Como los personajes trazados en mi artículo los conoció íntimamente la señora de Villalba, vieja, maldiciente y también escritora, me pidió que se lo leyese antes de entregarlo.
Acomodose la señora en su butaca de grana; abandonó en su regazo la media que estaba urdiendo; quitose los resplandecientes espejuelos, y aguardó.
Y yo leí:
...Descansaba llena de luna la noche, y pareció suspirar y estremecerse como una doncella dormida, volviéndose, desnuda y casta, en la blancura de su lecho. Y la respiración de la noche, atravesando los huertos, pasó por las ventanas y aromó al poeta. La aspirada delicia le distrajo y dejó comenzada la estrofa.
Creando la vida de su fábula, atendiendo el íntimo pulso, los regocijos y tristezas de sus criaturas, se había olvidado de la «amada», de la noche.
La fragancia de rosas, de árboles floridos, de verdores recientes, de inmensidad, que le había acariciado las sienes y oreado el alma, le atrajo a la vida que él tomaba para llevarla a los hijos alumbrados en sus libros, sin apenas gozarla, como pican y traen las aves el sustento a los pichones, sin quedarse nada para su hambre...
Entonces subió y envolvió al artista toda la grandeza del silencio, de la soledad, y vivió en sí mismo, pareciéndole que los hijos de su arte se escondían y callaban bajo las blancas losas de las cuartillas.
La estancia era amplia, abrigada con tapices ya pálidos, nublados por los años, y los muebles, anchos y propicios a la meditación y bellas quimeras del maestro. Un grande acero bruñido, traído de un viejo palacio de Florencia, colgaba como espejo, encima de la mesa de trabajo.
Alzose el escritor, y mirándose dentro del arcaico acero se vio cerca de la vejez, exprimido, rugoso, agobiado. Luego contempló la perfumada noche. Lejos, en el confín, se esparcía una niebla blanca, luminosa, un halo de plata. Asomaba el alba. Y contristose el corazón del hombre.
Se retiró a su dormitorio. Encendió la lámpara de cristal azul, que daba claridad suavísima de estrella, y contemplando a su esposa dormida recogió su fragancia. ¡Oh, era como la de la noche, y también su cuerpo espléndido, desnudo, juvenil, parecía lleno de luna! Sintió más su vejez y su tristeza, y la besó devotamente.
Apagada la luz, surgió para él en las tinieblas, como destacando sobre un fondo de negro terciopelo, la imagen de su esposa desnuda, blanca, placentera, semejante a las heroínas de sus libros, que le ungieron de gloria, imaginadas mujeres que habían «amado mucho».
Y pensándolo se estremeció angustiosamente, y quiso desvanecer la ficción. De nuevo lució la lámpara; lámpara celeste, voluptuosa, de tálamo dichoso.
La mujer esquivó la claridad volviéndose, y toda la peregrina firmeza de su carne manifestose bajo la delgada blancura de las ropas.
El artista la besó en los cabellos. La contemplaba serenamente; le parecía hija de su arte. Y los ojos del escritor tenían lumbre gozosa de triunfo.
Siguió mirándola, y ya la besó arrebatado, impetuoso. La llamó la más hermosa de todas las mujeres. Si por ella hubiese padecido quebrantos, suplicios, persecuciones, él la habría perdonado y bendecido contemplándola, como hicieron viendo a Helena los ancianos de Troya.
Se durmieron abrazados.
...La llamarada de amor que revivió en la sangre del poeta le alumbró más sus ruinas de hombre.
La esposa le observaba con extrañeza, con inquietud. Aquel hombre, consumido por altísimos amores, apartado de la pobre vida y tan olvidado de la mocedad y hermosura de la mujer, que motivó la perfidia de ella, en el pensamiento, no llegando a la realización del pecado contenida por la excelsitud del nombre del artista; aquel hombre, ahora, bajando de su eminencia de genio de eterna juventud a la humana tierra, parecía decrépito, celoso, roído de flaquezas.
Todas las noches se despertaba ella sobresaltada, miedosa, sintiendo en toda su carne la impresión de una mirada de tanta tenacidad y fuerza, que parecía exhalar ardor de fiebre, como la boca de un enfermo. Los ojos del marido tenían fuego hondo y feroz.
Una noche, él le dijo, trémulo de lascivia y de angustia:
—¡Me da rabia verte! ¡Eres hermosa, fuerte, lozana; tu boca es de flores y ascuas, terrible de tentación! ¡Oh, si yo me muriese antes que tú!
