Andando atravesó Sigüenza campos arrugados por la labranza, terronosos y duros. Las cebadas, antes de espigar, tenían color de maduras, quemadas de sed; la viña, apenas mostraba algunos nudos tiernos por el brote; las sendas pasaban retorcidas, huyendo delante de las masías, muchas ya cerradas por la emigración.
Y los bancales yermos, con árboles crispados; las tierras enjutas; los rastrojos inmensos, tejían, ensamblándose, la parda solana, tendida y muda bajo el cielo glorioso de la tarde.
Unos suaves oteros se iban desdoblando lejanamente.
En la profunda paz resonaban las nachas de dos campesinos.
Derribaban un ciprés venerable que estuvo más de un siglo solitario y rígido, como en oración, elevándose serenamente sobre la abundancia o la miseria del paisaje.
Al amor de una dulce umbría quedaba un rodal de sembrado fresco y vivo. Sentose Sigüenza en la linde, y las alondras huyeron quejándose.
El camino era blanco y seco, sin una huella de rebaño ni de caminante.
No había nadie en toda la tarde.
En el ocaso, subía una niebla desde el hondo transparentándose sobre las cansadas brasas del sol. Se levantó Sigüenza; y su sombra se agrandaba en las cuestas de los oteros.
A su espalda oyó las alondras que volvían, llamándose al refugio de los cachos del bancal.
Cruzó la desolación de una barranca, donde una higuera vieja desenterraba sus manos trágicas de raíces.
Transpuso una loma, y en otra nueva llanura vio el convento de Nuestra Señora de Orito, apretado, enorme, junto al tierno alborozo de una verde huerta cercada. Salían sobre el azul dos palmeras que en lo alto se acostaban con graciosa pereza, cayendo encima del angosto camino.
Delante parecía que se volcase toda la lumbre del cielo, dorando la iglesia, el portal del convento y la cruz de piedra roída de la plazuela enlosada.
Desde allí se alcanzaba el ancho valle, rubio, callado, dormido bajo el sol poniente.
A la izquierda, levantábase un monte agudo y moreno. Una senda subía violenta, penosa, equivocándose, hasta el pico de la cumbre, donde blanqueaba, como un pañal tendido, la ermita de un santo. Era un monte, un sendero y una ermita de fondo azul de cuadro antiguo.
Sigüenza quiso ver el convento; pasear bajo los árboles de la huerta viciosa, acompañado de un fraile que le dijese cosas santas, apartadas de todo pensamiento de la ciudad, mientras el crepúsculo fuera deshaciéndose, y crecieran las sombras de los tapiales de cal, y las palmeras se llenaran de gorriones.
Y tiró del cordel de la esquila. Apareció un capuchino, con las manos recogidas en el pecho, y encima le caían las barbas rizadas, barbas de imagen.
Pronunció el Ave María y quedose aguardando. Y, antes de que le hablase el forastero, surgió la figura de un fraile macizo, brioso, con un torrente de blancura despeñándosele por las mejillas, por los hombros, por el robusto tórax; su barba era un oleaje. Los ojos le brillaban indagadores y alegres; unos ojos menuditos y azules.
Abrió sus brazos; en sus holgadas mangas desbordaban dos pañuelos de hierbas, de los que traen los labriegos; y abrazó a Sigüenza llamándole hijito.
—Es el Padre Guardián —dijo el portero.
Inclinose el caminante.
—¿De dónde viene, hijito, que no le conozco? ¿Cómo llegó aquí?
Le dijo que era de Alicante; que bajó en la estación, y que venía andando.
—¡Andando desde la estación! ¡Si hay tres horas de camino, Jesús mío!
Y tornó a abrazarle. Luego, volviéndose al lego, movía su cabeza de Júpiter ermitaño, manifestando un grandísimo pasmo.
—¡Qué virtud tuyo! ¡Pase, pase y repose!
Sobre su espalda sentía Sigüenza la protección de los brazos abiertos, la sombra de un sayal, el amparo de la frondosidad de unas barbas.
Creyose chiquito y contento de que un santo hombre le juzgase virtuoso. Le trataba como amigo menor.
Y sus pisadas resonaron familiarmente en los claustros.
Mirábale el lego. Y el Padre Guardián dio una jovial palmada gritando:
—¡Vamos, ande, Hermano; abra puertas, todas las puertas; que vea nuestro convento!
Y el Hermano, alzando su pesado llavero, eligió una llave, mirando, mirando a Sigüenza, y se equivocó.
—¡Vamos, vamos, Hermanito! —le dijo el Prior con risueña indulgencia.
