El Beso del Esposo

Gabriel Miró


Cuento


No siempre el beso legítimo es de miel y vida para la boca besada... Yo sé que a veces tiene amargor y muerte...

—¿Cuándo, cuándo sucede esa desventura tan grande por un beso? —prorrumpieron, entristeciéndose, las gentiles doncellas que vinieran aquella tarde otoñal a la apartada Villa de tía Isabel.

Y la hermosa señora de opulentos cabellos de plata y continente de reina, les dijo con donaire y melancolía...

—¿Y si las avecitas de este parque lo oyeran, y luego me acusaran a vuestros padres, cuya rancia severidad es enemiga de estas pláticas y aun de que vengáis a mi retiro?

—Cuente, tía Isabel, que sus palabras nunca son pecado; y hemos de darle nuestra compañía muchas tardes.

Esto lo pronunció la más joven de las sobrinas, que llevaba como una túnica blanca; su carne parecía de un ámbar purísimo.

Y todas descansaron en el vetusto banco de cedro.

Dejaron en medio a tía Isabel que habló de esta manera:

—De libros muy antiguos sacaron la substancia de una conseja muy linda. «Érase una mujer que desde niña, casi recién nacida, fue avezada al zumo de serpientes, y hasta se afirma que la alimentaron y criaron con sangre de tan espantosos animales. Y lo que para todos era tósigo y muerte, fue para ella salud y vida. Creció y se hizo lozana y hermosísima, aunque en sus ojos no sé qué brillaba de siniestro y bravío.

Un mancebo gallardo y audaz prendose de esta mujer, y ella también le quiso locamente. Y se casaron. Sus bodas tuvieron todo el fausto y regocijo de su jerarquía, porque eran los dos príncipes muy poderosos de la India, y gozaban dulce rendimiento de sus súbditos. Llegada la noche, se recogieron los desposados en su cámara, resplandeciente de pedrería, y aromada, no con juncieras, como hacían nuestras dueñas y madres, sino con braserillos donde se quemaban las gomas y perfumes más deleitosos de Oriente. Y sucedió que al otorgarse lo que pide amor, besáronse; pero ella, impulsada de la fiereza que le dejó en la sangre el licor de serpientes, mordió en los labios del mancebo. Y el esposo se llagó de ponzoña y murió hinchado maldiciendo a la amada y retorciéndose como los reptiles.


Y el cuento es acabado,
sea Dios siempre loado...


¿Quedasteis adolecidas del mancebo? Quizás la conseja no es sólo de entretenimiento, sino también de enseñanza que aún no podéis descubrir. Habéis oído la historia del beso de la esposa; os guardo, para otra tarde, el beso del esposo...».

Ellas se le acercaron, y haciéndole mil caricias le pidieron que lo contara entonces.

Tía Isabel sonrió en silencio.

Delante del banco había una fuente musgosa; brotaba el agua del roto cuello de un cisne de piedra, y al verterse sonaba un coloquio cristalino de gotas. Las tórtolas quejumbraban en el cedro, que, bañado de sol poniente, era como un inmenso candelabro de oro...

La noble dama, la solitaria de aquellos jardines, rechazada de los graves y rigorosos hermanos por peregrinas locuras de amor, contempló a las doncellas y dijo:

«En una ciudad, no muy lejos de aquí, vivía un matrimonio de ilustre casa y grandísimo celo religioso. Dos hijos varones estudiaban en un colegio de padres de la Compañía; y de él salieron para ingresar en academias militares. Nació, también, una hija, que la crio la madre en recogimiento monjil.

Ya mayorcita, la niña no pisaba la calle sin la custodia de sus padres. Los cuales siempre estaban con semblante de pesar, que siendo en ellos de naturaleza, lo aumentaba, entonces, el andar escasos de renta. No tenían otro pasatiempo ni extraordinario que sentar, los jueves, a su mesa a un caballero célibe y noble, de los mismos años y costumbres del padre, del cual era antiguo amigo y casi pariente. Además, era muy letrado y cristiano, y en aquella casa se le consultaba y oía como un libro precioso.