Ella le tuvo miedo.
Y el viejo poeta enfermó.
* * *
Era primavera. Quiso el artista que lo llevasen a su estudio. En
el sitio de la mesa se puso la cama. Y al pasarlo se vio el enfermo en
el precioso acero, y todo su cuerpo se crispó desesperadamente. ¡Oh,
Señor, se había mirado muerto!
Postrado, contemplaba los huertos en su gozosa resurrección. Brotaban y florecían los árboles, y los viejos rosales trepaban a las ventanas y tejían un fragante dosel.
Ni la sabiduría ni la poesía, que siempre había sorprendido el artista hasta en lo menudo y humilde, dieron fortaleza y consolación a su alma. Era sólo hombre miserable. Se rebelaba, se enfurecía contra la muerte, ante la espléndida invitación a la vida que le presentaba la primavera, encarnada en su esposa, supremo vaso de delicias, que otro hombre sabría apurar dichosamente.
Y una noche de junio, clara, olorosa, inmensa, sintió el enfermo que le ceñían los brazos secos y helados de la muerte, y gritó empavorecido, ronco, agónico. Su esposa le miraba estremecida de piedad y miedo.
¡Aún podría estrangularla con sus manos convulsas, sudadas, frías!...
La llamó, abrió los brazos, pidiéndole con los ojos que se acercase... Ella se fue apartando, apartando...
Y el poeta, que degeneró por ansias insaciadas del ya perdido goce, sublimose al penetrar en la santa tristeza y serenidad de la muerte. Recibió la gracia de la sabiduría y perdonó a la amada. Murió sonriendo como un suicida o un elegido. Pero al entornarle los ojos las bellas manos de la mujer, sus dedos se mojaron de las lágrimas del muerto.
* * *
Mi amiga, la señora de Villalba, se enjugó los ojos con su primoroso pañizuelo de randas.
Confieso que me envanecí por el enternecimiento y compunción de la vieja dama. Yo había domado sus ironías.
Proseguí leyendo:
Gentes esclarecidas de la ciudad, y hasta de pueblos muy apartados, vinieron a traer ofrenda de su dolor al poeta muerto.
Las recibía la esposa, todavía más gentil envuelta en los lutos de la viudez, y ahora intensa y verdaderamente afligida. ¡Tardío testimonio de algunas mujeres —exclama Montaigne—, con el cual acreditan que no aman a los maridos sino muertos! Y ésta lo quiso con enloquecimiento doloroso, sintiendo traspasada su alma con todas las espadas de los santos amores.
La admiración y el duelo de la ciudad por el hombre glorioso se tradujeron de modo que lo enalteciese y quedasen en manifestación bella y perdurable. Y muy pronto, delante de las ventanas de la casa del artista, se elevó su estatua, en la suprema actitud de atender sobre su frente el vuelo divino de las ideas.
Estaba la casa recogida en el mismo silencio que cuando el maestro laboraba.
No dormía la viuda. Escuchaba con ansiedad detrás de las ventanas, inquieta, pálida, torturada de remordimientos feroces, que le oprimían y laceraban las entrañas, como si dentro de ella hubiesen resucitado las manos del esposo.
Apagó la lámpara. Sonaban horas en un templo. Se acercaba él, el esperado, recatadamente, por miedos a los enojos y murmuraciones de la ciudad. Era la primera cita de amor.
La viuda abrió los postigos. Apareció la plaza solitaria, blanca y romántica de luna como un lugar de leyenda, y en el centro destacaba la negra estatua del esposo, y su sombra, que se prolongaba por la tierra y subía, rota, las paredes, penetró siniestra, pavorosa, en el aposento, tendiéndose encima del trono preparado para el deleite.
Y fuera, en la callada noche, pasaba el amante, mientras la mujer sollozaba arrepentida, sobre el espectro de la gloria del esposo.
¡La gloria del poeta, aun después de morir, la subía a la cumbre del sacrificio!
* * *
La señora de Villalba, sonriendo, me preguntó:
—¿Así acaba su cuento?
Yo le dije que sí.
Mi amiga se puso los lentes, y siguió tejiendo su calza.
Me alcé indignado. Y ella murmuró:
—Bueno; pero la viuda, ¿usted no lo sabe?, la gentil viudita, cambió de casa al día siguiente...