujeres que en el mundo se volvieron dueñas. Así supe cómo las dueñas de acá son ranas del infierno, que eternamente como ranas están hablando sin ton y sin son, húmedas y en cieno, y son propiamente ranas infernales, porque las dueñas ni son carne ni pescado, como ellas. Diome grande risa el verlas convertidas en sabandijas tan perniabiertas y que no se come sino de medio abajo, como la dueña, cuya cara siempre es trabajosa y arrugada. Salí, dejando el charco a mano izquierda, a una dehesa donde estaban muchos hombres arañándose y dando voces, y eran infinitísimos, y tenía seis porteros. Pregunté a uno qué gente era aquella tan vieja y tan en cantidad.

—Este es —dijo— el cuarto de los padres que se condenan por dejar ricos a sus hijos, que por otro nombre se llama el cuarto de los necios.

—¡Ay de mí!—dijo en esto uno—, que no tuve día sosegado en la otra vida, ni comí ni vestí, por hacer un mayorazgo y después de hecho por aumentarle, y en haciéndole, me morí sin médico por no gastar dineros amontonados, y apenas expiré cuando mi hijo se enjugó las lágrimas con ellos; y cierto de que estaba en el infierno por lo que vio que había ahorrado, viendo que no había menester misas, no me las dijo ni cumplió manda mía; y permite Dios que aquí, para más pena, le vea desperdiciar lo que yo afané, y le oigo decir: ´Ya se condenó mi padre: ¿por qué no tomó más sobre su ánima y se condenó por cosas de más importancia?’.

—¿Queréis saber —dijo un demonio— qué tanta verdad es esa, que tienen ya por refrán en el mundo contra estos miserables decir ´Dichoso el hijo que tiene a su padre en el infierno’?

Apenas oyeron esto cuando se pusieron todos a aullar y darse de bofetones. Hiciéronme lástima, no lo pude sufrir y pasé adelante. Y llegando a una cárcel obscurísima oí grande ruido de cadenas y grillos, fuego, azotes y gritos. Pregunté a uno de los que allí estaban qué estancia era aquella, y dijéronme que era el cuarto de los que ´¡Oh, quién hubiera!’.

—No lo entiendo —dije—. ¿Quién son los de ´¡Oh, quién hubiera!’?

Dijo al punto:

—Son gente necia que en el mundo vivía mal y se condenó sin entenderlo, y ahora acá se les va todo en decir ´¡Oh, quién hubiera callado! ¡Oh, quién hubiera favorecido al pobre! ¡Oh, quién no hubiera hurtado!’.

Huí medroso de tan mala gente y tan ciega y di en unos corrales con otra peor. Pero admiróme más el título con que estaban aquí, porque preguntándoselo a un demonio, me dijo:

—Estos son los de ´los dioses son piadosos, los dioses sean conmigo’.

Dije al punto:

—¿Pues cómo puede ser que la misericordia condene, siendo eso de la justicia? Vos habláis como diablo.

—Y vos —dijo el maldito— como ignorante; ¿pues no sabéis que la mitad de los que están aquí se condenan por la misericordia de los dioses? Y si no, mirad cuántos son los que, cuando hacen algo mal hecho y se lo reprehenden, pasan adelante y dicen: ´Los dioses son piadosos y no miran en niñerías; para eso es la misericordia de los dioses tanta’. Y con esto, mientras ellos haciendo mal esperan en los dioses, nosotros los esperamos acá.

—¿Luego no se ha de esperar en los dioses y en su misericordia?—dije yo.

—No lo entiendes —me respondieron—, que de la piedad de los dioses se ha de fiar, porque ayuda a buenos deseos y premia buenas obras, pero no todas veces con consentimiento de obstinaciones, que se burlan a sí las almas que consideran la misericordia de los dioses encubridora de maldades, y la aguardan como ellos la han menester y no como ella es, purísima y infinita en los capaces della, pues los mismos que más en ella están confiados son los que menos lugar la dan para su remedio. No merece la piedad de los dioses quien sabiendo que es tanta la convierte en licencia y no en provecho espiritual, y de muchos tienen los dioses misericordia que no la merecen ellos, y en los más en así, pues nada de su mano pueden, sino por favor, y el hombre que más hace es procurar merecerla, porque no os desvanezcáis y sepáis que aguardáis siempre al postrero día lo que quisiérades haber hecho al primero, y que las más veces está pasado por vosotros lo que teméis que ha de venir.

—¿Esto se ve y se oye en el infierno? ¡Ah, lo que aprovechara allá uno destos escarmentados!

Diciendo esto llegué a una caballeriza donde estaban los tintoreros, que no averiguara un pesquisidor quiénes eran, porque los diablos parecían tintoreros y los tintoreros diablos. Pregunté a un mulato que a puros cuernos tenía hecha espetera la frente, que dónde estaban los sodomitas, las viejas y los cornudos. Dijo:

—En todo el infierno están, que esa es gente que en vida son diablos, pues es su oficio traer corona de hueso. De los sodomitas y viejas, no solo no sabemos dellos, pero ni querríamos saber que supiesen de nosotros, que en ellos peligran nuestras asentaderas, y los diablos por eso traemos colas, porque como aquellos están acá, habemos menester mosqueador de los rabos; de las viejas, porque aun acá nos enfadan y atormentan, y no hartas de vida, hay algunas que nos enamoran. Muchas han venido acá muy arrugadas y canas y sin diente ni muela, y ninguna ha venido cansada de vivir. Y otra cosa más graciosa, que si os informáis dellas, ninguna vieja hay en el infierno, porque la que está calva y sin muelas, arrugada y lagañosa de pura edad y de puro vieja, dice que el cabello se le cayó de una enfermedad, que los dientes y muelas se le cayeron de comer dulce, que está jibada de un golpe, y no confesará que son años si pensara remozar por confesarlo.

Junto a estos estaban unos pocos dando voces y quejándose de su desdicha.

—¿Qué gente es esta?—pregunté. Y respondióme uno dellos:

—Los sin ventura, muertos de repente.

—Mentís —dijo un diablo—, que ningún hombre muere de repente; de descuidado y divertido sí. ¿Cómo puede morir de repente quien dende que nace ve que va corriendo por la vida y lleva consigo la muerte? ¿Qué otra cosa veis en el mundo sino entierros, muertos y sepulturas? ¿Qué otra cosa oís? ¿A qué volvéis los ojos que no os acuerde de la muerte? Vuestro vestido que se gasta, la casa que se cae, el muro que se envejece, y hasta el sueño cada día os acuerda de la muerte retratándola en sí. ¿Pues cómo puede haber hombre que se muera de repente en el mundo, si siempre lo andan avisando tantas cosas? No os habéis de llamar, no, gente que murió de repente, sino gente que murió incrédula de que podía morir así, sabiendo con cuán secretos pies entra la muerte en la mayor mocedad, y que en una misma hora en dar bien y mal suele ser madre y madrastra.

Volví la cabeza a un lado y vi en un seno muy grande apretura de almas, y diome un mal olor.

—¿Qué es esto?—dije. Y respondióme un juez amarillo que estaba castigándolos:

—Estos son los boticarios, que tienen el infierno lleno de bote en bote, gente que como otros buscan ayudas para salvarse, estos las tienen para condenarse. Estos son los verdaderos alquimistas, que no Demócrito Abderita en la Arte Sacra, Avicena, Géber ni Raimundo Lull, porque ellos escribieron cómo de los metales se podía hacer oro, y no lo hicieron ellos, y si lo hicieron nadie lo ha sabido hacer después acá, pero estos tales boticarios, de la agua turbia, que no clara, hacen oro, y de los palos; oro hacen de las moscas, del estiércol; oro hacen de las arañas, de los alacranes y sapos, y oro hacen del papel, pues venden hasta el papel en que dan el ungüento. Así que solo para estos puso Dios virtud en las hierbas y piedras y palabras, pues no hay hierba, por dañosa que sea y mala, que no les valga dineros, hasta la ortiga y cicuta, ni hay piedra que no les dé ganancia, hasta el guijarro crudo, sirviendo de moleta. En las palabras también, pues jamás a estos les falta cosa que les pidan, aunque no la tengan, como vean dinero, pues dan por aceite de Matiolo aceite de ballena, y no compra sino las palabras el que compra. Y su nombre no había de ser boticario, sino armeros, ni sus tiendas no se habían de llamar boticas, sino armerías de los doctores, donde el médico toma la daga de los lamedores, el montante de los jarabes y el mosquete de la purga maldita, demasiada, recetada a mala sazón y sin tiempo. Allí se ve todo esmeril de ungüentos, la asquerosa arcabucería de melecinas con munición de calas. Muchos destos se salvan, pero no hay que pensar que cuando mueren tienen con qué enterrarse. Y si queréis reír, ved tras ellos los barberillos cómo penan, que en subiendo esos dos escalones están en ese cerro.

Pasé allá y vi (¡qué cosa tan admirable y qué justa pena!) los barberos atados y las manos sueltas, y sobre la cabeza una guitarra, y entre las piernas un ajedrez con las piezas de juego de damas, y cuando iba con aquella ansia natural de pasacalles a tañer, la guitarra le huía, y cuando volvía abajo a dar de comer a una pieza, se le sepultaba el ajedrez y esta era su pena. No entendí salir de allí de risa.

Estaban tras de una puerta unos hombres, muchos en cantidad, quejándose de que no hiciesen caso dellos aun para atormentarlos, y estábales diciendo un diablo que eran todos tan diablos como ellos, que atormentasen a otros.

—¿Quién son?—le pregunté. Y dijo el diablo:

—Hablando con perdón, los zurdos, gente que no puede hacer cosa a derechas, quejándose de que no están con los otros condenados; y acá dudamos si son hombres o otra cosa, que en el mundo ellos no sirven sino de enfados y de mal agüero, pues si uno va en negocios y topa zurdos se vuelve como si topara un cuervo o oyera una lechuza. Y habéis de saber que cuando Scévola se quemó el brazo derecho porque erró a Porsena, que fue no por quemarle y quedar manco, sino queriendo hacer en sí un gran castigo, dijo: ´¿Así que erré el golpe? Pues en pena he de quedar zurdo’. Y cuando la Justicia manda cortar a uno la mano derecha por una resistencia, es la pena hacerle zurdo, no el golpe; y no queráis más que queriendo el otro echar una maldición muy grande, fea y afrentosa, dijo:


Lanzada de moro izquierdo
te atraviese el corazón


Al fin, es gente hecha al revés y que se duda si son gente.


En esto me llamó un diablo por señas y me advirtió con las manos que no hiciese ruido. Lleguéme a él y asoméme a una ventana, y dijo:

—Mira lo que hacen las feas.

Y veo una muchedumbre de mujeres, unas tomándose puntos en las caras, otras haciéndose de nuevo, porque ni la estatura en los chapines, ni la ceja con el cohol, ni el cabello en la tinta, ni el cuerpo en la ropa, ni las manos con la muda, ni la cara con el afeite, ni los labios con la color, eran los con que nacieron ellas. Y vi algunas poblando sus calvas con cabellos que eran suyos solo porque los habían comprado. Otra vi que tenía su media cara en las manos, en los botes de unto y en la color.

—Y no queráis más de las invenciones de las mujeres —dijo un diablo—, que hasta resplandor tienen, sin ser soles ni estrellas. Las más duermen con una cara y se levantan con otra al estrado, y duermen con unos cabellos y amanecen con otros. Muchas veces pensáis que gozáis las mujeres de otro y no pasáis el adulterio de la cáscara. Mirad cómo consultan con el espejo sus caras. Estas son las que se condenan solamente por buenas siendo malas.

Espantóme la novedad de la causa con que se habían condenado aquellas mujeres. Y volviendo vi un hombre asentado en una silla a solas sin fuego, ni hielo, ni demonio, ni pena alguna, dando las más desesperadas voces que oí en el infierno, llorando el propio corazón, haciéndose pedazos a golpes y a vulcos.

¡Válgame Dios!—dije en mi alma—¿De qué se queja este, no atormentándole nadie?

Y él, cada punto doblaba sus alaridos y voces.

—Dime —dije yo—, ¿qué eres y de qué te quejas, si ninguno te molesta, si el fuego no te arde ni el hielo te cerca?

—¡Ay!—dijo dando voces—, que la mayor pena del infierno es la mía. ¿Verdugos te parece que me faltan? ¡Triste de mí, que los más crueles están entregados a mi alma! ¿No les ves?—dijo, y empezó a morder la silla y a dar vueltas alrededor y gemir:

—Velos qué sin piedad van midiendo a descompasadas culpas eternas penas. ¡Ay, qué terrible demonio eres, memoria del bien que pude hacer y de los consejos que desprecié, y de los males que hice! ¡Qué representación tan continua! ¡Déjasme tú y sale el entendimiento con imaginaciones de que hay gloria que pude gozar y que otros gozan a menos costa que yo mis penas! ¡Oh, qué hermoso que pintas el cielo, entendimiento, para acabarme! ¡Déjame un poco siquiera! ¿Es posible que mi voluntad no ha de tener paz conmigo un punto? ¡Ay, huésped, y qué tres llamas invisibles, y qué sayones incorpóreos me atormentan en las tres potencias del alma!; y cuando estos se cansan entra el gusano de la conciencia, cuya hambre en comer del alma nunca se acaba. Vesme aquí miserable, y perpetuo alimento de sus dientes.

Y diciendo esto salió la voz:

—¿Hay en todo este desesperado palacio quien trueque sus almas y sus verdugos a mis penas? Así, mortal, pagan los que supieron en el mundo, tuvieron letras y discurso y fueron discretos; ellos se son infierno y martirio de sí mismos.

Tornó amortecido a su ejercicio con más muestras de dolor. Apartéme dél, medroso, diciendo:

—Ved de lo que sirve caudal de razón y doctrina y buen entendimiento mal aprovechado. ¡Quién se lo vio llorar solo, y tenía dentro de su alma aposentado el infierno!

Lleguéme, diciendo esto, a una gran compañía donde penaban en diversos puestos muchos, y vi unos carros en que traían atenaceando muchas almas con pregones delante. Lleguéme a oír el pregón, y decía:

—Estos manda Dios castigar por escandalosos y porque dieron mal ejemplo.

Y vi a todos los que penaban, que cada uno los metía en sus penas, y así pasaban las de todos, como causadores de su perdición. Pues estos son los que enseñan en el mundo malas costumbres.

Pero diome risa ver unos taberneros que se andaban sueltos por todo el infierno, penando sobre su palabra, sin prisión ninguna, teniéndola cuantos estaban en él. Y preguntando por qué a ellos solos los dejaban andar sueltos, dijo un diablo:

—Y les abrimos las puertas, que no hay para qué temer que se irán del infierno gente que hace en el mundo tantas diligencias para venir. Fuera de que los taberneros trasplantados acá, en tres meses son tan diablos como nosotros. Tenemos solo cuenta de que no lleguen al fuego de los otros, porque no lo agüen. Pero si queréis saber notables cosas, llegaos a aquel cerco; veréis en la parte del infierno más hondo a Judas con su familia descomulgada de malditos despenseros.

Hícelo así y vi a Judas, que me holgué mucho, cercado de sucesores suyos, y sin cara. No sabré decir sino que me sacó de la duda de ser barbirrojo como le pintan los españoles por hacerle extranjero, o barbinegro como le pintan los extranjeros por hacerle español, porque él me pareció capón, y no es posible menos, ni que tan mala inclinación y ánimo tan doblado se hallase sino en quien, por serlo, no fuese ni hombre ni mujer. ¿Y quién sino un capón tuviera tan poca vergüenza? ¿Y quién sino un capón pudiera condenarse por llevar las bolsas? ¿Y quién sino un capón tuviera tan poco ánimo que se ahorcase, sin acordarse de la mucha misericordia de Dios? Ello yo creo por muy cierto lo que fuere verdad, pero en el infierno capón me pareció que era Judas. Y lo mismo digo de los diablos, que todos son capones sin pelo de barba y arrugados, aunque sospecho que como todos se queman, que el estar lampiños es de chamuzcado el pelo con el fuego, y lo arrugado del calor, y debe de ser así, porque no vi ceja ni pestaña y todos eran calvos.

Estaba, pues, Judas muy contento de ver cuán bien lo hacían algunos despenseros en venirle a cortejar y a entretener (que muy pocos me dijeron que le dejaban de imitar); miré más atentamente y fuime llegando donde estaba Judas y vi que la pena de los despenseros era que, como a Titio le come un buitre las entrañas, a ellos se las descarnaban dos aves que llaman sisones, y un diablo decía a voces de rato en rato:

—Sisones son despenseros y los despenseros sisones.

A este pregón se estremecían todos. Yo le dije:

—Una cosa querría saber de ti: ¿por qué te pintan con botas y dicen por refrán ´las botas de Judas’?

—No porque yo las truje —respondió—, mas quisieron significar poniéndome botas, que anduve siempre de camino para el infierno, y por ser despensero; y así se han de pintar todos los que lo son. Esta fue la causa, y no lo que algunos han colegido de verme con botas, diciendo que era portugués, que es mentira; que yo fui… —. Y no me acuerdo bien de dónde me dijo que era, si de Calabria, si de otra parte—. Y has de advertir que yo solo soy el despensero que se ha condenado por vender, que todos los demás, fuera de algunos, se condenan por comprar. Y en lo que dices que fui traidor y maldito en dar a mi Maestro por tan poco precio, tienes razón, y no podía hacer yo otra cosa fiándome de gente como los judíos, que era tan ruin que pienso que si pidiera un dinero más por él no me le tomaran. Y porque estás muy espantado y fiado en que yo soy el peor hombre que ha habido, ve ahí debajo y verás muchísimos tan malos. Vete —dijo—, que ya basta de conversación, que no los escurezco.

—Dices la verdad —le respondí—. Y acogíme donde me señaló, y topé muchos demonios en el camino con palos y lanzas, echando del infierno muchas mujeres hermosas y muchos malos letrados. Pregunté que por qué los querían echar del infierno a aquellos solos, y dijo un demonio porque eran de grandísimo provecho para la población del infierno en el mundo las damas con sus caras y con sus mentirosas hermosuras y buenos pareceres, y los letrados con buenas caras y malos pareceres, y que así los echaban porque trujesen gente.

Pero el pleito más intricado y el caso más difícil que yo vi en el infierno fue el que propuso una mujer condenada con otras muchas, por malas, enfrente de unos ladrones, la cual decía:

—Decidnos, señor, ¿cómo ha de ser esto de dar y recebir, si los ladrones se condenan por tomar lo ajeno y la mujer por dar lo suyo? Aquí de Dios, que el ser puta es ser justicia, si es justicia dar a cada uno lo suyo; pues lo hacemos así, ¿de qué nos culpan?

Dejé de escucharla y pregunté, como nombraron ladrones:

—¿Dónde están los escribanos? ¿Es posible que no hay en el infierno ninguno, ni le pude topar en todo el camino?

Respondióme un verdugo:

—Bien creo yo que no toparíades ninguno por él.

—¿Pues qué hacen? ¿Sálvanse todos?

—No —dijo—, pero dejan de andar y vuelan con plumas. Y el no haber escribanos por el camino de la perdición no es porque infinitísimos que son malos no vienen acá por él, sino porque es tanta la prisa con que vienen, que volar y llegar y entrar es todo uno (tales plumas se tienen ellos) y así no se ven en el camino.

—Y acá —dije yo—, ¿cómo no hay ninguno?

—Sí hay —me respondió—; mas no usan ellos de nombre de escribano, que acá por gatos los conocemos. Y para que echéis de ver qué tantos hay, no habéis de mirar sino que con ser el infierno tan gran casa, tan antigua, tan maltratada y sucia, no hay un ratón en toda ella, que ellos los cazan.

—¿Y los alguaciles malos no están en el infierno?

—Ninguno está en el infierno —dijo el demonio.

—¿Cómo puede ser, si se condenan algunos malos entre muchos buenos que hay?

—Dígoos que no están en el infierno porque en cada alguacil malo, aun en vida está todo el infierno en él.

Santigüéme y dije:

—Brava cosa es lo mal que los queréis los diablos a los alguaciles.

—¿No los habemos de querer mal, pues según son endiablados los malos alguaciles tememos que han de venir a hacer que sobremos nosotros para lo que es materia de condenar almas, y que se nos han de levantar con el oficio de demonios, y que ha de venir Lucifer a ahorrarse de diablos y despedirnos a nosotros por recibirlos a ellos?

No quise en esta materia escuchar más, y así me fui adelante, y por una red vi un amenísimo cercado todo lleno de almas que, unas con silencio y otras con llanto, se estaban lamentando. Dijéronme que era el retiramiento de los enamorados. Gemí tristemente viendo que aun en la muerte no dejan los suspiros. Unos se respondían en sus amores y penaban con dudosas desconfianzas. ¡Oh, qué número dellos echaban la culpa de su perdición a sus deseos, cuya fuerza o cuyo pincel los mintió las hermosuras! Los más estaban destruidos por penséque, según me dijo un diablo.

—¿Quién es Penséque —dije yo—, o qué género de delito?

Rióse y replicó:

—No es sino que se destruyen fiándose de fabulosos semblantes, y luego dicen: ´Pensé que no me obligaran’, ´Pensé que no me amartelara’, ´Pensé que ella me diera a mí y no me quitara’, ´Pensé que no tuviera otro con quien yo riñera’, ´Pensé que se contentara conmigo solo’, ´Pensé que me adoraba’; y así todos los amantes en el infierno están por ´penséque’.

Estos son la gente en quien más ejecuciones hace el arrepentimiento y los que menos sabían de sí. Estaba en medio dellos el Amor lleno de sarna, con un rótulo que decía:


No hay quien este amor no dome
sin justicia o con razón,
que es sarna y no afición
amor que se pega y come.


—¿Coplica hay?—dije yo—. No andan lejos de aquí los poetas—; cuando volviéndome a un lado veo una bandada de hasta cien mil dellos en una jaula, que llaman los orates en el infierno. Volví a mirarlos y díjome uno, señalando a las mujeres que digo:

—Esas señoras hermosas, todas se han vuelto medio camareras de los hombres, pues los desnudan y no los visten.

—¿Conceptos gastáis aun estando aquí? ¡Buenos cascos tenéis!—dije yo; cuando uno entre todos que estaba aherrojado y con más penas que todos, dijo:

—Plegue a Dios, hermano, que así se vea el que inventó los consonantes, pues porque en un soneto


Dije que una señora era absoluta,
y siendo más honesta que Lucrecia,
por dar fin al cuarteto la hice puta.
Forzóme el consonante a llamar necia
a la de más talento y mayor brío,
¡oh, ley de consonantes dura y recia!
Habiendo en un terceto dicho lío,
un hidalgo afrenté tan solamente
porque el verso acabó bien en judío.
A Herodes otra vez llamé inocente,
mil veces a lo dulce dije amargo
y llamé al apacible impertinente.
Y por el consonante tengo a cargo
otros delitos torpes, feos, y rudos,
y llega mi proceso a ser tan largo
que porque en una octava dije escudos,
hice sin más ni más siete maridos
con honradas mujeres ser cornudos.
Aquí nos tienen, como ves, metidos
y por el consonante condenados,
a puros versos, como ves, perdidos,
¡oh, míseros poetas desdichados!


—¿Hay tan graciosa locura —dije yo—, que aun aquí estáis sin dejarla ni descansaros della?

¡Oh, qué vi dellos! Y decía un diablo:

—Esta es gente que canta sus pecados como otros los lloran, pues en amancebándose, con hacerla pastora o mora la sacan a la vergüenza en un romancico por todo el mundo. Si las quieren a sus damas lo más que les dan es un soneto o unas octavas, y si las aborrecen o las dejan, lo menos que les dejan es una sátira. ¡Pues qué es verlos cargados de pradicos de esmeraldas, de cabellos de oro, de perlas de la mañana, de fuentes de cristal, sin hallar sobre todo esto dinero para una camisa ni sobre su ingenio. Y es gente que apenas se conoce de qué ley son, porque son los pensamientos de alarbes y las palabras de gentiles.

—Si mucho me aguardo —dije entre mí—, yo oiré algo que me pese.

