La aldea se ha criado entre los oteros de vinares.
Prieta, dorada, caliente; con sus hortales jugosos de bardas crudas y ropas tendidas; un alboroto de sendas y acequias que se van cegando en el frescor de la senara; una lumbre de balsa y de vidrios. Sube la espadaña de cal de una ermita morena que en cada cantón tiene un ciprés. De lejos, todo cincelado en claridad. Parece una aldea blanca, no siéndolo.
Bien pueden quedarse en los bancales y en el ejido las cosechas maduras. Nadie hurtará un fruto, sino los gorriones que sólo toman lo preciso.
Si un aldeano se lisia, lo biznan, acuden al Cristo de la ermita; y la imagen y la hierba de la salud le remedian.
Hay un hombre justo que elogia y practica la verdad, y arranca las discordias, los cuidados y muchas tentaciones lo mismo que si quitara el rancajo de la carne.
Siempre se eleva un humo tranquilo y oloroso como de sacrificio de Abel, agradable a Dios. Todos los hornos cuecen; las madres amasan, lavan y tienden; los hombres guían las yuntas por el secano, cavan la gleba encarnada con un azadón de sol; las doncellas hilan, llenan las cántaras en un remanso azul, y bailan en las eras la misma tonada que junta al ganado que se entró por los herrenes.
Llega el invierno. De los oteros vienen galopando los vendavales; laten los mastines; se estremece el esquilón de la ermita; toda la aldea cruje como una espalda vieja que se dobla; por las cuestas nunca acaba de pasar un tumulto de reses con tábano. Los niños se asustan y lloran. Y las abuelas, persignándose, les dicen:
—¡Son las bestias negras de los demonios; los demonios hambrientos de pecadores, y como aquí no hay, embisten contra los portales y vallados! ¿No los veis?
Y abren un postigo; y los nietos ven los demonios, y se duermen bajo el cabezal.
No hay pecadores. La aldea es pura.
...Al amanecer salió el hombre justo, y encontró un caminante tendido, con los ojos abiertos y helados. Le buscó las heridas de su muerte. No tenía heridas. Se le podían contar todos los huesos como al cadáver del Señor.
Le colgaba la piel morada del vientre y de los ijares huecos.
Vinieron las gentes aldeanas a mirarlo.
Tornábanse blancas de espanto; les temblaba el corazón. El caminante se parecía al Cristo de la ermita: un Cristo más viejo, y sin clavos, sin espinas de sangre en las sienes, sin lanzada, sin haber sido crucificado por unos pocos hombres para redimir a todos los demás. Y le tienen miedo como Dios viéndole hombre. Creen que le pisan la cruz con sus alpargatas como si la cruz se hubiese hecho senda, bancal, surco, viña...
De noche, vuelven de los oteros los vendavales.
En cada portal se enrosca una ráfaga como una lengua que pide compasión. Gimen los árboles. Por las chimeneas bajan voces penadas; entra luna, y su claridad recuerda los ojos helados del hombre muerto.
Las criaturas lloran despavoridas. Los grandes les dicen:
—¡Es el caminante, es el caminante!
Y el viento trae un clamor de desgracias y agonías tan humanas que hasta el hombre justo se levanta para cerrar y atrancar más fuertemente su puerta...