El Ángel

Gabriel Miró


Cuento


Eternamente volaba en lo recóndito del cielo. Lo más encandecido de la gloria circulaba como sangre por su naturaleza, y de lo mismo era el aire que levantaban sus alas y sus vestiduras.

Cuando fueron sumergidos en la condenación los ángeles rebeldes, se deslizó a las otras estancias celestiales que ellos habían perdido, y no se dió cuenta de su tránsito. Era dichoso en su vuelo de silencio y de indiferencia de espíritu puro.

Los querubines vibraban como élitros de oro; los serafines se abrasaban embelesadamente contemplando sin pestañear el trono del Señor; los arcángeles, estruendosos, terribles y magníficos, pasaban y volvían con sus atributos y misiones; y los hermanos del Ángel, los ángeles, volaban tendidos, verticales, arrodillados, en actitudes y ruedos graciosos de guirnaldas, glorificando la misma gloria con su felicidad, porque precisamente en su felicidad se cifraba su motivo y su valor eterno y su cántico sin garganta.

Poco a poco envejecía el mundo, según afirmaban los querubines, que siendo de cerebro alado podían saberlo todo. Y comenzaron a subir las almas de los escogidos. Tantas llegaban, que hasta el Ángel las vió. Y dijo: «¿Quién será esta gente?»

Entonces un querubín que cabeceaba entre la talla de un pilar, le explicó:

—Son criaturas bienaventuradas que vienen de la tierra.

—¿Para qué?

—Vienen a gozar del premio que han logrado con sus buenas obras.

—¿Y nosotros?

—Nosotros, no. Nosotros ya estamos sin haber hecho nada. ¡En cambio, repara cómo llegan esos!

Los confesores traían el corazón de ascua en la boca, el manto rojo rasgado; los ascetas, flacos, velludos y lívidos, rompían hierbas y raíces entre sus quijales, y se ceñían las ingles con trozos de sayal o trama de palmera del yermo; los mártires, vestidos de sangre y de llagas, venían con los garfios, el hacha, las tenazas, el brasero, el hierro ardiente, la cruz; las vírgenes entraban coronadas de rosas pálidas y sonreían con modestia y dulzura; y el Ángel las miraba sin entenderlas, porque de todos modos era sonrisa de mujer lo que veía. Finalmente se atropellaba una multitud de santos, santos de todos los pueblos y linajes, santos con sandalias, con espuelas, con báculos, con capuz, con diadema, con escapulario, con parrillas, con azucenas, con libros, con plumas goteantes, con alforjas, con hambre, desnudos, tullidos, galanes, horrendos...

—Pero ¿tanta gente había por esos mundos?

—¡Ay, Ángel, y la que todavía queda! Ya no hay día seguro: no acabarán de venir arrepentidos, y los mansos, y los que nunca estuvieron hartos, y los que lloraron sin consuelo ..

—¿Y habrá holgura aquí para todos? —Y como Querubín asintiera, el Ángel siguió volando dichosamente.

Algunas veces el Señor trazaba un signo casi redondo; un arcángel salía a los espacios y colgaba una banda de colores.

El Ángel se asomó. Vió una gasa de lluvia: una verdura tierna que se esponjaba entre una hebra de sol; y en el mar, los barcos abrían sus alas para enjugárselas, y las gaviotas daban su grito de júbilo bajo un arco miniado.

El Ángel buscó al Querubín.

—¿Eso qué es?

—Es el arcoiris. Quiere el Señor que lo tiendan como puente y abrazo de su misericordia. Es la señal de la alianza establecida entre Él y toda carne de la tierra. Se lo prometió al justo Noé.

—¿Noé?

—¿Es que no conoces a Noé?

—Yo, no. No conozco a nadie —y alejóse con un aleteo de fría elegancia.

Al Querubín le pareció demasiado perfecto el Ángel indiferente. Y desde el follaje de oro de su columna estuvo conversando con un caudillo de las milicias angélicas.

El Ángel fué trasladado a la tierra con oficio de custodio de hombres. Y el Querubín se quedó vibrando alabanzas al Criador y esperó las obras del enviado.

Todo se sabe también en el cielo; y se supo que al Ángel se le perdió el alma que tenía a su guarda. Le encomendaron otra, dotada de preciosas virtudes, una verdadera elegida; y la elegida se malogró en las delicias del mundo. Regresaban los ángeles con las almas ganadas para la gloria, y Querubín siempre les pedía noticia del «otro».

—Allí sigue. Ahora estaba salvando a un hombre desventurado.

Querubín confió. Y vino al cielo el ánima del hombre desventurado.

—¿Y tu ángel?

—Vengo solo. Mi ángel se quedó de custodio de una pobre mujer pecadora.

Querubín se estremeció. Pero la mujer pecadora entró también por los portales beatísimos.

Querubín la elogió con encendidos conceptos, y en seguida le preguntó por su ángel.

—No sube. Se pasó a una mujer hermosísima que nunca había pecado.

El Querubín se desesperaba. Los bienaventurados, principalmente las santas, hacían corros comentando la ausencia y los peligros del Ángel. Eremitas y doctores le dedicaban palabras más rígidas que sus cilicios y que el pliegue de su frontal. Las vírgenes iniciaban una sonrisa sutilísima, casi imperceptible para los ojos celestiales. Y la cabeza de Querubín brilló de lágrimas y de sudor de responsabilidades, porque la responsabilidad es la congoja y el remordimiento de una cabeza. No pudo resistir la pesadumbre, y por su mediación descendieron los ángeles en busca del hermano andariego.

