Syn pesar nunca cuede,
Commo syn noche día
Jamás aver non puede».
(El Rabbi Don Sem Tob, Proverbios morales)
Se olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los
almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris de
las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y lo más
nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus netezuelos los
brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más calientes. El río,
estrecho y centelleante de sol, aparentaba dar de su fondo fuego de oro y
era limpia espada que traspasaba la rambla con dichosas heridas de
frescura. Venía el agua somera, sin ruido y apenas estremecida por los
cantos y guijas de la madre. Estaban rubias y mullidas las márgenes de
tamarindos arbusteños; y en lo postrero de la vista, las aguas
espaciadas hacían una tranquila y pálida laguna. De dentro, los
tamarindos, ya árboles, asomaban sus cimas anchas y doradas como el
trigo en las eras o islas románticas; y enteramente lo copiaban las
aguas.
Cerca del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un paisaje de nieve.
Vinieron de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces descansaban, sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve de frío, pero frío de invierno, huido, ya lejos.
Luego resultaba más grueso y dulce el abrigo del sol. Era buen tiempo. El buen tiempo rizado, conmovido por frescura sana y seca; el buen tiempo, el deseado por el enfermo amado de nuestra alma que murió en el invierno. Ahora estaría con nosotros, bajo la gracia de los cielos, y después, en la santa quietud de los tibios crepúsculos, cuando empieza a balbucir en la verdura, hija de la lluvia, un élitro de son argentino. Es del trovador grillo. Lo busca tiernamente nuestra mirada; pero es que su cántico tembloroso resuena en toda la soledad; y el lírico insecto parece oculto en todos los rodales de matas...
Y no volvemos la espalda al recuerdo del enfermo que ya no está con nosotros, no lo olvidamos, y la madurez de la mañana aumenta la salud y ésta nos genera y renueva alegría. Habían salud aquellos amigos y era olor de salud el de los árboles verdes, el de espigas granadas y el de la harina y el de la humedad del río...
Habían alegría, alegría que parece brotar de todos nuestros poros en finos manantiales y llega al penetral del corazón y allí remansa y se clarifica. ¡Grande y fuerte beatitud de la naturaleza! La voz del sabio se oye en las inmensidades: «Vuélvete, alma mía, éntrate a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor».
En aquella mañana inicial de primavera los dos amigos paseaban junto a la orilla del humilde río, recreándoles puerilmente la huida de las ranas que saltaban, reluciendo al sol, desde el limo de las márgenes y al caer y zambullirse se oía en la paz de las aguas quebrarse un cristal. Y por eso, uno de los amigos sonreía buenamente.
«Amable es el hombre que se compadece», había leído en los Psalmos. Pues el compadecerse sea de todo, de lo magnífico y de lo menudo, que esto no enmuellece ni disipa el ánimo, y sin menoscabarlo, lo adelgaza y apura y lo hace muy sencillo.
De los dos amigos, uno era famoso ingeniero, que estudiaba el recogimiento y prisión del río en canal, para después precipitarlo espumoso, torrencialmente, desde las altitudes y dar su fuerza a industria de señores logreros. Pero él solo pensaba entusiasmado en el arco estruendoso de espumas irisadas por el sol como inmenso velo nupcial colgado en el abismo.
El otro amigo no buscaba ni trazaba arbitrio alguno en aquel paraje. No se había propuesto nada.
Junto al molino repararon en cinco ánades que picoteaban granzas, harija, hosecicos de oliva majada; y esto lo hacían perezosamente, descansando sus buches en la tierra; pero al ver a los hombres se asombraron mucho y se alzaron mirando a todos lados, y dieron grande estrépito.
Y como el natural contentamiento facilita los más pequeños amores, los dos amigos contemplaron enternecidos a los patos, y sonrieron.
Los ánades, gordos, muy despacio y cabeceando, como señores canónigos saliendo del coro, según comparación del ingeniero, se fueron apartando del molino; contempláronse en el río, y se estuvieron murmurando con aspereza, mirando siempre recelosos a la gente de tan nueva catadura.
Entonces se llegó a los amigos un hombre risueño; cuajábanse sus ojos de luz húmeda; le sudaban los carrillos como si se les fundiera la grosura. Era de los beneficiados con el canal del río. Su cara era un incendio de sangre y alegría; también estaba muy alegre, pero sin importarle la ternura y dulcedumbre de la mañana.
Con voz blanda y espesa, como si se deshiciera una rica pasta en su boca, dijo:
—¿Los han visto? No los hay mejor cebados en toda la provincia. De aquí me los mandan para mi mesa, y yo mismo, aunque tengo un grandísimo cocinero, yo mismo hago los pasteles de hígado, pero incomparablemente más exquisitos que los preparados en Amiens y en Tolosa. Créanme: estos patos son tan tiernos como un seso; yo no les iba a decir una cosa por otra...
Los dos amigos le respondieron que sí que lo creían.
—¡Si ustedes los probasen, madre mía! —Y la saliva brilló en toda la boca de aquel hombre, trémula como la de un lujurioso grosero cerca de la hembra codiciada.
El ingeniero y el romántico —así les diremos para diferenciarlos— le miraban atraídos por su voz, rellena de guisos suculentos y olorosos. Y el romántico pretendió desasirse de bajas tentaciones, y se volvió para atender a las aves.
Ya habían bajado a las aguas, menos una, que quedó llena de incertidumbre en lo enjuto. Parecía su cabeza de terciopelo verde, y a veces vislumbraba o se quedaba negra.
Era el ánade más pesado y filosófico de todo el averío.
