Schopenhauer como educador

TERCERA CONSIDERACIÓN INTEMPESTIVA

Friedrich Nietzsche


Nietzsche, filosofía, SHOPENHAUER


Traducción de Luis Moreno Claros Publicada en Madrid, en septiembre de 1999 por Valdemar
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Al preguntársele cuál era la característica de los seres humanos más común en todas partes, aquel viajero que había visto muchas tierras y pueblos, y visitado muchos continentes, respondió: la inclinación a la pereza. Algunos podrían pensar que hubiera sido más justo y más acertado decir: son temerosos. Se esconden tras costumbres y opiniones. En el fondo, todo hombre sabe con certeza que sólo se halla en el mundo una vez, como un unicum, y que ningún otro azar, por insólito que sea, podrá combinar por segunda vez una multiplicidad tan diversa y obtener con ella la misma unidad que él es; lo sabe, pero lo oculta como si le remordiera la conciencia. ¿Por qué? Por temor al prójimo, que exige la convención y en ella se oculta. Pero, ¿qué obliga al único a temer al vecino, a pensar y actuar como lo hace el rebaño y a no sentirse dichoso consigo mismo? El pudor acaso, en los menos; pero en la mayoría se trata de comodidad, indolencia, en una palabra, de aquella inclinación a la pereza de la que hablaba el viajero. Tiene razón: los hombres son más perezosos que cobardes, y lo que más temen son precisamente las molestias que les impondrían una sinceridad y una desnudez incondicionales. Sólo los artistas odian ese indolente caminar según maneras prestadas y opiniones manidas y revelan el secreto, la mala conciencia de cada uno, la proposición según la cual todo hombre es un milagro irrepetible sólo ellos se atreven a mostrarnos al ser humano tal y como es en cada uno de sus movimientos musculares, único y original; más aún, que en esta rigurosa coherencia de su unidad es bello y digno de consideración, nuevo e increíble como toda obra de la Naturaleza y en modo alguno aburrido. Cuando el gran pensador desprecia a los hombres, desprecia su pereza, porque por ella se asemejan a productos fabricados en serie, indiferentes, indignos de evolución y de enseñanza. El hombre que no quiera pertenecer a la masa únicamente necesita dejar de mostrarse acomodaticio consigo mismo; seguir su propia conciencia que le grita: «¡Sé tú mismo! Tú no eres eso que ahora haces, piensas, deseas».
Toda joven alma oye este grito día y noche y se estremece, pues presiente la medida de felicidad que, desde lo eterno, se le asigna cuando piensa en su verdadera liberación; mas de ningún modo alcanzará esa felicidad mientras se halle unida a la cadena de las opiniones y el temor. ¡Y qué desolada y absurda puede llegar a ser la vida sin esta liberación! No existe en la Naturaleza ninguna otra criatura más vacía y repugnante que el hombre que se aparta de su genio y no mira sino a derecha e izquierda, hacia atrás y al horizonte. Al final, es completamente ilícito atacar a un hombre así, pues no es más que envoltura exterior carente de contenido, una vestidura ajada, pintarrajeada, hinchada, un espectro aureolado que no suscita temor ni compasión. Y si con razón se dice del perezoso que «mata el tiempo», habrá que cuidarse seriamente de que un periodo, una época, que cifra su salud en la opinión pública, es decir, en las perezas privadas, muera realmente de una vez; quiero decir, que se la suprima de la historia de la verdadera liberación de la vida. Qué grande debe de ser la repugnancia de las generaciones futuras al ocuparse de la herencia de una época en la cual no regían hombres vivos sino apariencias humanas con opinión pública; por eso, probablemente nuestro tiempo será, para alguna otra lejana edad posterior, el más oscuro y desconocido, en tanto que el periodo más inhumano de la Historia. Camino por las calles nuevas de nuestras ciudades y pienso que de todas esas casas horribles que ha construido la generación de los que opinan públicamente no quedará nada en pie dentro de un siglo, y que también entonces se habrán derrumbado las opiniones de esos constructores de casas. En cambio, grande es la esperanza de quienes no se consideran ciudadanos de estos tiempos; y es que, si lo fuesen, habrían contribuido a matar su tiempo, y con su tiempo se habrían hundido; mientras que, por el contrario, ellos no querían sino que su época despertara a la vida, a fin de existir en esa misma vida.
Pero aun cuando el futuro no nos permitiera esperar nada, nuestra extraordinaria existencia en este «ahora» concreto -esto es, el hecho inexplicable de que sea precisamente hoy cuando vivimos a pesar de que existió un tiempo infinito para nacer, de que no poseamos nada más que un interesante y largo «hoy», y que es en él donde debemos mostrar la razón y el fin de que hayamos nacido justamente en este momento- nos alentaría enérgicamente a vivir según nuestra propia medida y conforme a nuestra propia ley. Tenemos que responder ante nosotros mismos de nuestra existencia; por eso queremos ser los verdaderos timoneles que la dirigen, y no estamos dispuestos a permitir que se asemeje a un puro azar carente de pensamiento. Esta existencia requiere que se la tome con cierta temeridad y cierto peligro, sobre todo cuando, tanto en el mejor como en el peor de los casos, siempre acabamos perdiéndola. ¿Por qué, pues, depender de ese pedazo de tierra, de esa profesión, por qué ocuparse en oír lo que dice el vecino? Es puro provincianismo comprometerse con opiniones que un par de cientos de millas más lejos ya no comprometen. Oriente y Occidente son trazos de tiza que alguien dibuja ante nuestros ojos para burlarse de nuestro temor. «Quiero hacer el intento de alcanzar la libertad», se dice el alma joven; y, sin embargo, se lo impedirá el hecho meramente causal de que dos naciones se odien y se combatan, o que haya un mar entre dos continentes, o que en torno a ella se enseñe una religión que, no obstante, hace un par de milenios aún no existía. «Nada de esto eres tú», se dice el alma. Nadie puede construirte el puente sobre el que precisamente tú tienes que cruzar el río de la vida; nadie, sino tú sola. Verdad es que existen innumerables senderos y puentes y semidioses que desean conducirte a través del río, pero sólo a condición de que te vendas a ellos entera; mas te darías en prenda y te perderías. Existe en el mundo un único camino por el que nadie sino tú puede transitar: ¿Adónde conduce? No preguntes, ¡síguelo! ¿Quién fue el que pronunció la sentencia: «Un hombre no llega nunca tan alto como cuando desconoce adónde puede conducirlo su camino»?
Pero, ¿cómo podremos encontrarnos a nosotros mismos? ¿Cómo puede el hombre conocerse? Se trata de un asunto oscuro y misterioso; y si la liebre tiene siete pieles, bien podría el hombre despellejarse siete veces setenta, que ni aun así podría exclamar: «¡Ah! ¡Por fin! ¡Éste eres tú realmente! ¡Ya no hay más envolturas!» Por lo demás, es una empresa tortuosa y arriesgada excavar en sí mismo de forma semejante y descender violentamente por el camino más inmediato en el pozo del propio ser. Corremos el riesgo de dañarnos de manera que ningún médico pueda ya curarnos. Y, además, ¿para qué sería necesario algo así cuando todo es un testimonio de nuestro ser: nuestras amistades y enemistades, nuestra mirada y la manera de estrechar la mano, nuestra memoria y lo que olvidamos, nuestros libros y los rasgos de nuestra pluma? Pero he aquí una vía para llevar a cabo este interrogatorio tan importante. Que el alma joven observe retrospectivamente su vida, y que se haga la siguiente pregunta: Qué es lo que has amado hasta ahora verdaderamente? Qué es lo que ha atraído a tu espíritu? Qué lo ha dominado y, al mismo tiempo, embargado de felicidad? Despliega ante tu mirada la serie de esos objetos venerados y, tal vez, a través de su esencia y su sucesión, todos te revelen una ley, la ley fundamental de tu ser más íntimo. Compara esos objetos, observa de qué modo el uno complementa, amplía, supera, transforma al otro, cómo todos ellos conforman una escalera por la que tú misma has estado ascendiendo para llegar hasta lo que ahora eres; pues tu verdadera esencia no se halla oculta en lo más profundo de tu ser, sino a una altura inmensa por encima de ti, o cuando menos, por encima de eso que sueles considerar tu yo. Tus verdaderos educadores y formadores te revelan cuál es el auténtico sentido originario y la materia fundamental de tu ser, algo que en modo alguno puede ser educado ni formado y, en cualquier caso, difícilmente accesible, capturable, paralizable; tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores. He aquí el secreto de toda formación: no presta miembros artificiales, narices de cera, ojos de cristal; antes bien, lo que tales dones ofrecen sería el envés de la educación. Mientras que aquélla no es sino liberación, limpieza de la mala hierba, de las inmundicias, de los gusanos que quieren alimentarse de los tiernos brotes de las plantas; es torrente de luz y calor, dulce caída de lluvia nocturna; es imitación y adoración de la Naturaleza allí donde ésta muestra sus intenciones maternas y piadosas, también es su retoque cuando procura evitar sus crueles e implacables envites transformándolos en algo beneficioso al cubrir con un velo las manifestaciones de sus propósitos de madrastra y de su triste locura.
Es cierto que existen otros medios para encontrarse a sí mismo, para salir del aturdimiento en el que habitualmente nos agitamos como envueltos en una densa niebla, pero no conozco ninguno mejor que el de recordar a nuestros propios educadores y formadores. Y he aquí por qué voy a recordar hoy a un educador y a un severo maestros del que puedo sentirme orgulloso: Arthur Schopenhauer, para recordar después a otros.
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Yo estimo tanto más a un filósofo cuanto más posibilidades tiene de dar ejemplo. No me cabe duda de que con el ejemplo puede atraer hacia sí pueblos enteros; la historia de la India, que prácticamente es la historia de la filosofía india, lo demuestra. Pero el ejemplo tiene que venir por el camino de la vida tangible, y no simplemente por el de los libros, esto es, justo como enseñaban los filósofos griegos, con su fisonomía, su actitud, su atuendo, su alimentación, con sus costumbres antes que con sus palabras o con sus escritos. ¡Cuán lejos estamos en Alemania de poseer esa osada visibilidad de una vida filosófica! Sólo muy poco a poco comienzan a liberarse aquí los cuerpos cuando los espíritus aparentan estarlo ya desde hace tiempo; pese a todo, seguirá tratándose tan sólo de una ilusión que un espíritu sea libre e independiente en caso de que ese poder sin límites aparentemente logrado -el cual, en el fondo, no es otra cosa que autodominio creativo- no se demuestre de nuevo en cada mirada y en cada paso desde la mañana a la noche. Kant se mantuvo aferrado a la universidad, se sometió a los gobiernos, se quedó en la mera apariencia de una fe religiosa, soportó a colegas y estudiantes; he aquí por qué lo más natural era que su ejemplo generase, sobre todo, profesores de universidad y una filosofía de profesores. Schopenhauer dirige pocos cumplidos a las castas académicas, se separa, aspira a la independencia del Estado y la sociedad -éste es su ejemplo, su modelo-,por comenzar aquí con lo que es más externo. No obstante, muchos grados en la liberación de la vida filosófica son todavía desconocidos entre los alemanes y no podrán seguir siéndolo para siempre. Nuestros artistas viven con más audacia y con más honestidad; y el mayor ejemplo del que podemos ser testigos, el de Richard Wagner, muestra cómo al genio le es lícito no temer entrar en la más hostil de las contradicciones con las formas y ordenanzas establecidas cuando desea sacar a la luz el orden y la verdad superior que residen en su interior. La «verdad», sin embargo, de la que nuestros profesores de filosofía tanto hablan, parece ser una entidad mucho más modesta de la que no hay que temer nada desordenado o extraordinario: una criatura cómoda y complaciente que reafirma una y otra vez cualquier tipo de poder establecido, por cuya causa nadie deberá sufrir ningún fastidio, pues, al fin y al cabo, sólo se trata de «ciencia pura». Así pues, yo quería decir que la filosofía en Alemania tiene que olvidarse cada vez más de ser «ciencia pura»; y éste es precisamente el ejemplo del hombre Schopenhauer.
