Crónica de Festejos

Gabriel Miró


Cuento


Los más poderosos señores de un lugar levantino, picados del tábano de los celos de un pueblo inmediato que hizo fiestas maravillosas, quisieron que las del suyo alcanzasen grandísimo lustre y nombradía.

Trazaban su programa teniendo delante el de los enemigos. Estaban igualados en danzas, luminarias, simulacro de batalla de moros y cristianos y bendición de un altar a Santa María de la Cueva, resplandeciente altar levantado a carga y sacrificio del vecindario, porque el señor rector dijo: «Un rico muy piadoso quiere costearlo solo, pero la gracia ha de llegar a todos; que hasta el más pobre y humilde arrime su hombro». Y todos lo arrimaron fervorosamente; quien con un cahiz de rubión, quien con un cántaro de vino generoso o una haldada de aceituna. Las mujeres subían odres y herradas de agua del hondo río, y los hombres arrastraban troncos cortados en los pinares. El señor rector les bendecía gritando: «¡Ellos hicieron altar, pero no como nosotros! ¡Lo he de decir a su ilustrísima!». La santa obra estaba ya acabada. Juntos los excelsos vecinos, acordaron que les faltaba un número de fiestas que les diese preeminencia sobre sus émulos, y entonces decidieron hacer Juegos Florales, como en la capital, de donde tomaron parecer y aviso, pues allí sabían toda minucia en punto a certámenes.

Lo costoso era alcanzar un mantenedor de fama, principalmente política: un ex ministro, ex director o diputado a cortes.

La asamblea de vecinos partiose en dos comisiones: la una para buscar quien predicase las glorias de María: la otra para traer quien mantuviese la justa literaria. De poetas y jueces no se preocuparon. Los poetas acudirían a bandadas, y jueces serían ellos. El dueño de una grande y frondosa heredad quedó hecho presidente; era de pensamientos y designios muy radicales; y como hablase el señor rector de tres solemnidades religiosas, él propuso celebrar tres días Juegos Florales. Vacilaron, pero de la ciudad dijeron que no se estilaba.

Se hicieron los festejos; el mantenedor no fue precisamente ex ministro, ni ex director de Agricultura, ni diputado, sino catedrático de Historia Natural en un instituto de la Mancha. En cambio había nacido en el pueblo y gozaba fama de saber y virtudes.

Llegó enternecido de alegría, «ca una de las placenteras cosas que en el mundo ha —escribe don Juan Manuel—, es vevir home en la tierra do es natural, et mayormente si Dios le face tanta merced que pueda vevir en ella honrado et preciado».

Pues el señor mantenedor venía a vivir todo un verano en su pueblecito blanco y sosegado, y Dios le hacía merced de que, habiendo salido miserable, llegase muy loado, como el escudero de que nos habla el sabio infante. Le recibieron con música y espantosos truenos de pólvora. Traía dos niños, que luego fueron elegidos pajecicos del torneo, y traía a su mujer. Fue su flaqueza: casarse con la hija del bedel de su aula; manchega fermosa, pero necesitada de almohaza.

El señor catedrático era todo bondad y grosura. Vestía de azul marino, como dicen que lo gasta don Miguel de Unamuno —que el cronista de estos peregrinos sucesos nunca le vio— y cruzaba sus manos, blancas y redonditas, encima del vientre como un prior bienaventurado.

Leyó con grande templanza su discurso. Las damas lugareñas rodeaban a la esposa; y todos hablaron y se distrajeron durante la oración. El triunfo fue del poeta de la flor, que había recitado estruendoso su ancha y larga oda Las Cruzadas, que llegaban a Numancia, Sagunto, Lepanto, Otumba y Arapiles...

A la siguiente mañana, muy temprano, buscaron al mantenedor para hacerle el agasajo en la masía del presidente del jurado.

Estaba ya ataviada la esposa para la gira; hubo muchos comedimientos y cortesías entre la señora y los jueces, porque la fiesta era sólo para los clarísimos varones; pero no desistió la bizarra machega, y la llevaron. Las criaturitas se quedaron llorando y furiosos como novillos; y fue preciso entretenerlos hasta que los padres saliesen escondidamente por puerta zaguera.

Llenaban los invitados tres galeras ruidosas y enormes. En la misma iba el mantenedor y el poeta, que ansiaba decir de sus versos. Atravesaban yermos abundosos de margas, y el catedrático habló de los yesos; de aquí pasaron a la preparación de los vinos; y todos contendieron. El poeta le recitó a la señora una silva.

Penetraron en tierras de la heredad. En seguida lo avisó su dueño al catedrático. Eran campos rojizos plantados de viñal, y llanos de mieses altas y verdes; veíase el manso viento de la mañana pasando encima y dejándolas holladas como un agua trémula.

La masía blanqueaba entre olmos, grande, cuadrada, con enorme reloj de sol y bullicio de palomos que aleteaban, llegando y saliendo de los sobrados.

El mantenedor, torpe y rendido, aplastó, al bajar de la galera, un desventurado pollito; escandalizó iracunda y aterrada la clueca, y se deslizó toda la pollada, huyendo como cándidos copos de algodón llevados del aire.

Atribulose el catedrático; el masero le limpió la ensangrentada bota, y ya más aliviado fueron todos a la huerta que trascendía a riego y a frutales en cierne. Alto el sol, se recogieron bajo las anchas parras donde estaban las mesas.

Volaba sobre el casal el blanco humo, oloroso de lumbre de sarmientos hecha en el corral para cocer los gazpachos, porque la vasta cocina estaba invadida de cacerolas y paellas donde se enternecían y doraban las piernas de carnero y las aves rellenas y lardosas.

Mucho tiempo estuvieron los señores invitados conversando y mirando los moscones y abejas, que revolaban entre los racimos agraces. Después se distrajeron viendo las sombras morenas de los pámpanos sobre la tierra brilladora y rubia de sol, y dándose cuenta de que se aburrían fueron a rodear la hoguera del corral, mezclándose en el bullaje de los guisadores.

El presidente del jurado y dueño de la hacienda, tomando del brazo al mantenedor, quiso mostrarle la bodega y almazara. En una rinconada del patio y cercado de alambres, estaba el pobladísimo gallinero, y el señor catedrático, muy aficionado al averío, detúvose para verlo con detenimiento, y alabó la gentileza y el ardimiento del pollastre, comentándolo de científica manera, y aquí se hallaba, cuando en lo alto del alcahaz estremeciose, voznando sobre una percha, un fastuoso pavo real.

Buscó el mantenedor la hembra, pero no la había, y ya hablaba, también científicamente, adolecido de la viudez de la hermosa ave; mas el dueño de la finca, riendo con malicia, le dijo:

—No piense así, que si nos apartamos y tiene paciencia ha de ver cosas del animalito de mucha curiosidad.

Y las vieron escondidos bajo una umbría de leños y calabaceras trepadoras.

Sonó batir de alas, y el pavo real descendió. Ante su magnificencia y poderío, el bizarro pollo se puso medrosico y refugiose entre colodras de salvado y tiestos de agua. La pomposa ave mostró toda la opulencia y hermosura de su plumaje a una gallina rubia y moñuda... Después, naturaleza hizo lo demás.

El catedrático dio un grito.

—Pero esto es vergonzoso para el pavo.

—¡Dijera para el pollo! —repuso alborozado el presidente.

—¡Ahora sí que he visto lo más peregrino de estas fiestas, y me entristece, amigo, me entristece!

—¡Oh, no le dé pena!... ¡Quién no ha sido pavo en este mundo!

El señor catedrático suspiró.


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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