En los muros había unas largas pinturas cenicientas y rudas, representando los milagros de San Pascual. Los explicaba el Padre, y el lego quedábase contemplando los lienzos.
—¡Vamos, vamos! —Y crujía otra blanda palmada—. ¡Abra puertas, Hermanito; todas las puertas!
Y el Hermanito se precipitaba, enredándosele las manos en su rosario, en su barba. Empujaba; no cedía la puerta. Y tomaba otra llave.
El refectorio era liso y frío; una mesa áspera, dos bancos de escuela, una ventana alambrada. La cocina, honda, ahumada; y una olla negra en el hogar sin lumbre.
—¡No hay nada en la cocina, Padre!
Y el Padre se rió estremeciéndosele todo el hábito.
—No hay nada, hijito, nada: humo en las paredes, pero humo ya pasado, humo de otros días, humo.
Llegaron a la escalera.
—¡Si está casi nueva, Padre Guardián!
—Sí, sí; reciente, vaya, hijito: un ladrillo de cada color. ¡Pero no importa!
En el primer descanso había un cuadrito de vidrio y una caja con arquilla.
Y el buen fraile dijo:
—¿Jugamos a la lotería de las Ánimas?
Sonrió Sigüenza, diciendo que bueno, que jugarían. Y el Padre invitole a sacar un cartoncito de la caja. Tenía el número 37. Buscó en el cuadro con una infantil curiosidad. Y leyó, guiándole el rollizo índice del capuchino: «Un padrenuestro por las que estuvieron distraídas en el templo del Señor».
Arriba ya no era menester el llavero del Hermano. Apenas había puertas, y hasta sus marcos fueron desgajados de los muros. Tampoco quedaban cristales en las fenestras; algunas paredes estaban hinchadas, otras caídas.
—¡La perdición, hijito! ¡Ni biblioteca, ni enfermería, ni nuestro antiguo colegio, ni casi iglesia!... ¡Asómese al coro!...
Por la herida techumbre penetraba la luz del cielo; por las hiendas de los pilares se veía el campo.
—Pues la torre no tiene campana; la quebraron a piedras los muchachos o los grandes; ¡qué sabemos, hijito! ¡Pero ni siquiera hay comunidad! Somos cinco: el Padre Ignacio, tres hermanitos y yo. En esta casa hubo cuarenta religiosos; y hace seis años tuvieron que dejarla. Ni para pan se recogía. No queda nadie en los campos. Todos los años venían los romeros a la ermita del monte; y después de rezarle al santo, entraban en este convento abandonado; guisaban sus paellas con las puertas de nuestras celdas. Yo estaba trasladado a una de las residencias de América; y me han traído a esta casa para que la restaure. ¡Y aquí estamos, hijito! Ya tengo comprados pupitres y confesonarios, y envié la campana a Valencia, y pronto vendrá con su voz cabal... ¡Ese dinero, ese dinero!, ¿verdad?
Y golpeó fraternalmente los hombros de Sigüenza, el cual para mitigarle dijo:
—Mucho padeció la Santa Madre Teresa de Jesús por los agobios de la pobreza; ella y nosotros pecadores.
—¡Cierto, cierto, hijito! —murmuró consolado y riéndose el maravilloso fraile.
Entraron en su celda, encalada y desnuda. Tenía dos sillas de paja; un sillón de cuero; encima un grabado en boj de un esqueleto sentado mirándose los gusanos con sus ojos vacíos.
—¡Mi retrato, hijito!
Sobre su mesa había una calavera amarilla. Y la puso en las manos del visitante.
—¡Mi espejo!
Y se reían.
Al lado, en un angosto tarro de cristal, se rebullía un pececillo encendido y dorado, torciéndose, agrandándose, reduciéndose como una llama.
—¿Y este pececillo, Padre, y este pececillo, qué simboliza?
El Padre le llevó a la ventana, para que viese la huerta feraz y olorosa.
—¡Ya no es de nosotros, hijito! Vendiola el otro Prior para pagar deudas. Y este pececillo es mi estímulo. ¡Mire cómo tropieza en las paredes de vidrio! ¡Nunca le veo quieto, y es que busca la anchura de la balsa que está en la huerta! ¡Balsa sin huerta no es posible!
—¡Oh, Padre, usted ha de lograr la expansión y delicia de esa huerta, y a la sombra de esos frutales estudiará sus sermones y yo vendré, yo vendré...!
—¡Hijito, hijito, no piense en mí; pida, pida la balsa para el pececillo!...