La Llegada

Gabriel Miró


Cuento


Son los barrios, en la psicología de las ciudades, como los flecos de un mantón rozagante que, si no manifiestan el primor de los realces y dibujos, dicen rudamente los colores de que está hecha toda la trama. Y los flecos o suponen el nacimiento o fin del tejido; y los barrios descubren el natural y originario color del alma de la ciudad o lo postrero de su carácter.

...¡Y líbreme el Señor de inferir la más leve filosofía del barrio de mi cuento!

Nuevecito y vistoso y arbolado era aquél. Lo habitaban gentes de humilde linaje, enriquecidas y alegres. Los hombres casi todos estaban gordos, pesados y morenos del sol de la ruda faena pasada en los muelles. Sus camisas rizadas por el almidón y aplanchado, parecían en ellos de muy cruda blancura y rigidez. Sus trajes, su calzado, su sombrero, el bastón de puño con labras de fauna monstruosa, la soga de oro del enorme reloj, todo expresaba el amoroso cuidado con que se llevaba y la solemnidad al vestirlo y colocárselo su dueño, mientras le contemplaría la familia con mudo contentamiento. El ideal de las hijas y mujeres era colgarse medallones, amuletos, dijes y onzas de las cadenas y pulseras, y vestir una bata larga y randada y lucirla sentadas en mecedoras, delante de sus portales o paseando por las aceras, oyendo recuestas de los mozos, que también trascendían a flecos de ciudad.

Era riguroso tener casa propia muy pintada; huertecita, aunque sólo rindiera higos, habas, sandías y albahacas; cabriolé o tartana con iniciales muy lindas, y jaca menuda y traviesa; y en el cementerio un nicho o panteón, con versos de oracionero y retrato de algún difunto, puesto entre flores de vidrio y porcelana...

Del caudal de todos se conocía la causa: el puerto o el logro. Por eso maravillaba el distinto origen de la abundancia reciente de una familia que comía cocido de suculencia copiosa, todos los días, y el hombre leía periódicos y fumaba en mangas de camisa, engordando por la bendita holganza; y ellas, su mujer y cuñadas, llevaban siempre batas y perfumes y aun joyas de poderoso relumbror.

Menudeaban las compras para su atavío y regalo; y casas, solares y bancales próximos, cuya venta se publicase o supiese, pasaban luego a su dominio.

No fue posible malsinar del marido por vicio ni artería o complacencias demasiadas. Eran cuñadas y esposa amigas de bullicio y diversión en su entrada, acera y huerto, merendando y cantando con vecinos, entre los que destacaba un tañedor de vihuela, que aunque menudo, era el «Petronio» del barrio. Pero todos esos pasatiempos los gozaban sin ninguna manera de licencia o deshonestidad que se sepa...


* * *


...Antaño tuvo el marido barbería de las de soportal y tertulia política; y siempre fue holgachón y dado a la zumba. En cambio, ellas, descoloridas, consumidas, suspiraban de tedio y de necesitadas, y vestían con tanta humildad que apenas tenían amistades ni osaban salir por recato de su pobreza. Un hermano, presbítero, andaba de ermita en humilladero, de aldea en pueblo, de iglesia en monasterio al olor de alguna misa, rosario o sermoncico, que le diese lo indispensable; y en un cuartito del señor rapista se acostaba.

Los del barrio no trataban ni se acordaban de esta familia, como no fuera para dedicar a su vida un comentario de misericordia.

El curita volandero desapareció. Y dijo el cuñado que era sacerdote en un vapor de apartada ruta.

...Pasados tres años amaneció cerrada la oscura barbería, y los que la ocupaban trasladados a otra calle más animada y ancha, en cuya acera se oreaba, por las tardes, sentado en mecedora, el antiguo barbero, y las mujeres sacaban sus sillas flamantes y platicaban muy risueñas. En el siguiente año, todos los de la casa gozaron sendas mecedoras, y aun sobradas. Acudieron amigos, que en el café y en sus hogares no acababan de encarecer el ornamento de las habitaciones y el regalo de la mesa y de toda la vida de aquella familia, antes miserable.

Frecuentemente les decía el ex rapador:

—Hoy las profesiones, los oficios son un padecer. Yo, ¡la verdad!, había nacido para negocios y empresas de importancia. ¡Qué quieren que les diga; las profesiones fijas son un padecer!

—¡Nosotras siempre se lo decíamos, tú, Vicente, eres para negocios! —De este modo hablaban las mujeres, meciéndose y sonriendo.


* * *


...Pues el adamado tañedor de vihuela prendose de una de las cuñadas, y la pidió en matrimonio. Lo admitieron. ¡Era tan donoso y apuesto el mancebo!

