Al doctor Augusto Pi Suñer
Noticias del lugar y de algunos varones insignes de Serosca
I
Está Serosca en medio de una vega de mucha abundancia. Tiene hondas tierras oliveras de santísimo reposo. Hay josas umbrías y almendrales que, cuando florecen, visten todo el campo de blancura de una pureza y voluptuosidad de desposada. El herreñal tierno, mullido, donde duerme el viento y se tiende el sol ya cansado y se oye siempre un idílico y dulce sonar de esquilas, y los chopos finos, palpitantes, de un susurro de vuelo, dejan en el paisaje una emoción de inocencia, de frescura, de alegría tranquila. Pero los montes que pasan a la redonda parece que aprieten y apaguen la ciudad. En los días muy abiertos y limpios, desde las cumbres y las majadas de la solana, se descubre el azul inmenso del Mediterráneo. Los rebaños trashumantes, cuando llegan a los altos puertos, se quedan deslumbrados del libre horizonte. Los pastores miran la aparición de un barco de vela, un bello fantasma hecho de claridad. El barco se pierde, se deshace como una ola; o, pasa la tarde, y sigue parado lleno de resplandores; un vapor negro y codicioso se desliza por debajo y lo deja obscurecido de humo. Se queda solo el blanco fantasma, hundiéndose dentro del azul que parece todo mar o todo cielo. Llegada la noche, los astros bajan en el confín, al amor de las aguas. El barco debe de estar recamado de estrellas, como una joya de la Virgen de Serosca.
Tiene esta comarca un lado o término abierto: el desportillo de un collado humilde; por aquí asoma el genuino paisaje de Levante, del Levante escueto y ardiente, desgarrado por ramblas pedregosas donde crece abrasándose la adelfa.
Junto a las morenas masías se tuercen y descoyuntan las chumberas; sube una palma y abre en el cielo su copa de color de bronce; los sembrados se crispan de sed bajo un vaho de horno; la viña madura se va cuajando de miel; así como la miel, de espeso y de dulce, es el zumo de sus racimos; los olivos y algarrobos recruzan y trenzan sus raíces centenarias por el haz de los bancales; un aire manso y cálido levanta tolvaneras de los barbechos y de las sendas, que se pierden entre la encendida calina.
¿Qué hace aquí Serosca?
Serosca es frío, obscuro y silencioso; parece una ciudad vestida de hábito franciscano; tiene viejos casones de blasón en el dintel y huertos cerrados. Es como un rancio lugar de la ribera del Adaja. Por la más leve mudanza del tiempo, baja de los montes sus pañosas de nubes, y saca del hondo sus velos de nieblas y se arrebuja cegando a los vencejos de las gárgolas y veletas de las dos parroquias. Y llega hasta nevar. Son las suyas casi las únicas nevadas de la provincia; unas nevadas virginales, purísimas y frágiles; el menos imaginativo cree que se están deshojando y cayendo las flores de los almendros comarcanos.
Le quedan a Serosca trozos de adarves, un castillo de tres cubos hendidos que parece un candelabro de oro; y en la falda labrada del otero del hontanar, la reja desentierra, todos los años, retajillos de cerámica, y algunas veces se quiebra contra un capitel, contra una losa de tumba o de terma.
Los arqueólogos han visto todo un pueblo floreciente, progenitor de Serosca, dentro de las entrañas del otero, por cuya suave ondulación van ahora subiendo, recogidos y tristes, los cipreses del Calvario.
Pero el catedrático don César sostiene que la primitiva Serosca debió de hallarse más a la izquierda.
II
Parose don Arcadio delante de un vallado; tocó con mucha prudencia una pita valiente, erizada de púas; y mirando la lisera, gruesa, alta, que reventaba de suco, dijo:
—¡Qué poderío de planta, María Santísima! ¡Y se trata de una pitera toda pinchosa y colgada de telas de araña! ¿Me quieren decir ustedes para qué necesita tanta fuerza?
Hablaba el buen caballero con su nieto y con don Lorenzo, antigua amistad de la casa; pero en sus preciosos hallazgos de observación y en todo advertimiento gustaba de tratar de usted a los más allegados.
Su amigo le repuso:
—Todo lo creado tiene su gracia y razón de vida. La pitera guarda bien la heredad, aparte de que me parece de un dibujo enérgico y hermoso sobre el cielo.
—Bueno. ¿Y por qué esa lozanía no ha de tenerla también esta pobre higuera? Hagan el favor de palpar el tronco, blando, devorado por la carcoma, como un mueble viejo; es de estopa; podríamos quebrarlo con los dedos. ¡Bien dicen que Nuestro Señor maldijo ya este árbol!...
Volviose don Lorenzo, y murmuró:
—Lo dirán precisamente por esa higuera seca; en cambio, repare usted en esta otra.
Era un árbol ancho, tupido y fresco. Los pámpanos, velludos, ásperos, carnosos, dejaban un denso olor de jugo, de leche vegetal; llevaba el fruto arracimado. Verdaderamente había merecido la bendición divina.
Subieron por la senda del otero del hontanar.
Desde lo alto contemplaron la ciudad enrojecida de sol de ocaso. Dos ventanas resplandecían como dos ascuas avivadas por un soplo; eran dos ascuas que miraban. De pronto, se apagaron; y todo Serosca quedó ciego.
Entonces, don Lorenzo, dijo:
—¡Qué hará aquí nuestro pueblo!
Don Arcadio tendió su bastón hacia el noble lugar, y con pesadumbre, un puntillo tribunicia, exclamó:
—¡Qué hace aquí Serosca, se pregunta usted! Pues yo le respondo que lo único que ha hecho nuestra desdichada ciudad es malearse con la presencia de los extraños, esas gentes de la Marina, que han ido edificándose casas nuevas; mírelas, todas aquéllas...
Y señalaba las fachadas modernas, pintadas o enlucidas cruda y vistosamente de verde, de añil, de rojo, que se insolentaban entre la piedra arcaica, sufrida y venerable.
—...edificándose casas nuevas, y destruyendo la raza vieja, tan pura... ¡Serosca, Serosca! ¡Otra pobre Jerusalén! ¿Se ríe?
—No, no; no he llegado a reírme. Pero le juro que no me explico tanto aborrecimiento, porque a mí todas las gentes me parecen iguales de buenas y de malas.
—¡María Santísima, don Lorenzo! ¿Es lo mismo un indio que un europeo?
—Casi lo mismo; no creo que se diferencien mucho; si acaso, en lo externo; por ejemplo: en la piel; mejor piel la de los indios... Pero ¿es que son indios los señores de la Marina?
—¡Mejor piel la de los indios! ¿Mejor? Don Lorenzo es usted imposible de tan frío; usted no siente nada...
Don Lorenzo sonrió con melancolía.
—Usted no siente nada; yo, en cambio, yo tengo, como este cerro, un pueblo dentro; ¡qué digo un pueblo: toda, toda una raza! ¡Yo he debido engendrar reyes! ¡Y ya vio usted mi hijo: lo perdí y lo perdió Serosca aun antes de su muerte!
El nieto se aburría, y pidiole el bastón a su abuelo.
El bastón de don Arcadio era de caña de un color gilvo transparente, con seis nudos semejantes a seis negros anillos; tenía el puño enorme, redondo, de hueso amarillento, pulido, tomado de una pátina dejada por las palmas de muchas manos, y debajo, dos agujeros, de los que antaño colgaría una oxidada cadenita.
Cuando el nieto se cansaba de la plática de los viejos amigos, o de jugar solito en las salas, tomaba el rancio bastón y, acercándoselo a los ojos, miraba por lo horadado de la caña; y el cielo, los montes, los árboles lejanos, los rosales de su huerto, la torre de Santa María, todo le presentaba nuevas hermosuras.
Don Lorenzo lo notó, y dedujo:
—A este chico le gusta lo distante.
—¿Qué chico? —preguntaba el abuelo.
—Éste, Agustín, su nieto.
—No; de ninguna manera; el chico se aburre nada más.
Y la frente de don Arcadio se nublaba.
Bajaron a un eriazo todo pedregoso de las ruinas de un antiguo casal y sus corrales.
Entre los rotos muros y los techos caídos, tres muchachos apedreaban a otros rapaces que venían gritando por lo yermo.
Don Arcadio, súbito y vehemente para todo movimiento de ánimo, se indignó, y les reconvino con voces terribles.
Su amigo quiso apartarle de aquella intervención, advirtiéndole:
—Déjelos, porque estas criaturas no tienen la culpa. La tiene don César, nuestro sabio catedrático de Historia, que los inflama, explicándoles con mucho regodeo guerras, desafíos, querellas, pendencias... ¡Óigame, aguarde!... Don César alcanzó del Municipio que se limpie y se custodie nuestro famoso castillo; los chicos ya no pueden subir y apedrearse desde las torres; y ahora se apedrean en las calles, donde pueden...
—¡Pues en ninguna parte consiento yo...!
—¡Cállese y vámonos! ¡Quién sabe si además de don César serán culpables de las pedreas algunos de nuestros primeros padres, tan diestros en la honda!
—¡No tengo ahora la flema de usted para acordarme de aquellos señores, ni...!
Interrumpió al enconado caballero un terrón de aljezar que se le deshizo en su flaca rodilla.
Entonces, avanzó denodadamente, alzando sus brazos y sus gritos de amenazas.
—¡Sois cafres, es decir, sois peores que los cafres; los cafres cumplirían con su deber apedreándose! ¡No os da vergüenza!
Los chicos le miraban asustados y socarrones, y se miraban los guijarros que traían en el enfaldo del delantal.
—¡Tiradlos en seguida al suelo! ¡Venga!
—¡Si es que nos acosan a piedras todas las tardes!
—Apártese, don Arcadio. ¡Mire que pueden revolvérsenos todos y descalabrarnos!
El nieto quiso, también, acercarse a la contienda. Y don Lorenzo se desbrazaba por impedirlo.
—¿Vuestros padres son de aquí? —voceaba el abuelo a los rapaces.
—Sí, señor, que son —contestole el más grande—; nosotros somos los Corrioneros.
—¿Y los de aquel bando?
—Allí están los Gavina.
Mohínos y hartos los Gavina de tan cansada tregua, y audaces por la protección de la distancia y de los muros, rompieron el coloquio con una granizada de mendrugos de argamasa.
Vacilaron los corrioneros. Uno resbaló y rodó en la tostada grama del erial. Entonces, don Arcadio cogió una piedra, caliente aún del sol, y preparándose con una carrera de brincos menudos, disparó contra los de la escombra. ¡Verdaderamente debía de arderle una raza entera, impetuosa y heroica en sus entrañas! Ciego, delirante, arrancaba y arrojaba terrones y guijarros, desceñido el cuello de pajarita, flotante la negra chalina, derribado el sombrero duro, castaño, de copa cuadrada, desbordándole los puños almidonados, sin lustre... hasta que don Lorenzo se le abrazó y le dijo:
—¡Y la austeridad de la antigua raza, don Arcadio! ¿Es que todos somos gavinas? ¿Se burlará usted ahora de nuestros primeros padres?
Y en tanto que se lo decía, le ayudaba a componerse las ropas y enjugarse la sudada cabeza.
A punto de cerrar la noche entraban por los viejos arrabales de la ciudad.
La madre del hondo río estaba cuajada de luces de las insignes tenerías y fábricas de fieltros.
—¡Ya hemos llegado a nuestro urbano recinto! —murmuró don Lorenzo.
Y al pisar le subía el polvo de la calle, un polvo ardiente que hedía a estiércol.
—Este hombre es seco —pensó don Arcadio—. Este hombre no quiere a Serosca; es un descastado.
Y le dio tanta lástima como la pobre higuera agotada de la maldición.
III
Había un grupo de varones en quien todos veían reflejarse la antigüedad, la vieja Serosca.
Se sentía por ellos la misma veneración arqueológica y la misma indiferencia que por el castellar de las tres torres, entre cuyas piedras mutiladas subía la ternura de una planta que llaman «trepadora de los fosos». Es una mata briosa, de vástagos trenzados, de hojas recias, pero tiene su verdor el melancólico apagamiento de las ruinas donde vive.
Don Arcadio, el catedrático don César y el señor Llanos, fabricante de sombreros, eran como los tres macizos seculares del castillo; y don Lorenzo —un músico triunfal y aventurero en su juventud—, la verdura jugosa del presente que aún parecía lozanear sobre el antaño con una suave tristeza.
Componían, además, los tres primeros y un serosquense del hábito de Santiago, que residía en Orihuela, la patricia y religiosa orden de los varales del Palio, pues sólo ellos y el juez y el corregidor podían llevar las doradas varas en los oficios del Jueves Santo.
Del industrial se sabe que estaba calvo, gordo y rico, y que casose en edad provecta.
Don César era alto, seco, rendido de hombros y miope. Esta cortedad de sus pupilas todavía le doblaba más el arco de su espalda para leer, para mirar su reloj, que consultaba con frecuencia, aunque no lo necesitase, y hasta para oír, gustar y tocar.
Sin embargo, más que por miope y brumado, acaso se inclinase para ver la Humanidad que él siempre se fingía de una manera entomológica, una humanidad traspasada por los agujones de la filosofía y guardada en las viejas vitrinas de la Historia.
Explicaba Historia de España, Historia Universal; y los lunes, miércoles y viernes, daba las cátedras de Geografía y de Francés, entonces vacantes en el Instituto de Serosca, y aún parece que llegó, algunos días, a suplir ausencias del profesor de Agricultura.
Pasmábase don Arcadio de tan copiosos estudios. Pero don Lorenzo solía tranquilizarle diciendo:
—Un catedrático español es una máquina estupenda: se le echan doce o catorce mil reales, y ya puede usted pedirle cuanto se le antoje.
En lo que a don César se refiere, creemos que la zona más alumbrada y firme de su sabiduría fue siempre la de la Historia. De la de España tenía escrito texto, con laudatoria censura del Ministerio de Instrucción publica. Y en la segunda edición de esta obra, humildemente titulada Apuntes para una Historia completa y razonada de España, después de un prefacio diciendo el éxito del primer tiraje, se copiaba el oficio del Gobierno francés otorgando a su autor las «Palmas Académicas».
Escribió, también, un rollizo volumen de monografías de antigüedades de Levante.
Para nosotros, lo más necesario y curioso de sus peregrinas investigaciones se contiene en un libro que todavía guarda la inestimada castidad de la ineditez, y que se titula: Compendio de las hazañas de Serosca.
No sólo el nombre, sino el método, y algunas atildaduras de estilo recuerdan el Compendio de las hazañas romanas, de Lucio Anneo Floro, leído, marginado y venerado en todo momento por el docto catedrático. Tal vez se le podía reprochar lo pobre, vano y seco del asunto; pero injustamente, porque don César no tenía la culpa de que Roma fuese Roma y Serosca, Serosca.
Como Floro, comienza don César por la hermosa comparanza de las edades de Serosca con las del hombre: infancia, adolescencia, virilidad, decrepitud.
Sigue la Etimología y orígenes, capítulo I del libro I.
«Para el estudio de la Arqueología, de la Lingüística, de la Anticuaria y otras ciencias polvorientas y apergaminadas, se necesita principalmente el impulso y llama de la Fe. ¡Desgraciados de los nuevos Tomases que quieran hundir sus dedos en las llagas divinas de la sabiduría!...».
Después de un macizo de prosa exaltada, emprende don César la disección etimológica del nombre de la amada ciudad.
«...Serc, significa en hebreo reposo; y osca, hace referencia a la naturaleza fosca de nuestra tierra.
Serosca —reposo umbrío— debió de llamarse este lugar.
Probablemente la c de la raíz serc, se aglutinó, desapareció por la tendencia perezosa a suavizar los vocablos...».
Y después escribe:
«...Aunque lo rechazamos con indignado ánimo, no queremos ocultar el origen que a nuestro pueblo atribuye un erudito bárbaro, que para mengua de los indígenas ejerció cargo de autoridad en esta comarca siempre dócil, abnegada y leal.
Dice así el malintencionado escritor: "Por antiguas fojas parroquiales y cédulas de alcabalas y almojarifazgo averigüé la existencia de un apellido y casa Serpcosca, que tuvo su primitivo solar en un hondo fragoso y cerril que se hace al noroeste del otero de las fuentes, llamado Soto de la coscoja. Era terreno espeso de indomables carrascas y criadero de sacres o sierpes pequeñas, muy ponzoñosas. Fundó aquel linaje un soldado enriquecido con el botín y rapacerías de sus jornadas. Descendiente suyo sería Alonso Muro el Serp.
Este Serp fue ahorcado por facineroso, ladrón y abarraganado con una desventurada, a la que mató de sueño obligándola a pasar las noches delante de su yacija, desnuda, arrodillada y con los brazos en cruz..."».
Aquí don César deja el texto forastero, y exclama: «El sonrojo de nuestra alma y el temblor de nuestra pluma nos impiden seguir copiando esas nefandas noticias. ¡No, no conocemos ningún Serp! Afanosamente buscamos en los archivos parroquiales, en el del Arzobispado de Valencia, en los antiguos documentos del Fisco, y no aparecen esas fojas y cédulas, que no dudamos en reputar de apócrifas.
Afirmamos con resolución que una densa niebla cubre los orígenes de Serosca».
Cuando el sabio catedrático leyó este capítulo a sus amigos, recibió un aplauso de entusiasmo, de respeto y de gratitud. Acabados los plácemes, le dijo don Lorenzo:
—Yo no creo que todos los cabeceros de razas y estirpes esclarecidas fueran santos varones. Rómulo parece que fue un Caín. Por eso me tiene sin cuidado que aquel bergante de la soldadesca sea nuestro abuelo, y aquel forajido de Alonso nuestro hermano mayor.
El catedrático, el industrial y don Arcadio le pidieron que no dijese tan grandes blasfemias.
—No son blasfemias. Yo digo que me tendría sin cuidado un parentesco que no hay ya por donde cogerlo... Pero no somos parientes.
Don César sintiose herido en sus fibras y entretelas de historiador, siquiera él también repudiase la infame ascendencia. Pero ¿era lícito que un extraño a la sabiduría rechazase sin ningún escrúpulo los datos que él había recogido en su libro, aunque fuesen datos embusteros?
—No somos parientes —insistía don Lorenzo—, o al menos no existen pruebas. Si el soldado fue el primer poblador de nuestro solar, ¿es posible que estuvieran ya esperándole las parroquias y el Fisco? ¿Quién vino antes: el párroco y el alcabalero o el primer hombre?
El historiador quedose meditando; y sus amigos, que eran ya del parecer de don Lorenzo, le aconsejaron que quitase la cita del soldado y de Alonso Muro.
Don César, después de repasarla, la defendió angustiadamente; y como los demás porfiasen, tuvo un grito que revelaba la ingenuidad del varón sabio, diciendo:
—Si suprimo lo del Serp no queda del origen de Serosca más que lo de la niebla.
Y no lo suprimió.
Acaba el capítulo I en la página quinta. Desde la cual, hasta la 615, todo es un tesoro histórico y filosófico que para nada nos interesa.
En cambio es imposible prescindir de las páginas 616, 617 y 621 hasta la 640, todas pertenecientes al capítulo X del libro IV.
No trasladamos ya el texto de don César, sino que teniéndolo delante de nuestra mirada, escogeremos las noticias más preciosas.
...Un don Arcadio Fernández, abuelo del Arcadio que conocemos, trae de los Países Bajos y de Francia algunos maestros de talleres, que introducen en las tenerías de Serosca las perfecciones extranjeras. El nuevo sistema de goldrear las pieles disminuye el coste de producción.
Meses después estalla la primera discordia entre el capital y el trabajo. Creen los serosquenses que con los adelantos, vino también la levadura de los peligros y calamidades. El día 3 de julio de 1804 amanecen pasados a cuchillo los copiosos rebaños de la casa Fernández-Pons, y la hermosa tenería incendiada y saqueada.
Don Arcadio, vestido de clérigo, su esposa, recién parida, con traje de aldeana, y un viejo Pons, de arriero, huyen a Teruel.
Un año más tarde regresan a la noble ciudad. La elocuencia de los teatinos, las pragmáticas de las autoridades y los males padecidos, han domeñado a los hombres. La casa Fernández-Pons va renaciendo de sus ahumados escombros. En los jaqueles de su blasón de piedra, tosco y roído, determina don Arcadio que se esculpa una torre entre llamas y un cordero degollado, cándido y dulce como el del sacrificio de Abraham por Isaac. Es la domus aurea maestra, defensora y mártir de la industria de Serosca.
Sucede un largo periodo de quietud. Y en tanto que este lugar justifica la razón etimológica de su nombre, los jubilosos pueblos de la ribera del Mediterráneo gimen bajo el horror de la fiebre amarilla, y se defienden convulsos, demacrados, de la invasión napoleónica. La epidemia y la amenaza de los navíos franceses van dejando solitaria la costa. Gentes enriquecidas en los puertos, buscan la tierra interior; rompen el silencio, el reposo, el arcaísmo de Serosca. Con los dineros de su tráfico audaz y de sus logros mercan casas, heredades, ganados. Pronto olvidan los trances penosos. Son gentes ligeras y bulliciosas; hablan y se ríen con estruendo; van muy enjoyadas; visten ropas claras, de galanía que no se avienen con las recias y pardales de los indígenas, que parece que el frío aconseje traerlas de esas obscuras colores. Viven casi todo el día en sus portales, en las esquinas, en las plazuelas, haciendo corros divertidos y jaraneros.
Observa don César que, antes, en llegando el verano, el suelo pedregoso de las calles, aun de las más pasajeras, estaba todo negro y avivado de hormigas que celebraban libremente sus ferias y acarreos desde los ejidos.
La bulla y el tránsito de los hombres costaneros, quitan la gustosa soledad, y las hormigas faenan y viven en las casas.
Añade el sabio catedrático que esas familias invasoras procedían de una mezcla de vestigios de razas ibérica, fenicia, de viejos latinos y berberiscos; en tanto que la raza serosquense, acaso por las naturales defensas de la orografía del lugar, se mantuvo limpiamente ibera, y si de algo se entreveró fue de una delgadísima mixtura judaica, pero purificada por las aguas del bautismo.
Y, sin embargo, los montes no son bastantes para contener la invasión mediterránea. Es verdad que los nuevos caminos suben a los puertos, bordean las laderas, se deslizan por las hoces profundas.
Cuarenta años más tarde, los lugareños parecen alborozados, maldicientes, con exaltaciones y tibiezas incomprensibles. Es la fusión de la serranía y la ribera.
Pero don César presagiaba que nunca se perdería la línea divisoria de entrambas razas; y esa línea sería fuerte como un muro secular y proceroso, lleno de gloria.
«¿Será éste el capítulo postrero de nuestra crónica?». Así acaba el libro.
Don Arcadio abrazó al sabio catedrático en nombre de su antepasado y de toda la estirpe.
Don Lorenzo mostrose frío y escaso de elogios.
No estaba mal la obra; pero le parecía demasiado vehemente; había en ella mucho fuego y poca luz.
Don César, muy pálido, le sonrió indulgentemente.
—Usted ha viajado, sabe de música, de esas cosas de belleza; permítame que yo sepa de Historia. Creo que me concederá...
—¡Sí, sí, concedido! Pero yo no he tropezado en la piedra más menuda de esa muralla.
—¡Pues, nosotros sí! —exclamó tosiendo y con aguda vocecita el fabricante de sombreros—. ¡Nosotros la tocamos y la veneramos! Seremos los mantenedores de la pureza de la raza.
—¡Y yo, al frente de todos! —gritó don Arcadio.
El catedrático le miró con asombro y enojo. ¿Habría criado cuervos con aquella generosa cita de la casa Fernández-Pons? Ese don Arcadio era de una petulancia insoportable. Pero ocultó su herida, y dijo:
—Nuestro grupo ha de ser como el vivero del que saldrán los legítimos árboles de la vetusta heredad de Serosca.
—Algo viejecitos resultan ustedes para ese reflorecimiento —apuntó el artista.
—¡No importa! —repuso don César—. Tengo cerca de sesenta y dos años y casi trae faldillas la menor de mis hijas. Don Arcadio confía en su nieto...
—Y usted, señor Llanos, no se apene —interrumpió don Lorenzo riéndose—. Las Santas Escrituras nos cuentan muchos casos de senectud fecunda...
Y salieron todos a pasearse por las huertas.
Tiempos antiguos. Abuelos y padres del héroe
I
Don Arcadio y doña Rosa se desposaron muy jóvenes, con lucida ceremonia en la parroquia mayor de Santa María. Desbordaba la muchedumbre por los viejos canceles; y en la plaza quedó mucha gente artesana y labradora aguardando la salida de la pareja nupcial.
Aunque los novios pertenecían a las familias más rancias y hacendadas de Serosca, eran bien conocidos y queridos de mozos humildes, porque, de chicos, fueron a la misma escuela y costura. Por eso, al lado del parabién pulido y del rico presente de joyas o prendas finísimas, oyeron palabras y estrecharon manos que trascendían a legón húmedo y artesa, y recibieron el rudo agasajo de alguna orza, de aceitunas aliñadas o una fuente de brescas que destilaban su dulce oro.
Estaba la novia hermosa con las galas de desposada y con las ropas sencillas de señorita lugareña; y de todas maneras parecía triste, de una tristeza blanda y amable.
Decían los amigos de los padres que ese mal de mohína se curaría luego del casamiento; y, oyéndolo se engallaba el novio, que aunque menudo y quebrada color, fue siempre don Arcadio enhiesto y de gentil soltura.