Se trata de un verdadero prodigio y no de algo insignificante el que Schopenhauer pudiese crecer hasta llegar a convertirse en este ejemplo humano; en efecto, tanto externa como internamente lo rodeaban los peligros más terribles, peligros que asfixiarían o destrozarían a toda criatura débil. Creo que más bien existía una abrumadora posibilidad de que el hombre Schopenhauer no hubiera sobrevivido y de que, en el mejor de los casos, dejase como residuo «ciencia pura», pero esto sólo en el mejor de los casos; lo más probable es que no hubiesen quedado ni el hombre ni la ciencia.

Un inglés moderno describe el peligro general que corren todos los hombres singulares que viven en una sociedad demasiado apegada a lo acostumbrado, a saber: «Este tipo de caracteres extraños comienzan primero por doblegarse, luego se tornan melancólicos, más adelante enferman y, finalmente, mueren. Un Shelley no hubiera podido vivir en Inglaterra y una raza de Shelleys sería algo imposible. Nuestros Hölderlin y Kleist y tantos otros perecieron a causa de tal singularidad, no siendo capaces de soportar el clima de la llamada «cultura alemana»; sólo naturalezas de hierro como Beethoven, Goethe, Schopenhauer y Wagner pudieron mantenerse en pie. Aunque también en éstos se muestra el efecto de la fatigosa lucha y la tensión en muchos rasgos y arrugas: su respirar se hace pesado y su tono se vuelve con facilidad demasiado violento. Un diplomático experimentado que sólo había visto y hablado con Goethe superficialmente dijo a sus amigos: «Voilà un homme, qui a eu de grands chagrins!» Lo que Goethe tradujo al alemán así: «¡He aquí uno que también ha tenido que pasarlas canutas!», y Goethe prosigue: «Si no es posible borrar de nuestro rostro las huellas de los sufrimientos superados, de los trabajos realizados, no hay que sorprenderse de que todo aquello que quede de nuestra persona y de nuestros afanes lleve impresa la misma huella». Y éste es Goethe, a quienes nuestros cultifilisteos consideran el más dichoso de los alemanes, demostrando así la tesis de que, desde luego, es harto posible ser feliz entre ellos; con lo cual abrigan el pensamiento encubierto de que no hay que perdonar a quien se sienta desdichado y solo en esta nación. De aquí proviene que incluso con gran crueldad hayan establecido y demostrado con la práctica el principio según el cual en el fondo de toda soledad reside siempre una culpa secreta. Por lo demás, también el pobre Schopenhauer llevaba en el corazón su culpa secreta, la de conceder más valor a su filosofía que sus contemporáneos; y fue tanto más desdichado al saber, precisamente a través de Goethe, que para salvaguardar su propia existencia tenía que defender a toda costa su filosofía contra la indiferencia de sus contemporáneos; en efecto, existe una especie de censura inquisitorial en la que, a juicio de Goethe, los alemanes están muy adelantados; se denomina silencio absoluto. De este modo se logró, cuando menos, que la mayor parte de la primera edición de su obra principal se prensase como maculatura. El peligro amenazador de que su gran empresa quedase simplemente en nada debido a la indiferencia de la que era objeto lo sumió en una terrible inquietud difícilmente domeñable; no surgió ni un solo seguidor digno de mención. Entristece verlo ir a la caza del menor atisbo de su notoriedad; y su triunfo final, sonado y más que sonado, cuando realmente se lo leyó («legor et legar»), tiene algo de doloroso y conmovedor. Precisamente todos estos rasgos, con los que no hace gala de la dignidad de un filósofo, revelan al hombre sufriente que teme por el más preciado de sus bienes; así, lo torturaba el pensamiento de perder su pequeña fortuna y verse condenado a prescindir de su posición verdaderamente genuina y clásica frente a la filosofía; y cuántas veces, desengañado en su afanosa búsqueda de un ser humano en quien pudiera confiar, tuvo que tornar su melancólica mirada hacia su fiel perrillo faldero. Era un verdadero eremita; ningún amigo que realmente sintiera como él lo consoló -y, entre uno y ninguno, reside aquí, a semejanza que entre «algo» y «nada», una infinitud. Nadie que tenga verdaderos amigos sabe qué es la auténtica soledad, es como si él solo tuviera que enfrentarse al mundo entero. ¡Ay! ¡Bien me doy cuenta de que no sabéis qué es la verdadera soledad! Allí donde existieron alguna vez poderosas sociedades, gobiernos, religiones, opinión pública, en una palabra, donde existió cualquier tipo de tiranía, allí se odió al filósofo solitario; pues la filosofía ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos. En ella se refugian los solitarios; pero también en ella acecha el mayor peligro a quien está solo. Estos hombres que pusieron a salvo su libertad en el interior de sí mismos no tienen más remedio que vivir también para el exterior, tornarse visibles, dejarse ver; se hallan sujetos por múltiples lazos humanos: por su nacimiento, residencia, educación, patria, circunstancia, imposiciones ajenas; asimismo se presupondrán en ellos numerosas opiniones sólo por el hecho de que éstas son las dominantes; todo gesto que no niegue servirá de aprobación; todo movimiento de la mano que no destruya será interpretado como asentimiento. Saben, estos solitarios y libres de espíritu, que constantemente, en cualquier circunstancia, parecerán ser distintos de lo que piensan; mientras que ellos no desean sino la verdad y la honestidad, se tejerá a su alrededor una red de malentendidos; y su violento deseo no logrará impedir que, a pesar de todo, emane de sus acciones un vapor de falsas opiniones, de acomodación, de verdades a medias, de silencios indulgentes, de interpretaciones erróneas. Todo esto condensa una nube de melancolía sobre sus frentes: pues estas naturalezas odian más que a la muerte el hecho de que la apariencia sea necesaria; y esta amargura constante los torna volcánicos y amenazadores. De cuando en cuando, se resarcen de su violenta ocultación, de la reserva a la que se ven obligados. Salen de sus cavernas con aspavientos terribles; sus palabras y sus hechos se transforman entonces en explosiones, y es posible que se destruyan a sí mismos. Así de peligrosamente vivió Schopenhauer. Justo ese tipo de solitarios requieren cariño; necesitan compañeros frente a quienes puedan mostrarse tan abiertos y sencillos como ante sí mismos, en cuya presencia desaparezca la tensión del silencio y la simulación. Apartad de él a estos amigos y engendraréis un peligro cada vez mayor; Heinrich von Kleist pereció de esta suerte de desamor; obligarlos de esta forma a que se recluyan profundamente en sí mismos es el remedio más terrible contra los hombres singulares; cada vez que regresan al exterior, su vuelta se transforma en una erupción volcánica. No obstante, siempre hay algún semidiós que soporta tener que vivir bajo condiciones tan terribles, y vive victoriosamente; si acaso quisierais oír su canto solitario, escuchad la música de Beethoven.
Tal fue el primer peligro a cuya sombra creció Schopenhauer: el aislamiento. El segundo se denomina desesperación de la verdad. Este peligro acecha a todo aquel pensador que tome como punto de partida la filosofía de Kant, en el supuesto de que se trate de un verdadero ser humano, vigoroso y pensante, tanto en lo que respecta a su sufrimiento como a su deseo, y no de una ruidosa máquina de pensar y calcular. Ahora, todos nosotros sabemos muy bien en qué estado tan vergonzoso nos hallamos con respecto a esta suposición; es más, me parece que sólo en un número muy reducido de hombres ha intervenido Kant de forma vivificadora, metamorfoseándose en sangre y humores. Al parecer, tal y como puede leerse por doquier, a partir de la hazaña de ese callado erudito, habría estallado una revolución en todas las regiones del espíritu; pero yo no puedo creerlo. Así es, pues no acabo de ver con claridad a esos hombres que tendrían que haber sido revolucionados antes que cualquiera de esas «regiones del espíritu». Además, en cuanto Kant comenzara a ejercer una influencia popular, la percibiríamos bajo la forma de un escepticismo y un relativismo corrosivos y demoledores; y sólo en aquellos espíritus más activos y nobles, que jamás soportaron permanecer en la incertidumbre, penetraría en su lugar aquella conmoción y desesperación de toda verdad, a semejanza de como, por ejemplo, la experimentó Heinrich von Kleist: «Hace poco -escribe con ese estilo suyo tan impresionante- trabé conocimiento con la filosofía kantiana y ahora voy a comunicarte un pensamiento que he extraído de ella y del que me permito no temer que vaya a estremecerte tan profunda y dolorosamente como a mí. (...) Nosotros no podemos decidir si eso que llamamos verdad es efectivamente verdad o sólo nos lo parece. Si es lo último, entonces la verdad que aquí acumulamos, después de la muerte, no es nada, y todo el esfuerzo que realizamos para obtener un capital y que nos sigue hasta la tumba, es en vano. (...) Si la punta de este pensamiento no toca tu corazón, no te rías de quien, por ello, se siente profundamente herido en su más sagrado interior. Mi único, mi más supremo fin se ha hundido, y ya no tengo ningún otro». ¡Sí!, cuándo volverán a sentir los hombres de esta manera kleistiano-natural, cuándo aprenderán de nuevo a medir el sentido de una filosofía en su «más sagrado interior»? Y no obstante, esto es necesario primero antes de valorar qué puede significar para nosotros precisamente Schopenhauer después de Kant, a saber: él es el guía que nos conduce fuera de la caverna de la melancolía escéptica o de la renuncia crítica hacia la cima de la contemplación trágica -el cielo nocturno con sus estrellas, infinito, sobre nosotros-, además, fue el primero que se condujo a sí mismo por este camino. Su grandeza estriba en que es capaz de situarse frente al cuadro de la vida como ante un todo e interpretarlo en su totalidad, mientras que los cerebros más agudos no se liberan del error de suponer que se acercarán más a esa interpretación cuanto con mayor escrupulosidad escudriñen tanto los colores con los que se ha pintado el cuadro como la tela sobre la que se realizó; y sólo para llegar, tal vez, a la conclusión de que se trata de un lienzo tejido de una manera terriblemente intrincada, y que está cubierto de unos colores cuyo fundamento químico es insondable. Hay que adivinar el pintor para conocer la obra, y Schopenhauer lo sabía. Ahora bien, todo el gremio científico se preocupa de comprender esa tela y esos colores y no de la comprensión de lo representado; así, podría decirse que únicamente quien capta en su conjunto él cuadro general de la vida y la existencia podrá servirse de las diversas ciencias particulares sin sufrir ningún daño, pues al carecer de una visión reguladora de este tipo, aquéllas no son sino hilos que nunca conducen a un cabo y que tornan el curso de nuestra vida aún más embrollado y laberíntico. En esto, como dije, es grande Schopenhauer, porque va tras el cuadro a semejanza de Hamlet tras el espectro, sin dejarse desviar, como hacen los eruditos, o sin enmarañarse mediante una escolástica conceptual, que es la suerte de los dialécticos desenfrenados. El estudio de todos esos «medio filósofos» resulta sólo interesante en la medida en que sirve para reconocer que caen de inmediato en la construcción de grandes filosofías en las que, de un modo harto académico, se permite pensar en los pros y los contras, donde es lícito socavar, dudar y contradecir, pero que con esto se evaden a su vez de lo que se exige a toda gran filosofía, la cual, en cuanto totalidad, no rezará ahora y siempre y, ante todo, otra cosa que ésta: «He aquí el cuadro de toda vida; aprende de él el sentido de la tuya». Y a la inversa: «Lee tu vida, y aprenderás de ella los jeroglíficos de la totalidad de la vida». Así es, en primer lugar, la forma en que debe ser interpretada la filosofía de Schopenhauer: individualmente, sólo desde lo singular hacia sí mismo, a fin de adquirir conciencia de la propia miseria y necesidad, de la propia limitación, y aprender los remedios y los consuelos, esto es: la entrega en sacrificio del «yo», además de la sumisión a los principios más nobles, sobre todo, a la justicia y la compasión. Nos enseña a distinguir entre lo real y lo aparente en el fomento de la felicidad del hombre; cómo ni el hacerse rico, ni el obtener honores, ni la mucha erudición pueden dispensar al individuo del profundo descontento que lo embarga por la banalidad de su existencia; y cómo la aspiración a estos bienes únicamente adquiere sentido a través de un elevado propósito transfigurador y universal: la obtención de poder, y mediante él ayudar a la physis y convertirse, en cierta medida, en corrector de sus necedades y sus descuidos. En un principio, por supuesto, sólo para uno mismo; finalmente, a través de uno, para todos. Por lo demás, se trata de una aspiración que conduce profunda e íntimamente a la resignación; pues ¡qué y cuánto no habrá aún por corregir en lo individual y en lo general!