Fuime adelante y dejélos con deseo de llegar a donde estaban los que no supieron pedir a los dioses. ¡Oh, qué muestras de dolor tan grandes hacían! ¡Oh, qué sollozos tan lastimosos! Todos tenían las lenguas condenadas a perpetua cárcel y poseídos del silencio, tal martirio en voces ásperas de un demonio recibían por los oídos:

—¡Oh, corvas almas, inclinadas al suelo, que con oración logrera y ruego mercader y comprador os atrevistes a Dios y le pedistes cosas que de vergüenza de que otro hombre las oyese aguardábades a coger solos los retablos. ¿Pues cómo más respeto tuvisteis a los mortales que al Señor de todos?, quien os ve en un rincón medrosos de ser oídos, pedir murmurando, sin dar licencia a las palabras que se saliesen de los dientes cerrados de ofensas: ´Señor, muera mi padre y acabe yo de suceder en su hacienda’, ´Llevaos a vuestro reino a mi mayor hermano y aseguradme a mí el mayorazgo’, ´Halle yo una mina debajo de mis pies’, ´El rey se incline a favorecerme y véame yo cargado de sus favores’. Y ved —dijo— a lo que llegó una desvergüenza que osastes decir: ´Y haced esto, que si lo hacéis yo os prometo de casar dos huérfanas, de vestir seis pobres y de daros frontales’. ¡Qué ceguedad de hombres, prometer dádivas al que pedís, con ser la suma riqueza! Pedistes a Dios por merced lo que Él suele dar por castigo, y si os lo da, os pesa de haberlo tenido cuando morís, y si no os lo da, cuando vivís; y así de puro necios siempre tenéis quejas; y si llegáis a ser ricos por votos, decidme cuáles cumplís. ¿Qué tempestad no llena de promesas los dioses, y qué bonanza tras ella no los torna a desnudar con olvido de toques de campanas? ¡Qué de preseas ha ofrecido a los altares la espantosa cara del golfo, y qué dellas ha muerto y quitado de los mismos templos el puerto! Nacen vuestros ofrecimientos de necesidad y no de devoción. ¿Pedisteis alguna vez a Dios lo que conviene? No por cierto; ni aun sabéis para qué son menester estas cosas, ni lo que son. Ignoráis que el que Dios recibe de vosotros es de la virtud, es moneda que aun Dios (si puede) es codicioso en nosotros. Dios, hombres, por vuestro bien gusta que os acordéis dél, y como si no es en los trabajos no os acordáis, por eso os da trabajos, porque tengáis dél memoria. Considerad vosotros, necios demandadores, cuán brevemente se os acabaron las cosas que importunos pedisteis a Dios, qué presto os dejaron y cómo, ingratas, no os fueron compañía en el postrer paso. ¿Veis cómo vuestros hijos aun no gastan de vuestras haciendas un real en obras pías, diciendo que no es posible que vosotros gustéis dellas, porque si gustárades, en vida hiciérades algunas? Y pedís tales cosas a Dios que muchas veces, por castigo de la desvergüenza con que las pedís, os las concede. Y bien, como suma sabiduría, conoció el peligro que tenéis en no saber pedir: pocos entendéis aquellas palabras donde Dios enseñó el lenguaje con que habéis de tratar con Él.

Quisieron responderme, mas no les daban lugar las mordazas. Yo, que vi que no habían de hablar palabra, pasé adelante donde estaban juntos los ensalmadores ardiéndose vivos, y los saludadores también, condenados por embustidores. Dijo un diablo:

—Véislos aquí a estos tratantes en santiguaduras, mercaderes de cruces, que embelecaron el mundo, y quisieron hacer creer que podía tener cosa buena un hablador. Gente es esta ensalmadora que jamás hubo nadie que se quejase dellos, porque si les sanan, antes se lo agradecen, y si los matan no se pueden quejar; y siempre les agradecen lo que hacen, y dan contento, porque si sanan el enfermo los regala y si matan el heredero les agradece el trabajo; si curan con agua y trapos la herida que sanara por virtud de naturaleza, dicen que es por ciertas palabras virtuosas que les enseñó un judío (¡mirad qué buen origen de palabras virtuosas!), y si se enfistola, empeora y muere, dicen que llegó su hora y el badajo que se la dio y todo. ¡Pues qué es de oír a estos las mentiras que cuentan, de uno que tenía las tripas fuera en la mano, en tal parte, y otro que estaba pasado por las ijadas! Y lo que más me espanta es que siempre he medido la distancia de sus curas y siempre las hicieron cuarenta o cincuenta leguas de allí, estando en servicio de un señor que ha ya trece años que murió, porque no se averigüe tan presto la mentira, y por la mayor parte estos tales que curan con agua, enferman ellos por vino. Al fin estos son por los que se dijo ´hurtan que es bendición’, porque con la bendición hurtan, tras ser siempre gente ignorante. Y he notado que casi todos los ensalmos están llenos de solecismos, y no sé qué virtud se tenga el solecismo por lo cual se pueda hacer nada. Al fin, vaya do fuere, ellos están acá algunos, que otros hay buenos hombres, que como amigos de Dios alcanzan dél la salud para los que curan, que la sombra de sus amigos suele dar vida. Pero para ver buena gente, mirad los saludadores, que también dicen que tienen virtud.

Ellos se agraviaron y dijeron que era verdad que la tienen; y a esto respondió un diablo:

—¿Cómo es posible que por ningún camino se halle virtud en gente que anda siempre soplando?

—Alto —dijo un demonio—, que me he enojado. Vayan al cuartel de los porquerones, que viven de lo mismo.

Fueron, aunque a su pesar. Yo abajé otra grada por ver los que Judas me dijo, y topé en una alcoba muy grande una gente desatinada, que los diablos confesaban que ni los entendían ni se podían averiguar con ellos. Eran astrólogos y alquimistas; estos andaban llenos de hornos y crisoles de lodos, de minerales, de escorias, de cuernos, de estiércol, de sangre humana, de polvos y de alambiques. Aquí calcinaban, allí lavaban, allí apartaban y acullá purificaban. Cuál estaba fijando el mercurio al martillo, y habiendo resuelto la materia viscosa y ahuyentado la parte sutil lo corruptivo del fuego, en llegándose a la copela, se le iba en humo. Otros disputaban si se había de dar fuego de mecha, o si el fuego o no fuego de Raimundo había de entenderse de la cal, o si de luz efectiva del calor y no de calor efectivo de fuego. Cuáles con el sigilo de Hermete daban principio a la obra magna, y en otra parte miraban ya el negro blanco y le aguardaban colorado. Y juntando a esto la proposición de naturaleza, ´con naturaleza se contenta la naturaleza, y con ella misma se ayuda’, y los demás oráculos ciegos suyos, esperaban la redución de la primera materia y al cabo reducían su sangre a la postrera podre, y en lugar de hacer del estiércol, cabellos, sangre humana, cuernos y escoria, oro, hacían del oro estiércol, gastándolo neciamente. ¡Oh, qué voces que oí sobre el padre muerto ha resucitado y tornarlo a matar! ¡Y qué bravas las daban sobre entender aquellas palabras tan referidas de todos los autores químicos: ´¡Oh, gracias sean dadas a Dios, que de la cosa más vil del mundo permite hacer una cosa tan rica!’. Sobre cuál era la cosa más vil se ardían. Uno decía que ya la había hallado, y si la piedra filosofal se había de hacer de la cosa más vil era fuerza hacerse de corchetes, y los cocieran y distilaran si no dijera otro que tenían mucha parte de aire para poder hacer la piedra, que no había de tener materiales tan vaporosos; y así se resolvieron que la cosa más vil del mundo eran los sastres, pues cada punto se condenaban, y que era gente más enjuta. Cerraran con ellos si no dijera un diablo:

—¿Queréis saber cuál es la cosa más vil? Los alquimistas, y así, porque se haga la piedra es menester quemaros a todos.

Diéronles fuego y ardían casi de buena gana, solo por ver la piedra filosofal.

Al otro lado no era menos la trulla de astrólogos y supersticiosos. Un quiromántico iba tomando las manos a todos los otros que se habían condenado, diciendo:

—¡Qué claro que se ve que se habían de condenar estos, por el monte de Saturno!

Otro que estaba a gatas con un compás midiendo alturas y notando estrellas, cercado de efemérides y tablas, se levantó y dijo en altas voces:

—¡Vive Dios que si me pariera mi madre medio minuto antes que me salvo, porque Saturno en aquel punto mudaba el aspecto y Marte se pasaba a la casa de la vida; el Escorpión perdía su malicia, y yo, como di en procurador, fui pobre mendigo.

Otro tras él andaba diciendo a los diablos que le mortificaban que mirasen bien si era verdad que él había muerto, que no podía ser, a causa que tenía Júpiter por ascendente y a Venus en la casa de la vida, sin aspecto ninguno malo, y que era fuerza que viviese noventa años.

—Miren —decía— que les notifico que miren bien si soy difunto, porque por mi cuenta es imposible que pueda ser esto.

En esto iba y venía sin poderlo nadie sacar de aquí.

Y para emendar la locura destos salió otro geomántico poniéndose en puntos con las ciencias, haciendo sus doce casas gobernadas por el impulso de la mano y rayas a imitación de los dedos, con supersticiosas palabras y oración. Y luego, después de sumados sus pares y nones, sacando juez y testigos, comenzaba a querer probar cuál era el astrólogo más cierto, y si dijera puntual acertara, pues es su ciencia de punto como calza, sin ningún fundamento, aunque pese a Pedro Abano, que era uno de los que allí estaban acompañando a Cornelio Agripa, que con una alma ardía en cuatro cuerpos de sus obras malditas y descomulgadas, famoso hechicero. Tras este vi con su Poligrafía y Esteganografía a Tritemio, que así llaman al autor de aquellas obras escandalosas, muy enojado con Cardano, porque dijo mal dél solo, y supo ser mayor mentiroso en sus libros De subtilitate, por hechizos de viejas que en ellos juntó. Julio César Escalígero se estaba atormentando por otro lado en sus Exercitaciones, mientras pensaba las desvergonzadas mentiras que escribió de Homero y los testimonios que le levantó por levantar a Virgilio aras, hecho idólatra de Marón. Estaba riéndose de sí mismo Artefio, con su mágica, haciendo las tablillas para entender el lenguaje de las aves, y Checo de Ascoli muy triste y pelándose las barbas, porque tras tanto experimento disparatado no podía hallar nuevas necedades que escribir. Teofrasto Paracelso estaba quejándose del tiempo que había gastado en la alquimia, pero contento en haber escrito medicina y mágica que nadie la entendía y haber llenado las emprentas de pullas a vuelta de muy agudas cosas. Y detrás de todos estaba Hubequer el pordiosero, vestido de los andrajos de cuantos escribieron mentiras y desvergüenzas, hechizos y supersticiones, hecho su libro un Ginebra de moros, gentiles y cristianos: allí estaba el secreto autor de la Clavicula Salomonis, y el que le imputó los sueños. ¡Oh, cómo se abrasaba burlado de vanas y necias oraciones el hereje que hizo el libro Adversus omnia pericula mundi! ¡Qué bien ardía el Catán y las obras de Razes! Estaba Taisnerio con su libro de fisonomías y manos penando por los hombres que había vuelto locos con sus disparates y reíase, sabiendo el bellaco que las fisonomías no se pueden sacar ciertas de particulares rostros de hombres, que o por miedo o por no poder no muestran sus inclinaciones y las reprimen, sino solo rostros y caras de príncipes y señores sin superior, en quien las inclinaciones no respetan nada para mostrarse. Estaba luego un triste autor con sus rostros y manos, y los brutos, concertando por las caras la similitud de las costumbres. A Escoto el italiano vi allá, no por hechicero y mágico, sino por mentiroso y embustero. Había otra gran copia, y aguardaban sin duda mucha gente, porque había grandes campos vacíos. Y nadie estaba con justicia entre todos estos autores presos por hechiceros, si no fueron unas mujeres hermosas, porque sus caras fueron solas en el mundo los verdaderos hechizos, que las damas solo son veneno de la vida, que perturbando las potencias y ofendiendo los órganos a la vista, son causa de que la voluntad quiera por bueno lo que, ofendidas, las especies representan. Viendo esto, dije entre mí:

—Ya me parece que vamos llegándonos al cuartel desta gente.

Dime prisa a llegar allá, y al fin asoméme a parte donde sin favor particular del cielo no se podía decir lo que había. A la puerta estaba la Justicia espantosa y en la segunda entrada el Vicio desvergonzado y soberbio, la Malicia ingrata e ignorante, la Incredulidad resoluta y ciega y la Inobediencia bestial y desbocada. Estaba la Blasfemia insolente y tirana, llena de sangre, ladrando por cien bocas y vertiendo veneno por todas con los ojos armados de llamas ardientes. Grande horror me dio el umbral. Entré y vi a la puerta la gran suma de herejes: estaban los ofiteos, que se llaman así en griego de la serpiente que engañó a Eva, la cual veneraron a causa de que supiésemos del bien y del mal; los cainanos, que alabaron a Caín, porque, como decían, siendo hijo del mal prevaleció su mayor fuerza contra Abel. Estaba Dositeo ardiendo en un horno, el cual creyó que se había de vivir solo según la carne, y no creía la resurrección, privándose a sí mismo, ignorante más que todas las bestias, de un bien tan grande, pues cuando fuera así, que fuéramos solo animales como los otros, para morir consolados habíamos de fingirnos eternidad a nosotros mismos; y así, llama Lucano en boca ajena a los que creen la inmortalidad del alma ´Felices errore suo’, dichosos con su error.

—Si eso fuera así, que murieran las almas con los cuerpos, malditos —dije yo—, siguiérase que el animal del mundo a quien Dios dio menos discurso es el hombre, pues entiende al revés lo que más importa, esperando inmortalidad, y seguirse hía que a la más noble criatura dio menos conocimiento y crió para mayor miseria la naturaleza, que Dios no, pues quien sigue esa opinión no lo cree.

Estaba luego Sadoc, autor de los saduceos. Los fariseos estaban aguardando al Mesías no como Dios, sino como hombre. Estaban los heliognostas, devictíacos, adoradores del sol. Pero los más graciosos son los que veneran las ranas que fueron plaga a Faraón, por ser azote de Dios. Estaban los musoritas, haciendo ratonera al arca a puro ratón de oro; estaban los que adoraron la mosca acaronita, Ozías, el que quiso pedir a una mosca antes salud que a Dios, por lo cual Elías le castigó. Estaban los trogloditas, los de la fortuna del cielo, los de Baal, los de Astarot, los del ídolo Moloch y Renfán de la ara de Tofet; los puteoritas, herejes veraniscos de pozos; los de la serpiente de metal; y entre todos sonaba la barahúnda y el llanto de las judías que debajo de tierra, en las cuevas, lloraban a Thamuz en su simulacro. Seguían los bahalitas, luego la Phitonisa arremangada y detrás los de Asthar y Astarot, y al fin los que aguardaban a Herodes, y desto se llaman herodianos. Y tuve a todos estos por locos y mentecatos. Mas llegué luego a los herejes que había después de Cristo. Allí vi a muchos, como Menandro y Simón Mago, su maestro. Estaba Saturnino inventando disparates. Estaba el maldito Basílides heresiarca. Estaba Nicolás antioqueno, Carpócrates y Cerinto y el infame Ebión. Vino luego Valentino, el que dio por principio de todo el mar y el silencio; Menandro el Mozo de Samaria decía que él era el Salvador y que había caído del cielo, y por imitarlo decía detrás dél Montano frigio que él era el Paracleto. Síguenle las desdichadas Prisca y Maximilla heresiarcas. Llamáronse sus secuaces catafriges y llegaron a tanta locura que decían que en ellos y no en los Apóstoles vino el Espíritu Santo. Estaba Nepos, obispo en quien fue coroza la mitra, afirmando que los Santos habían de reinar con Cristo en la tierra mil años en lascivias y regalos. Venía luego Sabino, prelado hereje arriano, el que en el Concilio Niceno llamó idiotas a los que no seguían a Arrio. ¡Y qué fue ver a Guillermo el hipócrita de Anvers, hecho padre de putas, prefiriendo las rameras a las honestas y la fornicación a la castidad! A los pies deste yacía Bárbara, mujer del emperador Sigismundo, llamando necias a las vírgines, habiendo hartas. Ella, bárbara como su nombre, servía de emperatriz a los diablos, y no estando harta de delitos, ni aun cansada (que en esto quiso llevar ventaja a Mesalina) decía que moría el alma y el cuerpo, y otras cosas bien dignas de su nombre. Fui pasando por estos y llegué a una parte donde estaba uno solo arrinconado, y muy sucio, con un zancajo menos y un chirlo por la cara, lleno de cencerros y ardiendo y blasfemando.

—¿Quién eres tú —le pregunté—, que entre tantos malos eres el peor?

—Yo —dijo él— soy Mahoma.

Y decíaselo el tallecillo, la cuchillada y los dijes de arriero.

—Tú eres —dije yo— el más mal hombre que ha habido en el mundo, y el que más almas ha traído acá.

—Todo lo estoy pasando —dijo— mientras los malaventurados de africanos adoran el zancarrón o zancajo que aquí me falta.

—Picarón, ¿por qué vedaste el vino a los tuyos?

Y respondió que:

—Porque si tras las borracheras que les dejé en mi Alcorán les permitiera las del vino, todos fueran borrachos.

—¿Y el tocino por qué se lo vedaste, perro esclavo, descendiente de Agar?

—Eso hice por no hacer agravio al vino, que lo fuera comer torreznos y beber agua; aunque yo vino y tocino gastaba; y quise tan mal a los que creyeron en mí, que acá los quité la gloria y allá los perniles y las botas. Y últimamente mandé que no defendiesen mi ley por razón, porque ninguna hay ni para obedecella ni sustentalla; remitísela a las armas y metílos en ruido para toda la vida; y el seguirme tanta gente no es en virtud de milagros, sino solo en virtud de darles la ley a medida de sus apetitos, dándoles mujeres para mudar, y por extraordinario deshonestidades tan feas como las quisiesen, y con esto me seguían todos. Pero no se remató en mí todo el daño; tiende por ahí los ojos y verás qué honrada gente topas.

Volvíme a un lado y vi todos los herejes de ahora, y topé con Maniqueo. ¡Oh, qué vi de calvinistas arañando a Calvino!, y entre estos estaba el principal Josefo Escalígero, por tener su punta de ateísta y ser tan blasfemo, deslenguado y vano y sin juicio. Al cabo estaba el maldito Lutero, hinchado como un sapo y blasfemando, y Melactón comiéndose las manos tras sus herejías. Estaba el renegado Beza, maestro de Ginebra, leyendo sentado en cátreda de pestilencia. Y allí lloré viendo el Enrico Estéfano. Preguntéle no sé qué de la lengua griega, y estaba tal la suya que no pudo responderme sino con bramidos.

—Espántome, Enrico, de que supieses nada. ¿De qué te aprovecharon tus letras y agudeza?

Más le dijera si no me enterneciera la desventurada figura en que estaba el miserable penando.

Estaba ahorcado de un pie Helio Eóbano Hesso, célebre poeta competidor de Melactón. ¡Oh, cómo lloré mirando su gesto torpe con heridas y golpes y afeados con llamas sus ojos!

Dime prisa a salir deste cercado y pasé a una galería donde estaba Lucifer cercado de diablas, que también hay hembras como machos. No entré dentro porque no me atreví a sufrir su aspecto disforme; solo diré que tal galería tan bien ordenada no se ha visto en el mundo, porque toda estaba colgada de emperadores y reyes vivos, como acá muertos. Allá vi toda la casa otomana, los de Roma por su orden. Vi graciosísimas figuras, hilando a Sardanápalo, glotoneando a Heliogábalo, a Sapor emparentando con el sol y las estrellas. Viriato andaba a palos tras los romanos; Atila revolvía el mundo; Belisario, ciego, acusaba a los atenienses. Llegó a mí el portero y me dijo:

—Lucifer manda que porque tengáis que contar en el otro mundo, que veáis su camarín.

Entré allá; era un aposento curioso y lleno de buenas joyas; tenía cosa de seis o siete mil cornudos y otros tantos alguaciles manidos.

—¿Aquí estáis?—dije yo— ¿Cómo diablos os había de hallar en el infierno si estábades aquí?

Había pipotes de médicos y muchísimos coronistas, lindas piezas, aduladores de molde y con licencia, y en las cuatro esquinas estaban ardiendo por hachas cuatro malos pesquisidores, y todas las poyatas (que son los estantes) llenas de vírgines rociadas, doncellas penadas como tazas. Y dijo el demonio:

—Doncellas son que se vinieron al infierno con las doncelleces fiambres, y por cosa rara se guardan.

Seguíanse luego demandadores haciendo labor, con diferentes sayos, y de las ánimas había muchos, porque piden para sí mismos y consumen ellos con vino cuanto les dan. Había madres postizas y trastenderas de sus sobrinas, y suegras de sus nueras por mascarones alrededor. Estaba en una peaña Sebastián Gertel, general en lo de Alemaña contra el emperador, tras haber sido alabardero suyo. No acabara yo de contar lo que vi en el camarín si lo hubiera de decir todo. Salíme fuera y quedé como espantado, repitiendo conmigo estas cosas. Solo pido a quien las leyere las lea de suerte que el crédito que les diere le sea provechoso para no experimentar ni ver estos lugares. Certificando al lector que no pretendo en ello ningún escándalo ni reprehensión sino de los vicios; pues decir de los que están en el infierno no puede tocar a los buenos. Acabé este discurso en el Fresno a postrero de abril de 1608.

El mundo por dentro


A DON PEDRO GIRÓN, DUQUE DE OSUNA, MARQUÉS DE PEÑAFIEL, CONDE DE UREÑA.

Estas burlas, que llevan en la risa disimulado algún miedo provechoso, envío para que V. Exc. se divierta de grandes ocupaciones algún rato. Pequeña es la demostración, mas yo no puedo dar más; y solo me consuela ver que la grandeza de V. Exc. a mucho menos hace honra y merced. En la Aldea, abril 26 de 1610.

Don Francisco de Quevedo Villegas.


AL LECTOR, COMO DIOS ME LO DEPARARE, CÁNDIDO O PURPÚREO, PÍO O CRUEL, BENIGNO O SIN SARNA.

Es cosa averiguada, así lo siente Metrodoro Chío y otros muchos, que no se sabe nada, y que todos son ignorantes, y aun esto no se sabe de cierto, que a saberse ya se supiera algo; sospéchase. Dícelo así el doctísimo Francisco Sánchez, médico y filósofo, en su libro cuyo título es Nihil Scitur, no se sabe nada. En el mundo, fuera de los teólogos, filósofos y juristas, que atienden a la verdad y al verdadero estudio, hay algunos que no saben nada y estudian para saber, y estos tienen buenos deseos y vano ejercicio, porque al cabo solo les sirve el estudio de conocer cómo toda la verdad la quedan ignorando. Otros hay que no saben nada y no estudian porque piensan que lo saben todo; son destos muchos irremediables; a estos se les ha de envidiar el ocio y la satisfación y llorarles el seso. Otros hay que no saben nada y dicen que no saben nada porque piensan que saben algo de verdad, pues lo es que no saben nada, y a estos se les había de castigar la hipocresía con creerles la confesión. Otros hay, y en estos, que son los peores, entro yo, que no saben nada, ni quieren saber nada, ni creen que se sepa nada y dicen de todos que no saben nada y todos dicen dellos lo mismo y nadie miente. Y como gente que en cosas de letras y ciencias no tiene que perder tampoco, se atreven a imprimir y sacar a luz todo cuanto sueñan. Estos dan qué hacer a las emprentas, sustentan a los libreros, gastan a los curiosos, y al cabo sirven a las especierías. Yo pues, como uno destos, y no de los peores ignorantes, no contento con haber soñado tanto, agora salgo sin ton y sin son (pero no importa, que esto no es bailar) con El mundo por de dentro. Si te agradare y pareciere bien agradécelo a lo poco que sabes, pues de tan mala cosa te contentas; y si te pareciere malo, culpa mi ignorancia en escribirlo y la tuya en esperar otra cosa de mí. Dios te libre, lector, de prólogos largos y de malos epitectos. Es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas desta vida, y así, con vana solicitud anda de unas en otras sin saber hallar patria ni descanso; aliméntase de la variedad y diviértese con ella; tiene por ejercicio el apetito, y este nace de la ignorancia de las cosas, pues si las conociera cuando codicioso y desalentado las busca, así las aborreciera como cuando arrepentido las desprecia. Y es de considerar la fuerza grande que tiene, pues promete y persuade tanta hermosura en los deleites y gustos, lo cual dura solo en la pretensión dellos, porque en llegando cualquiera a ser poseedor es juntamente descontento. El mundo, que a nuestro deseo sabe la condición, para lisonjearla, pónese delante mudable y vario, porque la novedad y diferencia es el afeite con que más nos atrae. Con esto acaricia nuestros deseos, llévalos tras sí, y ellos a nosotros. Sea por todas las experiencias mi suceso, pues cuando más apurado me había de tener el conocimiento destas cosas, me hallé todo en poder de la confusión, poseído de la vanidad de tal manera que en la gran población del mundo, perdido ya, corría donde tras la hermosura me llevaban los ojos y adonde tras la conversación los amigos, de una calle en otra, hecho fábula de todos; y en lugar de desear salida al laberinto, procuraba que se me alargase el engaño. Ya por la calle de la ira descompuesto seguía las pendencias pisando sangre y heridas; ya por la de la gula veía responder a los brindis turbados. Al fin, de una calle en otra andaba (siendo infinitas) de tal manera confuso que la admiración aun no dejaba sentido para el cansancio, cuando, llamado de voces descompuestas y tirado porfiadamente del manteo, volví la cabeza. Era un viejo venerable en sus canas, maltratado, roto por mil partes el vestido y pisado; no por eso ridículo, antes severo y digno de respeto.

—¿Quién eres —dije—, que así te confiesas envidioso de mis gustos? Déjame, que siempre los ancianos aborrecéis en los mozos los placeres y deleites, no que dejáis de vuestra voluntad, sino que por fuerza os quita el tiempo. Tú vas, yo vengo: déjame gozar y ver el mundo.

Desmintiendo sus sentimientos, riéndose, dijo:

—Ni te estorbo ni te envidio lo que deseo, antes te tengo lástima. ¿Tú por ventura sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo? Cierto es que no, pues así, alegre, le dejas pasar hurtado de la hora que fugitiva y secreta te lleva preciosísimo robo. ¿Quién te ha dicho que lo que ya fue volverá cuando lo hayas menester si le llamares? Dime ¿has visto algunas pisadas de los días? No por cierto, que ellos solo vuelven la cabeza a reírse y burlarse de los que así los dejaron pasar. Sábete que la muerte y ellos están eslabonados y en una cadena, y que cuando más caminan los días que van delante de ti, tiran hacia ti y te acercan a la muerte, que quizá la aguardas y es ya llegada, y según vives, antes será pasada que creída. Por necio tengo al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir y por malo al que vive tan sin miedo della como si no la hubiese, que este lo viene a temer cuando lo padece, y embarazado con el temor, ni halla remedio a la vida ni consuelo a su fin. Cuerdo es solo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir.

