El Sorbo del Heroísmo y Otros Relatos

Gabriel Alomar


Cuentos, colección



El sorbo del heroísmo

La gran ciudad donde vivíamos atravesó unos días trágicos. Una huelga enconada por la estulta dureza patronal y por la inhabilidad parcíalísima del Gobierno ensangrentó las calles. Recuerdo la mañana del entierro de uno de los compañeros, muerto á los dos días de ser herido por la fuerza pública. Era en una pobre casa de los arrabales. En la pequeña sala, un grupo nutrido de trabajadores esperaba. En medio de ellos, dos hombres cerraban el ataúd. De pronto, la viuda, desgreñada, lívida, ronca de imprecaciones y lamentos, salió de la mísera alcoba vacía. En brazos llevaba una criatura de tres años. Dominando su desesperación, acercóse al féretro y sobre la tapa, recién colocada, puso de pie al pequeño huérfano, sobrecogido y sin voz. La madre lo levantó no sé si como una bandera ó como una antorcha, sobre el cadáver del padre, y gritó:

—¡Es su hijo! ¡Vengadlo!

Puedes creer que aquel grito tenía una eficacia mucho mayor que todas las proclamas y todos los discursos.

Aquella noche, Alejo salió de su pisito miserable guardando una bomba en el bolsillo de su blusa. Se encaminó al teatro. Estaba decidido. Sentíase el vengador de los odios seculares amontonados sobre su carne de esclavo. Desde que había tomado su decisión no sé qué bienestar le inundaba, como si fuese el contragolpe de una justicia consumada... ¿La vida? ¿Qué le importaba perder la vida? Vagamente, á través de sus lecturas de azar mal comprendidas, pudo beber el ansia de la gloria como un veneno mortal: y la idea del propio sacrificio le parecía una mísera ofrenda para la humanidad de los suyos, eternamente invengada.

Llegó al teatro. Compró una entrada de quinto piso. Arriba ya, se enquistó como pudo entre un señor en quien se adivinaba al viejo filarmónico, al habituado de cada noche, y un estudiante para quien la asistencia á la ópera nueva de Strauss era un inexcusable deber de snob.

Alejo hundió la vista instintivamente en la platea, como acechando la presa cercana. El patio deslumbraba. Sobre la tonalidad carmesí de las butacas formaban bellas gradaciones de color el blanco y rosa de los vestidos femeninos, el blondo y el negro de los cabellos, la tenuidad de los escotes.

Como de una colmena inmensa subía el rumor de las conversaciones, y la prodigalidad de las luces arrancaba notas estridentes á los dorados y á las joyas.

El vengador no pensaba ya. No se preguntaba, saboreando el placer de la matanza, sobre cuál de aquellas hileras deslumbradoras iría á sembrar la muerte, cuáles de aquellas delicadas cabezas quedarían aplastadas bajo el derrumbe de astillas y escombros. El hombre acariciaba en silencio, con su diestra, el hierro fatal, en el bolsillo de la blusa.

Empezó la ópera. Entre el silencio súbito, la oleada de armonía ascendió victoriosa. Alejo, por unos momentos, permaneció subyugado por el insólito espectáculo. Le parecía que en su cerebro se borraba toda idea y que la música le domaba en sus honduras el alma rebelde. Los primeros aplausos estallaron.

Lentamente, una extraña dificultad tomaba cuerpo en el interior de Alejo. ¿Qué momento escogería para su «acto»? Pensaba que iba á señalar una fecha terrible en la Historia, que, destruyendo, iba á realizar obra siniestramente divina; pero un extraño desfallecimiento le invadía; flaqueaba en él la potencia del gesto, del sembrador de muerte, heroico para él.

Urgía decidirse. La orquesta, en delicadas filaturas, abrió un instante de calma, casi silenciosa. Sobre el recogimiento religioso del público sentíase pasar un calofrío de goce. Alejo, poco á poco, deslizó su mano hacia el bolsillo de la blusa. Por tres veces, vacilante, lívido, fué sacando y volviendo á dejar su artefacto. Al fin lo agarró, crispado, en la mano temblorosa...


* * *


¿Qué pasó entonces? Antes de que el «acto» de Alejo pudiera ser consumado, el telón de fondo, súbitamente, se incendió. Una poderosa llama lo inflamó de abajo á arriba. El teatro se alzó en un solo grito. ¡Fuego! La concurrencia, en un segundo, convirtióse en turba, turba primitiva y bestial, con todo el salvajismo originario de la lucha por la vida. Sobre los cuerpos derribados de las mujeres, pisoteándolas bárbaramente, los hombres corrían hacia las puertas. Los bastones golpeaban las cabezas femeninas. Los fugitivos tropezaban en las butacas, gritando con frenesí de locos. Desde los palcos, en el atropello del pánico, caían los rezagados, que encontraban ya obstruidos los corredores por el gentío... Y la hoguera, la hoguera indiferente y gigantesca, lamía ya las alturas del escenario con su gran lengua de tigre, encuadraba de chispas y relampagueos los bastidores, encendía el maderaje y las telas.

¿Cómo pudo Alejo abrirse paso hasta el piso inferior del teatro? Ni él mismo podía explicárselo. Sin duda le arrastró una ola extraviada de gentío, y fue llevado en volandas sobre la multitud aterrorizada. Una gritería brutal le ensordecía. Las blasfemias más atroces estallaban en las bocas crispadas sobre las caras bermejas, de ojos inyectados y vesánicos.

Obligado á cobijarse en un rincón de pasadizo para no morir aplastado, como tantos otros habían muerto ya, pudo al fin salir á la platea, ya casi vacía. En aquellos momentos la llamarada salía como un inmenso chorro de la boca del escenario, alargaba sus tentáculos humeantes hacia las butacas de orquesta... Alejo contempló la sala. Al extremo de una fila yacía en el suelo una señora con la cabeza hendida, teñida en sangre la rubia cabellera, en la cual lucía una diadema. Arrodillada sobre su cuerpo, gritando con locura, golpeándose la cara, arrancándose los cabellos, una niña de unos doce años insentaba devolverle la vida, indiferente á la hoguera que avanzaba.

