I. La aparición
El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.
Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.
Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.
Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.
Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.
—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.
—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!
—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.
—Bueno: ¡y qué son seis millas!
Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.
Yo me pasmaba, sintiendo la delicia infantil de mi asombro bajo la palabra y la mirada buena del torrero. Era un viejecito de cráneo frío, de sonrisa y ademanes pulidos de bibliotecario. Me regaló una fragata dentro de una urna. Todavía la guardo. Para hilar las cuerdas y los obenques debió de valerse de arañas enseñadas, y hay roldanas con su carrete movedizo, dos áncoras, seis botes, la bitácora con su vidrio, los mástiles y el bauprés con sus velas plegadas y la borda de barandal barroco de galeón... Todo lo talló pacientemente el viejo torrero en la soledad de sus vigilias, a la luz de esa lámpara que alcanza muchas millas de olas. ¡Lo que yo he viajado en esta fragata con la Gramática y la Aritmética entre mis codos! Ahora el barco no navega. Me ha dejado en tierra, y se quedó inmóvil dentro de la urna, como un muerto. Cada cuerda y primor es una arruga de la faz cansada de aquel hombre que me quiso mucho.
—...¿Y por qué hay dos faros tan cerca?
—Aquí hay uno de los más grandes de España, porque esto es un cabo también de los más grandes, de los que se sirven los barcos para tomar sus rumbos. Y allí otra luz porque es una isla que esconde peligros de naufragar. Bien la conozco.
—¿Y suceden naufragios? ¿Veré yo naufragios?
Me ha mirado el viejo hasta el corazón.
—Hace tres semanas se hundió el Sicilia. Aún salen ahogados. Ya verás las cruces de sus sepulturas.
—¡Vamos a verlas!
No quiso el torrero. Era muy tarde.
Me acosté pensando en los naufragios: veía la playa erizada de cepas torcidas de cruces. Me miraba la pupila roja de la isla. Bajaba el latido de la rueda del fanal. Me revolví, y tuve miedo. Había en mi alcoba una mujer vestida de luto. Yo me dije: «Es una aparición. Estoy despierto, y veo la figura enlutada; de modo ¡que sí que es una aparición!»
Casi no me asustaba que «alguien» se me apareciera. Allí estaba la aparecida, y yo seguía acostado y todo. Pero siempre me espantó, basta sentir congoja, que una aparición me hablase y que yo no la entendiese; porque yo tendría que decírselo, o le hablaría, y ella tampoco me comprendería, no habiéndola yo comprendido. Los dos mirándonos, buscándonos el pensamiento, y riéndose ella fríamente...
La aparición volvióse a mí sonriendo. Todo sucedía según mi temerosa sospecha.
Apreté los párpados, y con los ojos cerrados también la vi. Ella ya no me miraba; pero, de un momento a otro, se me acercaría al sentir el golpe duro y vibrante de mis pulsos.
De pronto me sobrecogí más. Es que había reconocido a la aparecida. Era la mujer del torrero; semejaba una hermana suya, viejecita; una niña arrugada, y toda de plata; la piel, el pelo, los ojos, los labios, todo pálido y frío como la plata; una niña frágil de plata antigua.
Se quedó atendiendo. Escuchaba el mar, pero el mar de lejos. Puso en la cómoda una lámpara; la luz se helaba encima de sus mejillas, y goteó de brillo la concha de dos caracoles marinos enormes. Entonces se quedaron mirándome siniestramente esas gibas de iris. Tenían torceduras en espiral de vislumbres húmedos y tiernos de carne viva y matices de un tacto velludo como los lunares de una piel de tigre; se reían rasgadamente sus quijadas de nácar, y, dentro de la frescura de las bocas, comenzaba una bóveda de oscuridad, un secreto de oscuridad que se devanaba y se tupía en sí mismo como un humo encerrado, y, en lo hondo de ese paladar de los testáceos, la hostia de la cáscara se embebía de luz del quinqué.
La viejecita tomó uno en sus brazos; estuvo contemplándolo; se lo llevó a los oídos; sonreía y lloraba; y, antes de dejarlo, le besó la mueca de la boca, y se salió en silencio, con la lámpara en alto, mirándome.