—Eficaces palabras tienes, buen viejo. Traído me has el alma a mí, que me la llevaban embelesada vanos deseos. ¿Quién eres, de dónde, y qué haces por aquí?

—Mi hábito y traje dice que soy hombre de bien y amigo de decir verdades, en lo roto y poco medrado; y lo peor que tu vida tiene es no haberme visto la cara hasta ahora. Yo soy el Desengaño; estos rasgones de la ropa son de los tirones que dan de mí los que dicen en el mundo que me quieren, y estos cardenales del rostro, estos golpes y coces me dan en llegando, porque vine y porque me vaya, que en el mundo todos decís que queréis desengaño, y en teniéndole, unos os desesperáis, otros maldecís a quien os le dio, y los más corteses no le creéis. Si tú quieres, hijo, ver el mundo, ven conmigo, que yo te llevaré a la calle mayor, que es a donde salen todas las figuras, y allí verás juntos los que por aquí van divididos sin cansarte; yo te enseñaré el mundo como es, que tú no alcanzas a ver sino lo que parece.

—¿Y cómo se llama —dije yo— la calle mayor del mundo, donde hemos de ir?

—Llámase —respondió— Hipocresía, calle que empieza con el mundo y se acabará con él; y no hay nadie casi que no tenga, si no una casa, un cuarto o un aposento en ella. Unos son vecinos y otros paseantes, que hay muchas diferencias de hipócritas, y todos cuantos ves por ahí lo son. ¿Y ves aquel que gana de comer como oficial y se viste como hidalgo? Es hipócrita, y el día de fiesta, con el raso y el terciopelo y el cintillo y la cadena de oro, se desfigura de suerte que no le conocerán las tijeras y agujas y jabón, y parecerá tan poco a oficial, que aun parece que dice verdad. ¿Ves aquel hidalgo con aquel que es como caballero? Pues debiendo medirse con su hacienda ir solo, por ser hipócrita y parecer lo que no es, se va metiendo a caballero, y por sustentar un lacayo, ni sustenta lo que dice ni lo que hace, pues ni lo cumple ni lo paga, y la hidalguía y la ejecutoria le sirve solo de dispensarle los casamientos que hace con sus deudas, que está más casado con ellas que con su mujer. Aquel caballero, por ser señoría no hay diligencia que no haga, y ha procurado hacerse Venecia, por ser señoría; sino que como se fundó en el viento, para serlo se había de fundar en el agua. Sustenta, por parecer señor, caza de halcones, que lo primero que matan es a su amo de hambre con la costa, y luego el rocín en que los llevan, y después cuando mucho, una graja o un milano. Y ninguno es lo que parece. El señor, por tener acciones de grande se empeña, y el grande remeda ceremonia de rey. ¿Pues qué diré de los discretos? ¿Ves aquel aciago de cara? Pues siendo un mentecato, por parecer discreto y ser tenido por tal, se alaba de que tiene poca memoria, quéjase de melancolías, vive descontento y préciase de mal regido, y es hipócrita, que parece entendido y es mentecato. ¿No ves los viejos hipócritas de barbas, con las canas envainadas en tinta, querer en todo parecer muchachos? ¿No ves a los niños preciarse de dar consejos y presumir de cuerdos? Pues todo es hipocresía. Pues en los nombres de las cosas ¿no la hay la mayor del mundo? El zapatero de viejo se llama entretenedor del calzado; el botero, sastre del vino, que le hace de vestir; el mozo de mulas, gentilhombre de camino; el bodegón, estado, el bodegonero, contador; el verdugo se llama miembro de la justicia y el corchete criado; el fullero, diestro; el ventero, huésped; la taberna, ermita; la putería, casa; las putas, damas; las alcahuetas, dueñas; los cornudos, honrados. Amistad llaman el amancebamiento, trato a la usura, burla a la estafa, gracia la mentira, donaire la malicia, descuido la bellaquería, valiente al desvergonzado, cortesano al vagamundo, al negro moreno, señor maestro al albardero y señor doctor al platicante. Así que ni son lo que parecen ni lo que se llaman, hipócritas en el nombre y en el hecho. ¿Pues unos nombres que hay generales? A toda pícara, señora hermosa; a todo hábito largo, señor licenciado; a todo gallofero, señor soldado; a todo bien vestido, señor hidalgo; a todo capigorrón o lo que fuere, canónigo o arcediano; a todo escribano, secretario. De suerte que todo el hombre es mentira por cualquier parte que le examinéis, si no es que, ignorante como tú, crea las apariencias. ¿Ves los pecados? Pues todos son hipocresía, y en ella empiezan y acaban, y della nacen y se alimentan la Ira, la Gula, la Soberbia, la Avaricia, la Lujuria, la Pereza, el Homicidio y otros mil.

—¿Cómo me puedes tú decir, ni probarlo, si vemos que son diferentes y distintos?

—No me espanto que eso ignores, que lo saben pocos. Oye y entenderás con facilidad eso que así te parece contrario, qué bien se conviene: todos los pecados son malos, eso bien lo confiesas, y también confiesas con los filósofos y teólogos que la voluntad apetece lo malo debajo de razón de bien, y que para pecar no basta la representación de la ira ni el conocimiento de la lujuria, sin el consentimiento de la voluntad, y que eso para que sea pecado no aguarda la ejecución, que solo le agrava más, aunque en esto hay muchas diferencias. Esto así visto y entendido, claro está que cada vez que un pecado destos se hace, que la voluntad lo consiente y lo quiere; y según su natural no pudo apetecelle sino debajo de razón de algún bien. ¿Pues hay más clara y más confirmada hipocresía, que vestirse del bien en lo aparente para matar con el engaño? «¿Qué esperanza es la del hipócrita?», dice Job. Ninguna, pues ni la tiene por lo que es, pues es malo, ni por lo que parece, pues lo parece y no lo es. Todos los pecadores tienen menos atrevimiento que el hipócrita, pues ellos pecan contra Dios, pero no con Dios ni en Dios, mas el hipócrita peca contra Dios y con Dios, pues le toma por instrumento para pecar.

En esto llegamos a la calle mayor; vi todo el concurso que el viejo me había prometido. Tomamos puesto conveniente para registrar lo que pasaba. Fue un entierro en esta forma: venían envainados en unos sayos grandes de diferentes colores unos pícaros, haciendo una taracea de mullidores; pasó esta recua incensando con las campanillas; seguían los muchachos de la dotrina, meninos de la muerte y lacayuelos del ataúd chirriando la calavera. Seguíanse luego doce galloferos hipócritas de la pobreza, con doce hachas, acompañando el cuerpo y abrigando a los de la capacha, que hombreando testificaban el peso de la difunta. Detrás seguía larga procesión de amigos que acompañaban en la tristeza y luto al viudo que, anegado en capuz de bayeta y devanado en una chía, perdido el rostro en la falda de un sombrero de suerte que no se le podían hallar los ojos, corvos e impedidos los pasos con el peso de diez arrobas de cola que arrastraba, iba tardo y perezoso. Lastimado deste espectáculo,

—¡Dichosa mujer —dije—, si lo puede ser alguna en la muerte, pues hallaste marido que pasó con la fe y el amor más allá de la vida y sepultura. Y dichoso viudo que ha hallado tales amigos, que no solo acompañan su sentimiento, pero que parece que le vencen en él. ¿No ves qué tristes van, y suspensos?

El viejo, moviendo la cabeza y sonriéndose, dijo:

—¡Desventurado! Eso todo es por fuera, y parece así, pero agora lo verás por de dentro y verás con cuánta verdad el ser desmiente a las aparencias. ¿Ves aquellas luces, campanillas y mullidores, y todo este acompañamiento piadoso que es sufragio cristiano y limosnero? Esto es saludable, mas las bravatas que en los túmulos sobreescriben podrición y gusanos se podrían excusar. Empero también los muertos tienen su vanidad, y los difuntos y difuntas su soberbia. Allí va tierra de menos fruto y más espantosa de la que pisas, por sí no merecedora de alguna honra, ni aun de ser cultivada con arado ni azadón. ¿Ves aquellos viejos que llevan las hachas? Pues algunos no las atizan para que atizadas alumbren más, sino porque atizadas a menudo se derritan más y ellos hurten más cera para vender: estos son los que a la sepultura hacen la salva en el difunto y difunta, pues antes que ella lo coma ni lo pruebe, cada uno le ha dado un bocado, arrancándole un real o dos; mas con todo esto tiene el valor de la limosna. ¿Ves la tristeza de los amigos? Pues todo es de ir en el entierro, y los convidados van dados al diablo con los que los convidaron, que quisieran más pasearse o asistir a sus negocios. Aquel que habla de mano con el otro, le va diciendo que convidar a entierro, donde se ofrece, que no se puede hacer con un amigo, y que el entierro solo es convite para la tierra, pues a ella solamente llevan que coma. El viudo no va triste del caso y viudez, sino de ver que pudiendo él haber enterrado a su mujer a un muladar y sin coste y fiesta ninguna, le hayan metido en semejante barahúnda y gasto de cofadrías y cera, y entre sí dice que le debe poco, que ya que se había de morir, pudiera haberse muerto de repente, sin gastarle en médicos, barberos ni boticas, y no dejarle empeñado en jarabes y pócimas. Dos ha enterrado con esta, y es tanto el gusto que recibe de enviudar, que va ya trazando el casamiento con una amiga que ha tenido, y fiado con su mala condición y endemoniada vida, piensa doblar el capuz por poco tiempo.

Quedé espantado de ver todo eso ser así, diciendo:

—¡Qué diferentes son las cosas del mundo de como las vemos! Desde hoy perderán conmigo todo el crédito mis ojos y nada creeré menos de lo que viere.

Pasó por nosotros el entierro como si no hubiera de pasar por nosotros tan brevemente, y como si aquella difunta no nos fuera enseñando el camino y, muda, no nos dijera a todos: «Delante voy donde aguardo a los que quedáis, acompañando a otros, y que yo vi pasar con ese propio descuido».

Apartónos desta consideración el ruido que andaba en una casa a nuestras espaldas; entramos dentro a ver lo que fuese, y al tiempo que sintieron gente, comenzó un plañido a seis voces de mujeres que acompañaban una viuda. Era el llanto muy autorizado pero poco provechoso al difunto; sonaban palmadas de rato en rato, que parecía palmeado de diciplinantes. Oíanse unos sollozos estirados, embutidos de suspiros, pujados por falta de gana. La casa estaba despojada, las paredes desnudas; la cuitada estaba en un aposento escuro, sin luz ninguna, lleno de bayetas, donde lloraban a tiento. Unas decían: «Amiga, nada se remedia con llorar»; otras: «Sin duda goza de Dios». Cuál la animaba a que se conformase con la voluntad del Señor. Y ella luego comenzaba a soltar el trapo, y llorando a cántaros decía:

—¿Para qué quiero yo vivir sin fulano? ¡Desdichada nací, pues no me queda a quien volver los ojos! ¿Quién ha de amparar a una pobre mujer sola?

Y aquí plañían todas con ella, y andaba una sonadera de narices que se hundía la cuadra. Y entonces advertí que las mujeres se purgan en un pésame destos, pues por los ojos y las narices echan cuanto mal tienen. Enternecíme y dije:

—¡Qué lástima tan bien empleada es la que se tiene a una viuda, pues por sí una mujer es sola, y viuda mucho más! Y así su nombre es de mudas sin lengua, que eso significa la voz que dice viuda en hebreo, pues ni tiene quien hable por ella ni atrevimiento, y como se ve sola para hablar, y aunque hable, como no la oyen, lo mismo es que ser mudas, y peor.

—Esto remedian con meterse dueñas, pues en siéndolo hablan de manera que de lo que las sobra pueden hablar todos los mudos y sobrar palabras para los tartajosos y pausados. Al marido muerto llaman «el que pudre»: mirad cuáles son estas, y si muerto, que ni las asiste, ni las guarda, ni las acecha, dicen que pudre, ¿qué dirían cuando vivo hacía todo esto?

—Eso —respondí— es malicia que se verifica en algunas, mas todas son un género femenino desamparado, y tal como aquí se representa en esta desventurada mujer. Dejadme —dije al viejo— llorar semejante desventura, y juntar mis lágrimas a las destas mujeres.

El viejo, algo enojado, dijo:

—¿Ahora lloras, después de haber hecho ostentación vana de tus estudios y mostrádote docto y teólogo, cuando era menester mostrarte prudente? ¿No aguardaras a que yo te hubiera declarado estas cosas para ver cómo merecían que se hablase dellas? ¿Mas quién habrá que detenga la sentencia ya imaginada en la boca? No es mucho, que no sabes otra cosa, y que a no ofrecerse la viuda te quedabas con toda tu ciencia en el estómago. No es filósofo el que sabe dónde está el tesoro, sino el que trabaja y le saca. Ni aun ese lo es del todo, sino el que después de poseído usa bien dél. ¿Qué importa que sepas dos chistes y dos lugares si no tienes prudencia para acomodarlos? Oye; verás esta viuda, que por defuera tiene un cuerpo de responsos, cómo por de dentro tiene una ánima de aleluyas; las tocas negras y los pensamientos verdes. ¿Ves la escuridad del aposento y el estar cubiertos los rostros con el manto? Pues es porque así, como no las pueden ver, con hablar un poco gangoso, escupir y remedar sollozos, hacen un llanto casero y hechizo, teniendo los ojos hechos una yesca. ¿Quiéreslas consolar? Pues déjalas solas y bailarán en no habiendo con quien cumplir. Y luego las amigas harán su oficio: «Quedáis moza y es malograros, hombres habrá que os estimen, ya sabéis quién es fulano, que cuando no supla la falta del que está en la gloria», etc. Otra: «Mucho debéis a don Pedro, que acudió en este trabajo, no sé qué me sospeche, y en verdad que si hubiera de ser algo, que por quedar tan niña os será forzoso… ». Y entonces la viuda, muy recoleta de ojos y muy estreñida de boca, dice: «No es ahora tiempo deso; a cargo de Dios está, Él lo hará si viere que conviene». Y advertid que el día de la viudez es el día que más comen estas viudas, porque para animarla no entra ninguna que no le dé un trago, y le hace comer un bocado, y ella lo come diciendo: «Todo se vuelve ponzoña», y medio mascándolo, dice: «¿Qué provecho puede hacer esto a la amarga viuda, que estaba hecha a comer a medias todas las cosas, y con compañía, y ahora se las habrá de comer todas enteras, sin dar parte a nadie, de puro desdichada?». Mira, pues, siendo esto así, qué a propósito vienen tus exclamaciones. Apenas esto dijo el viejo, cuando arrebatados de unos gritos ahogados en vino, de gran ruido de gente, salimos a ver qué fuese, y era un alguacil, el cual con solo un pedazo de vara en la mano y las narices ajadas, deshecho el cuello, sin sombrero y en cuerpo, iba pidiendo «¡Favor al rey! ¡Favor a la justicia!» tras un ladrón que en seguimiento de una iglesia, y no de puro buen cristiano, iba tan ligero como pedía la necesidad y le mandaba el miedo. Atrás, cercado de gente, quedaba el escribano, lleno de lodo, con las cajas en el brazo izquierdo, escribiendo sobre la rodilla. Y noté que no hay cosa que crezca tanto en tan poco tiempo como culpa en poder de escribano, pues en un instante tenía una resma al cabo. Pregunté la causa del alboroto; dijeron que aquel hombre que huía era amigo del alguacil, y que le fió no sé qué secreto tocante en delicto, y por no dejarlo a otro que lo hiciese, quiso él asirle. Huyósele después de haberle dado muchas puñadas, y viendo que venía gente encomendóse a sus pies y fuese a dar cuenta de sus negocios a un retablo. El escribano hacía la causa mientras el alguacil con los corchetes (que son podencos del verdugo que siguen ladrando) iban tras él, y no le podían alcanzar. Y debía de ser el ladrón muy ligero, pues no le podían alcanzar soplones, que por fuerza corrían como el viento.

—¿Con qué podrá premiar una república el celo deste alguacil, pues porque yo y el otro tengamos nuestras vidas, honras y haciendas, ha aventurado su persona? Este merece mucho con Dios y con el mundo. Mírale cuál va roto y herido, llena de sangre la cara, por alcanzar aquel delincuente y quitar un entropezón a la paz del pueblo.

—¡Basta!—dijo el viejo—, que si no te van a la mano dirás un día entero. Sábete que ese alguacil no sigue a este ladrón, ni procura alcanzarle por el particular y universal provecho de nadie, sino que como ve que aquí le mira todo el mundo, córrese de que haya quien en materia de hurtar le eche el pie delante, y por eso aguija por alcanzarle. Y no es culpable el alguacil porque le prendió, siendo su amigo, si era delincuente, que no hace mal el que come de su hacienda; antes hace bien y justamente, y todo delincuente y malo, sea quien fuere, es hacienda del alguacil y le es lícito comer della. Estos tienen sus censos sobre azotes y galeras y sus juros sobre la horca. Y créeme que el año de virtudes, para estos y para el infierno es estéril. Y no sé cómo aborreciéndolos el mundo tanto, por venganza dellos no da en ser bueno adrede por un año o dos años, que de hambre y de pena se morirían.Y renegad de oficio que tiene situados sus gajes donde los tiene situados Bercebú.

—Ya que en eso pongas también dolo, ¿cómo lo podrás poner en el escribano, que le hace la causa calificada con testigos?

—Ríete deso —dijo—. ¿Has visto tú alguacil sin escribano algún día? No por cierto, que como ellos salen a buscar de comer, porque, aunque topen un inocente, no vaya a la cárcel sin causa, llevan escribano que se la haga, y así, aunque ellos no den causa para que les prendan, hácesela el escribano, y están presos con causa. Y en los testigos no repares, que para cualquier cosa tendrán tantos como tuviere gotas de tinta el tintero, que los más, en los malos oficiales, los presenta la pluma y los examina la codicia, y si dicen algunos lo que es verdad, escriben lo que han de menester y repiten lo que dijeron. Y para andar como había de andar el mundo, mejor fuera y más importara que el juramento que ellos toman al testigo, que jure a Dios y a la cruz decir verdad en lo que les fuere preguntado, que el testigo se lo tomara a ellos de que la escribirán como ellos la dijeren. Muchos hay buenos escribanos y alguaciles muchos, pero de sí el oficio es con los buenos como la mar con los muertos, que no los consiente y dentro de tres días los echa a la orilla. Bien me parece a mí un escribano a caballo y un alguacil con capa y gorra honrando unos azotes como pudiera un bautismo, detrás de una sarta de ladrones que azotan; pero siento que cuando el pregonero dice: «A estos hombres, por ladrones», que suena el eco en la vara del alguacil y en la pluma del escribano.

Más dijera si no le tuviera la grandeza con que un hombre rico iba en una carroza, tan hinchado que parecía porfiaba a sacarla de husillo, pretendiendo parecer tan grave, que a las cuatro bestias aun se lo parecía, según el espacio con que andaban. Iba muy derecho, preciándose de espetado, escaso de ojos y avariento de miraduras, ahorrando cortesías con todos, sumida la cara en un cuello abierto hacia arriba que parecía vela en papel, y tan olvidado de sus conjunturas que no sabía por dónde volverse a hacer una cortesía ni levantar el brazo a quitarse el sombrero, el cual parecía miembro según estaba fijo y firme. Cercaban el coche cantidad de criados traídos con artificio, entretenidos con promesas y sustentados con esperanzas. Otra parte iba de acompañamiento de acreedores, cuyo crédito sustentaba toda aquella máquina. Iba un bufón en el coche entreteniéndole.

—Para ti se hizo el mundo —dije yo luego que le vi—, que tan descuidado vives y con tanto descanso y grandeza. ¡Qué bien empleada hacienda, qué lucida! ¡Y cómo representa bien quién es este caballero!

—Todo cuanto piensas —dijo el viejo— es disparate y mentira cuanto dices; y solo aciertas en decir que el mundo solo se hizo para este, y es verdad, porque el mundo es solo trabajo y vanidad y este es todo vanidad y locura. ¿Ves los caballos? Pues comiendo se van, a vueltas de la cebada y paja, al que la fía a este, y por cortesía de las ejecuciones trae ropilla. Más trabajo le cuesta la fábrica de sus embustes para comer que si lo ganara cavando. ¿Ves aquel bufón? Pues has de advertir que tiene por bufón al que le sustenta y le da lo que tiene. ¿Qué más miseria quieres destos ricos, que todo el año andan comprando mentiras y adulaciones y gastan sus haciendas en falsos testimonios? Va aquel tan contento porque el truhán le ha dicho que no hay tal príncipe como él y que todos los demás son unos escuderos, como si ello fuera así, y diferencian muy poco, porque el uno es juglar del otro: desta suerte el rico se ríe con el bufón y el bufón se ríe del rico porque hace caso de lo que lisonjea.

Venía una mujer hermosa, trayéndose de paso los ojos que la miraban y dejando los corazones llenos de deseos. Iba ella con artificioso descuido escondiendo el rostro a los que ya le habían visto y descubriéndole a los que estaban divertidos. Tal vez se mostraba por velo, tal vez por tejadillo; ya daba un relámpago de cara con un bamboleo de manto, ya se hacía brújula mostrando un ojo solo, y tapada de medio lado descubría un tarazón de mejilla. Los cabellos, martirizados, hacían sortijas a las sienes. El rostro era nieve y grana y rosas que se conservaban en amistad esparcidas por labios, cuello y mejillas; los dientes transparentes; y las manos, que de rato en rato nevaban el manto, abrasaban los corazones. El talle y paso ocasionando pensamientos lascivos; tan rica y galana como cargada de joyas recebidas y no compradas. Vila, y arrebatado de la naturaleza, quise seguirla entre los demás, y a no tropezar en las canas del viejo lo hiciera. Volvíme atrás y diciendo:

—Quien no ama con todos sus cinco sentidos una mujer hermosa, no estima a la naturaleza su mayor cuidado y su mayor obra. ¡Dichoso es el que halla tal ocasión y sabio el que la goza! ¿Qué sentido no descansa en la belleza de una mujer que nació para amada del hombre? De todas las cosas del mundo aparta y olvida su amor, correspondido, teniéndole todo en poco y tratándole con desprecio. ¡Qué ojos tan hermosos honestamente! ¡Qué mirar tan cauteloso y prevenido en los descuidos de una alma libre! ¡Qué cejas tan negras, esforzando recíprocamente la blancura de la frente! ¡Qué mejillas, donde la sangre mezclada con la leche engendra lo rosado que admira! ¡Qué labios encarnados, guardando perlas que la risa muestra con recato! ¡Qué cuello! ¡Qué manos! ¡Qué talle! Todos son causa de perdición y juntamente disculpa del que se pierde por ella.

—¿Qué más le queda a la edad que decir y al apetito que desear?—dijo el viejo—. Trabajo tienes si con cada cosa que ves haces esto. Triste fue tu vida. No naciste sino para admirado. Hasta ahora te juzgaba por ciego y ahora veo que también eres loco. Y echo de ver que hasta ahora no sabes para lo que Dios te dio los ojos ni cuál es su oficio. Ellos han de ver y la razón ha de juzgar y elegir; al revés lo haces, o nada haces, que es peor. Si te andas a creerlos padecerás mil confusiones: tendrás las sierras por azules y lo grande por pequeño, que la longitud y la proximidad engañan la vista. ¡Qué río caudaloso no se burla della, pues para saber hacia dónde corre es menester una paja o ramo que se lo muestre. ¿Viste esa visión que acostándose fea se hizo esta mañana hermosa ella misma y haces extremos grandes? Pues sábete que las mujeres lo primero que se visten en despertándose es una cara, una garganta y unas manos, y luego las sayas. Todo cuanto ves en ellas es tienda y no natural. ¿Ves el cabello? Pues comprado es y no criado. Las cejas tienen más de ahumadas que de negras, y si como se hacen cejas se hicieran las narices, no las tuvieran. Los dientes que ves, y la boca, era de puro negra un tintero y a puros polvos se ha hecho salvadera. La cera de los oídos se ha pasado a los labios y cada uno es una candelilla. ¿Las manos, pues? Lo que parece blanco es untado. ¡Qué cosa es ver una mujer que ha de salir otro día a que la vean, echarse la noche antes en adobo y verlas acostar las caras hechas cofines de pasas, y a la mañana irse pintando sobre lo vivo como quieren! ¡Qué es ver una fea o una vieja querer, como el otro tan celebrado nigromántico, salir de nuevo de una redoma! ¿Estáslas mirando? Pues no es cosa suya. Si se lavasen las caras no las conocerías. Y cree que en el mundo no hay cosa tan trabajada como el pellejo de una mujer hermosa, donde se enjugan y secan y derriten más jalbegues que sus faldas. Desconfiadas de sus personas, cuando quieren halagar algunas narices, luego se encomiendan a la pastilla y al sahumerio o aguas de olor, y a veces los pies disimulan el sudor con las zapatillas de ámbar. Dígote que nuestros sentidos están en ayunas de lo que es mujer y ahítos de lo que le parece. Si la besas te embarras los labios; si la abrazas, aprietas tablillas y abollas cartones; si la acuestas contigo, la mitad dejas debajo la cama en los chapines; si la pretendes te cansas; si la alcanzas te embarazas; si la sustentas te empobreces; si la dejas te persigue; si la quieres te deja. Dame a entender de qué modo es buena, y considera agora este animal soberbio con nuestra flaqueza, a quien hacen poderoso nuestras necesidades, más provechosas sufridas o castigadas que satisfechas, y verás tus disparates claros. Considérala padeciendo los meses y te dará asco; y cuando está sin ellos acuérdate que los ha tenido y que los ha de padecer, y te dará horror lo que te enamora. Y avergüénzate de andar perdido por cosas que en cualquier estatua de palo tienen menos asqueroso fundamento.