Si ahora aplicamos estas palabras a Schopenhauer, tocamos el tercer y el más característico peligro en que vivió, oculto en la totalidad de la construcción y la armazón de su ser. Cada hombre suele encontrar en sí una limitación de su talento tanto como de su voluntad moral que lo llena de anhelo y melancolía, y como él, partiendo del sentimiento de su condición de pecador, anhela la santidad; porta consigo, en tanto que ser intelectual, una profunda necesidad del genio. He aquí la raíz de toda verdadera cultura; y si por ésta entiendo el anhelo de los hombres de volver a nacer como santos o como genios, sé que no hace falta ser primero budista para comprender este mito. Allí donde encontramos al talento carente de ese anhelo, en los círculos de los eruditos y de quienes se denominan «personas cultas», nos suscita asco y repugnancia; pues intuimos que esos seres, con todo su espíritu, no favorecen sino que impiden el desarrollo de una cultura y la procreación del genio, lo cual es el propósito de toda cultura. Se trata aquí de un estado de endurecimiento equivalente en su valor a la virtud habitual, fría y pagada de sí misma que está muy lejos y, sobre todo, que es lo más extraño a la verdadera santidad. Ahora bien, la naturaleza de Schopenhauer contenía una dualidad singular y extremadamente peligrosa. Pocos pensadores han sentido en grado similar y con la misma incomparable seguridad la sensación de que en su interior moraba realmente el genio; y ese genio le prometía lo máximo, esto es: que no habría surco más profundo que el que hendiera su arado en el terreno de la Humanidad moderna. Así, sabía que la mitad de su ser estaba satisfecha y completa, carente de deseos, segura de su vigor; de ahí que realizase su misión con grandeza y dignidad, como alguien victorioso que hubiera alcanzado la perfección. En su otra mitad residía un anhelo incontenible; lo comprendemos al oír las palabras que pronunció al desviar dolorosamente su mirada de un retrato de Rancé, el gran fundador de la Trapa: «Eso es cosa de la Gracia», murmuró. En efecto, el genio añora profundamente la santidad, porque desde su atalaya ha visto más lejos y más claro que cualquier otro hombre: hacia las profundidades, en la conciliación entre el conocer y el ser; hacia las alturas, en el reino de la paz y la negación de la voluntad, y más allá de «la otra ribera» de la que hablan los hindúes. Pero, precisamente, he aquí el milagro: ¡cuán incomprensible e indestructible debió de ser la naturaleza de Schopenhauer para que no la destruyera esa añoranza, y para que tampoco la endureciera! Qué significa esto lo comprenderá cada uno según la medida de lo que sea y valga en sí mismo; pero en su totalidad, con todo su peso, no lo comprenderemos ninguno de nosotros.
Cuanto más se reflexiona acerca de los tres peligros descritos, tanto más extraño parece que Schopenhauer pudiera defenderse de ellos con tamaña energía y que pudiera salir de la lucha de lo más erguido y en tal estado de salud. Ciertamente, también con muchas cicatrices y heridas abiertas; y en un estado de ánimo que, acaso puede parecer demasiado áspero, tal vez excesivamente belicoso. También sobre el más grande de los hombres se eleva su propio ideal. Que Schopenhauer pueda ser un modelo es indudable, a pesar de todas sus cicatrices y de todos sus defectos. Y hasta podría decirse que eso que había en su ser de más imperfecto y de demasiado humano es justo lo que a nosotros nos hace, en sentido humano, mucho más próximos a él, porque lo vemos como a un ser sufriente y compañero de infortunios, y no sólo aureolado e inmerso en esa desdeñosa majestad del genio.
Esos tres peligros de la constitución, que amenazaban a Schopenhauer, nos amenazan a todos nosotros. Cada hombre porta en su interior, como núcleo de su ser, una unicidad productiva; y, si llega a hacerse consciente de esta unicidad, se difunde a su alrededor un extraño resplandor, el resplandor de lo extraordinario. Esto es para la mayoría algo insoportable, porque, como ya he dicho, los seres humanos son perezosos y porque de esa unicidad pende una cadena de molestias y esfuerzos. No cabe duda de que para el ser extraordinario que carga con esta cadena, la vida sacrifica casi todo aquello que se anhela en la juventud: jovialidad, seguridad, ligereza, honor; el premio de la soledad es el regalo que le hacen sus congéneres; el desierto y la caverna surgen de inmediato allí dondequiera que viva. Entonces tendrá que cuidarse de no dejar que lo sometan, de no sentirse oprimido, así como de caer en la melancolía. De ahí que se rodee de imágenes de buenos y bravos guerreros, semejantes al propio Schopenhauer. Pero incluso el segundo peligro que amenazó a Schopenhauer no es del todo una excepción. Aquí y allá siempre hay alguien a quien la Naturaleza dota de agudeza mental, sus pensamientos transitan de buen grado por el ambiguo camino de la dialéctica; con qué facilidad, si despreocupadamente da rienda suelta a su talento, acaba destruyéndose como hombre, e inmerso en la «ciencia pura» lleva tan sólo una vida de espectro; o, acostumbrado a buscar siempre el pro y el contra de las cosas, pierde en general el sentido de la verdad, y de este modo, tiene que vivir carente de valentía y de confianza, negando, dudando, corroído, insatisfecho, con la esperanza a medias, siempre aguardando la desilusión: «¡Ni siquiera un perro querría seguir soportando semejante vida por más tiempo!». El tercer peligro es el endurecimiento moral o intelectual; el hombre rompe el vínculo que lo unía con su ideal; deja de ser fértil en uno u otro ámbito y, en lo que se refiere a la cultura, acaba por debilitarse o tornarse inútil. La unicidad de su ser se transforma en un átomo indivisible e incomunicado, en una roca gélida. Y he aquí que tanto puede perecerse a causa de la unicidad como por el temor a la unicidad, en sí mismo o abandonándose a la renuncia de sí mismo, a causa de la nostalgia o a causa del endurecimiento: pues vivir, en general, quiere decir estar en peligro. 
Aparte de esos riesgos de constitución a los que Schopenhauer se habría visto sometido en cualquier siglo en el que hubiera vivido, existen aún otros peligros que lo amenazaban en su tiempo; y esta distinción entre peligros constitutivos y peligros del tiempo es esencial para comprender aquello que en la naturaleza de Schopenhauer hay de modélico y de instructivo. Pensemos en el ojo del filósofo clavado en la existencia: anhela fijar de nuevo su valor. En efecto, ésta ha sido la tarea propia de todos los grandes pensadores, la de los legisladores de la medida, la moneda y el peso de las cosas. ¡Cuánto debe de contrariarle que la Humanidad que ve ante sí sea sólo un fruto podrido y corroído por los gusanos! ¡Cuánto tendrá que añadir a la falsedad de calores del tiempo presente para ser justo con la existencia en general! Si la ocupación con la historia de pueblos antiguos o extraños es algo valioso, aún lo es más para el filósofo que pretenda extraer un juicio justo acerca del conjunto de la fortuna humana, no sólo acerca de aquella suerte media, sino sobre todo acerca de la suerte suprema que puede afectar tanto a individuos particulares como a pueblos enteros. Ahora bien, todo presente es impertinente, actúa sobre el ojo y lo determina incluso cuando el filósofo no quiere; de modo que involuntariamente se lo tasará demasiado alto a la hora de realizar la suma total. Por eso el filósofo debe saber valorar bien su propia época diferenciándola de las otras y, superando para sí el presente, también superarlo en los cuadros que muestra de la vida, esto es, hacerlo imperceptible y a la vez desdibujarlo. Se trata de una tarea muy difícil y apenas realizable. El juicio de antiguos filósofos griegos acerca del valor de la existencia expresa acaso más que un juicio moderno, porque ellos tenían ante sí y a su alrededor la vida misma en una exuberante perfección, y porque en ellos el sentimiento del pensador no se confunde, como en nosotros, en el dilema entre el deseo de libertad, la belleza, la grandeza de la vida, y el impulso hacia la verdad, que no pregunta sino: «¿Cuál es, en definitiva, el valor de la existencia?» En cualquier época sigue siendo importante saber lo que Empédocles, en medio del exultante y vigoroso goce de vivir de la civilización griega, manifestó sobre la existencia; su juicio tiene mucho peso, tanto más en cuanto que no ha sido refutado con ningún juicio contrario de algún otro gran filósofo de aquella misma época extraordinaria. El es quien habla con mayor claridad; aunque, en el fondo, si abrimos un poco nuestros oídos, todos expresan lo mismo. Un pensador moderno, como decía, sufrirá siempre de un deseo insatisfecho: exigirá que se le muestre de nuevo la vida, verdadera, roja, sana, para emitir luego su juicio sobre ella. Al menos en lo que a él respecta, tendrá que considerar necesario ser primero un hombre vivo antes de creer que será un juez justo. He aquí el motivo de que precisamente los filósofos modernos se encuentren entre los más poderosos impulsores de la vida, de la voluntad de vivir, y que por eso, desde su propio tiempo desfallecido, anhelen una cultura, una physis transfigurada. Esta nostalgia, este deseo, constituye asimismo su peligro: en ellos combate el reformador de la vida y el filósofo, esto es, el juez de la vida. Hacia donde quiera que se incline la victoria, será una victoria que entrañará una derrota. Ahora bien, ¿cómo evitó Schopenhauer este peligro?