Las cosas se articulan a la vida de nosotros; se hinchan como una vena de la circulación del instante y del recinto que nos conmueve; abren la distancia de nuestra conciencia... La negrura de mi dormitorio se quedó sensibilizada por los gigantescos caracoles; tuve la sensación de su presencia, de su compañía, durante las horas que yo no lo supe. Y me dije: «Ya no podré dormir. Se oye el mar como si saliese de esas bocinas de concha. Respiran encima de mis sienes y de mis ojos, porque se les ha quedado la boca descolorida de la mujer del torrero. Yo me levantaría. Toda la noche será de horror...»
Y abrí desesperadamente los ojos; y me encontré lleno de sol, de sol de mar; y los caracoles, los monstruos, parecían salidos de las aguas azules, iluminadas y gloriosas para que yo me complaciese en sus primores de nácar.
A mi lado, el viejo sonreía, burlándose de mi pereza. ¡Casi mediodía, y yo durmiendo!
—¡Durmiendo! ¡Lo he pensado todo!
—¿Todo?
¿Por qué me lo preguntaba? Y él me dijo:
—¿Es que la viste a ella? No le tengas miedo. Yo te lo contaré...
II. La playa
Me dieron de comer en el portal. Delante se abría una terraza lisa, caliente, apisonada como un ejido. Vi entonces la isla de la estrella roja. Estaba más lejos de lo que imaginé. Era un peñón rubio, gozoso, tallado en el azul, rodeado de espumas de una alegría, de una luminosidad, verdaderamente clásicas. No había más vivienda que el faro, todo metálico y gris como una cofa, en medio de dos cúpulas de cal: el aljibe y el horno.
—¿Y ahí suceden naufragios?
Yo estaba tan contento, que me parece que el viejo me miró con pena.
Paraba de comer por escuchar y tragar el viento. Toda la mañana era una vela azul, hinchada por un levante glorioso, y la torre vibraba como una cuerda de navío.
—¡Mírala! —me avisó el torrero tendiendo su mano.
Estaba abierta la puerta de mi alcoba, y vi a su mujer lo mismo que se me apareció en mi pesadilla, y, en vez de lámpara, tenía todo el horizonte del Mediterráneo.
Me cansé en seguida de mirarla. La noche de mi miedo ya se había derretido como una cera en la lumbre de la mañana, y la noche de este día aún se hallaba muy distante. Pues cuando llegara, y yo estuviese solo y acostado, ya se me quitaría la sequedad. Además, yo quería ir a la isla.
—Hay un caracol a cada lado del retrato de Gabriel; pero el suyo es el que está a su izquierda. ¿No te acuerdas de Gabriel? Le pusimos tu nombre por ti.
No me acordaba del hijo del torrero. También me prometí mirarlo esa noche, y me fijaría mucho en el caracol de la izquierda.
No pudieron llevarme a la isla. La barca del cosario nada más iba los lunes.
Por la tarde, me tomó el viejo de la mano para bajar la cuesta de la playa.
Peñas de herrumbre, con cicatrices de pechinas; matas duras, afiladas de dedos que dan un zumo de sabor de petróleo; cantizal y arena. En lo hondo, aduares de pescadores, con las sendas negras de las redes tendidas; sogas enrolladas; nasas viejas sirviendo de jaulas a las crías de una gallina clueca. Campos de higueras; tierras rojas segadas; montes mineros, llagados por el escorial de la galena; montes de un perfil árido y exacto. En la lejanía, las montañas azules de los paisajes frescos.
La sombra de la torre se precipitaba a mi lado, adelgazándose delicadamente. Yo no la pisé. Caminábamos por el sol. Las gaviotas coronaban la isla. En el confín, encendido de ocaso, estaba inmóvil un barco de vela; absorto, gracioso, infantil, en medio de la tarde redonda del mar.
Cuando llegué a la arena, comenzó a salir de la espalda del roquedal la escombra de un torreón que criaba rodales de ortigas negras. Las piedras se agrietaban en el cielo de poniente como rescoldos enormes.
—¿Están los ahogados allí dentro?
No estaban. Allí dentro se recogen en noviembre los hatos de cabras que vienen a comerse el rastrojo y los pámpanos secos de las higueras y de la viña. Traen mastines, que sentirían el hedor y escarbarían buscando los cadáveres. Unos marineros enterraron un delfín podrido, y lo sacó un perro de ganado y murieron muchas reses. En otoño, al atardecer, el trueno de las olas se mezcla con tonadas de pastor y cencerros de cabrones. Ladran los mastines, espantados de las gaviotas y de los pardales de noche.