Mirando estaba yo confusión de gente tan grande, cuando dos figurones entre pantasmas y colosos, con caras abominables y faciones traídas, tiraron una cuerda. Delgada me pareció y de mil diferentes colores, y dando gritos por unas simas que abrieron por bocas, dijeron:

—Ea, gente cuerda; alto a la obra.

No lo hubieron dicho cuando de todo el mundo que estaba al otro lado se vinieron a la sombra de la cuerda muchos, y en entrando eran todos tan diferentes que parecía transmutación o encanto, y yo no conocí a alguno.

—¡Válate Dios por cuerda —decía yo—, que tales tropelías haces!

El viejo se limpiaba las lagañas y daba unas carcajadas sin dientes, con tantos dobleces de mejillas que se arremetían a sollozos, mirando mi confusión.

—Aquella mujer, allí fuera estaba más compuesta que copla, más serena que la mar, con una honestidad en los huesos anublada de manto, y en entrando aquí ha desatado las coyunturas, mira de par en par, y por los ojos está disparando las entrañas a aquellos mancebos, y no deja descansar la lengua en ceceos, los ojos en guiñaduras, las manos en tecleados de moño.

—¿Qué te ha dado, mujer? ¿Eres tú la que yo vi allí?

—Sí es —decía el vejete, con una voz trompicada en toses y con juanetes de gargajos—; ella es, mas por debajo de la cuerda hace estas habilidades.

—¿Y aquel que estaba allí tan ajustado de ferreruelo, tan atusado de traje, tan recoleto de rostro, tan angustiado de ojos, tan mortificado de habla, que daba respeto y veneración?—dije yo—. ¿Cómo no hubo pasado cuando se descerrajó de mohatras y de usuras, montero de necesidades, que las arma trampas, perpetuo vocinglero del tanto más cuanto, anda acechando logros?

—Ya te he dicho que eso es por debajo la cuerda.

—¡Válate el diablo por cuerda, que tales cosas urdes! Aquel que anda escribiendo billetes, sonsacando virginidades y solicitando deshonras y facilitando maldades, yo lo conocí a la orilla de la cuerda dignidad gravísima.

—Pues por debajo de la cuerda tiene esas ocupaciones —respondió mi ayo.

—Aquel que anda allí juntando bregas, azuzando pendencias, revolviendo caldos, alimentando cizañas y calificando porfías y dando pistos a temas desmayadas, yo lo vi fuera de la cuerda revolviendo libros, ajustando leyes, examinando la justicia, ordenando peticiones, dando pareceres. ¿Cómo he de entender estas cosas?

—Ya te lo he dicho —dijo el buen caduco—. Ese propio por debajo de la cuerda hace lo que ves tan al contrario de lo que profesa. Mira aquel, que fuera de la cuerda viste a la brida en mula tartamuda de paso, con ropilla y ferreruelo y guantes y receta, dando jarabes, cuál anda aquí a la brida en un basilisco, con peto y espaldar, y con manoplas, repartiendo puñaladas de tabardillos y conquistando las vidas, que allí parecía que curaba; aquí por debajo de la cuerda está estirando las enfermedades para que den de sí y se alarguen, y allí parecía que rehusaba las pagas de las visitas. Mira, mira aquel maldito cortesano, acompañante perdurable de los dichosos, cuál andaba allí fuera a la vista de aquel ministro, mirando las zalemas de los otros para excederlas, rematando las reverencias en desaparecimientos; tan bajas las hacía por pujar a otros la ceremonia, que tocaban en de buces. ¿No le viste siempre inclinada la cabeza, como si recibiera bendiciones, y negociar de puro humilde a lo Guadiana, por debajo de tierra, y aquel amén sonoro y anticipado a todos los otros bergantes a cuanto el patrón dice y contradice? Pues mírale allí por debajo de la cuerda royéndole los zancajos, que ya se le ve el hueso, abrasándole en chismes, maldiciéndole y engañándole, y volviendo en gestos y en muecas las esclavitudes de la lisonja, lo cariacontecido del semblante y las adulaciones menudas del coleo de la barba y de los entretenimientos de la jeta. ¿Viste allá fuera aquel maridillo dar voces que hundía el barrio: «¡Cierren esa puerta!», «¿Qué cosa es ventanas?», «No quiero coche», «En mi casa me como», «Calle y pase, que así hago yo», y todo el séquito de la negra honra? Pues mírale por debajo de la cuerda encarecer con sus desabrimientos los encierros de su mujer. Mírale amodorrido con una promesa, y los negocios que se le ofrecen cuando le ofrecen, cómo vuelve a su casa con un esquilón por tos, tan sonora que se oye a seis calles, qué calidad tan inmensa y qué honra halla en lo que come y en lo que le sobra, y qué nota en lo que pide y le falta, qué sospechoso es de los pobres y qué buen conceto tiene de los dadivosos y ricos, qué a raíz tiene el ceño de los que no pueden más y qué a propósito las jornadas para los precipitados de dádiva. ¿Ves aquel bellaconazo que allí está vendiéndose por amigo de aquel hombre casado, y arremetiéndose a hermano, que acude a sus enfermedades y a sus pleitos, que le prestaba y le acompañaba? Pues mírale por debajo de la cuerda añadiéndole hijos y embarazos en la cabeza y trompicones en el pelo. Oye cómo, reprehendiéndoselo aquel vecino, que parece mal que entre a cosas semejantes en casa de su amigo, donde le admiten y se fían dél y le abren la puerta a todas horas, él responde: «¿Pues qué queréis, que vaya donde me aguardan con una escopeta, no se fían de mí y me niegan la entrada? Eso sería ser necio, si estotro es ser bellaco». Quedé admirado de oír al buen viejo y de ver lo que pasaba por debajo de la cuerda en el mundo, y dije entre mí:

—Si a tan delgada sombra, fiando su cubierta del bulto de una cuerda, son tales los hombres, ¿qué serán debajo de tinieblas de mayor bulto y latitud?

Extraña cosa era de ver cómo casi todos se venían de la otra parte del mundo a declararse de costumbres en estando debajo de la cuerda. Y luego a la postre vi otra maravilla, que siendo esta cuerda una línea invisible casi debajo della cabían infinitas multitudes, y que hay debajo de cuerda en todos los sentidos y potencias, y en todas partes y en todos oficios; y yo lo veo por mí, que ahora escribo este discurso, diciendo que es para entretener, y por debajo de la cuerda doy un jabón muy bueno a los que prometí halagos muy sazonados.

—Con esto —el viejo me dijo— forzoso es que descanses, que el choque de tantas admiraciones y de tantos desengaños fatigan el seso y temo se te desconcierte la imaginación. Reposa un poco, para que lo que resta te enseñe y no te atormente.

Yo tal estaba, di conmigo en el sueño y en el suelo, obediente y cansado.

La visita de los chistes


A DOÑA MIRENA RIQUEZA.

Harto es que me haya quedado algún discurso después que veo a v.m. , y creo que me dejó este por ser de la muerte. No se lo dedico porque me lo ampare; llévosele yo, porque el mayor designio desinteresado es el mío, para la enmienda de lo que puede estar escrito con algún desaliño o imaginado con poca felicidad. No me atrevo yo a encarecer la invención por no acreditarme de invencionero. Procurado he pulir el estilo y sazonar la pluma con curiosidad. Ni entre la risa me he olvidado de la dotrina. Si me han aprovechado el estilo y la diligencia he remitido a la censura que v. m. hiciera dél si llega a merecer que le mire, y podré yo decir entonces que soy dichoso por sueños. Guarde Dios a v. m. , que lo mismo hiciera yo. En la prisión y en la Torre, a 6 de abril 1622.


A QUIEN LEYERE.

He querido que la muerte acabe mis discursos como las demás cosas; querrá Dios que tenga buena suerte. Este es el quinto sueño; no me queda ya que soñar, y si en la visita de los chistes no despierto, no hay que aguardarme. Si te pareciere que ya es mucho sueño, perdona algo la modorra que padezco, y si no, guárdame el sueño, que yo seré sietedurmiente de las tales figuras. Vale.

Están siempre cautelosos y prevenidos los ruines pensamientos, la desesperación cobarde y la tristeza, esperando a coger a solas a un desdichado para mostrarse alentados con él, propia condición de cobardes en que juntamente hacen ostentación de su malicia y de su vileza. Por bien que lo tengo considerado en otros, me sucedió en mi prisión, pues habiendo, o por acariciar mi sentimiento o por hacer lisonja a mi melancolía, leído aquellos versos que Lucrecio escribió con tan animosas palabras, me vencí de la imaginación, y debajo del peso de tan ponderadas palabras y razones me dejé caer tan postrado con el dolor del desengaño que leí, que ni sé si me desmayé advertido o escandalizado. Para que la confesión de mi flaqueza se pueda disculpar, escribo, por introdución a mi discurso, la voz del poeta divino, que suena ansí rigurosa con amenazas tan elegantes:


Denique si vocem rerum natura repente
mittat et hoc alicui nostrum sic increpet ipsa:
quid tibi tanto operest , mortalis, quod nimis aegris
luctibus indulges? quid mortem congemis ac fles?
nam si grata fuit tibi vita anteacta priorque
et non omnia pertusum congesta quasi in vas
commoda perfluxere atque ingrata interiere:
cur non ut plenus vitae conviva recedis?
aequo animoque capis securam, stulte, quietem?


Al fin hombre nacido

de mujer flaca, de miserias lleno,
a breve vida como flor traído,
de todo bien y de descanso ajeno,
que como sombra vana
huye a la tarde y nace a la mañana.


Con este conocimiento propio me acompañaba luego esta coplita:


Guerra es la vida del hombre
mientras vive en este suelo,
y sus horas y sus días
como las del jornalero.


Yo, que, arrebatado de la consideración, me vi a los pies de los desengaños rendido, con lastimoso sentimiento y con celo enojado, repetía estos en la fantasía:


Qué perezosos pies, qué entretenidos
pasos lleva la muerte por mis daños;
el camino me alargan los engaños
y en mí se escandalizan los perdidos.
Mis ojos no se dan por entendidos,
y por descaminar mis desengaños,
me disimulan la verdad los años
y les guardan el sueño a los sentidos.
Del vientre a la prisión vine en naciendo,
de la prisión me iré al sepulcro amando,
y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.
Cuantos plazos la muerte me va dando
prolijidades son que va creciendo
porque no acabe de morir penando.



Entre estas demandas y respuestas, fatigado y combatido (sospecho que fue cortesía del sueño piadoso más que de natural) me quedé dormido. Luego que, desembarazada, el alma se vio ociosa sin la traba de los sentidos exteriores, me embistió desta manera la comedia siguiente, y así la recitaron mis potencias a escuras siendo yo para mis fantasías auditorio y teatro.

Fueron entrando unos médicos a caballo en unas mulas que con gualdrapas negras parecían tumbas con orejas. El paso era divertido, torpe y desigual, de manera que los dueños iban encima en mareta y algunos vaivenes de serradores. La vista asquerosa de puro pasear los ojos por orinales y servicios; las bocas emboscadas en barbas, que apenas se las hallara un braco; sayos con resabios de vaqueros; guantes en enfusión, doblados como los que curan; sortijón en el pulgar, con piedra tan grande que cuando toma el pulso pronostica al enfermo la losa. Eran estos en gran número, y todos rodeados de platicantes que cursan en lacayos, y tratando más con las mulas que con los doctores se graduaron de médicos. Yo, viéndolos, dije:

—Si destos se hacen estos otros, no es mucho que estos otros nos deshagan a nosotros.

Alrededor venía gran chusma y caterva de boticarios, con espátulas desenvainadas y jeringas en ristre, armados de cala en parche como de punta en blanco. Los medicamentos que estos venden, aunque estén caducando en las redomas de puro añejos y los socrocios tengan telarañas, los dan; y así son medicinas redomadas las suyas. El clamor del que muere empieza en el almirez del boticario, va al pasacalles del barbero, paséase por el tableteado de los guantes del dotor y acábase en las campanas de la iglesia. No hay gente más fiera que estos boticarios; son armeros de los dotores; ellos les dan armas. No hay cosa suya que no tenga achaques de guerra y que no aluda a armas ofensivas: jarabes que antes les sobran letras para jara que les falten; botes se dicen los de pica; espátulas son espadas en su lengua; píldoras son balas; clísteres y melecinas cañones, y así se llaman cañón de melecina. Y bien mirado, si así se toca la tecla de las purgas, sus tiendas son purgatorios y ellos los infiernos, los enfermos los condenados a muerte y los médicos los diablos; y es cierto que son diablos los médicos, pues unos y otros andan tras los malos y huyen de los buenos, y todo su fin es que los buenos sean malos y que los malos no sean buenos jamás. Venían todos vestidos de recetas y coronados de erres asaeteadas con que empiezan las recetas. Y consideré que los dotores hablan a los boticarios diciendo «Recipe», que quiere decir recibe. De la misma suerte habla la mala madre a la hija y la codicia al mal ministro. ¡Pues decir que en la receta hay otra cosa que erres asaeteadas por delincuentes, y luego , que juntas hacen un Annás para condenar a un justo! Síguense uncias y más onzas: ¡qué alivio para desollar un cordero enfermo! Y luego ensartan nombres de simples que parecen invocaciones de demonios: buphthalmos, opopanax, leontopetalon, tragoriganum, potamogeton, senipugino, diacathalicon, petroselinum, scilla, rapa. Y sabido qué quiere decir tan espantosa barahúnda de voces tan rellenas de letrones, son zanahoria, rábanos y perejil, y otras suciedades. Y como han oído decir que quien no te conoce te compre, disfrazan las legumbres porque no sean conocidas y las compren los enfermos. Elingatis dicen lo que es lamer, catapotia las píldoras, clíster la melecina, glans o balanus la cala, errhina moquear. Y son tales los nombres de sus recetas y tales sus medicinas, que las más veces de asco de sus porquerías y hediondeces con que persiguen a los enfermos, se huyen las enfermedades.

¿Qué dolor habrá de tan mal gusto que no se huya de los tuétanos por no aguardar el emplastro de Guillén Servén, y verse convertir en baúl una pierna o muslo donde él está? Cuando vi a estos y a los dotores, entendí cuán mal se dice para notar diferencia, aquel asqueroso refrán: «Mucho va del c… al pulso», que antes no va nada, y solo van los médicos, pues inmediatamente desde él van al servicio y al orinal a preguntar a los meados lo que no saben, porque Galeno los remitió a la cámara y a la orina, y como si el orinal les hablase al oído, se le llegan a la oreja avahándose los barbones con su niebla. ¡Pues verles hacer que se entienden con la cámara por señas, y tomar su parecer al bacín y su dicho a la hedentina! No les esperara un diablo. ¡Oh, malditos pesquisidores contra la vida, pues ahorcan con el garrotillo, degüellan con sangrías, azotan con ventosas, destierran las almas, pues las sacan de la tierra de sus cuerpos sin alma y sin conciencia!

Luego se seguían los cirujanos cargados de pinzas, tientas y cauterios, tijeras, navajas, sierras, limas, tenazas y lancetones; entre ellos se oía una voz muy dolorosa a mis oídos, que decía:

—Corta, arranca, abre, asierra, despedaza, pica, punza, ajigota, rebana, descarna y abrasa.

Diome gran temor, y más verlos el paloteado que hacían con los cauterios y tientas. Unos huesos se me querían entrar de miedo dentro de otros; híceme un ovillo.

En tanto, vinieron unos demonios con unas cadenas de muelas y dientes, haciendo bragueros, y en esto conocí que eran sacamuelas, el oficio más maldito del mundo, pues no sirven sino de despoblar bocas y adelantar la vejez. Estos, con las muelas ajenas, y no ver diente que no quieran ver antes en su collar que en las quijadas, desconfían a las gentes de Santa Polonia, levantan testimonios a las encías y desempiedran las bocas. No he tenido peor rato que tuve en ver sus gatillos andar tras los dientes ajenos, como si fueran ratones, y pedir dineros por sacar una muela, como si la pusieran.

—¿Quién vendrá acompañado desta maldita canalla?—decía yo; y me parecía que aun el diablo era poca cosa para tan maldita gente, cuando veo venir gran ruido de guitarras. Alegréme un poco. Tocaban todos pasacalles y vacas.

—¡Que me maten si no son barberos esos que entran!

No fue mucha habilidad el acertar, que esta gente tiene pasacalles infusos y guitarra gratisdata. Era de ver puntear a unos y rasgar a otros. Yo decía entre mí:

—¡Dolor de la barba, que ensayada en saltarenes se ha de ver rapar, y del brazo que ha de recibir una sangría pasada por chaconas y folías!

Consideré que todos los demás ministros del martirio, inducidores de la muerte, que estaban en mala moneda y eran oficiales de vellón y hierro viejo, y que solos los barberos se habían trocado en plata; y entretúveme en verlos manosear una cara, sobajar otra, y lo que se huelgan con un testuz en el lavatorio.

Luego comenzó a entrar una gran cantidad de gente. Los primeros eran habladores; parecían azudas en conversación, cuya música era peor que la de órganos destemplados. Unos hablaban de hilván, otros a borbotones, otros a chorretadas; otros habladorísimos hablan a cántaros, gente que parece que lleva pujo de decir necedades, como si hubiera tomado alguna purga confecionada de hojas de Calepino de ocho lenguas. Estos me dijeron que eran habladores de diluvios, sin escampar de día ni de noche, gente que habla entre sueños y que madruga a hablar. Había habladores secos y habladores que llaman del río o del rocío y de la espuma, gente que graniza de perdigones. Otros que llaman tarabilla, gente que se va de palabras como de cámaras, que hablan a toda furia. Había otros habladores nadadores, que hablan nadando con los brazos hacia todas partes y tirando manotadas y coces. Otros, jimios, haciendo gestos y visajes. Venían los unos consumiendo a los otros.

Síguense los chismosos, muy solícitos de orejas, muy atentos de ojos, muy encarnizados de malicia, y andaban hechos uñas de las vidas ajenas, espulgándolos a todos. Venían tras ellos los mentirosos contentos, muy gordos, risueños y bien vestidos y medrados, que no teniendo otro oficio, son milagro del mundo, con un gran auditorio de mentecatos y ruines.

Detrás venían los entremetidos, muy soberbios y satisfechos y presumidos, que son las tres lepras de la honra del mundo. Venían injiriéndose en los otros y penetrándose en todo, tejidos y enmarañados en cualquier negocio. Son lapas de la ambición y pulpos de la prosperidad. Estos venían los postreros, según pareció, porque no entró en gran rato nadie. Pregunté que cómo venían tan apartados, y dijéronme unos habladores (sin preguntarlo yo a ellos):

—Estos entremetidos son la quintaesencia de los enfadosos, y por eso no hay otra cosa peor que ellos.

En esto estaba yo considerando la diferencia tan grande del acompañamiento, y no sabía imaginar quién pudiese venir.

En esto entró una que parecía mujer, muy galana y llena de coronas, cetros, hoces, abarcas, chapines, tiaras, caperuzas, mitras, monteras, brocados, pellejos, seda, oro, garrotes, diamantes, serones, perlas y guijarros. Un ojo abierto y otro cerrado, vestida y desnuda de todas colores; por el un lado era moza y por el otro era vieja; unas veces venía despacio y otras aprisa; parecía que estaba lejos y estaba cerca, y cuando pensé que empezaba a entrar estaba ya a mi cabecera. Yo me quedé como hombre que le preguntan qué es cosi y cosa, viendo tan extraño ajuar y tan desbaratada compostura. No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado era figura donosa. Preguntéle quién era y díjome:

—La Muerte.

—¿La Muerte?

Quedé pasmado, y apenas abrigué en el corazón algún aliento para respirar, y muy torpe de lengua, dando trasijos con las razones, la dije:

—¿Pues a qué vienes?

—Por ti—dijo.

—¡Jesús mil veces! Muérome, según eso.

—No te mueres—dijo ella—. Vivo has de venir conmigo a hacer una visita a los difuntos, que pues han venido tantos muertos a los vivos, razón será que vaya un vivo a los muertos y que los muertos sean oídos. ¿Has oído decir que yo ejecuto sin embargo? Alto; ven conmigo.

Perdido de miedo le dije:

—¿No me dejarás vestir?

—No es menester —respondió—, que conmigo nadie va vestido, ni soy embarazosa. Yo traigo los trastos de todos, porque vayan más ligeros.

Fui con ella donde me guiaba, que no sabré decir por dónde, según iba poseído del espanto. En el camino la dije:

—Yo no veo señales de la muerte, porque a ella nos la pintan unos huesos descarnados con su guadaña.

Paróse y respondió:

—Eso no es la muerte, sino los muertos o lo que queda de los vivos. Esos huesos son el dibujo sobre que se labra el cuerpo del hombre; la muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte, tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertes de vosotros mismos; la calavera es el muerto y la cara es la muerte y lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura. Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día, y la ajena en el otro, y viérades que todas vuestras casas están llenas della y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas, y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola. Pensáis que es huesos la muerte y que hasta que veáis venir la calavera y la guadaña no hay muerte para vosotros, y primero sois calavera y huesos que creáis que lo podéis ser.

—Dime —dije yo—: ¿qué significan estos que te acompañan, y por qué van, siendo tú la muerte, más cerca de tu persona los enfadosos y habladores que los médicos?

Respondióme:

—Mucha más gente enferma de los enfadosos que de los tabardillos y calenturas, y mucha más gente matan los habladores y entremetidos que los médicos. Y has de saber que todos enferman del exceso o destemplanza de humores, pero lo que es morir, todos mueren de los médicos que los curan, y así no habéis de decir cuando preguntan: ¿de qué murió fulano?, , sino . Y es de advertir que en todos los oficios, artes y estados se ha introducido el don, en hidalgos, en villanos; yo he visto sastres y albañiles con don, y ladrones y galeotes en galeras. Pues si se mira en las ciencias, en todas hay millares. Solo de los médicos ninguno ha habido con don, pudiéndolos tener muchos más: todos tienen don de matar y quieren más don al despedirse que don al llamarlos.

En esto llegamos a una sima grandísima, la Muerte predicadora y yo desengañado. Zabullóse sin llamar, como de casa, y yo tras ella, animado con el esfuerzo que me daba mi conocimiento tan valiente. Estaban a la entrada tres bultos armados a un lado y otro monstruo terrible enfrente, siempre combatiendo entre sí todos y los tres con el uno y el uno con los tres. Paróse la Muerte y díjome:

—¿Conoces esta gente?

—Ni Dios me la deje conocer —dije yo.

—Pues con ellos andas a las vueltas —dijo ella— desde que naciste; mira cómo vives —replicó—: estos son los enemigos del hombre: el Mundo es aquel, este es el Diablo y aquella la Carne.

Y es cosa notable que eran todos parecidos unos a otros, que no se diferenciaban. Díjome la Muerte:

—Son tan parecidos que en el mundo tenéis a los unos por los otros. Piensa un soberbio que tiene todo el mundo y tiene al diablo; piensa un lujurioso que tiene la carne y tiene al demonio, y ansí anda todo.

—¿Quién es —dije yo— aquel que está allí apartado haciéndose pedazos con estos tres, con tantas caras y figuras?

—Ese es —dijo la Muerte— el Dinero, que tiene puesto pleito a los tres enemigos del alma, diciendo que quiere ahorrar de émulos, y que a donde él está no son menester, porque él solo es todos los tres enemigos. Y fúndase para decir que el dinero es el Diablo en que todos decís «diablo es el dinero», y que , «endiablada cosa es el dinero». Para ser el Mundo dice que vosotros decís que , , al que le quitan el dinero decís que le echen del mundo, y que «todo se da por el dinero». Para decir que es la Carne el dinero, dice el Dinero: «Dígalo la carne», y remítesele a las putas y mujeres malas, que es lo mismo que interesadas.

—No tiene mal pleito el Dinero —dije yo— según se platica por allá.

Con esto nos fuimos más abajo, y antes de entrar por una puerta muy chica y lóbrega, me dijo:

—Estos dos que saldrán aquí conmigo son las Postrimerías.

Abrióse la puerta, y estaban a un lado el Infierno, el que llaman Juicio de Minos (así me dijo la Muerte que se llamaban). Estuve mirando al Infierno con atención y me pareció notable cosa. Díjome la Muerte:

—¿Qué miras?

—Miro —respondí— al Infierno, y me parece que le visto otras veces.

—¿Dónde?—preguntó.

—¿Dónde?—dije—. En la codicia de los jueces, en el odio de los poderosos, en las lenguas de los maldicientes, en las malas intenciones, en las venganzas, en el apetito de los lujuriosos, en la vanidad de los príncipes, y donde cabe el Infierno todo sin que se pierda gota, es en la hipocresía de los mohatreros de las virtudes, que hacen logro del ayuno y del oír misas. Y lo que más he estimado es haber visto el Juicio de Minos, porque hasta ahora he vivido engañado, y ahora que veo al Juicio como es, echo de ver que el que hay en el mundo no es juicio ni hay hombre de juicio, y que hay muy poco juicio en el mundo. ¡Pesia tal!—decía yo—; si deste juicio hubiera allá, no digo parte, sino nuevas creídas, sombra o señas, otra cosa fuera. Si los que han de ser jueces han de tener deste juicio, buena anda la cosa en el mundo; miedo me da de tornar arriba viendo que siendo este el Juicio se está aquí casi entero, y qué poca parte está repartida entre los vivos. Más quiero muerte con juicio que vida sin él.

