De los Balcones y Portales

Gabriel Miró


Cuento


Caminaba Sigüenza por lo más fragoso y bravío de la comarca alicantina. Era un valle hondo y muy feraz, entre dos sierras de faldas verdes de viña y panes, y las cimas de muchas leguas yermas entrándose en el cielo.

Los pueblecitos y aldeas pardeaban agarrándose temerosamente al peñascal.

Sigüenza viajaba en jumento, que era grande y viejo y algo reacio a los mandatos del espolique y a los suaves golpes de sus calcañares, pues montaba a la jineta y todo, aunque en silla de zaleas y de rudos aciones de soga.

Y llegó a un lugar que de todos los del valle era el más encumbrado. Al lado de las primeras casas había una fuente de seis caños muy abundantes. Después halló una plaza con una añosa noguera en medio y una iglesia de hastial moreno, torre remendada y una menuda espadaña que se dibujaba limpia y graciosa en el azul.

En esa plaza, entre bardales desbordantes de manzanos y duraznos, estaba la casona donde el cansancio de Sigüenza tuvo refrigerio y se le dio posada algunos días.

Me apresuro a deciros que no era aquello parador aldeano, sino honestísima morada de dos señoras doncellonas, hermanas de un magistrado de Teruel.

El comedor y algunos dormitorios y salas tenían balcones que eran deliciosos miradores de todo el paisaje; veíase la profunda vallina, la gracia de cielo pasando entre los montes; a lo último, el mar.

El portal daba a la plaza de la noguera. Y desde el hondo vestíbulo veíase la rozagante fronda de este árbol y los verdores de los frutales que reposaban en los cercados, y la pobre parroquia de color de pan campesino con un fondo gozoso de azul, y en el silencio, de tiempo en tiempo, se oía un andar cansado de leñadores, de caminantes, de cabreros, y alguna vez pasaba una bestia cargada de maíz tierno.

Pues las señoras consumían su vida sentaditas en la entrada, pero dando la espalda al nogal y a toda la plazuela.

Y nunca se asomaban a los balcones, y aun parece que tampoco querían que otros lo lucieran, porque todos estaban cegados con mamparos de cañizos, a guisa de persianas o celosías.

El forastero juzgó desabridamente a las dueñas.

¿Quiere decir esto que las prefiriese ventaneras, ociosas, aficionadas al atisbo y chisme de puerta?

¡No, por Dios!

Una mañana vino una rapaza, que no sabe Sigüenza si sería ahijada pobre de las señoras, o sobrinita del párroco, o hija del maestro del lugar. Dio los buenos días con mucha cortedad y, llegándose al lado de la más vieja señora, allí estuvo balbuciendo un momento las razones que le diera su madre o su tío; pero la chica las dijo mirándose los dedos, y toda inclinada de modo que se le veía su cabeza esquiladita y su nuca muy delgada y morena del sol del ejido.

Nada le repuso la señora, sino que levantándose de su silla de esparto —siempre se sentaban en rudos asientos de labradores y en la casa había sillones de anea y rancios estrados y butacas con fundas de lienzo blanco— sacó de su honda faltriquera una grandísima llave, abrió la alacena, puso en una jícara una dedada de miel, y al ir a entregársela a la mocita quitó un poco de aquella dulzura, y cerrando fieramente el armario escondiose la llave.

Comprenderéis que no es posible que Sigüenza pasara por alto lo que hizo esta señora. ¿Por qué traería la llave siempre colgada de su costado, esa llave tan grande? ¿Por qué no se la dio a una moza y aun a la misma rapaza para que ella tomase la miel pedida? Y singularmente, ¿por qué, habiendo mesurado lo que daba y en el punto que la niña tocaba ya su jícara, le quitó una dorada escurrimbre para devolverla a la orza panzuda y tal vez llena?

¿Cómo una señora principal y rica tenía esa avaricia y desconfianza?

Acaso vosotros sospechéis del fuero hereditario. Más bien Sigüenza cree que esa mezquindad se originaba de aquel vivir siempre murado y tenebroso, sin goce de anchura, de visión campesina.

De esto brota, naturalmente, un elogio efusivo de los balcones, de los portales, de las solanas, de esos ojos bienhechores de nuestras casas.

Los balcones y portales merecen nuestro amor.

Los de Sigüenza se abrían frente al mar.

Hay un copo de gaviotas que se deshace y algunas suben, y muy excelsas, se van deslizando con las alas quietas, ebrias de inmensidad y azul, y cuando Sigüenza comienza a entristecerse de envidia, ellas, como si quisieran consolarle, bajan al amor de las aguas, y en su haz hirviente de sol se posan muy sosegadas y glotonas, y de altivas aves quedan en aves de corral; parecen patos; ¿no le darán una sabia lección de medianía y equilibrio de la vida?

Por sus balcones goza Sigüenza de lo inmenso, y en esa llama infinita del mar parece que se acueste dichosamente su alma.

Apiadémonos de los que viven con las ventanas muy cerradas. Y los que tengan su casa en calleja angosta recuerden que siempre pasa por encima una franja de cielo, y, mirándolo, no hay quien le quite la miel a un niño.


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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