Nuestras manos se juntaron y las llevamos después al corazón, á los
labios. Entré bajo el techo del buen amigo, y me descalcé para ser
admitido sobre el tapiz de su pequeña cámara. Afuera no se sentía otro
rumor, en la paz de la tarde, que el trote juguetón de las bestias que
regresaban de la faena.
—Vengo á ofrecerte, Ben-Kaddor —le dije— mi desagravio personal por
una guerra que se os hace contra la voluntad de casi toda mi nación. No
sé qué misteriosas diplomacias, qué imperios ineludibles han llevado á
mi país á una acción que se acepta como una divina calamidad, presente
de Dios.
Ben-Kaddor extendió la mano silenciosamente; señalaba fuera, en donde la planicie, reseca, ávida, se perdía hacia Oriente.
—Tú no sabes —me dijo— lo más doloroso para mí en esta guerra. Bien
sabes que soy lo que vosotros mismos hubiérais llamado, en otro tiempo,
un «afrancesado». Es que yo hubiera querido encontrar la manera de abrir
el sentido nacional estrechísimo de mi raza y romper los sellos del
sagrado Libro, para ofrecerlo al comentario de todos los pueblos;
hubiera querido unir mi país al mundo y franquear las puertas á vuestra
libertad para aclimatarla en nuestro jardín. Y ahora me encuentro con
que vosotros justificáis la opinión de nuestros santones, de nuestros
patriotas, de nuestros irreductibles. ¿Cómo queréis que reconozca la
libertad entre la hoguera de las razzias? ¿Cómo podría dejar de
señalar la diferencia entre mi «europeísmo» (que diríais vosotros) y el
de los musulmanes traidores que nos hacen la guerra según los
procedimientos mismos que vuestra intervención habría de desterrar para
siempre? Mira. ¿Ves allá, sobre aquella Kubba, negrear un terrero? Es el
solar de una kabila destruida. Renuncio á contarte el espanto de
aquella devastación; renuncio á decirte los episodios de matanza en esta
guerra, donde apenas hay heridos ni prisioneros, como tú mismo sabes...
Puede ser que tú mismo no pudieras contar en tu país de libertad lo que
yo te diría... Pues bien: yo me he visto forzado, en conciencia, á
aprobar y enaltecer el heroísmo en que ya no creía; el heroísmo defensor
de una fe que ya no es la mía, de una tradición que abomino, de un
pueblo que me miraba recelosamente, como un traidor, como un espía, como
un bandido... Los tuyos me han convertido á la causa de los otros, y ya
no queda en mí otra cosa que la amargura del ideal desaparecido...
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