Más serena y firme de lo que todos se prometían estuvo doña Rosa al empezar la boda. Bajaba del órgano una música rizada, acaracolada, hecha de villancicos y retazos de ópera y estudios de Eslava. Venían del altar unas ondas de intensos olores de ramos frescos y de cera ardiente. Y cuando llegó el instante en que el viejo párroco enlazó las manos de los novios y les puso los anillos, sucedió una maravilla en el órgano, porque, de súbito, la melodía balbuciente y ligera, compuesta de remiendos y memorias de un buen hombre, trocose en una armonía apasionada y dolorosa.
Todos se volvieron, mirando hacia lo alto, y se dijeron: «¡Ése que ahora toca es el demonio de don Lorenzo!». Los sutiles nervios de la esposa tan fuertemente vibraron, que todo su delicado cuerpo comenzó a derribarse desde el reclinatorio a la alfombra. El cirio de velada cayose encendido; la llamita prendió en sus largos tules y en el cojín de grana de la madrina. Acudieron los del cortejo para tomarla y socorrerla. El novio, emocionado por el dulce trance, no advirtió el desvanecimiento de la amada, sino después de rodarle su blando y aromoso peso por su hombro y su costado. Enmudeció el órgano como si se hubiera despedazado repentinamente. Y un joven alto, desmelenado, brioso, surgió entre las rojas empaliadas del presbiterio, y tomando las sagradas ampolletas de la misa, bañó con el agua el blanco rostro de la novia.
En la iglesia difundiose un murmullo que decía:
—¡Es don Lorenzo, don Lorenzo, el músico!
Aquella mañana desaparecía don Lorenzo de Serosca.
Se auguraron males de matrimonio que empezaba con esos sobresaltos; pero la vida del nuevo hogar fue clara y sosegada, y a los dos años recibió la gracia santísima de un hijo a quien pusieron de nombre Agustín. Hubo en la casa alegrías y fiestas; y, sin embargo, la señora parecía tan mustia beldad de casada como lo fuera en su doncellez. Don Arcadio creíase dichoso; decía que su mujer era callada y triste, como él era enjuto y descolorido.
Pasó tiempo; creció el hijo; y todo sucedió lo mismo que al comienzo de las bodas. La madre, recogida en su sala de labor; el padre, seco, agarbanzado, siempre leyendo libros de botánica y maldiciendo de las gentes de la Marina en los paseos con sus amigos, el industrial y don César, que entonces iba a la búsqueda de noticias y documentos para su preciosa Crónica.
Alguna vez conversaban del amigo músico; recibían periódicos lejanos con nuevas de sus triunfos. El historiador meneaba su pensativa cabeza; su mirada, su gesto, todo su talante tenían la gravedad del aula, la duda melancólica del sabio: ¡Los aplausos, la consagración! La crítica y el público le parecían antojadizos como mujeres malcriadas. Todo pasaba. Había que preocuparse de las obras perennes. ¡La Historia era eterna!
Y miraba al fabricante de sombreros.
El fabricante asentía, murmurando:
—¡Don Lorenzo; ese don Lorenzo!
Y la tarde de un domingo de Carnaval, estando en las afueras por apartarse de los escándalos y licencias del «antruejo de la villanía», según llamaba el catedrático a las pobres desenvolturas de mascarones y rapaces, olvidando austeramente que en su mocedad aprendiera a tañer el cornetín, requinto, sólo por holgarse en los bailes de Carnestolendas; en aquella tarde, oyeron a su espalda una voz que decía:
—¿Me conocen ustedes?
Y, volviéndose, hallaron a don Lorenzo, pero un don Lorenzo tan delicado y pálido que parecía hecho de marfil, y su cabeza, de plata, de tan canosa.
¿De qué lugares salía el aparecido? ¿Cuándo llegó? ¿Por qué venía al apartamiento de Serosca el aclamado y deseado en las grandes ciudades, llenas de tentación y de encantos que hacen la vida placentera?
A todo fue contestando sobriamente el artista. Salía de su casa, después de reposar la siesta, lo mismo que si estuviera en tarde estival; y aunque no le creyeran, les decía que el júbilo que al verle mostró sentir la familia que le cuidaba, y las tercas cabezadas en las rodillas y el vaho caliente en las manos, que le diera su mastín viejo y ciego, le emocionaron más que todos los aplausos de este mundo.
Y don César insistía preguntándole cuándo llegara y por qué viniera.
Don Lorenzo ofreció a la Historia una sutil sonrisa.
Llegó en el carro cosario que aguardaba en Murta el tren de Valencia. Venía... ¿para qué vendría, Señor?
Todos le miraban.
Quince años faltaba de su casa; no tenía mujer ni hijos ni otro amor que le alumbrase la vida; si era verdad que gustó la gloria, pareciole muy solitaria y pálida, con una luz fría de luna. Su mal era de cansancio de todos los nervios y de otros íntimos dolores que nunca confesó y nunca bailaron alivio ni recompensa.
Ahora sonreían menudamente el historiador y el señor Llanos.
Siempre le creyeron un veleidoso y desconfiaron de aquellos súbitos triunfos.
Sólo don Arcadio tuvo fe en don Lorenzo, aunque nunca le comprendiese ni se cuidase de averiguar sus méritos. Llevole a su casa y le enseñó el retrato del hijo, que ya seguía estudios en Madrid. Largo tiempo quedó contemplándolo el músico.
—¡Qué hijo tan hermoso! —balbució enternecido; y después aspiró devotamente el perfume de la orla de terciopelo labrada por la madre.
Pasaron a la sala de la señora. La voz del viajero había llegado al plácido retiro; y doña Rosa sintiose dulcemente desventurada y desasida de la vida del suelo como la mañana de sus desposorios, cuando en la parroquia cayó la lluvia de armonías del órgano.
Calmados los latidos de sus corazones, la señora volvió medrosamente sus ojos a la quieta mirada del músico. Esforzose; se creyó serena, y ahogándose, le dijo:
—¡Todo lo deja, todo lo abandona para encerrarse aquí! ¿No es una locura, don Lorenzo?
Palideció el artista. Y su amigo, dando una sonora palmada sobre un arcaico bufetillo, que tenía los escaques de ajedrez de un precioso embutido de nácar, gritó:
—¡Es Serosca que atrae a sus hijos, la vieja raza serosquense que le llama! ¡Sí, sí, aunque usted no lo crea!
Nada le replicó don Lorenzo; miraba, a través de la vidriera, la callada tarde campesina.
Pero, de súbito, Volviose:
—¡Yo creo que sí que soy de Serosca! ¿verdad?
Don Arcadio se levantó espantado.
—¿Aún lo duda, aún lo duda usted? ¡Por María Santísima!
II
Todas las noches iba don Lorenzo a la noble casa de don Arcadio. Allí descogía del dorado huso de sus memorias de artista, las amenas jornadas, las espirituales andanzas. Y bajo la sutileza de una ironía, en el silencio de una pausa, aleteaba dentro del pecho de la señora la inquieta paloma de la emoción. Y doña Rosa, inclinando los turbados ojos, tomaba de nuevo la costura.
El esposo leía una vieja revista agronómica. El músico emprendía un lento paseo sobre las flores ajadas de la alfombra. Parábase, de pronto, delante del piano, y alzaba la mirada al perfil en cobre de Mozart, que le regalaron en Viena y que él ofreció a la dama. A poco, ella volvía a dejar en el cestillo la malla o el lenzuelo, y don Arcadio se anotaba alguna curiosa fórmula insecticida.
Era que el artista estaba tocando.
En verano, venía Agustín, y recogido en su aposento del piso alto, devoraba libros de ingeniería. En presencia de las doncellas más principales y hermosas del pueblo, parecía distraído o porfiaba exaltadamente con don Lorenzo de las óperas oídas en el Real, juzgándolas sólo como alumno de ingeniero. Las señoritas hijodalgas se aburrían y fueron casándose con hijos de caballeros de limpia casta serosquense y de otros, entreverados de familias de la Marina. Don Arcadio solía entrar enfurecido al cuarto de Agustín para aconsejarle y reprenderle; pero el hijo le recibía entre libros y rollos de planos, y el padre no osaba acercarse a las murallas de la ciencia, y se marchaba engulléndose su santo enojo.
Acabó Agustín los estudios; quedose en Madrid un año; después una empresa poderosa llevoselo a Barcelona; pronto tuvieron los padres noticia de haber roto con aquella casa y de estar enamorado de una tiple cubana. Le escribió don Arcadio con tronador estilo, recordándole que se debía a la raza; el hijo insistió en pedirle su bendición, porque no podía dejar de casarse con su novia, que por él había renunciado a sus ideales de artista apenas llegada a lo dulce y hermoso de la vida.
Don Lorenzo encareció el sacrificio de esta mujer; el padre renegó de hijo tan descastado. Doña Rosa lloraba.
Y, al cabo, Agustín se casó.
Y una noche el artista, al entrar en la sala, halló a la señora con los ojos enrojecidos por el llanto, y al marido con las manos crispadas sobre los riñones, tropezando en los muebles, derribando los taburetes o escañuelos de las butacas por la violencia de su paso.
—¡Ay, don Lorenzo, qué disgusto tan grande tiene este hombre, y yo qué pena! —gimió doña Rosa desmayadamente.
Don Lorenzo sonrió, y dijo con dulzura:
—En eso de sentirse enojado debe de haber algo de complacencia; será como una picadura que nuestra misma mano irrita con el placer de calmarse el prurito. Yo, claro, lo desconozco porque nunca tuve el gusto de enojarme; yo podré haberme sentido morir de angustia, pero no me recuerdo incomodado o disgustado. En cambio, su esposo ha merecido ese privilegio. La pena de usted, ya es distinto.
—Le advierto que no entiendo nada de lo que usted va hablando —le respondió su amigo, sin mirarle.
—No importa, don Arcadio. Yo digo que la mitad de los que se exaltan por un agravio, dejarían de enojarse si les quitásemos ese deleite furioso de decir lo que dicen, que torna a encenderles, y así van dándose la vuelta como una pescadilla frita mordiéndose la cola.
—¡Reventaríamos, don Lorenzo, si no hablásemos!
—Eso usted lo imagina; pruebe a no comentar en alta voz su despecho, a no dañar con amenazas y maldiciones a los que le rodean, y acaso se harte de estar enfadado. Parece que el malhumor o mal genio obligue al grito del pensamiento para que todos se enteren y padezcan, y que las alegrías se las guarde uno para su regodeo.
—¡Don Lorenzo! —prorrumpió el amigo todo encrespado de paternales iras—. ¡Usted no sabe que llega mañana mi hijo y que trae a su mujer, a la criolla, o lo que sea!
—¿Y eso le enfada y le atormenta?
—¡Es que quiere Rosa que salgamos a esperarles!
—Ustedes y yo, si me dejan lugar en la galera. Viene Agustín, y viene con otra hija muy necesaria en esta casa, demasiado grande y callada. Doña Rosa tendrá compañía, nosotros también; después, a prepararnos para esperar al nieto, que por fuerza ha de ser músico... ¡Y que murmure la catedrática y su sabio marido!
—¡Ah! ¿Usted cree que don César...?
Y don Arcadio consultó su reloj.
Ya dieron las once; había que prevenir muchos menesteres. ¿Se habría recogido el criado?
—¿Usted cree que don César confiaba en que mi hijo se prendase de su mediana? ¿Qué se figura don César? Sabio es y de antigua familia de Serosca, pero casarse Agustín con Anita... ¡No, no! ¡Prefiero la cubana!
Y avisó que preparasen la galera para ir a Murta muy temprano.
Un sol de alegría doraba el melancólico rosal del corazón de la esposa.
III
No se avenían las damas de la ciudad a que Carlota, la mujer de Agustín, fuese de Nuevitas. Ni ellas ni los varones. Ni los legítimos serosquenses ni los advenedizos. Aquéllos eran reposados hasta por la raíz etimológica de la ciudad; y los de la Marina, horbachones hasta por herencia mediterránea. Iban en mangas de camisa, los veranos, por las calles, como si todo Serosca fuese la fresca entrada de sus casas. ¡Y ahora venía una forastera, delgada y descolorida, a recordarles su quietud, su ocio, su poco mundo! Fantasiosa era la pobre mujer. Carlota sería de Canarias o quizá de Mallorca. Y cuando la gentil cubana recordaba con su dulce dejo las hermosuras y rarezas de la lejana patria, las señoras que la escuchaban se miraban sonriendo, y, a la salida, se decían que aquel hablar debía de ser fingido, y embuste cuanto refería, y que desde luego vendría de Mahón, si acaso. Además, no tiritaba de frío ni estaba tendida en hamacas; nada había en ella de país remoto o tropical; parecía también que la hubiesen conocido de antiguo. No era ninguna belleza del otro mundo; agraciada, pero frágil; menuda, morena, la frente chiquita, la nariz gordezuela, la boca grande, siempre gozosa, los ojos negros, que entornaba perezosamente para mirar. La catedrática dijo que se asemejaba mucho a la dueña de una tahona que hubo en la plaza de Santa María. Y ya se convino, se decidió que fuese mallorquina.
En cambio, don Arcadio y doña Rosa sí que creyeron a su nuera de Cuba, y aun de sitio más apartado, según costaba en llegarles al alma, y el vaho, la bruma de distancia que cegaba su vida. Ella añoraba mucho, haciendo un plañido y regaño de criatura —que el suegro no comprendía cómo pudiera hacerse a los veinticinco años cabales—, la delicia de su baño al acostarse; toda el agua de olores, y cuajado de olor caliente y dulce el viento de la profunda noche; pero de su casa, de los suyos, sólo alguna vez nombraba llorando a un hermanito muerto; y todavía sin enjugarse las lágrimas, se iba bajo los manzanos del jardín y prorrumpía en una guajira azucarada, en cuyos versos se nombraban todos los frutos y pájaros exóticos.
Don Arcadio acercábase despacito a la celosía del balcón. Después volvía resoplando nervioso, y cerca de la butaca de su esposa, se detenía, plegaba los brazos, balanceaba su cabecita calva, haciendo crujir el escabel con un taconazo de su zapatilla.
—¡Ya está tu nuera fumando! ¡Si te parece que eso es decente y digno de Serosca!
Del fatigado seno de la señora salía un lento suspirar, que equivalía a esta resignación:
—¡Y qué quieres que yo haga!
Tampoco Agustín les contó de la prosapia de su mujer, ni se entretuvo en su historia. La conoció en la Rambla de las Flores, comprando las que pudo, y acariciándolas, aspirándolas todas como una abeja. No podía apartarse de aquellos fragantes macizos de los quioscos. Iba con una señora flaca y amarilla que traía una toca fúnebre de crespón, atada por una goma al rodete de cabello postizo. Agustín llegose a Carlota, atraído de su porte selecto, de su habla mimosa, de sus puericias y alegría ante la feria de plantas. La seca guarda de la joven hablaba en idioma extranjero. Escogiendo colores de jacintos comenzaron a hablarse Carlota y el ingeniero como camaradas. Ella volvía de Italia; era cubana y estaba huérfana. Sin acabar los estudios de canto, venía a España buscando público del que recibir su bautismo de tiple; en seguida recorrería su isla amada con una de esas farándulas brillantes que pasan a América; quizá se quedase en La Habana, en algún lindo teatro que compraría de sus ahorros...
Agustín escuchaba embelesado ese cuento de aladas ilusiones. La enjuta aya les avizoraba, toda erizada de recelos. Ese español no tenía trazas de galán fastuoso como a las dos convenía. De sus coloquios no podía aguardarse más que un casamiento: la vida lugareña en casa hidalga y aburrida, para Carlota, y la cesantía para ella.
Agustín habló también de sus afanes, de sus designios andariegos. Le atraía el mundo joven, inmenso y fuerte de América; el amanecer glorioso de aquellos pueblos habría de ser propicio a empresas estupendas, obras ciclópeas de ingeniería, fabulosos negocios. Ahora había de reducirse a montar molinos de aceite en algunos pueblos de Cataluña y Extremadura, solo y libre para confinarse, cuando hiere su gusto, en su casa de Serosca, de honda paz, amiga del estudio.
Todo le fue ofrecido a Carlota. Y la brava gallardía, el ímpetu y la nobleza del ingeniero, la promesa de una familia y la de los viajes a la dulce patria, derribaron los dorados alcázares de los sueños de gloria, y de tiple en ciernes pasó la cubanita a nuera de don Arcadio.
Menos de lo que aquí se refiere contó el hijo a sus padres.
Es cierto que, por entonces, recibió Agustín aviso de ir a Alemania, y tal vez no hubo vagar para un detenido relato. No bien pasaron quince días de la llegada, salió el ingeniero de Serosca. A los tres meses volvió anunciando que había de ir a Bélgica. Regresó pronto, y sin apenas descanso, tuvo que partirse a Suiza. Este hombre cruzaba vertiginosamente toda Europa; y en sus rápidos días de hogar no hablaba más que de sus viajes y construcciones. Parecía traer los rumores, la emoción delirante de los pueblos cosmopolitas, el fragor de las maquinarias, en cuyos recintos cabía Serosca con su melancólico castillo roquero.
Veía don Arcadio que Agustín se apartaba para siempre del augusto solar de su raza. Cuando estaba en Serosca, no salía, no pedía saber de sus amigos de antaño, no se interesaba ni por sus heredades donde jugara siendo chico. Nada suyo quedaba en él.
Y al preguntarle el catedrático, o el señor Llanos por su hijo, el noble varón exclamaba:
—¿Es eso tener hijo? ¿Diría alguien que esa criatura es de Serosca?
Don César y el industrial balanceaban sus cráneos amargamente.
Y don Arcadio, herido de aquella piedad, gritaba con altivez:
—¡Les advierto a ustedes que sigo siendo el mismo! ¡Tengo un pueblo en mi sangre!
—¡Ah, eso desde luego! —exclamaban los otros.
Y después el historiador le decía al fabricante:
—¿Usted cree eso del pueblo?
Brillaban maliciosos los ojillos del señor Llanos; hundía sus manos velludas en las faltriqueras de los pantalones, y murmuraba:
—¡Ya verá, ya verá cómo acaba esta casa!
—¿Pero usted cree...?
—Por lo pronto, han cerrado la tenería a pesar de su fama y de su origen casi histórico.
IV
Juan Crisóstomo, Wolfango, Teófilo, Mozart, Pertl nació en Salzburgo el 27 de enero de 1736. Sus padres fueron famosos por su hermosura. Pero un biógrafo alemán dice que Wolfango no era de muy buen talle ni de facciones gratas.
—¡Eso no puede ser, don Lorenzo de mi vida! —protestó Carlota, descolgando la hoja de cobre donde estaba grabado el busto del maestro—. ¡A mí me parece muy lindo este hombre, diga lo que quiera ese señor alemán!
Don Lorenzo sonrió con dulzura, y también contempló embelesadamente la cabeza del genio.
—...Mozart murió a los treinta y seis años, Carlota. Una tarde de abatimiento, de tristeza de artista y de predestinado, se detuvo bajo sus ventanas una carroza negra. Un hombre pálido, seco, frío, presentose delante del músico, diciéndole: «Me envía un admirador vuestro, poderoso y desventurado, para que le escribáis un Requiem. Yo os ruego que dejéis en esa obra todo vuestro genio; será ofrecida a la memoria de un muerto que él amaba mucho. ¿Cuánto tiempo necesitaréis para escribirla?».
Mozart, estremecido y como traspasado por la mirada de aquel hombre, le respondió: «¡Cuatro semanas; pero decidme quién os envía!». El hombre pálido apartó la mano del maestro, que pretendía retenerle; puso encima de la mesa cien ducados, y murmuró: «Al cumplirse ese plazo, volveré». Después, inclinose sonriendo heladamente, y desapareció.
La impresión de aquellos dedos y de aquellos ojos penetraron en lo hondo de la vida de Mozart.
Trabajó con angustioso delirio. Se retorcía, se deshacía bajo su lámpara. Una noche, Wolfango se vio en un espejo, y horrorizose de su demacración, del fulgor de calentura de su mirada, de la profundidad de sus órbitas. Se asemejaba al hombre pálido de la sonrisa, pero ya muerto.
Y sonrió trágicamente, murmurando: «¡Me estoy escribiendo mis funerales!». Sus dedos de cera no podían tener la pluma. Todo su cuerpo se doblaba rendido. Su mujer había de consolarle y hablarle como a un niño enfermito. —«¡No acabaré la obra!»—, gemía el maestro. Y pasado el plazo, Mozart se asomó vacilante a una ventana, esperando la enlutada carroza. Parecía que el tiempo se hubiese parado en el cauce de soledad y de silencio de la calleja dormida bajo el crepúsculo. Y el maestro confió. De pronto, llamole su mujer; y al volverse el enfermo vio al hombre pálido que se le inclinaba. «¡No pude cumplir mi promesa, no pude! ¡Miradme cómo estoy!». Y el desconocido le dijo: «¿Cuánto tiempo pedís para acabar vuestro trabajo?». Y él respondió: «Cuatro semanas más». Contó el otro cincuenta ducados, y los puso sobre la mesa. Entonces, Mozart se le acercó, preguntándole su nombre. Y apartose el desconocido, diciendo: «¡Vendré!».
Mozart quiso que le espiasen, para averiguar quién era. Un criado fue siguiéndole. A poco, regresaba confesando que había perdido sus huellas.
El maestro trabajó de nuevo arrebatadamente, atormentado por el recuerdo del fantasma del hombre pálido. Padeció exaltaciones y desfallecimientos dolorosos. Los últimos latidos de su corazón grabaron las notas postreras del Requiem. Esta vez oyose en la casa el pesado rodar de la carroza negra. Pero Mozart estaba tendido, lívido, muerto, bajo un manto de crespones...
Carlota dio un grito largo, de congoja y horror.
Una sombra avanzaba por el hondo pasillo.
Despertose don Arcadio y saltó de su butaca.
—¡Esta criatura nos matará!
Lloraba doña Rosa, mirando a don Lorenzo, cuyos brazos acudieron a sostener el cuerpo convulso de la cubana, más frágil entonces porque se acercaba a la maternidad.
La sombra que la había crispado de miedo, avanzó trocándose en lumbre gozosa.
Era Agustín que de improviso se presentaba en Serosca. Le rodearon amorosamente. Llegaban las fiestas de la Pascua; avisárale su mujer que iba a cumplirse el término de su estado. Y allí le tenían.
Esto sucedió en la velada del domingo de Ramos.
V
Acabándose la tarde del Martes Santo, parió costosamente la mujer de Agustín un hijo muy hermoso que plañía tan recio que a todos maravillaba.
Don Arcadio y don Lorenzo se abrazaron junto a la vidriera de la alcoba.
—Yo le juro —exclamó conmovido el abuelo— que nunca, ni siquiera al nacerme el hijo, sentí la grande, la rara emoción de ahora. ¡Y debe de ser ese llanto, ese llanto tan poderoso, que me parece que lloren todos los míos...!
Salió Agustín llevando en sus brazos el recién nacido, arrebujado en una fazaleja velluda.
Conteniendo el aliento y oyéndose el corazón se le llegaron su padre y el artista. No podían las manos del abuelo, de tan temblorosas, descoger el embozo de la envoltura. Y al acercar las suyas el amigo, surgió entre los blandos pliegues una manita de matiz y suavidad de flores, de plumón, de seda. Nadie osaba tocarla ni besarla por si se deshacía. Apartole don Lorenzo la toalla, y apareció todo el desnudo corpezuelo con sus tiernas ajorcas de carne sonrosada, la cabecita todavía sudada y brillándole de la grosura y de una graciosa pelusa de oro.
Contemplábanle con amoroso afincamiento; y parece que el infantico lo sintió, y abrió los ojos. Entonces fue el reír, el gritar, el llorar, el pasmarse todos los que estaban en la sala. Aquellos ojos no sólo veían ya, sino que miraban, y resplandecían con malicias y luces de inteligencia.
Acudieron los criados añadiéndose al placentero grupo. Camila, una sirviente antigua de la casa, llevada de su inmenso júbilo cantó, brincó como pudo, festejó y hasta fingió animales para divertir al nuevo señor.
Vinieron don César y el señor Llanos y otros amigos con sus familias; y a todos les fue mostrado el pequeño, que ya lloraba pidiendo el calor de la madre.
Y don Lorenzo lo tomó y lo puso en el regazo de la abuela.
Quedó lastimado de la extenuación y palidez de Carlota. Desaparecía su primoroso cuerpo en el blanco oleaje de la cama; y sobre aquel trono de su dolorosa maternidad resaltaba la profunda negrura de sus ojos y de sus cabellos. Toda la fuerza, toda la vida la dejaron sus entrañas en el hijo. La voz, el gemido de la dulce mujer sonaban como si viniesen de un pecho lejano. Gimiendo y sonriendo le pidió al músico que fuese el padrino. Sería madrina la abuela.
La marchita señora bajó su frente a la pureza del nieto.
Después Carlota llamó al artista, y le dijo:
—¡Quiero que lo haga usted músico! ¿Sabe?
Su blanda vocecita se quebraba.
—¡Lo que yo quiero —exclamó don Lorenzo con apariencia de firmeza— es que le dé usted una teta a ese rapaz, que se está chupando los puños como si tuviese un año!
Oyole el catedrático desde el sofá de la sala, y le llamó.
—¡Don Lorenzo, por Dios, los recién nacidos no maman hasta pasadas veinticuatro horas; y entonces toman del pecho los calostros! Es verdad que la Historia trae ejemplos de prodigios de lactancias...
El músico apartósele sin aguardar la cita, buscando remedio para el hambre del ahijado.
Pronto volvió fundiendo un grumo de azúcar en una copita de agua con azahar.
En tanto se hablaba y prevenía todo para el bautizo.