Con esto bajamos a un grandísimo llano, donde parecía estaba depositada la obscuridad para las noches. Díjome la Muerte:

—Aquí has de parar, que hemos llegado a mi tribunal y audiencia.

Aquí estaban las paredes colgadas de pésames; a un lado estaban las malas nuevas ciertas y creídas y no esperadas; el llanto en las mujeres engañoso, engañado en los amantes, perdido de los necios y desacreditado en los pobres; el dolor se había desconsolado y creído, y solos los cuidados estaban solícitos y vigilantes, hechos carcomas de reyes y príncipes, alimentándose de los soberbios y ambiciosos. Estaba la Envidia con hábito de viuda, tan parecida a dueña, que la quise llamar Álvarez o González, en ayunas de todas las cosas, cebada en sí misma, magra y exprimida. Los dientes (con andar siempre mordiendo de lo mejor y de lo bueno) los tenía amarillos y gastados, y es la causa que lo bueno y santo, para morderlo lo llega a los dientes, mas nada bueno le puede entrar de los dientes adentro. La Discordia estaba debajo della, como que nacía de su vientre, y creo que es su hija legítima. Esta, huyendo de los casados, que siempre andan a voces, se había ido a las comunidades y colegios, y viendo que sobraba en ambas partes, se fue a los palacios y cortes, donde es lugarteniente de los diablos. La Ingratitud estaba en un gran horno, haciendo de una masa de soberbios y odios, demonios nuevos cada momento. Holguéme de verla porque siempre había sospechado que los ingratos eran diablos, y caí entonces en que los ángeles, para ser diablos, fueron primero ingratos. Andaba toda hirviendo de maldiciones.

—¿Quién diablos —dije yo— está lloviendo maldiciones aquí?

Díjome un muerto que estaba a mi lado:

—¿Maldiciones queréis que falten donde hay casamenteros y sastres, que son la gente más maldita del mundo, pues todos decís , , y los más?

—¿Qué tiene que ver —dije yo— sastres y casamenteros en la audiencia de la Muerte?

—¡Pesia tal!—dijo el muerto, que era impaciente—; ¿estáis loco? Que si no hubiera casamenteros, hubiera la mitad de los muertos y desesperados. A mí me lo decid, que soy marido cinco, como bolo, y se me quedó allá la mujer y piensa acompañarme con otros diez. ¿Pues sastres? ¿A quién no matarán las mentiras y largas de los sastres, y hurtos? Y son tales que para llamar a la desdicha peor nombre, la llaman desastre, del sastre, y es el principal miembro deste tribunal que aquí veis.

Alcé los ojos y vi la Muerte en su trono y a los lados muchas muertes. Estaba la muerte de amores, la muerte de frío, la muerte de hambre, la muerte de miedo y la muerte de risa, todas con diferentes insignias. La muerte de amores estaba con muy poquito seso. Tenía, por estar acompañada, porque no se le corrompiesen por la antigüedad, a Píramo y Tisbe embalsamados, y a Leandro y Hero y a Macías en cecina, y algunos portugueses derretidos. Mucha gente vi que estaba ya para acabar debajo de su guadaña y a puros milagros del interés resucitaban. En la muerte de frío vi a todos los ricos, que como no tienen mujer ni hijos ni sobrinos que los quieran, sino a sus haciendas, estando malos cada uno carga en lo que puede, y mueren de frío. La muerte de miedo estaba la más rica y pomposa y con acompañamiento más magnífico, porque estaba toda cercada de gran número de tiranos y poderosos. Estos mueren a sus mismas manos y sus sayones son sus conciencias y ellos son verdugos de sí mismos, y solo un bien hacen en el mundo, que matándose a sí de miedo, recelo y desconfianza, vengan de sí propios a los inocentes. Estaban con ellos los avarientos, cerrando cofres y arcones y ventanas, enlodando resquicios, hechos sepulturas de sus talegos y pendientes de cualquier ruido del viento, los ojos hambrientos de sueño, las bocas quejosas de las manos, las almas trocadas en plata y oro. La muerte de risa era la postrera, y tenía un grandísimo cerco de confiados y tarde arrepentidos. Gente que vive como si no hubiese justicia y muere como si no hubiese misericordia. Estos son los que diciéndoles: «Restituid lo mal llevado», dicen: «Es cosa de risa»; , responden: «Es cosa de risa», y que nunca se sintieron mejores. Otros hay que están enfermos, y exhortándolos a que hagan testamento, que se confiesen, dicen que se sienten buenos y que han estado de aquella manera mil veces. Estos son gente que están en el otro mundo y aún no se persuaden a que son difuntos. Maravillóme esta visión, y dije, herido del dolor y conocimiento:

—¿Diónos Dios una vida sola y tantas muertes?; ¿de una manera se nace y de tantas se muere? Si yo vuelvo al mundo, yo procuraré empezar a vivir.

En esto estaba cuando se oyó una voz que dijo tres veces:

—¡Muertos, muertos, muertos!

Con eso se rebulló el suelo y todas las paredes, y empezaron a salir cabezas y brazos y bultos extraordinarios. Pusiéronse en orden con silencio.

—Hablen por su orden —dijo la Muerte.

Luego salió uno con grandísima cólera y priesa, y se vino para mí, que entendí que me quería maltratar, y dijo:

—¡Vivos de Satanás!: ¿qué me queréis, que no me dejáis, muerto y consumido? ¿Qué os he hecho, que sin tener parte en nada, me disfamáis en todo y me echáis la culpa de lo que no sé?

—¿Quién eres —le dije con una cortesía temerosa— que no te entiendo?

—Soy yo —dijo— el malaventurado Juan de la Encina, el que habiendo muchos años que estoy aquí, toda la vida andáis, en haciéndose un disparate o en diciéndole vosotros, diciendo: , «Daca los disparates de Juan de la Encina». Habéis de saber que para hacer y decir disparates todos los hombres sois Juan de la Encina, y que este apellido de Encina es muy largo en cuanto a disparates. Pero pregunto si yo hice los testamentos en que dejáis que otros hagan por vuestra alma lo que no habéis querido hacer. ¿He porfiado con los poderosos? ¿Teñíme la barba por no parecer viejo? ¿Fui viejo sucio y mentiroso? ¿Enamoréme con mi dinero? ¿Llamé favor el pedirme lo que tenía y el quitarme lo que no tenía? ¿Entendí yo que sería bueno para mí el que a mi intercesión fue ruin con otro que se fió dél? ¿Gasté yo la vida en pretender con qué vivir, y cuando tuve con qué no tuve vida que vivir? ¿Creí las sumisiones del que me hubo menester? ¿Caséme por vengarme de mi amiga? ¿Fui yo tan miserable que gastase un real segoviano en buscar un cuarto incierto? ¿Pudríme de que otro fuese rico o medrase? ¿He creído las apariencias de la fortuna? ¿Tuve yo por dichosos a los que al lado de los príncipes dan toda la vida por una hora? ¿Heme preciado de hereje y de mal reglado en todo y peor contento, porque me tengan por entendido? ¿Fui desvergonzado por campear de valiente? Pues si Juan de la Encina no ha hecho nada desto, ¿qué necedades hizo este pobre de Juan de la Encina? Pues en cuanto a decir necedades, ¡sacadme un ojo con una! ¡Ladrones, que llamáis disparates los míos y parates los vuestros! Pregunto yo: ¿Juan de la Encina fue acaso el que dijo ?, habiendo de ser al contrario, si hicieres bien, mira a quién. ¿Fue Juan de la Encina quien, para decir que uno era malo, dijo «es hombre que ni teme ni debe», habiendo de decir que «ni teme ni paga», pues es cierto que la mejor señal de ser bueno es ni temer ni deber y la mayor de la maldad ni temer ni pagar? ¿Dijo Juan de la Encina ? No lo dijo, porque él no dijera sino . Mirad si es desbaratado Juan de la Encina. No prestó sino paciencia, no dio sino pesadumbre; él no gastaba con los hombres que piden dinero ni con las mujeres que piden matrimonio. ¿Qué necedades pudo hacer Juan de la Encina, desnudo por no tratar con sastres, que se dejó quitar la hacienda por no haber de menester letrados, que se murió antes de enfermo que de curado para ahorrarse el médico? Solo un disparate hizo, que fue, siendo calvo, quitar a nadie el sombrero, pues fuera menos mal ser descortés que calvo, y fuera mejor que le mataran a palos porque no quitaba el sombrero, que no a apodosporque era calvario. Y si por hacer una necedad anda Juan de la Encina por todos esos púlpitos y cátredas con votos, gobiernos y estados, enhoramala para ellos, que todo el mundo es monte y todos son Encinas.

En esto estábamos cuando, muy estirado y con gran ceño, emparejó otro muerto conmigo, y dijo:

—Volved acá la cara, no penséis que habláis con Juan de la Encina.

—¿Quién es v. m. —dije yo—, que con tanto imperio habla, y donde todos son iguales presume diferencia?

—Yo soy —dijo— el Rey que rabió. Y si no me conocéis, por lo menos no podéis dejar de acordaros de mí, porque sois los vivos tan endiablados, que a todo decís que se acuerda del Rey que rabió, y en habiendo un paredón viejo, un muro caído, una gorra calva, un ferreruelo lampiño, un trapajo rancio, un vestido caduco, una mujer manida de años y rellena de siglos, luego decís que se acuerda del Rey que rabió. No ha habido tan desdichado rey en el mundo, pues no se acuerdan dél sino vejeces y harapos, antigüedades y visiones, y ni ha habido rey de tan mala memoria ni tan asquerosa, ni tan carroña, ni tan caduca, carcomida y apolillada. Han dado en decir que rabié y juro a Dios que mienten, sino que han dado todos en decir que rabié y no tiene ya remedio, y no soy yo el primero rey que rabió, ni el solo, que no hay rey ni le ha habido ni le habrá, a quien no levanten que rabie. Ni sé yo cómo pueden dejar de rabiar todos los reyes, porque andan siempre mordidos por las orejas de envidiosos y aduladores que rabian.

Otro que estaba al lado del Rey que rabió, dijo:

—V. m. se consuele conmigo, que soy el Rey Perico, y no me dejan descansar de día ni de noche. No hay cosa sucia ni desaliñada, ni pobre, ni antigua, ni mala, que no digan que fue en tiempo del Rey Perico. Mi tiempo fue mejor que ellos pueden pensar. Y para ver quién fui yo y mi tiempo, y quién son ellos, no es menester más que oíllos, porque en diciendo a una doncella ahora la madre: , responden: . Si un padre dice a un hijo: , dice que eso se usaba en tiempo del Rey Perico y que ahora le tendrán por un maricón si sabe persignarse, y se reirán dél si no jura y blasfema, porque en nuestros tiempos más tienen por hombre al que jura que al que tiene barbas.

Al que acabó de decir esto se llegó un muertecillo muy agudo, y sin hacer cortesía, dijo:

—Basta lo que han hablado, que somos muchos, y este hombre vivo está fuera de sí y aturdido.

—No dijera más Mateo Pico.

—¡Y vengo a eso solo! Pues, bellaco vivo, ¿qué dijo Mateo Pico, que luego andáis si dijera más, no dijera más? ¿Cómo sabéis que no dijera más Mateo Pico? Dejadme tornar a vivir sin tornar a nacer, que no me hallo bien en barrigas de mujeres, que me han costado mucho, y veréis si digo más, ladrones vivos. Pues si yo viera vuestras maldades, vuestras tiranías, vuestras insolencias, vuestros robos, ¿no dijera más? Dijera más y más, y dijera tanto que enmendárades el refrán, diciendo: «Más dijera Mateo Pico». Aquí estoy, y digo más, y avisad desto a los habladores de allá, que yo apelo deste refrán con las mil y quinientas.

Quedé confuso de mi inadvertencia y desdicha en topar con el mismo Mateo Pico. Era un hombrecillo menudo, todo chillido, que parecía que rezumaba de palabras por todas sus conjunturas, zambo de ojos y bizco de piernas, y me parece que le he visto mil veces en diferentes partes.

Quitóse de delante y descubrióse una grandísima redoma de vidrio; dijéronme que llegase, y vi un jigote que se bullía en un ardor terrible y andaba danzando por todo el garrofón, y poco a poco se fueron juntando unos pedazos de carne y unas tajadas, y desta se fue componiendo un brazo, y un muslo, y una pierna, y al fin se coció y enderezó un hombre entero. De todo lo que había visto y pasado me olvidé, y esta visión me dejó tan fuera de mí que no diferenciaba de los muertos.

—¡Jesús mil veces!—dije—. ¿Qué hombre es este, nacido en guisado, hijo de una redoma?

En esto oí una voz que salía de la vasija, y dijo:

—¿Qué año es este?

—De seiscientos y veinte y dos—respondí.

—Este año esperaba yo.

—¿Quién eres —dije—, que parido de una redoma, hablas y vives?

—¿No me conoces?—dijo— ¿La redoma y las tajadas no te advierten que soy aquel famoso nigromántico de Europa? ¿No has oído decir que me hice tajadas dentro de una redoma para ser inmortal?

—Toda mi vida lo he oído decir —le respondí— mas túvelo por conversación de la cuna y cuento de entre dijes y babador. ¿Que tú eres? Yo confieso que lo más que llegué a sospechar fue que eres algún alquimista que penabas en esa redoma, o algún boticario. Todos mis temores doy por bien empleados por haberte visto.

—Sábete —dijo— que mi nombre no fue del título que me da la ignorancia, aunque tuve muchos. Solo te digo que estudié y escribí muchos libros, y los míos quemaron, no sin dolor de los doctos.

—Si me acuerdo —dije yo—, oído he decir que estás enterrado, mas hoy me he desengañado.

—Ya que has venido aquí —dijo— desatapa esa redoma.

Yo empecé a hacer fuerza y a desmoronar tierra con que estaba enlodado el vidrio de que era hecha, y díjome:

—Espera. Dime primero, ¿hay mucho dinero en España?; ¿en qué opinión está el dinero, qué fuerza alcanza, qué crédito, qué valor?

Respondíle:

—No han descaecido las flotas de las Indias, aunque los extranjeros han echado unas sanguijuelas desde España al Cerro de Potosí, con que se van restañando las venas, y a chupones se empezaron a secar las minas.

—¿Ginoveses andan a la sacapela con el dinero?—dijo él—. Vuélvome jigote. Hijo mío, los ginoveses son lamparones del dinero, enfermedad que procede de tratar con gatos; y véese que son lamparones porque solo el dinero que va a Francia no admite ginoveses en su comercio. ¿Salir tenía yo, andando esos usagres de bolsas por las calles? No digo yo hecho jigote en redoma, sino hecho polvos en salvadera quiero estar antes que verlos hechos dueños de todo.

—Señor nigromántico —repliqué yo—, aunque esto es así, han dado en adolecer de caballeros en teniendo caudal, úntanse de señores y enferman de príncipes, y con los gastos y empréstitos, se apolilla la mercancía y se viene todo a repartir en deudas y locuras, y ordena el demonio que las putas vendan las rentas reales dellos, porque los engañan, los enferman, los enamoran, los roban, y después los hereda el Consejo de Hacienda. La verdad adelgaza y no quiebra: en esto se conoce que los ginoveses no son verdad, porque adelgazan y quiebran.

—Animado me has —dijo— con eso. Dispondréme a salir desta vasija como primero me digas en qué estado está la honra en el mundo.

—Mucho hay que decir en esto —le respondí yo—; tocado has una tecla del diablo. Todos tienen honra y todos son honrados y todos lo hacen todo caso de honra. Hay honra en todos estados, y la honra se está cayendo de su estado y parece que está ya siete estados debajo de tierra. Si hurtan dicen que por conservar esta negra honra, y que quieren más hurtar que pedir. Si piden dicen que por conservar esta negra honra, y que es mejor pedir que no hurtar. Si levantan un testimonio, si matan a uno, lo mismo dicen, que un hombre honrado antes se ha de dejar morir entre dos paredes que sujetarse a nadie, y todo lo hacen al revés. Y al fin, en el mundo todos han dado en la cuenta, y llaman honra a la comodidad, y con presumir de honrados y no serlo, se ríen del mundo.

—Considérome yo a los hombres con unas honras títeres que chillan, bullen y saltan, que parecen honras y mirado bien son andrajos y palillos. El no decir verdad será mérito; el embuste y la trapaza, caballería; y la insolencia, donaire. Honrados eran los españoles cuando podían decir deshonestos y borrachos a los extranjeros, mas andan diciendo aquí malas lenguas que ya en España ni el vino se queja de mal bebido ni los hombres mueren de sed. En mi tiempo no sabía el vino por dónde subía a las cabezas, y ahora parece que se sube hacia arriba. Pues los maridos, porque tratamos de honras, considero yo que andarán hechos buhoneros de sus mujeres, alabando cada uno a sus agujas.

—Hay maridos calzadores, que los meten para calzarse la mujer con más descanso, y sacarlos fuera ellos. Hay maridos linternas, muy compuestos, muy lucidos, muy bravos, que vistos de noche a escuras parecen estrellas, y llegados cerca son candelilla, cuerno y hierro rata por cantidad. Otros maridos hay jeringas, que apartados atraen y llegando se apartan. Pues la cosa más digna de risa es la honra de las mujeres cuando piden su honra, que es pedir lo que dan, y si creemos a la gente y a los refranes, que dicen: «Lo que arrastra honra», la honra del marido son las culebras y las faldas.

—No estoy dos dedos de volverme jigote —dijo el nigromántico— para siempre jamás. No sé qué me sospecho. Dime, ¿hay letrados?

—Hay plaga de letrados —dije yo—. No hay otra cosa sino letrados, porque unos lo son por oficio, otros lo son por presunción, otros por estudio (y destos pocos), y otros (estos son los más) son letrados porque tratan con otros más ignorantes que ellos (en esta materia hablaré como apasionado), y todos se gradúan de doctores y bachilleres, licenciados y maestros, más por los mentecatos con quien tratan que por las universidades, y valiera más a España langosta perpetua que licenciados al quitar.

—Por ninguna cosa saldré de aquí —dijo el nigromántico—. ¿Eso pasa? Ya yo los temía, y por las estrellas alcancé esa desventura, y por no ver los tiempos que han pasado embutidos de letrados me avecindé en esta redoma, y por no los ver me quedaré hecho pastel en bote.

Repliqué:

—En los tiempos pasados, que la justicia estaba más sana, tenía menos doctores, y hala sucedido lo que a los enfermos, que cuantas más juntas de doctores se hacen sobre él, más peligro muestra y peor le va, sana menos y gasta más. La justicia, por lo que tiene de verdad, andaba desnuda; ahora anda empapelada como especias. Un Fuero Juzgo con su maguer y su cuemo y conusco y faciamus era todas las librerías, y aunque son voces antiguas suenan con mayor propiedad, pues llaman sayón al alguacil, y otras cosas semejantes. Ahora ha entrado una cáfila de Menochios, Surdos y Fabros, Farinacios y Cuyacios, consejos y decisiones y responsiones y lectiones y meditaciones, y cada día salen autores, y cada uno con una infinidad de volúmenes: Doctoris Putei In l 6, volumen 1, 2, 3, 4, 5, 6, hasta 15; Licentiati Abatis, De usuris; Petri Cusqui, In codigum; Rupis, Bruticarpin, Castani, Montoncanense, De adulterio & patricidio; Cornazano, Rocabruno… Los letrados todos tienen un cimenterio por librería, y por ostentación andan diciendo: «Tengo tantos cuerpos», y es cosa brava que las librerías de los letrados todas son cuerpos sin alma, quizá por imitar a sus amos. No hay cosa en que no os dejen tener razón; solo lo que no dejan tener a las partes es el dinero, que le quieren ellos para sí. Y los pleitos no son sobre si lo que deben a uno se lo han de pagar a él, que eso no tiene necesidad de preguntas y respuestas; los pleitos son sobre que el dinero sea de letrados y del procurador sin justicia, y la justicia, sin dineros, de las partes. ¿Queréis ver qué tan malos son los letrados? Que si no hubiera letrados no hubiera porfías, y si no hubiera porfías no hubiera pleitos, y si no hubiera pleitos no hubiera procuradores, y si no hubiera procuradores no hubiera enredos, y si no hubiera enredos no hubiera delitos, y si no hubiera delitos no hubiera alguaciles, y si no hubiera alguaciles no hubiera cárcel, y si no hubiera cárcel no hubiera jueces, y si no hubiera jueces no hubiera pasión, y si no hubiera pasión no hubiera cohecho: mirad la retahíla de infernales sabandijas que se produce de un licenciadito, lo que disimula una barbaza y lo que autoriza una gorra. Llegaréis a pedir un parecer y os dirán: . Toman un quintal de libros, danle dos bofetadas hacia arriba y hacia abajo, y leen de prisa; reméndanle una anexión; luego dan un gran golpe con el libro patas arriba sobre una mesa, muy esparrancado de capítulos. Dicen: «En el proprio caso habla el jurisconsulto. V. m. me deje los papeles, que me quiero poner bien en el hecho del negocio, y téngalo por más que bueno, y vuélvase por acá mañana en la noche, porque estoy escribiendo sobre la tenuta de Trasbarras; mas por servir a v. m. lo dejaré todo». Y cuando al despediros le queréis pagar (que es para ellos la verdadera luz y entendimiento del negocio que han de resolver) dice, haciendo grandes cortesías y acompañamientos: , y entre «Jesús» y «señor» alarga la mano, y para gastos de pareceres se emboca un doblón.

—No he de salir de aquí —dijo el nigromántico— hasta que los pleitos se determinen a garrotazos, que en el tiempo que por falta de letrados se determinaban las causas a cuchilladas decían que el palo era alcalde, y de ahí vino «júzguelo el alcalde de palo». Y si he de salir ha de ser solo a dar arbitrio a los reyes del mundo que quien quisiere estar en paz y rico, que pague los letrados a su enemigo, para que lo embelequen y roben y consuman. Dime, ¿hay todavía Venecia en el mundo?

—¿Si la hay?—dije yo—. No hay otra cosa sino Venecia y venecianos.

—¡Oh, doyla al diablo —dijo el nigromántico— por vengarme del mismo diablo, que no sé que pueda darla a nadie sino por hacerle mal. Es república esa que mientras que no tuviere conciencia durará, porque si restituye lo ajeno no les queda nada. Linda gente, la ciudad fundada en el agua, el tesoro y la libertad en el aire, y la deshonestidad en el fuego, y al fin es gente de quien huyó la tierra, y son narices de las naciones y el albañar de las monarquías, por donde purgan las inmundicias de la paz y de la guerra, y el turco los permite por hacer mal a los cristianos, y los cristianos por hacer mal a los turcos, y ellos, por poder hacer mal a unos y a otros, no son moros ni cristianos, y así dijo uno dellos mismos, en una ocasión de guerra, para animar a los suyos contra los cristianos: . Dejemos eso y dime, ¿hay muchos golosos de valimientos de los señores del mundo?

—Enfermedad es —dije yo— esa de que todos los reinos son hospitales.

Y él replicó:

—Antes casas de orates, entendí yo. Mas, según la relación que me haces, no me he de mover de aquí; mas quiero que tú les digas a esas bestias que en albarda tienen la vanidad y ambición, que los reyes y príncipes son azogue en todo. Lo primero, el azogue, si le quieren apretar se va: así sucede a los que quieren tomarse con los reyes más a mano de lo que es razón. El azogue no tiene quietud: así son los ánimos por la continua mareta de negocios. Los que tratan y andan con el azogue, todos andan temblando: así han de hacer los que tratan con los reyes, temblar delante ellos, de respeto y temor, porque si no, es fuerza que tiemblen después hasta que caigan. ¿Quién reina agora en España?, que es la postrera curiosidad que he de saber, que me quiero volver a jigote, que me hallo mejor.

—Murió Filipo III—dije yo.

—Fue santo rey, y de virtud incomparable —dijo el nigromántico— según leí yo en las estrellas pronosticado.

—Reina Filipo IV días ha —dije yo.

—¿Eso pasa?—dijo—; ¿que ya ha dado el tercero cuarto para la hora que yo esperaba?

Y diciendo y haciendo subió por la redoma, y la trastornó y salió fuera. Iba diciendo y corriendo:

—Más justicia se ha de hacer ahora por un cuarto que en otros tiempos por doce millones.

Yo quise partir tras él, cuando me asió del brazo un muerto, y dijo:

—Déjale ir, que nos tenía con cuidado a todos; y cuando vayas al otro mundo di que Agrajes estuvo contigo, y que se queja que le levantéis «Agora lo veredes». Yo soy Agrajes, mira bien que no he dicho tal, que a mí no se me da nada que ahora ni nunca le veáis, y siempre andáis diciendo: . Solo ahora, que a ti y al de la redoma os oí decir que reinaba Filipo IV, digo que agora lo veredes. Y pues soy Agrajes, .

Fuese y púsoseme delante enfrente de mí un hombrecillo que parecía remate de cuchar, con pelo de limpiadera, erizado, bermejizo y pecoso.

—Dígote sastre —dije yo.

Y él, tan presto, dijo:

—Oír, que no pica, pues no soy sino solicitador, y no pongáis nombres a nadie (yo me llamo Arbalias), a unos y a otros sin saber a quién lo decís.

Muy enojado, a mí se llegó un hombre viejo, muy ponderado de testuz, de los que traen canas por vanidad, una gran haz de barbas, ojos a la sombra, muy metidos, frentaza llena de surcos, ceño descontento, vestido que juntando lo extraordinario con el desaliño, hacía misteriosa la pobreza.

