Plática de Amigos

Gabriel Miró


Cuento


Un honorable varón de la judicatura y un brigadier, entrambos jubilados, y un funcionario de Hacienda y un rentista tacaño, reúnen grandes prendas para tener amistad hasta el acabamiento de su vida. Es maravilla no ver este grupo en toda ciudad provinciana.

Reúnense por las tardes y si es invierno también pasean al buen sol de la mañana.

Hablan muy despacio, desgranando las palabras. El señor magistrado dirá de códigos; otro, de aranceles, quién de algún enojo o demasía de la criada; el brigadier, de empresas hazañosas; todos, de intimidades y miserias de compañeros. Si pasa una mujer lozana y placentera, que les trae recuerdos de la mocedad, ríen tosiendo, y luego han de pararse para desembarazar sus bronquios. Pero casi siempre hablan de escalafones, aunque ellos no esperen nada. Sus frases son desgastadas, sin propio latido. Por ejemplo: «son habas contadas», «en realidad de verdad», «aquello fue la bola de nieve», «mi general, querer es poder». Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión; el que dice, si no traza y aun plasma el pensamiento, ¿para qué habla entonces? Bueno; pero estos señores han vivido largamente sin el noble placer de la palabra, y yo creo baldía esta preocupación de que en sus años postreros hablen de otra manera, cuando con la suya, que es la de todos, han llegado a la magistratura, o a preeminencia en las armas, y a lo que es peor (quiero decir costoso), a tener caudales, y son padres y gobernadores de sus honradas casas. ¡Oh, pobrecita vida la de sus hijas doncellas, que saben menudamente de ascensos y traslados y de bolsa!


* * *


Los viejos amigos llegan al casino y se sientan, rodeando una mesa cuyo mármol permanece siempre solitario como un yermo nevado. Es que no piden nada; no beben más refrigerio que el agua. Los camareros se lo susurran y comentan malsinándolos.

Tienen también estos graves señores una costumbre, un rasgo inquietador, y es que acuden a casi todos los entierros de la ciudad y algunas veces quizás no conocieron al muerto. ¿No habrá en esta afición ascetismo o aburrimiento o involuntaria y recóndita alegría porque no son ellos los cerrados en la caja negra y larga?... Encorvados, rugosos, vestidos de negro, con calzar blando y mudo de paño, parecen huidos de otros féretros.

Una tarde, en el casino, fingiéndome distraído, escuché su plática.

Al cabo de mucho silencio, el señor rentista, que llevaba chaleco abierto y descubría toda la durísima pechera como una blanca lápida con el breve y negro epitafio de la corbata, el rentista, digo, preguntó a sus camaradas:

—¿Recuerdan aquel perrito rubio, muy rizado, que yo tenía?

Los amigos se quedan pensando, pensando; descansan las flacas manos sobre los puños de hueso de sus bastones, y dicen que sí; pero no lo recuerdan.

Se enciende el alumbrado eléctrico. El rentista se quita los lentes y se limpia los irritados lagrimales. Los anteojos, puestos sobre la mesa, dejan en la blancura del mármol dos gotitas de intensa lumbre.

Los amigos, entretenidos en mirarlas, no atienden al cuento.

—Pues aquel perrito se me perdió.

Entonces los demás manifiestan grandísimo pesar y admiración.

—No; pero de esto hace ya muchos años.

—¡Ah, vamos!

Y vuelven a distraerse y aburrirse.

Seguramente estos buenos señores casi nunca se escuchan. Y el que habla lo sabe, y cuando otro le sucede, él tampoco lo oye.

El rentista prosigue.

—Ahora adivinen ustedes lo que me pasó recientemente.

Como no han de acertarlo, lo cuenta de este modo:

—Iba yo una tarde por la calle de... no me acuerdo de su nombre... Es ésa que... (Y aquí va desmenuzando el plano de la ciudad. Todos intervienen; surge tranquila contienda, y acaban por no saber el título de la calle). Pues pasaba yo por esa calle, y de pronto se me echa encima un perro muy menudo, ladrando y moviendo la cola de tan contento. Yo, la verdad, me asusté. Pero me fijo y... era mi perro perdido. Lo llamo... ¿Cómo se llamaba?... Bueno, es igual, lo cierto es que lo llamé; y ya me seguía, cuando se me acercó un hombre reclamándome el perro. Protesté, y el otro porfiaba tercamente que el animal era suyo... ¡Figúrense ustedes! Entonces imaginé una probanza segura y definitiva: la de que los dos llamásemos al animalito, desde sitio distinto, para ver a quien prefería. Y así lo hicimos...

—¡Claro, se marchó con el otro! —sentencia el magistrado.

—No, señor —dijo el rentista.

Y el general murmura:

—Yo creo que se iría con usted.

Era la solución que faltaba, y el ilustre soldado ha tenido un gran acierto. Yo no sé, pero este varón sale siempre triunfante de toda disputa.

—Ni más ni menos. Conmigo vino. Y mirándolo bien, vi que el perro estaba tiñoso, y le dije al buen hombre: «No se apure, y tómelo, que yo no lo quiero...». Pues tuvo que atarlo. El animalito se quejaba, desollándose con la cuerda para acercarse a mí... Puedo asegurarles que lloraba, pidiéndome por amo... ¡Oh, cómo me miraba! Me dio grandísima pena...

Los amigos, riéndose, exclamaron:

—Mucha, mucha lástima; pero el perro se lo llevó el otro.

—¡Por supuesto!... ¿Y es que ustedes querrían en sus casas un perro tiñoso?

Todos dijeron que no.

Entonces yo me levanté y salí, mirándolos con odio y estremecido de compasión por el perrito rubio desdichado.

Después, hablando con quien sabe de antaño las vidas de los del grupo aborrecido, me enteré de que todos tuvieron ternuras y sufrimientos románticos, y que aún guardan en sus almas rincones floridos: el magistrado ama los palomos y la música; el de Hacienda se alivia de la carga de la vejez contemplando el mar y los campos; el brigadier traza arbitrios y empresas que glorifiquen la patria; el avaro lo es pensando en un netezuelo...

¡Por qué nuestra enemiga hacia esas almas sin bizarrías ni grandezas, almas descoloridas, llevadas por los cauces de la vulgaridad! ¡Qué ansiedad es la nuestra por hallar siempre héroes y genios, si a la vida no le importa esa excelsitud de nosotros! Y, además, acaso tampoco pensemos en el muerto a cuyo entierro asistimos, ni fuéramos capaces de tener... un perro tiñoso...


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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