Pidió la madre que retrasasen la ceremonia hasta que ella pudiera levantarse y salir; quería ver la cabecita tierna y desnudita sobre la pila; llevar agua templada; enjugar bien a su hijo y arroparle, porque el baptisterio de Santa María estaba en el lugar menos abrigado de la iglesia. ¡Cómo se conocía que los capellanes no eran más que padres de almas, y aunque fuesen como fuesen, no eran nunca madres! Todo lo fue repitiendo el músico, y defendió los deseos de la parida.
Y no hicieron caso de ella ni del padrino.
Tampoco las cristianas costumbres de Serosca consentían esa espera.
En Serosca se bautizaba a las criaturas al día siguiente de venir al mundo; y, siendo posible, el mismo día. La tardanza era comentada muy ásperamente; y de ese desabrimiento participaba el recién nacido, a quien apenas se le besaba, no viendo en él sino un trozo de carne, y aún menos: un hereje, un hereje pequeño, pero al fin un hereje hasta que recibía la purificación de la sal de sapiencia y de las aguas de la gracia.
—Lo que me parece una herejía —repuso don Lorenzo— es que se le saque y exponga al frío del agua y del templo apenas salido a la vida del seno caliente y amoroso de la madre.
—Y usted, amigo mío —dijo gravemente el historiador— ¿usted se tiene por partidario del baño, y encomia el amor al agua, creyéndolo un culto de los pueblos adoradores de la belleza y de los pueblos modernos y fuertes?
—Yo soy partidario muy devoto del baño dentro de la casa, con agua nueva para cada cuerpo, y de que a los niños los bañe y los lave la madre. Por lo demás, no soy un trozo de carne ni un renegado. Usted sí lo parece hablando de la higiene...
Acaso el contento y la efusión de la paternidad hicieron rebrotar las secas raíces étnicas del andariego Agustín, porque sin atender razones de su compadre ni blandas querellas de su esposa, acomodose a que el bautizo se hiciese a la siguiente mañana, luego del ensayo del Miserere que había de dirigir el músico en el oficio de Tinieblas.
Hablose después de los nombres del hijo. Carlota indicó el de Agustín, Wolfango y Lorenzo.
—¡Wolfango, Wolfango! —repetía pasmadamente don César—. ¿Pero es católico ese nombre? Hay en Alemania un copioso linaje de Wolf, que huele a filósofo. ¿Con doble ve? Con doble ve la Historia cita a Waldemaro I el Grande y Waldemaro II, III y IV de Dinamarca; a Waldemaro de Suecia; a Wladimiro I y II de Rusia; a Wladislao de Polonia; a Wenceslao de Polonia, otro de Hungría y otro de Bohemia; a Wenceslao de Alemania, de la casa de Austria; todos después de Jesucristo. ¡Pero Wolfango!
—¡No escudriñe usted más! —dijo el padrino—. Sea trocado por Juan Crisóstomo, que también llevaba Mozart este nombre.
Condescendió Agustín, aunque porfiando que antes se le pusiera el del abuelo.
—¡María Santísima, de ninguna manera! Bien que se llame como yo y como su padrino, y aun como aquel señor que decían ustedes; pero su nombre principal ha de ser el de mi padre y el suyo: Agustín. Quiero un Agustín muy mío.
Y don Arcadio suspiró, añadiendo en los profundos de su alma: «¡Agustín III!».
Eso acordaban, cuando vino la vieja criada diciéndoles que matasen la lámpara y mirasen por las vidrieras.
Quedó obscura la sala; abrieron los postigos de los balcones, y apareció el huerto todo blanco, sumiéndose en una nevada fina y silenciosa.
No, no era posible acristianar al nieto... Lo comprendió malhumoradamente don Arcadio. ¡Cuán indiscretas algunas mujeres para el parto!: ¡en Semana Santa, y nevando! ¡No, no había ni que pensar por entonces en bautizo! ¡Qué diría Serosca, la antigua Serosca! —que de la otra no se le daba un ardite al hidalgo.
VI
Ya estaba la rancia levita, de rico paño frisado, ahuecada en el respaldar de la butaca, exhalando la fragancia de la caoba del ropero. Después, don Arcadio sacó del escriño la hermosa botonadura de gemas, y cuando iba a enjoyar la bordada camisa, entró Agustín espantado, transido, con las manos rojas de sangre. Gritó su padre al verle. Acudieron todos a la alcoba de la puérpera. Vino el médico, y sólo pudo presenciar los últimos instantes de la cubana, que sonreía enajenada, mirando a su hijo, blanca, transparente, exhausta de la hemorragia torrencial.
—¡Qué Jueves Santo! —exclamó don Arcadio, contemplando el lecho empapado de la desbordada vida.
Volvió a su dormitorio; guardó las solemnes joyas familiares, y dijo que avisaran a don Lorenzo para que asistiera por él en la parroquia a la procesión del Monumento.
Derretida la nevada bajo el sol grande y bueno, la ciudad, los montes y el campo de llanura y el cielo, todo se ofrecía luminoso, sereno, purificado y como vestido de la pompa sagrada y melancólica del Jueves Santo.
En esta Semana Mayor, era Serosca, para don Arcadio, la Jerusalén de la luna de Nisán, y era la Serosca vetusta, cristiana y procer.
Las gentes devotas que pasaban traían las galas, con las arrugas de los arcaces, de la misma época de su levita.
Asomado a las rejas voladizas del escritorio, mirando la augusta mañana, fue abismándose en sus recuerdos.
Se veía sosteniendo la vara del recamado baldaquino; llevábala siempre lo mismo que su padre, imprimiéndole una leve inclinación de reverencia; a su lado brillaba la dalmática del diácono, cuyas manos recogían la punta de la capa pluvial del arcipreste, rendido por humilde fervor y por la fastuosa pesadumbre del paño de hombros. Los místicos humos del incienso nublaban las figuras del subdiácono, del juez, del notario y de un viejo cruzado caballero santiaguista, de limpia alcurnia serosquense, que casó en Orihuela y acudía todas las semanas santas para empuñar su vara del palio, cayéndole el manto como un torrente de gloria. Les envolvía el olor de riqueza de los tisús, el olor de panal de los cirios encendidos y del romero hollado. Les rodeaban los cantores que iban dejando las lentas estrofas del Pange lingua como otro humo sonoro que se perduraba flotando sublimemente en las arquerías. Un hombre ancho, roblizo, gigantesco, apodado Goliat, acompañaba el himno con el trueno de cobre, desgarrado y profundo del serpentón que le subía por la espalda como un monstruo, se le retorcía por el cuello, y allá en lo alto abría su boca desaforada. Don Arcadio, el señor Llanos y el catedrático guiaban los varales de la diestra; ellos eran símbolo y cifra de la varonía del abolengo de Serosca. ¡Lo sabían todos! ¡Oh ceremonia excelsa, que hacía surgir, inmaculada y fuerte, la evocación de la antigua raza! ¡La vieja Serosca daba guardia de honor a Jesús en la Eucaristía! Y este año, un comandante de Carabineros, enriquecido y jubilado, sabedor de que el cruzado caballero tuvo, al mediar la Cuaresma, un ataque de gota, osó pedir el varal de la sacra seda por si aquél no viniere. Pero avisado el tullido juró arrastrarse por las losas de Santa María antes que se bastardeara la orden caballeresca del Santo Palio. ¡Y él, él desertaba! ¡Oh, si faltase don Lorenzo!
De allá muy hondo salía el gemido de su hijo. ¡Ese hombre tan disipado y brioso, cómo lloraba! Hacía un aullido de viento de otoño. Acercose a la alcoba de la muerta.
Agustín, con las manos aún ensangrentadas, acababa de amortajar a Carlota. No consintió que nadie la tocase. El netezuelo dormía en el regazo de la abuela, que le iba lavando con algodones húmedos, tibios, suavísimos, la sangre de la madre.
Volvió don Arcadio a su aposento.
Comenzaron a tocar las campanas, delirantes, inmensas, gloriosas.
Ese clamor de triunfo y despedida del gozo de la Iglesia llegaría hasta las cumbres de los montes, dejando en las abruptas soledades el latido de emoción del cristianismo.
Estaba la plaza desierta y dorada de sol. Los gorriones saltaban picando la verdura recién nacida y las migas de la merienda de los chicos que, en la tarde pasada, se holgaron con sus carracas de martillo.
El campaneo traspasó de ternura toda la vida de don Arcadio.
¡Ahora se acercaría la procesión al Monumento, tan delicado y oloroso de mayos, palpitante de candelas encendidas! Avanzaría el palio...
Y el buen caballero avanzó haciendo el paso grave, magnífico, procesional como si oyese el retumbo del helicón...
Callaron las campanas. Y todo Serosca sumergiose en silencio, un silencio que parecía caer de lo alto, de la infinita y azulada campana del cielo, muda ante el comienzo de la Pasión del Señor.
Huyeron despavoridos los gorriones porque se acercaba un pisar duro, presuroso.
Asomose don Arcadio a las vidrieras, y pálido, trastornado, gritó:
—¡María Santísima, don Lorenzo! ¡Y la procesión arrodillada ante el Sagrario!
Entró el amigo. En lo hondo de la casa seguía arrastrándose el gemido del viudo...
El músico alzó los ojos a la augusta mañana del Jueves Santo.
—¡Y en un día tan hermoso se desangra una madre tan jovencita que parecía una virgen!
Quiso verla. Pero don Arcadio le contuvo medroso y enfermo de ansiedad.
—¡No fue, no fue usted a... Santa María!
—¡Yo qué he de ir! Ahora supe la desgracia, ya en las afueras, que quería ver los sembrados después de la nevada; allí vinieron a contármela, y aquí me tienen...
Y don Lorenzo perdiose en las suaves penumbras del pasillo, mientras don Arcadio murmuraba:
—¡Perdón, Serosca, si el comandante, ese comandante, ha llevado mi vara!
VII
Después del Miserere diose cuenta don Lorenzo de que sus amigos, postrados por la repentina desventura, nada le dijeron del entierro. Y marchose diligentemente en busca de don Arcadio. Halló la casa silenciosa, apagada. Sólo de las habitaciones del jardín salía la claridad de las luces de la muerta. Las criadas parecía que caminasen descalzas; respondían sigilosas y suspirando, y dentro, en la holgura de la cocina, de tiempo en tiempo, sonaba una risa reprimida, una palabra rota, bullicio de mozas y labradores que vinieron de las heredades para velar.
Don Arcadio estaba paseando por la fosca sala cuando llegó el músico. El estrado, la alfombra, todos los muebles, todo el recinto, olían a ropas, a mantillas guardadas, a gente. Hasta familias enteras de escaso trato con los Fernández-Pons, descansaron allí de la visita a los Sagrarios para saber y dolerse de la desgracia. Y casi nadie conociera a Carlota. Solo estuvo don Arcadio estrechando manos y repitiendo la súbita muerte. Doña Rosa cuidaba del huérfano. El viudo se asomaba a la alcoba, salía al huerto; desde un retorcido granado de las orillas de la alberca, miraba la ventana alumbrada; volvía junto a ella; se iba; echado en el sofá comedor contaba los cuadros, los sillones, las copas rizadas, antiguas, que le miraban resplandeciendo desde las arcaicas alacenas de roble. Un crujido, una pisada hacíale acudir anhelante a la alcoba. Despabilaba los cirios y raía las arandelas con las manos; los dedos le punzaban del latido de las quemaduras; se le pegaban; y huía mordiendo una bola de cera...
Don Arcadio pidió una lámpara, y respiró, complacido de la presencia de don Lorenzo. ¡Oh, y qué harto de las gazmoñerías de las visitas y cuán cansado de su soledad! ¡Aquella soledad le sobrecogía como si paseara dentro de su sepulcro!
Hablole el amigo. Y de pronto le interrumpió gritando:
—¡María Santísima! Pero ¿nada está hecho? ¿No se lo dijo Agustín? ¡Si es que yo confiaba en usted! Me preguntaban, me preguntaban, y siempre decía lo mismo: Se lo encomendamos todo a don Lorenzo. ¡Y mañana, Viernes Santo!...
Dispuso el artista que fuesen a la parroquia y buscasen a los funerarios.
Pasaron al escritorio; sentáronse frente a la mesa. Don Lorenzo tomó pluma y papel. Puso el nombre de la muerta. Y quedose repitiéndolo:
—Carlota... Carlota...
¿Cómo se llamaría esta pobre criatura? Y lo preguntó tímidamente. También don Arcadio se detuvo musitándolo:
—Carlota... Carlota... — y se alisaba el canoso vellón de su barbilla; se estregaba los ojos; se pellizcaba el labio con el pulgar y el índice, se lo mordía; tuvo tos... —Carlota, Carlota, pero ¿Carlota qué? ¡No recordaba los apellidos, o no los supo nunca!
Acucioso, sobresaltado buscó en el bufete la cédula de la inscripción del nieto. La hizo don Lorenzo; fue en papel procesal de una escritura caducada. La encontró y decía: Agustín, Arcadio, Juan Crisóstomo, Lorenzo... Pero llegando aquí la nota, se había abandonado el bautizo por la nevada, y no se pasó de estos nombres.
Llamaron a Agustín. Sin mirarle, con apariencia de mucha presura y de estar con afanes que disculparan un olvido que tanto había de afligirle, le preguntaron los apellidos de Carlota.
El viudo les miró con un aturdimiento que espantaba, y salió sollozando; postrose de rodillas junto al lecho, y hundió la frente en el vientre hinchado del cadáver.
Pero urgía disponerlo todo; y la mano del amigo tocó su hombro.
—¡Perdóname! No queda tiempo; y nos aguardan.
Alzose Agustín; llevó a don Lorenzo por los tenebrosos corredores; atravesaron la sala familiar de labor; fueron al huerto; llegaron bajo el granado. Y allí refugiose en los brazos del músico.
Tan de niño era su lloro, que don Lorenzo creía amparar al hijo.
—¡No me consuele; no me anime, que no es pena lo que ahora tengo: no me consuele...! —gemía Agustín retorciéndose, golpeándose—. ¡Tan ligeramente la quise, fui tan distraído o criminal con ella, que yo no sé o he olvidado cómo se llamaba Carlota!
—¡Que no lo sabes; no sabes tú cómo se llamaba tu mujer!
—¡Por Dios, don Lorenzo! ¡No lo sé! ¡Maldito sea yo! ¡Si no me acuerdo! Acaso el primer apellido sea Enríquez; pero ¿y el segundo? Y tampoco; tampoco recuerdo lo de Enríquez. La quise, ¡yo le juro que la quise sin fijarme en ella, sin complacerme en ella!... Ahora es cuando rae detengo amándola, y la veo en todos sus instantes.
Y no pudo seguir por la congoja. La imaginaba apacible y sumisa, sin quejarse de su vida de abandono, ahogándose en una angostura de bondad y de indiferencia, y ofreciendo a todos la delicia de su sonrisa. Ahora, ya muerta, ya perdida, se le presentaba clara, cercana, toda la esposa palpitante de amor, con esa belleza delicada, que sus ojos aturdidos no miraron, llena de gracia, de una gracia sutil, invisible para los rudos y para los demasiado vehementes y los demasiado buenos. ¡Señor, él la quería ahora, y la quería en la aflicción, en la exaltada angustia de su muerte porque no supo amarla viva!
Salió el padre buscándoles. El rumor de sus voces y de los sollozos le fue guiando entre los árboles, cuyas ramas cimeras comenzaban a recibir una lumbre pálida, húmeda y santa de la luna que alumbró la soledad del huerto de los Olivos.
Don Arcadio pensó que le estallaba el cráneo y la garganta oyendo a su hijo.
—¿Que no sabes los apellidos de Carlota? ¡Tú tampoco!
—¡Cállese, por Dios! —le imploraba Agustín que se sentía arrebatado por el ansia dolorosa de culpar al padre de desvío hacia la muerta.
—Pero ¿es que no tenía... linaje?
El hijo rugió:
—¡Nosotros se lo quitamos; nosotros!
Y arrepintiose de su impureza, de su injusticia acusando a otros:
—¡Yo solo —balbució abrazándole—, yo sólo soy culpable y ruin!
—¡Si es que además de todo eso que dices —insistía don Arcadio en su asombro—, no entiendo, no me explico ese olvido tuyo, ni el nuestro!, ¡claro! Pero ¿el tuyo?
Quejose el hijo; y don Lorenzo medió para mitigarle las heridas que, sin querer, le desgarraba la simplicidad del padre.
—¡Déjeme, don Lorenzo! Cálmate, Agustín. Vamos a ver: ¿no tienes documentos, algo de tu matrimonio, papeles de Carlota que te enviarían de Cuba?
—¡Qué me importan esas cosas! ¡En mí, en toda mi vida debieran estar escritos! ¡Qué vale la pérdida de unos documentos!
—Pero ¿los guardas, los tienes?
—¡Si no lo sé, Señor! ¡Quizá los dejara en Barcelona, o estén en aquel cofre viejo de mi cuarto de estudio!... ¡Carlota... Carlota Enríquez... Enríquez... debe ser Enríquez! —Y se hincaba las uñas en la frente.
Había entrado la luna llena en el huerto; y abrió la obscuridad de la alberca que parecía un arca de plata colmada de joyas y de vestiduras blancas, purísimas, de todas las esposas que murieron tristes.
Volvieron a la casa. Quería don Arcadio que su amigo subiese al estudio del hijo para escudriñarlo todo. Pero pasando junto a la alcoba, Agustín, desfallecido, contuvo a don Lorenzo y le pidió:
—Venga conmigo, ¡me da vergüenza pasar yo solo! ¡Que venga mi padre, que venga también mi madre!
Apareció doña Rosa con el nietecito dormido en sus brazos.
Todos rodearon a la muerta, mirándola, mirándola.
En los labios de Carlota quedaba una dolorida sonrisa de perdón para toda la noble casa.
La veía Agustín; la adivinaba don Lorenzo. La recogió también doña Rosa.
Y la voz del catedrático, que entonces llegaba, dijo:
—Ha quedado muy natural; parece que duerma. ¡Es lástima que le hayan apretado tanto la boca para cerrársela!
Don Arcadio llevóselo al escritorio. El sabio comenzó:
—Ningún pueblo tuvo, como el egipcio, tan acabada idea de la eternidad. El embalsamamiento de sus cadáveres, sus cenotafios, sus ceremonias funerarias...
Pero don Arcadio no le escuchaba, repitiéndose:
—Enríquez, de primer apellido...
Y apresurose a apuntarlo.
—¿Qué son las pirámides, sino...?
El huérfano lloraba.
VIII
Por mandato de Agustín quedó toda la alcoba como la dejara la muerta: los colchones tendidos y desnudos; las almohadas, con la huella de la cabecita; la roja cobertura de damasco desplegada y caída a los pies del lecho. De un perchero de ciprés colgaba una camisa femenina, larga, amplia y cándida, como una casta túnica; y al tocarla desprendía un leve perfume de cuerpo dormido. Bajo la butaca de seda pálida, se veían juntitas las perezosas chinelas. En el tocador brillaban, traspasados de sol, los pomos de esencias y copas de medicamentos; dos frascos angostos, con los cepillitos levemente sonrosados de elíxir, como si aún retuviesen la frescura de la boca; la jabonera de plata, abierta, mostrándose la pella blanca y olorosa, adelgazada por los brazos y manos de la amada. Hasta la luna del armario moderno, traído de Barcelona, parecía que esperase la descuidada imagen de ella.
Agustín paseaba sombrío, hastiado, por el huerto verde, rumoroso y abundante de los favores del verano; subía a su cuarto, y miraba con odio la vieja ciudad quemada de la lumbre estival; y la maldecía y la acusaba de seca, de no haberla querido y llorado. Carlota le sonreía desde el azul, resignada y buena, lo mismo que al arribar él de sus viajes, perdonándole sus ausencias y premiándole la felicidad de sus rápidos momentos de amor.
Don Arcadio le llamaba en la hora de las comidas. Apenas conversaban. Le daban partidos los manjares; le escogían las frutas más sabrosas de los árboles de casa. Le decían cuantas noticias de Serosca pudieran divertirle. Tornó don Lorenzo a contar sus aventuras de artista viajero. Y Agustín permanecía frío y hosco. Buscaba un retraído sillón de la sala donde su madre hacía labor con la cunita del huérfano delante de sus ojos. Le seguían todos.
El padre volvía a insinuar elogios de algunas familias. Y el viudo huía al dormitorio de la muerta, y besaba enloquecido las ropas que ciñeron su carne, las cosas que tocaron sus manos, inflamado de una tardía pasión desesperada, llena de sueños deliciosos, de horror y lacerias.
Enfermó de fiebres y deliquios. Una noche culpó a su hijo de la muerte de la madre, y no quiso besarlo. Después, arrepentido, levantose de la cama, lo tomó en sus brazos cubriéndole de caricias y de lágrimas.
Sus violencias, sus ternuras y su silencio atemorizaron a todos; sentían un miedo ciego de infortunios, que parecía que ya anticipaban su sombra sobre el hogar.
Una mañana pidió Agustín la galera; dijo que iba a Valencia. Y no volvió más.
Desde Génova escribió despidiéndose a punto de embarcarse para Filipinas. No podía vivir en Serosca. El reposo y el amor de su casa; la amorosa compañía del músico; la sonrisa de su hijo, aquel sutil aroma del bien perdido y la emoción de vida de la muerta, que al principio de su viudez le desgarraban, le hirieron después con blandeza, y quizá acabasen por ungirle las llagas y curarle, como se cura un enfermo que queda lisiado, y llegaría a ser doloridamente dichoso. ¡Y no quería serlo! Se hubiese despreciado viviendo en la quietud de Serosca, manteniéndose de quimeras y recuerdos, no habiendo querido las mieles de la realidad al lado de ella. Lo que no hizo en vida de su mujer no podía ahora otorgárselo a sí mismo. Se apartaba de su hijo como una expiación de su pasado. Huía; y en la huida se entregaría rudamente al trabajo. Adivinaba una lenta decadencia de su hogar; y él ansiaba fortalecerlo por sus padres y por el huérfano.
Mucho se afligieron don Arcadio y doña Rosa. Nuevamente perdían al hijo; pero les consolaba el artista diciéndoles que era preferible imaginarle afanoso en países lejanos, que no tenerle cerca devorado por sus pensamientos.
Comentose también la carta delante del catedrático y del fabricante.
Ellos la aprobaron como amigos leales; pero las luminarias de esperanza, otra vez prendidas en el corazón de don César, que además de historiador era muy casamentero de sus hijas, quedaron casi apagadas. Sin embargo, Agustín estaba libre, y volvería.
Y habló de su «Compendio» de Serosca. Asustaban sus macizos de datos. Para el último capítulo necesitaría los de los Fernández-Pons. Y don Arcadio ofreciole la casona de «El Almendral», donde podía escribir con todo sosiego durante las próximas vacaciones.
Ya en la calle, el catedrático adoleciose de la soledad del amigo.
—¡Qué lástima! Y ese Agustín...
—¡Ese Agustín —cortole el señor Llanos— no puede estar quieto en ningún sitio; ni más ni menos!
—Yo estimo —afirmó don César— que Agustín es un temperamento eminentemente histórico. Ese hombre triunfará.
Murió Agustín al tercer año de su huida. Desde Cebú enviaron un recio atadijo de revistas, planos, ropas y un arco indio. Eran los únicos bienes del ingeniero.
Lloraron los padres y don Lorenzo, mientras el huérfano aplaudía gozosamente viéndose su traje de luto, el primer traje de hombrecito.
La niebla de tristeza de doña Rosa durmiose para siempre encima de su alma.
Edad Media. Serosca la Nueva. Infancia de Agustín
I
Oída misa de ocho, hacía don Arcadio la compra, costumbre heredada de su padre, que fue tan entendido en eso de escoger y mercar los peces más delicados y la carne más tierna, que parecía que sólo con el olor supiese el paraje del mar de donde salió un lenguado y la hora precisa de su muerte, o la pastura que mantuvo en vida a la res desollada. La uña y el vientre de vaca, o el seso y la criadilla de cordero, y otras delicadezas y enjundias, tan raras en las mesas serosquenses, porque el terrible fondista de «La Esperanza» las arrebataba para sus viajantes, casi todos de casas catalanas, nunca faltaban en la de aquel Fernández-Pons, sin costarle adehalas ni usar de arterías y adrollas como el huésped.
Muerto el padre, y casado don Arcadio, quedole como vinculado y honorífico el ministerio de viandista; y cuando la vieja ama de llaves recogía en su cesta lo que su señor pagó y apartó en puestos y garabitos, y después, en casa, se sabía el precio todo eran zumbas de las mozas, murmuraciones de la dueña y lamentos de la señora.
Pero don Arcadio nunca se dejó persuadir de los avisos y protestas de las mujeres. Un mandato íntimo le llevaba al mercado.
Solemnizaba los domingos y santas festividades asistiendo también a la misa conventual. Cantaba el Oficio Parro y pertenecía a la Vela Nocturna de Caballeros.
Principalmente era devoto de Nuestra Señora, pero de Nuestra Señora de Serosca, que hizo su maravillosa aparición el 5 de octubre de 1715, encima de un ciprés.
Probaba el hidalgo su hiperdulía lugareña rezando el rosario antes de la cena. «¡Por la señal!», gritaba saliendo a los pasillos; y luego de persignarse, cruzaba las manos a la espalda, pendiente el largo abalorio, y guiando el rezo con voz de novena. Desde la sala, le seguían las oraciones doña Rosa, las fámulas y, a veces, las familias del señor Llanos y don César, haciendo un rumorcito de místicas quejumbres.
Y cuando el señor llegaba al Regina Sanctorum omnium, la cocinera escaldaba los huevos en la sopa de patata y cebolla, de cebolla muy quemadita.
Iba siempre don Arcadio a la parroquia arciprestal, cuyos muros de un hermoso color tostado, con óvalos verdinegros de la lluvia de los tejaroces, tendían sus sombras hasta la azotea de la patricia casona.