Alejo sintió entonces el aguijonazo penetrante de una desconocida emoción. Levantó el cuerpo exánime; se lo apoyó sobre el brazo derecho, y tomando en el otro á la jovencita, echó á correr hacia la salida. Las grandes puertas habían cedido, finalmente, á la marea de carne humana. Y Alejo salió á la calle con su carga; afuera esperaba ansiosa la muchedumbre, aullando, tendiendo los ojos ávidos al reconocimiento de los que lograban salir por la trágica puerta.

Unos brazos arrebataron de los de Alejo á la dama, ya sin vida; la niña, frenética, se abrazó al cuello de un hombre convulso y balbuceante...

En aquel momento misino alguien gritó:

—¡La contralto ha quedado en su camerino y no puede salir ya!

Alejo no tuvo conciencia siquiera de su resolución. Dirigióse otra vez á la puerta abierta sobre la gran sala abandonada, en las fauces del horno inmenso, y desapareció. Las llamas empezaban á salir, con gran humareda, por las ventanas altas. La cúpula, por instantes, vomitaba chorros de fuego, como súbitas erupciones. El rumor trepidante de la hoguera sonaba entre el coro de lamentos, mezclándose al estallido de las chispas.

Alejo marchaba por el corredor circular, porque cuando intentó atravesar la platea apenas tuvo tiempo de retroceder, cegado y sofocado por la humareda. Abrió la puerta del escenario y, en pleno infierno, avanzó. Sus pies se apoyaban sobre la brasa de maderos desplomados, de bastidores que acababan de arder. A su entorno iba cayendo desde el techo, ya sin forma, una lluvia de astillas encendidas. Con un movimiento rápido de su cuerpo pudo evitar que lo sepultase un leño que se derrumbó con estrepito, como una gran antorcha; levantando del suelo una gran estrella de chispas. Los ojos se le inundaban de lágrimas, bajo la incandescencia del aire y el espesor del humo. Su sangre se inflamaba; zumbaban sus oídos; iba á estallar su cráneo. A duras penas pudo atisbar la entrada de una escalerilla, en un rincón. Subió. Arriba, un pasadizo como de convento alineaba á derecha é izquierda una doble serie de aposentos cerrados. Uno sólo estaba abierto, y sobre el umbral, desvanecida, una mujer vestida con túnica oriental, coronada como una reina, tendía su cuerpo esbelto y joven.


* * *


El retorno de Alejo con aquel otro cuerpo de mujer en sus brazos fué una carrera heroica. En éxtasis, substraído á toda sensación, transfigurado, marchaba con aquella blancura yerta y lánguida sobre sus músculos de operario y de vengador cruento. Y á su paso continuaba, impotente contra él, la lluvia de fuego, el estallido de chispas, el desplome del esqueleto del teatro muerto.

Salió por el escenario, en la imposibilidad de hallar la portezuela por donde penetró. Saltó á la platea; cerró los ojos; contuvo el aliento, y corrió por el pasillo central hacia la puerta. La puerta estaba ya ardiendo, y Alejo la atravesó locamente entre las lenguas de las llamas que recorrían su cuerpo como jugueteando con su víctima antes de devorarla. Cuando llegó al portal de la calle, su figura de salvador, destacándose sobre el fondo rojo de la hornaza, tenía un aire fantástico; vagamente, él mismo percibía entonces su semidivina belleza.

El público le aclamaba. Y él, avanzando entre la multitud sobrecogida de admiración y horror, condujo su dulce carga á una sala próxima, donde se había improvisado un dispensario. La cantante, con pocos esfuerzos, recobró sus sentidos. Pero su salvador, que todos buscaban con ansiedad para presentarlo al agradecimiento de la que por él acababa de ser arrancada á una muerte infernal, había desaparecido.


* * *


Marchó, marchó, al azar de las calles humildes, bajo la noche. ¿Qué extraña claridad alboreaba en su alma, dorándola cómo una nueva y desconocida mañana? La ola de heroísmo le había perfumado como un sahumerio, y se sentía confortado con aquel vino generoso bebido por primera vez. ¿Acaso no era aquel el camino de su verdadera y nativa actividad heroica, desbordante como un río? Ahora lo comprendía. Su acción de aquella noche, aquel desborde de sí mismo en una copa de ofrenda para los demás, era un momento capaz de vengar y rescatar centurias de esclavitud, pagando con moneda de rey la injuria secular sufrida por su casta de esclavo...

Caminó errabundo hasta el pie de una montaña llena de abismos. Escaló instintivamente las rocas abruptas. Llegó al borde de un precipicio, y sacando el instrumento de muerte que con minucioso cuidado fabricó, lo arrojó á la hondonada negra... Como un relámpago, la explosión iluminó las tinieblas; el estampido retronó, poderoso, en los ecos nocturnos. Después, el silencio.

Y Alejo, retornando á la ciudad, bebía en el aire de la madrugada el sorbo del heroísmo.

Flor de olvido

Boceto para un “film“

I

Crióse en la montaña, entre peñascos y encinas. Sus padres tenían en arriendo la Cueva, pequeña porción de tierra que apenas les daba para vivir, oculta entreriscos, en el corazón de la sierra. Descalza, con las crines al viento, la faldilla hecha un pingo, mostrando la pierna curtida por el sol, saltaba como un chivo, de peña en peña. En dos horas de camino á la redonda de su casucha no había otra morada. Juana, en medio de aquella soledad, creció como una salvaje. No sabía que hubiese en el mundo otras personas que sus padres, su hermanito pequeño y un porquerizo de siete años traído de la villa para cuidar la pobre manada de cochinos que hozaban entre las bellotas caídas del encinar.