Pero los ángeles volvían cansados y mohínos.

—¿Y él?

Los recién llegados señalaban hacia el fondo con su pulido índice:

—¡Allí lo tienes!

Allí estaba. No podía morir por privilegio de su naturaleza incorruptible, pero el contacto de la tierra le incorporaba los dolores, los placeres, los ímpetus, las flaquezas y postraciones de la carne y hasta los duelos y miserias de la senectud. Le vieron los bienaventurados desde las orillas de una nube de grana. Caminaba muy despacio; tenía las espaldas corvas y duras; la barba y la cabellera, torrenciales; había enflaquecido; hablaba a solas; y en el pueblo le llamaban Don Ángel.

De un rapto trasladóse Querubín a los últimos escalones de la Majestad. Rebotaba contra el trono, gemía, se mordía la luz de sus labios; se querelló contra sí mismo como culpable de las tribulaciones del ángel ausente; y alcanzó que se le permitiera bajar en su socorro.

Don Ángel estaba sentado en la suave ladera de un monte, contemplando un crepúsculo estival.

—¡Ángel!: ¿Sabes quién soy?

Don Ángel alzó cansadamente sus ojos.

—Me parece que sí. Claro que no puedo asegurarlo, porque aquí no está uno seguro de nadie.

—Ángel: ¿Y las alas?

—¿Las alas? Es verdad; yo tuve alas —y se estuvo tentando los hombros—. Las alas se me fueron secando y cayendo. Me quedan los bordes, ya viejos, de los alones, que se han ido doblando en medio de la espalda. Toca, y las sentirás dormidas y heladas. Antes, con túnicas y mantos, no se me conocía la carga de estos gloriosos huesos; pero las ropas modernas los ciñen y los muestran demasiado. Hay quien me aconseja tratamientos ortopédicos y quirúrgicos, creyéndome un poco jorobado. Yo sé que no tiene remedio la deformidad que trae su origen del cielo.

—Ángel: te pido perdón. ¡Sufriste mucho, y yo tengo la culpa!

—¡He sufrido mucho, Querubín! Los hombres son más insoportables de lo que parece desde la gloria. He sufrido mucho. Conocí bienaventurados de esos que suben tan resplandecientes a mi antigua morada, y algunos son terribles aquí en la tierra. Me han engañado los hombres y las mujeres, y yo, Querubín, he tenido que engañarles también. ¡Con qué ferocidad se persiguen, se odian y se matan! A mí, siendo inmortal y todo, a mí mismo me hubieran matado si, olvidándome de mi inmortalidad, no me hubiese defendido con todas las crueldades y sutilezas humanas. Yo fui de todo, Querubín: héroe, capellán, industrial, político, mercader, artista, empleado. Soporté jefes pedantes; resistí oradores, eruditos virtuosos, capaces hasta del mal por mantener el olor de su sabiduría o de su virtud; hombrecitos-hormigas, capaces hasta del bien antes que soltar el grano de trigo. Hice beneficios a ruines; y me han beneficiado algunos poderosos que cuando remedian castran. Me han creído canalla sin serlo, y, lo que es peor, sin quererlo ser. He fracasado muchas veces, y las gentes me consolaban prometiéndome la gloria del otro mundo. He llorado, he temido. ¡He sido hermoso, y mírame seco y caduco...!

—¿Y los demonios, Ángel? ¿Te han atormentado los demonios?

—No, los demonios, no. ¡Ni siquiera se me han aparecido los pobres!

Y recostóse en el tronco de un almendro, y encendió un cigarro.

—No, Ángel; no te regodees ahora. Vine por ti. ¡Levántate y sube!

—¿Adonde? No, Querubín. Mira la tierra. Va saliendo la luna. Hay luna llena; y el mar, y los jardines, y las montañas, y los senderos solitarios, y hasta la frente y las tristezas de los hombres, y las manos, la mirada y la boca de la mujer, y el pensamiento de la muerte, todo adquiere una inocencia, una intimidad, una perfección inefable. Querubín: ¡Qué dulce es sentirnos cerca del cielo desde la tierra! Pues, ¿y las mañanas? El sol nuevo, recién encendido, el esposo cantado por el Salmista. ¡Querubín: Tú no has podido sentir la fuerza lírica de los salmos desde tu inmóvil pilar de oro!... ¿Y las tardes? ¡Qué deleitoso desasimiento de místico nos prenden, qué refinado pensar, qué pureza en el mismo pecado! ¡No, Querubín; yo no subo! Díselo a Nuestro Señor. No hay obra suya que más se ame y que más nos posea que este mundo. Lo sabe el Señor; por ella dió su sangre, y yo doy mi gloria.

La cabeza de Querubín se demacraba como un cráneo humano, y sus alas zumbaban como las de las abejas cuando rodean las flores.

—¡Cállate Ángel; calla por mí, que no tengo más que cabeza!— y todavía se esforzó, y dijo: —¡No te quedes perpetuamente entre los hombres! Te hartarán con sus bellaquerías, y vendrá un instante en que querrás morir, y entonces será tarde...

—¡No; yo nunca querré morir! ¡No se quieren morir ni los suicidas! ¡Y, además, piensa que, algunas veces, los hombres son dichosos, y viéndolos felices yo pruebo un placer que únicamente se goza aquí en la tierra y siendo ángel!...

Y Don Ángel tornó a encender su cigarro, y Querubín se remontó sollozando entre los cendales hilados por la luna llena...


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.