En esta amada iglesia plateresca recibió el bautismo, le confirmaron, se desposó; hizo cristianos a su hijo y a su nieto; en la frescura de su nave se refugiaba, siendo muchacho, aburrido de jugar al herrón o a la peonza, y se divertía mirando los exvotos de cera y tablas que colgaban a racimos en el camarín de la Patrona. Tres pinturas de milagros le emocionaban entre todas: la de un molinero cayéndose a la presa espumosa, y en el trance horrendo de ser enrodado invoca a la Virgen, y las muelas se paran súbitamente. Otra de un mercader de ganado: un toro bermejo, enfurecido, espantoso, le acomete, lo levanta sobre su cuerna descomunal; el pobre hombre reza una jaculatoria; el toro se amansa y humilla, y le saca las astas del chaquetón y la camisa sin dejarle daño. El tercer prodigio sucedió con un labriego perseguido por cuatro facinerosos en las afueras de la ciudad. «¡Nuestra Señora me valga!», dicen que dijo el cuitado, y quedó libre de aquellos ruines. En todas las tablitas se ve a la Virgen sentada en el blanco y rizado mullido de una nube.
Apareció la milagrosa imagen en la rama de un ciprés, un ciprés que antes se erguía fuera de sagrado, y ahora prorrumpe agudo y melancólico del recinto del claustro, añadido al templo en 1814.
Todavía tiene descarnada la rama santísima saliendo entre el verdor espeso de todo el árbol. Ni el filo de los años, ni el tumulto de los vendavales han quebrado el dedo más sutil de esa mano de leña.
No se cansaba don Arcadio de encarecer la perpetua maravilla de la entereza y muerte de la rama, perteneciendo a un ciprés en lo demás lozano.
Igual entusiasmo sentían sus amigos, aunque don Lorenzo les dijo:
—Que me perdone el ciprés, pero debiera haber quedado viva y frondosa la rama donde se sentó la Virgen, y seco todo lo que no tocó la imagen; y aún mejor me parecería que hubiese escogido Nuestra Señora un árbol muerto para resucitarlo y cubrirlo de flores.
—¡Me llega el tufo del racionalismo! ¿Y a usted, amigo Llanos? —deslizó don César.
Llanos dijo que desde luego, que también le llegaba.
Pues una mañana de fiesta perdió don Arcadio la misa de ocho por la pesadumbre y contienda que le trajo el hallar dos gotas de mancha de hierro en la pechera de la camisa limpia.
Se la quitó; y le dieron otra muy áspera de puños.
¡María Santísima, quién planchaba en su casa!
Razonábale doña Rosa; las criadas entraron las planchas para que las viese limpias y lisas sin sospechas de descuido, y don Arcadio seguía porfiando.
En resolución, el caballero salió de su portal a punto del último toque de la misa de nueve.
Y ya llegaba a la verja del templo, cuando ocurriósele subir los ojos, y vio que en los gallones y hojarasca de la hornacina del hastial, colgaba la cola de arrapiezos de una birlocha.
¡Esa irreverencia, sin duda, la cometió algún muchacho de las gentes costaneras!
Y juró averiguarlo.
A su lado saltó los balaustres un mocito menudo. Había hecho un pasmoso volatín.
¿Qué era aquello? ¿Qué usanza ésa de entrar en misa?
No pudo contenerse, y le llamó.
—Dígame, ¿por qué ha brincado usted de ese modo?
El saltarín le miraba, no entendiendo cómo un caballero tan grave y principal le hablase de usted y de su brinco.
—¿Me ha oído usted? Digo ¿que por qué saltó la verja?
—Es que no me di cuenta —repuso encogidamente el muchacho—; me creo que lo habré hecho por la costumbre; en mi casa entro saltando por los balcones; y si quisiera me subiría ahora mismo al campanario, sin escalera ni nada, sólo agarrándome a los sillares.
—¡Sólo agarrándose a los sillares! —repitió el señor, retrocediendo para ver toda la torre.
Midió, después, con la mirada al mozuelo, y preguntole:
—Pero ¿usted es de circo?
—Yo, no, señor; yo no he salido de Serosca. Lo que es que pasó lo menos dos años dando brincos por la mesa y la cómoda y las ventanas de mi casa, y de árbol a árbol, y haciendo corvetas y andando con las manos para que se riese una hermanica que se murió mala del pecho.
—¡Lástima de criatura! ¿Y se reía de verle?
—¡Pues si se rió hasta en la agonía!
Don Arcadio estaba conmovido y muy ganoso de que le contase más de su vida y de su casa.
—¿Y ahora con quién vive usted, que yo no le conozco?
—¡Toma, pues con mi madre! Padre no tengo, no, señor.
—¿Eran los dos de Serosca?
—Sí, señor, que eran; pero mi abuelo venía de la mar...
—¡Ah, vamos! Ustedes son de la Marina; he debido imaginarlo. ¡Esos saltos, y tanto hablar! De seguro que la cola de la cometa la enganchó usted ahí sin ningún respeto.
De súbito, se vieron rodeados de los devotos que salían de la parroquia.
—¡Sin misa, sin misa mayor, y por culpa de un chicuelo de la raza nueva!
II
Soleábanse los palomos espadañándose y pisando muy gentilmente por el arimez de la azotea. Los más audaces volaban hasta las gárgolas de Santa María; y desde allí se asomaban, volviendo la cabecita, con ligereza y donaire femeninos, a toda la ciudad apretada y umbrosa.
Don Arcadio no se cansaba de mirarlos. Su blancura dejaba un copo de alegría, de ternura y de gracia en las viejas piedras. ¡Eran verdaderamente palomos de la familia de Fernández-Pons! ¡Con qué elegancia y docilidad acudían apenas les señoleaba! ¡Con qué gravedad se renovaban en las celdas de sus hormillas!
Después de encerrarlos, vigilaba la firmeza y tupidez de los alambres de las portezuelas, porque perdiose el sosiego de los palomares desde que los hombres de la Marina se avezaron a soltar palomas a los halcones de Berna, la sierra más excelsa y fragosa.
No podría preciarse esa gente de que él y sus amigos hubieran participado de tan aborrecible divertimiento.
Pasó sobre la frente del hidalgo un palomo grande, azuloso, de buche grueso y erizado, y la mirada encendida.
—¡Ése es ladrón! —gritó furiosamente el caballero—. ¡Nunca hubo en Serosca buchones!
Un macho de su palomar, blanco y calzado de plumoncito rizoso hasta los dedos, se gallardeaba encima del acanto de una dovela de Santa María.
Agradada la hembra, que era también blanca y fina con toquecillos de color de miel, subió a la hoja de piedra del muro. Y ya se dejaba espulgar por el dulce pico del esposo, cuando hizo su aparición, estrepitosa de alas, el palomo gordo y rapaz, que dejó caer tiesamente la cola, ahuecó la plumajería de la garganta, verde, con tornasoles siniestros, y moduló un lírico arrullo lleno de falacias.
Avisoles los peligros el amo; pero el buchón no les dejaba aliento para volar. Repitió la paternal llamada don Arcadio. Y el enemigo les rendía con insolencias y embelecos.
Ya no pudo contenerse don Arcadio, y arrancando una pedrezuela de la cornisa disparó contra las aves. Escapó el ladrón; vino enloquecida la hembra, pero el palomo familiar cayó a la honda plaza.
Desnuda la cabeza, descalzándosele los bordados pantuflos, saltando escalones, bajó el hidalgo; llegó a la Parroquia.
El pobre palomo estaba muerto. La piedra le había herido en los ojos; se aplastó la blanca pechuga contra las losas, y del pico entreabierto le salía una gotita espesa de sangre.
Maldijo el caballero el acierto de su mano; y la alzó crispada y trágica contra toda Serosca la nueva.
Y una tarde de febrero, de oro pálido y tibio, estando don Arcadio dirigiendo la poda de un durazno de su huerto, sintió que el aire vibraba de alaridas de cuernos, de bocinas y caracolas. Eran los avisos de que el gavilán de Berna había agarrado la paloma.
Siempre oyó don Arcadio estas señales paseando por el campo con sus amigos, o conversando en una sala cerca del brasero, de copa resplandeciente, y nunca quiso mirar ni saber un lance de estos vuelos feroces. El mismo don Lorenzo, tolerante y zumbón en todas las cosas, dedicaba un silencio de desdén y lástima a estas crueldades levantinas.
Pero esa tarde, esa tarde le sorprendió solo y aburrido aquel tumulto. Pensó en su palomar. ¿Estaría firme el cierre? ¿Le atormentaba la sospecha miedosa, y no remediaba un posible descuido? ¡María Santísima, si estaba en su casa y nadie le veía!
Y subió.
¡Qué contento tan ancho, tan leve y juvenil, sintió en la libertad de su azotea! ¡Qué azul tan pálido, tan inocente! Y allá dentro del azul, ¡qué hermosura! ¡subiendo, subiendo... un blancor menudo y vivo! ¡La paloma, otra paloma perseguida por el dardo del halcón!
Llegaron a fundirse, a perderse en las llamas del ocaso.
Bajaba un rizo de plumas; y resonó un aplauso de triunfo, un aplauso que se oía como una lluvia torrencial sobre un bosque, y que calaba el pecho de don Arcadio. Tan grande era su emoción, que olvidose de todo recato, y se asomó a la acitara. Y de improviso le golpeó los hombros, y cayó a sus pies la paloma palpitante, victoriosa, con un surco abierto en la pechuga por el puñal de una garra. Y apenas la tuvieron sus manos, y empezaba a incorporársele el temblor de los latidos de la asustada vida, zumbó el aire junto a sus sienes por un aletazo de fuego, y el gavilán, cegado del enfurecimiento de la persecución, loco y horrendo, precipitose, desplomose hasta rasar los guijarros de la plaza de Santa María.
La plaza retembló de aullidos, de patadas, de golpes... Un tendero cojo, desgajó con su muleta un ala del pobre gerifalte.
Entonces el jubiloso vocerío traspasó toda la ciudad.
Una yunta saliose de la besana, mientras el labrador miraba hacia Serosca.
Y don Arcadio, congestionado, amando la paloma como si fuese suya, la mostraba desde lo alto, y braceaba y gritaba.
Desde otras azoteas aplaudían. Un caballero, tocado con gorrillo de borla, devoraba por el cañón del larga-vista el oleaje de la muchedumbre. Otro, asomado a su buharda pedía que le mostrasen el ala tronchada.
Y sucedió que el del birrete, el de la lucera y don Arcadio se miraron.
Y los tres hidalgos desaparecieron, porque eran el símbolo de la antigua raza sorprendido en el pecado de solazarse con la raza nueva.
III
Cuando alguna labriega o lugareña menesterosa entraba suspirando en la vasta cocina, las mozas o Camila, la vieja criada, mujer de toda la confianza y de todas las llaves, le preguntaba:
—¿Viene para hablar con la señora?
—¡Ay sí que quisiera! —y se subía las puntas del delantal a sus lagrimales rojos y húmedos.
Entonces Camila, volviéndose a las otras, solía decir muy paso:
—¡Esto nunca se acaba porque la señora es como es!
Después se apartaba. Durante mucho tiempo se la oía «anda que andarás» por los pasillos, abriendo y cerrando puertas.
La artesana o labradora refería a las mozas sus calamidades; también mentaba a la señora. ¿Verdad que debía ser desgraciada? Se reía a veces con una risa que valiera más que no se riese. La señora tenía cara de santa, pero de santa ya muerta que hubiese pasado una vida de amarguras, como casi todas las santas. ¡La muerte del hijo, la muerte de ese hijo!
Delante de Camila se presentaba el nieto de los señores corriendo gozosamente.
Y todos le miraban suspirando de compasión.
El niño tiraba de las faldas de la pobre mujer:
—¡Anda, que mamá Rosa está esperándote!
Mamá Rosa, vestida lisamente de negro, y la cabeza como forjada de plata, lo mismo, lo mismo que la cabellera de don Lorenzo, acogía con dulzura a la necesitada. En seguida dejaba su labor y quedábase escuchando; pero parecía que pasaba sobre ella un cristal, un humo que la nublase, que la alejase y la hiciese misteriosa.
A veces, cortaban el coloquio don Arcadio y don Lorenzo, que ahora solía venir de mañana.
Luego seguía el rumorcito apenado de la mujer.
—¡Y cómo habíamos de pasarlo, con el marido malo de dolores que ni podía resollar, y yo criando los mellizos, y en la tienda negándome harina! Pues nueve huevos de pavo que le puse a la clueca, los nueve que salieron; y cuando ya estaban que estaban criados que daba gloria mirarlos se pusieron como aojados, y de nueve me quedaron dos; y una tarde bajó el gavilán y desgarró a uno y se llevó al otro. Yo estaba en la acequia; y mi marido oyendo el alboroto, y sin poder menearse... La chica, la Agustinica, que la señora acristianó, no quiso salir de miedo, pero estuvo mirando desde la falsa; dice que la clueca le daba con las alas al maldecío del pájaro, embistiéndole desesperada, y que dio un salto y el gavilán se fue. Y cuando pasemos al corral vimos a la gallina desangrándose, clavadica en un hincón de la pared, de ésos donde se cuelgan los legones y los aparejos...
Don Arcadio le decía con los ojos a su esposa: «Anda; socórrela pronto».
Y la cuitada, aún con los dineros en el hueco de su mano abrasada y seca, proseguía murmurando sus agobios.
El nietecito huérfano corría entre los rancios muebles; y cuando pasaba por los vanos de los balcones, y las hebras azules de sol tocaban su cabellera, se producía en la sala un bello relámpago de oro.
Don Lorenzo sentábase al piano; subía al niño sobre sus hinojos, y tomándole las manitas, se las paseaba por el viejo marfil y con ellas tañía muy despacito, muy dulcemente unas notas que parecían de cajita antigua de música donde hay unas menuditas danzarinas que bailan una mudanza haciendo reverencias, y pellizcándose su hueco guardainfante...
La señora se hundía más en el damasco de su butaca, adelgazándose hasta semejar una doncellita romántica, con el cabello empolvado. Después iba subiendo la mirada, quedando prendida del dorado lóbulo de una cornucopia. Debajo brillaba el cobre de Mozart de un perfil femenino y entristecido. ¿No se parecía a don Lorenzo, Señor?
Y, después, don Lorenzo aconsejaba al ahijadito:
—Tú serás músico, ¿verdad? Mamá Rosa ¿qué te dice?
Y el abuelo mediaba:
—No, no; déjese de música; ha de ser magistrado muy sabio, y muy grave; y sus hijos tendrán un óleo con un fondo de cortina encarnada, recogida por un cordón de borlas; y en medio estará él, vestido de toga, la muceta más roja que la cortina; una mano descansará sobre el bufete como si fuese a abrir un libro de Leyes; la otra, cerca del pecho, brillándole este anillo ancho que yo traigo ahora en el cordal. ¿No se ha fijado en el retrato que hay encima de mi escritorio? Pues, lo mismo. Es de mi tío Alejandro Pons y Gumiel, hermano de mi madre, descendientes de Pedro de Gumiel, maestro mayor de obras del Cardenal Cisneros.
El artista bajaba de sus rodillas al huérfano.
—¡Conque con Dios, señora! —decía aún la mujer despidiéndose.
Don Arcadio tosía, tropezaba en la rejuela de lumbre de los pies de doña Rosa, golpeaba con los artejos en el fanal de la Virgen que estaba sobre la cómoda, una cómoda olorosa hecha de una sabina gigantesca de su heredad de Murta, ya vendida.
Y la pobre mujer salía suspirando.
Entonces, el caballero se llevaba las manos a su limpia calva, y así recorría todo el aposento. De pronto se detenía y plegaba los brazos lamentándose:
—¡Te matarán, Rosa! Te vas consumiendo de tantas desdichas de madres, de hijos, de esposas. ¡Yo nunca te encontré sola! ¿Necesitan socorro? ¡Pues las remedias, si puedes, y se acabó!
—¡Déjalas que Hablen, Arcadio! Vienen por esa expansión.
—¡Vienen por lo otro! ¿Qué le parece, don Lorenzo?
Y don Lorenzo inclinaba la frente, y decía con timidez y amargura:
—El decir, el contar nuestra vida consuela, alivia mucho. ¡El silencio del dolor es otra pena tan pesada!
Y la señora volvía los ojos al horizonte campesino, y lo veía todo esfumado porque en sus pestañas temblaba un rocío de lágrimas.
Mirábala el nieto desde el rincón de sus juguetes; y trayéndole a don Lorenzo un cordero descabezado o un molinito roto para que su amigo lo encolase, decíale riendo:
—Oye ¿por qué llora la abuelita?
IV
La Colombófilo era más rica, más nombrada y amena que el mismo Casino Viejo de Serosca. A buen seguro que nuestro parecer agraviaría a don Arcadio; pero nos tenemos nosotros por más amigos de la verdad que de Platón, como diría don César, si bien el docto profesor lo diría en latín.
Fundó La Colombófila la gente nueva, la aborrecida de los claros caballeros del lugar, y, sin embargo, casi todos pertenecían a su gremio desde la tarde que gustaron del pasatiempo de aquella liza de gerifaltes y palomas.
Era tan grato este solaz y tan gustosos los comentarios de sus lances que, aun a trueque de mezclarse con los advenedizos, solía don Arcadio ir algún rato a sus reuniones. Es cierto que siempre se rodeaba de los suyos.
—Eso de dar palomos a los gavilanes —les decía don Lorenzo—, no se aviene con el título de esta casa.
Y el catedrático, sentido de no haberse fijado primero que todos en la etimología doméstica, le replicaba:
—Le advierto a usted que no se sueltan las palomas para que las devoren los gavilanes, ni mucho menos, sino para que los venzan y sepan huir de los peligros; y en esta enseñanza hay una manera de amor.
—¡Vaya por tanto amor, y la que no sale comida, viene lisiada!
Y una noche, el músico fue solo al bureo de los socios trasnochadores, y les habló de los palomares de la Mancha. Daba alegría ver salir centenares de palomos de los casales, y poblarse el cielo de alas, y perderse aquel júbilo por el llano. Bajaban a comer en la sembradura; y antes de la puesta del sol se recogían todos. Los dueños tan sólo habían de cuidarse de darles agua como si fuesen rebaños; y de la palomina sacaban un caudal.
Aquellos tornadizos meridionales se miraron, y en seguida decidieron granjear como los de la Mancha; y para divertirse criarían palomas mensajeras.
El artista sentía un íntimo contentamiento. ¿Cómo estallaban rebeldías y contiendas entre los hombres, siendo tan dóciles y simples, que se les apartaba de sus aficiones y designios más contumaces con sólo la miel de una promesa? He aquí que por su mediación se acababan los angustiosos vuelos de las bellas avecitas.
El tesorero de La Colombófila, que había vivido en Calpe, dando una gran voz, dijo:
—¡Hay que matar todos los halcones de la sierra! En Calpe los acabamos subiendo a los mismos nidales. ¡Da más gusto! Y cuando ya no hubo, matábamos gaviotas.
—¿Y los cazabais a tiros? —le preguntó el secretario, macizo, reluciente, en cuya corbata de raso colorado brillaba una libra esterlina, y de la soga de oro de su reloj pendía una onza.
—¡A tiros y con cepos!
El entusiasmo fervorizaba la sangre levantina.
¡Eso sería hermoso! Habían de llevar unas acémilas para el repuesto. Pedirían a Valencia polainas, gorras felpudas de orejeras, cuchillos de fusil, armadijos, escalas de cordeles...
Don Lorenzo arrepintiose de su elogio a los palomares manchegos.
¡Señor, estos hombres sencillos eran terribles!
Y quiso defender a los gavilanes. Fueron ya baldías sus palabras. Era preciso exterminarlos para criar palomas. Además, estaban aburridos de pasarse las tardes en los tejados, como gatos al sol. Y recordaron gozosamente aquélla en que el halcón bajó enardecido hasta las piedras de la plaza. ¡Qué golpe tan certero el del cojo! ¡El secretario dijo que se quedó con una garra que sangraba y palpitaba caliente y viva!
Don Arcadio miraba mustiamente la soledad de las azoteas. ¡Lo único divertido, pintoresco, casi noble, pues de algún modo remedaba las jornadas de cetrería, lo único que él admitiera de la nueva Serosca, había acabado! ¡Gentes más ruines!
Y don Arcadio abría las trampillas de su alcahaz. Brotaba un surtidor glorioso de palomas; se espesaba, se deshacía en el callado azul. ¡Ni un grito, ni un aplauso! Y cuando volvían amilanadas, dejando en el cielo como un gemidito de plumajes rotos, heridos, pero venía todo el bando... nadie presenciaba aquel triunfo, que don Arcadio estimaba como triunfo de su casa y de su limpio linaje. Es decir, alguien lo veía: dos o tres figuras que aparecían en un terradillo, en una solana; los viejos amigos que le enviaban su salutación agitando su birrete, haciendo flamear su abundoso pañuelo de hierbas.
Y llegó una tarde en que ni siquiera acudió el gavilán.
Bajó don Arcadio congestionado de sol y de enojo. Al entrar en la salita de la esposa saliole el nieto a besarle de retorno de la escuela, y dijo:
—¡Mira, el señor maestro no sabe quién era Mozart!
Y parece que el muchacho hizo alguna fisga o cantaleta.
Entonces don Arcadio revolviose con toda la gravedad de un antepasado; alzó su estremecido índice, y le advirtió:
—¡Un señor maestro lo sabe todo siempre, siempre y siempre! Y no es de buena crianza lo que haces. Además, un señor maestro no está obligado a conocer los nombres de todos los generales franceses.
Doña Rosa le miró amargamente, y le dijo:
—¡Arcadio, por Dios! ¿No recuerdas nada de lo que toca y de lo que cuenta don Lorenzo?
—Ese señor Mozart —gritó el abuelo— fue un general francés, invasor, me parece...
—¡Ése fue Murat! —dijo el niño riéndose.
—¡Bueno, Mozart o Murat! ¡Y a los mayores no se les enmienda nunca, nunca!
Y don Arcadio tomó su sombrero y su bastoncito, y marchose a orearse por las afueras.
Pronto juntose con el señor Llanos y don César, que volvían de su paseo campesino.
Platicaron del ya perdido pasatiempo de esas lides de aves que dieron lustre y fama a los terrados de Serosca.
Más de veintiséis duros le costaban las palomas de gavilán a don Arcadio.
El ilustre profesor mostrábase también muy lastimado de que todo fuese menguando en la noble ciudad; pero él no gastaba un maravedí en la ensalzada afición; y esta tacañería exasperaba a don Arcadio, que le consultó de improviso:
—Ahora se me ofrece una duda, con que el demonio de mi nieto quiso enredarme: ¿hubo un músico o un general francés que se llamó Murat, o algo parecido?
—¡Claro que lo hubo! —y el sabio catedrático le sonrió indulgentemente—. Ese nombre de Murat trae siempre a la memoria la fecha épica del 2 de mayo. Tengo un trabajo premiado donde estudio a Murat, príncipe y gran duque de Berg. Ominoso es su bando, por el que fueron arcabuceados hombres pacíficos que no cometieron más crimen que traer en sus bolsillos unas tijeritas de unas, un mondaorejas, un cortaplumas. ¡Bando draconiano, dice Lafuente, y no le falta razón! Este Murat, fue nombre ladino y cruel. De músico, yo no sé; aunque es posible que también lo fuera, porque esos franceses son muy regalados. ¡Versalles! ¡Versalles perdurará en el espíritu de la Francia republicana, digan lo que quieran!...
V
Cuando el caballero de Serosca —bien merece la antonomasia la acendrada fidelidad de don Arcadio— pasó a la sala de ajedrez y tresillo de La Colombófila, dispuesto a quitar su nombre del índice plebeyo de los socios, llegaba también la gentil caravana cazadora de balcones, que fue recibida con gritos triunfales y estruendo de cucharillas y tacos de billar.
Tenían los expedicionarios un talante guerrero y aun científico; parecían héroes, sabios, exploradores camaradas del capitán Cook; todos con polainas, botas como abarcas, tabardos de pana, cascos blancos argelinos, bastones ferrados. Daba gusto y miedo de verlos. Pues en el portal quedaron dos mulas sudadas y rendidas bajo el peso de los costales de municiones y de la mantenencia, y de tiendas y menaje de campaña.
Ya que les vieron y palparon menudamente los que no salieron de la ciudad, y contemplaron a su sabor dos gavilanes traspasados por una lercha de enebro, sentados todos a la redonda del tesorero, pidiéronle que refiriese la cacería.
Llevaba el varón de Calpe fajada la cabeza, clara reliquia de sus hazañas, y las vendas de lienzo, recruzándose por la tostada piel, le daban una temerosa semejanza egipcia.
Antes de su relato, convidó a don Arcadio a llegarse y oír en sitio mejor del que tenía. Y el buen hidalgo consintió, aunque sin enmelar la tirantez y dureza de su gesto.
—...Lo que más nos rindió fue el encontrar los nidales. Tres días caminamos derrotadamente, como lobos, por todo ese monte de Berna, y ese Berna es un infierno. Sólo nosotros lo sabemos. Ni los más antiguos de Serosca lo conocen.
Palideció don Arcadio al oír estas retadoras palabras, y nada más pudo balbucir:
—El Berna tiene novecientos ochenta y dos metros de altitud...
—¡Bien está! Pero ¿usted lo ha corrido por dentro, por sus barrancos, por sus hondos? ¡Pues si es más ancho que largo; si ese monte son treinta montes amontonados! ¿Qué se creía?
Callose don Arcadio, quemado por el rubor regional. Nunca pisó más sierra que el otero de los hontanares.
