El aduar estaba arrinconado detrás de un montículo á la vera de un riachuelo. Mi amigo Ibralrini-Ben-Kaddor me había invitado para la hora del crepúsculo. Me esperaba á la puerta de su pobre casucha.
Allá fuera, bajo el cielo implacable de verano, Tetuán, la Profanada, blanqueaba como un gran lienzo tendido. Mi llegada suscitó la curiosidad de las criaturas del aduar. Pies desnudos, de carnes morenas, que adivinaba á través de las chumberas, me envolvían saltando sobre el polvo inmundo. Una muchacha que, recostada sobre un lebrillo, mostraba sus hombros de esclava, se incorporó á mi paso, cubriéndose la cara con su manto, maquinalmente pudorosa. Unos hombres que sacaban agua con un cubo de palanca, ni siquiera volvieron la vista, indiferentes á mi profana intrusión.
Ibrahim-Ben-Kaddor era un antiguo amigo mío, pero no nos conocíamos todavía más que por escrito; repetidas veces habíamos cambiado nuestros comentarios sobre los viejos textos religiosos, y habíamos después encontrado las identidades de los principios á través de la vana divergencia exterior de las formas literales.
Nuestras manos se juntaron y las llevamos después al corazón, á los labios. Entré bajo el techo del buen amigo, y me descalcé para ser admitido sobre el tapiz de su pequeña cámara. Afuera no se sentía otro rumor, en la paz de la tarde, que el trote juguetón de las bestias que regresaban de la faena.
—Vengo á ofrecerte, Ben-Kaddor —le dije— mi desagravio personal por una guerra que se os hace contra la voluntad de casi toda mi nación. No sé qué misteriosas diplomacias, qué imperios ineludibles han llevado á mi país á una acción que se acepta como una divina calamidad, presente de Dios.
Ben-Kaddor extendió la mano silenciosamente; señalaba fuera, en donde la planicie, reseca, ávida, se perdía hacia Oriente.
—Tú no sabes —me dijo— lo más doloroso para mí en esta guerra. Bien sabes que soy lo que vosotros mismos hubiérais llamado, en otro tiempo, un «afrancesado». Es que yo hubiera querido encontrar la manera de abrir el sentido nacional estrechísimo de mi raza y romper los sellos del sagrado Libro, para ofrecerlo al comentario de todos los pueblos; hubiera querido unir mi país al mundo y franquear las puertas á vuestra libertad para aclimatarla en nuestro jardín. Y ahora me encuentro con que vosotros justificáis la opinión de nuestros santones, de nuestros patriotas, de nuestros irreductibles. ¿Cómo queréis que reconozca la libertad entre la hoguera de las razzias? ¿Cómo podría dejar de señalar la diferencia entre mi «europeísmo» (que diríais vosotros) y el de los musulmanes traidores que nos hacen la guerra según los procedimientos mismos que vuestra intervención habría de desterrar para siempre? Mira. ¿Ves allá, sobre aquella Kubba, negrear un terrero? Es el solar de una kabila destruida. Renuncio á contarte el espanto de aquella devastación; renuncio á decirte los episodios de matanza en esta guerra, donde apenas hay heridos ni prisioneros, como tú mismo sabes... Puede ser que tú mismo no pudieras contar en tu país de libertad lo que yo te diría... Pues bien: yo me he visto forzado, en conciencia, á aprobar y enaltecer el heroísmo en que ya no creía; el heroísmo defensor de una fe que ya no es la mía, de una tradición que abomino, de un pueblo que me miraba recelosamente, como un traidor, como un espía, como un bandido... Los tuyos me han convertido á la causa de los otros, y ya no queda en mí otra cosa que la amargura del ideal desaparecido...
—Ben-Kaddor —le respondí—, ¿no ves compensada esa tristeza tuya con la tristeza mía, cada vez que me llega la noticia de las grandes fatalidades de tu pueblo? A veces hasta me parece que quisiera morir con los tuyos bajo la razzia, por un culto que tendrá siempre la suprema excusa de una superioridad en pureza y en espíritu sobre el culto de los míos; por una causa que tendrá siempre la gran excusa de la crueldad con que fue batida y exterminada...
Un niño, de ojos dulces y vivos, se detuvo ante nuestra puerta, mirándome entre asustado y receloso. Me acerqué á él con toda la ternura posible, alargándole unas monedas; después, alzándolo en brazos ante Ibrahim, le besé en la frente, ofreciéndolo á la paz divina de aquella hora.
—Ibrahim: que este muchacho, en quien alienta todavía el porvenir de tu raza, sea testigo inocente del fervor con que te ofrezco mi alma, para que tú y él me perdonéis mi parte de culpa original debida á mi raza, debida también al enorme error de la civilización... Los ideales mueren, pero no eclipsan la belleza de las grandes bondades, de las fraternidades selladas bajo la tienda, como esta nuestra, en los linderos de tu imperio moribundo.
Mis dedos acariciaban los cabellos del muchacho que me miraba sin comprender. Ben-Kaddor me estrechó la mano y lloró calladamente. Después, llegada la hora ritual, abrió las manos á Oriente y por dos veces besó la tierra. Llegaba hasta nosotros el yu yu de las mujeres en un morabito próximo. Gorjeaban las golondrinas, indiferentes, en tornó á las tumbas de un pequeño cementerio, sobre cuya tierra, repleta de cadáveres, había matas de trigos y copas de agua ofrecidas á los pájaros. Encima de nosotros, que sentíamos el silencio evocativo, pasaba la gloria de las gracias inefables, que todo lo rescatan y todo lo hacen perdonar...
* * *
Seis días después, Ben-Kaddor, el pacífico, el docto, el
bondadoso, que había descolgado el fusil de sobre su cama, moría estoico
y frío, pero heroico, entre el asolamiento de su aduar humildísimo, por
una causa en que ya no podía creer.