Si todo gran hombre es considerado mayoritariamente como verdadero hijo de su tiempo y, en cualquier caso, sufre de todos los achaques que acucian a éste más intensa y más sensiblemente que el resto de los hombres pequeños, la lucha de uno de estos grandes contra su tiempo será, sólo en apariencia, una lucha absurda y destructiva contra sí mismo. Pero, desde luego, sólo en apariencia; pues en ella combate contra aquello que le impide ser grande, lo que para él no significa sino ser libre y ser él mismo. De aquí se sigue que su enemistad, en el fondo, se dirige precisamente contra lo que está en él, pero que, sin embargo, no es propio de él; esto es, contra la impura confusión y coexistencia de lo que es inconfundible y eternamente irreconciliable, contra la falsa adherencia de la tempestividad a su intempestividad; y, al final, el supuesto hijo de su tiempo se revela únicamente como su hijastro. Schopenhauer pugnó, ya desde su más temprana juventud, por oponerse a esta falsa, vana e indigna madre, su época; y mientras la rechazaba se purificó y sanó, encontrándose de nuevo con su propio ser, en la pureza y la salud que lo caracterizaban. Por eso los escritos de Schopenhauer pueden ser utilizados como espejos de la época; y ciertamente no será una mácula del espejo la causa de que en él todo lo actual sea visible sólo como una enfermedad deformante, como enflaquecimiento y palidez, como ojos hundidos y rostro abatido, como el sufrimiento evidente de esa condición de hijastro. Su anhelo de una naturaleza vigorosa, de humanidad sana y sencilla, era en él anhelo de sí mismo; y apenas vencida dentro de sí su época, también tuvo que descubrir en su interior, con ojos estupefactos, al genio. Entonces se le reveló el secreto de su ser; la intención que albergaba su época, su madrastra, de ocultarle ese genio se desvaneció, el reino de la physis transfigurada había sido descubierto. Si ahora dirigía su impertérrita mirada sobre la pregunta: «cuál es, en definitiva, el valor de la existencia?», no tenía ya que condenar una época confusa y exangüe ni una vida hipócrita y turbia. Él sabía bien que sobre esta tierra era posible hallar algo más elevado y más puro que esa vida actual, y que comete una amarga injusticia con la existencia todo aquél que sólo la conozca y la valore según esta imagen odiosa. No, el genio mismo será ahora llamado a fin de que escuche si acaso el fruto supremo de la vida puede justificar la generalidad de la vida; el hombre extraordinario, el creador debe responder a la pregunta: «¿Afirmas tú de todo corazón esta existencia? ¿Te basta? Quieres ser su intercesor, su redentor? Pues un solo y verdadero “¡Sí!” de tu boca, y la vida, tan gravemente acusada, será absuelta». Qué responderá?-La respuesta de Empédocles.

4️⃣
Quede este último guiño incomprendido de momento; ahora me interesa abordar algo más sencillo, a saber, aclarar cómo todos nosotros podemos educarnos por mediación de Schopenhauer en contra de nuestro tiempo; porque a través de él tenemos la ventaja de conocer realmente este tiempo. Por cierto, ¿será esto una ventaja? En cualquier caso, quizá en un par de siglos sea ya imposible. Me recreo con la idea de que alguna vez los hombres se hastíen de leer y de los escritores, que un buen día el erudito reflexione, haga testamento y ordene que se queme su cuerpo rodeado de todos sus libros, cuanto más de sus propios escritos. Y si los bosques van mostrándose cada vez más avaros, ¿no llegará la época de tratar las bibliotecas como leña, pasto y estopa? ¿Acaso no nacieron la mayoría de los libros del humo y el vapor de los cerebros? Pues así volverán a ser humo y vapor. Y si no albergaron fuego alguno en su interior, ¡que reciban el fuego como castigo! Así pues, sería posible que en un siglo futuro nuestra época pasase por ser un saeculum obscurum, porque sus productos fueran los que más activamente y durante más tiempo mantuvieran caliente la estufa. ¡Cuán afortunados somos al conocer aún nuestra época! Suponiendo que tenga sentido ocuparse de la propia época, es una dicha poder ocuparse de ella todo lo exhaustivamente que sea posible, de modo que ya no nos quede pendiente la más mínima duda; y justo esto es lo que nos garantiza Schopenhauer.
Por cierto, la dicha sería cien veces mayor si de esta investigación resultase que nunca en absoluto existió algo tan orgulloso y plagado de esperanzas como la presente época. Ahora bien, por el momento existe gente incauta en cualquier ángulo de la tierra, acaso en Alemania, que está dispuesta a creer algo así, y que afirma con toda seriedad que desde hace un par de años el mundo se ha corregido y que aquél que aún tenga esos graves y oscuros pensamientos acerca de la existencia será refutado mediante los «hechos». En efecto, así es: la fundación del nuevo Imperio Alemán es el golpe decisivo y demoledor contra todo filosofar «pesimista»; y no cabe objeción alguna. Pero quien desee ahora responder a la pregunta de qué significa el filósofo como educador en nuestro tiempo tendrá que contestar a esta opinión tan extendida -harto cultivada, sobre todo, en las universidades- del siguiente modo: es una vergüenza y una infamia que una adulación tan repugnante e idólatra al servicio de esta época pueda ser expresada y repetida por personas a las que se considera inteligentes y honorables; una prueba más de que ya no se tiene ni idea de cuán lejos queda la seriedad de la filosofía de la seriedad de un periódico. Personas de este género han perdido cualquier atisbo no sólo de convicción filosófica, sino también religiosa, habiéndola canjeado no tanto por el optimismo como por el periodismo, por el espíritu o el antiespíritu del día y de los diarios. Toda filosofía que crea que un acontecimiento político desplazará o incluso resolverá el problema de la existencia es una filosofía de pega, una seudofilosofía. Desde que el mundo existe se han fundado ya varios Estados; se trata de una vieja comedia. ¿Cómo podría bastar una novedad política para convertir a los hombres de una vez por todas en satisfechos moradores de la tierra? Si hay alguien que crea esto de corazón, que lo diga, pues de verdad que merece llegar a ser catedrático de filosofía en una universidad alemana, lo mismo que Harms en Berlín, Jürgen Meyer, en Bonn, y Carriére en Munich.
Aquí no experimentamos más que las consecuencias de esa doctrina predicada recientemente desde todos los tejados de que el Estado es el fin supremo de la Humanidad, y que para un hombre no existe ningún deber mayor que el de servir al Estado; en esto no reconozco yo una recaída en el paganismo, sino en la necedad. Pudiera ser que un hombre así, que ve en el servicio al Estado su más alto deber, no conozca realmente ningún deber mayor; pero esto no quita que más allá existan otros hombres y otros deberes; y uno de estos deberes, que al menos para mí cuenta más que el de servir al Estado, exige que se destruya la necedad en cualquiera de sus formas, por consiguiente, también aquella necedad. A esto se debe que me ocupe aquí de una especie de hombres cuya teleología conduce a algo más que a la prosperidad de un Estado, de los filósofos; y con respecto a éstos, sólo de un mundo que, a su vez, es bastante independiente del bien del Estado: el mundo de la cultura. De los muchos anillos que, insertados de cualquier modo, conforman la comunidad humana, algunos son de oro y otros de tumbaga.
Ahora bien, ¿cómo considera el filósofo la cultura en nuestro tiempo? Ni que decir tiene que de modo muy distinto a esos profesores de filosofía que se muestran tan satisfechos de su Estado. Quizá le parezca, si piensa en esa premura general y en ese incremento de la velocidad de caída, en el cese de todo recogimiento y simplicidad, que estuviera percibiendo los síntomas de una completa destrucción y extirpación de la cultura. Los manantiales de la religión cesan de fluir y dejan tras de sí pantanos o estanques; las naciones se dividen de nuevo con inusitada hostilidad ansiando devorarse. Las ciencias, cultivadas sin atisbo alguno de medida, en el ciego laisser faire, despedazan y disuelven todo lo que se consideraba firme y consistente; las clases y los Estados cultivados son engullidos por una economía gigantesca y desdeñosa. Nunca fue el mundo más mundo, nunca fue tan pobre en amor y bondad. Las clases cultas han dejado de ser faros o asilos en medio de toda esa tormenta de mundanería; ellas mismas se muestran también. cada día más nerviosas, más carentes de ideas y de amor. Todo sirve a la barbarie futura, el arte y la ciencia actuales incluidas. El hombre culto ha degenerado hasta convertirse en el mayor enemigo de la cultura, pues se empeña en disimular la enfermedad general y se torna un obstáculo para los médicos. Tales pobres bribonzuelos exhaustos se ofenden si se menciona su debilidad y se refuta su nocivo espíritu mendaz. Demasiado bien quieren hacernos creer, mientras se contonean con artificiosa comicidad, que serían ellos quienes se llevarían la palma en cualquier siglo. Su modo de simular la dicha tiene a veces algo conmovedor, pues su dicha es del todo incomprensible. No quisiera uno replicarles como Tannhäuser a Biterolf: «Tú, miserable, pero ¿de qué placer has gozado tú?». Pues, ¡ay!, nosotros lo sabemos mejor y de otra manera. Sobre nuestras cabezas se cierne un día de invierno mientras habitamos bajo las altas montañas, peligrosamente y en la indigencia. Breve es toda alegría y pálido todo rayo de sol que recibimos de allende las blancas cumbres. De súbito, oímos música, un anciano toca el organillo, giran los bailarines; el espectáculo conmueve al viajero: todo es tan salvaje, tan cerrado, tan incoloro, tan carente de esperanza, y ahora, súbitamente ahí, una nota de alegría, ¡de la más insensata alegría! Pero ya comienzan a caer las nieblas del prematuro crepúsculo, enmudece la melodía, crujen los pasos del viajero; mientras aún puede ver, no alcanza a percibir sino la faz yerma y cruel de la Naturaleza.
Por si fuera pecar de parcialidad el hecho de revelar solamente la timidez de las líneas y la torpeza de los colores en el cuadro de la vida moderna, la segunda parte no es en modo alguno más consoladora, sino tanto más inquietante. Cierto es que ahí se ocultan fuerzas, fuerzas gigantescas, pero salvajes; primigenias y absolutamente despiadadas. Se las observa con la misma angustiosa expectativa con que se observa el caldero de la cocina de una hechicera: en cualquier instante pueden producirse rayos y centellas, anunciarse terribles apariciones. Desde hace un siglo estamos preparados para conmociones verdaderamente fundamentales; y si en los últimos tiempos se intenta contraponer la fuerza constitutiva del denominado Estado nacional a esta profundísima tendencia moderna a destruir o a dinamitar, esto no conseguirá durante mucho tiempo otra cosa que el incremento de la inseguridad y el peligro generales. No debe inducirnos a error el hecho de que los individuos particulares se comporten como si no supieran nada de todos estos temores: su inquietud revela cuánto saben acerca de ellos; piensan con demasiada afición y exclusividad en sí mismos como nunca antes otros hombres lo hicieron; construyen y plantan para el presente, y la caza de la felicidad nunca es tan intensa como cuando hay que atraparla entre hoy y mañana temiendo que acaso pasado mañana concluya el tiempo de la veda. Vivimos el periodo del átomo, del caos atómico. En la Edad Media, la Iglesia tenía las fuerzas hostiles más o menos bajo control, y gracias a la fuerte presión que ejercía sobre ellas, en cierta manera, se mantenían parejas unas a otras. Cuando se rasgó el vínculo y disminuyó la presión, algunas se rebelaron. La Reforma definió muchas cosas como adiaphora, regiones en las que el pensamiento religioso carecía de jurisdicción; éste fue el precio que tuvo que pagar para seguir existiendo; a semejanza del Cristianismo, que afianzó su existencia frente a la Antigüedad, mucho más religiosa, por un precio similar. Desde entonces, la separación se propaga cada vez más. Hoy, tan sólo las fuerzas más groseras y malvadas determinan prácticamente lo que existe sobre la tierra manifestándose por medio del egoísmo de los propietarios y del militarismo de los déspotas violentos. El Estado, en manos de estos últimos, y a causa del egoísmo de los primeros, comienza la tentativa de reorganizar todo de nuevo partiendo de sí mismo, y de convertirse en vínculo y presión para todas aquellas fuerzas hostiles; en esto percibimos su deseo de que la totalidad de los hombres le rinda un culto divino semejante al que anteriormente rendía a la Iglesia. Con qué consecuencias? Ya las experimentaremos; en cualquier caso, aún hoy nos hallamos en el glaciar de la Edad Media; ha comenzado el deshielo y, con él, el inicio de un movimiento devastador. Los témpanos de hielo chocan entre sí y se superponen, las orillas se han inundado y corren peligro. La revolución, la de los átomos, es ya inevitable; pero, ¿cuáles son los elementos más pequeños e indivisibles de la sociedad humana?
