De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.
Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.
—Es una niña que tiene la tos ferina.
—¿Allá, enfrente?
—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.
...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.
Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.
—¿Que digo que cómo sigue?
De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.
—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!
—¿Qué?
—¡Que lo mismo!
La niña se va asomando junto a la madre despeinada. Todo lo mira, todo lo oye, todo es ella; y enfrente, las águilas, vaciadas en el azul, con un gesto de tildes, están guardándose los ahogos para la noche.
Sigüenza ve un cerquillo de cabellera de mies, unos ojos anchos, atónitos, una boca larga, abierta y morada como una herida.
Las señoras van callándose; pero han de decir algo que anime.
—¡Pues no se la conoce!...
La madre se revuelve:
—¿Que no? ¡Si no parece la misma!
Entonces, las amigas se atribulan, y confiesan que es verdad.
—¡No queda de ella! ¡Tan hermosa como estaba!
En el balcón hay un silencio de susto y de ira.
—¡Que digo que tan hermosa como estaba! ¡Daba gozo verla! —y reprime a los chicos que le tiran de la falda—. ¡Daba gloria! —insiste, arreglándose el pelo y mojándose la pomada de la boca—. ¡Nosotras subiríamos!
—¡No suban, por Dios!
—¡No, no subimos; pero subiríamos!
Ya se marchan. Pasarán bajo el terrado de las águilas que ahora parecen gallinas escapadas del encierro, y miran la calle como si quisieran bajar.
Sigüenza y la nena se miran y se ríen; los dos han visto las cuatro águilas rodear y seguir a las señoras para picarles las medias de seda.
De seguro, que Sigüenza ha librado a la niña del maleficio de las aves horribles, y de este modo le irá quitando la enfermedad.
Pero, por la noche, Sigüenza escucha el alarido, el alarido prolongado desde las fauces casi ahogadas hasta que rebota en las piedras y en los solares y vuelve retorcido por los picos de los monstruos.
Era más poderoso el sueño que se abría y entornaba con suavidad; y, fuera, se iba quedando solo el hipo de agonía.
—¿La oyes?
Se sobresaltaba Sigüenza, pero, poco a poco, volvía a sumergirse en sí mismo durmiéndose, y soñaba su compasión.
—¡Se morirá esa criatura! ¡No podrá soportarlo!
No podría soportar esa tos; le rajaría la garganta llagada; le rompería el pecho con una pulmonía; le encendería a golpes las meninges...
...A la otra mañana tañe una esquila bajo los balcones. Es un prodigio. Se acostó Sigüenza en una casa de rigidez de camisa mal planchada, y amanece en la égloga de una escondida heredad. Porque la esquila no se aparta, tiembla siempre lo mismo, como de ganado que está paciendo en el herbazal de su querencia. Hay un olor de árboles de ribera, que en cada estremecimiento desprenden la respiración de sus gotas de follaje, de sus troncos regados.
Están regando las sóforas y acacias urbanas. Y es que, además, principian las obras de un solar vecino; y se ha parado una carreta de bueyes que trae los tablones de los andamiajes. En tanto que los descargan, el boyero desata la junta; les pone pienso; y las bestias, solas, libres, se van recostando en medio de la calle; hunden los labios en el cabezal del heno; se mosquean blandamente con la cola los ijares de barca vieja; miran de reojo, con dulzura de sueño, y sus cencerros tocan despacio.
Toda la mañana han estado sueltos los bueyes. A mediodía, el gañán se sentó entre los dos, y se puso a comer. Ha comido una torta grande y morena, la hogaza dura de Castilla, y, de companaje, camuesas, melocotones y queso amarillo. Los bueyes le pedían; él les daba, y las quijadas enormes se iban torciendo buscando y rosigando el mendrugo. Después, fueron a beber en la acequia y en los alcorques de los árboles. Tan quietamente bebían que los cencerros no sonaban, bañándose doblados dentro del agua.
Todo lo mira la nena enferma desde su balcón. Sigüenza también. Están muy contentos en la granja que les ha regalado el boyero.
Pero los bueyes tornan al yugo. Dócilmente han entrado en el timón, y sacan el testuz por el arco de la gamella crasa de roña; y, allí, inmóviles, aguardan que el gañán les vaya atando la cuerna a la tabla. Todo su aparejo es un cordel. Y ya está. Han recrujido las cervices, las cuerdas, las maderas. Los flancos rojos y peludos se hinchan, se atirantan y oprimen; avanzan las pezuñas, exactas, lentas, en un paso procesional. Parece que en la carreta vaya el Arca de su rito.
Ni una vez ha tosido la niña.
¡Decididamente, Sigüenza curará a esta criatura!
...Muchos días estuvo Sigüenza viviendo sus jornadas; era un trajinero de sí mismo. Y esta noche, al regresar, ve su casa, toda dormida menos un balcón, que tiene la mirada abierta de una luz.
A esa luz, en otro tiempo, le daba compañía su lámpara de estudio. La dejó sola muchas noches.
Las águilas callan en el olvido. Tañen los relojes, que se saludan acercando sus campanas en el silencio de la ciudad.
—¿Habrá muerto la nena? ¿Ha muerto sin saberlo nosotros?
—¡Pero, si la nena de la tos ferina está ya bien! No tose. Se pasa las tardes asomada al balcón como si estuviese esperando, esperando...
¿No esperaría a Sigüenza? ¡Se ha puesto buena sin él!
¿Qué le pasa? No lo sabe. No quiere mirarse para no verse su mueca de fisga, la mueca de la desilusión del bien que se realiza sin nosotros...
* * *
...Pero las jornadas de Sigüenza en la corte se quedan aquí rotas.
Vuelve Sigüenza a su provincia después de veinte años.
...Olor y regusto de hierro y de hulla. Hierro inmóvil de la osamenta articulada de la estación. Carriles mellizos que principian a caminar hacia la lejanía, rajando paralelamente el campo. Hierros de placas giratorias, de faros cabezudos. Hierro de locomotoras que han criado en la fungosidad de los túneles una piel vieja y sudada. Y gorriones, gorriones de herrumbre y escoria, gorriones ahumados, que tienen la querencia en las jácenas, y vienen a picar regojos y mondaduras que han barrido de los vagones los mozos de limpieza; pájaros ferroviarios, de fundición y estruendo; avecitas modernas, que trocaron el parral, el ejido y el otero por los muelles y almacenes de mercancías de una estación de ferrocarril.
Y las lumbrecillas socarronas de sus ojos miran a Sigüenza, que se va acomodando en el correo de su tierra.
—¡Aquí os quedáis entre humos, arcos voltaicos, vigas metálicas y el trajín de los hombres! Yo me voy a mi comarca. Más de veinte años sin ver, sin tocar, sin aspirar mi paisaje. Haré vida rural mucho tiempo. ¿Qué os parece?
Los gorriones, que le están mirando, vuelan a recibir un tren mixto que llega de la Mancha, tren desbordante de viajeros con atadijos, alforjas y cestas de merienda. Porque siguen cumpliéndose las palabras del Señor: «Mirad las aves del cielo que no siembran ni allegan en trojes; y Nuestro Padre Celestial les da el alimento de cada día».
* * *
Y acaba este libro con las mismas palabras evangélicas de sus primeras hojas.