La hija fue mujer; pero de una hermosura y gracia que embriagaba los corazones, como los vinos rancios y los aromas fuertes. Y esta belleza avivó de recelos y cuidados el ánimo piadoso de la madre. Lo que más le inquietaba era pensar en el casamiento de la doncella; así lo confesó al sabio amigo, acabada la comida de un jueves, añadiendo lastimeramente: "¿No hay muchos ejemplos de mujeres hermosas que fueron desdichadas?". "Los hay —afirmó el amigo—. ¡Mujeres desdichadas que llevaron la perdición al hombre!". Y nombró desde la antojadiza Helena hasta algunas damas de Madrid y del extranjero, muy principales, divertidas y andariegas, y a todas les dedicó palabras de las Sagradas Escrituras: "La mujer, más amarga que la muerte; lazo de cazadores; red su corazón; prisiones sus manos". Que de todo entendía y sabía aquel doctísimo varón. A la pobrecita Eva y a la taimada sierpe, las citaba mucho. Y, por las noches, la madre padecía sueños horrendos de mujeres, mitad humanas, mitad serpientes, cuyas cabezas hermosísimas se parecían a la de su hija... Y pasó el tiempo sin que se alterase aquel hogar monástico. Pero un jueves el comensal les comunicó sus propósitos de alejarse para reponer su fortuna, también quebrantada. Le conferían cargo de autoridad y ganancia en Nueva España y quizás consintiera. Y aceptó, y un domingo de Pascua florida lo fue de sufrimiento y lágrimas para sus amigos.

...Vinieron cartas del ausente llenas de amor para la familia amiga y de quejas del frío de su soledad y de narraciones muy elegantes y emocionadoras de aquellas tierras remotas. Todo lo leía la hija, y aspiraba conmovidamente el intenso perfume de lo nuevo y lejano.

Llegó también una fotografía donde estaba él entre árboles centenarios y rodeado de indígenas de ferocísimo gesto y negra desnudez. La figura del europeo aparecía gallarda, pálida; su barba patricia, ya canosa, y su avanzada frente, recibían toda la claridad que penetraba por la floresta; aquel hombre resaltaba como un símbolo del heroísmo y nobleza de una raza. "¡Yo lo encuentro hasta bizarro y hermoso!" —exclamó entusiasmado el amigo—. Y para la hija, que entonces compendiaba a los hombres en el grupo fotográfico, fue el de Nueva España el más galán de todos los nacidos. Algo le escribió el padre de la amorosísima impresión que sintiera la joven al mirar el retrato. Y la siguiente carta dio sorpresa y gusto al matrimonio, porque en ella el expatriado confesaba un secreto que mantuvo siempre en su alma: el del amor a la hija. Decía luego su tristeza por la distancia que les separaba y por la otra distancia aún más amarga de sus edades. Cinco años llevaba cautivo de su pingüe empleo, y otros cinco le quedaban de residencia en tan extraño confín. Había cumplido los cincuenta; de modo que al retorno se hallaría en los umbrales de la vejez. "¡Había de hacer dolorosa renuncia del único y más sagrado precio de su vida!". La madre, alborozada con la idea de tan conveniente y tranquilo refugio para la hija, le habló, le rogó y pudo persuadirla a casamiento. Ya las cartas vinieron para ésta; y era tan arrebatado y lozano lo escrito, que la novia sentía castísimos anhelos de caricias de aquel hombre, y llegó a fingírselo fuerte y gallardo».

—¡Ay, tía Isabel! ¿Y lo era de verdad? —interrumpieron las gentiles sobrinas de la narradora.