No cabe duda de que al aproximarse estos periodos, lo humano corre casi más peligro que durante el choque y el propio torbellino caótico, y que la pavorosa expectativa y la ávida explotación de cada minuto excitan toda la cobardía y los instintos egoístas del alma; sin embargo, la calamidad real, y especialmente la generalidad de una gran catástrofe, suele mejorar y reconfortar a los hombres. Ahora bien, ante la proximidad de estos peligros que acechan a nuestra época, ¿quién dedicará ahora su servicio de centinela y de caballero a la Humanidad, al sagrado e inviolable tesoro del Templo acumulado poco a poco por las diversas generaciones? ¿Quién erigirá la imagen del hombre mientras todos los demás sólo sienten en su interior el gusano del egoísmo y el miedo cerval, y se desvían de aquella imagen de tal modo que caen en la animalidad o en el rígido mecanicismo?
Hay tres imágenes del hombre que nuestra época moderna ha erigido una tras otra y de cuya visión los mortales tomarán todavía durante mucho tiempo el impulso para una transfiguración de su propia vida: a saber, el hombre de Rousseau, el hombre de Goethe y, finalmente, el hombre de Schopenhauer. De éstas, la primera imagen es la más fogosa y, ciertamente, la de efecto más popular; la segunda se hizo para muy pocos, esto es, para quienes poseen naturalezas contemplativas en gran estilo, y es incomprendida por la masa. La tercera exige que quienes la consideren sean los hombres más activos; sólo ellos podrán hacerlo sin prejuicios; pues enerva a los contemplativos y espanta a la masa. De la primera imagen emana una fuerza que impulsó tempestuosas revoluciones y todavía las impulsa; en efecto, en toda convulsión y terremoto socialista es aún el hombre de Rousseau el que se agita a semejanza del viejo Tifón bajo el Etna. Oprimido y casi aplastado por castas arrogantes, por la riqueza despiadada, corrompido por sacerdotes y por una pésima educación, humillado ante sí mismo por costumbres ridículas, clama el hombre en su desgracia a la «santa Naturaleza» y advierte de pronto que ésta se halla tan alejada de él como uno cualquiera de aquellos dioses epicúreos. Sus plegarias no la alcanzan, tan profundamente inmerso está en el caos de la anti-Naturaleza. Este hombre arroja fuera de sí con desprecio todos los chillones adornos que hacía poco tiempo aún le parecían constituir su distintivo más humano, sus artes y sus ciencias, el conjunto de las ventajas de su vida refinada; con el puño golpea contra el muro a cuya sombra degeneró hasta convertirse en lo que es y clama pidiendo luz, sol, bosques y peñascos. Y cuando grita: «Sólo la Naturaleza es buena, sólo el hombre natural es humano», se desprecia a sí mismo y se anhela más allá de sí mismo; es una circunstancia en la que el alma está dispuesta a extraer conclusiones terribles, pero en la que también extrae de sus profundidades lo que en ella hay de más noble y de más extraordinario.
El hombre de Goethe no constituye un peligro tan amenazador; y, en cierto sentido, se trata incluso del correctivo y el quietivo apropiado para esas peligrosas agitaciones a las que se abandona el hombre de Rousseau. Goethe mismo, en su juventud, profesó con todo su buen corazón ese evangelio de la buena Naturaleza; su Fausto constituyó el retrato más elevado y audaz del hombre de Rousseau, al menos en tanto que quiso representar su hambre apasionada de vida, su descontento y su anhelo, su trato con los demonios del corazón. Ahora bien, obsérvese qué es lo que sale de todo ese cúmulo de nubes: cierto, ¡ningún relámpago! Y aquí se revela, precisamente, la nueva imagen del hombre, del hombre goethiano. Se podría pensar que Fausto será conducido a través de la vida, oprimida en todas partes, como un rebelde y un libertador insaciable, como la fuerza negadora por bondad, como el genio verdadero -religioso y demoníaco- de la revolución en contraste con su nada demoníaco acompañante; a semejanza del trágico destino de todo rebelde y libertador, tampoco él pudo deshacerse de este acompañante y tuvo que servirse simultáneamente de su maldad escéptica y de su negación. Pero se equivoca quien espere algo de tal género; el hombre de Goethe se aparta aquí del hombre de Rousseau, pues detesta toda violencia, todo salto, lo cual quiere decir toda acción; y así, del redentor del mundo, Fausto, quedará solamente algo semejante a un viajero alrededor del mundo. Este ávido espectador verá pasar volando ante sí toda la riqueza de la vida y de la Naturaleza, el pasado, las artes, las mitologías, todas las ciencias; el deseo más profundo es excitado y calmado; incluso Helena no lo retiene mucho tiempo, y entonces tiene que llegar el instante que aguarda su insidioso acompañante. En un punto cualquiera de la tierra finaliza el vuelo, caen las alas y he ahí a Mefistófeles. Cuando el alemán deja de ser Fausto, el peligro mayor es que se convierta en filisteo y caiga en manos del diablo; sólo poderes celestiales podrán salvarlo de ese destino. El hombre de Goethe, como he dicho, el hombre contemplador en gran estilo, que no languidece sobre la tierra únicamente debido a que recoge para su alimento todo aquello que de grande y memorable existió y aún existe, este hombre, como digo, que vive aunque sólo se trate de una vida que salta de deseo en deseo, queda muy lejos del hombre de acción. Es más, si en cualquier punto se inmiscuye en el orden establecido por los hombres de acción, podemos estar seguros de que de ahí no saldrá nada al derecho -como quizá es el caso del enorme celo que Goethe demostró por el teatro- y, sobre todo, de que no se quebrará ningún «orden establecido». El hombre goethiano es una fuerza conservadora y tolerante; pero corre el peligro, como he dicho, de degenerar en filisteo, a semejanza del hombre de Rousseau, que fácilmente se convierte en un catilinario. Un poco más de fuerza muscular y de salvajismo natural en el primero y serían mayores todas sus virtudes. Parece que Goethe sabía dónde residía el peligro y la debilidad de su hombre, y así parece indicarlo con aquellas palabras de Jarno a Wilhelm Meister: «Está usted enojado y desabrido, lo cual está muy bien. Y aún sería mejor sí se enojase del todo».

Así pues, hablando claro: es necesario que alguna vez nos «enojemos del todo» para que las cosas vayan mejor. Y aquí es donde la imagen del hombre de Schopenhauer debe estimularnos. El hombre schopenhaueriano asume sobre sí el dolor voluntario de la veracidad, y este dolor le sirve para mortificar su voluntad personal y para preparar aquella completa revolución y aquel cambio completo cuyo logro constituye el sentido último de la vida. Esta proclamación de la verdad les parece a los demás hombres una emanación del mal, pues consideran un deber humanitario la conservación de su mediocridad y de su mentira y creen que hay que ser malvado para destrozarles su juguete. A uno de éstos no tendrán por menos que gritarle aquello que Fausto dice a Mefistófeles: «¿A la potencia eternamente activa, a la fuerza saludable y creadora, opones tú la helada mano del diablo?»; y aquél que quisiera vivir schopenhauerianamente es muy probable que se pareciese más a un Mefistófeles que a un Fausto; en efecto, así sería frente a los débiles ojos de los modernos, que siempre divisan en la negación la marca del mal. Existe, sin embargo, un modo de negar y de destruir que justamente emana de aquel acuciante anhelo de santificación y de salvación que Schopenhauer, en tanto que primer maestro filosófico, impartió entre nosotros, hombres profanos y verdaderamente secularizados. Toda existencia que pueda ser negada, merece asimismo ser negada 3s; y ser veraz significa creer en una existencia que no puede ser negada en absoluto, la cual es ella misma verdad y sin mentira. Por eso, quien es veraz confiere a su acción un sentido metafísico, explicable según las leyes de una vida distinta y superior, y también otro más profundo, afirmativo, y esto aun cuando todo lo que haga no parezca sino un destruir y un quebrantar las leyes de esa vida. Su actividad se convierte, así, en un sufrimiento continuo, pero él sabe lo que también el Maestro Eckhard sabe: «El dolor es el animal que más velozmente os conduce a la perfección». Debo pensar que a cada uno de los que se proponen en su ánimo una orientación tal de su vida tendrá que ensanchársele el corazón y nacer en él un ardiente deseo de ser este hombre schopenhaueriano: esto es, limpio y puro con respecto a sí mismo y a su bien personal y de una admirable serenidad en su conocimiento, pleno de vigoroso fuego devorador y bien alejado de la fría y despreciadora neutralidad del llamado «hombre de ciencia», muy por encima de una contemplación hipocondríaca y pesarosa, siempre dispuesto a sacrificarse entero como la primera víctima de la verdad descubierta, y penetrado en lo más profundo por la conciencia del sufrimiento que necesariamente tendrá que derivarse de su veracidad. Ciertamente, con su coraje destruye su felicidad terrena; tiene que ser enemigo incluso de los seres que ama; de las instituciones en cuyo seno se formó, será hostil; no le será lícito proteger ni a las personas ni a las cosas, aunque comparta el sufrimiento de las heridas que les infiera; será desconocido y durante mucho tiempo se le considerará aliado de poderes que aborrece; según la medida humana de su juicio, tendrá que ser injusto, a pesar de su aspiración a la justicia; aunque podrá infundirse ánimo y consolarse con las palabras que un día pronunció Schopenhauer, su gran educador: «Una vida feliz es imposible; a lo máximo que puede aspirar el hombre es a una vida heroica. Obtiene una vida así quien, de alguna manera y por un motivo cualquiera, lucha con enormes dificultades por aquello que, en cierto modo, beneficia a todos y vence; pero al que luego, o bien se le recompensa pésimamente, o bien no se le recompensa en absoluto. Así pues, al final se queda como el príncipe del Re corvo, de Gozzi, petrificado, aunque con noble pose y magnánimo gesto. Su memoria permanece y se celebra como la de un héroe; su voluntad, mortificada por toda una vida de fatigas y pesares, de malos resultados y de la ingratitud del mundo, se disuelve en el Nirvana». Una vida heroica semejante, junto con la mortificación que conlleva, se corresponde muy poco, desde luego, con la mediocre idea que tienen quienes profieren el mayor número de palabras y celebran festejos en conmemoración de la memoria de los grandes hombres, presumiendo que éstos son precisamente grandes del mismo modo que ellos son pequeños, casi como un don v por puro placer; o que son así en virtud de un mecanismo, y obedeciendo ciegamente al impulso íntimo que a ello los coacciona: de modo que aquél que no recibió el don o no se siente impelido por el impulso está en su derecho de seguir siendo pequeño igual que los otros lo están en el de ser grandes. Pero «haber recibido el don» o «haber sido obligado» son expresiones despreciables para ocultar la huida de una advertencia interior, injurias para todos aquellos que oyeron esa advertencia, para el gran hombre; precisamente él es, de entre todos, quien menos se deja regalar u obligar; él sabe bien, a semejanza de cualquier hombre pequeño, con cuánta ligereza puede tomarse la vida, y lo blando que es el lecho sobre el que podría hacerse el remolón si quisiera tratar con delicadeza y trivialidad tanto consigo mismo como con sus congéneres; pues todas las disposiciones humanas no tienden sino a que, por medio de una distracción constante del pensamiento, no se sienta la vida. Ahora bien, por qué quiere él enérgicamente lo contrario, a saber, sentir plenamente la vida, sufrir la vida? Porque advierte que se le quiere engañar acerca de sí mismo y que existe una especie de pacto para extraerlo de su propia caverna; pero he aquí que se despabila, aguza el oído y decide: «¡Quiero seguir siendo mío!» Se trata de una terrible decisión; poco a poco lo irá comprendiendo. Ahora, en efecto, debe adentrarse en las profundidades de la existencia con una serie de preguntas insólitas en los labios: ¿Por qué vivo? Qué lección debo extraer de la vida? ¿Cómo he llegado a ser lo que soy, y por qué sufro por ser así? Se atormenta, y advierte que nadie se atormenta como él; antes bien, observa cómo las manos de sus congéneres se tienden afanosamente hacia los fenómenos fantasmagóricos que muestra el teatro político o cómo ellos mismos se pavonean orgullosos portando cientos de máscaras: disfrazados de jovencitos, hombres adultos, ancianos, padres, ciudadanos, sacerdotes, funcionarios, comerciantes, solitarios todos ellos en su comedia general, sin conciencia ninguna de sí mismos.