Las noches, en aquellas alturas, tenían una infinita paz, que penetraba vagamente aquella alma primitiva y rústica. Bajaba del cielo un silencio elocuentísimo. Ella había aprendido á conocer las estrellas; y muchas veladas, tendida sobre el poyo de la puerta, canturreando, su mirada se perdía en la bóveda serena é iba siguiendo el vuelo imperceptible de las constelaciones ó la carrera sin fin de las nebulosas. El aura nocturna le acariciaba mansamente las greñas que le caían sobre los ojos, cabellos de un rubio de estopa, ensortijados ásperos como un vellón.

La luna ejercía sobre ella un gran encanto, como si despertase en su pecho no sé qué misteriosa transmigración de antiguas hechiceras. No veía sólo en el disco divino la apariencia vulgar de una cara redonda, como la de un pastor joven, sino una amiga esperada, una confidente sin palabras. Falta de compañeras, la niña no podía bailar a la claridad blanquísima la danza lunar de las criaturas de aldea, en la calleja humilde ó sobre la era, trepidante aún de la trilla y oliente á las mieses simbólicas. Pero sentía la luz de aquel astro infundirle en las carnes un nuevo espíritu, envolverla en una ola de voluptuosidad incomprendida. Una noche, por el impulso de una tentación extraña que no podía entender, desvistióse sobre una roca, y exponiendo como una ofrenda á la diosa lejana su desnudez impúber bajo el rayo ferviente, se sumergió en él como en un baño de delicia jamás sentida. La claridad era un amplio beso sobre la blondez de aquellas formas en capullo. Enhiesta sobre el peñasco, destacándose en aquel ciclo de noche placidísima, parecía un Eros, dominando la tierra. Tal vez, obscuramente, adivinaba en aquel acto un espasmo prohibido, y encontraba en él la sensación deleitosa de una imaginada condenación.

Y así fué creciendo. Abrióse, como una flor purpúrea, su adolescencia. Su pecho fué alzándose como una marea creciente. Un fuego desconocido rebullía en su cuerpo. Subía en ella la savia de una ardorosa primavera. A veces, por la noche, insomne y febril, abiertos los ojos en la tiniebla, entreviendo fantasmas imprecisos y quiméricos, sentía su alma sabática una sed de bebidas ignoradas.

Sobre el terruño familiar caía un sol de estío. Asomándose á la llanura veíase la innúmera extensión de las gavillas, semejante á un rebaño inmóvil, con una tonalidad rojiza de cabelleras rústicas, como la de Juana. La joven, con los rizos mariposeantes sobre las sienes, bajo un gran sombrero de palmas, las enaguas bermejas levantadas hasta la rodilla, los pies descalzos, el talle en blanca camisola, que al azar de los movimientos descubría la sombra de su carne bruna entre los senos, dejaba por un momento su trabajo, alzaba la testa sudorosa y, con la vista extraviada en las lejanías, ensoñadora, contemplaba el eterno no sé qué de las juventudes, en placentera pérdida de toda sensación; se incorporaba á la Naturaleza, tornábase una cosa, una rama de aquellas higueras que desbordaban por las heridas de su tronco henchido, ó una de aquellas espigas rubias que se rendían bajo el peso de los granos, ofrendas en un invisible altar.

Ella, la pobre, no se sentía digna de gozar las grandes apariciones, aquellas Vírgenes de manto azul que en el claro de las selvas madres sorprenden á las jóvenes escogidas y les hablan con voz fraternal, transmitiéndoles el secreto profético y convirtiéndolas en iniciadoras de futuras y nuevas adoraciones. Pero sentía subir del surco removido y de la tierra ungida por las lluvias una emanación de vida que los otros no perciben, un vaho fecundo y vigoroso, el sahumerio místico del amor. Con los brazos caídos, la vista fija, un extraño desfallecimiento la invadía; el corazón le palpitaba sonoramente; la mirada se le enturbiaba; palidecían sus mejillas; volvíanse terrosos sus labios; temblaba de pies á cabeza, sacudida por un viento misterioso; y á punto de caer como un plomo, agobiada por aquel espíritu que se infundía en el suyo, un gran estremecimiento la retornaba.

II

En mitad de una ladera, no lejos de la casita, abríase la boca de una gruta inexplorada. Juana, con inconsciente audacia, se había aventurado más de una vez en aquellas profundidades tenebrosas. La cueva virgen había revelado sus secretos á aquella otra virgen que penetraba en el misterio de la tierra como en un reino familiar. Diríase que algo superior á la casual contingencia ofrecía á Juana el dominio de aquel antro de maga primitiva. Alumbrábase la moza con antorchas silvestres, que formaba retorciendo hierbajos resecos por el sol. Aquella luz fulguraba siniestramente en las honduras desconocidas, danzaba removiendo sombras bajo el dosel de las innumerables estalactitas, en las que relucían como gemas las gotas expectantes; sacaba reflejos del lago inmóvil y terso, que se perdía en un recodo que nadie pasó jamás, sobre el cual parecía dibujarse, á veces, la estela de la barca suprema... ¿Qué obscuras ascendencias obraban entonces sobre el alma de Juana? La cueva parecía, ante ella, el oculto refugio de los aquelarres.

