Estábamos acostados en las sombras, leves y movedizas, de las acacias, cuyo ramaje desmayaba por la graciosa pesadumbre de la flor.
Era en la soledad de la siesta. Veíamos caer alas secas de flores, y quedaban sobre nuestras frentes, o nuestras ropas, o en la tierra, y aquí las invadían prontamente las hormigas, que luego las dejaban; entonces venía algún codicioso gusanito; cerca de la marchita blancura se detenía, como acometido de súbita desconfianza. Nosotros no distinguíamos los ojitos del insecto; pero su formalidad humana, su incertidumbre, sus anhelos nos hacían verle ojos y hasta lentes.
Los flores no tenían el olor que ofrecen en la frescura de la tarde, olor místico, de novia besada, sino casi olor de bancal de hierba caliente. Mirando a lo alto del cielo parecían colgar con dulzura los racimos nevados, y en el íntimo y delicioso claustro de las hojas sonoreaba un estremecimiento de abejas.
Esperábamos en las afueras de la ciudad un carruaje, porque nos marchábamos a un pueblecito y bajo las acacias nos acostamos porque había sombra. Delante comenzaba el mar, de aguas quietas, fundidas en lámina pálida como tendida niebla.
Crujió la tierra a nuestra espalda y dijo una vocecita:
—¡Mérquenme este cuévano!
Y una rapaza nos presentó un hondo cuévano de mimbres aún verdes.
Era talludita y estaba pañosa, tostada y descalza; su cabeza redonda, cortados los cabellos, quizá por reciente mal, parecía de esclava.
Teníamos algunos menudos y pudimos socorrerla humildemente; pero el cesto no se lo compramos.
—Hace ahora mucho sol —le dijimos—, y todas esas casas campesinas míralas cerradas; por el camino no pasa sino algún perro vagabundo, y en la playa, solos están esos viejos barcos negros, rendidos sobre la arena. ¿Quién puede comprarte el cuévano?... Quédate a nuestra sombra.
Nos miró la muchacha y sentóse en la tierra como una niña árabe. Entonces reparamos más en sus pies, pies de caminante, agrandados y rodos, con costras de polvo y de jugos de hierbas.
Apareció un insecto, muy grave, grueso, de patas sutiles, con negra vestidura reluciente. Andaba despacio, pesado, como reflexivo, y nos recordaba algún conocido nuestro, respetable varón que aparentaba maquinar profundidades y es posible que no piense ni haga nada. Un grano de semilla, caída del árbol, hízole parar; luego tuvo desasosiego; sin embargo, debió recibir muy gran contentamiento, según se frotaba las manos, es decir, los hilillos de sus palpos, y quedó meditando, meditando.
La rapaza tomó una aguda pedrezuela; hundiósela por la espalda, y el desdichado conocido nuestro crujió y se tumbó, reventado.
—¿Por qué has hecho ese mal? —le preguntamos.
Nuestras palabras le dieron asombro. Hizo luego con su hocico una mueca de que le tenían sin cuidado, y nos volvió la espalda.
—Has matado —seguimos diciéndole.
—¿Queeé? Pues ¡güeno!
Y movió despectiva sus hombros miserables, delgaditos como alas de pájaro desplumado.
—Mira; aun estaba vivo; ha temblado ahora... Míralo.
—¿Queeé?
Y no lo hizo.
¡De dónele vendría esta criatura!
—Tú vienes de muy lejos, ¿verdad?
—¿Queeé? Del hostal de ahí.
¡Del hostal!... Ignoramos por qué ilusión apetecíamos que llegara la rapaza de lo remoto, y sólo venía de una posada cuyas torradas paredes veíamos desde nuestra sombra.
—¿Pero serás de algún pueblo muy apartado?
—¿De qué?
—¿Que de dónde eres?
—¿Queeé? Pues de Villena.
¡Villena, lugar de esta misma provincia! ¡Es verdad; su habla era de Villena! ¡Tampoco de pueblo lejano!
—¿Tienes padres?
—¿Queeé? Padres..., padres..., lo que tengo es madre y hermanos grandes.
Contestaba siempre: ¿Queeé? Y esto podía ser constante recelo de criatura acechada por la madre y los hermanos grandes, y malicia para urdir la réplica. ¡Pero y si en vez de la íntima y obscura vida de abandono y sufrimiento que imaginábamos, la querían tiernamente los suyos porque era la pequeña, pícara y enfermiza, y el ¿Queeé? no manifestaba miedo o espacio para apercibir la defensa, sino sencillo vicio de lenguaje!
¿No venía de una próxima posada y era solamente de Villena?
¡Pero qué importaba que llegase de un hostal vecino ni que procediese de Villena para que esta criatura tuviera un alma todavía apretada, cerrada en capullo de vida, en el que pudiéramos entrarnos a gustar mieles silvestres de ansiedades!
El dolor, el placer, los anhelos pasan profundamente, como ríos sepultados por estas vidas humildes, y aunque ellas no lo sepan, aunque no se den cuenta, sienten ciegamente sus ondulaciones bravías, y sus riegos dichosos, y sus ruidos torrenciales... No; no nos apartemos distraídos; alumbremos estas aguas del Misterio.