A la pregunta: «¿Para qué vivís?», responderían raudos y orgullosos: «Para llegar a ser un buen ciudadano, o un erudito, o un hombre de Estado». Y, sin embargo, son algo que no puede llegar a ser otra cosa; y por qué son precisamente esto? ¡Ay! ¿Y nada mejor? Quien entiende su vida únicamente como un punto en el desarrollo de una estirpe, de un Estado, de una ciencia, y de este modo enclavada por entero en el curso del devenir, en la historia, no ha comprendido la lección que le imparte la existencia y tendrá que aprenderla de nuevo. Este eterno devenir es un guiñol embustero que logra que el hombre se olvide de sí mismo, es la verdadera distracción que dispersa al individuo a los cuatro vientos, el juego absurdo y sin fin que «el gran niño-tiempo» juega ante y con nosotros. El heroísmo de la veracidad consiste en dejar de ser algún día su juguete. En el devenir todo es vacío, engañoso, superficial y digno de nuestro desprecio; el enigma que debe resolver el hombre sólo puede resolverlo desde y en el ser y no en otra cosa, no en lo imperecedero. Ahora comienza a examinar cuán profundamente unido se halla al devenir, cuán profundamente al ser; ante su alma se eleva una tarea gigantesca: destruir lo que deviene, desvelar lo falso de las cosas. También él quiere conocerlo todo, pero de manera distinta a como quiere el hombre goethiano, no a causa de una noble molicie para conservarse a sí mismo y gozar de la multiplicidad de las cosas; al contrario, él mismo es el primero que se ofrece como víctima. El hombre heroico desprecia su bien o su mal, sus virtudes y vicios y, en general, que se lo juzgue según la medida de las cosas; ya no espera nada de su persona y quiere llegar a ver en todo ese fondo carente de esperanza. Su fuerza reside en ese olvido de sí mismo y cuando lo recuerda mide la distancia existente entre él y su excelsa meta y entonces le parece divisar un terreno plagado de escoria detrás y debajo de sí. Los pensadores antiguos buscaban con todas sus fuerzas la felicidad y la verdad; «mas nunca se ha de encontrar lo que debe buscarse», reza un malvado principio de la Naturaleza. Pero quien busca en todo la falsedad y voluntariamente se hace cómplice de la infelicidad, provoca quizá otro milagro de la desilusión: algo inexpresable con respecto a lo cual felicidad y verdad sólo son imitaciones idolátricas; acercándose, la tierra pierde su peso, los acontecimientos y los poderes terrenos se tornan ensueños, a semejanza de esos atardeceres de estío en los que todo nos parece sufrir una transfiguración. Al espectador se le antoja que justo entonces comienza a despertar y le parece que a su alrededor flotan las últimas brumas de un sueño. También éstas se disipan: ahora es de día.

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Con esto se han mencionado algunas condiciones bajo las cuales, a pesar de nocivas influencias contrarias, puede al menos nacer el genio filosófico en nuestro tiempo: libre virilidad del carácter, temprano conocimiento de los hombres, nada de educación erudita, nada de apego patriótico, ninguna necesidad de ganarse el pan, ninguna relación con el Estado; en una palabra, libertad y sólo libertad: el mismo elemento extraordinario y peligroso en el que les fue lícito crecer a los filósofos griegos. Quien quiera reprocharle, como Niebuhr reprochó a Platón, que es un mal ciudadano, que lo haga y se limite a ser él mismo un buen ciudadano: éste tendrá razón, y lo mismo Platón. Otro habrá que interprete esa gran libertad como presunción; también éste estará en lo cierto, porque él mismo, con esa libertad, no sabría hacer nada razonable; y, por lo demás, si la desease para sí sería, es cierto, muy presuntuoso. Aquella libertad es verdaderamente una culpa grave, y sólo podrá expiarse por medio de grandes obras. En verdad, el común de los mortales tiene derecho a mirar con rencor a cada uno de esos privilegiados: mas quiera algún dios librarlo a él mismo de convertirse alguna vez en uno de ellos, es decir, de verse tan terriblemente comprometido. Perecería enseguida en su libertad y en su soledad, y se volvería loco, un loco malvado, por aburrimiento.
De cuanto hemos dicho, acaso este o aquel padre pueda aprender algo y aplicarlo de alguna manera a la educación privada de su hijo; aunque, a decir verdad, no es de esperar que los padres quieran tener sólo filósofos por hijos. Es muy probable que en todos los tiempos los progenitores se opongan al filosofar de sus hijos como si de la mayor de las locuras se tratara; como se sabe, Sócrates cayó víctima de las iras paternas al haber «seducido a la juventud», y Platón, por motivos similares, consideró necesaria la creación de un Estado enteramente nuevo para impedir que el surgimiento del filósofo dependiese de la irracionalidad de los padres. Ahora casi parece que Platón hubiera logrado realmente algo. En efecto, el Estado moderno cuenta hoy el fomento de la filosofía entre sus tareas y busca constantemente privilegiar a cierto número de hombres con esa «libertad» que nosotros consideramos cualidad esencial en la génesis del filósofo. Ahora bien, Platón ha padecido una extraordinaria mala suerte en la Historia: apenas surgía una forma que se correspondía esencialmente con sus propuestas, siempre resultaba ser el hijo espurio de un duende, una odiosa suplantación; algo así como lo fue el Estado medieval de los sacerdotes en comparación con aquel reino soñado por Platón de los «hijos de los dioses». El Estado moderno se encuentra hoy lo más lejos posible de posibilitar que gobiernen los filósofos. ¡Alabado sea Dios! -exclamará todo cristiano; e incluso habrá que examinar si aquel fomento de la filosofía, tal como lo entiende el Estado, se interpreta también en un sentido platónico; quiero decir, tan seria y sinceramente como si fuera su suprema intención engendrar nuevos Platones. Si normalmente el filósofo aparece en su tiempo como algo accidental, ¿se compromete hoy el Estado a tomar sobre sí la tarea de transmutar conscientemente esta accidentalidad en una necesidad y de auxiliar también en esto a la Naturaleza?
Lamentablemente, la experiencia nos instruye enseñándonos algo mejor... o peor: nos dice que en lo que respecta a los grandes filósofos por naturaleza, nada se opone más a su engendramiento y desarrollo que los mezquinos filósofos por cuenta del Estado. Un desagradable argumento, ¿no es cierto? Como podrá advertirse, es el mismo en el que primero reparó Schopenhauer en su célebre ensayo acerca de la filosofía universitaria. Vuelvo a este argumento, pues hay que obligar a los hombres a que lo tomen en serio, esto es, a que por su mediación se sientan inducidos a actuar; y considero como inútilmente escrita toda palabra tras la cual no exista una invitación semejante a la acción; en todo caso, bueno es demostrar que las tesis de Schopenhauer, válidas por siempre, lo son ahora más que nunca aplicadas a nuestros más cercanos contemporáneos, porque algún ingenuo podría pensar que desde el tiempo de sus graves acusaciones las cosas han mejorado mucho en Alemania. Ni siquiera en este punto, tan insignificante como es, se ha llevado a cabo su obra.
Considerada más atentamente, esa «libertad» que hoy concede el Estado a algunos hombres en beneficio de la filosofía, no es tal libertad; sino un ministerio que alimenta a sus empleados. El fomento de la filosofía consiste, pues, únicamente en que actualmente, al menos cierto número de personas puede vivir de su filosofía gracias al Estado, en tanto que pueden hacer de ella un oficio para ganarse el pan; mientras que los antiguos sabios de Grecia jamás percibieron un sueldo por parte del Estado, como mucho, alguna vez, por poner el ejemplo de Zenón, se los honró regalándoles una corona áurea y un monumento fúnebre sobre el Cerámico. Yo no sabría decir, en general, si se sirve a la verdad indicando el camino que debe seguirse para vivir de ella, porque todo depende de la índole y la calidad individual del hombre que tenga que andar por él. Puedo imaginarme muy bien un grado tal de orgullo y de respeto por uno mismo en virtud del cual un hombre diga a sus congéneres: «Cuidad de mí porque yo tengo algo mejor que hacer: tengo que cuidar de vosotros». En Platón y Schopenhauer tal grandiosidad de sentimientos y este modo de expresarlos no tendría nada de extraño; por eso, justamente, ambos podrían haber sido incluso filósofos de universidad -del mismo modo que Platón fue durante algún tiempo filósofo de corte - sin humillar por eso la dignidad de la filosofía. Pero ya Kant fue, como solemos serlo los eruditos, excesivamente cuidadoso, pusilánime y, en su relación con el Estado, carente de grandeza; de manera que, en cualquier caso, si alguna vez se procesara a la filosofía de universidad, él no podría legitimarla. Pero existen naturalezas que sí podrían realizar esa legitimación -como, desde luego, las de Platón y Schopenhauer-, aunque temo sólo una cosa: nunca tendrán ocasión de hacerlo, ya que jamás un Estado se atreverá a favorecer a tales hombres ni a concederles tal posición. ¿Y por qué? Porque cualquier Estado los teme, y sólo favorecerá a aquellos filósofos de los que no tenga nada que temer. Sucede, ciertamente, que el Estado, en general, tiene miedo de la filosofía y, justo siendo éste el caso, hará lo posible por atraer hacia sí a todos los filósofos que pueda, los cuales le confieren la apariencia de tener la filosofía de su parte, ya que consigue que lo apoyen quienes portan su enseña y, sin embargo, no tienen nada de temibles. Mas si apareciera un hombre que hiciese realmente ademán de querer acometerlo todo, incluso el Estado, con el cuchillo de la verdad, entonces este último, puesto que sobre todas las cosas busca afirmar su propia existencia, tiene derecho a excluir de su lado a tal hombre y a tratarlo como a su enemigo; de la misma forma que excluye y trata como enemiga a una religión que se considera por encima del Estado y quiera erigirse en su juez. Así pues, quien acepta ser filósofo por cuenta del Estado, también tendrá que aceptar que éste lo considere a él como alguien que ha renunciado a perseguir la verdad hasta el último de los recovecos. Por lo menos, mientras lo favorezcan y ocupe su cargo, tendrá que reconocer que existe algo por encima de la verdad: el Estado. Pero no el Estado a secas, sino al mismo tiempo todo aquello que favorece el bienestar del Estado: por ejemplo, una determinada forma de religión, de orden social, de organización militar; sobre cada una de estas cosas está escrito noli me tangere. ¿Existió alguna vez un filósofo de universidad que hubiera comprendido claramente todos sus deberes y sus limitaciones? No lo sé. Si hubo alguno que lo hizo y, a pesar de todo, continuó siendo funcionario del Estado, se trató de un mal amigo de la verdad; si no lo hizo nunca... entonces, también habré de pensar que tampoco él fue un buen amigo de la verdad.
