l mensajero se lo
repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado
estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte —
toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y
colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes
del Imperio— ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero
inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora
empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino
al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho,
donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre
cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan
vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los
amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna,
escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta. Pero, en
vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras
las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de
ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras
aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo
lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes;
y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más
escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y
por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del
último palacio — pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder —, la
capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar
con sus propios sedimentos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni
siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la
ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.
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