Una tarde, Juana, vagando por el interior de la inmensa gruta, creyó haber oído, á través de un muro granítico, desesperados lamentos. Un calofrío de terror la sacudió; por unos instantes quedó inmovilizada y jadeante. Luego huyó hacia la salida, sin volver la vista, creyendo sentir tras ella un galope de espectros, ó en sus hombros la sensación de una garra invisible. La antorcha temblaba en sus manos, aumentando á su entorno la ficción de la danza de fantasmas gigantescos. Pero Juana se repuso rápidamente; y un nuevo impulso, una generosidad desconocida y reconfortante, la obligó á penetrar de nuevo en la negra hondura, hacia el sitio donde habían sonado las voces desesperadas y gimientes. Pronto volvió á percibirlas más angustiosas todavía. Parecían sonar más allá de los lugares accesibles, como si saliesen del vientre de la tierra. Pero una rendija abierta entre dos pilastras le franqueó el paso á una sala donde nunca había penetrado. Una blancura purísima la deslumbró. Altas columnas erguían su talle esbelto y se abrían como palmeras, abrazando á modo de arcadas góticas el ámbito de un templo que hasta entonces nadie profanó jamás. La joven alzó en su mano la antorcha, y su figura se alzó coronada de fuego y luz. Su gesto renovaba la gracia ancestral perpetuada en los mármoles clásicos. Al azar de su movimiento, uno de sus senos desbordó; y al cubrirlo de nuevo, su convexidad de copa le rebotó entre los dedos como un pájaro, y descubrió su piel obscura, aterciopelada como un albérchigo, tenuemente venosa como un alabastro.

Ante ella, en una hondonada, dos formas extáticas y mudas la contemplaban. Juana acercóse á ellas. Eran un hombre y una mujer. Su porte los revelaba como extranjeros. Jóvenes ambos; ella era rubia, el talle y el color espigados, alta y esbelta; mostraba él un torso atlético y su cabeza se orlaba con la caída armónica de largas guedejas obscuras.

Las dos jóvenes, por un movimiento impulsivo, se abrazaron. La extranjera no encontraba fórmula para expresar su gratitud. Ni una ni otra dominaban la lengua en que se veían forzadas á entenderse; pero el balbuceo era más expresivo que todos los discursos.

Juana los condujo á la salida. La luz y el aire libre fueron para los dos extranjeros un segundo nacimiento. Diéronse á conocer. El era un pintor francés, Augusto Lenormand que había venido á la isla atraído por sus maravillas. Ella era su esposa, la compositora Berta Gervais. Aquella tarde, vagando por el campo, se habían atrevido á entrar, sin guía, en las cavernas, y pronto se habían extraviado en aquel laberinto.

Juana y la pareja de artistas, á pesar de la profunda divergencia de educación y temperamento, sintiéronse ligados por una simpatía cordial. ¿Qué mejor guía podían encontrar? Vagamente les parecía ver en ella algo así como la personificación del genio de la isla, graciosa y dulce, con la depurada feminidad de una diosa...

III

Juana, pedida á sus padres por Augusto y Berta, quedó al servicio de los dos extranjeros. Con Juana recorrieron las cercanías admirables, extasiándose ante la transfiguración que bajaba del cielo sobre las montañas en la hora ambigua de los crepúsculos, consorcio del día con la noche. Visitaron, ya con seguridad, toda la cueva; y en el lugar mismo donde Juana les había traído la salvación, Augusto se entretuvo en contarle, en forma adecuada á su inteligencia primitiva y virgen, el mito de Ariadna. El artista hallaba en esta explicación un placer desconocido. ¿No había en aquella joven de líneas puras una misteriosa reencarnación de la propia virgen cretense? El encanto del lugar comunicaba al pintor una sugestión penetrante y vivísima. ¿No sería aquel el sentido inmortal de las grandes revelaciones? ¿Habría en aquella contingencia de su trágico extravío en la cueva un privilegio de artista concedido á él para que el mito pudiera revivir en aquella isla clásica?

Desde entonces fue una modelo excepcional y simbólica para el pintor. Destacando sobre el fondo mágico de la isla, la joven payesa surgía como su trasunto humano, como su «feminización». Augusto la pintó sobre la roca de la cueva, levantando su antorcha salvadora; la pintó erecta sobré la proa de la barca en que recorrieron la costa brava, bordeando las cuevas llenas de resonancias perdidas en oquedades sin fin, entre cuyas aguas parecían flotar cabelleras verdes. Bandadas de palomas silvestres se levantaban al batir de los remos, bajo la mole de los promontorios, que avanzaban como esfinges. Caía del cielo sobre las calas una gran sombra negra...

En una de esas tardes, al golpe de una racha imprevista, Juana lanzó un grito despavorido y se hundió en el mar. Augusto se arrojó tras ella. El marinero que conducía la barca hubo de sujetar fuertemente á Berta, que, dando alaridos de horror, quería seguir á su marido. La escena fue rápida y bella. Los dos cuerpos desaparecieron bajo las aguas; una angustia suprema pasó, como violenta palpitación del tiempo. Pero pronto vióse emerger á Augusto sosteniendo en brazos el cuerpo desmayado de Juana, cuyos cabellos desenlazados, se removían entre las olas, á modo de medusas. Las ropas, ceñidas al cuerpo esbeltísimo, lo modelaban como un torso de divinidad marina, con palidez marmórea. Parecía la diosa protectriz caída de una antigua proa de navio helénico, al azar de primitivas travesías.

Juana, ya en el fondo de la barca, retornó á la vida en brazos de Berta. Y su primera mirada, al cruzarse con la de Augusto, refulgió con extraño centelleo... En el contragolpe violentísimo de su terror latía una oculta complacencia por deber su salvación al hombre que por ella arrostró el peligro. Y Augusto sentía en su acto la devolución del gesto salvador de Juana en la cueva. En adelante, uno á otro se deberían la vida, y esa compenetración los enlazaba como una mutua maternidad... Pero en los ojos de Berta relució, al mismo tiempo, un relámpago de recelosa ira, como una revelación.