Y el héroe proseguía:
—Ni con ayuda de los cabreros averiguábamos la guarida de los falcones en aquella inmensidad. Y ayer, por fin, dimos con uno...
El silencio de la sala era como el silencio de las soledades del Berna; y sobre él pasaba el resuello del secretario, que se había dormido.
Le avisaron a codazos; le pisotearon las hinchadas botas de explorador.
Y el rapsoda contó que el nidal estaba en la tendedura de un peñón colgado sobre un abismo. Había que bajar. Y él bajó por una escala de cordeles embreados y atándose la cintura con una soga que le tenían desde lo alto.
El conserje salió al portal, donde aguardaban las acémilas, y trajo la soga y la escalera. Todos las tocaron y las olieron.
El caballero de Serosca removiose para mirar; en seguida, una mano —la de su altivez— le contuvo.
Arrastrándose dijo el héroe que entró en la cueva, lóbrega y hedionda; y cuando sus ojos se avezaron a lo obscuro, distinguió, en un lecho de plumas y de támaras, una costra de cabezas raídas y picudas, que se movían pesadamente, amenazándole con un brío y gravedad que daba risa. Eran los polluelos de los gavilanes. Avanzó, y palpando por un recodo, sintió que se le hundían las manos y las rodillas en un profundo osario. Pasaban de dos barchillas de huesos de liebres, de perdices, de tordos, de palomas, lo que allí habría amontonado; algunas patas casi devoradas, tenían aún el anillo de las palomas mensajeras...
El bastoncito de don Arcadio, tan manso y caduco, dio un fiero golpe en la estera de atocha reciamente trenzada, como los esterones de las iglesias.
—¡María Santísima, hasta con esos abnegados animales se atreven! ¡Siga, siga!...
El hombre de la cabeza vendada, gozoso de la emoción que sus palabras iban dejando en todos los corazones, tosió, mondose el pecho y contó a gritos:
—Me salí de aquella caverna, de aquel antro...
Caverna y antro lo pronunció de un modo tan grande, tan espeso, que el hidalgo le miró con horror la boca, como si ella fuera la caverna y dentro rugiese un oso.
—...Me salí para recoger de otra cuerda que me echaron un bote de bencina, pajuelas de azufre y el atadijo de la estopa.
—¿Qué pensaba usted hacer? —exclamó don Arcadio.
—¡Yo no sé lo que pensaba entonces!... Es decir, sí que lo sé: ¡arrasar el nido!
Y los ojos del tesorero daban centellas de odio.
—Pero ¿traía usted un cuchillo entre los dientes y algún rifle atado a la espalda? —le preguntó don Arcadio vibrante de satisfacción.
—¡Yo no llevaba ni esto! —Y aquel hombre denodado mordiose la uña del pulgar, una uña ancha, tostada y negra.
Todos se quedaron contemplándola.
Y dijo que tornó a hundirse en la desgarradura de la peña, y roció de bencina la roca, la hierba y hasta el plumón de las crías, que le miraban aleando y asustadas, abriendo el enorme pico, desollándose las blandas garras por huir.
Hizo del ramaje travesaños para cerrar la salida, y les arrojó una pelota de fuego que encendió la leña, la hojarasca y la desnuda carne de las pobres aves. Ellas brincaban, se retorcían ardiendo, se arrastraban sobre su cama de lumbre... Todo lo cegó el humo... Crepitaban los huesos, el musgo tierno, las plumas; se oía el borbollar de la grasa, el quejido de las vidas recientes que se fundían, que goteaban en sus mismas ascuas.
Desde la cumbre aplaudieron alborozados los amigos, y cuando ya trepaba el héroe, resonó otro aplauso de alas siniestras... Los halcones padres, refugiados en lo más fondo, habían roto la prisión, y al huir acometieron al hombre rasgándole con fuego. Quedose aquél colgando en la inmensidad. Tronaron los estampidos de los fusiles. Le subieron; le tomaron la sangre de los aruños. Lejos caían, llameando, muertos, los feroces pardales, y... allí delante los tenían.
Don Arcadio abrazó al triunfador... ¡Ah, si don César y el señor Llanos se atreviesen y le acompañasen! ¡Qué hermoso y qué necesario para el cabal esplendor de la raza el que ellos fueran los arrojados caballeros matadores de alimañas! ¡A don Lorenzo ni mentárselo siquiera; ese hombre parecía de la Marina!
Juventud de Agustín. Don Lorenzo
I
Graduose Agustín de bachiller en el Instituto antiguo de Alicante una mañana de septiembre, tan clara, que se transparentaba todo hasta muy lejos.
En seguida que tuvo el documento de su suficiencia sintió bullirle el ansia de decírselo a otro, que no fuera el profesor lugareño que vino acompañándole, el cual ya lo sabía, y como un penitenciario le brumó de máximas y avisos:
—Advierte lo que ya eres; y piensa en lo que has de ser. Mira que ya se te presenta el día de mañana con todos sus peligros. Ahora empiezas a sufrir; ya se acabaron para ti los holgorios de los chicos. Como hombre has de comportarte. ¡Cuánto has de llorar después si ahora yerras el camino!...
—Pero, don Francisco, ¿yo qué he hecho?
—¡Bien puedes cavilar en tu porvenir!
¡A quién le diría que ya era bachiller!
Se lo dijo a un viejo que estaba parado delante del portal y que vendía hacecicos de regalicia, esportillas de madroños, de acerolas, de almezas con sus cañutillos para disparar los huesos como por cerbatana. Pero este buen hombre, luego de escucharle, le preguntó si le mercaba algo.
Agustín quiso ir a los muelles, para ver de cerca la anchura magnífica del Mediterráneo.
Desde el faro volvió los ojos a la tierra. Muy remotas, camino de su pueblo, subían unas sierras enlazadas y desnudas. La más excelsa se parecía al Berna, pero un Berna tiernecito y azul, hecho de un jirón del cielo.
Se lo dijo al profesor. ¡Válgame qué enojo tuvo el profesor!
—¡Ay, si te oyese don César, que tanto sabe! ¿Y tú, tú eres bachiller? Pues no recuerdas que el Berna está al sur de Serosca, y esa montaña que dices la vemos al norte, la vemos... y sí que me parece el Berna; el norte de acá es el sur allí... ¡como que es el Berna!
El mar palpitaba bajo una lluvia gloriosa de sol, de gotas anchas que deslumbraban temblando encima y dentro de los hoyuelos de la aguas. Algunas veces venían las gaviotas, y descansaban sus buches en las deliciosas centellas, meciéndose y holgándose todas juntas; se zambullían y se sacudían erizadas desgranando luz. La llama blanca y cegadora de una barca de vela, las alzaba, y las aves se cernían rodeándola hermosamente haciendo una guirnalda de vuelos y de gritos; algunas hendían toda la paz de la dársena, y se alejaban hasta perderse en una pulverización brumosa.
Allá, en la lejanía, el tesoro de lumbre estaba rasgado por la escondida hoz del viento; pero después resucitaba inmenso, derretido en una planicie, en una soledad candente.
Aquella dorada lámina debía prolongarse hacia el rumbo que llevó su padre. Mamá Rosa le dijo que si viviese semejarían hermanos; le contaba que fue muy gallardo, muy impetuoso y tan desgraciado como su madre. Él se los fingía, los veía que le miraban, pero sin hablarle, siempre tristes. ¿Cómo hablarían sus padres? ¡Qué silencio en todo su pasado! Y quería el profesor que se cuidase del día de mañana sin haber vivido infantilmente el ayer. ¡Qué solos sus pobres abuelos! Mamá Rosa parecía sola aunque la rodeasen todos, y el abuelo, siempre inquieto, un niño enfadado por cualquier antojo... «¡Si vienes bachiller —le ofreció con toda la solemnidad de su figurita antigua—, recibirás mis regalos!».
Era encantador el abuelo. Llamaba tobinas a las americanas; se asombraba aun de lo más menudo. «Eso de que los antiguos se quedarían turulatos si levantasen la cabeza y viesen el telégrafo, la locomotora, y otros inventos, y que pensarían en la intervención del Enemigo, eso todavía es poco o es mucho, porque yo, que, gracias a Dios, no necesito levantar mi cabeza, me pasmo siempre que enciendo un fósforo... ¿Han imaginado ustedes cuán grande es ese don de que acuda dócilmente el fuego a nuestro capricho?».
¡Cómo se enternecía el sencillo varón leyéndole al nieto las cartas de su padre, el primer Agustín, el bisabuelo, cartas amarillas arrugaditas por la vejez, guardadas en el cofrecito de las joyas! Eran de un estilo ingenuo, patriarcal y pomposo. Cuando nombraba a su mujer, decía: «la señora madre firmará para acreditar el firme estado de su salud». Siempre se despedía de esta guisa: «y dispón de los leales afectos de un padre que ama a su Familia.— Agustín Fernández Pons de Quereda».
Don Arcadio miraba un rato los «leales afectos». Después volvía a plegar la carta reverentemente, y aspiraba conmovido el olor de la oblea marchita.
También conservaba alguna de las suyas, de una dulce sumisión: «Queridos señores padres» —se leía después de la cruz, y acababan todas: «...quedando como siempre de ustedes afectísimo y humilde hijo.— Arcadio Fernández Pons y Gumiel».
...Y el nieto, con la mirada esparcida en el mar, sonreía, porque él tuteaba a sus abuelos, no comprendiendo que se hablase de usted más que a don César, al señor Llanos y al preceptor.
II
¡Hoy es en verdad un día histórico para esta familia! —repetía don César sin que nadie le hiciera caso, afanosos todos por agasajar al viajero.
—¡Si tu padre te viese! —le decía llorando la abuela.
Y don Lorenzo nombró a la madre. Las miradas buscaron las vidrieras del dormitorio solitario. Parecía surgir la pálida figura de la cubana, acostada en el enorme lecho de columnas vestido de damasco rojo, que siempre evocaba una agonía llena de sangre. Aquel recinto había perdido toda la blancura, el tibio perfume de intimidad de la muerta. Se habían renovado las ropas, los muebles. Era ya uno de esos aposentos que nadie pisa, que siempre está umbroso; algunas noches se ve pasar como una sombra muy leve, muy blanda; parece que alguien haya suspirado; y la cama roja, trágica y sagrada como una tumba, hacía volver los ojos por un brillo húmedo que sacaba de la seda una onda de luna, fría y pálida como las manos de Carlota la noche de luna de un Jueves Santo...
Agustín recibía contento y aturdido los parabienes de las criadas, las caricias de la vieja Camila, las preguntas y exhortaciones del señor Llanos, del catedrático, y miraba su casa, después de tres semanas de ausencia, y hallábala más suya, más grande y más amada...
—¡Tan poco tiempo fuera, y qué alegría da ver todo lo mío!
Otra vez le besaron sus abuelos.
Don Arcadio estaba radiante de felicidad.
—¡Esa criatura siente la raza! ¿Lo negará usted, don Lorenzo?
Don Lorenzo estuvo a punto de negarlo. El bachiller parecía más nervioso que el mismo don Arcadio, más vehemente que el padre; el bachiller era ya un acabado levantino.
Callóselo, porque precisamente entonces el abuelo entregaba al nieto los prometidos regalos: una bujeta trabajada primorosamente por los chinos, que el hijo envió desde Cebú, meses antes de morir, y dentro un relojito de plata empañada con su leontina de dados de ónix y amatistas. Mucho tiempo estuvo el bachiller mirándolo; después lo sacó del bello estuche; sus dedos oprimieron el botoncito de la cuerda y de las agujas, las cuales se movían obedeciendo la voluntad de Agustín; pero las entrañas del reloj permanecían silenciosas. De nuevo hizo crujir el resorte; zarandeó la esfera junto a su oído; y el reloj continuaba quietecito y mudo.
—¡Pero esto no anda, abuelo!
—Ni le hace falta, hijo mío. Es el más precioso de todos los relojes del mundo, el primero que llevó mi padre y el que yo usé a tu edad. Este reloj no es como los otros, sino al contrario; mira: los relojes sirven para averiguar las horas que pasan, para saber el momento del tiempo en que estamos cuando se nos ocurre mirar sus saetas; pues éste, no, señor; éste señala las horas que han pasado, y nace meditar más; es el Kempis de los relojes. Te prevengo que estoy repitiéndote las mismas palabras que le pronuncié a tu padre y que me dijo el mío; y para que me entiendas he de añadirte que este reloj no puede andar ni debe hacerlo. Cuando salgas de casa o te dispongas a cumplir o hacer algo que requiera estudio, meditación, etc., antes colocas las agujas en la hora que entonces sea; ¿ya regresas o terminas el asunto?, pues bonitamente sacas tu relojito, y sabes el tiempo que has invertido... Claro que necesitas otro reloj que ande; pero, vamos, aquí, en la sala, tienes uno de consola, y en el comedor otro de pesas, muy hermoso y seguro, que nunca necesitó que las manos de ningún mecánico lo remendasen ni nada.
Atendía el bachiller a su abuelo, pero no le miraba; miraba constantemente su reloj ladeándolo, revolviéndolo.
Y añadió don Arcadio:
—...Catorce años tenía yo cuando me lo dio mi padre... Lo traje dos más.
Y en tanto que lo decía contemplaba con avidez al nieto.
El cual, como si hablase a solas, no hacía sino repetirse:
—...Para poner la hora que sea al salir, y después mirar otro y saber el tiempo que estuve fuera... Para mirar la hora parada... Y no anda... ¿Para mirar...?
Y Agustín tornó a moverlo y escucharlo; y de súbito exclamó, entre risueño y malhumorado:
—¡Abuelo; este reloj está roto! ¿De qué sirve?
Viose que el abuelo sufría, que se le mojaban los ojos, que miraba compasivamente al bachiller, su nieto, en quien siempre se recreó su alma.
—¡Valiera más que hubieses tenido la fe que yo tuve! Sí; ¡este reloj está roto! Dos años me costó averiguarlo; dos años pasé atento a esas horas paradas que decías. ¡Y aquella simplicidad de entonces hoy me procura el tiempo pasado que tú nunca verás en el pobre reloj roto!
El señor Llanos allegose a don César, murmurando:
—Es un reloj de doscientos reales si acaso; de modo que no me explico...
...Esa noche durmiose el peregrino bachiller sin ninguna alegría de su título ni de sus recompensas... ¡Cuánto habían llorado sus abuelos! ¡Qué tristeza en la frente y en la mirada de don Lorenzo! ¿Por qué miraría tanto la cama roja?¿Cómo hablaría su madre?
Dos veces le despertó mamá Rosa para quitarle pesadillas.
—¿Qué soñabas, qué soñabas?
Y no lo dijo; pero vio una cabeza pálida y rubia como la suya reflejada en un espejo que todo lo envejeciese; y la cabeza salía del mar para contemplarle y tornaba a hundirse y aparecía más lejos, siempre mirándole desde las aguas llenas de sol...
III
El músico, don Arcadio y Agustín salieron por los campos que estaban vestidos de la delicada niebla de las flores de almendro.
Agustín le había cogido el bastón a su abuelo, y con el cuento rompía los cachos de las almantas, que, al quebrarse, mostraban entre su miga, húmeda y fresca, las tiernas simientes recién abiertas a la vida.
—¡Me angustio cuando veo el almendral en flor! —decía el caballero de Serosca—. Yo no sé para qué esa prisa, esa impaciencia de rebrotar, si después viene el tramontana, el gigante de los vientos de estos parajes, o una escarcha de las nuestras, y los abrasa y trae la perdición de todos. ¿A ustedes, no les da lástima?
Don Lorenzo se detuvo bajo un árbol grande, de ramaje negral y rugoso; su fortaleza y vejez recibían la gracia de las rosas menudas y leves, tan místicas y sensuales, rodeadas de abejas.
—No piense usted ahora en hielos ni quebrantos de cosechas. Mire bien este almendro; quizá tenga ochenta años...
—¡Tiene muchos más...!
—Mejor. Vea la piel de su tronco y de sus ramas que debe parecerse a la de algunos santos varones del yermo; y ha bastado que un rústico le injertara unas púas verdes, dulces y juveniles, para resucitar y engalanarse con esos primores. ¿Verdad que no se ponen en ridículo estos almendros viejos vestidos femeninamente con esos briales de Pascua, junto a los almendritos tiernos? Yo encuentro la vejez de las plantas y de algunas cosas más bellas que la de los hombres...
—¡Nunca; no diga usted filosofías!
—Se acerca la primavera; y nosotros sólo probamos un género de alegría amarga; y si a alguno de nuestra edad se le seca el meollo y quiere ataviarse más vistosamente de lo que le permiten sus años, resulta una personilla ridícula que merece el dictado de viejo verde... En cambio, mire usted estos árboles: en cada arruga se han prendido una flor...
—¿Y qué quiere usted que yo le haga, o qué pretende que deduzca?
—Al menos, que admita usted las excelencias del injerto...
—¡No seré yo quien lo niegue!
—Las excelencias del injerto en los vegetales y en todo. Un sabio cirujano, más sabio que don César, aunque usted lo dude, descubrió ya el injerto de la carne; sólo el de la sangre rejuvenece las razas, las familias... Por qué no abandonar esa malquerencia quimerista y romántica contra esos señores de la costa, que ya se han transfundido con nosotros...
—¿Con nosotros? ¡Conmigo no!
Y pasado su primer ímpetu, lamentose el hidalgo de la escasa eficacia que tuvo para el artista la reciente lectura del Compendio de las hazañas de Serosca. ¿No sentía, no anhelaba nada? ¡Qué cansancio interior rendía a don Lorenzo! Y él que era como el hervidero del hontanar, renaciéndole inagotablemente la vida de los suyos. ¡Inquieto más que un mozo, y era mayor que su padre, María Santísima! Recordaba a su padre de sesenta años, rasurado, con pantalón color barquillo y levita entallada; y le parecía tan viejo como un patriarca; y él ya le pasaba en siete años. ¡Qué enormidades sucedían! ¡Había para volverse loco cavilando, cavilando!
El nieto se había recostado en la raigambre de un almendro, colgada de un ribazo. El hondo reposo de la mañana le traía muy claras las voces de los dos caballeros; mirábales y sonreía de sus gestos recortados en el azul y tornaba al estudio de la Influencia de las resistencias pasivas de un librillo de mecánica.
El blanco rosal del árbol ponía un dosel a su figura delicada y patricia.
Llegaron el abuelo y don Lorenzo contemplándole dulcemente. Y aquél dijo:
—¡Qué solo mi tío Alejandro delante de la cortina encarnada, el del óleo!
Y don Lorenzo profirió:
—¡Tú serás músico, te dije siendo chiquito! Tú serías músico, Agustín...
Y miró al árbol, allí donde se mostraba la venturosa herida del injerto.
IV
Servidos los postres —los predilectos eran nueces y almendras bañadas de miel de los panales de la heredad—, ocurriósele al hidalgo de Serosca preguntar por don Lorenzo, que no acudía a las tertulias familiares. Y contó gravemente con los dedos los días que pasaran sin verse.
—¡La única ausencia en diez y ocho años lo menos!
—¡En veintidós! —enmendole suavemente la esposa.
—De seguro que a don Lorenzo le sucede algo grave...
Y ella le reconvino con dulzura.
—¡Y lo temes y no fuiste a saberlo!
—No, no; si no es sólo ahora; es siempre. Don Lorenzo apenas habla. Ya no le queda sonrisa... ¿No lo notaste? Pues Agustín sí; Agustín me lo dijo cuando vino en las pasadas vacaciones.
El distraído caballero decía verdad: llegaba el amigo; sentábase en una sillita baja de coser; cogía una prenda bordada por las manos de la señora, y quedábase contemplándola y aspirándola como una flor. Era menester instarle con ahínco para que abriese el piano; y se estaba mucho tiempo pasándose la diestra por la frente, hundiéndose los dedos en su lacia y abundosa cabellera de plata.
Había de despertarle don Arcadio de aquel embelesamiento.
—¡Qué tiene usted! Es decir: ¿qué tienen ustedes? ¡Si parecen hermanos! ¡Lo mismo, lo mismo son de mustios!
Y doña Rosa y don Lorenzo sonreían y hablaban un poquito súbitos, alocados por la sofocación...
—Y Agustín viene, y se escapará de la Raza, lo perderemos como a su padre. Más que nunca necesitamos ahora de don Lorenzo.
Y acabose la taza de tomillo y salió en su busca.
Sus pisadas menuditas resonaban limpiamente en la quietud de la siesta.
Pasó la calle de la Lonja, del Tinte, de Floridablanca, la plazuela de las Monjas... Delante, iba un mocito enjuto y ágil, con traza de amanuense humilde, que se deslizaba por las baldosas como si patinase por un lago cuajado; de trecho en trecho daba retozos. Junto al portal de una tienda se hacinaban costales de trigo, que infundían en el aire un olor de molino y de granja feraz; y aquel oficialillo puso las manos en el saco de la cumbre, y los pasó todos de un brinco descomunal; viéronse sus piernas campaneando sobre el cielo.
—¡Pero este diablo es una cabra! —se dijo admirado el buen caballero.
Y se detuvo en un cantón para buscar el nombre de otra calleja. Ésa debía de ser donde vivía don Lorenzo, llamada Costanilla de la Cochura; y halló ser la de Atalajes. Y siguió.
Costanilla de la Cochura —pensaba—; quizá fuese el lugar más antiguo y, por tanto, el más legítimo de Serosca; allí, aún no había llegado la edificación invasora con sus cancelas vanas, las fachadas rojas o verdes con adornos apelmazados de dulceros. Esas casas de crudos afeites y colores parecían las rameras de la arquitectura de Serosca. En la calle de don Lorenzo todas las casas eran de piedras desnudas, castas y morenas, con sus anchos balconajes de piso de tablas y ventanas angostas. Algunos de estos casones estaban empotrados o fundados en los históricos adarves... ¡Costanilla de la Cochura, sitio amadísimo y venerable!... ¿Calle de la Santa Faz? ¡Pero la de la Santa Faz... con dos casas modernas! ¡María Santísima! ¡Y cómo ansiaba entrarse por la noble Costanilla!... ¿Pero dónde estaba la Costanilla de la Cochura? ¡Señor, no lo sabía, no lo recordaba! ¿Estaba loco o ciego?
Apareció el joven saltarín, y como viese al caballero asomarse a las esquinas, retroceder y vacilar, ofreciósele como vecino de la calle de la Santa Faz.
—¿Es usted de Serosca o de los otros? —le dijo don Arcadio, sin reprimir el agravio que contra sí mismo sentía.
—De Serosca soy; y mis padres también; los otros, los otros no sé quién serán los otros; mi abuelo era de la mar...
—De la mar; ya me lo dijo usted; ahora lo recuerdo; ya me lo dijo usted una mañana. ¿Y usted conoce a don Lorenzo el músico?
—Claro que le conozco, que vive en la Costanilla de la Cochura... —y el descendiente de advenedizos tendía el brazo hacia el camino que dejara atrás don Arcadio.
—Ando buscándola, que Dios sabe el tiempo que no pasé por ella.
—Pues venga que se la muestre.
¡Y el caballero de Serosca tuvo que seguirle!
A punto de subir el peldaño de la casa de su amigo, se detuvo don Arcadio mirando el azulejo del número: un 27 gastado, descolorido, entre dos pomas amarillentas como de greca de manises de refectorio... 27 ¡allí era!
En la entrada había un viejo sofá y una Venus de yeso, descabezada.
Don Arcadio sonrió, diciéndose: «¡Se le ha caído verdaderamente la cara de vergüenza!». Y después, sintiendo una blanda punzada de remordimiento se añadió: «Yo nunca he venido, nunca he visitado a este hombre, y es tan bueno, que no se queja; pasa los días conmigo, y, el 10 de agosto, día de San Lorenzo, y en Navidad, come en casa; y qué tristeza tendrá cuando regrese, y se vea solo en este zaguán, con esa señora decapitada y ese estrado donde parece que haya muerto alguien, y lo tienen aquí para que se oree... ¡Nunca, nunca he venido!».
Y don Arcadio buscaba la borla de la esquilita. No había cordel en la cancela ni aldaba en el portal.
¿Este don Lorenzo sería capaz de no tener llamador? ¡María Santísima, y él que no podría vivir si en su vestíbulo no colgase el hermoso cordón de borla azul, y si en las puertas no brillasen de limpias las dos manazas de bronce con su sortija ciñendo el dedo anular y la bola de la palma hendida de los golpes! ¡Este don Lorenzo, no sabía, no sabía vivir! Y él tampoco sabía cómo llamar.
Al cabo de grandes cavilaciones, golpeó la vidriera de una reja volada y polvorienta que salía de un lado de la entrada.
Abrieron un postigo. Una mujer lisa y vieja de color de ceniza le pidió que apagase la voz, que no pisase recio.
—Pues ¿qué pasa? ¿Y don Lorenzo?
—¡Don Lorenzo se muere, se muere, madre mía!
—¿Que se muere? ¿Quién, don Lorenzo? ¿Por qué se ha de morir? ¿Se muere, y no me envía un simple recado? ¡No diga usted atrocidades!
Y miró de terrible manera a la pobre mujer.
Desde luego, no había estado nunca en aquella casa, ni supuso jamás que pudiera ser tan enteramente distinta de la suya.
Se sabe de don Arcadio que una de sus inocencias, de sus distracciones, era creer que todos viviesen como él vivía, y que todas las casas fuesen en su interior y menaje como su hogar, todas menos las de las gentes desdeñadas. De aquí que, cuando su esposa le contaba el infortunio de los que acudían a su dádiva, don Arcadio, aunque de condición liberal, quedábase muchas veces sorprendido y algo malicioso, imaginando al necesitado mullido en el sillón de grana de su escritorio. Y no comprendía esas miserias.
