Las Águilas

Gabriel Miró


Cuento


Cuando las cumbres se encendían de sol grande y nuevo, y los sembrados de la llanura y las tierras arboladas, los hondones y el río, aún quedaban en el misterio de un remanso de noche, pasaban entre las sierras dos águilas, y se perdían excelsas, penetrando en el cielo, declinante en bóveda sobre otros paisajes.

Si era mañana recatada y blanca de nieblas, las nieblas, dóciles a los costados de los montes, recogidas en la fronda, tendidas castamente al amor del río, y viajeras encima de la anchura de todo el valle, las águilas hendían el blanco humo, y envueltas en girones de gasas parecían muy negras, más solitarias, bravas, augustas como la de los Alpes, que viera Obermann conmovido de grandeza.

Y por las tardes, cuando las cumbres recibían la morada doración de sol grande y rendido y se iban apagando las laderas y el azul se desnudaba de color fundiéndose en palidez de cansancio, tornaban lentas las nobles aves.

Algunos días las águilas resbalaban muy altas en el lago del cielo del valle sin estremecer sus alas, trazando ondas y ruedos de vuelo, voluptuosidad de la mirada.

...Y los senderos abiertos en la serranía y en los cultivos, los buenos senderos que no nos parecen en quietud sino que se deslicen por lo liviano y lo fragoso como tranquilos manantiales; y los barrancos hoscos y húmedos o pedregosos y sedientos; y los gruesos verdores de los pinares; y los gentiles chopos asomados al río; y los tiernos campos regadizos y los añosos olivares que suben las laderas; y los casales esparcidos en la soledad, todo el valle, hondura, eminencias y cielo, todo estaba como ennoblecido, espiritualizado y sellado de la adustez y grandeza melancólica de las dos aves, que habían elegido la desgarradura de un peñasco para mansión suprema de su amor.


* * *


...Y llegó al valle de las águilas un hombre prendado del silencio, de la fuerza y de la paz de las montañas.

Habitó una casería resplandeciente de blancura, y desde la quietud horaciana de su huerta, fragante de manzanos, y en sus paseos por veredas y campos lindados de acequias cantoras, se entretuvo mirando la marcha serena de las águilas que le dejaba como una estela melancólica de deseos.

Amó su vuelo prócer y dichoso; celó la salida y el retorno de las moradoras del abrupto yermo y su alma viajó sobre sus fuertes alas.

De las águilas habló a los campesinos y le dijeron que ya sus abuelos conocieron siempre dos águilas en el valle.

«¡Oh, si él pudiera contemplarlas muy cerca; sentir todo el poderío y altivez de los ojos que se incendian de sol; tocar, abrazarse a sus cuerpos ardientes; respirar el viento de sus alas ungidas de inmensidad, de silencio, de espacio! ¡Si él pudiera tenerlas!».

Logró saber el nidal de las solitarias y quiso pisarlo.

Subió graderías de bancales paniegos; entrose por los breñales en cuyas hiendas se torcían allozos; se arrastró por desnudeces de peñascos enemigos; se laceraron sus pies y le sangraron las manos; en el magno silencio retumbaba su vida y se agarró desalentado, rendido, al liso y arrogante peñón del nidal... ¡No podía!

Sonó sobre su frente un estruendo de alas, y las águilas se remontaron y ahondadas en el cielo giraban dulcemente avizorando al hombre, que descendió entristecido al valle...

...Ya no tuvo el regalo de quietud y esparcimiento el espíritu de aquel soñador. Aborrecía, amaba y envidiaba a las águilas. Las quería suyas. Es que solo en la posesión se alcanza el cabal conocimiento de lo deseado.

Lo dijo al campesino de su casería, hombre descarnado, recio, que al sonreír enseñaba una dentadura blanca que parecía cuajada en un solo hueso muy frío:

—¿Que quiere las águilas, dice?

—Las quiero; pero las quiero ahora.