La fiesta de la aldea ofreció á Juana un nuevo marco para su belleza representativa y fascinadora. Bajo la noche cálida, en la plaza flameante de antorchas y tederos, salió á bailar las danzas populares de su estirpe, henchidas de prestigio extraño y ritual, cómo restos incomprendidos de viejos cultos. Una estridencia de ingenuas tonadas ritmaba los movimientos de la danzarina, en la tosquedad primitiva de la dulzaina, la flauta y el tamboril. Augusto, flor de artificio brotada en las metrópolis caducas, bebía como un filtro de nueva juventud la gracia inefable de aquella danza. Humeaban las fogatas como piras de ofrenda, y el perfume de la leña resinosa traía una sugestión inmemorial de sacrificios.

Berta, en silencio, devoraba la creciente amargura de sus celos.

IV

Pocos días después, Juana les guiaba, á través de la sierra, á las alturas de un santuario lleno de leyendas infantilmente piadosas. El camino bordeaba despeñaderos enormes. Las montañas enlazaban sus sombras gigantescas hasta perderse en lontananzas cubiertas de pinos y encinas. Remansos de agua inmóvil dormían entre los barrancos, y en el fondo se miraban, desde el infinito, las estrellas.

Pernoctaron en una hostería humilde, sobre una ruta de contrabandistas. Allá, en lo hondo, se recortaba la costa, erizada de cantiles; subía de ella el golpear de las olas y el hervidero de las espumas. Berta, rendida de cansancio, se acostó. Augusto quedóse contemplando la noche, profunda y sonora, sobre la cual descendía la interrogación profética del creciente.

De pronto, una sombra se recostó sobre la miranda de la hostería. Era Juana. Augusto sintió la sacudida de un impulso irresistible. Su pecho batió fogosamente; la tentación le penetró como una sagrada embriaguez. Y acercándose á la joven, bajo la noche confidente y propicia, deslizó en su oído las palabras alucinantes:

—Juana, Juana, ¿por qué resistir ya? Uno á otro nos hemos salvado de la muerte, uno á otro debemos darnos la vida. Yo te ofrezco llevarte á un mundo que tú no conoces, donde te espera la felicidad para que has nacido, sin sospechar tu verdadera naturaleza... Tú eres una mujer desterrada en un país que no es el tuyo, y yo vengo á darte la libertad y á devolverte esa patria que has perdido sin saberlo...

En el alma primitiva y sencilla de Juana la tentación tomaba formas ambiguamente fascinadoras. En una lontananza imprecisa, se le ofrecía la extensión luminosa del mundo desconocido; un esplendor de vías triunfales y resonantes se abría ante sus pasos, y ella avanzaba, apoyada en el brazo de su libertador... Aquella era la Montaña de la Tentación, y desde su cumbre sonaban al oído de Juana las palabras diabólicas, ofreciendo el amor y la plenitud de vida á cambio del pecado, con la dulzura inmortal de la fruta paradisíaca... Los humildes vestidos de Juana, como bajo la varita del hada de Cendrillón, se transfiguraban en una riqueza no soñada de ropajes deslumbradores. El mar, á lo lejos, parecía abrir la estela de una nave imaginaria y suntuosa...

Pero algo le decía que era una engañosa ilusión aquella fantasía. El encanto que había ejercido sobre Augusto, ¿podría persistir cuando estuviese separada de su marco habitual, de aquella isla que se había encarnado en ella como un trasunto humano de la divina Naturaleza? ¿Sobreviviría ella, con la integridad de su belleza, á su transplantación desde el bosque nativo á los jardines artificiales y cloróticos de la gran ciudad febril? ¿Hasta qué punto el artista se había enamorado de ella, y no de la tierra mágica que la rodeaba, no sabiéndose bien si era ella misma quien completaba esta tierra maravillosa, ó si era la isla quien complementaba su belleza genuina de mujer?

Además, una honradez instintiva y fundamental la llenaba de repugnancia por la traición. ¿Cómo podría decidirse á causar la desdicha de la mujer que á pocos pasos de ellos reposaba? No. Tímidamente, poniendo en sus palabras trémulas la honda vibración de su alma amorosa, consciente de su renuncia, Juana rehusó.

—Escuchad —le dijo—; no continuéis ni levantéis la voz en esta soledad, porque alguien que no sospecháis podría oiros... Si pasáis aquí la noche, acaso veréis subir de esos barrancos el espectro de la Bella Dama, que muchos caminantes han encontrado por ahí. Algunos de ellos han muerto de terror. ¿No sabéis quién fué la Bella Dama? Yo os lo contaré. Hace muchos, muchísimos años, un matrimonio iba en peregrinación al Santuario de la Virgen. El marido, hombre tosco y brutal, estaba enamorado de otra mujer, y al llegar á uno de esos miradores, en un recodo del camino, despeñó á su esposa en el precipicio. Pero el remordimiento le asaltó en cuanto hubo cometido su crimen. Espantado de sí mismo, subió como un loco hasta el Santuario para implorar de la Virgen el perdón imposible; y en el momento de arrojarse á los pies de la divina imagen, lívido y sollozante, encontró postrada ante la Virgen, sana y salva, á su propia mujer... La Virgen la había recibido en sus brazos al caer en el abismo. La esposa pasó el resto de su vida en un convento, consagrada á rescatar con su propia penitencia el crimen de su marido. Y se cuenta que por estos parajes se la ha visto pasar, de noche, cuando sube al Santuario á renovar su gratitud eterna y su oración de penitencia, que no terminará jamás...

Dejando á Augusto bajo la impresión de estas palabras, Juana entró en la hostería y se recluyó, agitada y llorosa, en su pobre aposento.

V

Llegaron al Santuario. Augusto encontró, en la austera grandeza de aquellos lugares, asuntos admirables para su inspiración. Pero su inquietud aumentaba, obligado á devorar su pasión en la soledad, y constreñido al tormento de disimular, entre Berta y Juana, su fuego interior.

