Origen del Turrón

Gabriel Miró


Cuento


Pasa Sigüenza por la Huerta de Alicante. Es un hondo llano de jardines sedientos y de tierras labradas, de árboles viejos, grandes, patriarcales, de vides robustas y ardientes. La alegría, el halago fresco y azul del mar va siguiéndole hasta doblar los montes del confín, los bellos montes lisos y zarcos, y por las tardes, el sol muestra redondeces, collados, angosturas, casales y arboledas, todo rubio y de un color de carne y de rosas. Entonces esa serranía parece avanzar y ofrecernos toda su desnudez, toda su vida. Arden las cumbres con un triunfo, con una gloria humana y dolorida. Cruzan el cielo los pájaros buscando la querencia de las palmeras, de los cipreses solitarios que dan compañía y una sombra larga a los torreones moriscos, a las casas de placer, antiguas, venerables, las únicas que todavía dejan una emoción señorial en este paisaje roto por edificios nuevecitos, por hoteles pulidos, que no saben qué hacer en el silencio campesino...

Hay caminos profundos y callados entre tapiales de cal, entre morenas albarradas; ventas polvorosas con argollas y pesebres en las faenadas, y algún olmo agarrado ansiosamente a la humedad de un ribazo. Es una huerta terronosa y vetusta. El ruido de los árboles evoca la delicia del agua, y ver un bancal regado, decirlo, oír un rumor de acequia, trae el pensamiento de contar mucho dinero en un escritorio o quizá la memoria de un lance de sangre. La pureza, la canción del agua es lo que más mueve y mantiene la raíz y el breñal de la criminalidad levantina. Y la huerta se abre, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece un caserío, un pueblo.

Santa Faz reposa al lado del monasterio donde se guarda el lienzo santísimo, amor y remedio de los rancios señores, de las cigarreras, de los labriegos malparados. Tiene esta aldea unas casas con los balcones de celosías siempre cerradas; por los sillares, que se agrietan con dorados regaños como el pan, suben cactos verdes, escamosos, que parecen enormes lagartos dormidos al sol, y por las cercas desborda un jazminero, un rosal, de fronda ancha de árbol viejo, evocadora de tardes románticas. Está todo en la quietud mística del ostensorio de la Faz divina. Pasan coches, automóviles, las pesadas diligencias que hacen trepidar las celdas de las monjitas, los retablos y las columnas de los obscuros altares. Se persignan las mujeres, se descubren los viajeros devotos mientras conversan de deleite, y el estruendo de la jácara retumba en los canceles de la iglesia y en toda la paz aldeana.

Después aparecen las torres de San Juan. San Juan es un pueblo ufano que huele a tahona y a gasolina. En sus estancos se vende tabaco del caro; los dulceros y horneros amasan magdalenas y panes de lujo.

En el portal de la iglesia aguardan galeras y cochecitos que traen a las familias elegantes para oír misa de precepto. Los lugareños, recién afeitados, con polvos en las orejas, y ropas rígidas, parecen todos labradores de las haciendas de aquellos forasteros. La carne, los pescados de la plaza de San Juan se sirven en sus mesas. Las gentes de San Juan adulan a los ricos señores. Están muy complacidos; mantienen una buena amistad durante el verano; fuman juntos y todo. Es que los ricos señores, cuando se aburren de la quietud de sus huertos, buscan este pueblo; sienten una voluptuosa condescendencia; llevan guantes de seda o de hilo y zapatos con suela de cáñamo, y una cayadita blanca y se miran y sonríen y piensan: ¡Es una hermosura ser sencillos!

Y el pueblo, lo que aun queda de pueblo bajo la corriente de la elegancia, del patriciado; las callejas húmedas con olor de artesa, de alacena pobre; los portales con una cabra atada, con un viejecito enfermo, olvidado, que se osea desventuradamente las moscas; ese pueblo adusto, retraído, de color de bancal, deja en Sigüenza una profunda melancolía. Allí vive el Bautista vestido de pieles de camello, manteniéndose de raíces y alimañas.