Fue torre de moros y albergue de piratas, y ahora es majada, cueva de alijos y rancho de gitanos.
—Si fuésemos, sentirías cómo crujen las bóvedas, y nada se ve. Es que se van despertando los buhos, los vampiros, los chorlitos... Desde la isla, miraba Gabriel el torreón como un arca llena de cuentos de miedo... Siéntate para merendar.
Me revolqué en la playa. Ya no tenía la arena la doración madura del sol; era una lámina oxidada; pero dentro, los granos guardaban el día, y más hondo brotaba un frío resbaladizo.
—Ya encienden. Mira la linterna, ¡qué hermosa! La están desnudando.
Vi los torreros; dos hombrecitos diminutos que quitaban la túnica de lona azul de las lentes talladas. Una dulce lumbre de topacio comenzó a prismatizarse en los destellos. Pero necesitaba la lente maravillosa de la noche que se lleva los brazos del fanal encima de las aguas.
Estuvimos callados. Se afilaba el aire del mar. Mar de un azul fosco, hinchado.
Ya se abren las estrellas; parece que están húmedas. La cereza encendida de la isla trae una emoción de soledad de niño, singularmente porque vi la isla exaltada de espumas y de sol. Ya rueda hasta muy lejos el molino del faro. Y allí lejos principia a pasar la luciérnaga de un vapor. Las luces de estos vapores parpadean con la mirada de las tierras y de las historias que nos atraen. Acostado bajo el pilar de un faro traspusimos las más grandes distancias, los mejores horizontes de nuestra ansiedad. Un barco luminoso nos hace palpitar como un beso. Lo esperamos casi por la amargura de ver cómo desaparece. Soy yo el que aguarda, y me veo como si fuese yo el esperado. Yo paso en «ese» vapor y me veo a mí mismo, mirándome desde el peñascal de la torre. Y cada uno de mí, se lastima del otro y se trocaría por el otro, y se quieren más que antes...
Otro temblor de luces hundidas que tocan las estrellas. Se cruzarán los dos barcos. ¡Qué ternura dará la estrella de este faro! Es lo lejano para ellos; su horizonte, lo último del mundo, una mano que levanta una lámpara guiándolos. De seguro que los viajeros pronuncian el nombre de esta luz y aspiran la quietud de esta casa. Querrían venir, amarla y marcharse. Hasta que yo llegase a la edad que tengo ahora, edad divisoria de un término panorámico, ¡cuánto había de ver, de gozar, de sentirme! Ya tengo precisamente esa edad, y el faro sigue rodando sus aspas en las lejanías vírgenes siempre.
...Di un grito. Mi mano, sepultada en la arena, no podía soltar un pie, un pie que transpiraba su tacto de hueso a través del cuero endurecido de una bota arrugada, bota de un pie descarnado.
¿Acababa entonces de sentirlo, o lo tuve entre mis dedos mientras viajé en todos los vapores remotos? El torrero me apartó de mi huello. Después estuvo buscando por el contorno y vino con una cruz rota. Debió arrancarla el último temporal. En una rodaja de latón decía: «Náufrago del Sicilia; número 73».
Volvió a hincarla; se quedó cavilando. No se acordaba del número 73.
Yo sentía todo el náufrago en la piel de mi mano.
III. El «Sicilia»
De pronto, me dije: «Ha llegado la noche. Tú te prometiste: cuando venga la noche tendré miedo y compasión de la mujer de luto; miraré el retrato del hijo; ahora no es posible, ahora hay mucho sol; lo que quiero es ir a la isla. No has ido a la isla, y ha venido la noche. Aquí la tienes.»
Esa era la noche del mundo, y la mía comenzaba después de cenar.
Ya no estaban los vapores enjoyados de luces. Pasarían lejos de otras costas y de otros faros, sin acordarse del mío. No nos miraba nadie. La estrella encarnada me palpitó en los ojos. Pero allí no había más que un horno y una cisterna de yeso.