Se casaron y pasáronse a un piso del mismo edificio. Pero casi siempre comían juntas las dos familias; y su alborozo y holgura dio a la casa envidiable fama de felicidad.

Aumentaron las amistades. El de la vihuela ya no iba a lecciones, y sólo tocaba algunas noches de danza y convite, en el huerto o en la misma acera, bajo las acacias.

—¡En verdad, señor Vicente, que no puede quejarse de la fortuna! —le murmuraban zalameros los vecinos.

—¡No me puedo quejar! ¡A mí, negocios, asuntos serios, y ya me tienen satisfecho! —Y chupaba con ansia del recio puro; toda la boca se le nublaba y espesaba de humo, que iba dejando salir muy despacio y contemplándolo voluptuosamente.

Los demás también le miraban el humo. «¡Oh, fumaba, comía y gozaba como nadie en el barrio! ¡Qué deliciosos negocios los suyos!».

Y se supo que no los hacía él sino el ausente presbítero, que empezó a lucrarse en los barcos, y después quedose en América, ensanchando un ignorado tráfico y remesando a sus hermanos los dineros para su guarda y colocación.

Ellos no lo negaron. Y ya no se habló de los negocios del ex rapista, sino del hermano rico. Las mujeres decían lindamente cosas de América; imponían los figurines traídos de Valencia; se reían con esmero, como damitas de teatro.

El sacerdote escribió su propósito de volver al pueblo natal y descansar de su vida errabunda y trabajada.

La noticia atrajo la atención de todos.

La familia prometió enseñar a los amigos cuanto de raro y precioso les trajera el hermano. El señor Vicente decidió hacer obra en la casa, aunque decía misteriosamente a los buenos visitantes:

—¡Yo no sé, no sé si debo hacer estos gastos!

—¿Que si los debe hacer? —exclamaban los otros—. ¡Ya lo creo que sí! ¿Pues quién mejor que usted?

—Lo mismo le decimos nosotras —terciaban ellas.

—No es eso; no es eso —replicaba muy orondo el bienaventurado—; es que, con la posición de nuestro hermano, ¡quién sabe si nos quedaremos aquí, o querrá él que nos marchemos a un Madrid, a un Sevilla o más lejos, para emprender asuntos que aquí... vamos, no sé yo...! —Y se doblaban sus labios con desdén.

—¡Es verdad! ¡Quién sabe! —repetían las cuñadas, la esposa y el tocador de vihuela.

Y ellas sonreían a las pasmadas vecinas, imaginándose viajeras con sus velos y abrigos, triunfales, opulentas, y aparentando entristecerse por la separación...

—¡Oh, nosotros que pudiéramos! —suspiraban los amigos.

—Sí, sí; pero créannos; ¡rinde, fatiga tanto esa vida!... —Y al pronunciarlo hacían un melancólico gesto de cansancio.

...Y el sacerdote avisó su pronta llegada, aunque no fijó el día por desconocer el vapor-correo que podría alcanzar. «Me queda la realización de las últimas fincas raíces». La lectura de estas palabras fue repetida delante de los amigos. Las hermanas añadieron por glosa:

—Vamos, es que aquello debe ser inmenso. ¡Ya ven! ¡Fincas raíces!... ¡Debe ser! ¿Verdad?


* * *


...Resonó la calle por la carrera estrepitosa de un coche cerrado, en cuya cima se amontonaban maletas y mundos de cuero muy lujoso.

Todos los portales y ventanas se poblaron de ávidas cabezas.

«¡El cura rico!» «¡Válgame y qué suerte de personas!».

Y las gentes miraban hacia la casa de los felices hermanos, que salieron gozosos, anhelantes; ellas, sólo tuvieron tiempo de empolvarse; y despeinadas, flotantes las batas, acudieron a recibir al viajero. Sintieron la mirada de envidia de todos los ojos, y una onda de orgullo bañó de espumas sus almas.

Abriose la portezuela, y bajó el sacerdote.

Estaba canoso, enjuto; sobre el hábito vestía un gabán aseglarado, de suma elegancia y riqueza; llevaba bastón de ébano, de alta contera y puño de plata; guantes de seda, zapatos ingleses. Lo besaron, lo abrazaron, y abrazado quisieron entrarlo. Pero él contuvo a la amorosa familia. Se acercó al carruaje y tendió exquisitamente su brazo, y apoyándose en él, descendió, lenta y altiva, una mujer lozana, blanca, fastuosa. Y el hermano rico la presentó a los pobretes y espantados hermanos, diciendo con modestia:

—¡Mi señora ama de gobierno!


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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