El Paseo de los Conjurados

Revolución

Gabriel Miró


Cuento


Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio. Es que en muchos pueblos, los casones viejos, opresores, húmedos son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes. También suele suceder que una catedral venerable sirva de alojamiento de un escuadrón de caballería.

Las callejas angostas, cercanas a ese paseo de las afueras, llevan el nombre de un poeta, porque un día el Cabildo siente una lírica exaltación y decide glorificar a un peregrino ingenio escribiendo su nombre en el ladrillo, en el rótulo de una esquina. Es costoso el hallazgo de la calle porque todas ostentan el apellido glorioso de un corregidor, de un político o de un general. Por fortuna, la Naturaleza es conciliadora: hay en los extremos del pueblo una callecita que se llama la «Calle del Aire» o «Calle del Árbol», y se quita el Aire o el Árbol y lo sustituye Fray Luis de León o Garcilaso. Pero los vecinos y aun los bandos y pragmáticas municipales siguen diciendo «calle del Aire o del Árbol».

Era aquel paseo el de las familias enlutadas, de los hidalgos viejecitos y aburridos, de los lisiados y enfermos. Y cuando se cruzaban los solitarios quedábanse mirando, y volvían la cabeza para mirarse más. «Este pobre también lleva luto, o tiene la color de las enfermedades». Y diciéndolo repasaban las malaventuras suyas.

Junto al paseo comienzan los campos sembrados, las morenas tierras de labranza, los jugosos terciopelos de las alfalfas regadas por una noria cuyo gemido de cansancio penetra en el silencio de toda la tarde. Sube un ciprés al lado de una masía. Lejos ondulan las montañas.

El paseo recibe la emoción resignada y buena de este paisaje.

Estos paisajes que vemos desde el término de las ciudades envían siempre a Sigüenza una promesa bienhechora de holgura íntima, un ansia de recogerse, y le dejan también la duda de si no sabríamos hallar esos bienes aunque nos entrásemos en el gustoso apartamiento.

...Aquel paseo era como una hacienda abandonada de algunos nobles señores va muertos; la heredad de los rancios y graves hidalgos de 1835 o 1840. Entonces no habría otro lugar donde solazarse, porque la ribera del mar, ahora con frescos macizos de jardinería inglesa, con el bullicio y elegancia de las grandes avenidas, y terrazas y marquesinas de hoteles, estaba en otro tiempo silenciosa y cegada por viejas murallas.

El paseo ha ido envejeciendo y despoblándose. Cuando el hombre progresa abandona los gustos y lugares que cuidó y quiso otra generación. Y parece que los lugares preteridos empiezan a depurarse en el abandono, llegan a categoría de «monumentos», de fondo y grandeza de emoción, cuando se quedan a la espalda de las gentes. Unas figuritas de viejos caballeros que todavía los frecuenten nos parecerán de un arcaico grabado en madera. Las perfecciones de los hombres futuros les permitirán descubrir las hermosuras de hogaño, escondidas para nosotros. Todo se va iluminando y enlazando serenamente, aunque los pensadores brillantes separen, fragmenten la vida como si aserrasen un árbol.

...A Sigüenza le interesaban cordialmente dos viejecitos del olvidado paseo. Era casi seguro que creyesen al mundo en el terrible trance de la condenación, sin culpa de ellos. Volvían los ojos a la ciudad, dorada y magnificada por el crepúsculo, y murmuraban compadecidos: «¡Está perdida; todo se ha vuelto farsa, lujo y pecado!». Imaginaban que sus hijos, o por lo menos sus nietos, llegados a sus años, tan sólo podrían pisar los ardientes escombros del pobre pueblo.

Y el pobre pueblo no ardía ni se condenaba.

Entrambos viejecitos son calmosos; tienen el bigote lacio, de una blancura tostada por el humo del cigarrito, un cigarrito muy flaco. Su vientre hace la misma curva; traen puños sin lustre, con gemelos anchos de monedas de plata; el cuello, redondo y cerrado, de eclesiástico; la corbata, marchita, de cuadros, semejante a un tapete de mesa de camilla que Sigüenza ha visto en la casa de un señor como estos señores; las botas, de gafas, que son muy fáciles de abrochar, y el pantalón les hace las mismas blandas arrugas. Uno vestía de luto; el otro, de color de tierra; pero no importaba, porque las ropas de los dos viejecitos parecían iguales.