Todavía se ve una ola menuda y graciosa como un cordero; es la única inquietud de blancura en el silencio del color marino.
Dicen que brinca siempre, hasta en las calmas. Es la llaga del mar, que se ha quedado abierta por la proa del Sicilia. Se hundió el barco resbalando de espaldas, y está acostado encima de otros buques. Vertiendo aceite se les ve dormidos entre pliegues de aguas hondas. Una llamarada glacial de peces va recamando las siluetas recónditas, que en seguida se juntan y se deshacen como una pasita y una bruma verdosa. Aún tiene el Sicilia los toldos tendidos, y a su umbría siguen los pasajeros volcados en los sillones de mimbre y de lona donde reposaban la siesta. Un grupo femenino va derritiéndose entre un temblor de muselinas, de telas blancas, estivales. Y una señora sigue apoyada en la borda como en el balcón de un jardín delicioso, inclinándose apasionadamente a lo profundo. Se le han desatado los cabellos entre las aguas, y se le tuercen y alisan como algas y se le abren como un loto.
Una vez, una criatura muy pequeña, que estaba pintando muecas de hombres en las márgenes de un mapa, me dijo de repente: «Nosotros tan tranquilos y dentro de nosotros está siempre el esqueleto nuestro, nuestro muerto.»
Ese muerto salió de cada pasajero, y le arrebató su ademán y su postura. Algunos se cansan, se entregan al mar y vienen a la playa.
El viejo del faro iba recordando fosas y números.
—«Treinta y ocho»: un señor belga; llegó con un contorno de morralla, como una orla de plata hirviente; el rostro casi hueco, hundido en la hiel del mar. Llevaba pantalón de alpaca, camisa de seda, tirantes morados, y en el cinturón siete monedas de oro. Está a su lado el «Noventa y dos», muy grande y calvo, con los anteojos abiertos, colgándole de una cinta de terciopelo que tenía tres nudos. En la última sepultura, la del linde de las barbecheras, no hay nadie; pero aún puede servir. Allí estuvo un obispo americano. Monseñor y su familiar se arrojaron desde el puente, agarrados al mismo salvavidas. Su disputa fue corta:
—«¡Déjamelo!»
—«¡Suelte, suelte, monseñor!»
Monseñor dió un alarido y tuvo que soltarse. Se presentó un capellán de la Curia pidiendo su cadáver, y al desenterrarlo se le vió una ingle rota a puntapiés. Casi todos los cadáveres de mujeres aparecían con las orejas rasgadas.
Lució una corteza de oro viejo de luna. Vi fugazmente el brinco de espumas de la proa del Sicilia. Entonces no tenía el blancor y la inocencia de cordero; era de un relumbre amarillento de bestia flaca, que no se sacia de roer el filo de una carroña de muladar. Sirvió de guía a unas barcas que acudieron mudas y negras en las primeras tardes del naufragio. Sus tripulantes se sumergían buscando las joyas y carteras de los ahogados. Un patrón resistió hasta llegar al camarote de más lujo, el de un matrimonio de Florencia que hacía su viaje nupcial. Del damasco rojo de la litera colgaba una pierna desnuda de la novia; las manos, resplandecientes de sortijas, se trenzaban con ímpetu en la nuca del esposo. La puerta se cerró; la movería el agua; la empujaría un marinero que escapaba de la asfixia. Y el patrón se ha quedado dentro del acuario del camarote con los dedos en un manojo duro y retorcido sobre la frente, en una imprecación desesperada a los bellos esposos que se besan en su urna de mar.
... Se iluminó la ventanilla de mi alcoba. La mujer del torrero nos llamaba, señalando un resplandor fosforescente de las aguas. Dos pescadores corrían regando la costa con la luz triangular de su farol.
El mar acercaba otra cadáver. Venía muy despacio, meciéndose en la cuna de una onda callada, lisa y buena. Se paraba; nos evitaba un momento; volvía; se apresuró bajo un destello del faro. Tropezó en la arena del fondo somero, y vimos que toda la figura se detuvo retemblando. Era una monja jovencita. Su hábito, plegado reciamente, como de piedra, la cubría hasta los pies, que empezaban a deshuesarse; luego, ya toda intacta, y sus manos, juntas, encima de lo último del vientre, en una actitud pudorosa de virgen. Fuimos nosotros la justicia, los sacerdotes y los sepultureros. Sor María del Mar la llamamos al enterrarla en la fosa vacía de monseñor.
