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La mujer embarazada dijo entonces:
—¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!
Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:
—Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.
—Que Dios la proteja, hermana —respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.
El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.
Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:
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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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