«¡Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas!», se dijo para disculparse de su mohína y cansancio.
Nada se contestó de Goethe por no inferir el mal de la respuesta. Es verdad que entonces venía la gozosa bandada de muchachos de una escuela en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su meditación, y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, va revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura.
Sigüenza, ya descuidado y hasta alegre, como si toda la tarde fuese suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar.
El mar, liso y callado, copiaba mansamente los palmerales costaneros como las aguas dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos.
Por el horizonte pasaba una procesión de barcos de vela.
Se alzó una gaviota, y remontada en el azul mostró la espuma de su pecho. Anchamente, con aleteo pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos de Sigüenza; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín trazando un magnifico círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.
Sigüenza la envidió, y volviose a la ciudad. Desde una reja de un colegio le miraba un chico. Acercose Sigüenza, y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En el fondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro, y los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.
—¿Tú solo en la escuela? ¡Todos salieron al campo!
El niño le miró pasmado. La señora maestra también, y arregazándose el delantal, donde tenía la legumbre, fue llegándose lenta y recelosa.
—Es que estoy castigado, que no me supe, ni ayer ni hoy, lo del participio.
Sigüenza se quedó pensando, porque tampoco él sabía lo del participio.
Un amigo le saludó jovialmente, golpeándole la espalda. Era joven y macizo; siempre le sudaban las manos, el cuello y la frente; tenía los ojos risueños; un gesto socarrón en su boca, y se llamaba Martínez.
Juntos, siguieron andando por las calles. Hatos de cabras se iban parando en los portales. Las esquilas dejaban como una estela de vida agreste, de cumbres y sendas.
Sigüenza le habló a Martínez de la altivez y soledad de las gaviotas.
—Yo creo que la de esta tarde me miraba con lástima. Son casi más felices que las mismas águilas. Alcanza su señorío a los mares, donde hunden audazmente sus picos para devorar los peces palpitantes. ¡Vayamos a la playa!
No lo permitió Martínez, porque quería mostrarle, en una cercana casa, algo que Sigüenza habría de considerar como suma de lo maravilloso.
—¿Pero qué es?
Y el otro, sin responderle, le condujo al portal de un zapatero.
El dueño cosía la suela de una bota de paño, y bajo su asiento dormitaba un pájaro grande, viejo, de alas grises, caídas, flojas; tenía una zanca escondida en el plumón de la pechuga, que era de un blanco de cazcarrias.
—¡Sigüenza: he aquí una brava gavina!
—¿Una gaviota? ¡Esto es una gaviota!
—¡Gaviota, gaviota es! —afirmó el artesano, y tomó un cigarro que le daba Martínez.
—¿Y se resigna al encierro y a esta vida de callejón y de zapatería?
La gavina, cansada, mudó de pata y tornó a dormirse.
—¡Es todo la costumbre! —dijo el zapatero—. Este animal se come los garbanzos del puchero lo mismo que un loro. Sale conmigo, siguiéndome. Yo lo he llevado junto a la mar, y la mira, la mira..., y si me siento viene y me pone la cabezota encima para que la rasque.
...Sin embargo de la risa de Martínez y de la pesadumbre de su desengaño, quiso Sigüenza volver a la anchura del mar y a la visión de las libres aves.
Cerca de la orilla reposaban las barcas pescadoras; de sus mástiles pendían, secándose, las redes. Los marineros guisaban su rancho en los anafes, y el oloroso humo llegó a los dos amigos.
—Sigüenza, ¿no comerías de esas ollas? ¿Verdad que sí?
No lo apetecía Sigüenza, y así lo manifestó sencillamente.
—¡No digas que no! ¡No lo digas; huele!
Y la nariz de Martínez temblaba, y sus ojos y su boca brillaban humedecidos por la gula.
Sigüenza dijo que bueno. De todas maneras no habían de comer.
Y murmuró:
—El Eclesiastés ha dicho: «Todo el trabajo del hombre es para la boca de él; mas su alma no se llenará».
—¡Y casi tiene razón! —exclamó Martínez—.
La tiene enteramente. Se afirma que hemos nacido con especiales y altísimos fines que realizar; pero todos nuestros días y fuerzas se consumen para sólo conseguir lo que, según el Evangelio, se nos habrá de dar por añadidura.
...Llegaba la dulce declinación de la tarde. Todo se bañaba de un azul purísimo, y las lejanas costas palidecían, semejando nieblas dormidas, reclinadas sobre el mar liso, inmóvil, como de hielo. Cortaban la soledad del horizonte las blancas alas de un barco velero que venía. Esos bellos barcos dejaban en Sigüenza una inocencia infantil.
—¡Oh blancas y fantásticas apariciones que nos traéis la emoción de tierras de misterio!
—Pues, Sigüenza, no traen sino salazones; casi siempre bacalao.
—¡Martínez!
Y lo aborreció.
Pero ¡qué culpa tenía Martínez del comercio de la plaza!
—¡Por qué la santa nave del Ideal ha de venir, Señor, cargada hasta de bacalao, que tanto huele, y hemos de sufrir tan reciamente para sólo ver su alada blancura!
—Es que si no sufres —repuso el amigo—, si no sufres te conviertes en gavina de zapatero, que baja la cabeza para que le rasquen y come garbanzos fríos del cocido... ¡Y qué cocido, Sigüenza, qué cocido se comerá en aquella casa!
Sigüenza contempló enternecido a Martínez.