Toda la playa me pareció un cementerio de abadía, y los santos, acostados, me miraban.
En mi dormitorio volvió la noche a tocarme toda la piel. La noche o la sensación de mí mismo. ¿No me había yo citado para cuando me acostara? Pues allí estaba yo esperándome.
Rápidamente me acosté, y para apartarme de pensar en lo que me rodeaba me volví con aturdida sencillez hacia el muro enyesado. Detrás se quedaban los dos grandes caracoles y la fotografía. Pude cerrar con llave la puerta. En seguida reconocí que ya me lo propuse mientras me desnudaba; y no pude, sometido a la obediencia de otra voluntad terrible de mí mismo. Era una voz sin lengua ni labios, que me dijo: «No cierres. Ha de entrar la viejecita. No cierres, porque ¿y si cierras y de todos modos se te aparece esa mujer?»
Lo que hice fue encerrarme «fuera» de mí mismo, y me dormí cansado.
La vida mía no paraba de rebullirse penosamente en mi sueño, hasta que me despertó avisándome: «Abre los ojos, que ya entra.»
Yo abrí los ojos. Ya estaba la pared iluminada de lámpara, y estrujé los párpados para no verla; pero la delgada piel se embebía de luz reflejada en la cal. Sentí un ruido cauteloso y helado de testáceo, de mármol y de dedos seniles; se me incorporó el tacto de la concha en la sien de la vieja. «Ahora está escuchando... Ahora me mira... Ahora sale y se apaga la pared...»
Y la pared obscurecida fué una mano de suavidad que se puso en mis ojos, quitándome de mi ahinco, acariciándome para que me durmiese. Y me dormí.
IV. El caracol del faro
Me rodeó zumbando el silencio y la vibración del día, un día de una transparencia alucinadora. Los confines de montañas tiernas, los campos de higueras, la labranza, los cerros de las minas, los casales, se habían acercado desnudos y puros, espejando su reposo en la calma del mar, como si prolongasen sus sombras azules.
Las playas tostadas como trillas inmensas, los bancos deslumbrantes de algar, las costas enjutas y calientes rebanaban en seco el contorno de las aguas lisas, inmóviles; inmóviles, pero con una sensación de sus distancias, de su hondo, de su brisa parada con las alas leves y rectas. Lo que se oía era el mar lejano, el frescor de su estruendo en las soledades resbalando encima del mar inmediato. No mirándolo parecía que se hubiese hundido, y se le sentía callar como un valle desde una cumbre.
Sin querer encogí los pasos, los únicos pasos en toda la mañana, y toda la mañana iba mirándome como si la pisara en toda su quietud sensitiva. Tuvieron la culpa los ojos, los ojos que se abrían con una lucidez tan ávida, tan aguda, tan discriminadora que palpaban ópticamente el tono elemental, el latido plástico de cada cosa. Los horizontes tan tremendos de luz, tan nuevos y magníficos, llegaban a ceñirme la mirada como una venda.
Era nuestra toda la isla; exacta en cada arista de sus bordes, miniada en cada roca; rocas carnales y de frisos de bronces viejos.
Los barcos hundidos estarían llenos de sol, como en las mañanas gozosas de sus travesías. ¡Qué lástima que no pudiésemos asomarnos al viril de sus aguas! Lo hubiéramos visto del todo, con una angustia del espectáculo del pasado desmentido por la emoción de su actualidad.
A mediodía apareció por una vereda de los peñascales el matrimonio viejo. Venía de misa y del mercado del pueblo porque era domingo. Me conmoví hasta de que fuese domingo.
La mujer se quitó la mantellina; estuvo mirando, mirando, y dijo:
—Parece que los domingos no pase nadie por el mar, y si cruza algún vapor se me antoja un hombre sin creencias.
Sacó un cordero y se lo fué llevando por las piedras de sol, como un cuento estampado en el azul. Después volvió, y se puso a parar la mesa con la olorosa blancura de un mantel de domingo. ¡Qué iluminado goce del reposo y qué ansia de atravesar el domingo en un vapor muy callado desde donde quisiese participar de la mesa limpia del faro!