Y nos quedamos contemplando a la rapaza.
—¿De modo que vives con tu madre y tienes hermanos grandes?
—¿Queeé? Hermanos..., hermanos...; hermana dirá usted, pues que el hermano ni tan siquiera sabemos si es vivo o muerto, que se marchó más lejos de la mar...
Y su bracito quedó alzado, perfilándose la miseria de su delgadez sobre la dormida marina.
—¿Y tu hermana?
—¿Queeé? Está mala en la cama con un crío.
—¡Ah! Es casada.
—¿Queeé? Da igual.
—Tu cuñado es muy bueno contigo, ¿verdad? Tú serás como una hermanita chiquitína suya.
—¿De qué?
—Quiero decir si te quiere y protege. Tú arrullarás a su nene, y cuando el padre os vea jugar como hermanitos, figúrate ¡qué contento tendrá! ¿Qué te parece?
—¿El qué? ¡Pero si el cuñao está preso!
—¡El cuñado preso! ¿Qué hizo? ¿Mató?
—¿Queeé? Matar no mató a nadie; pero se riñó con otro hombre de Villena...
—¿Y se hicieron daño?
—¿Queeé? Daño..., daño... Es que el otro vino a morirse del resquemo de la pendencia, según me creo.
—Bien puedes querer a tu hermana, porque es desventurada mujer.
No contestó la niña del cuévano.
—¿La quieres con toda tu alma?
—¿Queeé? Yo, no, señor.
—¡No la quieres, no te da lástima!
Aquí tampoco respondió la rapaza.
—¿Y su criaturita?
—El crío siempre está pero que llorando.
—¿Y la pobre de vuestra madre?
Reclinóse la niña del cuévano sobre sus brazos como en dos puntales, sus manos hendieron el polvo, y sus labios y sus ojos hicieron visaje de frialdad y desprecio.
—¿Es que no quieres a tu madre?
—¿Queeé? Yo, no, señor; que tampoco ellas me quieren a mí.
—Mira: sois pobres y tenéis tan mala ventura que ni siquiera vivís en hogar vuestro y vais errantes como los ganados, de refugio en refugio, de préstamo, de pasada. Pero tú fíjate cómo en los ganados se solicitan y quieren las reses, que cuando andan o sestean en sitios descubiertos, sin sombras de peñas ni de árboles, el vientre de cada una, de cada cordero, protege del sol la cabeza de otro hermano, y están amorosamente reunidos. Ya ves si se quieren y ayudan...
La niña del cuévano se había erguido, y atendía muy quietecita.
Esto nos animó grandemente. Recordamos una de las primeras máximas de la Introducción y camino para la sabiduría, de Luis Vives: “Procure siempre lo bueno y huya de lo malo, porque la costumbre de hacer a la continua bien se le volverá en naturaleza.”
La tuve siempre por muy sana, consoladora y verdadera doctrina. Sí; podemos engendrar la perfectibilidad, llegar a hacerla fisiológica. Y no hay mejora más bella y santa que el amor. Y pensamos en esa tarde que era bueno llevar al amor un alma reciente, tierna, que podía prenderlo en otras, creando una costumbre de amor que alcanzase a ser herencia y naturaleza.
Por eso le decíamos a la niña del cuévano:
—Pues vosotros deberíais quereros. Amar da alegría. Si os quisiéseis y buscaseis el abrigo del corazón, como los corderos el vientre del que está a su lado, no sufriríais con tanta crudeza los rigores de vuestra vida...
Nos contuvimos un momento porque nos pareció que habíamos razonado a lo predicador elevado y solemne.
Pero la niña nos escuchaba afanosamente. Algunas palabras nuestras la hacían parpadear, y luego sus pupilas quedaban inmóviles, fijas en nuestros labios. Y esto, separadamente de la intención que nos inspiraba, casi nos envanecía... Y seguimos:
—Tú dices que no te quieren mucho, ¿verdad? No te importe. Quiere tú, y producirás, y descubrirás la ternura en el fondo de las almas de tu madre y de tu hermana, como en una mina...
—¿De qué?
—Lo que yo quiero decir es que tú puedes enseñar a querer entre los tuyos, y a ti se te debería la paz y la dulzura en vuestra familia. Empieza a amar, y serás amada; yo te lo prometo, y cuando seas madre, tus hijos...
No terminamos, porque la rapaza se levantó.
Nosotros estábamos conmovidos, alborozados. ¡Habíamos redimido un alma del pecado de no amar! Vimos a la pobre niña transformada...
—Sí, sí; ve, corre a los tuyos —exclamamos—, y ama, ¡ama siempre!
Entonces la redimida acercóse a nosotros y, vibrante de enojo, nos gritó:
—¿Pero me merca usted el cuévano u qué?
Y sus pies aplastaron un hervidero de hormigas que sepultaban al negro y gordo insecto desgarrado por la piedra...
1901.