Las Campanas

Gabriel Miró


Cuento


La mano de membrana vieja del campanero se agarra al nudo de la soga, y principia a tirar como de un fuelle de herrería. La soga sube por lo fosco de una verja y de una lápida sudada de sepultura; y traspasa la nave y todo el cuello moreno de la torre. El tirón remueve los hombros de madera de la esquila del alba, que estaba durmiendo en el último cigoñal. Se tuerce, se va doblando, y cabecea y canta. Tiene un tono infantil y fresco. A su lado tiembla un alboroto de pájaros que se marchan a ganarse la vida. El cielo acaba de rasgarse tiernamente como la piel de una fruta; y le sale un zumo de color de rosa. En la delgada herida aparecen los contornos de la ciudad; después, la felpa negra de los pinares; y se cincela la dulce forma de dos colinas hermanas. Está deshilándose la niebla que la noche ha tejido en el carcavón; y se desnuda un prado, nuevecito del relente, y un camino que retoza muy contento.

Lo mira compadeciéndose la «Campana-Madre-1766». Son casi de la misma edad. Gruesa y pacífica, se duele de la inquietud del camino. ¡Dónde irá tan gozosa esa criatura, si ha de volver con la tierra descalza y cansada esta tarde como todas las tardes! Tiene razón; al anochecer, parece que los caminos vuelvan a los pueblos.

Esto lo dice la «Campana-Madre-1766», todavía dormitando. De verdad no se despierta hasta las doce; y, aun entonces, trajina muy poco; habla lo preciso, dejando caer nueve palabras, las nueve campanadas del Ave María que se abren y pasan imprimiendo una caliente quietud en la ciudad, en las heredades, en la labranza, en el camino desvalido. Esta campana deja en el paisaje de sol un reposo como el de la noche. Se percibe el silencio de las distancias, como si se acercasen para sentirse aprovechándose de la soledad. No hay nadie; hasta los mastines se entran a rodear la mesa de familia. Parecen más encendidos los rasos y las cumbres, porque los valles, los huertos y las casas se entornan para dormir la siesta.

Todas las campanas cuelgan inmóviles hasta la hora del Coro. Entre los arcos vienen ráfagas olorosas de paisaje maduro del mediodía y zumban como abejas en los labios abiertos de las campanas. Un ave rubia se tiende en torno de la cúpula; le vibran de inmensidad los ojos; sus alas tirantes abren en el cielo una emoción de playas de espumas; después, se sumerge dentro del azul. Las campanas se quedan solas. Las va calando el sol y se les difunde como una sangre en toda su copa de carne de lumbre.

Las fiestas y gloriosas conmemoraciones las precipitan locamente. Todo el ámbito del lugar se comunica de su goce; todo el cielo se forja en campana; y ellas no pueden contener el corazón que les salta; y se exhalan juntos; y suben y vuelan en bandadas. A lo lejos van bajando joviales, claros, menuditos, y se ponen a jugar encima de la hierba y se levantan y arremolinan como ruedos de hojas y de niños.

Ha querido cogerlos un caminante, y no puede, porque le rebullen y aletean en el pecho las campanas de ahora, y él quiere las que oía rodar cuando se marchó.

Inocentes y buenas rezan las Oraciones. Y al callarse, se quedan más lejos del pueblo los que van de camino.

Los corazones de las campanas se han subido a dormir en las cunas de sus alcándaras. Comienzan a sentirse de noche. Las miran unos ojos cuajados de frío, y las palpan unas alas de humedad y silencio. Ya no se acordaban de la mala compañía. Van rodeándolas las grandes aves con su vuelo de paño. ¿Dónde estará el ave inflamada de inmensidad que se hundió en el azul?

Pero todo el fondo del cielo y de los campos se llena de un temblor de campanillas de estrellas y de élitros.

Poco a poco se van volviendo de plata bajo la luna. Entonces, la torre adquiere una belleza de juventud, precisamente cuando cada sillar se queda desnudo en toda la gracia de su vejez. Madre hermosa con el pelo blanco que se pone su arcaico vestido de bodas para que la vean las hijas. La torre es humana y vegetal, alzada como un brazo que sube un racimo de uvas de luna.

Ahora las campanas son la paz del pueblo.

De día, ellas, la fuente y los árboles de la plazuela, los palomos, los humos de los hogares y los niños, esparcen la sensación de vida del pueblo. Pero ellas más; ellas lo envuelven desde encima y desde las lejanías; desde donde principian a sentirlas los ganados, los trajineros, los caminantes. Traspasan cada latido del aire; son el pulso, el alarido y la tonada; acercan el olor de la panera, del almijar, de la cuba, del lienzo lavado, todo el olor de su pueblo. Las lindes de los términos suenan en lo recóndito de su calma, a ellas; los terrones y las veredas parecen que fueron batidos en el mismo molde de fundición. Oyéndolas se alcanza la plenitud evocadora del lugar, de su óptica y hasta de su tacto, porque vibra en ellas el tiempo; el tiempo inmóvil de atrás, de las generaciones acostadas inmensamente entre los cuatro cipreses que arden con el oro de la puesta del sol; el tiempo del instante de ahora, estremecido como un pájaro invisible que toca nuestras sienes; y el tiempo que ha de venir por el horizonte como una brisa nueva, y ha de hilarse en la rueca tostada del campanario. Campanas hilanderas. Son también las clavarias; todos los días y todas las noches abren y cierran el arca roja de la luz. Esta es la estampa de las campanas. ¿Y el campanero? Es verdad; ¡el pobre campanero!

¡Aunque, de todos modos, las gentes creen que lo único que hace el campanero es tocar las campanas!


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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