Los quebrantos de su misma hacienda le fueron curando de estas simplicidades.
La casa de don Lorenzo tenía un abandono irremediable. El matrimonio que le cuidaba, y la hija, una doncellita de señoril belleza, que el artista negaba por chanza que fuese hija de padres tan rudos, y decía que seguramente debieron bailarla o traérsela envuelta en ricos pañales como la «ilustre fregona»; ellos, y más que todos la gentil Loreto, no sosegaban aseando las habitaciones; pero la pereza y la indisciplina del músico, malograban la afanosa solicitud de la familia estanciera.
Los libros y las ropas se amontonaban sobre los muebles; los armarios y alacenas no podían cerrarse, henchidos de grabados, de retratos de músicos, de revistas, libros, partituras y curiosidades de sus años de nómada.
Cuadros colgaban de todas las paredes; lienzos obscuros, patinosos; y de estas tenebrosas pinturas emergía la claridad de la carne desnuda, y carne de mujer; brazos, senos, torsos y hasta muslos. ¡Muslos, muslos del todo! ¡Pero este don Lorenzo no había transparentado tan briosas y verdes aficiones!
Estaba el enfermo postrado en una vieja cama, ornamentada con un laberinto fabuloso de flora y fauna de hierro.
Le caía un torrente de luz de un ancho ventanal, por donde entraba un trozo de paisaje de sierra ya apagada; y ardían como antorchas de sol los picos de las cumbres. Eran las últimas lámparas del monte y de toda la tarde.
La cabellera y las barbas de plata crecieron invasoras, consumiendo el rostro huesudo del artista. Tenía una faz de santo, una cabeza de Cristo viejo, un Jesús desclavado, mirándose tristemente las llagas.
Don Arcadio también vio esta semejanza con el Cristo canoso y resignado. La única, la única sagrada imagen que había en el dormitorio y en toda la casa.
Y la imagen le miraba con ansiedad infinita y amarga; sus labios azules y sedientos temblaban y sonreían.
Y el amigo inclinose para mirarle, y le dijo:
—Eso que usted tiene debe de ser un catarro; ¡un catarro, sí, hombre! ¡Pero si este invierno último apenas se puso usted el abrigo!
La cabeza de Jesús se torció negando.
—Pues si no es catarro, ¿qué quiere usted que sea?
Y rodaba una rosetilla floja y gemidora del barandal de los pies.
Don Lorenzo entornó los ojos, y anhelando, balbució:
—¡Es que ya no me queda medula!
—¿Medula? ¿La medula es eso de los huesos? Entonces es una enfermedad larguísima. ¡Arriba ese ánimo! ¡Le queda mucha vida; sí, ya sé que hay que vivir sufriendo, pero eso... todos en este mundo...! ¿Que no?
—¡Mi mal está acabando! —gimió don Lorenzo.
—¿Acabando? ¿Luego usted ya estaba enfermo? ¿Y no se le ha ocurrido a usted decírmelo antes?
Y don Arcadio, enojado como una criatura, comenzó a pasear por el grande dormitorio. Desde la puertecita de un pasillo le llamaba la mano de Loreto.
—¡No le hable usted así, por Dios, que se muere! ¡Lo ha dicho el médico!
El buen hidalgo se estremeció. Había recibido entonces la emoción de la verdad oyendo entre esas palabras un aliento duro, fatigoso, de estertor.
Fue acercándose al amigo. Lo vio llorar calladamente; refulgían sus lágrimas por el lívido surco de las ojeras, y luego se escondían en las secas mejillas, bajo la blanca frondosidad de las barbas. Acongojose don Arcadio de lástima y sintió un amoroso miedo de conturbar más al postrado. Había de hablarle, de confortarle. Y le dijo, quitándose su llanto con los dedos:
—¿Usted llora, don Lorenzo, usted siempre tan frío y razonador? A mí, se lo confieso, a mí ha llegado usted a darme grima por su frialdad y sus burlas; y ahora, ahora llora usted, llora y se fatiga.
Y don Arcadio ladeó la mirada ocultando su flaqueza. ¡Lloraba él también, María Santísima!
Sobre el silencio de la alcoba, parecía deslizarse el silencio de los campos, que pasaba deshaciéndose sobre la frente de los afligidos como un humo oloroso.
Entró Loreto y acercó una copa a los labios del enfermo. Y él la rechazó; no podía tragar. Le resonaba la laringe con un ruido de vidrios rotos.
—¡Arcadio, Arcadio!
Ese nombre pronunciado solo, sin el tratamiento ceremonioso que en ellos resultaba efusivo, tenía una grandeza y una sencillez desoladoras.
Don Arcadio inclinose para mirarle y oírle.
Los ojos de don Lorenzo, velados por un telo de angustia y de misterio, le seguían con un torpe ahínco.
Y sus manos señalaron a la doncellita encomendándosela al amigo; después cayeron, crispando las ropas.
—¡Arcadio, Arcadio!... ¿No veré a Rosa?
—¿A Rosa, a Rosa?
Y don Arcadio llegó hasta sudar de pasmo, de perplejidad.
¡Qué ocurrencia! ¡A Rosa! ¡Si hubiese sido a Agustín le habría avisado para que anticipase su llegada! ¡Y todavía no le hablara nada del nieto!
—Don Lorenzo... don Lorenzo —decíale don Lorenzo como antes; lo notaba y se lo consentía a sí mismo—. Don Lorenzo, aún no lo dije, y le busqué con ese propósito. El que viene pronto es Agustín.
—¿Y Rosa? —exhalaba desde muy hondo el artista.
Oyéronse las voces del catedrático, del fabricante de sombreros, de un clérigo viejecito y travieso, que amaba la música sobre todas las cosas, y a don Lorenzo sobre todos los músicos.
Y el caballero de Serosca salió de la alcoba seguido por las pupilas veladas del moribundo.
Alzose doña Rosa cuando apareció don Arcadio en la sala y le dijo la enfermedad del amigo.
—¿Ha muerto? —y le miraba con delirante fijeza.
—No, no; ¡qué ha de morir!... Aún no ha muerto...
Se sentaron en las rancias butacas.
—¡Aún no ha muerto!... Pero morirá... Arcadio, ¿morirá?
No contestó el esposo.
Ella, muy blanca y muy tenue, le dijo:
—Debemos estar a su lado...
—¿Tú también?
—Yo puedo ser más necesaria que vosotros.
—¿Tú también lo quieres?
—¿Es que antes que yo lo quiso alguien?
—Lorenzo me ha pedido que fueras...
—¡Lo ha pedido!
Y la señora se redujo en sí misma; se le encendieron delicadamente las mejillas. Y aguardó que el esposo le hablase.
Había de decidirlo él. Don Arcadio se revolvía haciendo crujir la seda del respaldar. ¡Oh, no tener a su lado un don Lorenzo que le aconsejase! ¡Un don Lorenzo, qué atrocidad!
Permanecieron silenciosos sin mirarse, oyendo el cansado pulso de un venerable reloj de péndulo enorme como una rodela.
A las once retumbó la aldaba del portal.
Se estremecieron espantados los viejos esposos. Gritó don Arcadio para que abrieran, porque las criadas dormitaban en la cocina.
Después, una voz jadeante subió desde la fosca rinconada de la plazuela. Y oyeron:
—...Que don Lorenzo acaba de morir...
Tiempos modernos. Agustín el inventor
I
¡Si te viera don Lorenzo! —dijo la señora contemplando, llorosa y palpitante de alegría, a su nieto, ya hombre fuerte y hermoso, con los rubios cabellos encrespados y quizá demasiado largos.
Se lo notó en seguida el abuelo.
—Te sobran de tres a cuatro dedos... Al pobre amigo le hubiese agradado esa abundancia; pero estas gentes se reirán de ti, no las nuestras, sino las otras; y las nuestras también.
Agustín les sonreía mirando el cuarto de estudio, midiendo la longura de sus paredes, la altitud del techo.
—Yo necesitaré derribar este tabique; porque todo el lienzo de muro ha de ser para carpintería y torno de los modelos; el otro de la izquierda, que os parece tan grande, no basta para mis telares de randas. Me ha ofrecido un ingeniero belga venir cuando yo le avise. ¡Ya veréis esas máquinas de encajes! Parecen personas discretas, trabajadoras, con primor y gracia de mujeres. Y eso y cuanto yo imagino no ha de producir estrépito. Las invenciones modernas han de tener la perfección del silencio. Ese alboroto y fragor de las maquinarias y de la vida de las ciudades es preciso que se suavicen. Una apariencia de reposo, de deliciosa serenidad, invita y mantiene el ahínco de la atención. Yo no puedo resistir el estruendo de los talleres, las voces de las calles.
—Hijo, con gentes como éstas de la Marina —le advirtió don Arcadio— no hay silencio ni inventos de los que piensas. Fíjate, fíjate cómo gritan para vender unos pobres altramuces, y oye el escándalo de ese hombre para decir que sabe apañar o lañar los paraguas y lebrillos. Pues pasa también un viejo escandaloso que no me explico cómo no se ha matado de tan de prisa que anda. ¡Qué impaciencia y qué voces! ¡Y no vende más que números atrasados de periódicos!... ¡Mira, déjate de máquinas!
Agustín nombró al amigo muerto.
Saliose la señora buscando el retiro de su sala.
Don Arcadio murmuró:
—Si don Lorenzo tarda en morirse de la medula se hubiera muerto de hambre. A nadie enojó, a nadie pidió ni agua. ¡Y claro, yo le creía con un pasar mediano! Y lo había agotado todo. Es que yo no suelo enterarme de nada. Lo doy todo o casi todo, pero han de pedírmelo. Ya ves; me encomendó la hija del matrimonio que le asistía, y aquí nos la trajimos.
—¿Es la que estaba cosiendo con mamá Rosa? ¿Ésa? ¡Pero si es muy gentil, muy delicada, como si fuese hija de casa principal!
—Pues todo se lo debe a don Lorenzo, que la fue puliendo. Hasta creo que toca el piano. A ganarse la vida no la enseñaría. ¡Aunque con tantos primores, algunas veces se le descubre la urdimbre de la casta, que has de saber que no pertenece a la limpia calidad de Serosca, sino a familia de la ribera que gastó sus ahorros en la holganza, y gracias a don Lorenzo comieron pan! Y ya que hablamos de esta criatura, quiero decirte algo muy grave que nos pasa. Tu abuela, tu abuela es la de siempre; tan blanda que se deshace; mira: vino Loreto a esta casa —se llama Loreto la recogida—; pues vino Loreto, y tu abuela quiso que comiera con nosotros, a nuestro lado, porque decía que había de continuar la obra comenzada por don Lorenzo. ¡Ya ves! Yo consentí. Y ahora ¿qué? Ahora tu presencia dispone otro sitio para los extraños. Es lo justo, lo decoroso, porque la familia...
—¡No, señor! —dijo Agustín riéndose—. Mi presencia no dispone nada. La justicia y el decoro y la familia y yo estamos de acuerdo con mi abuela.
—¡María Santísima! ¡Tú faltabas! Nada le he dicho a Loreto, pero ella lo adivina todo, porque discreción y buena crianza no le faltan, y ya ha pedido que no la sentemos a nuestra mesa. ¿No te parece que su boca debió ser la medida de nuestro gusto? Pues ahora mi mujer se las da de terca diciendo que no quiere que sufra Loreto viéndose quitada de la intimidad de antes; y sobre esto anda con rodeos para hablarte. A ti, hijo, te toca convencerla de su engaño, de que no tiene razón.
—¡Quien no la tiene es la pobre Loreto, y claro que usted tampoco!
Y Agustín prosiguió calculando el orden de sus talleres y de su estudio de inventor.
II
La Colombófila se había trocado en Casino republicano. Las paredes estaban adornadas de rozagantes lazos de los colores nacionales, entreverados con los de la bandera de la República. Entre los tulipanes del gas, aparecían los retratos de Thiers, Mac-Mahon, Ruiz Zorrilla, Figueras, y de todos los presidentes de la junta del Casino. Encima del aguamanil del billar, y guardado por un hermoso vidrio, había un cromo grande, rojo y alegórico, de la figura de la matrona o Minerva republicana con un capacete encendido en vez del casco olímpico, rodeada de una muchedumbre que trae divisas y letreros llenos de consoladoras promesas.
Nadie se acordaba ya de los gerifaltes y palomas; los designios políticos y una onda, un fervor oratorio hinchaba los corazones de los socios. Eran comunicativos, socarrones y fantásticos; murmuraban buenamente de todo. No sucedía lance ni aventura de barraganía que no se supiese y celebrase; y, en punto a fisgas y holgorios, nunca se saciaban ni bailaban círculo que pudiera imitarles. El secretario entró una noche montado en su yegua pía para leer el acta de una junta general.
Don Arcadio, el catedrático, el señor Llanos, las familias graves y recogidas de Serosca tenían siempre una frase de desprecio y condenación para esa casa de escándalo. Desde luego, el noble hidalgo ya no era socio.
En cuaresma pasaban los tres mantenedores de la raza frente a la marquesina del abominable círculo, de cuyas vidrieras pendía un nefando anuncio: «Todos los viernes, baile; y el Viernes Santo, banquete de promiscuación».
Y don Arcadio y sus amigos lo miraban a hurtadillas, poseídos de santo despecho. ¿No eran estas palabras una desgarradura horrenda en la raigambre cristiana de la amada ciudad? Ellos se sentían escarnecidos. Y todas las tardes se renovaban este vilipendio, pasando y leyendo el anuncio del pecado.
Desde las rejas de la secretaría les acechaban los pecadores.
Aquí fue donde más se habló de la llegada de Agustín, de la brava opulencia de su cabellera, del misterio de sus trabajos.
Por las noches, los últimos ociosos del círculo no se retiraban a sus hogares sin rodear las albarradas del huerto de los Fernández-Pons, para verle bajo la vieja lámpara de aceite.
Los que conocieron al padre de Agustín, y los que de antiguo sabían de esta familia, le señalaban entre todos por hombre raro, gallardo, hosco y aventurero, y añadían fábulas a la verdad de su vida, que después de hincarse y de transfundirse en la fe lugareña, volvían a los mismos fabulistas con todos los rumores del pasmo de Serosca y el encanto sabroso de lo nuevo.
Estos levantinos amaban y acataban la audacia y la leyenda de las figuras desvanecidas por la distancia, pero no podían consentir que el heroísmo, lo extraordinario residiese a su lado.
La igualdad se había hecho carne en Serosca. Aquí todos eran unos. Las invenciones geniales de Agustín fueron notadas en seguida del vicio de residencia, que se daba de mano con el de la pobreza.
Esparció las primeras noticias de las obras del ingeniero, un maestro de fundición, a quien confiara sigilosamente el modelo de un engranaje infernal.
Creyose un sueño de embaucador cuanto Agustín prometía de su máquina de puntillas y blondas; pero la venida del enviado de una casa belga hizo revibrar todo el cordaje de los nervios de Serosca.
Luego fue emblandeciéndose. Para ella, las maravillas del sabio habían de ofrecerse con firmeza y pompa; quien se alzara sobre todas las frentes había menester la pronta prueba y el crisma de esa excelsitud. Una dilación les fatigaba demasiado, y como los prodigios de Agustín permanecieron bajo el silencio, y el belga marchose sin el telar de encajes, subió el renombre del padre y menguó la fama del hijo. «Éste sería tan pobre hombre como el abuelo». Y hablose mucho de don Arcadio y recordose entonces la grande amistad de don Lorenzo. Nadie osó poner en ella un ápice de malicia ni de sospecha de desenvoltura para la noble doña Rosa, que se iba adelgazando y secando como una flor guardada entre las páginas de un libro. Pero es lo cierto que el nombre del músico muerto y el de la honestísima señora anduvieron juntos en lenguas de malsines.
Don Arcadio se asomaba al retiro del nieto.
Agustín, envuelto en una blusa azul de mecánico, limaba, taladraba, combaba un acero, leía sus gráficos, meditaba sobre su mesa de dibujo. Loreto, diligente y graciosa, le ayudaba calladamente en lo primoroso de sus obras, acabadas ya todas las haciendas de la casa.
Salía el abuelo con don César y el fabricante al otero del calvario.
El señor Llanos preguntaba al historiador por las bodas de una de sus hijas, prometida a un rico hacendado de la Marina.
Oyéndoles, tropezaba don Arcadio en todas las pedrezuelas y ramas de los setos; trenzaba sus manos a la espalda, tosía, musitaba alguna letrilla... Y una tarde no pudo domeñar su enojo y habló malhumoradamente de la apostasía del sabio.
El sabio le respondió de esta manera:
—La raza es una cosa, amigo mío, y el hogar otra; y sin éste, sin la familia, no puede producirse aquélla. ¡Ni quién soy yo para sacrificar a nadie! ¡La familia! ¡Si usted supiera cuántas dolorosas abdicaciones nos presenta la Historia! Todavía está muy apartado el ideal del individuo del ideal histórico. Entre el sacrificio de la familia y el mío, prefiero austeramente el mío; yo me entrego, me sacrifico yo, que además estoy jubilado desde el 20 de febrero. ¡Una iniquidad española! Y si no, fíjense en Ortells, el de Matemáticas, que sigue en su cátedra, y hace pocas noches lo recogieron de la calle, en calzoncillos, maquinando sobre los lados de no sé qué triángulo...
III
Desde Mengs escribió el ingeniero belga al de Serosca, aviniéndose a comprarle el privilegio de la «Encajera Fernández-Enríquez». Es verdad que la oferta traía toda la bellaquería y astucia del mercader ruin, pero el alborozo y la confianza que sintió el inventor viéndose solicitado de gentes extrañas, le arrebataba a la eminencia y pureza de la vida, velando los bajos caminos del logro ajeno.
En cambio, cuando don Arcadio oyó traducida la carta, no pudo contener su cólera; maldijo al extranjero, y tanto oro dijo de pedir, que toda la sala parecía resplandecer maravillosamente.
Aquietábale el nieto contando las tribulaciones y angosturas de esclarecidos mecánicos, como Arkwright, Peel, Heathcoat.
—¡Yo no los conozco! —murmuraba don Arcadio con indiferencia.
Loreto sorbía, embelesada, la cálida palabra de Agustín, que abría las alas de la gloria sobre las amadas frentes.
—¡Te falta estímulo, te falta ambición!
—¡Qué ha de faltarme, abuelo! ¡Mira!
Y descogió una cartulina. Y vieron un hermoso dibujo de verjas.
Se miraron sorprendidos, sin entender, sin adivinar nada.
—Ahí tenéis las verjas, con cierre imaginado por mí, que cercarán nuestro futuro palacio. Porque tendremos palacio cuando acabe mis máquinas de la substitución de la hélice y del movimiento continuo, esta última tan reída como la alquimia de los cocedores de oro. ¡Y yo, yo —acabó diciendo inspiradamente—, yo coceré ese oro de este invento, porque mi máquina andará siempre por la potestad que le ha sido dada al hombre!
Mamá Rosa lloraba: don Arcadio brincaba en su sillón; la doncella recogía dentro de sus ojos y de su vida la mirada de luz del ingeniero.
Pero la raza antigua, simbolizada por el señor Llanos y don César, acogió con desvío las nuevas de Mengs.
La otra, la mestiza las recibió en mangas de camisa, que era ya verano. Casi todas las noches había algún santo que agasajar; y muchos portales se enjoyaban con luminarias de aceite; sonaban guitarras y bulla de baile, y el manso viento llevaba esta alegría al reposo del valle y lo subía a los montes, donde ardían las hogueras de los apriscos.
Vendiose al belga el telar de blondas. Don Arcadio lo consintió.
Fue una mañana en que el abuelo dobló humillado su cabeza delante de un hombre recio, oriundo de la ribera, que le negó más dineros por una nueva hipoteca sobre El Almendral, la heredad prócer de los Pons. Entonces reparó el hidalgo que traía rotas las suelas de fieltro de sus bordados pantuflos y que su esposa vestía en su vida retirada las prendas de su doncellez y de recién casada, de una tristeza tan íntima y tan grande, sedas arcaicas, estrechas y mustias, de un señorío irónico vislumbrado al sol de los corrales, que allí salía la dama a mudar el agua de las gavetas y colodras del averío, porque ya no quedaba de servidumbre sino Camila, y Loreto había de trabajar largamente en el taller de Agustín, llevada de una encendida ansia y de la fuerza de ahorrar salarios.
Pulían las manos de la doncella los rayos sutiles de una rueda de acero y de madera de peral; otra, ya acabada, estaba tendida encima de un banco, y Agustín la iba enredando de lienzas muy delgadas, revestidas de un unto gelatinoso. De cuando en cuando, miraba el inventor el dibujo del artefacto, semejante a una azuda.
Por la abierta ventana llegaba el fresco ruido del caño de la balsa y un rumor gozoso de vuelo de palomos, de seis palomos viejos que aún cuidaba don Arcadio, y al pasar bajo el sol hacían sus alas tirantes una cándida resplandecencia. Entraban los densos olores de los bancales cortados por el riego, un olor húmedo de ternura de raíces calentado por el vaho de la siesta; y a veces aparecía, con un temblor sonoro, hondo, grave, la nota rubia y alada de una abeja todavía blanda y mojada de volcarse dentro de las frutas y flores; cruzaba despacio la llanura de la mesa, rasaba el yermo del encerado; se adelgazaba, se quebraba su murmuración porque había encontrado una doladura de la madera del peral, que guardaba gusto de árbol vivo; después subía vehementemente como enojada del engaño; asustaba a la doncella volando enloquecida cerca de su boca; quedábase un instante en el cuadro azul de la ventana, y, de súbito, se hundía en el dorado aire del huerto. Entonces resaltaba el silencio del estudio, y los dos obreros se oían el dulce fervor de la colmena de sus almas.
La mirada de Loreto, humedecida por la fatigosa fijeza, se tendía hasta el claro confín campesino; luego tornaba a su trabajo, doblando su cabecita de perfil sereno sobre la línea casta y gallarda de su busto.
Si se encontraban sus ojos, dábanse una mirada buena y animadora.
—¿La tendrá terminada para mañana a las doce?
Ella le sonrió diciéndole:
—¡Y ha de sobrarme tiempo! ¡Es usted, Agustín, el que se duerme tejiendo esa malla!
—Yo le digo que a mediodía, bajo el campaneo del Corpus, comenzará la prueba de nuestra máquina.
—¡Pero tanto vale que una cosa ande o se mueva seguidito, seguidito!
Levantose Agustín, y delirantemente fue nombrando y tocando serpentinas de hierro, tubos, girándulas, cilindros, cajas que tenían inocencia y gracia de juguetes infantiles; otros aparatos parecían monstruos mutilados, arañas feroces; fragmentos y miniaturas de aperos agrícolas, de acumuladores de fuerza de una dinámica estupenda. Todo aquello se transformaría en maravillas científicas cuando les dejase en sus entrañas el precioso soplo de vida. ¡Y sin embargo, todo yacía olvidado, preterido por dos ruedas que, siendo tan frágiles, habían de realizar el más alto y afanoso pensamiento!
—¡Amiga mía, pronto han de acabarse nuestros agobios!
Al otro día, en la grande quietud de la mañana, oyose la voz de Agustín, dándose aliento para el remate de la obra. Su grito resonó augusto por todas las salas, cayó en el sol de los patios; las gallinas ladearon sus cuellos, y quedáronse mirando la ventana, con las inflamadas crestas torcidas. Tenían una insolencia plebeya. Pero el ingeniero no lo advirtió. Sus manos parecían lanzaderas pasando hilos, tramándolos entre las pinas. Articuló los goznes imanados con los ejes de ponderación; lubricó y dio enlace a todo el mecanismo. Y cuando comenzaban a tocar las campanas de las parroquias, cubierto de ese manto sonoro de gloria que tendían las torres sobre la ciudad y el paisaje, avanzó el inventor por los viales del huerto llevando delicadamente en sus brazos la máquina recién creada, como un hijo chiquito.
Loreto le seguía, mirando amorosa en su regazo los trebejos con que acabar de unir el argadillo a la umbría de la balsa.
En la lisa y resplandeciente haz de las aguas, se retorcían los menudos renacuajos; patinaban los garapitos dudando siempre; los cínifes envolvían una piedra musgosa. El viejo granado, que amparó el dolor del padre de Agustín, se miraba, se espejaba entre pedazos de cielo hondo y magnífico; alguna vez se le caía una frutilla con sus almenas menudas, y de dentro desbordaba la fresca pelusa de fuego de la flor; el agua recibía la tierna corona rizándose en levísimos círculos solitarios, hasta que acudía vibrante y gentil una libélula o se asomaba socarronamente una rana gordezuela, con las ancas y las manos abiertas como un bondadoso rentista tendido en su sofá; se deslizaban llameantes los peces; y de improviso se sumergieron despavoridas hasta las más menudas sabandijas, ante la aparición de Agustín y Loreto y el monstruo de las ruedas hiladas.
—¡Hay que hundirlas hasta los cubos! Estos hilos gelatinosos, mojándose y trenzándose cuando bajen al agua, y secándose y templándose por el beneficio del aire, cuando suban, imprimen y alimentan el impulso, que lo recoge serenamente esta cámara apiñonada. Yo sé que esto es un ensayo de la futura máquina sublime... sublime... un ensayo que ha de... de la sublime...
Dentro de las viciosas ramas del árbol cantaba un pardillo gozosamente.
Alzó Loreto su cabeza para mirarlo, y en los ojos de color de miel de la doncella se copió el cielo. Tenía risueños los labios; la garganta desnuda, y por su blancura descendía el sol alumbrando los pálidos misterios del seno estremecido. ¡Oh, Señor, que Loreto no era la misma belleza resignada, grave y meditadora del estudio! A la sombra del granado, comunicada de la mañana fragante y libre, su cuerpo se transfiguraba, su hermosura era fuerte y de tentación con aromas de castidad; todos los encantos y delicias de la Naturaleza se resumían y amaban en esta mujer.