Éste es el escrúpulo más general; pero como tal, y ciertamente, para hombres como los de hoy, el más endeble e indiferente. A la mayoría de ellos le bastará con encoger los hombros y decir: «¡Como si alguna vez se hubiera podido crear y consolidar algo grande y puro sobre esta tierra sin tener que hacer concesiones a la bajeza humana! ¿Queréis acaso que el Estado persiga a los filósofos en vez de que les asigne un sueldo y los tome a su servicio?» Sin responder ahora a esta última pregunta, sólo añado que hoy esas concesiones de la filosofía al Estado van demasiado lejos. En primer lugar, es el Estado el que elige a sus servidores filosóficos y, evidentemente, tantos como necesita para sus instituciones; en efecto, se reserva el derecho de discernir entre buenos y malos filósofos, y aún más, presupone que siempre habrá bastantes de los buenos para ocupar con ellos todas sus cátedras. No sólo, pues, ejerce su autoridad en lo que se refiere a la bondad, sino también en lo referente al número necesario de buenos filósofos. En segundo lugar: el Estado obliga a aquéllos que ha elegido a permanecer en un lugar determinado, entre personas determinadas y constreñido a realizar una actividad asimismo determinada; se ven obligados a instruir a todos los jóvenes estudiantes que sientan deseos de recibir instrucción, y además a diario y en horas fijas. Pregunta: ¿puede en conciencia un filósofo comprometerse a tener algo que enseñar todos los días? ¿Y enseñarlo a cualquiera que quiera ir a oírlo? ¿No tendrá, acaso, que aparentar que sabe más de lo que sabe? ¿No se verá acaso obligado a disertar ante un auditorio de desconocidos acerca de cosas de las que sólo puede hablar sin peligro con sus amistades más íntimas? Y, en general, ¿acaso no deberá renunciar a la soberana libertad de seguir su genio cuando lo llama y allí adonde lo llama al haberse comprometido a pensar públicamente en cosas previamente establecidas dentro de esas horas prefijadas? ¡Y todo esto ante una multitud de jovencitos! Tal manera de pensar, ¿no está ya previamente desvirilizada? ¿Y qué sucedería si un buen día sintiera: «hoy no puedo pensar, no se me ocurre nada adecuado», y a pesar de ello tuviera que ocupar su puesto y aparentar que piensa?
Pero, se objetará, no tiene por qué tratarse de un pensador sino de alguien que a lo sumo piense con posterioridad acerca de lo que otros pensaron; ante todo, que se trate de un erudito conocedor de los pensadores anteriores, de los cuales siempre podrá contar alguna anécdota que sus alumnos desconozcan. Ésta es, precisamente, la tercera y peligrosísima concesión de la filosofía al Estado cuando aquélla se empeña en comprometerse con él en primer término y principalmente como erudición, sobre todo como conocimiento de la historia de la filosofía. Mientras, para el genio, que pura y amorosamente, similar al poeta, mira las cosas y no puede sumergirse lo bastante en ellas, ese escarbar en la multitud de incontables y absurdas opiniones ajenas resulta, a menudo, la más repugnante e incómoda de las ocupaciones. La historia erudita del pasado no fue jamás la ocupación de un verdadero filósofo, ni en la India, ni en Grecia; y un profesor de filosofía, si se ocupa de un trabajo de este género, tendrá que contentarse con que, en el mejor de los casos, digan de él que es un hábil filólogo, o anticuario, o lingüista, o historiador, pero nunca: «un filósofo». Esto sólo en el mejor de los casos, como hemos observado; pues frente a la mayoría de los trabajos eruditos que realizan los profesores de filosofía, le embarga al filólogo la sensación de que están muy mal hechos, sin rigor científico y, muy a menudo, con una magnífica indiferencia. Quién, por ejemplo, liberará la historia de los filósofos griegos de las emanaciones soporíferas que sobre ella difundieron los trabajos eruditos y, desde luego, no demasiado científicos y bastante aburridos de Ritter, Brandis y Zeller? Yo, al menos, prefiero leer a Diógenes Laercio que a Zeller, pues en aquél pervive aún el espíritu de los antiguos filósofos, mientras que en este último, ni aquel espíritu ni ningún otro. Y, en definitiva, por todos los diablos: ¿qué les importa a nuestros jóvenes la historia de la filosofía? ¿Acaso con el laberinto de opiniones deben disuadirse de tener opiniones? Habrá que adiestrarlos para que participen del júbilo general por lo mucho que estamos progresando? ¿O quizá deben aprender a odiar y a despreciar la filosofía? Casi podría pensarse esto último cuando se sabe cómo se martirizan los estudiantes a causa de sus exámenes de esta disciplina intentando impresionar en sus pobres cerebros tanto las más absurdas y disparatadas ideas del espíritu humano como las más grandes y más difíciles de comprender. La única crítica de una filosofía que sea posible y que también demuestre algo, esto es, que intente demostrar si se puede o no vivir según sus normas, jamás se enseñó en las universidades; allí sólo se ejerció la critica de las palabras a las palabras. Y ahora pensemos en una de esas jóvenes mentes, sin mucha experiencia de la vida, en la que tengan que conservarse unos sobre otros y entremezclados cincuenta sistemas en palabras y cincuenta críticas a esos sistemas: ¡Qué desolación! ¡Qué embrutecimiento! ¡Qué burla frente a una educación para la filosofía! De hecho, hay que admitir que no se educa para ella sino para un examen de filosofía cuyo único resultado será, como se sabe y es habitual, que el examinado -¡Ay!, demasiado examinado- confiese exhalando un suspiro de alivio: «¡Gracias a Dios que no soy filósofo, sino cristiano y ciudadano de mi Estado!»
Pero -cabe preguntarse-, ¿y si ese suspiro de alivio fuera precisamente la intención del Estado, y la «educación para la filosofía», nada más que un distanciamiento de la filosofía? Si así fuera, sólo habría que temer una cosa: que la juventud termine finalmente por comprender cuál es el verdadero propósito por el que se comete tal abuso con la filosofía. Lo más excelso: el engendramiento del genio filosófico, ¿no sería sino un pretexto? ¿Acaso el objetivo era precisamente obstaculizar su engendramiento? ¿Tergiversar el sentido en contrasentido? Entonces, ¡maldito sea todo ese complejo montaje de la inteligencia del Estado y los profesores!
Y algo así, ¿no habría sido ya percibido? No lo sé; en cualquier caso, la filosofía universitaria es objeto del desprecio y la sospecha generales. Ello depende en parte de que en la actualidad es muy débil el género humano que domina en las cátedras; y si Schopenhauer hubiera escrito hoy su ensayo acerca de la filosofía universitaria no necesitaría un mazo, para vencerlo le hubiera bastado tan sólo una caña. Se trata de los herederos y descendientes de aquellos seudopensadores sobre cuyas cabezas trastocadas propinó aquél sus golpes; su aspecto es lo suficientemente pueril y mezquino como para que nos acordemos del dicho indio: «Los hombres nacen, según sus acciones, necios, mudos, sordos, deformes». Aquellos progenitores se merecieron tal descendencia a causa de sus «acciones», como enuncia el dicho. He aquí que no quepa la menor duda sobre el hecho de que la juventud académica acabe pronto por arreglárselas muy bien sin la filosofía que se imparte en sus universidades, y que los no universitarios, ya en la actualidad, salgan adelante sin ella. Bastará con que cada cual piense tan sólo en su época de estudiante; para mí, por ejemplo, los filósofos académicos fueron siempre personas absolutamente indiferentes y los tenía por gente que intentaba aprovecharse cuanto podía de los resultados de los otros científicos; que leían periódicos y asistían a conciertos en sus horas de ocio y que, por lo demás, sus colegas académicos trataban con un desprecio cortésmente disimulado. Se decía de ellos que sabían poco y que no dudaban en recurrir a argumentos oscuros cuando se trataba de encubrir la miseria de su sabiduría. De ahí su predilección por detenerse en esas regiones crepusculares en las que un hombre de mirada clara no se entretiene demasiado. El uno objetaba a las ciencias naturales: «Ninguna puede aclararme por completo el simple devenir; qué me importan, pues, todas ellas?» El otro decía de la Historia: «A aquél que tiene las Ideas no le aporta nada nuevo». En definitiva, siempre buscan motivos para justificar por qué es más filosófico no saber nada que aprender algo. Y si se comprometen con el aprendizaje será porque los anima el secreto impulso de huir de la ciencia y de fundar, en cualquiera de sus lagunas o campos aún no explorados, un reino oscuro. De modo que todavía preceden a la ciencia, pero en el sentido en que la pieza de caza va delante de los cazadores que la persiguen. Últimamente se complacen en afirmar que ellos sólo son los guardafronteras y los vigilantes de la ciencia; para esto se sirven de forma especial de la doctrina de Kant, que se esfuerzan por transformar en un escepticismo inútil del que pronto nadie se ocupará más. Sólo muy de vez en cuando uno de ellos se lanza hacia una pequeña metafísica con las consecuencias habituales, a saber: mareos, dolor de cabeza y hemorragias nasales. Tras el frecuente fracaso de ese viaje a las brumas y las nubes, tras todos esos instantes en que cualquier despiadado y tozudo discípulo de la verdadera ciencia les tira de la oreja y los hace descender, su rostro adopta el rasgo habitual de la afectación y de quien es castigado por embustero. Pierden por completo la jovial confianza, de modo que ninguno de ellos vive el goce de dar un paso más por el placer de ensanchar su filosofía. Antaño, algunos de ellos creyeron descubrir nuevas religiones o sustituir las antiguas con sus sistemas, pero actualmente ha desaparecido tal arrogancia; la mayoría es gente piadosa, tímida y oscura, nunca osada como Lucrecio ni enfurecida por la opresión que ha caído sobre los humanos. Tampoco el pensamiento lógico puede aprenderse ya de ellos, y los ejercicios erísticos, tan comunes en otros tiempos, los han desechado dada la valoración natural de sus fuerzas. Hoy, sin duda, del lado de las ciencias singulares se es más lógico, cuidadoso, modesto, más rico en descubrimientos, en suma, se actúa de manera más filosófica que entre quienes se denominan filósofos. De ahí que todos tengamos que estar de acuerdo con ese inglés libre de prejuicios, Bagehot, cuando afirma refiriéndose a los constructores de sistemas: «¿ Quién no se halla convencido casi por anticipado de que sus premisas contienen una extraordinaria mezcolanza de verdades y errores, y que por eso no vale la pena reflexionar acerca de sus consecuencias? La forma acabada de esos sistemas atrae quizá a la juventud e impresiona a los inexpertos, pero no deslumbra a las personas cultivadas. Éstas se hallan constantemente dispuestas a acoger favorablemente bosquejos y suposiciones y dan siempre la bienvenida a la más mínima verdad, pero un libro entero de filosofía deductiva provoca su desconfianza. Incontables principios abstractos sin demostrar son compilados afanosamente por estas gentes sanguíneas y cuidadosamente expuestos en libros y teorías con ánimo de aclarar el mundo entero. Pero dicho mundo no se ocupa de esas abstracciones, y no es extraño, ya que se contradicen unas a otras». Si en otros tiempos, sobre todo en Alemania, el filósofo se hallaba sumergido en tan profundas cavilaciones que constantemente corría el peligro de golpearse la cabeza en cada poste, hoy, como Swift cuenta de los laputianos, se hacen acompañar por una caterva de batidores que, llegada la ocasión, les propinan suavemente un golpe en los ojos o en cualquier otra parte. A veces esos golpes son algo más fuertes, entonces se olvidan de sí esos soñadores, despiertan de su letargo y pegan a su vez, algo que siempre redunda en su desprestigio. «¿Acaso no ves el poste, so modorro?» -exclama entonces el batidor. Y a menudo sucede que el filósofo advierte realmente el poste y se tranquiliza. Esos batidores son las ciencias naturales y la Historia; poco a poco, éstas han llegado a vapulear de tal manera ese atolladero alemán de la ensoñación y el pensamiento que durante tanto tiempo se confundió con la filosofía, que aquellos pensadores de pacotilla querrían renunciar voluntariamente al deseo de hacerse independientes; pero si, sin darse cuenta, caen en brazos de estos batidores o recurren a ellos como andaderas que los tutelen, en seguida estos últimos comienzan a armar un escándalo terrible como si quisieran decir: «¡Esto es lo que nos faltaba! ¡Que un pensadorcillo semejante pretendiera ensuciarnos las ciencias naturales y la Historia! ¡Fuera con él!» Así, vacilantes, retornan a su inseguridad y perplejidad; a toda costa habrían querido tener un poco de ciencia entre las manos, un poco de psicología empírica, a semejanza de los herbartianos, y por supuesto, también un poco de Historia, pues de este modo podrían aparentar públicamente que se ocupaban de algo científico, aunque después en secreto mandaran al diablo toda la filosofía y toda la ciencia.Admitiendo, pues, que toda esa bandada de malos filósofos es ridícula -¿y quién no habría de admitirlo?-, ¿no habrán de ser en buena medida también nocivos? Para responder brevemente: son nocivos desde el momento en que convierten la filosofía en una cosa ridícula. Mientras exista ese seudopensamiento reconocido por el Estado se impedirá o, cuando menos, se obstaculizará cualquier efecto extraordinario de una verdadera filosofía, y esto no se deberá más que a la maldición del ridículo que los representantes de aquella cosa tan grande han atraído sobre sí pero que atañe también a la cosa misma. Por eso digo que es una exigencia de la cultura privar a la filosofía de todo reconocimiento estatal y académico y eximir en general al Estado y a la Universidad de la tarea irresoluble para ambos de tener que distinguir entre la verdadera filosofía y la mera apariencia de ella. Dejad que el filósofo crezca salvaje, privadlo de cualquier perspectiva de colocación e inserción en las profesiones burguesas, no le lisonjeéis más con sueldos y, más aún: perseguidle, sed inmisericordes con él; ¡veréis milagros! Entonces tendrán que desperdigarse y huir aquí o allá en busca de un techo, esos pobres simuladores; aquí se abre una parroquia; allí, una escuela elemental; éste se oculta en la redacción de un periódico; aquél escribe manuales para escuelas superiores femeninas; el más inteligente de todos toma el arado y el más vanidoso va a la Corte. De repente todo está vacío, el nido abandonado: en efecto, es muy fácil deshacerse de los malos filósofos, basta con dejar de favorecerlos. Y esto es en cualquier caso más aconsejable que patrocinar una filosofía - cualquiera que sea- públicamente, por medio del Estado.