Una tarde, Augusto y Berta se arriesgaron á subir hasta uno de los riscos que coronaban el viejo Santuario. En la estrecha meseta, contemplaban los valles inmensos y feraces. La gradación de las vertientes hasta el mar. Un aura de serenidad y paz bajaba del cielo en aquella hora ferviente. Pero en el almá tormentosa de Augusto germinaba la tragedia. Sentía, como por la infusión de un incubo, que el alma se le enajenaba y una fuerza extraña actuaba en él. ¿Acaso se le había contagiado el espíritu feroz del marido de la Bella Dama, á través de la propia narración inocente de Juana? Berta, inmóvil sobre mi picacho, al borde del abismo, contemplaba en silencio la inmensidad, divagando entre la amargura y el ensueño. Crecían las sombras; subía la noche desde los valles en éxtasis, adorantes. La luna, cerca ya de su plenitud, vertía en las cañadas su luz como una unción divina. Pero Augusto, ciego, frenético, sentía la suprema impulsión de su crimen...

Súbitamente, la luna se ocultó; esfumáronse los valles en una luz neblinosa y Augusto vió con terror, allá en lo hondo del barranco, una sombra de mujer trepando por la vertiente. ¿Sería ella, la Bella Dama, que acudía á los pies de la imagen sagrada para continuar su oración interminable, en expiación del ajeno delito? ¿No iría también á orar por el delito que estaba á punto de cometerse de nuevo en aquellos lugares mismos que ella regó con su sangre?

Avanzaba la sombra por la estrecha y peligrosa vereda; se acercaba al repecho en que los dos artistas se encontraban. Augusto, serenándose, respirando ampliamente, la reconoció. Era Juana; Juana, que, inquieta y recelosa, acudía á buscar á los excursionistas, creyéndoles de nuevo extraviados en las quebraduras de la sierra. ¿Sintió además un secreto aviso en su corazón, vibrátil á todas las emociones?

Regresaron á la luz de la antorcha guiadora que nuevamente levantaba en sus manos la joven. Pasaron entre las breñas, avizorando a lo lejos el amontonamiento caótico de las montañas y las dispersas lucecillas de los caseríos.

Un momento, inclinando su antorcha hacia fuera, Juana señaló un despeñadero.

—Por aquí —dijo— se precipitó una joven que se mató por amor. Y dicen las gentes que desde entonces nace en esas rocas una flor encarnada, teñida en la sangre de aquella mujer... El perfume de esa flor tiene la virtud de curar las pasiones más fuertes y de hacer olvidar... La llaman flor de olvido...

Llegaron al pueblecillo. Aquella noche Augusto apenas durmió. Levantóse con el alba; subió, con su ajuar de artista, á una altura cercana, y buscó en la pintura el apaciguamiento y la serenidad perdida. Estaba agobiado por el hundimiento de su sentido del bien; por el contagio de una brutalidad para la cual se creía indemne; por el despertar de una bestia interior que él desconocía y que dormitaba en él como legado de vagas ascendencias.

De repente, como en la noche anterior, vió con espanto la figura de Juana trepando por las peñas bravias en dirección al pico que mostraba en su flanco inaccesible la mata roja de la leyenda, la planta en que brotaba la flor del olvido...

Augusto, jadeante, loco, iba siguiendo la ascensión inverosímil de la muchacha. A cada momento le parecía verla vacilar, perder pie, caer y destrozarse en las hondonadas pedregosas. ¿Recibirían las flores un nuevo rocío de sangre, para colorear sus pétalos de una púrpura regia y adquirir valores nuevos de leyenda y virtud mágica? Las manos de Augusto, impotentes, trémulas, se tendían hacia la lejana visión como queriendo recibir el cuerpo delicioso pronto á desplomarse. La propia imposibilidad de todo auxilio clavaba los pies de Augusto en la tierra y le condenaba á presenciar desde lejos la inminente tragedia...

Pero al fin Augusto pudo sacudir su terror. Lo abandonó todo y lanzóse hacia el camino que subían las vertientes. Corría desolado, ardoroso, estallándole el corazón en violentos latidos. Los recodos de la vereda le ocultaban el sitio por donde subía Juana. Grandes ramajes que se tendían desde lo alto encubrían la visión de las simas... ¿Qué habría pasado? ¿Se habría consumado la horrible caída? ¿Iba á distinguir Augusto en el fondo de las torrenteras el cuerpo sangriento de la joven?

Marchó durante mucho tiempo. Sin aliento ya, extraviado en su ruta, iba á tenderse en tierra, prefiriendo ignorar... En aquel instante oyó pasos que hacia él se dirigían. El camino que bajaba de las cumbres formaba allí un recodo. Y Augusto, absorto, extático, vió de pronto avanzar hacia él la figura gentilísima de Juana. Una sonrisa inefable iluminaba su rostro. Sus mejillas se encendían por el esfuerzo, aunque el corazón se hubiese mantenido indiferente al peligro; centelleábanle los ojos con el rubor del propio heroísmo... Sin hablar, tendió su mano á Augusto, en la cual mostraba un gran ramo de flores silvestres de un rojo vivísimo... Augusto, como obedeciendo á un impulso ajeno á su voluntad, tomó una de las flores; la acercó á sus labios; la besó, después, con triste y significativa lentitud, como quien sorbe un filtro de muerte, aspiró largamente su fragancia... Parecióle que ese aroma le restituía á las purezas primitivas...

Juana, sin decir palabra, siguió su camino hacia el pueblo. Augusto, largo tiempo inmóvil, regresó también. Abajo, en su casita lugareña, encontró á Juana y á Berta en plácida armonía, conversando junto á la puerta, al beso del sol. Berta mostraba sobre su corazón la mancha roja, de las flores ungidas de heroísmo... En un jarrón de arcilla rústica y graciosa, sobre la mesa familiar, Juana disponía el resto de sus flores, sobre cuyos matices de fuego habían posado su eterna sombra gemela el Amor y la Muerte.