Agustín la contemplaba rendidamente. Ella dejó su mirada dentro de la suya; se sonrieron señoreados de una íntima, de una inefable complacencia, sintiéndose vestidos de luz y de gracia, sin cuidados ni memoria de nada; miraban el sueño de la alberca y sólo vieron sus cuerpos felices y juntos; miraban los árboles y una pomposa nube que viajaba en el azul del día, y ellos imaginaban que todo había sido hecho para cobijarlos en su dicha. Y, durante un momento, quedáronse bajo una obscuridad placentera; una obscuridad aterciopelada, dorada; obscuridad de ojos entornados por el beso, un beso muy lento; y al abrirlos y ver, bailaron sus figuras en la paz de las aguas, tan enlazadas como los ramos del granado. Y no vieron el abandono y naufragio de las dos ruedas de la máquina sublime, rodeadas de un mundo de pasmadas criaturas de la balsa; no lo vieron porque habían sido poseídos de la verdad y del impulso perdurables de la máquina excelsa del amor, que todo lo ata y mueve con sus cuerdas sutiles que nunca han de quebrarse...
IV
Se buscan los que se aman y se desean; se miran en los ojos; se contemplan todo el cuerpo y parece que le expriman la delicia con la voracísima mirada; se solicitan el tibio aire de sus bocas, como si sólo él pudiera traerles el de la vida; piensan que besándose probarán todos los sabores de amor, si por su desventura tienen vedado el poseerse; pero la llama que gustosamente les quema, salta de los labios a los brazos y a toda la carne; y ya no hay reposo en sus vidas. No lo tuvieron Loreto y Agustín después que se besaron. Ella recordaba sus imágenes, abrazadas en el espejo de la alberca, y le ardían las mejillas de rubor como si se hubiese visto desnuda.
Se afanaban hasta dolorosamente por hallarse y mirarse; y se veían, y no se curaban de la ansiedad.
Sorprendió don Arcadio la ruina del invento una tarde de riego de un tablar de panizo. Lastimado y abatido, subió al estudio para saber la razón del abandono de la máquina.
Allí no estaba la gentil protegida como antes, dejando un perfume de animación, de alegría de trabajo, sino sólo Agustín, solo, apagado y ocioso.
Quiso hablarle, y nada le preguntó, porque la actitud del nieto rechazaba todo coloquio de intimidad. Era lo mismo que su padre cuando le poseían sus delirios. ¡Oh, raza malaventurada!
Durante las comidas, y por las noches, sentados bajo el jazminero de los balcones del comedor, Agustín hincaba sus ojos en los de la amada, que siempre los traía tímidamente puestos en la tierra, temblándole los párpados.
No hablaban, y así oían claramente deshilarse el caño de la alberca, y el limpio sonecillo dejaba en el huerto la emoción de la mañana que se besaron.
Un día la vio desde su reja salir furtiva y leve. Fue siguiendo las apariciones de su blancura entre los árboles, hasta que ella se acercó al agua como una cervatilla sedienta.
Gustar Loreto de ese umbroso retiro era prenda firmísima de enamorada. Y el júbilo de las campanas de aquel Corpus de su amor resonó hasta en la más íntima bóveda de su alma.
Dejó el estudio; bajó los venerables peldaños; toda la casa retumbaba de la loca carrera. Y quebrando ramajes y hollando macizos, llegó al granado.
Pensó Loreto evitarle y huir; pero él le tomó las manos que se rebullían de dulce susto entre las suyas de ascuas deleitosas.
—¡Déjame que te ciña, amiga mía, y que de esta manera te asome al espejo de nuestra felicidad! ¡Por qué hemos de resignarnos a este sufrir, a no tener nunca expansión ni en los ojos! Vivimos acechando nuestra alma, no tolerándola un anhelo que todas han sentido y alimentan... ¡Yo, después del beso, no vivo sino para recordarlo y quererte mía, toda mía! ¿No consentirás en quererme?
Loreto elevó su frente y su mirada húmeda y dolorida con fijeza de plegaria. Confusa y encendida le pidió que la dejase. Los dedos del amado le rodeaban la blancura lechosa de sus muñecas. Y sintiéndose recostada encima de su pecho, le dijo:
—¡Si nos vieran, si lo supieran se morirían de pesar!
—Pero ¿no morirán también viendo que me apago y me consumo, sin afanarme por levantar esta casa tan caída, porque yo estoy lleno de ti, del deseo tuyo? ¡Bendita seas, y maldito mi egoísmo!
Pasaron otros coloquios semejantes entre los dos enamorados, que ya acababan besándose y ofreciéndose entrambos su sacrificio: ella el de aguardar el remedio de los nobles viejos y el triunfo de sus ideales; él, de renunciar a todas las glorias por trabajos humildes y fáciles.
De este recatado idilio sólo sospechó la triste señora.
Las miradas de adoración que se daban en las veladas familiares, que ahora se tenían rodeando la mesita de labor, fueron las primeras heridas del sosiego de la dama.
Y una tarde que entrose con su librillo de rezos bajo el verde techado de las parras, como una prelada en su claustro, no pudo terminar las oraciones, y se retiró llorando para no sorprender toda la verdad junto a la alberca.
Nada quiso decirles entonces. Confiaba que adivinarían su dolor, pero ciegos estaban los de casa; agobios y amor conturbaban todos los corazones. Y ella, tan apocada, tan indecisa, buscó al nieto, y le dijo:
—¡Ya que de mí no te dueles porque ni me miras, apiádate del pobre abuelo! ¡Yo nada necesito; es su pobreza la que me aflige, y tú sólo vives para lo que le mataría antes que la misma ruina! ¡Agustín, Agustín!
Agustín la abrazó; puso sus mejillas cerca de la marchita boca de la abuela; y ella se las besó con santo gozo. Echose, después, encima de la alfombra, descansando la cabeza en el liso regazo de la señora, que le contemplaba y acariciaba venturosamente.
—¡Antes que de nadie he de ser vuestro! ¡Yo he de libraros de todo lo malo que os aflige; lo juro!
—¿Y Loreto? —susurró apenada la vocecita de mamá Rosa.
—¡Loreto! ¡Loreto no es como las demás mujeres! Recuerda que un hombre extraordinario modeló su espíritu... Loreto fortifica y esclarece mi alma. ¡Pero si una mujer es un impulso divino para nosotros! ¿Tú no sabes cómo fue inventada la máquina de medias? No lo sabes, pobrecita. Pues por el amor; mira: Lee fue un inventor; Lee estaba enamorado de una señorita lugareña, retraída y seca, que al verle tomaba sus agujas de tejer medias para no atenderle. Lee, odió esa labor que le quitaba la mirada y la atención de la hacendosa señorita. Tenía sabiduría y una voluntad inagotable. Y decidió vencer los maldecidos moldes. Resistió un seguido esfuerzo de algunos años, y al cabo inventó la máquina urdidora de punto que hizo baldías las manos amadas. ¡Qué no lograré, mamá Rosa, no siéndome enemigas, sino ayudándome las manos de Loreto!
—¡Si te oyese don Lorenzo! —Y la señora sonrió y besó los cabellos de Agustín—. ¡Dios mío, sería pecado sentirse un instante dichosa!
V
Miraba el ingeniero sus olvidados trozos de máquinas, que parecían hundidos en una lejanía polvorienta. ¡Qué pesadumbre, qué rigidez de muertas cosas tenía lo que meses antes iba tomando la forma dócil, cálida y viva de su pensamiento! Todo lo tocaba con una fiebre de deseo, de las asperezas y herrumbes de los armazones y círculos dentados, inquietadores como ingenios de suplicio.
Pero cuando sus manos, sus ojos y su recuerdo llegaban a un punto que habían recibido la gracia del esfuerzo, de la colaboración de la amada, entonces tornábase la rudeza de la madera y del acero en algo leve, generoso, fácil y vestido de la luz de la idea madre.
Tanto ahínco, tanto poderío había en su mirada, que ya lo veía articularse, moverse, tronándole dentro de su vida. Sentíase poseído de un impulso de acción, de una voluntad infinita; pero al decidir aplicarla determinadamente y fijarla para cada propósito, le atormentaba el dolor de la amputación de su quimera.
Le estaba ya vedado hasta por sí mismo desfallecer y soñar.
Volviose. Don Arcadio se había asomado cauteloso y tímido. Pero don Arcadio quedó maravillado de que su nieto le acogiese tan animoso, tan decidor. ¡Qué locura meditaría Agustín!
Agustín le miraba como nunca. Su abuelo tenía setenta y cinco años; no había realizado ninguna de sus ansiedades. Perdió el hijo, empobreció; y su cuerpecito cenceño, nervioso, conservaba la presteza, el ímpetu de los tiempos de prosperidad y de ideales; pero en sus pupilas había un apagamiento de tristeza.
Agustín seguía contemplándole enternecido. ¡El pobre abuelo!
—Todo esto —le dijo guiándole por el estudio—, todo esto que parece inútil y de chanza, según dice la gente, lo has de ver muy pronto cambiado en algo provechoso, práctico, como también dice la gente.
Don Arcadio suspiró.
—¿Lo dudas; tú también dudas de mí? Aquella máquina hundida en la balsa la haré de hierro, pero de ella ha de salir, no lo que pensaba, sino un modelo de carretilla para la vendimia de los altos viñares de las sierras, una carretilla que substituya a los mulos, y que...
Don Arcadio meneaba su cráneo negando.
—¡Son mejores los mulos! Y aunque no lo fueran, nosotros preferiríamos los mulos. Perdona, pero la terquedad es lo único que nos queda de la vieja raza; y lo peor es que a la nueva tampoco le serviría tu invento. Perdóname que así te hable; paso unos días horribles. No me aventuré a decirte nada, porque siempre que me acercaba a esta puerta te sentía muy alejado de mí; y yo me preguntaba: ¡Es que cuando se tiene talento ya no se puede querer a nadie, ni siquiera al abuelo!
Riéndose se abrazaron. Y don Arcadio exclamó:
—¡Me he reído, me he reído, y me muero de angustia pensando en nuestro Almendral! ¡Los almendros de nuestro solar, Agustín! Cada uno de estos árboles es como un árbol genealógico. Ya rebrotan, y si este año se hielan, la perdición sería tan grande, que bien podría pegarme un tiro con la vieja pistola de un glorioso antepasado que cita don César en su Compendio.
En los ojos del nieto llameaba la ilusión; en sus labios pasaba el temblor de la palabra; y permanecía callado.
—¡No me atiendes, Agustín! ¿Me oyes? Estoy solo entre gentes que saben nuestra ruina y quizá se complacen en ella. Yo todas las tardes voy a la heredad; miro los almendros que se van cuajando de brotes; antes de cinco días se abrirán... ¡Y aún estamos en febrero, el febrero más helado de mi vida!
—¡Esas flores han de ser todas fruto!
—¡María Santísima, tú qué sabes!
—¡Lo sé! ¡Yo lo quiero!
—¡Nunca hizo el frío de hogaño!
—¡Qué me importan todas las heladas del mundo! ¡Esas flores serán almendras!
Don Arcadio vio a su nieto inflamado, transfigurado como un elegido en un rapto de gracia. Y le creyó.
Después, bajaron; y sentándose a la mesa, renovó Agustín la nueva jubilosa de la abundancia. Tomó el pan cocido en el horno de casa; lo fue cortando, y dijo, como si evocase el Eclesiastés:
—¡Tiempo hay para soñar, y tiempo para realizar!
Mamá Rosa y don Arcadio le escuchaban con devoción.
La amada le miró sumisa y casi sobrecogida, en tanto que recibía de su mano la orilla de la torta, un trocito de rubia corteza y de miga enjuta, que era lo que más le gustaba.
Los ojos del inventor parecían traspasar las paredes y las distancias, y posarse sobre un horizonte remoto, alumbrándolo con un haz del sol de su genio.
Los recogió, después, a la inmaculada blancura de los manteles; bajó su frente, y sirviose de una opulenta col, lardeada con tropezones de tocino rancio, que exhalaba un vaho humilde y generoso.
VI
Aquella misma tarde salieron el abuelo y el nieto camino de El Almendral, la postrera hacienda de su mayorazgo, y empeñada, por añadidura.
No había en toda la comarca de Serosca árboles mejor criados y que llevasen más esquilmo; árboles grandes, hermanados, nacidos en una hoya de tierra delgada y de dulce tempero; pero esos mismos favores hinchaban las gemas que se abrían tempranamente, y luego se veían desvalidas, desnudas, bajo los fríos y rosadas.
Don Arcadio y Agustín se internaron por las almantas de la hermosa arboleda.
Don Arcadio tocaba los troncos, los escuchaba, los hubiera abierto para contener con sus manos la resurrección de la savia tan mal aconsejada.
Agustín iba contando los árboles, medía los liños, el hondo de los alcorques, lo alto de la horcadura; y todo lo anotaba en su cartera.
Un viento duro, afilado, desolador, venía de los puertos y cumbres, y se tendía por el llano y traspasaba gemidoramente el almendral.
Agustín, sin cuidarse del abuelo, ya rendido, saltaba márgenes, se alejaba, volvía. Hizo que le enseñasen las mosteleras, las cargas de leña, los almiares. Estuvo mucho tiempo conversando con los labradores. Ellos acudieron al viejo señor, rezongando y quejándose de los mandados recibidos. Pero don Arcadio les repuso que había de hacerse lo que a su nieto se le antojara.
Aquella noche tornó solo el abuelo a Serosca.
Los labriegos la pasaron acarreando paja, gavillas de sarmientos, costales de encina y de enebros. Agustín corría toda la heredad con una tea ardiente, y su sombra y la de los árboles y la de los leñadores danzaban locas y diablescas sobre los sembrados y rastrojos endurecidos por la helada.
Otro día, muy temprano, vieron las gentes de los postreros arrabales de Serosca que, encima de la finca de don Arcadio, estaba parado un humo espeso de incendio que cegaba el paisaje de todo aquel término.
Salieron muchos para mirar de cerca la perdición. Y esto fue, cuando Agustín venía cabalgando en una mula de la labranza, y a todos sonrió contento y sosegado.
Acudió don Arcadio, ansioso de saber la locura del nieto. Le acompañaban el fabricante y el docto catedrático, que, aunque jubilado, iba escogiendo de los archivos de la Historia ejemplos de calamidades y cuitas que sirvieran de consuelo y enseñanza.
Pero apareció Agustín, gritándoles alborozadamente que el fuego que veían no era de ruina, sino de promesa; que se apresurasen a presenciar cómo había triunfado del peligro de los fríos, y al sabio don César enfriósele entre las manos la masa de su erudición. Todos los héroes citados por gloriosos en el paso de pesadumbres y adversidades, corridos y enojados, se le subían a las gafas, pidiéndole cuenta por haberles removido baldíamente de sus doradas tumbas. ¡Tan resignado que tenía ya a don Arcadio!
Estaba la finca poblada y ruidosa de familias de los casales campesinos. Muchachos y grandes rebullían junto a los ruedos de leña encendida que, como anillos de brasas, ceñían el pie de los troncos. Los labriegos alimentaban la lumbre, la hurgaban con almocafres y horcones, acomodándola redondamente en los hoyos. El humo subía denso y aciago; y arriba se desplegaba, tejiendo una túnica sutil y milagrosa que velaba los árboles, dejándoles el calor de la vida.
Lejos, en las hitas de la heredad, quedaron solos dos almendros sin los cuidados de la ardiente niebla; toda su desnudez se calaba en el azul de la mañana.
Arrancó Agustín algunas flores y las puso ante los ojos del abuelo.
Estaban arrugadas; y en lo íntimo del seno se había congelado, matándolas, la gotita del rocío.
Penetró después Agustín por un cerco de rescoldos; volvió con otras flores recién abiertas; olían a incendio, pero dejaban en los dedos la ternura de sus jugos.
—¡María Santísima! ¡Bendito sea ese fuego del Señor, bendita sea tu frente!
Y, transportado del regocijo de la simple maravilla, amparose don Arcadio en el pecho del nieto y lo besó llorando.
VII
Cuando el señor Llanos acabó de referir las amarguras de don Arcadio, y dijo cómo mediara él para consolarle, entonó la familia de don César un cántico de elogios.
La esposa y las hijas doncellonas del historiador, que estrenaban vestidos primaverales, comprados en Valencia por la hija, la casada, rodearon mimosamente a la mujer del fabricante, y le dijeron:
—¡Nada, nada; es preciso que nos lleven a la nueva heredad! Dicen que es de lo que no hay; que la casa, los graneros, el lagar, las caballerizas, todo es de finca de señores nobles. ¡Las lágrimas que habrá costado esa pérdida a la pobre de doña Rosa!
—Mucha compasión me da esa mujer —les respondió la de Llanos, que era arrugadita y dura como una nuez ferrada—, mucha compasión, pero a veces es justo que Dios humille el demasiado orgullo; porque ¡ustedes saben lo enhuecada que ha sido esa señora! ¡Siempre en su sala, como una reina!
—¡Es de veras! —confirmó la catedrática.
—Nosotros, alabada sea la hora que lo digo... —quiso proseguir la otra, pero la del sabio le interrumpió:
—Ella y don Arcadio hicieron que esta hija mía... —y mostró a la mediana, enjuta, descolorida y algo rendida de espaldas como su padre.
—Nosotros, alabada sea la...
—...Que esta hija mía penase tanto.
—Nosotros, alaba...
—¡Porque usted no puede imaginarse cómo estaba Agustín, el otro, el que se casó con aquella mallorquina, que ni tan siquiera nombre tenía! Estaba como loco por Anita antes de los estudios de ingeniero. Y aun en Madrid también; desde Madrid le enviaba qué sé yo las cosas: programas de las óperas del Real, un álbum para retratos... Y en las primeras vacaciones ya vino el estudiante encogido, que ni intentaba mirarla. ¡Todas lecciones urdidas por los padres!
—Nosotros, alabada sea la hora que lo digo —pudo ya decir la sombrerera—, nosotros jamás caímos en la tentación de las grandezas. Bien que guardemos el decoro de vivir según somos, pero dentro de la modestia ¿verdad?
La menor de las doncellas, maciza, de ardientes ojos, se pasó la lengua por los labios, que el industrial solía mirarle con indomable codicia; y, sonriendo, dijo:
—Pues este Agustinito anda mucho con nuestro cuñado, y hablan de vapores; y antes no salía a los portales de su casa.
—Ése —revolviose la madre—, ése estará ya harto de lo casero...
—¿Cree usted que la... recogida y él...? —insinuó escandalizada la de Llanos.
—¡Yo no pondría las manos en el fuego!
—¡Ése es fuego terrible, señora! —lamentose don César—; ¡fuego que malogró a esforzados varones!
Siguió una pausa. Parecía que todos meditasen en esas llamas de condenación.
Refulgieron las gafas del sabio, y añadió:
—En cuanto a los inventores, afirmo que los considero una desdicha...
—Pero si eso de rodear los almendros con lumbre viene va en libros antiguos de agricultura, y está rechazado por caro...
—¡Y a mí me lo dice, amigo mío! Podría recitarle de memoria páginas enteras de la gloriosa obra de Columela De re rustica; podría recordarle los cultivos primitivos del almendro en la Tarraconense en la Baleárica, en la Bética...
La esposa del catedrático contemplaba al matrimonio fabril desde el alto asiento de tanta sabiduría, que ella incluía entre los bienes gananciales.
—Yo, de esos puntos no sé, pero he leído que esa defensa del fuego nada más se hacía en noches muy crudas; y Agustín lo encendió a todas horas, hasta agotar los pajares y leñeras.
—¡Y como éste es simple —comentó su mujer—, allá fue con sus dineros, y tuvo que quedarse con la finca pagando la hipoteca y todo y sin leña!
—¡No se arrepienta por amor de Dios! —dijo don César—. La Humanidad persiste y persistirá en virtud de la abnegación de algunos elegidos. Podría citarle cien nombres...
Se repitieron los parabienes; pasaron otros comedimientos, y salió la visita.
—¿Qué os parecen? —murmuró Anita.
La madre dijo casi silbando de envidia:
—Que son un par de zorros.
El sabio quedose con los ojos vueltos a la Historia; la Historia podría, también, depararle cien nombres...
Cruzaron la plazuela de la iglesia Arciprestal. Por la esquina de la casona de los Fernández asomaba el carro cosario de Murta. Dentro iba Agustín.
Don César tendió su brazo, y compungido y tribunicio, profirió:
—¡Delenda est domus amici Arcadii o Arcadi!... Arcadi, con una i...
VIII
En la umbría del viejo granado, donde Agustín besó a Loreto, como si fuese su velada, allí también la besó con la amargura de la despedida. Allí le dijo sus ambiciones para bien de todos. Le juraba que había de volver poderoso.
Su quietud era ya ruindad. Los abuelos morirían de pena si él no les alzaba del abatimiento de su pobreza. Vendría pronto, porque el ansia de hacerla dichosa le prendía alas de águila en su vida.
Para el pueblo ya sólo era el ingeniero regalado, el inventor de burlas que precipitaba con delirios la perdición de su casa. Y él sentía dentro de su sangre una levadura de quimeras, y el reposo, la fría serenidad del calculador. Su renacimiento y su triunfo en España serían demasiado lentos. Cuanto más se alejara, más merecería, que todo trabajo y sacrificio piden, atraen la recompensa. Sabía de oídas o por lecturas, de cuyo origen no se acordaba, que Bolívar, el Liberador, dijo: «Llamemos a las gentes europeas que nos traigan sus artes, sus ciencias. Nos faltan mecánicos y agricultores». Pues él, acabó sonriéndose lo mismo que hubiera sonreído don Lorenzo, él como geórgico, como agricultor, no buscaba acogida en la apartada América, pero veía resplandecer y trepidar aquellos pueblos con la llama y el fragor de sus invenciones.
Loreto le escuchó llorando, y sólo le dijo:
—Vete si es preciso por remediar a los abuelos. No he de contenerte un instante; pero cuando tengas para ellos, no te alejes un paso más por mí. Yo puedo trabajar, velando las noches, haciendo de criada y de obrera.
Agustín le selló la boca con la suya, le secó los ojos con sus besos, y la tuvo mucho tiempo abrazada, recogiéndole todo el aliento que le subía estremecido de sollozos.
Ella le confesó su miedo de que no volviese, como contaban de su padre.
—¡Qué martirio, por las noches, pensando en tu soledad, en que puedas sufrir, en que puedas morirte tan lejos, madre de mi vida!
Nublose el alma del amante; un frío de augurio, una tristeza de predestinado abatían el llamear de su fe. Pero le sonreía, grande y magnífica la mañana de primavera. En todos los frutales, en lo más humilde y escondido del huerto, reventaban los gérmenes, retallecían jugosamente los verdores de la promesa. Se tendían graciosas encima del azul las curvas de los montes convidando a hollarlas y traspasar distancias. Todo era bueno y hermoso.
Lo mismo que con exaltación de enamorado dijera a Loreto, escribió también a los abuelos. Dejó la carta en la mesita de labor de mamá Rosa, para evitar que lágrimas y súplicas deshiciesen la entereza de sus designios de partir.
Se sabe que, fuera de Serosca, pasó el héroe del carro ordinario a la galera de un fabricante de curtidos, de los hombres de la Marina, que le alabó sus intenciones y le admiró por su viaje aún más que por todos sus inventos. Era preciso luchar, y descrismarse hasta «abrirse paso». Y el buen curtidor se frotaba las manos pensando en su casa abundante, en su regalada quietud.
Quizá cuando se hundía bajo la bóveda umbrosa del camino de Murta, hallaban los ancianos la carta del nieto.
—¡Es el padre! —gritó don Arcadio—. ¡Como su padre huye! ¡Toda mi vida pensando en la raza y los míos se me pierden!
—¡No huye, no huye! —gimió Loreto.
—¡Tú lo sabías! —le dijo llorando la abuela—. ¡Lo sabías, y no nos avisaste ni lo impediste!
—¡Es que se marchaba por ustedes!
La señora la besó maternalmente, y sus corazones se escucharon juntos, en un mismo latido de amor y congoja.
Apartose don Arcadio releyendo los párrafos del nieto.
...«Necesita aquel país que vayan gentes europeas honradas que les lleven sus ciencias y sus artes. Yo iré...».
—¡De modo —se dijo el abuelo—, que mi nieto, un Fernández-Pons, es decir, un Fernández-Enríquez, será allí como cualquiera de la Marina en Serosca! ¡Eso es terrible, María Santísima!
...«Dejo en mi arqueta los dineros que pude recoger vendiendo a mis amigos de Bruselas algunos modelillos y estudios de aplicaciones eléctricas. No os apenéis por mí, que todavía me queda para el viaje... Tengo una carta de presentación que me ha escrito el yerno de don César».
Don Arcadio subió al cuarto de estudio; miró amorosamente los libros, los planos; sentose en la butaca donde Agustín descansaba de sus vigilias; besó las huellas que dejaron sus codos en los brazos raídos del mueble; y miró el camino de Murta, fresco y arbolado como un río... Terminaba la carta, diciéndoles:
«Me llevo la vieja pistola rota y oxidada; ahora va en el fondo de mi bolso de viaje forrado de alfombra; os la traeré en mi equipaje de príncipe; me llevo el relojito que señala las horas del pasado, y el bastón del abuelo...
¡Quered mucho a Loreto, por Dios!...».
Levantose el hidalgo. Ella y la esposa le buscaban.