A poco, llega Sigüenza a Muchamiel.

Muchamiel es un lugar grande y dorado. Hay rinconadas donde parecen dormir los pasados días. De los jardines y de algunas casas hidalgas se desprende como un perfume de legitimidad lugareña.

Nada queda de las colmenas insignes cuya abundancia dio nombre al pueblo. Han huido las abejas que faenaban para beneficio y poesía de los hombres. Todo ha pasado; se han desleído los panales dejando en las piedras su color caliente. Es un lugar de evocación de un día azul y rubio, rumoroso y feliz, ya perdido.

Y después, los campos tienen más Naturaleza; y sus caminos, más silencio, y una expresión de que se alejan mucho. Traspuestas las últimas fitas de huertos de regalo, se cruzan ramblas abrasadas, altozanos raídos; los árboles se retuercen con gesto de dolor y de penitencia; es un paisaje grande, mudo, extático bajo la pompa gloriosa de los cielos.

Ya las montañas remotas, tan cristalinas, tan delicadas, se presentan a nuestro lado poderosas, pardas, desolladas por el hombre, arboladas en lo blando y generoso de su ladera, abiertas por la rota espada del camino.

Los almendros, los algarrobos, los olivos, los sembrados se crispan cansadamente en las inmensidades. Ya el campo se torna fragoso, umbrío.

Jijona surge súbita y audaz trepando por la sierra. Pero esta esquivez de pueblo abrupto va adornada de donaire, de travesura de doncella muy famosa que se sube por riscos y derrocaderos, y enseña más gracias cuanto más cuida de cubrirse y de huir. Las faldas de sus montes están plegadas por graderías de una elegancia latina, alfombradas de pámpanos. Los racimos se maduran y enfrían dulcemente en la cepa hasta Navidad. Los frutales dan una frescura y abundancia selectas. El ambiente es fino, sutil, medianero de un bello pecado de amor.

Sigüenza recoge siempre en Jijona una emoción de feminidad, de atildamiento.

Destaca en este lugar la mujer, mujer de cabellera abundosa y trenzada, blanca como la carne de los manzanos de sus tuertos; su sonrisa, florece de promesas; todo su cuerpo, hermoso; el movimiento, rítmico y sabio. Aun siendo humildes, parecen de un misterio y suavidad de altas señoras porque poseen la aristocracia del color y de la forma; y aun siendo viejas, arrugaditas, guardan una claridad, una perfección expresiva de miniaturas de damas.

Se agrupan las mujeres en los hondos zaguanes mondando almendras, acomodando los macizos de turrones en las cajitas de chopo, envolviendo las uvas de ámbar. Suenan sus cánticos, sus risas. Predomina el temperamento femenino en el trabajo, en las fiestas, en toda la vida del pueblo serrano.

Cree también Sigüenza que la dulce industria de Jijona favorece a ese triunfo de la mujer. Una mujer primorosa en la confitura predispone a verla exquisita, y la exquisitez llega a dar la ilusión de la belleza. Y Jijona vive del dulce. ¿Es que no hay hombres allí? Sí que los hay. Hay nobles y hasta doctos varones, buenos hacendados, maridos que juegan a la brisca, frailes de la Orden de San Francisco, mozos con un sombrero felpudo, advertidos y linces para cuidar aquella tierra morena y espléndida, y, principalmente, turroneros. Pero a los jijonencos los imaginamos siempre andariegos y remotos ofreciendo a toda la Humanidad los apretados panales del turrón, los pastelillos que se funden con deliciosos sabores de frutas, almíbares y escarchas que sólo nos parecen labrados por las manos gordezuelas, por las manos pulidas y delgadas de las mujeres de Jijona. Parece que las abejas de Muchamiel han enjambrado en las peñas, en los árboles, en las casas de Jijona.

¿Qué leyenda o qué códice nos dirá el origen de la dulce y famosa industria de este lugar levantino?

