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Este texto forma parte del libro «El Ángel, el Molino, el Caracol del Faro».
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A pesar de su magnífica fortaleza, le agradaba lo menudo y humilde. Sin que nadie le sintiese, se entraba entre carrizos, juncos y espadañas, y allí, recogido, se dormía. De tanto dormir criaba unas costras verdes, donde brincaban los sapos de calzas de posadero, de manecillas de brujo, de ojos hinchados de miope y una palpitación en toda su piel resbaladiza. Y al entornarse la tarde, estas pobres criaturas, que semejaban hombrecitos gordos, virtuosos y solterones, tocaban un flautín de oro. Tenían una novia como una flor que siempre se estaba mirando en el espejo de un remanso. La veían muy cerca y no podían besarla. Nunca supieron que fuese la primera estrella; el río sí que lo sabía; y ellos la cortejaban tañendo su trova, muy ocultos, para que las ranas no se burlasen de sus románticas aficiones. Porque las ranas se les reían volcándose en el agua y en la ribera, cogiéndose los ijares para no reventar croajando de risa, y por el más leve ruido se sumergían en el cieno, dejándose al aire sus nalgas seniles. Salían de los tamarindos las cigüeñas, enjutas, impasibles, y las buscaban, las sacaban, las tenían exquisitamente en su pico; después, se las comían vivas, despacio, remilgándose mucho, encogiendo una zanca en el tibio plumón de la pechuga.
3 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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