Dormía la columna en las claridades esperando la noche, y clamaba el cordero muy desvalido bajo el arco glorioso del día, y su esquila tropezaba en las magnitudes como un corazón asustado que no cabe en el pecho.
Pero al cerrarse la tarde, entró el viento por toda la mar, una mar de franjas moradas, y quebró la primorosa quietud. Se apartaron los horizontes, volviéndonos la espalda; envejecieron las aguas, y crujió descarnadamente todo.
Me refugié en mi alcoba, vino el torrero y se puso delante del retrato de Gabriel. El hijo había envejecido también en la fotografía amarillenta y árida. Los dos testáceos le enseñaban sus gargantas lívidas de crepúsculo.
—El de la izquierda está esperando que le eche dentro la voz, como un perro que aguarda el pan de su amo.
Yo le dije:
—Son los dos iguales.
—Pero el otro está mudo. Gabriel nada más quiso ése: el de su izquierda. Cuando me destinaron a la isla, había allí dos torreros; no tenían familia; vivían solos, juntos y sin hablarse porque se odiaban. Para subir al turno de guardia en la linterna, llevaba cada uno su revólver y a su perro cogido del collar de púas. Los dos se temían en la obscuridad de su silencio. Nadie les revelaba sus malas ideas. Llegamos mi mujer, mi hijo y yo, y todos comíamos a la misma mesa, y nos calentábamos a la misma lumbre. Los dos enemigos se sentaban cerca para oír los cuentos que les cantaba Gabriel; los dos le cogían del delantal cuando saltaba por las rocas buscando mariscos, y sus dos perros se acostaban a los pies de la cama de Gabriel. Un lunes se marchó de licencia el torrero más joven. Cuando vino le trajo a mi hijo uno de estos caracoles. Esa tarde se hablaron los enemigos para disputar. Decía el más viejo: «Siempre se regala la pareja.» Y el otro contestó: «Yo se lo traigo para que lo toque como un cuerno, y no se puede soplar sino con uno.» «Con uno primero, y después con el otro, y además se ven los dos, muy hermosos, encima de la cómoda. Porque ¿qué hace un caracol solo en una cómoda?» Todos nos reímos, y ellos también se miraron y sonrieron. Llegó la vacación del otro torrero, y, al volver, todavía desde la barca subió los brazos enseñando el caracol de la pareja. Con los dos tocó Gabriel la sirena, y, al dejarlos, ya no se supo cuál era el antiguo. Tú dijiste: «Son iguales.» Es verdad, y de los dos salía la misma tonada de trompa de aldea. Pero Gabriel prefirió uno, y los dos torreros podían imaginarse que el predilecto era el suyo. Con él se precipitaba a lo último del faro, avisando a los barcos del peligro de la escondida losa que rodea la isla. Les avisaba aunque navegasen muy lejos y no le oyesen; pero él creía que los salvaba. Su júbilo, su grito y sus carreras, y el viento salado que le hacía llorar, todo se iba quedado en esa bocina de concha. Y, una noche, el temporal derrumbó la casa nuestra. Todo el mar era un caracol que bramaba encima del islote. Gabriel amaneció, agarrado a los escombros, muerto, con su sirena entre sus manos rotas: es la que tiene a su izquierda.
El viejo subió a la faena de la lámpara, y yo fui acercándome a los ojos del hijo. En cada oído me puse una boca helada de caracol. Me resonó un oleaje remoto; creí sumergirme en un bosque; me pasó la bóveda espumosa de un torrente...
Y me cansé y quise dejarlos, y ya no supe. ¿Cuál sería «el de la izquierda»? Los miraba, los palpaba, los oía con un sobresalto tan pavoroso que en los dos sentía mis palpitaciones dentro del ruido marino. Yo había extraviado al muerto para siempre.
Toda la cena estuve acechando a la viejecita. Me daba miedo y vergüenza que me cuidase.
Y me acosté atropelladamente.
No pude ni quise dormir esperándola. Y entró muy despacio, resplandeciéndole la faz de plata bajo la dulce lámpara de aceite. Tomó el caracol que yo solté a la izquierda de la fotografía, y sonrió y lloró, como todas las noches, escuchando al hijo. Ella lo oía; pero, desde entonces el hijo llama extraviado en el viento del mar.