Campos de Tarragona

Gabriel Miró


Cuento


Viajaba Sigüenza en un humilde y cansado tren. Era por los campos de Tarragona, campos exultantes, jugosos y embebidos de azul. Está el azul en las frondas que parecen siempre mojadas, en los troncos, que aun los robustos y viejos son tan tiernos que Sigüenza creía que pudieran abrirse y zumar un verdor hecho luz; está el azul en la encendida tierra que tiene la color gloriosa de las ruinas. Está el cielo, el mismo cielo de la comarca de Sigüenza, redundando el paisaje, como la miel caliente que penetra en el pan. Se derrama la lumbre azul dentro de los colores, avivándolos, estremeciéndolos en sí mismos... Campos de Tarragona, todavía lejos de la costa, y a través de la pompa de oro pálido Y fresco de la retama, y en todo el aire, palpita la claridad del Mediterráneo. Y ese aire de gracia de antiguos horizontes deja en el sol de la mies y en la umbría del pinar la emoción y la blancura rubia del mármol hecho carne. Vemos nuestra angosta vida iluminada y agrandada por un antaño que sonríe con todas las sonrisas de las diosas desnudas. Tierra encamada, inagotable, alma tierra que nutre la olivera, ancha y solemne como un ara, y al lado está el cerezo, oloroso y herido de fruto; tierra milagrosa que da ardor al nopal y el delicioso frío al avellano. En los ribazos se abren las ascuas de los granados; sobre los panes se doblan de abundancia los almendros; de los huertos cerrados suben las palmas; la viña invade la llanura y la mansa cuesta de los alcores; los pámpanos velludos y lustrosos de las higueras se ayuntan con la rigidez de las encinas; los pinares bajan torrencialmente por la montaña, y los algarrobos, sacando sus garras de raíces de la besana, de los barbechos, de las laderas, caminan tercos y fuertes hasta el mar, y entre los peñascales se tienden rendidos calándose sobre los eternos confines azules.

Campos de Tarragona, hervor y almáciga de paisajes, tierra de olor caliente y bueno de madre limpia, grande y sana...

...Llegó el tren de Sigüenza a un pueblo abrupto, con muros almenados, prorrumpiendo de casas anchas y morenas. Olmos centenarios dejan su sombra y un alboroto de pájaros en la ventana de un aposento, donde quisiéramos leer un libro arcaico que nos parecería reciente. De cuando en cuando, saldría nuestra mirada como si quisiera contemplar en el silencio campesino el alma de sus gratos y sutiles rumores. Quizá se nos escapase de los dedos una página trémula, viva, aleteante por el vientecillo que viene cargado de olor de simiente, de árboles y de agua de riego de huertas.

Campos de Tarragona, hervor y almáciga de paisajes, tierra de olor caliente y bueno de madre limpia, grande y sana...

...Llegó el tren de Sigüenza a un pueblo abrupto, con muros almenados, prorrumpiendo de casas anchas y morenas. Olmos centenarios dejan su sombra y un alboroto de pájaros en la ventana de un aposento, donde quisiéramos leer un libro arcaico que nos parecería reciente. De cuando en cuando, saldría nuestra mirada como si quisiera contemplar en el silencio campesino el alma de sus gratos y sutiles rumores. Quizá se nos escapase de los dedos una página trémula, viva, aleteante por el vientecillo que viene cargado de olor de simiente, de árboles y de agua de riego de huertas.

La estación era nuevecita, vestida de uniforme de arquitectura ferroviaria. Este supremo alarifazgo, prescinde en sus fábricas o construcciones del fondo del paisaje y del lugar, y tiene por deber inexorable el rojo o ceniza de las fachadas y las «salas de espera», donde nadie espera nada, porque allí nos moriríamos de tristeza como en prisión.

...Sigüenza y un amigo de pulido espíritu y abandonada apariencia que le acompañaba pasearon por los andenes hasta los campos. Cerca vieron un sendero que corría entre macizos de retama florida.

Y el amigo, aspirando el aromoso aire, gritó:

—¡Sigüenza: qué olor a Corpus!

El Corpus de Cataluña huele a retama; el Corpus alicantino huele a rosas y romero, pero a rosas encarnadas, calientes; Sigüenza recogió la íntima emoción del suyo, porque diciendo Corpus se huele a campo que entra en la ciudad, campo interpretado, y porque Corpus es una palabra que tiene todos los aromas fundidos en una misma fragancia para todos los corazones, fragancia de la tristeza de las alegrías.

...Cuando volvieron a su departamento, un nombre alto, enjuto, de poderosas zancas y recias manos, descargaba atadijos, alforjas, cuévanos y cajas.

Le llamó una viejecita, preguntándole si era el recadero de Barcelona.

Sí que era el recadero. Para decirlo se asomó todo por la portezuela. Sigüenza le vio un lunar bravo, agreste, con un zarzal de cerdas en medio de la mejilla.

La buena mujer le hablaba con apocamiento y aflicción, y él la respondía bizarro y jocundo, recogiendo más cestos y encargos de las gentes.

Un recadero está dotado de la paciencia y memoria de un bibliófilo y del exaltado optimismo de un héroe. Vinieron otras mujeres, algunas con criaturitas en los brazos. Y apareció un chico de una longura angulosa, flaco y encogido, de ojos dulces y asustadizos, de sonrisa débil. Sonreía siempre, no sabiendo qué hacer. Le miraban, le preguntaban del equipaje, de si recordaría el pueblo, la casa, la familia en la nueva vida de la ciudad; le desmenuzaban consejos y avisos, y él no contestaba, sonriendo para no llorar.

Lo mandaban a Barcelona. Había de hacerse hombre. Y el chico volvía la mirada anhelosa al llano del ejido, a los grandes árboles de un verde húmedo junto a la vejez de la parroquia.

La viejecita le componía los cabellos y las ropas muy limpias, recién repasadas, y muy cortas. Las manos y los pies resaltaban enormes como las alas y las patas de esas aves jóvenes que todavía no tienen todo el plumaje que necesitan.

Un hombre tocó la campana.

Al mozo y la vieja se les retorció doloridamente la vida; pero el hombre tocaba la campana como todos los días.

Las mujeres gritaban y oprimían al chico, llamándole, presentándole a los hijos pequeños para que los besara, y él besó gorritas, lágrimas, botones, tocas, palabras...

La mano membruda y sabia del recadero lo subió de un puñado del hombro. El chico le sonreía blandamente sin decir nada, sin ver nada. Partió el tren. Los brazos secos de la abuela se alzaban implorando al hombre del lunar que cuidase del chico, y el hombre miraba triunfalmente la tribulación de la viejecita, el espanto del nieto, y toda la vida, que entonces le parecía un costalico de los que él manejaba con tanta holgura.

Y ya el tren en medio de la mañana campesina, volviose el cosario y dijo mordiendo su cigarro de leña hedionda:

—¡Y ahora, a ser hombre!

—¡Sí, señor, sí!

Y Sigüenza pensó: ¡Qué prisa, señor! Y cuando venga traerá ropas grandes, y se marchará pronto y contento, y habrá ya muerto la viejecita...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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