Tía Isabel sonrió con suave malicia, y dijo:

«¡Acallad vuestras ansias, que todo lo sabréis! Los novios de mi cuento se desposaron en la separación, por poderes. Helada y triste le pareció la ceremonia a la doncella; pero así fue preciso, porque al de Nueva España le angustiaba la espera de su regreso, y a los padres de la novia horrorizábales solo el pensamiento de que su hija emprendiese el largo viaje. La primera carta que recibió la esposa del esposo le abrasó el pecho como si el corazón se hubiera vuelto en temblorosa llama, encendió sus mejillas y estremeció dichosamente todas sus entrañas. Acababa con estas promesas: "Iré muy rico; y he de decirte como Salomón: nuestro lecho será de sándalo y florido, y en él tus besos, más sabrosos y dulces que el vino y la miel!". Y la esposa besó estas palabras, y aquella noche lloró en su lecho de virgen».

—¿Lloráis también vosotras?

—¡Ay, tiita mía —gimió la doncella dorada como el ámbar—, es que imagino que me sucede a mí, y se me aprieta el corazón!... ¡Hablaba aquel hombre con un fuego!... ¿Y tenía de veras tantos años?

«Tres llevaba de casada —prosiguió la señora— y pasaba la hermosa mujer los días contando los de los dos años siguientes como si fueran los azabaches de su rosario. ¡Cuántas veces!... Y una tarde de septiembre, tarde de oro como esta, la madre penetró gozosamente en la estancia de la esposa casi pidiéndole albricias como se usaba en lo antiguo... La hija se levantó palideciendo y trémula: ¿Sería él?... No; no era él, sino un enviado suyo, un compatriota que regresaba y le traía dones y obsequios preciosos. Entró el mensajero. Viéndolo, sintió ella los dulces rubores de la esposa al conocer el tálamo. "¡Por qué, Dios mío, si era otro, otro!". Joven, blanco, rubio, el llegado parecía un príncipe de conseja, que viniese a librarla del penoso encantamiento de su doncellez... Hablábale del ausente, y a ella le parecía que decía de sí mismo. Prometía que el marido vendría antes de dos años; y la virgen se preguntaba en voluptuoso deliquio: "¡Alma mía! ¿No vino ya el amado?". Mientras estuvo este hombre en la ciudad, ella cuidó de su atavío, tuvo alegría y bendijo la vida... Pero el Príncipe partió, y entonces apuró la esposa el vaso de hiel del adiós a la felicidad, deshecho como una niebla. Ya sola, ya triste, se preguntó si había pecado, si cometió adulterio en su corazón. ¡Casada y amante sin saber aún del amor legítimo ni del prohibido! Y lloraba más de tristeza que de arrepentimiento. Pero como, según dijo un filósofo que yo he leído, "nada se adhiere al corazón que haga siempre llorar o siempre amar", fue la esposa mitigándose de su lacería y luego pasó al goce por el anuncio del pronto arribo del marido. Faltaba un mes. Y ella y sus padres fueron a un puerto de Andalucía para recibirle... Extenuada de ansiedad, pisó el muelle la desventurada mujer. Todos los encendidos requiebros de las cartas acudían entonces a su alma. "¡Oh, nuestro lecho será de sándalo y florido; y allí, tus besos más sabrosos y dulces que el vino y que la miel!". Y ella gustaba sus mismos labios y desfallecía anticipándose fingidamente la dicha.

Entró en las serenas aguas del puerto el negro vapor, despacio, rendido... ¡no encontraban al deseado los ojos de la amada! ¡Venían tantas gentes! Muchas manos agitaron pañuelos. "¿Y él?". Él llegó.

La esposa pálida, angustiándose, muriéndose, recibió en su frente un beso breve, enjuto entre blancura de barba patriarcal de un anciano flaco, doblado, que balbució: "¡Oh, mi Isabel!"».

—¡Isabel, Isabel! —exclamaron las doncellas rodeando a la señora.

...Tía Isabel sonrió llorando.


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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