Dos Lágrimas

Gabriel Miró


Cuento


Era un dulce varón alto y anciano, de noble frente, ojos habladores de tristezas y manos blancas de lenta y suavísima acción.

Vivía con su hija y con los nietos.

El pueblo era humilde; sus casas, bajas y morenas; la iglesia, decrépita y remendada; el señor párroco calzaba alpargatas y vestía sotana lustrosa sin mangas, y las de la americana tenían la urdimbre muy recia.

El anciano salía a los campos en las tibias y quietas tardes del invierno levantino. Los campos eran oliveros, anchos, y sobre las buenas tierras pasaba un cielo limpio y alegre que lejos parecía descender con dulzura purificadora.

Y en el villaje silencioso que tenía ambiente de agua y hierbas de acequias, de frutas y mazorcas colgadas en los desvanes, de pesebres cálidos y mullidos, se alzaba ufana una casa de arquitectura flamante, plagio de edificio de ciudad. En la rotonda había labrado un apellido plebeyo lugareño y después leíase la palabra «Banquero».

Cruzaba el pueblo el noble anciano. Sus manos amparaban las manitas de los nietos. Nieto y nieta; mayor la niña que el muchacho.

Y al pasar junto a la altiva mansión mirábala el abuelo y su cabeza se movía suavemente como la cima oreada de un árbol viejo y tenían sus labios sonrisa de pensamiento compasivo: «¡A qué esa orgullosa interrupción de la humildad del pueblecito! ¡A mí me da lástima el señor banquero!».

Contemplábanle los niños, ganosos de seguir caminando.

¿Dónde querían ir los nietos?

Ya en el paisaje, los nietos quitaban de los terrones de bancal caracoles vacíos, fosilizados, o comían, a hurto del abuelo, granos lechosos de espigas verdes, o soplaban en tiernas flautas hechas de frágil cogollo de cañas de los vallados... Y si el abuelo se espaciaba mirando un sabio tejido de hebras de araña que al sol vislumbraban, o las travesuras y codicias de las procesionales hormigas, sirviéndole estos sagaces animalios para repaso de gratas páginas del Símbolo de la Fe, los nietos se impacientaban y asían las nobles y grandes manos protectoras y le instaban a retornar al pueblo.

«¿Dónde querían ir los niños?... ¡A ninguna parte, Señor! Las criaturas querían ir, seguir, sin cristalización de motivo ni deseo; ir, seguir como las aguas corrientes, pasando vida, sorbiendo vida y dejando su frescura...».

Por eso este abuelo de dulce y serena alma, que gozaba la tranquilidad de que nos habla Marco Aurelio en los Soliloquios y una proceridad de entendimiento como si la visión la diera desde una callada cumbre, se dijo que su vigilancia y la lentitud de su paso y lo entretenido de sus pensamientos y miradas, eran demasiada disciplina para la borbotante sangre de los netezuelos. Y lo habló a la hija. «Bien que alguna tarde saliera con los chicos; pero no todas; renunciaría al grupito patriarcal».

Ya por las tardes, la madre lavaba y vestía a los hijos; besaban éstos la noble mano anciana y decía la madre a la niña: «Anda, Luisa, acompaña a tu hermanito».

Enfermó el abuelo. Mucho tiempo padeció dolores de vejez. Sanó, y el brazo de la hija le dio dulce sostén en sus lentos paseos por los campos tendidos y oliveros. Estaba solitario el paisaje; entre los árboles generosos que expresan la paz, por las doradas almantas, llegaba la canción de un yuntero. Y lejos descendía el palio de los cielos.

«¿Para quién, Señor, la santidad de la tarde, que hace pensar dulcemente en la muerte como un enlace de la vida, si no hay nadie?». Y el anciano poblaba los senderos y los sembrados de nietos vivos, de sus padres, de su compañera, y de los hermanos muertos, y todos olían a trigos verdes, a tierra labrada, que daba humedad de sus entrañas y de raíces trozadas y descubiertas por la reja, y las frentes y las mejillas tenían claridad de oro de sol y de azul de los cielos tranquilos, y todos participaban de la serenidad del alma del abuelo y de los campos.

Y a la siguiente tarde, la madre lavaba y mudaba a los hijos y decía: «Anda, Luisa, acompaña a tu hermanito».

Entonces el nieto hacía júbilo ruidoso, y en la mirada y en la frente de la nieta asomaba ternura y seriedad de mujer madre.

Luego salía el anciano con la hija.

...Y sucedió que una tarde, aquella lavó y vistió sólo al muchacho, porque Luisa se arreglaba en su aposento. Después, apareció domando con su manita pálida una adorable rebeldía de su tocado.

La madre dijo: «Anda, Enrique; Luisa quiere salir; acompaña a tu hermana».

Besaron seriecitos los nietos al anciano.

En la mirada y en la frente de la virgen asomaba aún la niña, y los dedos de un hada triste tañeron la cuerda más tierna del alma del abuelo, que perdió la serenidad, de que nos habla Marco Aurelio, y vertió dos lágrimas muy grandes.


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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