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Era don Isidoro un viejecito que vestía sencillamente de negro; afeitado, de naricita femenina, por la que siempre se le resbalaban los espejuelos de concha; sus mejillas sanas, limpias, sonrosadas; su frente redonda, muy pálida, y sus largos cabellos blancos, que la hija peinaba con mucha paciencia, abriéndolos en noble línea por el centro del cráneo, dábanle, verdaderamente, semejanza de antiguo filósofo, aunque también de dama gruesa y bondadosa, tanto, que los nietos aseguraban que el gran retrato de la abuelita muerta que estaba en la sala era de don Isidoro; de lo que él gustaba y se reía mucho.
Tan blanco, tan limpio y dulce era el filósofo, que de su augusta cabeza parecía emanar como una transparente lumbre de plata, tranquila y mística.
Las buenas tardes de invierno tomaba de las manos a sus nietos y paseaban por los campos. No permitía que pisasen ni arrancasen una mata de los alcaceres, enseñándoles a conocer la cizaña para quitarla de las tierras que llevaban sembradura; y si la mala hierba nacía en roijal o yermo, aconsejaba dejarla para que también viviese.
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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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