Al Estado nunca le interesa la verdad a secas, sino sólo la verdad que le es útil, o para decirlo más exactamente, únicamente se interesa por lo que le es útil, ya sea esto verdad, verdad a medias o error. Así pues, una alianza entre el Estado y la filosofía sólo tendrá sentido si la filosofía puede prometer serle de incondicional utilidad, esto es, que antepondrá el beneficio del Estado a la verdad. Ciertamente, sería magnífico para el Estado contar también con la verdad a su servicio y bajo su sueldo; sin embargo, bien sabe él mismo que en la esencia de aquélla reside no someterse a ninguna servidumbre ni aceptar ningún sueldo. Por consiguiente, el Estado tiene en eso que posee sólo la falsa «verdad», una persona con una máscara; y, desgraciadamente, ésta no puede proporcionarle lo que tanto desea: su legitimación y santificación. Cuando un príncipe medieval quería ser coronado por el papa y no lo conseguía, nombraba un antipapa que le rendía este servicio. Hasta cierto punto esto podía ser pasable; pero no procede que el Estado moderno instituya una contrafilosofía por la que quiera ser legitimado; en efecto, como siempre, él tiene la filosofía en contra, y hoy más que en tiempos pasados. Creo seriamente que le resultaría de mayor utilidad no ocuparse de ella en absoluto, no desear nada de ella, y que mientras fuera posible la dejara correr como algo insignificante. Si no puede mantener tal indiferencia, si la filosofía se vuelve peligrosa, que se disponga a perseguirla. Puesto que el Estado no puede tener más interés en la universidad que educar mediante ella leales y útiles ciudadanos, debería preocuparse de no poner en peligro esta fidelidad, esta utilidad, al exigir a los jóvenes un examen de filosofía; evidentemente, si se piensa en las mentes torpes e incapaces, el mejor medio para disuadirlas por completo del estudio de esta materia es el fantasma del examen; pero el beneficio que se obtiene no compensa el daño que esta ocupación impuesta provoca en jóvenes osados e inquietos; éstos acaban por conocer libros prohibidos, comienzan a criticar a sus profesores y, finalmente, advierten el propósito que persigue la filosofía universitaria y el de los exámenes, por no hablar de los escrúpulos en los que pueden caer los jóvenes teólogos por esta causa y, en consecuencia, llegar a extinguirse en Alemania a semejanza de las cabras monteses en el Tirol. Bien conozco qué podría objetar el Estado contra toda esta consideración mientras aún prosperaba en todos los campos la hermosa y verde hegelianería; pero desde que el granizo destruyó la cosecha y las esperanzas que se pusieron en ella quedaron sin cumplir y los graneros siguen vacíos, es mejor que no objete nada, sino que se aparte de la filosofía. Hoy se tiene el poder; antaño, en la época de Hegel, quería llegar a obtenerse, y eso constituye una gran diferencia. El Estado no necesita ya más la sanción de la filosofía, de ahí que esta última se haya convertido para él en algo superfluo. Si el Estado deja de mantener sus cátedras o, como preveo para un futuro inmediato, si sólo las mantiene de manera aparente y desidiosa, saldrá ganando, pero más importante me parece que también la universidad vea en esto su beneficio. Por lo menos, he de pensar que el santuario de la verdadera ciencia habría de sentirse favorecido si la sociedad lo librara de una media ciencia o un cuarto de ciencia. Por lo demás, el respeto por las universidades se ha convertido en algo bastante discutible como para que en principio no se desee la abolición de disciplinas que hasta los propios académicos estiman en muy poco. En efecto, los no académicos tienen buenas razones para sentir un desprecio generalizado por las universidades; les reprochan que son cobardes, que las pequeñas temen a las grandes y las grandes a la opinión pública; que en todas las cuestiones de cultura superior no se hallen en la vanguardia, sino que siempre vayan rezagadas, despacio y renqueando; que no se repare más en la verdadera tendencia de las ciencias que se consideran respetables. Nunca, por ejemplo, se realizaron estudios lingüísticos con tanto celo como hoy sin antes haber considerado necesario el sometimiento de uno mismo a una severa educación en la escritura y la palabra. La antigüedad de la India abre sus puertas, y sus conocedores mantienen con las imperecederas obras de los hindúes apenas otra relación que la de un animal con la lira, a pesar de que Schopenhauer consideró el conocimiento de la filosofía india como una de las mayores ventajas de nuestro siglo con respecto a los anteriores. La Antigüedad clásica se ha convertido en una Antigüedad arbitraria y no surte efecto ya ni como clásica ni como modélica; cosa que prueban sus discípulos, que no son, ciertamente, hombres modélicos. ¿Adónde ha ido a parar el espíritu de Friedrich August Wolf, del que Franz Passow pudo afirmar que se manifestaba cual un ideal auténticamente patriótico y humano que había tenido la fuerza de agitar e inflamar a todo un continente? ¿Adónde ha ido, pues, ese espíritu? En cambio, cada vez penetra más en las universidades el hálito de los periodistas, y no raramente bajo el nombre de filosofía; un discurso melifluo y pulido, con Fausto y Natán el sabio siempre en los labios, el lenguaje y las opiniones de nuestros nauseabundos periódicos literarios y ahora, desde hace algún tiempo, incluso se parlotea acerca de nuestra santa música alemana y se exigen cátedras para Goethe y Schiller; tales signos indican que el espíritu de la universidad comienza a confundirse con el espíritu del tiempo. He aquí por qué me parece de suma importancia que surja un tribunal superior fuera de la universidad que vigile y controle estas instituciones en lo que respecta a la educación que en ellas se imparte; y tan pronto como se excluya la filosofía de las universidades, y con ello se purifique de todos sus indignos prejuicios y oscuridades, sólo aquélla será la que constituya ese tribunal: carente de poder estatal, sin sueldo ni honores de ninguna clase, sabrá cumplir con su cometido, libre tanto del espíritu del tiempo como del temor a ese espíritu; para decirlo brevemente, vivirá tal y como vivió Schopenhauer, semejante al juez de la llamada cultura que lo rodeaba. De esta forma también el filósofo podrá servir a la universidad, pero sin mezclarse con ella; más bien, guardando una digna distancia.

Finalmente, ¿qué puede importarnos la existencia de un Estado, el beneficio de la universidad, si ante todo, lo que importa es la existencia de la filosofía sobre la tierra? Además -para que no quede la menor duda sobre lo que pienso-, aunque parezca impertinente, es más importante que surja un filósofo sobre la tierra que la subsistencia de un Estado o una universidad. En la medida en que la servidumbre a la opinión pública y el peligro de la libertad aumentan, hay que elevar la dignidad de la filosofía; alcanzó su grado más alto con el terremoto de la república romana y la época imperial cuando su nombre y el de la Historia se convirtieron en ingrata principibus nomina. Bruto testimonia más que Platón por su dignidad; son los tiempos en que la ética cesó de contener lugares comunes. Si hoy, cuando no se tiene a la filosofía en gran estima, nos preguntamos cuál es la razón de que ningún gran general y hombre de Estado haya sentido inclinación por ella, responderemos que se debe a que, cuando la buscó, sólo encontró un débil fantasma bajo el nombre de filosofía, aquella sabiduría erudita de cátedra y aquella pusilanimidad de cátedra, en suma, porque enseguida la filosofía acabó por parecerle una cosa ridícula. Para él tendría que haber sido algo terrible; y los hombres que se sienten llamados a buscar el poder deberían conocer qué fuente de heroísmo fluye en ella. Tiene que ser un americano quien les diga el significado que ha de tener un gran pensador que venga sobre esta tierra semejante a un nuevo centro de fuerzas monstruosas: «Estad atentos -dice Emerson- para cuando el Gran Dios haga venir a un pensador a nuestro planeta. Entonces todo estará en peligro. Será como si se declarase un pavoroso incendio en una gran ciudad en la que nadie sabe con certeza qué está a salvo y hasta dónde se extenderá. Desde ese momento nada habrá en las ciencias que mañana no pueda dar un giro, desde entonces, carecerá de vigor cualquier reputación literaria, ni siquiera la de quienes se consideran celebridades eternas; todas las cosas que en este momento son queridas y apreciadas por los hombres hay que cargarlas en la cuenta de las ideas encaramadas en su horizonte espiritual y que son la causa del orden actual de las cosas tanto como un árbol lo es de las manzanas que porta. Un nuevo grado de cultura sometería inmediatamente el sistema entero de las aspiraciones humanas a una revolución». Ahora bien, si pensadores así son peligrosos, queda bien claro por qué nuestros pensadores académicos son inofensivos; en efecto, sus pensamientos crecen tan pacíficamente en la tradición como jamás en un árbol las manzanas: no asustan, no desquician, y de todas sus tareas podría decirse lo que Diógenes objetó en cierta ocasión en que se elogiaba a un filósofo: «Pero qué puede tener de grande cuando en tanto tiempo que lleva profesando la filosofía no ha turbado aún a nadie?» En efecto, éste tendría que ser el epitafio sobre la tumba de la filosofía universitaria: «A nadie turbó». Pero más parece el elogio de una vieja comadre que el de una diosa de la verdad; y no hay que asombrarse si quienes sólo conocen a esa diosa como vieja comadre son también poco hombres, y que por eso merezcan que los hombres del poder ya no los tengan en cuenta.
Siendo esto así en nuestra época, La dignidad de la filosofía está pisoteada: parece como si ella misma se hubiera transformado en algo ridículo e indiferente, de modo que todos sus verdaderos amigos tienen la obligación de presentar testimonios en contra de este equívoco o, por lo menos, demostrar que sólo esos falsos servidores y deshonestos representantes de la filosofía son ridículos e indiferentes; y más aún, probar ellos mismos con la acción que el amor a la verdad es algo terrible y violento. Una y otra cosa demostró Schopenhauer, y continuará demostrándolo a diario.

Friedrich Nietzsche

Publicado el 15 de diciembre de 2024 por Víctor Salmerón .
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