...Y un día, cercano de las Pascuas, entra Sigüenza en una confitería de Barcelona. Es un saloncito resplandeciente, que exhala un tibio perfume de los azafates y frascos que parecen joyeles; una fragancia de damas hermosas que comen bombones alzándose graciosamente la niebla de sus velos.

Ve Sigüenza los muros de turrón, ya en cajas, ya en su dorada desnudez con sus lunares de canela. Y todo Jijona, sus mujeres, sus almendros, sus manzanos, sus parrales, se le ofrecen a su alma.

—¡Jijona, Jijona! —exclama Sigüenza.

Entonces, un señor bien portado, de frondoso bigote, de ojos que denotan cansancio, quizás del estudio de la Jurisprudencia, porque debe de ser de la Magistratura, probablemente un abogado fiscal, amigo de confianza de la casa, advierte a nuestro caballero, lo mismo que si le recordase un artículo de la ley de Enjuiciamiento civil:

—Ese turrón que usted señalaba no es de Jijona, sino de Cocentaina.

—¡Sí, sí, de Cocentaina! ¡Oh, Cocentaina!, es un pueblo amable, silencioso, huele a maíz tierno, a alcaceres, a feracidad, con su castillo tostado, sus robustas nogueras, su palacio ducal de primorosos artesones, en cujas salas hay un Círculo Democrático, un almacén de calzado. Sí; el turrón de Cocentaina es riquísimo; pero no olvidemos que Jijona es la cuna, el regazo y la maestra de ese manjar que preside las fiestas familiares de más grande ternura.

El abogado fiscal, que no es abogado fiscal, sino dueño de la opulenta confitería barcelonesa, queda algo mohíno escuchándole. Y luego le responde:

—Mire; en 1703 hubo una epidemia de peste en Barcelona. Fue una ruina para el gremio de especieros dulceros. Buscando su remedio se juntan los cónsules, y abren, en 27 de octubre, un concurso de pasteles, ofreciéndose recompensas a los dos de gusto más regalado, que puedan resistir un mes sin malearse, que tengan la semejanza de piedra, uno; de pergamino, el otro; que vendidos al precio de todos los pasteles, dejen el beneficio del 50 por 100. Estos pasteles se llamarán «conmemorativos».

Sigüenza mira recelosamente al docto dulcero. ¿No será este nombre un ironista? Pero, no; no debe serlo; habla con exaltación foral; el precio fijo es dogma crematístico inexorable de aquella casa; y sin embargo, a Sigüenza se le hace alguna merced en el coste de su humilde compra. No; no es posible el humorismo.

Y sigue escuchando que los tres brazos del Concejo se comprometen a la propaganda de los pasteles premiados, desde la Purísima a la Candelaria. Concurren trece gremieros; y triunfan Pablo Turrons y Pedro Xercavins. El pastel de Turrons tiene una cabal semejanza con un pedazo de piedra de granito; está hecho de miel, de avellanas y piñones. El de Pedro Xercavins forma un pergamino de neules, de hostias con un relleno delicioso.

El día 2 de diciembre, los pregoneros de la ciudad mandan que en regocijo por la desaparición de la peste, merquen todos el turrons y el neula. Los párrocos aconsejan, en misa mayor, a sus feligreses que celebren la salud y todas las fiestas de tan dulce modo.

Pero, ¿y Jijona, entonces? Y Sigüenza pide noticias del turrón a un culto jijonenco.

Y en Jijona saben que hacen diez mil quintales de turrones todos los años...

No tiene leyenda ni códice del turrón este pueblo levantino, y el relato que de su origen ofrece el confitero a Sigüenza hace de este dulce un símbolo y una glosa de muchas dulzuras que prorrumpen del dolor, o lo evocan. En los días de fiesta de hogar, comiendo el pastel del gremiero Pablo Turrons, ¿no encontrasteis el sabor de una almendra amarga, y el amargo dejo de una fecha, de una memoria desventurada?...

Recojamos la enseñanza de la sabia abeja de Jijona, que de un dolor ajeno ha creado una dulzura «propia» inagotable para todos sus hijos.


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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