—¡Ahora! ¡Si ahora están perdidas por otros campos!

—Las esperaremos —repuso enardecido el joven.

—Pues subamos cuando estén; aún de noche, nos apostaremos y al venir el día las acabamos.

—¿Muertas hemos de cogerlas?

—Muertas; mire que pueden con perros y corderos, que son grandes, grandes. Pasaran cerca del señor y oiría temblar y aplastarse el aire como en tormenta.

Hubiera preferido el soñador aprehenderlas vivas, pero no disponían de lazos ni armadijos para lograrlo.

Violas llegar doradas al sol de la tarde. Estuvieron deslizándose en el crepúsculo.

Mirábalas el joven atormentado de ansiedad y remordimiento.

—¿Las tendremos? —exclamó cuando ellas se posaron y desaparecieron.

—Muertas, sí.

—¡Pues... muertas!


* * *


Aún de noche, salieron; él no quiso armas; el campesino traía un fusil viejo, feroz, enorme, de semejanza de arcabuz. Sabía las trochas, los repliegues y docilidades de la serranía. Y ahorró cansancio y sufrimiento al soñador, que trepaba sin cuidados de riesgos ni caídas, ávido de la llegada.

Caminaba en el cielo la dulce llama de Venus. Y comenzó a mostrarse la palidez del alba.

Subían los hombres asiéndose a las rocas, resbalando por las recias vegetaciones parásitas de las lisuras. Y de pronto, el rústico oprimió los hombros del caballero para que se abatiera, porque estaban junto al peñón del nidal.

Postrose el joven; sentía en lo profundo de su vida la intranquilidad que produce el penetrar en el claustro de un codiciado secreto.

Se fijó en su guía, que caminaba bestialmente usando de las manos, impidiéndose el aliento, plegándose para acecharlo todo.

¿Tendría él la misma apariencia en su crueldad?

Los dos hombres se contemplaron, porque habían sentido en su corazón relámpago de vergüenza y arrepentimiento. Oían como el rumor de las vidas perseguidas, descuidadas en su nobleza.

Pero otra vez fueron señoreados por la violencia. Y sonó un estampido perpetuado por todas las montañas.

Entonces pasó junto al joven una bramante ola de aire estremecido, y una de las águilas hundiose en el valle; luego se alzó, y pareció fijarse en el azul: su grito se derramaba en las inmensidades.

—¡Ha caído una, la hembra! —aullaba el campesino.

El joven percibió una convulsión ruidosa de huesos, de plumas, de pico, de garras...


* * *


Sentado en el portal, como un suplicante, miraba el soñador a sus pies el águila desangrada, muerta.

La pobre ave tenía el cuello roto, las alas dobladas, las patas rígidas... ¿Dónde la realeza y el poderío del águila, si el joven la hallaba mísera, inferior, repugnante como un ave de cercado degollada?

En el centro del valle se cernía el águila solitaria. Dos veces descendió al peñón de su querencia y oyose un grito de infortunio.

Y en el esplendor de la tarde el águila se elevó inmensamente y se internó para siempre en otros paisajes.

Y el valle quedó mutilado, vulgarizado, sin misterio.

Fue en una mañana otoñal cuando el soñador alejose hacia la ciudad.

Sentía la amargura del silencio de su alma, su alma como un valle sin magnificencia de águilas vivas, fuertes y gloriosas.

¡Vuelen siempre sobre las cumbres de nuestra alma águilas ideales que tengan sol de esperanza y nieblas de misterio purísimo!

Ideales de amor, de arte, de toda la vida, estén siempre excelsos y esfumados, besándolos nuestros ojos en contemplación y ansia de nobleza.

Codiciarlos groseramente, acercarlos es verlos empequeñecidos, probar el ajenjo del hastío, o hundirse en desventura eterna, viéndolos alejarse y perderse.

Sean más grandes que nosotros.

...En la posesión se consigue todo el conocimiento de lo amado..., ¡pero el valle se queda sin águilas!...


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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