—Más de espacio te he menester que Arbalias —me dijo—. Siéntate. Sentóse y sentéme. Y como si le dispararan de un arcabuz en figura de trasgo se apareció entre los dos otro hombrecillo que parecía astilla de Arbalias, y no hacía sino chillar y bullir. Díjole el viejo con una voz muy honrada:

—Idos a enfadar a otra parte, que luego vendréis.

—Yo también he de hablar —decía, y no paraba.

—¿Quién es este?—pregunté.

Dijo el viejo:

—¿No has caído en quién puede ser? Este es Chisgaravís.

—Ducientos mil destos andáis por Madrid —dije yo—, y no hay otra cosa sino Chisgaravises.

Replicó el viejo:

—Este anda aquí cansando los muertos y a los diablos. Pero déjate deso y vamos a lo que importa. Yo soy Pedro y no Pero Grullo, que quitándome una d en el nombre me hacéis el santo fruta.

Es Dios verdad que cuando dijo Pero Grullo, me pareció que le vía las alas.

—Huélgome de conocerte —repliqué—. ¿Que tú eres el de las profecías que dicen de Pero Grullo?

—A eso vengo —dijo el profeta estantigua—, deso habemos de tratar. Vosotros decís que mis profecías son disparates, y hacéis mucha burla dellas. Estemos a cuenta: las profecías de Pero Grullo, que soy yo, dicen así:


Muchas cosas nos dejaron
las antiguas profecías:
dijeron que en nuestros días
será lo que Dios quisiere.


Pues ¡bribones, adormecidos en maldad, infames!, si esta profecía se cumpliera ¿había más que desear? Si fuera lo que Dios quisiere fuera siempre lo justo, lo bueno, lo santo; no fuera lo que quiere el diablo, el dinero y la codicia, pues hoy lo menos es lo que Dios quiere y lo más lo que queremos nosotros contra su ley; y ahora el dinero es todos los quereres, porque él es el querido y el que quiere y no se hace sino lo que él quiere, y el dinero es el Narciso, que se quiere a sí mismo y no tiene amor sino a sí. Prosigo:


Si lloviere hará lodos,
y será cosa de ver
que nadie podrá correr
sin echar atrás los codos.


Hacedme merced de correr los codos adelante y negadme que esto no es verdad. Diréis que de puro verdad es necedad: ¡buen achaquito, hermanos vivos! La verdad así decís que amarga; poca verdad decís que es mentira, muchas verdades que es necedad. ¿De qué manera ha de ser la verdad para que os agrade? Y sois tan necios que no habéis echado de ver que no es tan profecía de Pero Grullo como decís, pues hay quien corra echando los codos adelante, que son los médicos cuando vuelven la mano atrás al recebir el dinero de la visita al despedirse, que toman el dinero corriendo y corren como una mona al que se lo da porque le maten.


El que tuviere tendrá,
será el casado marido,
y el perdido más perdido
quien menos guarda y más da.


Ya estás diciendo entre ti . El que tuviere tendrá —replicó luego—: pues así es, que no tiene el que gana mucho ni el que hereda mucho ni el que recibe mucho; solo tiene el que tiene y no gasta; y quien tiene poco, tiene; y si tiene dos pocos, tiene algo; y si tiene dos algos, más es; y si tiene dos mases, tiene mucho; y si tiene dos muchos, es rico. Que el dinero (y llevaos esta dotrina de Pero Grullo) es como las mujeres, amigo de andar y que le manoseen y le obedezcan, enemigo de que le guarden, que se anda tras los que no le merecen, y al cabo deja a todos con dolor de sus almas, amigo de andar de casa en casa. Y para ver cuán ruin es el dinero (que no parece sino que ha sido cotorrera) habéis de ver a cuán ruin gente le da el Señor, y en esto conoceréis lo que son los bienes deste mundo en los dueños dellos. Echad los ojos por esos mercaderes (sino es que estén ya allá, pues roban los ojos), mirad esos joyeros, que a persuasión de la locura venden enredos resplandecientes y embustes de colores donde se anegan los dotes de los recién casados. ¿Pues qué, si vais a la platería? No volveréis enteros. Allí cuesta la honra, y hay quien hace creer a un malaventurado se ciña su patrimonio al dedo, y no sintiendo los artejos el peso, está aullando en su casa. No trato de los pasteleros y sastres, ni de los roperos, que son sastres a Dios y a la ventura y ladrones a diablos y desgracia. Tras estos se anda el dinero, y no tenga asco cualquier bien aliñado de costumbres y pulido de conciencia de comunicarle ningún deseo. Dejemos esto y vamos a la segunda profecía, que dice «Será el casado marido». ¡Vive el cielo de la cama —dijo muy colérico porque hice no sé qué gesto oyendo la grullada— que si no os oís con mesura y si os rezumáis de carcajadas que os pele las barbas! Oíd noramala, que a oír habéis venido, y a aprender. ¿Pensáis que todos los casados son maridos? Pues mentís, que hay muchos casados solteros y muchos solteros maridos, y hay hombre que se casa para morir doncel, y doncella que se casa para morir virgen de su marido. Y habéisme engañado, y sois maldito hombre, y aquí han venido mil muertos diciendo que los habéis muerto a puras bellaquerías. Y certifícoos que si no mirara, que os arrancara las narices y los ojos, bellaconazo, enemigo de todas las cosas. Reíos también desta profecía:


Las mujeres parirán
si se empreñan y parieren,
y los hijos que nacieren
de cuyos fueren serán.


¿Veis que parece bobada de Pero Grullo? Pues yo os prometo que si se averiguara esto de los padres, había de haber una confusión de daca mi mayorazgo y toma tu herencia. Hay en esto de las barrigas mucho qué decir, y como los hijos es una cosa que se hace a escuras y sin luz, no hay quien averigüe quién fue concebido a escote ni quién a medias, y es menester creer el parto, y todos heredamos por el dicho del nacer, sin más acá ni más allá. Esto se entiende de las mujeres que meten oficiales, que mi profecía no habla con la gente honrada, si algún maldito como vos no lo tuerce. ¿Cuántos pensáis que el día del juicio conocerán por padre a su paje, a su escudero, a su esclavo y a su vecino, y cuántos padres se hallarán sin decendencia? Allá lo veréis.

—Esta profecía, y las demás —dije yo— no las consideramos allá desta manera; y te prometo que tienen más veras de las que parecen, y que oídas en tu boca son de otra suerte. Y confieso que te hacen agravio.

—Pues oye —dijo— otra:


Volaráse con las plumas,
andaráse con los pies,
serán seis dos veces tres.


Volaráse con las plumas: pensáis que lo digo por los pájaros y os engañáis, que eso fuera necedad. Dígolo por los escribanos y ginoveses, que estos nos vuelan con las plumas el dinero de delante. Y porque vean en el otro mundo que profeticé de los tiempos de ahora, y que hay Pero Grullo para los que vivís, llévate este mendrugo de profecías, que a fe que hay qué hacer en entenderlo.

Fuese y dejóme un papel en que estaban escritos estos ringlones por esta orden:


Nació viernes de Pasión
para que zahorí fuera,
porque en su día muriera
el bueno y el mal ladrón.
Habrá mil revoluciones
entre linajes honrados,
restituirá los hurtados,
castigará los ladrones.
Mis profecías mayores
verán cumplida la ley
cuando fuere cuarto el rey
y cuartos los malhechores.


Leí con admiración las cinco profecías de Pero Grullo, y estaba meditando en ellas cuando por detrás me llamaron. Volvíme, y era un muerto muy lacio y afligido, muy blanco y vestido de blanco, y dijo:

—Duélete de mí, y si eres buen cristiano, sácame de poder de los cuentos de los habladores y de los ignorantes que no me dejan descansar, y méteme donde quisieres.

Hincóse de rodillas, y despedazándose a bofetadas, lloraba como niño.

—¿Quién eres —dije— que a tanta desventura estás condenado?

—Yo soy —dijo— un hombre muy viejo a quien levantan mil testimonios y achacan mil mentiras; yo soy el Otro, y me conocerás, pues no hay cosa que no lo diga «el Otro», y luego, en no sabiendo cómo dar razón de sí, dicen: «Como dijo el Otro». Yo no he dicho nada, ni despego la boca. En latín me llaman quidam, y por esos libros me hallarás abultando ringlones y llenando cláusulas. Y quiero, por amor de Dios, que vayas al otro mundo y digas cómo has visto al Otro, en blanco, y que no tiene nada escrito, y que no dice nada, ni lo ha de decir ni lo ha dicho, y que desmiente desde aquí a cuantos le citan y achacan lo que no saben, pues soy el autor de los idiotas y el texto de los ignorantes. Y has de advertir que en los chismes me llaman «cierta persona», y en los enredos , y en las cátredas «cierto autor», y todo lo soy el desdichado Otro. Haz esto y sácame de tanta desventura y miseria.

—¿Aún aquí estáis, y no queréis dejar hablar a nadie?—dijo un muerto hablando armado de punta en blanco muy colérico. Y asiéndome del brazo, dijo:

—Oíd acá, y pues habéis venido por estafeta de los muertos a los vivos, cuando vais allá decildes que me tienen muy enfadado todos juntos.

—¿Quién eres?—le pregunté.

—Soy —dijo— Calaínos.

—¿Calaínos eres?—dije—. No sé cómo estás desasnado, porque eternamente dicen: «Cabalgaba Calaínos».

—¿Saben ellos mis cuentos? Mis cuentos fueron muy buenos y muy verdaderos, y no se metan en cuentos conmigo.

—Mucha razón tiene el señor Calaínos —dijo otro que se allegó—, y él y yo estamos muy agraviados. Yo soy Cantipalos, y no hacen sino decir: , y es menester que les digáis que me han hecho del asno ánsar y que era asno el que yo tenía y no ánsar, y los ánsares no tienen que ver con los lobos, y que me restituyan a mi asno en el refrán y que me le restituyan luego y tomen su ánsar, justicia con costas y para ello, etc.

Con su báculo venía una vieja o espantajo, diciendo:

—¿Quién está allá a las sepulturas?— con una cara hecha de un orejón; los ojos en dos cuévanos de vendimiar; la frente con tantas rayas y de tal color y hechura, que parecía planta de pie; la nariz en conversación con la barbilla, que casi juntándose hacían garra, y una cara de la impresión del grifo; la boca a la sombra de la nariz, de hechura de lamprea, sin diente ni muela, con sus pliegues de bolsa a lo jimio, y apuntándole ya el bozo de las calaveras en un mostacho erizado; la cabeza con temblor de sonajas y la habla danzante; unas tocas muy largas sobre el monjil negro, esmaltada de mortaja la tumba; con un rosario muy grande colgando, y ella corva, que parecía con las muertecillas que colgaban dél que venía pescando calaverillas chicas. Yo, que vi semejante abreviación del otro mundo, dije a grandes voces, pensando que sería sorda:

—¡Ah, señora, ah, madre, ah, tía! ¿Quién sois? ¿Queréis algo?

Ella entonces, levantando el abinitio et ante secula de la cara, y parándose, dijo:

—No soy sorda, ni madre ni tía; nombre tengo y trabajos, y vuestras sinrazones me tienen acabada.

¿Quién creyera que en el otro mundo hubiera presunción de mocedad, y en una cecina como esta? Llegóse más cerca, y tenía los ojos haciendo aguas, y en el pico de la nariz columpiándose una moquita, por donde echaba un tufo de cimenterio. Díjela que perdonase y preguntéle su nombre. Díjome:

—Yo soy dueña Quintañona.

—¿Que dueñas hay entre los muertos?—dije maravillado—. Bien hacen de pedir cada día a Dios misericordia más que requiescant in pace, descansen en paz; porque si hay dueñas meterán en ruido a todos. Yo creí que las mujeres se morían cuando se volvían dueñas, y que las dueñas no tenían de morir, y que el mundo está condenado a dueña perdurable que nunca se acaba; mas ahora que te veo acá, me desengaño, y me he holgado de verte, porque por allá luego decimos: .

—Dios os lo pague y el diablo os lleve —dijo—, que tanta memoria tenéis de mí, y sin habello yo de menester. Decí, ¿no hay allá dueñas de mayor número que yo? Yo soy Quintañona. ¿No hay deciochenas y setentonas? ¿Pues por qué no dais tras ellas y me dejáis a mí, que ha más de ochocientos años que vine a fundar dueñas al infierno, y hasta ahora no se han atrevido los diablos a recebirlas, diciendo que andamos ahorrando penas a los condenados y guardando cabos de tizones, como de velas, y que no habrá cosa cierta en el infierno. Y estoy rogando con mi persona al Purgatorio, y todas las almas dicen en viéndome: . Con el cielo no quiero nada, que las dueñas en no habiendo a quien atormentar y un poco de chisme, perecemos. Los muertos también se quejan de que no los dejo ser muertos como lo habían de ser, y todos me han dejado en mi albedrío si quiero ser dueña en el mundo. Mas quiero estarme aquí, por servir de fantasma en mi estado toda la vida, y nosentada a la orilla de una tarima guardando doncellas, que son más de trabajo que de guardar, pues en viniendo una visita aquel , y a la pobre dueña todo el día le están dando su recaudo todos; en faltando un cabo de vela ; si falta un retacillo de algo: ; que nos tienen por cigüeñas, tortugas y erizos de las casas, que nos comemos las sabandijas; si algún chisme hay: . Y somos la gente más mal aposentada en el mundo, porque en el invierno nos ponen en los sótanos, y los veranos en los zaquizamíes. Y lo mejor es que nadie nos puede ver: las criadas porque dicen que las guardamos; los señores porque los gastamos; los criados porque nos guardamos; los de fuera por el coram vobis de responso, y tienen razón, porque ver una de nosotras encaramada sobre unos chapines, muy alta y muy derecha, parecemos túmulo vivo. ¡Pues cuando en una visita de señoras hay conjunción de dueñas! Allí se engendran las angustias y sollozos, de allí proceden las calamidades y plagas, los enredos y embustes, marañas y parlerías, porque las dueñas influyen acelgas y lantejas y pronostican candiles y veladores y tijeras de espabilar. ¡Pues qué cosa es levantarse ocho viejas como ocho cabos de años o ocho años sin cabo, ensabanadas, y despedirse con unas bocas de tejadillo, con unas hablas sin hueso, dando tabletadas con las encías y, poniéndose cada una a las espaldas de su ama a entristecerlas las asentaderas, bajar trompicando y dando de ojos a donde en una silla entre andas y ataúd, la llevan los pícaros arrastrando. Antes quiero estarme entre muertos y vivos pereciendo, que volver a ser dueña. Pues hubo caminante que preguntando dónde había de parar una noche de invierno yendo a Valladolid, y diciéndole que en un lugar que se llama Dueñas, dijo que si había dónde parar antes o después. Dijéronle que no, y él a esto dijo: «Más quiero parar en la horca que en Dueñas», y se quedó fuera en la picota. Solo os pido, así os libre Dios de dueñas (y no es pequeña bendición, que para decir que destruirán a uno dicen que le pondrán cual digan dueñas, mirad lo que es decir dueñas), ruégote encarecidamente que hagas que metan otra dueña en el refrán y me dejen descansar a mí, que estoy muy vieja para andar en refranes, y querría más andar en zancos, porque no deja de cansar a una persona andar de boca en boca.

Muy angosto, muy a teja vana las carnes, devanado en un cendal, con unas mangas por greguescos y una esclavina por capa y un soportal por sombrero, amarrado a una espada, se llegó a mí un rebozado y llamóme en la seña de los sombrereros:

—¡Ce, ce!—me dijo.

Yo le respondí luego. Lleguéme a él; entendí que era algún muerto envergonzante. Preguntéle quién era:

—Yo soy el malcosido y peor sustentado don Diego de Noche.

—Más precio haberte visto —dije yo— que a cuanto tengo. ¡Oh, estómago aventurero! ¡Oh, gaznate de rapiña! ¡Oh, panza al trote! ¡Oh, susto de los banquetes! ¡Oh, mosca de los platos! ¡Oh, sacabocados de los señores! ¡Oh, tarasca de los convites y cáncer de las ollas! ¡Oh, sabañón de las cenas! ¡Oh, sarna de los almuerzos! ¡Oh, sarpullido del medio día! No hay otra cosa en el mundo sino cofrades, discípulos y hijos tuyos.

—Sea por amor de Dios —dijo don Diego de Noche— que esto me faltaba por oír. Mas en pago de mi paciencia os ruego que os lastiméis de mí, pues en vida siempre andaba cerniendo las carnes el invierno por las picaduras del verano, sin poder hartar estas asentaderas de griguescos, el jubón en pelo sobre las carnes, el más tiempo en ayunas de camisa, siempre dándome por entendido de las mesas ajenas, esforzando con pistos de cerote y ramplones desmayos de calzado, animando a las medias a puras sustancias de hilo y aguja, y llegué a estado en que viéndome calzado de geomancia, porque todas las calzas eran puntos, cansado de andar restañando el ventanaje, me entinté la pierna y dejé correr. No se vio jamás socorrido de pañizuelos mi catarro, que afilando el brazo por las narices, me pavonaba de romadizo, y si acaso alcanzaba algún pañizuelo, poque no le viesen, al sonarme me rebozaba, y haciendo el coco con la capa, tapando el rostro, me sonaba a escuras. En el vestir he parecido árbol, que en el verano me he abrigado y vestido y en el invierno he andado desnudo. No me han prestado cosa que haya vuelto, hasta espadas, que dicen que no hay ninguna sin vuelta: si todos me las prestasen, todas serían sin vuelta. Y con no haber dicho verdad en toda mi vida, y aborrecídola, decían todos que mi persona era buena para verdad, desnuda y amarga. En abriendo yo la boca, lo mejor que se podía esperar era un bostezo o un parasismo, porque todos esperaban el , y así estaban armados de respuestas, y en despegando los labios, de tropel se oía: , «Dios le provea», , «Yo me holgara», . Y fui tan desdichado que a tres cosas siempre llegué tarde: a pedir prestado llegué siempre dos horas después, y siempre me pagaban con decir: llegara v. m. dos horas antes, se le prestara ese dinero. A ver los lugares llegué dos años después, y en alabando cualquier lugar me decían: . A conocer y alabar las mujeres hermosas llegué siempre tres años después, y me decían: . Según esto fuera harto mejor que me llamaran don Diego Después que no don Diego de Noche. ¿Decir que después de muerto descanso? Aquí estoy y no me harto de muerte; los gusanos se mueren de hambre conmigo y yo me como a los gusanos de hambre, y los muertos andan siempre huyendo de mí porque no les pegue el don o les hurte los huesos o les pida prestado, y los diablos se recatan de mí porque no me meta de gorra a calentarme, y ando por estos rincones introducido en telaraña. Hartos don Diegos hay allá de quien pueden echar mano; déjenme con mi trabajo, que no viene muerto que luego no pregunte por don Diego de Noche. Y diles a todos los dones a teja vana, caballeros chirles, hacia hidalgos y casi dones, que hagan bien por mí, que estoy penando en una bigotera de fuego, porque siendo gentilhombre mendicante, caminaba con horma y bigotera a un lado y molde para el cuello y la bula en el otro; y esto y sacar mi sombra, llamaba yo mudar mi casa.

Desapareció aquel caballero visión, y dio gana de comer a los muertos, cuando llegó a mí con la mayor prisa que se ha visto, un hombre alto y flaco, menudo de facciones, de hechura de cerbatana, y sin dejarme descansar, me dijo:

—Hermano, dejaldo todo presto, luego, que os aguardan los muertos que no pueden venir acá, y habéis de ir al instante a oírlos, y hacer lo que os mandaren sin replicar y sin dilación; luego.

Enfadóme la prisa del diablo del muerto, que no vi hombre más súpito, y dije:

—Señor mío, eso no es Cochitehervite.

—Sí es —dijo muy demudado—; dígoos que yo soy Cochitehervite, y el que viene a mi lado —aunque yo no le había visto— es Trochimochi, que somos más parecidos que el freír y el llover.

Yo que me vi entre Cochitehervite y Trochimochi fui como un rayo donde me llamaban.

Estaban sentadas unas muertas a un lado, y dijo Cochitehervite:

—Aquí está doña Fáfula, Marizápalos y Mari Rabadilla. Dijo Trochimochi:

—Despachen, señoras, que está detenida mucha gente.

Doña Fáfula dijo:

—Yo soy una mujer muy principal.

—Nosotras somos —dijeron las otras— las desdichadas que vosotros los vivos traéis en las conversaciones disfamadas.

—Por mí no se me da nada —dijo doña Fáfula— pero quiero que sepan que soy mujer de un mal poeta de comedias que escribió infinitas, y que me dijo un día el papel: . Fui mujer de mucho valor y tuve con mi marido, el poeta, mil pesadumbres sobre las comedias, autos y entremeses. Decíale yo que por qué cuando en las comedias un vasallo arrodillado dice al rey «Dame esos pies», responde siempre: «Los brazos será mejor»; que la razón era, en diciendo «dame esos pies» responder . Sobre la hambre de los lacayos y el miedo, tuve grandes peloteras con él, y tuve buenos respetos, que le hice mirar al fin de las comedias por la honra de las infantas, porque las llevaba de voleo y era compasión; no me pagarán esto sus padres dellas en su vida. Fuile a la mano en los dotes de los casamientos para acabar la maraña en la tercera jornada, porque no hubiera rentas en el mundo; y en una comedia, porque no se casasen todos, le pedí que el lacayo, queriéndole casar su señor con la criada, no quisiese casarse ni hubiese remedio, siquiera porque saliera un lacayo soltero. Donde mayores voces tuvimos, que casi me quise descasar, fue sobre los autos del Corpus. Decíale yo: «Hombre del diablo, ¿es posible que siempre en los autos del Corpus ha de entrar el diablo con grande brío, hablando a voces, gritos y patadas, y con un brío que parece que todo el teatro es suyo y poco para hacer su papel, como quien dice ¡Huela la casa al diablo! Por vida vuestra que hagáis un auto donde el diablo no diga esta boca es mía, y pues tiene por qué callar, no hable; y que hable quien puede y tiene razón, y enójese en un auto, que aunque es la mesma paciencia, tal vez se indignó y tomó el azote y trastornó mesas y tiendas y cátredas y hizo ruido». Hícele que, pues podía decir «Padre eterno», no dijese «Padre eternal», ni «Satán», sino «Satanás», que aquellas palabras eran buenas cuando el diablo entra diciendo y se sale como cohete. Desagravié los entremeses, que a todos les daban de palos, y con todos sus palos hacían los entremeses; cuando se dolían dellos. Las comedias, que oyeron esto, por vengarse, pegaron los casamientos a los entremeses, y ellos por escaparse y ser solteros, algunos se acaban en barbería, guitarricas y cántico.

—¿Tan malas son las mujeres —dijo Marizápalos— señora doña Fáfula?

Doña Fáfula, enfadada y con mucho toldo, dijo:

—Miren con qué nos viene ahora Marizápalos.

Si vengo, no vengo, se quisieron arañar y así se asieron, porque Mari Rabadilla, que estaba allí, no pudo llegar a meterlas en paz, que sus hijos, por comer cada uno en su escudilla, se estaban dando de puñadas.

—Mirad —decía doña Fáfula— que digáis en el mundo quién soy.

Decía Marizápalos:

—Mirá que digáis cómo la he puesto.

Mari Rabadilla dijo:

—Decildes a los vivos que si mis hijos comen cada uno en su escudilla, ¿qué mal les hacen a ellos? ¡Cuánto peores son ellos, que comen en la escudilla de los otros, como don Diego de Noche y otros cofrades de su talle!

Apartéme de allí, que me hendía la cabeza, y vi venir un ruido de piullidos y chillidos grandísimos, y una mujer corriendo como una loca, diciendo:

—Pío, pío.

Yo entendí que era la reina Dido que andaba tras el pío Eneas, por el perro muerto, a la sacapela, cuando oigo decir «Allá va Marta con sus pollos».

—Válate el diablo, ¿y acá estás? ¿Para quién crías esos pollos?—dije yo.

—Yo me lo sé —dijo ella—. Críolos para comérmelos, pues siempre decís . Y decildes a los del mundo, que quién canta bien después de hambriento, y que no digan necedades, que es cosa sabida que no hay tono como el del ahíto. Decildes que me dejen con mis pollos a mí, y que repartan esos refranes entre otras Martas que cantan después de hartas, que harto embarazada estoy yo acá con mis pollos sin que ande inquieta en vuestro refrán.

¡Oh, qué voces y gritos se oían por toda aquella sima! Unos corrían a una parte y otros a otra, y todo se turbó en un instante. Yo no sabía dónde me esconder. Oíanse grandísimas voces que decían:

—Yo no te quiero; nadie te quiere.

Y todos decían esto. Cuando yo oí aquellos gritos, dije:

—Sin duda es este algún pobre, pues no le quiere nadie. Las señas de pobre son, por lo menos.

Todos me decían:

—¡Hacia ti, mira que va a ti!

Y yo no sabía qué me hacer y andaba como un loco mirando dónde huir, cuando me asió una cosa (que apenas divisaba lo que era) como sombra. Atemoricéme, púsoseme en pie el cabello, sacudióme el temor los huesos.

—¿Quién eres, o qué eres, o qué quieres —le dije—, que no te veo y te siento?

