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Este texto forma parte del libro «El Ángel, el Molino, el Caracol del Faro».
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Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. «¿Desde dónde estará mirándome ahora?» —se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armadijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta de pan de su comida.
Despertábale un temblor de huesos, de aletazos, de gañiles. En los cepos se retorcían raposas, grajas, perros, buhos...; y el pastor los aplastaba con sus esparteñas y con sus manos. No eran ellos los aborrecidos, y porque no eran los aborrecía y los chafaba. Y, una mañana, su risa y su voz rodaron triunfalmente por el valle. El águila aleteaba desgraciada y magnífica, sangrándole las garras entre los muelles de presas. Recostóse el pastor a su lado, y estuvo aguardando todo el sol para regodearse mirándola; quiso verse dentro de sus ojos inmóviles de brasas redondas, y en esas lumbres se estremecía una frialdad de bravura y de señorío indomable. Se los hubiera reventado mordiéndolos como un fruto, lo mismo que ella a él si el pastor hubiese muerto en el desamparo del monte. Pero cegándola ya no sabría que él la miraba. La miraba implacablemente. El águila entreabrió el pico convulso; se le doblaban las alas como unos hombros desventurados con su manto de hermosura a cuestas como una cruz. Vino el mastín; la rodeó latiéndole y humeándole las fauces. La cabeza del águila se erguía toda tallada sobre el azul como la proa de una nave sobre el horizonte, y en sus ojos encendidos se reflejaba el perro, el pastor y un círculo gozoso de la mañana campesina.
3 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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