Y el romántico lo contempló para amarlo en armónica onda de amor, que nacía desde la hierbecita que hollaban las patas membranosas, pasaba por el río, atravesaba la arboleda, hendía el cielo, los horizontes gayos y luminosos, y este arco iris de amor y caridad envolvía otros campos hasta posarse, acaso en otras humildades...; mas los ojos del amador se detuvieron demasiado en la opulenta pechuga del animalito.
—Mírenlo, es el más filosófico.
—Créame, es el más tierno de todos —le replicó el gastrónomo—. ¡Hay que saberlos comer!
Adelantose; hizo cauta y diestra maniobra. Se levantó un graznido como si removieran hierros roñosos y materiales de fábrica. Y el hombre vino a los amigos con el pato en sus brazos.
—Tiéntele aquí abajo.
Y las manos del romántico sintieron un temblor caliente de vida asustada.
—¿Qué le parece, si lo añadiéramos a los gazpachos? La olla es inmensa: ya tiene dos perdices, una gallina y un pollo. ¿Qué, lo añadimos?
El romántico no contestó.
—¿Lo ha comido usted en gazpacho? —prosiguió el otro—. Es la delicia de las delicias. Con su espuma podrían alimentarse seis hambrientos. ¿No lo ha catado nunca?
No lo había catado. Y balbució tímidamente:
—¿Es que no bastará con las perdices y todo lo que ha dicho?
—¡Qué mezcla de gustos de carnes... y en gazpachos, madre mía! ¿Qué? ¿Va? —continuó tentando el glotón, que reía idiotizado por la imaginación del placer.
Cerca, reía servilmente otro hombre, que debía ser el cocinero de aquel demonio de la gula.
¡Pero por qué le pedían la sentencia al romántico! Y vio los ojitos del ánade, que le miraban suplicándole gracia; y volviose al ingeniero para transferirle la resolución; pero el ingeniero estaba leyendo en su manual de notas y cálculos, ajeno a la contienda mantenida entre el estómago y el corazón de su amigo. Y éste no quiso saber más del pato ni de sí, y apartose con apresuramiento para entregarse a la fortaleza y magnanimidad del paisaje; pero encima de su corazón le aleteaba angustiadamente el pato.
...Muy alto el sol, y en intensa y soberana quietud los campos, sonó la gran voz del señor de los pasteles llamándole.
Acudió el romántico casi con entusiasmo. Tenía hambre. Voz de la carne le prometía gozar y... la escuchaba. Notábase fuerte y sensual.
En el portal del molino estaba la mesa. El fresco olor de harina reciente casi lo apagaba el de las viandas. Las tortas ázimas eran enormes como las muelas que rodaban allá en lo hondo con grave ruido. Y mirar y oler las tarinas de aves guisadas, hartaba.
Mucho tiempo estuvieron comiendo sin decir palabra.
Después, en un breve descanso de las quijadas, el hombre risueño preguntó al romántico:
—¿Qué me dice del pato?
El otro se estremeció culpablemente.
—¿Luego murió el pato?
—No, señor; lo matamos y usted engulló la mitad de su pecho.
—¡Yo! Si no me di cuenta. Lo comí por perdiz. ¡Inútil, inútil el sacrificio! Lo juro.
Y el glotón reía devorando un muslo como un mazo de mortero.
...Por la tarde recorrieron el trazado del canal. Sus sombras se acostaban prolongándose sobre el río y la otra ribera.
Cruzaban el azul, ya pálido, avecitas que volvían a la querencia de sus árboles. Por el río humeaba una niebla castísima. La laguna era cielo caído y los tamarindos fuertemente inflamados por sol de ocaso encendían macizos de hogueras en el bello sueño de las aguas. Un autillo dio un grito de lástima desde el remoto olivar de una sierra; y palpitaba en la quietud del crepúsculo un coro de insectos.
Sentíase una mística tristeza; y el hombre de los pasteles lanzaba, de tiempo en tiempo, el estampido de una carcajada que manifestaba honradez.
¿Pero es que no piensa en el pato, en nuestra víctima?, se dijo el romántico; y en cambio él veía su doliente espectro caminando a su lado, con el cuello retorcido y sangrante, y creciendo, agigantándose como la sombra de un avestruz monstruoso. ¿Es que sólo había pecado su corazón y el ánade fue víctima únicamente suya, porque sola su alma había sido la elegida para recoger el latido de piedad?
Y quedó contemplando el lago. La belleza de inocencia del paisaje avivaba los remordimientos. Se apagaron dulcemente los árboles de oro. Y el romántico quiso envolverse de la serenidad de la visión; y dijo:
—Ya ven la santidad constante de este sitio. Nos marcharemos, lo olvidaremos y las aguas y los tamarindos continuarán ofreciendo su belleza en la soledad. ¿No es todo más generoso que nosotros?
Entonces el regocijado, cuya alma no era buena ni malvada, y sí a modo de habitación o profundidad cegada, y nada tenía, murmuró:
—Poco les queda de ser generosos a los tamarindos. Nuestro canal les quitará el agua.
—¿Y han de morir? —dijo el romántico.
—Sí, señor. ¿A qué hemos venido sino a estudiar su muerte?
Frío húmedo se levantó de las aguas; en los olivos gimió otra vez el autillo, y entre dos espesuras de tamarindos cruzó lenta y triste una garza de plata.
Los hombres caminaron.
Y acabó el día campesino, comenzado alegremente por un hombre que se creyó bueno y amable porque compadecía, según el psalmista... Y fueron cometidas crueldades.
Sol claro, plasentero
Nuve lo fase escuro,
De un día entero
Non es ombre seguro,
escribió el judío Sem Tob.