Apenas llegó Sigüenza, quiso su prima llevarle a la solana para que viese el rosal trepador y la yedra que plantaron juntos, siendo chiquitos, al pie de los muros.
No lo consintió su madre. Era preciso que antes descansara en el sofá, al lado de su sillón de paja vestido de dril, que le refiriese puntualmente los encargos de familia, y lo que le sucediera en el camino, porque tía Paz era lectora muy devota de boletines y relatos de Misiones, y no comprendía un viaje sin peligros. Además, había de darle el jarabe de pina con agua fría de la fuente del Enebro, famosa entre todos los hontanares de la comarca; y después de ver el cuarto que le tenían preparado, irían donde quisiera su hija.
La cual juntó sus manitas, hizo un mohín delicioso de niña, y su zapatito de lona con suela de cáñamo, que en ella era como de disfraz de aldeana muy donosa, dio un menudo golpe de enojo en los blancos manises.
¡Perder la tarde hablando, Dios mío! ¿No venía su primo para un mes? ¡Pues tiempo quedaba! ¡Cuando saliesen a la solana ya no habría sol!
Alzose tía Paz, y gravemente fue a mirar el calendario colgado bajo la imagen de Santa Rita. Sigüenza y su prima se llegaron también, porque la santa tiene una espina en la frente, que contemplaban antaño subidos encima del viejo piano.
—¡Son las cuatro —dijo doña Paz—, y el sol se pone a las siete y algunos minutos!
—¡Ya ves! —le replicaron ellos—. Hay tiempo para todo.
Y se marchó Sigüenza con su prima a la solana.
La pobre señora les llamaba.
El rosal y la yedra, altos, grandes, se abrazaban tupidamente haciendo un trono de olorosa frescura, donde parecía dormir toda la infancia de los dos primos. Se miraban muy contentos de su labor de jardineros, pero la espina de Santa Rita, la pincha más sutil del rosal, dejaba una herida de melancolía en sus frentes...
Salió la madre, y para desagraviarla la pasearon llevándola del brazo, hablando y mirando la tarde de la sierra.
Tenían las laderas una tierna opulencia de pinar joven; y el sol se acostaba alborozado entre los troncos.
Cerca, bajo las inmensas gradas de los vinares, y rodeado de chopos, que se calaban en el azul, surgía un blanco casal campesino.
—¿No recuerdas el viejecito de aquella heredad? Pues, murió, y ahora veranea su hija Victoria, ya casada... ¡Está más hermosa!
—Y, además de hermosa —añadió la madre—, tiene manos de ángel para hacer dulces... Pues, explicando recetas de pasteles y confituras, parece que te los pongan en la bocal...
—¡Has de probar los «bocaditos de dama»!
—¡Y los limoncitos en almíbar! ¡Todo!
—¿Queréis que vayamos? —dijo Sigüenza.
Y apenas lo propuso tomó las manos de su prima. Pero tía Paz les anunció que no saldrían sin tomar el refrigerio de piña.
¡Victoria, o la señora de Olóriz! ¡Si la habéis conocido todos! Una señora muy blanca, de carne de almendra, de ojos dorados con una leve humedad de hoja de flor; toda es suave, aterciopelada; cuando os mira, sentís una caricia blanda de hermana, de una mujer bella que no es vuestra hermana; y cuando habla, imagináis su garganta tapizada de rosas gruesas; es una voz pastosa, y todo lo que pronuncia tiene figura y un contorno de sonido tierno, tan gustoso que lo recogéis en todo vuestro cuerpo, y os quedáis paladeando sus mismas palabras como un dulce exquisito.
¡Los dulces de las señoras de Olóriz!
Aquella tarde probó Sigüenza los de Victoria.
Sentados bajo los árboles umbrosos, les sirvieron en un lindo azafate pastelillos de batata y «marinetas».
La señora de Olóriz sonreía oyendo las alabanzas, y se quejaba de que el horno no la hubiera favorecido.
Tía Paz protestaba:
—Victoria, no lo diga, que es un pecado mortal... ¡Si están riquísimos!
Victoria tenía un cuerpo lánguido y espléndido. Sus manos pálidas, de unas afiligranadas, parecían también de dulce.
Ella no probaba de nada, y ni le instaban a que comiese de aquellas gollerías, porque mirándola, viendo asomar en su sonrisa los dientes nevados y el aguijón de su lengua, creíase que se gustaba a sí misma, toda de miel y de leche, y que se satisficiese y regalase en su propia delicia.
La prima de Sigüenza encomió sus flanes, su crema quemada. Y él se adormecía como un rapaz embelesado y ahíto.
Quiso saber tía Paz la mensura de las marinetas.
Entonces la señora de Olóriz fue diciendo, llena de gracia, toda la tarea; primero habló de la lumbre pasadita, rubia, con olor de tomillo, y oyéndola se veía el encendido hogar crepitando menudamente y el cielo enjalbegado del horno. Luego, parecía que tomaba la cucharita para verter el azahar y derretir las cuatro onzas de manteca y batir las yemas... ¡Fue poemática la selección que hizo del azúcar molidito como harina para dentro de la pasta, y el azúcar cristalizado doradamente para sembrarlo encima; y sus dedos imitaron un pellizco sutil!
¡Válgame, y con cuánta ternura y beatitud contó de otros confites y melindres!
¡Sus dulces parecían criaturitas vivas, necesitadas de regazo y de amor de mujer primorosa, bella y triste!
Mostraba Victoria una gentil altivez y rebeldía contra la rutinaria obediencia a todo formulario. Los libros aconsejan se haga pasar a los limoncitos un refinado tormento para enternecerlos y desacibararlos; pues ella ni los pinchaba con agujones ni los rajaba con cuchillo. ¡No, Dios mío! ¡Si no era necesario!
Y Sigüenza veía acudir los limoncitos al amor de sus manos para que sólo la señora Olóriz los confitase.
Admira arrebatadamente Sigüenza algunas mujeres por letradas y artistas, pero más le rendía la hermosa señora con sus palabras y primores que si en sus manos prelaticias hubiese resplandecido la pluma de fuego de la sabiduría. Porque cree Sigüenza que los dulces, además de su eficacia evocadora de muchas finezas espirituales, son indicio del carácter de una casa y aun de todo un pueblo.
...¡Y Victoria era desventurada! Lo estaban confesando sus ojos mirando soñadoramente a lo lejos, y su actitud, siempre de una elegancia sensitiva, de mujer que guarda todos los dones de amor, y el marido está a su lado trémulo de enojo por unas elecciones de concejales o porque se quebró el eje de la galera. Por ese desvío, o por otras ansias íntimas y recatadas, las señoras Olóriz dejan caer la azucena de su frente en la palma inmaculada de su mano... ¡Qué amarguras las de esas vidas fragantes, abejas de panales que nunca se agotan!
Acaso su mirada se ha detenido, se ha espejado en la vida de Sigüenza. —¡En fuerte punto sus ojos le han mirado! —puede clamar como Amadís.
Y se hablan; y ella le mira más; entreabre la flor de su boca... ¡Oh, va a recoger el manjar de una confidencia, el mantenimiento eterno de la ilusión!
Y la bella señora pronuncia como una niña que plañe:
—¡Es una pena que no pueda usted probar antes de marcharnos a Badajoz las meladas que hicimos cuando vino el señor Obispo en su visita pastoral! ¡Ay, Dios mío, y qué meladas salieron!