VI

A los pocos días Augusto y Berta dejaban la isla encantadora. Juana los acompañó hasta la cercana villa, desde donde marcharían al puerto de embarque. En el momento de la despedida. Berta abrazó fraternalmente á Juana, y las dos confundieron sus lágrimas. Augusto, al estrechar la mano de la joven, no pudo reprimir un casto impulso de reconocimiento; y acercándola á sus labios, besó delicadamente aquella mano que le había salvado de la muerte y del crimen.

Y mientras se alejaban definitivamente, vieron, hasta el primer recodo del camino, á Juana que se erguía á lo lejos, saludándoles; su figura destacaba sobre el cielo, al aire los cabellos rubios, como la encarnación de su isla maravillosa.

Caballería bárbara

Hablábamos á la sombra de un parral henchido de racimos, en la terraza de un cortijo de mi país. Ante nosotros, un paisaje espléndido. Montañas azuladas dejaban entre ellas una sierra abierta sobre el rojo encendido de aquella hora crepuscular, sugiriendo la belleza de valles desconocidos. Al pie de la loma donde nos hallábamos serpeaba el cauce de un torrente, orillado por una hilera de robles. Molinos de viento, inmóviles, se erguían sobre otro montículo cercano; y allá lejos, blanca, luminosa, tendíase la villa.

—Figúrate —continuó— que una mañana, bajo aquel sol de Cuba, salíamos del poblado. A cosa de un kilómetro lejos de las últimas casas, nuestras avanzadas nos trajeron dos prisioneros. Eran dos negros, uno de ellos alto, musculoso, fornido: el otro, de media estatura, pero de perfil mucho más inteligente y noble.

Llevaban carabinas, cartucheras, machete. Presentados al cuartel general, fueron intimados en forma:

—¿De qué partida sois? ¿Dónde operan los vuestros? ¿Dé dónde venís y adonde vais?

Los dos prisioneros, doliéndose un poco, desviando la vista, dijeron, con aquel tono gangoso y plañidero tan característico:

—Somos gente pacífica, trabajadores del campo... Tenemos las armas para defensa... Ya ustedes lo saben; aquí es preciso estar alerta... Hay mala gente... No hacemos mal á nadie...

El general, como si nada hubieran dicho, repitió la pregunta:

—¿De qué partida sois? ¿En dónde están los vuestros?

Pero los dos insistieron en las mismas vaguedades mal simuladas, inhábiles del todo.

—Está bien. ¿No queréis decir de qué partida sois? Pues ya sabéis: las cosas claras. Si lo descubrís, yo os prometo, yo os garantizo la libertad inmediata. Si no lo reveláis, seréis fusilados sin remisión. En marcha; os concedo media hora para pensarlo. Idos.

Doblando la cabeza, los dos marcharon al frente de la columna, entre fusiles. Por instantes, el cubano atlético, de reojo, miraba furtivamente á su compañero, y la vista le brillaba con extraño recelo... Pasó un cuarto de hora.

De pronto, uno de los prisioneros, el más alto, solicitó hablar con el jefe de la columna. En el acto le fue concedido.

—Escuchad —dijo—. No más disimulo. Yo os diré, á qué partida pertenecemos. Pero con una condición. Ya veis que si los míos llegaban á saber que les había traicionado, me matarían. Y ser fusilado por vosotros, ser fusilado por ellos, el mal es el mismo para mí. Vosotros me daréis la libertad; pero yo no sé cuál será la suerte de mi compañero. Y él podría descubrir á los demás mi traición. Pido, por tanto, que antes lo fusiléis en mi presencia. Tan luego como lo vea muerto, sabréis de mí cuanto queráis.

El general no vaciló un momento:

—Que fusilen en seguida al otro.

El desgraciado fué conducido á un rincón de la manigua; seis mausers apuntaron á su cuerpo medio desnudo, y pronto cayó en tierra con el pecho abierto por heridas de las que manaban borbotones de sangre humeante. Cayó sin hablar una sílaba, sin alterar la expresión de la cara. La muerte, en aquellas tierras y en aquel campo, era un accidente previsto, sin importancia, un azar de las horas, una ocurrencia del día. Cosa corriente, acostumbrada.

El compañero asistió, impávido, á la terrible escena. Contempló un instante el cuerpo caído, y viendo que un vago temblor removía aún la pierna derecha, dijo:

—No está bien muerto.

Un soldado, lívido, se acercó y con manos inseguras colocó el cañón de su mauser sobre una oreja del moribundo. Disparó. La cabeza se deshizo y la masa cerebral, repugnante, salió de la horrorosa abertura. Ni un estremecimiento en aquel cuerpo miserable.

—¡Alí! Ya puedo decíroslo. No estaba bien seguro de que mi compañero dejase escapar, por amor cobarde á la vida, el secreto que tratábais de arrancarme. Ahora sé cierto que no podrá hacerlo nunca. Y de mí no saldrá, por tormentos que me deis. No es un traidor, como os creisteis, el que está frente á vosotros. ¡Viva Cuba libre!

Un sin fin de brazos, febriles de matanza, le cayeron encima. Fue empujado á un rincón, y pronto su cuerpo poderoso, deshecho á machetazos, quedó abandonado á la presa de los cuervos y de las auras.

Yo callaba. Pero un calofrío intensísimo me removió. Y la sublimidad épica de aquel salvaje heroísmo me sugirió, una vez aún, la bárbara grandeza de los caudillos de las guerras libertadoras, poetas ó creadores de una patria, de una independencia y de una historia.

Bajo la parra en fruto, los racimos colgaban sobre nuestras cabezas en regalos de vida. Una brisa de estío, deliciosa, pasaba.