—Yo soy —dijo— el alma de Garibay, que ando buscando quien me quiera, y todos huyen de mí; y tenéis la culpa vosotros los vivos, que habéis introducido decir que el alma de Garibay no la quiso Dios ni el diablo, y en esto decís una mentira y una herejía. La herejía es decir que no la quiso Dios, que Dios todas las almas quiere y por todas murió; ellas son las que no quieren a Dios: así que Dios quiso el alma de Garibay como las demás. La mentira consiste en decir que no la quiso el diablo: ¿hay alma que no la quiera el diablo? No por cierto, que pues él no hace asco de las de los pasteleros, roperos, sastres, ni sombrereros, no la hará de mí. Cuando yo viví en el mundo me quiso una mujer calva y chica, gorda y fea, melindrosa y sucia, con otra docena de faltas: si esto no es querer el diablo, no sé qué es el diablo, pues veo, según esto, que me quiso por poderes, y esta mujer en virtud dellos me endiabló, y ahora ando en pena por todos estos sótanos y sepulcros. Y he tomado por arbitrio volverme al mundo y andar entre los desalmados corchetes y mohatreros, que por tener alma todos me reciben; y así todos estos y los demás oficios deste jaez tienen el ánima de Garibay. Y decildes que muchos dellos que allá dicen que el alma de Garibay no la quiso Dios ni el diablo, la quieren ellos por alma y la tienen por alma, y que dejen a Garibay y miren por sí.

En esto se desapareció con otro tanto ruido. Iba tras ella gran chusma de traperos, mesoneros, venteros, pintores, chicharreros y joyeros, diciéndola: . No vi cosa tan requebrada, y espantóme que nadie la quería al entrar y casi todos la requebraban al salir.

Yo quedé confuso, cuando se llegaron a mí Perico de los Palotes, y Pateta, Juan de las Calzas Blancas, Pedro Pordemás, el Bobo de Coria, Pedro de Urdemales (así me dijeron que se llamaban) y dijeron:

—No queremos tratar del agravio que se nos hace a nosotros en los cuentos y en conversaciones, que no se ha de hacer todo en un día.

Yo les dije que hacían bien, porque estaba tal, con la variedad de cosas que había visto, que no me acordaba de nada.

—Solo queremos —dijo Pateta— que veas el retablo que tenemos de los muertos a puro refrán. Alcé los ojos y estaban a un lado el santo Macarro, jugando al abejón, y a su lado el de santo Leprisco; luego, en medio, estaba san Ciruelo y muchas mandas y promesas de señores y príncipes aguardando su día, porque entonces las harían buenas, que sería el día de san Ciruelo. Por encima dél estaba el santo de Pajares y fray Jarro, hecho una bota, por sacristán junto a san Porro, que se quejaba de los carreteros. Dijo fray Jarro, con una vendimia por ojos, escupiendo racimos y oliendo a lagares, hechas las manos dos piezgos y la nariz espita, la habla remostada, con un tonillo de lo caro:

—Estos son santos que ha canonizado la picardía con poco temor de Dios.

Yo me quería ir, y oigo que decía el santo de Pajares:

—¡Ah, compañero, decildes a los del siglo que muchos picarones que allá tenéis por santos, tienen acá guardados los pajares, y lo demás que tenemos que decir se dirá otro día. Volví las espaldas y topé cosido conmigo don Diego de Noche, rascándose en una esquina, y conocíle y díjele:

—¿Es posible que aún hay que comer en v. m., señor don Diego?

Y díjome:

—Por mis pecados soy refitorio y bodegón de piojos. Querría suplicaros, pues os vais, y allá habrá muchos y acá no se hallan, por el bien parecer, que ando muy desabrigado, que me enviéis algún mondadientes, que como yo le traiga en la boca todo me sobra, que soy amigo de traer las quijadas hechas jugador de manos, y al fin se masca y se chupa, y hay algo entre los dientes y poco a poco se roe, y si es de lentisco es bueno para las opilaciones.

Diome grande risa y apartéme dél huyendo, por no lo ver aserrar con las costillas un paredón a puros concomos.

Dando gritos y alaridos venía un muerto diciendo:

—¡A mí me toca, yo lo sabré, ello dirá, entenderémonos, ¿qué es esto?!—y otras razones tales.

—¿Quién es este tan entremetido en todas las cosas?

Y respondióme un difunto:

—Este es Vargas, que como dicen «averígüelo Vargas», viene averiguándolo todo.

Topó en el camino a Villadiego; el pobre estaba afligidísimo, hablando entre sí. Llamóle y díjole:

—Señor Vargas, pues v. m. lo averigua todo, hágame merced de averiguar quién fueron las de Villadiego, que todos las toman, porque yo soy Villadiego, y en tantos años no lo he podido saber ni las echo menos, y querría salir deste encanto.

Vargas le dijo:

—Tiempo hay, que ahora ando averiguando cuál fue primero, la mentira o el sastre. Porque si la mentira fue primero, ¿quién la pudo decir si no había sastres?; y si fueran primero los sastres, ¿cómo pudo haber sastres sin mentira?. En averiguando esto volveré.

Y con esto se desapareció. Venía tras él Miguel de Vergas, diciendo:

—Yo soy el Miguel de las negaciones sin qué ni para qué y siempre ando con un no a las ancas: , y nadie me concede nada, y no sé por qué, ni qué he hecho yo.

Más dijera, según mostraba pasión, si no llegara una pobre mujer cargada de bodigos y llena de males y plañendo.

—¿Quién eres —la dije—, mujer desdichada?

—La manceba del abad—respondió ella— que anda en los cuentos de niños partiendo el mal con el que le va a buscar; y así dicen las empuñaduras de las consejas . Yo no descaso a nadie, antes hago que se casen todos. ¿Qué me quieren, que no hay mal que no sea para mí?

Fuese y quedó a su lado un hombre triste, entre calavera y mala nueva.

—¿Quién eres —le dije—, tan aciago que aun para martes sobras?

—Yo soy —dijo— Matalascallando, y nadie sabe por qué me llaman así, y es bellaquería, que quien mata es a puro hablar, y esos son matalashablando; que las mujeres no quieren en un hombre sino que otorgue, supuesto que ellas piden siempre, y si quien calla otorga, yo me he de llamar Resucitalascallando. Y no que andan por ahí unos mozuelos con unas lenguas de portante matando a cuantos los oyen, y así hay infinitos oídos con mataduras.

—Así es verdad —dijo Lanzarote—, que a mí me tienen esos consumido a puro lanzarotar con si viene o no viene de Bretaña, y son tan grandes habladores, que viendo que mi romance dice:


Doncellas curaban dél

y dueñas de su rocino


han dicho que de aquí se saca que en mi tiempo las dueñas eran mozos de caballos, pues curaban del rocino. ¡Bueno estuviera el rocín en poder de dueñas! ¡El diablo se lo daba! Es verdad, y yo no lo puedo negar, que las dueñas por ser mozas, aunque fuese de caballos, se entremetieron en eso como en otras cosas, mas yo hice lo que me convenía.


—¿Quién eres tú, que pretendes crédito entre los podridos?

—Yo soy el pobre Juan de Buen Alma, que ni me ha aprovechado tener buen alma ni nada para que me dejen ser muerto. ¡Extraña cosa, que sirva yo en el mundo de apodo! «Es un Juan de Buen Alma» dicen al marido que sufre, y al galán que engañan, y al hombre que estafan, y al señor que roban y a la mujer que embelecan. Yo estoy aquí sin meterme con nadie.

—Eso es nonada —dijo Juan Ramos—, que voto a Cristo que los diablos me hicieron tener una gata. Más me valiera comerme de ratones, que no me dejan descansar. Daca «la gata de Juan Ramos», toma «la gata de Juan Ramos», y ahora no hay doncellita ni contadorcito, que ayer no tenía qué contar sino duelos y quebrantos, ni secretario, ni ministro, ni hipócrita, ni pretendiente, ni juez, ni pleiteante, ni viuda, que no se haga la gata de Juan Ramos, y todo soy gatas, que parezco a febrero, y quisiera ser antes el Sastre del Campillo que Juan Ramos.

Tan presto saltó el Sastre del Campillo y dijo que quién metía a Juan Ramos con el Sastre, y él dijo pues no mejoraba de apellido aunque mudaba de sexo, pues dijeran el gato de Juan Ramos, y no la gata. Si dijeran no dijeran, el Sastre desconfió de las tijeras y fió de las uñas (con razón) y empezóse una brega del diablo. Viendo tal escarapela íbame poco a poco, y buscando quien me guiase, cuando sin hablar palabra ni chistar (como dicen los niños), un muerto de buena disposición, bien vestido y de buena cara, cerró conmigo. Yo temí que era loco y cerré con él; metiéronnos en paz. Decía el muerto:

—¡Déjeme a ese bellaco deshonrabuenos, voto al cielo de la cama que le he de hacer que se quede acá!

Yo estaba colérico y díjele:

—¡Llega y te tornaré a matar, infame, que no puedes ser hombre de bien! ¡Llega, cabrón!

¡Quién tal dijo! No le hube llamado la mala palabra, cuando otra vez se quiso abalanzar a mí y yo a él. Llegáronse otros muertos y dijeron:

—¿Qué habéis hecho? ¿Sabéis con quién habláis? ¿A Diego Moreno llamáis cabrón? ¿No hallastes sabandijas de mejor frente?

—¿Que este es Diego Moreno?—dije yo.

Enojéme más y alcé la voz, diciendo:

—¡Infame! ¿Pues tú hablas? ¿Tú dices a los otros deshonrabuenos? La muerte no tiene honra, pues consiente que este ande aquí. ¿Qué le he hecho yo?

—Entremés —dijo tan presto Diego Moreno—. ¿Yo soy cabrón y otras bellaquerías que compusiste a él semejantes? ¿No hay otros Morenos de quien echar mano? ¿No sabías que todos los Morenos, aunque se llamen Juanes, en casándose se vuelven Diegos y que el color de los más maridos es moreno? ¿Qué he hecho yo que no hayan hecho otros mucho más? ¿Acabóse en mí el cuerno? ¿Levantéme yo a mayores con la cornamenta? ¿Encareciéronse por mi muerte los cabos de cuchillos y los tinteros? ¿Pues qué los ha movido a traerme por tablados? Yo fui marido de tomo y lomo, porque tomaba y engordaba; siete durmientes era con los ricos y grulla con los pobres; poco malicioso, lo que podía echar a la bolsa no lo echaba a mala parte. Mi mujer era una picaronaza, y ella me disfamaba, porque dio en decir , y miente la bellaca, que yo dije malo y bueno ducientas veces. Y si está el remedio en eso, a los cabronazos que hay agora en el mundo decildes que se anden diciendo malo y bueno a sus mujeres, a ver si les desmocharán las sienes y si podrán restañar el flujo del hueso. Lo otro, yo dicen que no dije malo ni bueno; y es tan al revés, que en viendo entrar en mi casa poetas decía , y en viendo salir ginoveses decía ; si vía con mi mujer galancetes decía ; si vía mercaderes decía ; si topaba en mi escalera valientes decía ; si encontraba obligados y tratantes decía . ¿Pues qué más bueno y malo había de decir? En mi tiempo hacía tanto ruido un marido postizo que se vendía el mundo por uno y no se hallaba; ahora se casan por suficiencia y se ponen a maridos como a sastres y escribientes, y hay platicantes de cornudo y aprendices de maridería, y anda el negocio de suerte que, si volviera al mundo (con ser el propio Diego Moreno) a ser cornudo, me pusiera a platicante y aprendiz delante del acatamiento de los que peinan Medellín y barban de cabrío.

—¿Para qué son esas humildades —dije yo—, si fuiste el primer hombre que endureció de cabeza los matrimonios, el primero que crió desde el sombrero vidrieras de linternas, el primero que injirió los casamientos sin montera? Al mundo voy solo a escribir de día y de noche entremeses de tu vida.

—No irás esta vez —dijo.

Y asímonos a bocados, y a la grita y ruido que traíamos desperté de un vulco que di en la cama, diciendo: (propia condición de cornudos, enojarse después de muertos). Con esto me hallé en mi aposento tan cansado y tan colérico como si la pendencia hubiera sido verdad y la peregrinación no hubiera sido sueño.

Con todo eso, me pareció no despreciar del todo esta visión y darle algún crédito, pareciéndome que los muertos pocas veces se burlan, y que gente sin pretensión y desengañada, más atienden a enseñar que a entretener.

La culta latiniparla

CATECISMA DE VOCABLOS
para instruir á las mugeres cultas y hembrilatinas.

Lleva un disparatorio como vocabulario para interpretar y traducir las damas gerigonzas, que parlan el Alcoran macarrónico, con el laberinto de las ocho palabras.

Compuesto por Aldrobando Anatema Cantacuzano, graduado en tinieblas, docto á obscuras, natural de las soledades de abaxo.

Dirigido a Doña Escolástica Poliantea de Calepino, Señora de Trilingüe y Babilonia.


DEDICATORIA

Siendo v. merced mas conocida por los circunloquios, que por los moños de tan lindas sinedoches y cacofonias, y tan ayrosa de hipérboles, y tan Nebrisense de palabras, que tiene mas nominativos que galanes; y siendo la dama de mas arte (de Antonio) que se ha visto: mas Merlicocayca que Merlin: obligación le corre al mas perito (y no es fruta) de encimarla en los principios inacesos de otra, si no tan siderea estimación aplaudida, si bien de menos trisulca pena (Plauto sea sordo), dirigiéndola este candil para andar por las prosas lúgubres. Es v. merced adivinanza perene, y tiene enigma lluvia, y pueden á su menor visita exâminar ordenantes. Es v. merced mas repetida por su estilo, que el susodicho: aquel hidalgo que no dexa descansar renglon en los procesos. Son v. merced y la algaravía mas parecidas que el freir y el llover. Un papel suyo leimos ayer yo y un Obispo Armenio y dos Gitanos, y casi un Astrólogo y medio Doctor: íbamos por él tan á obscuras, como si leyeramos simas, y nos hubimos de matar en un obstáculo y dos naufragantes que estaban al volver de la hoja. No bastó construirle ni estudiarle: y así le conjuramos, y á poder de exôrcismos se descubrieron dos medios renglones que iban en hábito de Pacubros, y le lanzamos los obsoletos como espíritus. Mil Tucidides eché á v. merced como bendiciones, que discurre tan á matar candelas, que la podemos llamar discreta paulina. Si v. merced escribiendo tan à porta inferi, acaba de logobrecerse, dirá que su lenguaje está como una boca de lobo, con tanta propiedad como una mala noche, y que no se puede ir por su conversacion de v. merced sin linterna. Aurore Dios á v. merced, y la saque de Princesa de las tinieblas, que es relativo del demonio, pues es Príncipe de ellas. Vale en culto, no en testado de escribano. Pridie Idus. Ya entiende v. merced, y si no haga cuenta que se oye.


Licenciado Cantacuzano


Al Claro, Diáfano, Chirle, transparente y meridiano Lector de lenguaje tápido y á buenas noches.

Doliéndome de ver apareada la blandura de los requiebros en conchas de latines de acarreo, y los ruegos enamorados con el cilicio de gramaticales cerdas; y considerando con el pujo que los enamorados de romance deletrean lo culterano de las damas, que ahora hablan nublado, y retazos de Quis, vel qui: y compadecido de que á las hermosuras legas por justos juicios se les haya revestido en el cuerpo tan extraña gerihabla; y viendo que los clamistas de noches al son de campanilla, dicen: acuérdense, hermanos, de los que están en pecado mortal, y de los que andan por la mar, y de aquellos y aquellas que están en poder de culteros. Por todas estas cosas he resuelto fabricarte este Lampion contra palabras murciélagas y razonamientos lechuzas. Todo debaxo de la correccion de los clarísimos de Venecia, y no es pulla.

LAMPION

És conveniente que las que siguen esta doctrina, y chirrean confusiones, lo que antes quando eran legas fue cierta persona, dixo esto Gonzalez, y dixo estotro, bien dixo don Juan hoy sea. Platon enseña, dogma es de Estagirita: así lo razona Homero. En las visitas al levantarse echará menos un Plutarco que se le cayó de la manga; tendrá críticos de faltriquera como huevos, y autores de falda como perrillos; y enviará á pedir por la vecindad prestado un Tertuliano para cierta advertencia. Idiotas y Plagiarios y Magistas son otro tanto oro para decir mal de los modernos; y quando las otras digan que hacen vaynicas, si la preguntaren qué hace, diga que comentarios, notas y escolios, y sean á Plinio si fuere posible. Tenga achaques de varias lecciones: y si estuviere preñada se le antojen Escalígeros crudos; y á las joyeras pregunte si tienen cinta de Musaaco, ó tocas de Casaubon, que son buenos nombres; alabe sin qué ni para qué la fatiga de los ultramarinos, quando en las visitas traten las otras del mal de madre; y si la preguntaren con qué se lava?, responda, que con algo de la Vaticana, que aunque no es á propósito, es culto. Cada momento ha de hundir la casa á voces y gritos, que alborote el barrio, sobre que ha de parecer el Quintiliano si se hunde el mundo, que no piensen que ha de ser como el Macrobio, y aquí se ha de desgañifar, que con esto, Dios delante, no la entenderá nadie, ni aun ella se entenderá, y gastará lenguaje hermafrodito; y si dixeren, ya te entiendo, será san—tan—ton, y no culta. Solo en el pedir han de gastar vuesas mercedes claridad infinita, porque el dar es rudo, y no traduce otro comento que el de No—e.

Siguese el disparatorio con que en muy poco tiempo, sin maestro, por sí sola qualquiera muger se puede esperitar de lenguaje y hacerse enfadosa, como si toda la vida lo hubiera sido, que los propios diablos no la puedan sufrir, y es probado.


CULTIGRACIA

A su marido, por el astío que causa el tal nombre, le llamará mi quotidie, mi siempre; y á él se le dexa su sempiterna á salvo para quando nombre su muger.

Si se ofreciere decir que despavilen las velas, dirá: suena catarro luciente: excita explendores, pañizuela de corte

Quando llamare á las criadas, no diga ola Gomez, ola Sanchez, sino unda Gomez, unda Sanchez, que unda y ola son lo propio, y ellas, aunque no lo entienden en latín, lo obedecen en romance, pues lo unden todo.

Si hubiere de mandar que la compren un capón, ó que se le asen, ó que se le envien, que es lo mas posible, no le nombren, por excusar la compasión de lo que le acuerda, llámele desgallo ó tiple de pluma.

Para decir caldo sustancial, dirá licor quiditativo

A las revanadas de pan llamará planicies

Y porque la palabra gota es muy facinerosa, y para los oyentes abunda de cosquillas; si se ofreciere decir deme una gota de agua, ó deme dos gotas de vino, diga denme una podagra de agua ó denme dos podagras de vino.

Al nudo ciego llamará nudo rezante.

Al queso ceniza de leche.

Al escudero llamará manípulo.

Para no decir estoy con el mes, o con la regla, se acordará que de las fiestas de guardar se escriben con letra colorada, y dirá estoy de guardar; y si el interlocutor es graduado, dirá tengo calendas purpúreas.

Quando la preguntaren ¿cómo va v. merced? por no responder con nota de agua va, la palabra fregona, al servicio de vuesa merced, dirá: estoy á vuesa merced oficiosa y afecta: y si se quisiere encarnar mas en latín, diga: adiecta. La riña llamará palestra: al espanto estupor: supinidades las ignorancias; estoy dubia dirá, no estoy dudosa. Al arrope llamará crepúsculo de dulce, ó abrigo sabroso, que arrope y abrigue todo es uno, y digalo en el invierno.

Dame vino no lo dirá, sino cultivando la embriaguez, dirá: dame llegó, que llegó y vino todo es uno; y no se disfama el gaznate, y una dama pide taberna en buen hábito, que yo conozco búcaros que sirven al tragazo de carátulas de Portugal, com poco temor de los empegados.

Al moño en culto llamará herencia, pues queda de las difuntas, y en plusquam culto dirá: traigo el eco del malo rizado, ó el enemigo sin di, pues dimoño es el enemigo y quitándole el di, es moño diablo mudo, y también le llamará el casi diablo, y advierta no resvale y le llame el cachidiablo de pelo.

A la olla la llamará la madre meridiana, y para decir no como olla, dirá: estoy desollada, y podrá acertar con dos verdades. Al ruido llamará estrépito, á la hoguera pira

Para decir yo gusto de beber frío de nieve dirá: bebo con armiño del frio, con requesones de agua, con vidrieras de Diciembre, con algodón llovido, con pechugas de nubes; que poder remudar frases es limpieza.

Ninguna culterana de todos quatro vocablos ha de llamar cohe coche, porque no la respondan los regüeldos ó los cochinos; debe decir: Auriga, pon el pasacalles, que aunque va á riesgo de una arrebatiña de barberos, es mejor voz á pagar de mi prosa.

Si la culta fuere vieja, como suele suceder, para no decir á la criada que la afeite, macízame de pegotes de solíman estas quixadas; y por los carcabuesos de las arrugas, dirá: jordaname esas Navidades cóncavas; y si hubiere de mandarla que la tiña la greña de canas, la dirá: pélame esos siglos cándidos, obscuréceme esas albas.

Si llegare á mandar que por falta de dientes la llene la boca de chitas forasteras, dirá: fulana, empiédrame la habla, que tengo la voz sin huesos.

Si fuere moza, aunque tenga una cara bruxa, que de puro untada vuele por las chimeneas, no ha de decir que se afeyta, dirá: vengo bien mentirosa de facciones.

Y para decir que se pone mudas en las manos, dirá: yo traigo concallados los diez embelecos.

A los chapines llamará posteridades de corcho, adicciones de alcornoque, tara de la persona, ceros de la estatura.

Si se ofreciere decir no vengo apercibida, dirá vengo inerme, y encomiéndese á Begecio.

El burlar, llame frustrar

A las dueñas llame funestas; y si al epíteto pusieron pleyto los cipreces, en tanto que lo juzgan las lentejas, llamarálas desombradas.

No dirá aunque la asierren, estoy preñada en tres ó quatro meses: pero dirá: dos en tres, dos en cinco, dos en nueve y al cabo añadirá, yo me entiendo, que para eso se hizo el chiste.

En las visitas no dirá, arrastre esa silla, que es ajusticiarla, dirá: aproxîma requiem, sin temor de los responsos.

Ingredientes llamará a los entrantes, aunque lo gruñan los boticarios y alquimistas.

No dirá zapatilla de pocos puntos, ni calzo, ó tengo el pie pequeño; dirá: tengo pie lacónico, ó calzo vizcaino.

Si se ofreciere decir quisiera aloja y barquillos, antes la buena cultosa reviente de sed que diga barquillos y aloja, dirá: traigan bibe y rumores de oblea; y si hubiere suplicaciones, llámelas preces volubles; y haga Dios lo que fuere servido, que aloja y vive para con Dios todo es uno, y así se platica en las casas de posadas.

Es hombre honesto, dirá por no decir pesado

Al pastel lo llamará pícaro de masa.

Para no decir vengo mal tocada, dirá: vengo mal adjetivada

Al paje llamará intonso.

Está inmediata, para decir está cerca

Por no decir estoy al cabo, dirá: ya agonizo, y Dios la oiga.

A las medias llamará no enteras.

Circundada, dirá no cercada.

Al veinte y quatro de Sevilla, ó de otra parte, el señor dos docenas, y es cuenta cabal.

Soy poco fausta, por poco dichosa.

Por no decir me acaba, dirá v. merced me estrangula, y es cosa muy lucida.

Suele ser forzoso pedir un guisado, ó un pastel de turmas, y por no empreñar la prosa, se irá castrando la palabra de esta manera: denme un pastel de virilidades, ó hagáse hombre el guisado.

Mesticia, es mejor que tristeza.

Por no decir ventosidades, dirá: tengo éolos ó céfiros infectos.

Pide el médico el pulso ú otra cosa á alguna persona, no se ha de decir: tome v. merced, ni esta maldita voz se oiga en boca de hembra. Tome, digan ellos; y la cultisima dirá: aprehenda ó accipia.

En los pésames ha de encadenarse la palabra singultos por sollozos, atros por lutos, sarcófago por sepultura.

La palabra sepelido no se olvide.

Y si el viudo o apesamado consiente se dirá: manes, con sus sidereas sedes, y su polvillo de parcas.

Los rudimentos de la mesa se han de llamar los antes, y los postres la contera del mascar

Para decir, traeme dos huevos, quita la claras, y trae las hiemas, dirá: traeme dos globos de la muger del gallo; quita las nóculas, y adereza el remanente paxizo.

Huevos frescos son globos instantáneos.

Encomiéndesele mucho, aunque no venga a propósito, estas palabras: lenta, intestina, palumbe, y sobre todo patíbulo y truculento.

Estoy con fábricas dirá por no decir cámaras.

Si hablare de Predicadores, llámelos metódicos, provectos, eruditos, fecundos, invectivos é hiperbólicos.

A la melecina o xeringa llamará ojeriza de azofar; y á la cala, entremetida en cosas particulares

Por no decir, antes es apretado de bolsa que dadivoso, dirá: v. merced antes es estítico de bolsa, que diurético

Y porque si dura la visita ó conversacion mucho tiempo suele acabarse á algunas cultas la cultería, y tienen conversacion remendada de lego y docto, y se quedan á buenos romances como á buenas noches, se ha de valer el laberinto de las ocho palabras que nunca se acaban.


Las ocho palabras son estas:

Sí, bien, ansí de buen ayre, descrédito, desaseada, cede, aplaudir, anhelar.

Dánseles por aforro y acompañadas las siguientes:

Galante, fino, sazon, emular, lo cierto es, esfuerzos, exemplos, aunque.

Incipit culti gratia

Hilban perpetuo de dislates, sin salir de las ocho palabras en todas materias, quando la doña Tal Latiniparla, suelta la taravilla y dice así:

Aunque ceda el descrédito, es galante la fineza, si aplaudida anhela; sí bien emular es desaseo de poca sazon: así, mas no dexa de ser galante por fino; y lo cierto es así, que no se está de buen ayre en el descrédito; así por aplausos de la emulación; así cedida a los esfuerzos desacreditados en lo galante de mejor ayre, si bien desacreditan esforzados así.