Hablando, hablando se inclinaban trabajosamente para recoger del suelo un botoncito de nácar o de vidrio, una hojita de calendario, una aguja que relumbraba mucho.

Llevaban bastones que suenan como si estuvieran quebrados, y a uno de ellos se le había caído la contera. Y, de cuando en cuando, oprimía delicadamente el cuento desnudo; lo tocaba como si estuviese en carne viva. Siempre se paraban en un cantón del Hospicio. Agarrado a un sillar, colgaba un lagarto muerto; se había secado entero; los ojitos vacíos desbordaban de hormigas insaciables, y algunas salían enloquecidamente por la cola que empezaba a deshacerse.

Los dos viejecitos, después de contemplarlo, encogían los hombros.

—Yo no me explico que pueda sostenerse estando muerto.

—Y debe de estar todo hueco; le andan por dentro las hormigas y parece que respire...

Tal vez ellos se veían muertos, secos y cogidos con la mano crispada a un sillar; pero se resbalaban por la piedra, se caían.

Sigüenza habló con los dos viejecitos. Acercose a su amistad invitado del reposo de sus vidas. Casi se confundirían las memorias de su antaño y las emociones de su presente como una ciudad y su imagen dentro de un lago. ¡Qué apacible vivir! Las tardes gloriosas de estío, las mañanas de invierno, abrigaditas de sol, vendrían a este paseo y...

Pero ellos le interrumpieron con esta terrible interjección: «¡Canario!».

Y no recuerda Sigüenza si fue el señor vestido de luto o el de color de tierra quien le contó:

—Nosotros vamos a la oficina por las mañanas desde hace treinta y ocho años...

—¡Treinta y ocho años en una oficina, Señor!

—En la misma oficina, no, señor Sigüenza, en varias. Y a este paseo nada más venimos por las tardes; eso sí, todas las tardes. ¡Nuestro paseo! ¡El paseo de los Conjurados!

—¿De los Conjurados, dice? —prorrumpió Sigüenza sobresaltándose—. ¿En este paseo ha podido conjurarse alguien?

—¡Ya lo creo, nosotros; bajo el séptimo árbol de la derecha, uno torcido que le han hincado un clavo de alcayata en el tronco, un clavo enorme; yo no sé cómo puede vivir; nosotros no podríamos!

Su amigo prosiguió el relato de esta manera:

—Nosotros pertenecíamos al Ejército; nos retiramos de tenientes y nos dieron un buen destino de quince duros. Y en mil ochocientos setenta y seis, ¿usted se acuerda de mil ochocientos setenta y seis, o no había nacido?

Y como Sigüenza confesara que no había nacido, el viejecito le tuteó.

—Pues oye: recibimos una visita misteriosa en el escritorio. Nos ofrecían las charreteras de capitán si ayudábamos el movimiento revolucionario. Nosotros dijimos que sí. ¿Qué hubieses tú hecho? ¡Ser capitanes!

Sigüenza dijo:

—¡Claro!

—Y una tarde tuvimos junta, por grupos, en este paseo para fraguarlo todo. ¿Tú imaginas cómo vendríamos? Cuando estábamos cerca del árbol de la alcayata ya oímos que Ruiz Zorrilla desembarcaría en Mahón. ¿Sabes dónde está Mahón? Bueno; pues ahí. Preguntamos más, y un conjurado nos advirtió: «Debajo del árbol tenéis el jefe, que os enterará de todo, ¡ése es!».

¡Fuimos temblando!

Y nos encontramos a un jorobadito. ¡Válgame Dios, un jorobadito! Y nos miramos, y, sin decir una palabra, nos volvimos a la oficina.

Los dos amigos se reían blandamente recordándolo.

Pero Sigüenza sintió una sutil punzada en lo hondo de su vida: ¡Quién no encontró un jorobadito al lado de alguno de sus más dulces ideales!

Y destacose para recibir en su frente el aire campesino que llegaba manso y oloroso a la quietud del paseo de los Conjurados...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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