Los últimos días de Ben-Kaddor

El aduar estaba arrinconado detrás de un montículo á la vera de un riachuelo. Mi amigo Ibralrini-Ben-Kaddor me había invitado para la hora del crepúsculo. Me esperaba á la puerta de su pobre casucha.

Allá fuera, bajo el cielo implacable de verano, Tetuán, la Profanada, blanqueaba como un gran lienzo tendido. Mi llegada suscitó la curiosidad de las criaturas del aduar. Pies desnudos, de carnes morenas, que adivinaba á través de las chumberas, me envolvían saltando sobre el polvo inmundo. Una muchacha que, recostada sobre un lebrillo, mostraba sus hombros de esclava, se incorporó á mi paso, cubriéndose la cara con su manto, maquinalmente pudorosa. Unos hombres que sacaban agua con un cubo de palanca, ni siquiera volvieron la vista, indiferentes á mi profana intrusión.

Ibrahim-Ben-Kaddor era un antiguo amigo mío, pero no nos conocíamos todavía más que por escrito; repetidas veces habíamos cambiado nuestros comentarios sobre los viejos textos religiosos, y habíamos después encontrado las identidades de los principios á través de la vana divergencia exterior de las formas literales.

Nuestras manos se juntaron y las llevamos después al corazón, á los labios. Entré bajo el techo del buen amigo, y me descalcé para ser admitido sobre el tapiz de su pequeña cámara. Afuera no se sentía otro rumor, en la paz de la tarde, que el trote juguetón de las bestias que regresaban de la faena.

—Vengo á ofrecerte, Ben-Kaddor —le dije— mi desagravio personal por una guerra que se os hace contra la voluntad de casi toda mi nación. No sé qué misteriosas diplomacias, qué imperios ineludibles han llevado á mi país á una acción que se acepta como una divina calamidad, presente de Dios.

Ben-Kaddor extendió la mano silenciosamente; señalaba fuera, en donde la planicie, reseca, ávida, se perdía hacia Oriente.

—Tú no sabes —me dijo— lo más doloroso para mí en esta guerra. Bien sabes que soy lo que vosotros mismos hubiérais llamado, en otro tiempo, un «afrancesado». Es que yo hubiera querido encontrar la manera de abrir el sentido nacional estrechísimo de mi raza y romper los sellos del sagrado Libro, para ofrecerlo al comentario de todos los pueblos; hubiera querido unir mi país al mundo y franquear las puertas á vuestra libertad para aclimatarla en nuestro jardín. Y ahora me encuentro con que vosotros justificáis la opinión de nuestros santones, de nuestros patriotas, de nuestros irreductibles. ¿Cómo queréis que reconozca la libertad entre la hoguera de las razzias? ¿Cómo podría dejar de señalar la diferencia entre mi «europeísmo» (que diríais vosotros) y el de los musulmanes traidores que nos hacen la guerra según los procedimientos mismos que vuestra intervención habría de desterrar para siempre? Mira. ¿Ves allá, sobre aquella Kubba, negrear un terrero? Es el solar de una kabila destruida. Renuncio á contarte el espanto de aquella devastación; renuncio á decirte los episodios de matanza en esta guerra, donde apenas hay heridos ni prisioneros, como tú mismo sabes... Puede ser que tú mismo no pudieras contar en tu país de libertad lo que yo te diría... Pues bien: yo me he visto forzado, en conciencia, á aprobar y enaltecer el heroísmo en que ya no creía; el heroísmo defensor de una fe que ya no es la mía, de una tradición que abomino, de un pueblo que me miraba recelosamente, como un traidor, como un espía, como un bandido... Los tuyos me han convertido á la causa de los otros, y ya no queda en mí otra cosa que la amargura del ideal desaparecido...

—Ben-Kaddor —le respondí—, ¿no ves compensada esa tristeza tuya con la tristeza mía, cada vez que me llega la noticia de las grandes fatalidades de tu pueblo? A veces hasta me parece que quisiera morir con los tuyos bajo la razzia, por un culto que tendrá siempre la suprema excusa de una superioridad en pureza y en espíritu sobre el culto de los míos; por una causa que tendrá siempre la gran excusa de la crueldad con que fue batida y exterminada...

Un niño, de ojos dulces y vivos, se detuvo ante nuestra puerta, mirándome entre asustado y receloso. Me acerqué á él con toda la ternura posible, alargándole unas monedas; después, alzándolo en brazos ante Ibrahim, le besé en la frente, ofreciéndolo á la paz divina de aquella hora.

—Ibrahim: que este muchacho, en quien alienta todavía el porvenir de tu raza, sea testigo inocente del fervor con que te ofrezco mi alma, para que tú y él me perdonéis mi parte de culpa original debida á mi raza, debida también al enorme error de la civilización... Los ideales mueren, pero no eclipsan la belleza de las grandes bondades, de las fraternidades selladas bajo la tienda, como esta nuestra, en los linderos de tu imperio moribundo.

Mis dedos acariciaban los cabellos del muchacho que me miraba sin comprender. Ben-Kaddor me estrechó la mano y lloró calladamente. Después, llegada la hora ritual, abrió las manos á Oriente y por dos veces besó la tierra. Llegaba hasta nosotros el yu yu de las mujeres en un morabito próximo. Gorjeaban las golondrinas, indiferentes, en tornó á las tumbas de un pequeño cementerio, sobre cuya tierra, repleta de cadáveres, había matas de trigos y copas de agua ofrecidas á los pájaros. Encima de nosotros, que sentíamos el silencio evocativo, pasaba la gloria de las gracias inefables, que todo lo rescatan y todo lo hacen perdonar...


* * *


Seis días después, Ben-Kaddor, el pacífico, el docto, el bondadoso, que había descolgado el fusil de sobre su cama, moría estoico y frío, pero heroico, entre el asolamiento de su aduar humildísimo, por una causa en que ya no podía creer.


Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
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