Y con volver á lo: cierto es, que es coyuntura de todos los desaliños, y sembrar la plática de: ansí es, irá la buena Culterana salpicando de necedades por donde quiera que hablare. Si así lo hiciese, el latín la ayude; y si no, el romance la lleve.

Amen

Cuento de cuentos

DONDE SE LEEN JUNTAS

las vulgaridades rusticas, que aun duran en nuestra habla, barridas de la conversación


A D. Alonso Mesya de Leyva


La habla que llamamos castellana y romance tiene por dueños todas las naciones; los Arabes, los Hebreos, los Griegos. Los Romanos naturalizaron con la victoria tantas voces en nuestro idioma, que la sucede lo que á la capa del pobre, que son tantos los remiendos, que su principio se equivoca con ellos.

En el origen de ella han hablado algunos linajudos de vocablo que desentierran los huesos á las voces:cosa mas entretenida que demostrada, y dicen que averiguan lo que inventan. Tambien se ha hecho tesoro de la lengua Española, donde el papel es mas que la razon: obra grande, y de erudicion desaliñada.

Ninguno ha escrito gramática y hablamos la cortumbre, no la verdad, con solecismos. El alma decimos; y supuesto que el alma bueno, no se puede decir, el, que es artículo masculino, ha de ser la, y pronunciar la alma.

No quiero nada: peca en lo de las dos negaciones, y debe decirse: quiero nada.

Bien considerable es el entremetimiento de esta palabra, mente, que se anda enfadando las cláusulas y paseándose por voces, eternamente, ricamente, gloriosamente, altamente, ricamante, gloriosamente, altamente, santamente, y esta porfía sin fin. ¡Hay necedad tan repetida de todos igualmente! caso que algun lector se me quiera excusar de no haberla dicho. Mal hablado llaman al que habla mal, habiéndole de llamar mal hablador. Mire lo que le digo, decimos todos, po oigame, pues no se parecen los ojos y las orejas. Aqueste por este, agora por ahora, son infinitas voces que pudiendo escoger, usamos lo peor. ¡Hay cosa como ver á un graduado con mas barbas que textos decir enfurecido:¡voto á Dios que se lo dixe de pe á pa! ¿Qué es pe á pa, licenciado? Y para enmendarlo, dice que que se está erre que erre todo el día. ¿qué será no dar a uno una sed de agua? que tan freqüente se oye en las quejas de los amigos y de los criados; y hacer baylar el agua delante es á propósito. Encarece uno su verdad, y dice: yo le dixe dos por tres; y decir dos por tres ¿quie negará que no es decir una cosa por otra? habia de decir yo le dixe dos por dos. Pues uno que encareciendo su diligencia dice, que vino en un santiamen: deben de tener los santiamenes gran paso. ¿Y los que para encarecer su prudencia dicen, que lo escogieron á moco de candil? ¡miren que juicio tendrá un moco de candil para esoger! Un enojado que dice á otro que le trae sobre ojo, es (con perdón)llamarle nalgas; que para decir que le atiende, lo propio era traer los ojos sobre él; y el blasón tan presumido de tener sangre en el ojo masdenota almorranas que honra; y pierdo doblado si lo juzgan los pujos. Hablen cartas, y callen barbas, sin haber quie haya oido decir á las barbas esta boca es mía, aun quando las caldean y las rapan. Que de hombres se hacen moxigatos, y que nadie sabe que son esos gatos moxi. Verse y desearse no pasó de Narciso. poner pies en pared, no sirve de nada, yo lo he probado viéndome en trabajos, como oia decir: no hay sino poner pies en pared, y solo sirve de trepar ó dar de cogote. Andar la barba sobre el hombro, quie lo tuvier por buen consejo lo pruebe, y andará hecho un corderito de Agnus Dei. diome un remoquete: es dádiva de catarro. Llevar la soga arrastrando dicen que es la mayor desdicha; yo he llevado arrastrando sogas, y hallo que es peor que la soga lleve arratrando al hombre. para decir que uno es muy maol, dicen que ni teme ni debe. ¿Puede ser mayor necedad?. Pues solo es bueno el que ni teme ni debe: habían de decir, que ni teme ni paga, y esto pregúntenselo á los mercaderes, y á todos los que fían. No me lo haran creer quantos áran y cavan. considere v. merced que letrados ó teólogos buscó, sino gañanes. ¿V. merced ha visto algun brazo cagado? que yo no sé por donde entran á proveerse en un brazo. ¿Hay cosa tan mortal como zas? mas han muerto de zas que de otra enfermedad. No se cuenta pendencia que no digan: y llega y zas, y cayó luego. No es el mundo tan grande como tris, todo está en un tris, y no hay dos trises; estaban en un tris; todo el Reyno estuvo en un tris, y espantaranse de que la Fenix sea una siendo el tris un siempre. Y aquelllos majaderos músicos que se van cantan las tres anades madre, que no cantarán las dos si los quemáran , ni la quarta. Considero v. merced el buen talle de estas voces, que se nos hacen reacias en la boca y no las podemos escupir:zurriburri, a cada trinquete, traque barraque, zis zas, zipizape, á barrisco, irse á chitos, chichota, con sus once de oveja, trochimoche y cochiteherbite; es decir que no tienen desvergüenza para deslizarse en una historia y entremeterse en un sermón, y están ya tan halladas, que pocas plumas las desdeñan; y para ver á cual mendiguez está reducida la lengua Española, considere v. merced que si Dios por su infinita misericordia no nos hubiera dado estas dos voces: ahora nadie pudiera ir, ni se despidiera de un conversación. Todos dicen: ahora bien, ya es hora: ahora bien, ya es tarde, nadie se puediera ir, ni se despidiera de una conversación. Todos dicen: ahora bien, ya es hora: ahora bien, ya es tarde, ya vuestras mercedes querran cenar. Y hay hombre que por no acordarse de ellas se detiene hasta que se enfada y mata, y en topando con su ahora bien, se va. Yo por no andar rascando mi lenguaje todo el dia he querido espulgarle de una vez en esta jornada, donde yo solo no tengo que hacer; y en este cuento he sacado á la vergüenza todo el asco de nuestra conversación, que si no tuviere donayre ni merecier alabanza, no carece de estimación el trabajo en recoger tan extraños desatinos. Ahora va este papel haciendo lugar á obra mas de veras, en que trarré (ni se si tan docto como desvergonzado) que ni sabemos deletrear en nuestra cartilla ni razonar con la pluma. En tanto que v. merced, que hace buena acogida á mis borrones, se divierta y tenga larga vida con buena salud.


Monzon 17 de Marzo de 1626.

D. Francisco de Quevedo Villegas.


Ello se ha de contar; y si se ha de contar, no hay sino sus, manos á la obra. Digo, pues, que en Sigüenza habia un hombre muy cabal, y muchucho, que diz que se decía Menchaca, de muy buena capa. Estaba casado con una muger, y esta muger era de punto, y mas grave que otro tanto (llámese como se llamare). Tenían dos hijos, que como digo, eran pintiparados; y no le quitaban pizca al padre. El uno de ellos era la piel del diablo; el otro, un chisgaravís, y cada día andaban al morro, por quítame allá esas pajas. El menor era vivo, como una cendra, y amigo de hacer tracamundanas, y baladrón; el padre lo sentía á par de muerte, mas él, ni por esas, ni por esotras. El mayor era hombre de pelo en pecho, y echaba el bofe por una mozuela, como un pino de oro, delicada, veme no me tengas y alharaquienta. Era viuda, y su marido, como digo de mi cuento, murió; y diz que se tuvo barruntos, que ella le había dado con la del Martes. Estuvo en un tris de suceder una de todos los diablos; el padre, que era marrajo, lloraba hilo á hilo, é iba, y venía en estas, y estotras. Y un día, entre otros, que le dió lugar la murria, la dixo su parecer de pe á pa; y seco, y sin llover, mandóla que se metiese en un Convento al proviso. Ella se cerró de campiña; y así se estuvieron erre a erre muchos días, hasta que el padre, que ya estaba enfadado, la dixo; que por tantos, y quantos, que había de hacer, y acontecer; ver veamos si han de ser tixeretas; y en justos y en verenjustos, dió con ella en una recoleccion.

Era la pupilera muger de chapa, y no amiga de carambolas, y el licenciado persona de tomo, y lomo. La moza que vió esto, viene, y toma, y qué hace, y sin mas, ni mas, como quien no quiere la cosa; escribe á su galán, que ya andaba con mosca, diciéndole, que todo era agua de cerrajas, y que ella habia puesto pies en pared; y que quisiese, que no quisiese, se iria con él cantando las tres ánades madre, que atáse él bien su dedo y se riese de toda la zalagarda, y traque barraque.

Pues el diablo del mozuelo, que estaba mas enamorado, que otro tanto, y estaban sobre las afufas; como se vió señor del argamandijo, no hacía más de atrochimoche escribirla billetes, y más billetes, y ella leer, que leerás, á tontas, y á locas. Pues como digo, yendo días, y viniendo días, la pupilera, que tenía pulgas, soltó la taravilla, y dixo rasamente, que ella era muger de sangre en el ojo, y que con ella no había chancharrasmancharas, que anduviese con pie de plomo, y la barba sobre el hombro, porque de manos á boca haria de hecho. La mozuela, que era sacudida, casi casi estuvo para enbedijarse con ella, y levantar una cantera de todos los diablos. Ella se resolvió en decir, que para qué eran tantos arremuescos, y dingollondangos, siendo todo un papa sal; y sepa, que ya estoy el agua hasta aquí. Hacía grandes estremos, diciendo, que bien entendía la zangamanga.

La pupilera lo quiso meter á barato, negando á pie juntillas quanto ella había dicho; el otro hermanillo, que se venía al husmo, se hizo mequetrefe, y faraute del negocio, y por apaciguarlas, empezó a darlas ripio á la mano á sabiendas.

La pupilera se hacía carne llorando, de ver el murmullo, y la tabahola, que habían metido en su casa; el hermanillo, por desmentir espías, la empezó á traer la mano sobre el cerro; y en estas, y estas cata qué hace el diablo, ételo el padre, sin más, ni más, atolondrándose todos, y en bolandas, llegaron á las inmediatas. Dixéronse los nombres de las fiestas, (y hubo muchos dares y tomares) si ha de salir, no ha de salir. Yo saldré, dixo la viuda, zurriando como un rayo: mas esta… Aquí fue ello, que como la tia, no las tenía todas consigo, empezó á tartalear, y diz que dixo: ¿qué ha de haber? Miren quién se mete en docena: Yo la aseguro, que ha caído la viudica en el mes del Obispo. Tanto monta, dixo la mozuela; y replicó la pupilera: no sino el alba. El hermanillo, viendo que andaban al morro; voto á tal, y á cual, que todo lo había de llevar á barrisco. ¿Qué es á barrisco, en mis barbas? dixo el padre: y zas. Llegó á punto crudo el licenciado, cuando andaba el cipizape; metiólos en paz; mas á cada triquete andaban a mía sobre la tuya; y viendo el pelotero, llevósela el padre á su casa, porque no se metiese en dibuxos; y en llegando tris tras á la puerta, el viejo tenía barruntos de que un hermano de la mozuela, que no la quitaba pinta, y tenía muy malas manchas, enguizgaba el negocio, no quiso abrir. Esto fue el diablo, que empezó á decir (y ahora es, y no acaba) que no había de dexar roso ni belloso, ni piante, ni mamante, y que los habia de traer al retortero á todos, y salga si es hombre. El pobre padre no hacía sino chitón, como entendía el busilis; la hija, que olió el poste, y hendia un cabello en el ayre, escurrió la bola, temiendo, que el padre la menearia el zarzo: que hace, sino vase a chitos. El picarón, por no hacer una borrumbada, dixo: arda Bayona, y estos turronazos no con miquis, y acogióse calla callando. Iba la niña saltando bardales, sin decir oxte ni moxte, en busca del bribon, corriendo á puto el postre, con la lengua tan larga

De esto los vecinos tomaban el cielo con las manos, y se desgañifaban, y andaban unos en pos de otros zahiriéndose. No nos hable con sonsonete, dixo uno, que al cabo, ha de venir á la melena. Decía ella: no dixera más pateta; yo he de hacer mi gusto, y esotro es cosa de morenos, y no quiero cuentos con serranos: y de una hasta ciento, que se descalzaban de risa de ver al viejo hecho de hiel; y á ella, que se iba á cencerros atapados, con un zurriburri refunfuñando.

El licenciado, que pensó que ya mordía en un confite, y que eran uña, y carne, con mucha sorna se vino mano sobre mano, hecho gatica de Juan Ramos, diciendo entre sí: yo la haré á la tal por qual, que muerda en el ajo. El padre que le vió venir á lo de mi suegro, y le traía entre ojos, empieza á dar voces, y alza Dios tu ira; y á diestro, y á siniestro le puso del loco, asiéndosele de los andularios, que no podían desengarrafarle, según tenía la hincha con él.

El licenciado daba los gritos, que los ponía en el cielo, mas no se dormía en las pajas: allí fue ella, que el compañero viendo que andaban á pescuezo, le dió un pan como unas nueces, sin irle, ni venirle. A la tabaola se entró un vecino con sus once de oveja, muy sobresaltado, y de hoz, y de coz se metió donde no le llamaban; quiso embestir, mas el bribón puso aldas en cinta. Dixo el pobrete: yo soy hombre de pro, y conmigo no hay levas; yo pajas, dixo el bribón, y asentóle un tanto. El pobre no chistó, ni mistó, y volvióse dado á perros, y jurando, que le habian de dar su recado; y sobre esto hubo la mayor turbamulta del mundo; mas viendo la mozuela, que el bribón la daba en el chiste, estúvose acurrucada, por escusar dimes y diretes.

El picarón andaba listo, como una jugadera, de ceca á meca, engolondrinado, dándose tantas en ancho, como en largo, que le podian hender con una uña.

Esto ha de dar un cruxido, dixo el hermanillo, que estaba de manga; el padre pensaba, que tenía el oro y el moro, y estábase en sus trece, diciendo, que si le hacian, habian de ir rocín, y manzanas, con todos los diablos, y echó de la oseta

La viuda, y el que nos vendió el galgo, digo, el bien andado del novio, se dieron sendos remoquetes, acerca del casamiento, que se estaba en xerga.

Era el bellaco socarrón, y malhablado, y dixo, que no le cagasen el bazo, que no era barro casarse, y que él no se había de casar á medio mogate; ¿No más de llegar; y zas candil á osadas, que lo entiendo todo?

Saltó el licenciado, y dixole: ¡gentil chirrichote!, ¿Dándole una moza como mil relumbres, hija de sus padres, más rubia que las candelas, que no sabe lo que se tiene, hecha de cera, que le viene de molde, y hácese de pencas? para qué es tanto lilao; sino á ojos cegarrritas, dexése de recancanillas, y cásese, pues le viene muy ancho.

Atolondrado el novio, así como oyó decir, que le vendria muy ancho, dixo: tras que me venga muy ancho ando yo, dexénme, que lo meteré todo á la venta de la zarza, y volverémos las nueces al cántaro.

Púsose el bribón más colorado que unas brasas y dixo: que llevado por bien, harían de él cera, y pávilo, y que le diría todo lo que deseaba saber, sin faltar cichota.

El bergantón le dixo dos por tres, que mentia; y si no lo ha v. merced por enojo, se tornaron á enbedijar, y andaban al pelo.

El licenciado, que vió la barahúnda, echólo á doce: El hermanillo cascó la mollera al cuñado; todos andaban hechos una pella, y al estricote.

Pues vea aquí v. merced que si no es por la viuda, el licenciado paga el pato, con todo su apatusco. El echaba de vicio, y ella le cantaba la sorna, diciendo, que mas queria andarse á la flor del berro, y qué me sé yo.

En esto estaban, á toca no toca, quando á la zacapela, que traia la gente bahuna, vino un alguacil en un santiamen, y un escribano en bolandas, respailando, y dixeron que de atras lo traian sobre ojo, y que no dexarian de embocar la moza en la cárcel por todos los haberes del mundo, que bastaba la mueca.

El licenciado replicó que no se había de hacer todo cochiteherbite: mirábale de hito en hito el hermanillo: el escribano estaba con el ojo tan largo. No estoy de gorja, dixo el padre, no me mamo el dedo.

Empezó el maridillo á echar verbos, ¿alguacil en mi casa? y en esto iba y venia. Yo traigo un mandamiento tan gordo, que no vengo á humo de pajas, dixo el escribano. ¿Mandamiento? dixo el licenciado; no me lo harán en creyentes quantos áran, y cavan; y sobre esto se batió el cobre lindamente.

Dixo el alguacil: Yo no doy mi brazo á torcer: replicó el hijo, ni yo me dexo agraviar en el blanco de la uña; y esta casa no es como quiera, y míreme á la cara. ¿qué queria llevarse de bobilis bobilis mi hacienda? antes me dexaré hacer trizas; y advierta, que no somos todos unos, y me mataré con mi padre en dos paletas, y me haré añicos.

Arda Bayona, dixo el alguacil, que estoy ya hasta el gollete, y he de hacer mi oficio; el escribano estaba de mampuesto, diciendo, que no le untasen el casco, que les pegaría á manteniente con la de rengo: el hermano se fue rabo entre piernas; el maridillo echando chispas, y todos se quedaron enjolito. Entónces la moza habló al alguacil muy sobre peyne, y le aconsejó, que no se anduviese regodeando, y que se acordase de la de marras, y que era todo fruslería, y que no había de tener más así que asado, que toda era gente honrada, escogida á moco de candil, y personas de chapa. El alguacil gritaba, como un descosido, viendo que la mozuela le había dado entre ceja, y ceja con la de marras; y tomó la hincha con ella: el escribano decia que no se la habia de cubrir pelo; la madre, y el padre, que se estaban á mas, y mejor, dixeron: esto va de rota, no hay sino hacer de las tripas corazon, y ojo al badil, gritando: no me hagan, que echaré por esos trigos; y á toda ley habe de tuyo.

¿No ha de mediarse esto? dixo el licenciado, viendo la escarapela; empezaron todos á encogerse de hombros, y á decir, que se rugia cierta cosa; y que aunque no importaba un bledo, bastaba el run run y el qué diran; y que si no se estorbaba, era fuerza que el alguacil llevase una tunda de coces. El no dixo esta boca es mia, y tieso, que tieso; ahí me las den todas, decia el bribon que en manos está el pandero, &c. No lo dixo á sordos, que se quemó de oirlo el escribano, y le dixo: para mí no son menester tantas arengas, que sé donde me aprieta el zapato; y lo que apuntó la señora, lo tengo al cabo del trenzado: pero las razoncitas yo las guardaré como oro en paño.

Alegrósele la paxarilla al alguacil, y dixo: yo los meteré en pretina, ó podré poco; yo les haré, dijo el escribano, que me baylen el agua delante, y los dexaré en el pelo de la camisa, que no ha de ser todo chancharasmanchas, y basta ya la trisca. Oyó el padre lo que trataban, y dixo: oxte puto, mas á mí no se me da un ardite, que ni temo, ni debo, y al cabo habrá dello con dello.

¿No darémos un corte en esto? dixo el licenciado quando á sabiendas, el mozuelo, muy remilgado, y cariacontecido, dixo: que estaba entre dos aguas, y dos dedos de irse por ese mundo adelante, en justos, y en creyentes, que estaba cansado de traer los atabales acuestas. ¿Quién fuiste tú, que tal dixiste? No es creible la cólera del padre, pues llegándose á él le asentó una tabalada; el no chistó. ni mistó. Vergante (decía el viejo) ¿téngote como cuerpo de Rey, comiendo mil gollorías: dándote conejo por barba, y perdices como tierra, y vino como agua, repapilado, y hecho un trompo, vestido á las mil maravillas, la casa como una colmena, y tanto lilao? Mírame á la cara, que el casamiento se ha de hacer de haldas ó de mangas; quitaos de cuentos, y no andeis en tanto mas quanto, que se me va subiendo el humo á las narices, y conmigo no tendreis un si es, no es. Entre estas, y estotras entróse de claro en claro una fregona, con un canastillo, que se venia a los ojos, y unos vizcochos, que saben que rabian, y yo me comia las manos tras ellos. Anduvimos á la arrebatiña, y no fueron vistos, ni oidos, traia un billete de la pupilera para el licenciado, diósele, y él dixo: hablen cartas, y callen barbas; aquí está quien no me dexará mentir; y el papel decia ni mas, ni menos: señor licenciado, ese belitre, que se hace el tuautem deste negocio, tiene muy malas manchas, y no le alcanza la sal al agua, y todo es larantoña, yo quedo la mas amarga del mundo, y echada por puertas; y sé que él y su muger me están royendo los zancajos, que le advierto, que si no calla, le ha de costar la torta un pan, y que entiendo poco de filis, que no se ponga conmigo a tú por tú, y me crea, que estoy muy amostazada, de ver que se haga zorrocloco, y nos venda bulas, que se guarde del diablo, que ahora es todo tortas y pan pintado, y que todo esotro es andarse por las ramas, y que por mal término, no hay hacer carrera conmigo, que le veré la boca á la pared, y no le daré una sed de agua. Levantóse un remusgo, que hasta allí podía llegar, y daban todos diente con diente, y tiritaban de oír tales cosas.

El mozo se ciscó; más ella se estaba repantigada á lo de mi suegro, como si fuera el padre con mucho aquel; juró que le había de dexar en porreta, si no se casaba; y sobre esto porfiaron, hasta tente bonete; el hijo decía, que él había hecho cala, y cata del negocio, y que le habían de soñar; que por qué, y por qué teniendo ella cogijos, habían de obligarla á que las apeldase, que se iria con el alma en los dientes, y los llenaria de bote en bote, de lo que eran todos; y añadió, que ya el viejo estaba calamocano. ¿Calamocano dixiste? fue un día de juicio, y sucediera muy mal; si no se echára en chacota.

La mugercilla, que ya tenia asomos del negocio, mas engolondrinada que otro tanto, empezó á hacer aspavientos, y dixo que todo era así al pie de la letra, mas que no había de ser todo echa y de rueca, supuesto que no habian de poder dar con ellos al traste, aunque los persiguiesen á banderas desplegadas; y que mas valia, que por bien se llevasen su buen por qué, y se dexasen de cuentos. El alguacil decia que les habia de poner ras con ras la casa al menorete, hablando de talanquera, con mucho qué me sé yo; el escribano decia: yo callaré ahora, mas yo les daré en caperuza: Cada uno mire por el virote, dixo el licenciado pues he de ir á todo moler; y no echen de vicio, que podria heder el negocio, mas aína que piensan. El alguacil, que vió que el licenciado era de los del asa, y que todos los demas eran gente del gordillo, juzgó, que el irse, venia á pedir de boca; quitóse el sombrero, y ni paula ni maula, sino viene y vase. El padre, que vió el mal recado, fuese tras él dando cosetadas por malos de sus pecados; y esto dió una estampida terrible. Ahí me las den todas, decía la viuda; replicó el marido, á mí no se me da un ardite, que con andar pie con bola, me reiré de todos. El bribon, que vió que esto iba de capa caída, y que iban de romanía, y que el mozuelo traía la soga arrastrando, y que la muchacha no era amiga de recancamusas, y que tenia garabato, díxola: aquí no hay sino sus, y alto á casar, que estas son habas contadas. La viuda, por una parte no quiso estar á diente; por otra, viendo que el mozo se moria por sus pedazos, estuvo hecha de sal, y muy donosa, diciendo de aquella boca, que daba grima. El maridillo cantó de plano, mientras el licenciado contemplaba en las musarañas; mas no se le quedó por corta, ni mal echada, y como tomó el negocio á pechos, dixo: á mí se me quedaba en el tintero lo mejor, y con mucha pausa se fue al padre, y le dixo: acabemos con este mazacote, que no son menester tantas zarracaterías, ni andar templando gaytas. Cásese, que todos la baylaremos el agua delante, y no se meta en dibuxos. El, que vió que andaba ya de capa caida, dixo: una por una, yo me casaré, mas luego roeré el lazo, y otras mil patochadas. Casóse, y aunque la boda se hizo á somormujos, todos se rapailaron. El padre le dió una linda tragantona con el dote: encaxole todos quantos cachibaches tenia en casa; y si se quejaba, decía que hablaba adefesios, y que no se gobernase por su caletre, que se quedaría en pluribus, que era un maniaco; y aunque calló entónces, despues lloraba los quiries; y propuso de hablar papo á papo, porque otra vez no se le subiese á las barbas. Con estas cosas le metió las cabras en el corral, y calla callando hizo su negocio, y el hermanillo le escuchaba, hecho un bausan. Estaba en cuclillas, detrás de la puerta, la recien casada, oyendo al muchacho, con la oreja tan larga, y entró con un tropel de los diablos; él, por lo que podia suceder, venia hecho un relox; la mugercilla estaba de veinte y cinco alfileres, y le dixo para qué se metia de gorra.

Déxense de filaterías, que una por una, ya están casados (dixo el licenciado), y si hablamos mas, nos echan el gato á las barbas, y volverémos las nueces al cántaro. Libertad me fecit, dixo el hermanillo; y con esto se fueron todos á la deshilada, con muy grandes cogijos, sin respetar el coram vobis del padre, que daba gracias á Dios de ver acabada tan grande carambola.


Publicado el 5 de abril de 2020 por Edu Robsy.
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