Don Arcadio enjugose los ojos; quiso ser fuerte; invocó los bríos y austeridad de la antigua Serosca para sellar tan hondas emociones con una frase definitiva. Tosió cuan recio pudo, y temblándole la voz, dijo:
—¡Pero esta criatura... ha debido comprarse un bastón nuevo!
El abuelo del rey
I
De un señor de la Marina al yerno de don César.
2 de octubre...
«Escribí a mi sobrino de Montevideo haciendo la recomendación de ese señor Fernández, de Serosca; y puse en mi carta más interés del que vi en la tuya; es verdad que tú recomendabas tan sólo a un paisano... y para mí era un desconocido que me pareció hasta pintoresco.
Bueno; ese señor Fernández no llegó en el barco que tú me anunciabas; y dice mi sobrino que si algún día llega, aunque lo duda siendo de Serosca, y se le disipan esos humos de inventor, acaso le busque sitio acomodado en sus peleterías.
Mi sobrino se da a los diablos por tu flojedad. Me jura que no mediando yo, ni hablaría del asunto de vuestro ingeniero. Motivo le sobra para su enojo, pues el negocio o empresa que te propuso debiste siquiera agradecérselo. Dice que ahí en Serosca te pudrirás como buen español hasta que tengas que curtir tu piel y la de tus hijos, si el Señor te los concede, porque llegará día que no quede ni una cabra ni un carnero, los cuales han de preferir morirse hartos de pasturar las basuras de los muladares. Tú te ríes de estos augurios, y yo también. Aquí no habrá prados o dehesas tan ricos y grandes como en otros países, pero es donde más abunda o más fácilmente se mantiene el ganado.
Paseando por las afueras de Alicante he visto cabras que se regodeaban en unas tierras secas, polvorosas, sin una mata; no había más que piedras, papeles pringosos, desperdicios de la ciudad. ¿Qué comen estos animales? ¡Es lástima que no saquemos provecho de su sobriedad y mansedumbre! ¡La leche misma! Yo tengo mucha fe en la leche».
(Suprimimos por innecesarias las consideraciones y alabanzas que de la leche hace el señor de la Marina).
25 de noviembre...
«El muy americano de mi sobrino ha comprado no sé cuántas leguas de pradería en la Patagonia para ensanchar sus negocios, que comienzan a florecer. Me escribe que está contentísimo no sólo por su prosperidad, sino porque imagina el coraje que ha de roerte cuando tú lo sepas. Como ves, las alegrías americanas se parecen a las nuestras.
En mi próxima te contaré algunos lances curiosos del arribo de vuestro paisano a Montevideo, que al cabo llegó, y del cual asegura mi sobrino que se morirá de hambre o será un hombre extraordinario».
31 de diciembre...
«¿Ahora sale tu suegro con sus reparos históricos a que hay más ganado cabrío en España que en otros países? Yo no lo afirmé dogmáticamente; no hice estadística. Ese análisis que hace de los pastos será muy científico, pero ya te dije que nuestras cabras comen con resignación todo cuanto nuestra tierra les depara; quizá comen sólo tierra, y les parece hierba cencida.
Lo del señor Fernández resulta algo épico. ¡Ah, y antes de que se me olvide, quiero que me facilites noticias de ese hombre que todos mis amigos encuentran de una agradable rareza!
Durante el camino, cuentan que tuvo rasgos que interesaron a todo el pasaje; hasta monseñor Rojas, obispo de Tucumán, un anciano rollizo y bondadoso, que fuera de su ministerio sólo le preocupan las etimologías, abandonó su mesa privilegiada y una raíz hebrea, y asomose a la cámara de segunda por escuchar a vuestro serosquense.
Fondeó el buque ya de noche, y muy apartado del puerto. Estaba la mar hinchada; llovía recio. Y el vaporcito que acudió para el transporte de los viajeros a los muelles daba unas costaladas horribles. Bajó el señor Fernández con su maletita o bolso de alfombra; le siguieron otras gentes, todas humildes. Avisó el obispo que le aguardasen. Pasaba tiempo; y la lluvia, el viento y la corriente del Plata atemorizaron al mismo patrón del barco, un napolitano cobarde y avaro. Subió vuestro paisano en busca de monseñor. Y monseñor empezaba su cena y discutía con su familiar una licencia poética.
—¿Pero es que me esperaban?... ¡Pues, hijo, no puedo ir; no voy ahora! —le repuso sonriendo.
Cuando el patrón lo supo echaba venablos, porque perdía el único pasajero que pudiera ser dadivoso.
Ya lejos, solita la lancha vapora en medio de las aguas, pidió a cada uno dos pesos por la travesía. Los hombres murmuraron, y lloraron algunas mujeres; pero la garra del napolitano iba exigiendo el precio. Rebelose un grupo a pagar el escote. Dio un grito el patrón, y el vaporcito se detuvo. Sin gobierno y parado, quedó a merced del oleaje y del hervor del gran río. La gente, consternada, imploró a aquel hombre que siguiese; y él se reía y fumaba sentado sobre una rosca de cuerdas. ¡O los dos pesos, o toda la noche allí!
Entonces el señor Fernández, empuñando una enorme pistola, le obligó a coger la rueda del timón, y desde la escotilla se impuso bravamente al maquinista.
Y el barco avanzó.
Todos le rodeaban admirados y agradecidos de su arrojo.
Y cuando llegaron al muelle agarró al napolitano de la faja y lo puso en presencia de un policía, que, por más señas —dice mi sobrino—, era negro. El agente ató los pulgares del marino con una cadenita; y el señor Fernández alejose impasible y sencillo con su bolso, donde guardaba la heroica arma.
¿Qué os parece? ¿Y ese joven es un soñador apocado? Yo más le tengo por un aventurero impetuoso, y no me explico cómo no triunfó en España».
11 de marzo...
«...Apenas se sabe ya de él. Mi sobrino no pudo tenerlo en su casa. "Sabía tanto —dice— que perdíamos el tiempo y la plata siguiendo sus cálculos y su humor; y si le contrariábamos se ponía loco". Después pasó a la Argentina, ingresando en la poderosa granja de Vockel y Compañía, de la que saliose muy pronto. Sospechan que se ha internado en Chile, seguido de unos indios.
Ya puede citarme tu suegro toda la historia y hasta las actas del Concejo de Mesta. No sabía yo que el nombre de España significase abundancia de conejos. Y no se opone a lo que yo digo. Nada como España para la cría y granjería de los ganados. La leche es, sin duda, uno de los negocios mejores de nuestra patria; la leche de cabra, y hasta la de vaca, aunque te asombre. He decidido probar. No necesito de prados. Nutriré mis ganados con pienso; y el pienso lo compraré en la Argelia, que allí resulta más bajo de precio por la misma razón que les resulta a los ingleses más barata la almendra de nuestros campos que a nosotros. Es decir, no veo la razón. Yo creo haber acertado y reunido todos los pormenores de este asunto, que no consiste sólo en la leche, sino que principalmente depende de las lecherías. Hay que ofrecer la leche sobre un fondo de blancura que recuerde la suya, y servirla siempre embotellada
Yo he comenzado por siete vacas y diez y seis cabras...».
(Sigue hablando de la leche).
20 de junio...
(Comienza tratando de lo mismo).
Después dice de Agustín:
«He aquí lo último que he podido averiguar del señor Fernández: En la granja de Vockel y Compañía trabajaban seis onas, que un gerente de la Casa en Punta Arenas quiso traer a las excelencias de la civilización. Para estos humildes fueron las mejores palabras, la solicitud, la ternera del señor Fernández, que les desmenuzaba con paciencia de misionero las explicaciones de las cosas. Los indios, que antes se arrastraban bajo los ojos y la voz de Vockel y Compañía, empezaron a tener el sentimiento de su voluntad, de sus preferencias, porque notose que prescindían de la "razón social" y sólo buscaban el someterse al señor Fernández. Le oían como si fuese un mago, y mirándole se les mojaban los ojos, sobrecogidos de un gustoso pasmo. El señor Fernández les hablaba con dulzura que ellos nunca habían catado.
Una tarde, los onas rompieron unas magníficas cribadoras mecánicas. Temblaban los pobres indios aguardando la ferocidad de los capataces. En aquel punto pasaba vuestro serosquense, y se arrodillaron diciéndole su horror. Alzoles riéndose el señor Fernández; se culpó a sí mismo el daño, y se estuvo toda la noche trabajando en la máquina rota hasta dejarla mejorada con nuevas perfecciones de su ingenio.
Los onas le besaban las manos y los pies con gratitud de mastines.
Y no se sabe si fue por ellos o porque vuestro paisano se hartó de la obediencia a Vockel y Compañía, y de oficinas y horarios; pero lo cierto es que los indios y el señor Fernández desaparecieron de la granja.
Después se dijo que se fueron juntos a la isla de Dawson; otros creen que a una isla que me parece se llama la Georgia, y otros, que a otra.
Lo indudable para mi sobrino es que vuestro inventor está en algún punto apartado; entre salvajes, desde luego.
El capitán de un buque que llega hasta Cabo de Hornos le afirmó categóricamente, un día, en el escritorio, que hay cerca del Estrecho de Magallanes una isla muy frondosa y rica gobernada por un sabio europeo.
¿Será español? ¿Será el señor Fernández, que quiere renovar desde la misma punta de América nuestro pasado poderío?
¿Qué te parece? ¡Yo, la verdad, yo te confieso que no me asombraría que el señor Fernández fuese rey!».
II
Los cinco fragmentos epistolares de los que antes se da casi un puntual traslado, corresponden a otros cinco movimientos del espíritu de Serosca, y son como un vivo glosario de las cartas del levantino, y un claro espejo de los serosquenses.
2 de octubre...
Lo que en la carta de este día se refiere despierta y trae en volandas la memoria de Agustín, que ya se esfumaba en la noble ciudad. Y todos murmuran:
¿De modo que Agustín, el señor Fernández, no había llegado de América? ¡Pero si hubo tiempo hasta para haber naufragado!... ¡Ése ni se embarcó ni ya se embarca! ¡No es el padre!
La risa de la burla pasa heladamente por las calles arcaicas y modernas de Serosca.
Serosca ha sido engañada.
Mucho se habló de Agustín los primeros días de su partida, y se le elogió por ella.
Agustín era serosquense, y su viaje, su apartamiento, probaba a todos que también ellos serían capaces de salir de la «Capua de su sedentarismo y pereza», según dijo el catedrático en una de las elegantes conferencias que pronunció después de jubilado en el paraninfo del Instituto.
Pasó tiempo. El nombre de Agustín fue escondiéndose bajo un silencio melancólico. Y si alguien lo recordaba añadía: «¡Como inventor, el pobre nada!... ¡Pero lleva algo en su pecho!».
—¡Sí que lo lleva! —confirmaban todos.
Y diciéndolo, diciéndolo, durmiose la memoria del héroe. Aunque con socarronería, la carta del 2 de octubre aviva y alumbra su recuerdo.
Serosca había sido burlada; y acaso se regocijó en su engaño...
26 de noviembre...
Dos días después de esta fecha toda la ciudad prorrumpe:
—¡Sí que se fue y llegó! ¡Y ahora que manifestase su fuste y enjundia porque, para hacer lo mismo que hizo aquí, bien pudo quedarse quieto aunque le hubiesen caído encima los viejos artesones de su casa!
Algunos afirmaron que Agustín no se volvería sin tasajo.
Otros sonrieron. Pero todos decían:
—¡Por lo pronto, sí que se fue; se fue y llegó!
* * *
Nótase en Serosca el aumento del pastoreo. Muchas calles huelen a majada.
31 de diciembre...
Por la noche y todo el día siguiente de cabo de año, el Casino viejo y el Círculo, las tiendas, los portales, todo Serosca pronuncia el panegírico de las proezas de su paisano.
Principalmente en el Círculo, donde el yerno del sabio historiador ha leído, declamándola, la carta del amigo de la Marina, en el Círculo, los fervorosos comentaristas traman sin advertirlo un segundo relato del arribo de Agustín a Montevideo.
Parece que el héroe llegó a disparar la pistola; que él solo guió el barco casi hundido en las negras aguas, después de atar en la chimenea al patrón y maquinista.
Hablose con fisga y frases avanzadas de la gula y flema de monseñor Rojas, relacionando al obispo de Tucumán con los males de la patria.
El más imaginativo y leído de los socios ve en Agustín un símbolo de la España valerosa, manumitida, moderna, y en monseñor otro símbolo.
Por último, se reúne la Junta de gobierno, acordándose darle el parabién a don Arcadio por la temeraria y feliz llegada de su nieto "a una de las antiguas hijas de la madre España".
Esta cortesía fue muy bien acogida de todo Serosca.
Don Arcadio la agradeció tiernamente.
11 de marzo...
La ciudad duda. La ciudad desconfía y espera. Pasa un temblor de sonrisa y anhelo haciendo ondular las almas como el aire sobre la mies.
Agustín queda lacio, obscuro, desceñido de todos los atributos y galas del héroe. Puede abatirse al suelo ruin de una vencida criatura.
Pero pronto se oculta bajo las nieblas del misterio.
Y la mirada de Serosca se tiende insaciablemente encima de ese humo infinito y azul de la distancia y de la quimera.
¿Habrá muerto?
Serosca contempla lastimada los cerrados balcones de la casona de los Fernández-Pons.
Cuando sale don Arcadio a misa, tan encorvadito y caduco, se quedan todos mirándole.
¡Este pobre abuelo!
* * *
El señor Llanos abre una magnífica lechería, dotada de todos los progresos higiénicos.
Tiene en El Almendral cuatro vacas y veinte cabras.
20 de junio...
Apenas el yerno de don César lee la carta de este día, busca atropelladamente a su mujer. La leen juntos; entran al despacho del historiador, que les recibe con el volumen III del Viaje de Anacharsis.
—¿Qué tenéis? —les pide asustado el padre.
—¡Agustín, el nieto de don Arcadio, es rey!
—¡Rey! ¿Rey, cómo? ¿Rey?... ¿Pero rey de dónde?
—¡Rey! ¡Rey de una isla de indios!
Y le entregan la carta del señor de la Marina. Don César no la despliega. Clío sopla en los rescoldos de su erudición de catedrático.
—¿De indios? Indios hay muchos: tenemos los Pampas, los Tuelchus, los Puelches, los Aucas, que adoran a Antú y le rezan con palabras semejantes a algunas del Pater noster de nosotros, que dicen, si mal no recuerdo: Tuva che malvin bemuelo aenfil ante sloin enchinichemo: me daréis de comer hoy a mí y a mi gente... etcétera. Tenemos los Onas...
—¡Onas! Ésos: ¡los onas! —gritaron los hijos.
—Pues los onas suelen ser de natural blando, pero cuando se enfurecen son todo lo contrario. Traen vestidos de guanaco...
—¡Ésos son, papá!
Y salen a decirlo. Desde las rejas del comedor se lo gritan al señor arcipreste, que viene de celebrar en Santa María.
—¡Pero, don César, qué opina! —exclama aturdido el piadoso varón.
—Papá conoce a esos indios; sabe todas, todas sus costumbres.
La nueva se derrama por Serosca. Las gentes se juntan en corros.
Confiesa la ciudad que presentía algo estupendo de ese hombre. ¡Hijo de padre! Es decir, ¡bastante más que el padre!
Una voz exclama altivamente:
—¡Yo le llevé en mi galera hasta la estación de Murta!
Y los otros le miran con reverencia como los indios a Antú.
Entretanto don César ha leído la carta del señor de la Marina. Y cavilando se acerca a la librería de manuscritos, y alcanza de un vasar una carpeta rebultada, en cuyo tejuelo hay unas letras diminutas, seniles, que parecen hormiguitas, y dicen: Compendio de las hazañas de Serosca.
Toda la mesa de trabajo gime bajo el mazo de glorias y los codos de don César. Su diestra traza en el blancor purísimo de una cuartilla: Apéndice XV.
Durante un momento vacila aquella mano. Después escribe:
«Jamás sintió Serosca el cansancio de sus entrañas. Cuando los siglos semejaban haber secado las fuentes de su generosa maternidad, ofrece a su crónica una página espléndida. Mi trabajada pluma recibe el mandato de...».
—¡Papá, papá, que está todo ya frío! —le avisa desde el comedor su hija la mediana, la doncellona enjuta y triste, que fue enamorada del padre del héroe.
¡Ella! ¡La elegida para reina-madre! ¡Y que una de Mahón se interpusiera!
Y la docta mano crispa la comenzada página. Y la rasga.
La Historia ha callado. Perdonemos su silencio. La voz y la mano del pueblo enaltecerán el nombre de un rey y lo grabarán en el oro eterno de la leyenda...
III
Murió la pálida doña Rosa antes de la exaltación de su nieto. Tuvo una muerte bienaventurada, sin agonía; expiró mirando el grabado de Mozart.
Desde su viudez fue secándose la vida del hidalgo. Apenas salía de su dormitorio. Allí le servía filialmente Loreto, blanca, lisa, dolorida de pensar.
Por las tardes rodeaban a don Arcadio los amigos, amigos nuevos y amigos del pasado, que a todos acogía con la misma sonrisa paternal y triste, que parecía descender de un trono.
—¿Todo igual? —insinuaba alguien de los llegados.
—Todo —repetía el caballero.
De tiempo en tiempo, un recuerdo de intimidades, de un episodio infantil, referido menudamente por el abuelo, acercaba la figura del héroe.
Se sentía el paso de Agustín entre el grupo de levantinos, un tránsito alado, una aparición de encantamiento.
—Si queríamos verle brincar de alegría no teníamos más que darle ciruelas confitadas, pero confitadas por Camila...
—¡Ciruelas!
Y se miraban; y a poco quedaba acordado que no había dulce más delicioso y digestivo que el de ciruelas.
—¡Con esta pluma escribió su ultima carta, la de despedida!
Y la pluma recorría todas las manos del ruedo.
—Ésta es la carta...
Y leían todos la firma.
—La t de Agustín —dijo un antiguo intérprete de puerto— es exacta, exactamente igual a la de un comandante de Marina que se llamaba Cortés, y descendía del otro Cortés tan célebre: Hernán Cortés, me parece. Y el comandante la copió de un pergamino que me creo que está en Madrid en un arca.
Todos volvieron a mirar la t de la firma.
Don Arcadio sentíase mecido en el regazo de Serosca, y se dormía. Entonces salían las amistades, y entraba Loreto para desnudarlo y acostarlo.
Y sucedió que, una tarde, recibió la doncella una carta muy sellada. Traía en el sobre un letrero, un membrete azul:
«Compañía Anónima Chilena de Importación y Exportación».
Desconocía los trazos manuscritos, pero le punzaron como abejitas en el alma. ¡Era la carta para ella! Y palpitando refugiose en la solitaria sala de costura.
Allá dentro, en la tertulia, repetían:
—¡Y esa compota de ciruelas que ustedes le daban!...
Y también:
— El entrecejo, y la pronunciación, y aquel levantar la mano...
Loreto abrió el sobre y leyó:
«¡Qué pensarán mis abuelos; qué pensarás tú, Loreto mía, de mí! No quise escribiros por no mentir disfrazando mis sufrimientos.
Y esta carta, que aún puede sobresaltar a nuestros viejecitos, va para ti con letra ajena en el sobre; y te pido que no se la des a ellos si temes que la rápida confesión de mis trabajos pueda entristecerles mucho.
He estado enfermo; me sentí desamparado; y una noche de sed de fiebre me vi dentro del agua clara de la alberca, me vi lívido, ahogado...
...Ahora ya tengo pan; ya lo tenéis vosotros; me paso el día detrás de mi escritorio horrible de «jefe de envases». También recorro a caballo las estancias. ¡Soy un centauro! Tengo un criado indio que me cree un dios; lo llevaré a nuestra casa. Por las noches estudio idiomas; y descanso de mi faena con mis inventos. He inventado un precinto de cajas y un lacre de legitimidad para frascos.
Me ofrecen mil pesos. La dirección todavía no ha podido estudiarlo; me esperaré algún tiempo antes de vender el privilegio a otra gente. Las direcciones son iguales en todos los países... Estoy contento; quiero que tengáis también vosotros esta alegría de la fe. ¿Llora mucho mamá Rosa? ¿Y tú, Loreto, y tú? Iré... Todas las mañanas, al levantarme, me ciego el ojo izquierdo para mirar por los agujeritos del bastón de mi abuelo, y veo cerca el cielo de las tardes campesinas de Serosca, la torre de Santa María, nuestros árboles, todo lo que me gustaba mirar así para verlo lejano. Y por las noches abro el relojito de bachiller, que es ya de oro pálido, descolorido, y en sus horas paradas contemplo mi casa, mi infancia, toda mi vida... ¡Y decía mi abuelo que no podría verlas porque, siendo chico, averigüé que estaba roto el pobre reloj!».
...Salían los amigos de don Arcadio, y la llamaban. El enfermo apenas les atendiera aquella tarde.
Pasó Loreto llevando la carta sobre el temblor tibio y fragante de su seno.
Nunca le pareció el anciano tan postrado. Tenía la mirada caída, blanda y obscura; los brazos rígidos, sarmentosos, muy largos, muy largos, y las piernas se le retorcieron cuando quiso alzarse de la butaca y pisar.
Fue la primera noche que se notó sola para subirlo a la cama. Y tuvo miedo. Se le escapaba; la rendía. Colgaba una mano del enfermo; golpeaba su cabeza contra las columnas de los velos de la cama.
—¡Ayúdese por Dios, ayúdese, que no podré subirlo!
Don Arcadio se reía, y daba frío la mueca de su risa. Y tartamudeó:
—¡Si es que no sé subir; estoy todo enganchado; soy un alambre de una máquina del rey mi nieto!
—¡Por Dios, no hable, que aún se cansa más!
—¡Soy un esqueleto vivo, un esqueleto vivo que se ha roto! ¡Mira por dónde se me ha ido un brazo! ¡Cógeme los pies!
Sonaba su risa entre un hervor de saliva, de espuma de su boca morada. Le crujió un hueso.
Ella cegose toda de horror. Y empujaba ansiosamente aquel cuerpo derribado, duro, de garfios... Se sentía exaltada por la soledad, bajo el dominio de la muerte o de la locura.
La carta de Agustín dejó una caricia en su costado, un aleteo dichoso; y pudo seguir y tender y abrigar al pobre enfermo.
Latían sus respiraciones y su pulso tan sonoramente que parecían repercutir en todo el recinto.
Don Arcadio abrió los ojos y Loreto quiso reanimarle, y le dijo:
—¡Y si recibiésemos noticias suyas muy pronto; si nos escribiese!
—¡María, María Santísima! ¡Calla, mujer, mujer! Un rey no escribe... ¡Vendrá un enviado!
Quedose inmóvil. Y apagadamente murmuraba:
—¡Agustín III... Agustín I... Primero... ¿de dónde?
Estuvo seis días en una quietud rígida, con los ojos siempre abiertos, muy tirantes, alzados. De rato en rato se le meneaban las quijadas; parecía que mascase un pan amargo; y le salía un hilo de voz y de espuma.
Loreto le enjugaba las sienes, siempre sudadas, y los ásperos labios.
—Primero... primero... ¿de dónde?
La sexta noche sufrió convulsiones y náuseas; abrió la boca hasta torcer la mejilla izquierda; se desgarró un labio.
La enfermera gritó.
En el escritorio velaba el cazador de Calpe; y cuando pasó, recibiole la mirada blanca de dos pupilas dilatadas de cadáver.
Los labios de don Arcadio quedaron fijos en alto redondos, naciendo, dibujando una o interrogadora; tenía la lengua pegada a las encías.
Acudieron gentes viendo entornado el portal. Y preguntaron.
Asomose el hombre de Calpe y les dijo:
—El abuelo del rey ha muerto ahora mismo.
Había luna. La noche parecía de jazmines.
Serosca contemporánea
No es posible negar los progresos urbanos de Serosca.
En 1898 se derriban los trozos de murallas que aún ceñían los arrabales del Norte. Las calles de la Santa Faz, de Atalajes, del Tinte, de la Lonja y de la Costanilla de la Cochura, desbordan sus edificios recientes en el frescor de las primeras huertas expropiadas.
En 1901 queda aprobado un definitivo plan de ensanche.
El primer kilómetro de la calzada de Murta pasa a las pulidas manos del Municipio, que tala todos los árboles, olmos centenarios, de las orillas o cunetas, porque el camino mide de anchura siete metros, y la nueva calle, que seguramente ha de llamarse «Avenida de Sandalio Mora», alcaide entonces, ha de tener de ancho 7,15.
En 1904, otro corregidor culto, moderno, codicioso de la policía, de la belleza de la ciudad, publica un bando de revoque de fachadas. Y bastan cuatro meses para que Serosca se levante del apagamiento de su vetustez y surja toda clara, envesada de colores.
El yerno de don César elige para su nueva casa un enlucido verde, de un tono tierno de manzana.
Adquirió esta finca en la subasta judicial que promovieron los acreedores de don Arcadio. Es la noble casona de los Fernández-Pons.
Debajo del flamante mirador hay un rótulo, cuyas letras de un ocre intenso parecen de relieve, y no son de relieve, donde se lee:
«La Marina.— Consignaciones y Tránsitos».
Pero en los escritorios de las tenerías y de todas las fábricas de tejidos y fieltros, en las mismas oficinas municipales, todo Serosca, para indicar y referirse a «La Marina», siempre, siempre dice: la casa del abuelo del rey.
Loreto, enlutada, dulce, muy pálida, cuida de una señora devota; labra randas con mundillo, borda ajuares.
Su voz y su sonrisa parecen venir inspiradas de lo lejano.
Nada se sabe del rey.
Y esto es para Serosca la más segura prueba de la verdad de su reinado y de su gloria.
1912.