Plática que Tuvo Sigüenza con un Capellán

Gabriel Miró


Cuento


Estaba la calle sola, en silencio. Dos palomos gordos, azulados, de gravísimo buche, hicieron un gozoso estrépito de alas, y bajaron desde las bardas de una vecina casa angosta y ruda. Picoteaban en los carriles de polvo, en la orilla de la acera. Andaban a pasitos menudos, presuntuosos.

Pero no; es posible que estos palomos fuesen tan sencillos como dicen que lo son todos los palomos, y que esa ufanía estuviera en la malicia de la mirada de Sigüenza. Estos palomos son caseros, retraídos, de cercado, amigos de gallinas enclaustradas, de alguna cabra de corral que pasa el día balando porque se acuerda de la libre y tierna pastura de un collado. Estos palomos han ido envejeciendo y cebándose; han tenido muchas parejas de cría, son ya patriarcales. Y esa mañana, viendo la calle en quietud, bajaron a solazarse, imaginando que descendían a tierras paniegas de solana.

Y estas buenas y rollizas aves, que hasta entonces nada más las viera Sigüenza asomadas a los muros donde se amaban y saltaban ladeando las cabecitas, o se paseaban por la cumbrera soleándose pacíficamente como dos gruesos canónigos; estas donosas aves, al caminar por el arroyo, habían de hacerlo muy despacio por la rudeza del piso y porque sus patitas eran demasiado frágiles para mantener la opulencia y pesadumbre de sus pechugas.

Sí; su calma era verdaderamente involuntaria, y era también preciso ese erguir y ostentar el buche, movimientos todos de grande inocencia y que a él le hicieron darles el dictado de vanos, de palomos portugueses. ¡A cuántos simplicísimos varones no juzgaremos también con demasiado rigor y les exigiremos grandes y costosas empresas por el aparato y solemnidad de su figura, sin pensar que son muy sencillos y no tienen nada más que buche o vientre!

Así hablaba Sigüenza cuando acercose y pasó a su estudio un capellán de monjas, que fue soldado en su primera juventud.

—¡Loado sea Dios, pues ya parece que tenemos paz en nuestro pobre país! Aunque, ¡qué sabemos! Todavía se me acuerdan de mi época de Humanidades aquellas palabras de don Fernando del Pulgar, que dice: «La mala condición española, inquieta de su natura, en el aire querría, si pudiese, congelar los movimientos e sufrir guerra de dentro cuando no la tiene de fuera». Ahora de entrambos modos la hemos padecido. ¡Qué lástima, qué lástima!

Sigüenza le repuso que se consolase, que esa mala condición era de españoles, de germanos, de indios y de todos los pueblos, pues el hombre depende de un «hecho» que no se halla en su voluntad.

Y con esto callaron y estuvieron paseando por el estudio.

De la casita frontera habían salido los camaradas de los palomos; eran algunas gallinas, un pollastre y dos pavas. A la cabra se la llevó un muchacho atada de una soga que apenas le dejaba aliento para el balido ni para el resuello, y el pobre animal tornaba la cabeza a sus amigas las aves, como si ya no apeteciese la holgura y abundancia de los campos, sino la angosta querencia de su encierro.

En cambio, el averío estaba muy alegre de su libertad, y divertíase picando las hierbecitas brotadas al pie de los muros.

Y andaban tan alborozadas, tan inocentes y unidas, que, siendo muy desemejantes, parecían todas nacidas y criadas al mismo refugio de una generosa llueca, porque ni los palomos huían desconfiados y asustadizos de los grandes, ni las pavas eran gazmoñas, voraces y cobardes según su natural, ni el gallo caracoleaba con demasiada bizarría y lascivia, ni las gallinas mostraban entonces la hipocresía y el egoísmo y otras ruines avezaduras que suelen tener estos sabrosos animalitos.

Miraba el señor capellán de monjas con mucha complacencia tanto goce y amor.

Y después, volviéndose, dijo:

—¿No nos ofrecen estas humildes criaturas una dulcísima enseñanza? «La Creación —escribe Fray Luis de Granada, y lo han repetido otras plumas— es un libro inmenso y glorioso, cuyo lector es el hombro. Y estas palabras, dictadas a mayor gloria de Dios, nos han infatuado. Este gran libro no ha de ser sólo deleite de nuestra ánima, ni hemos de hojearlo con altivez, como un índice de nuestro señorío y heredad, sino que antes debemos estudiar humildemente sus páginas y recoger la santa eficacia de su ejemplo. Recuerde las recientes contiendas de España; mire, según me advirtió usted antes, mire, digo, los males, ferocidades y guerras de otros pueblos; y, en cambio, vea el sosiego y el amoroso júbilo de estos palomos, pavas y gallinas, con macho y todo.

Descansó un instante el presbítero. Y después siguió:

—Siendo yo soldado en Ultramar presencié muchas desventuras. Una tarde que peleamos con el enfurecimiento de la desesperación, cuando ya iban acabándose el día y la lucha, alcé los ojos, y viendo la pureza del cielo, la noble vejez de aquellos árboles y la paz y opulencia de todo el paisaje de los trópicos, exclamé: «¡Señor, y no es lástima que aquí se maten los hombres!». Allí y en todas partes, piensa usted, ¿verdad?, pues todo está lleno de la gracia y hermosura del Creador, y en todos los lugares debiéramos recibir la divina enseñanza del libro de la Creación...

No pudo seguir porque en aquel momento se produjo un furioso estruendo entre el averío. El pollastre, erguido, bravo, alzándose sobre sus espolones, y toda encendida y trémula su cresta, arrojaba insultos y cánticos de guerra por su entreabierto pico; huían las pavas, pisándose el faldellín de sus alas, y en sus ojos, en su cabeza y hasta en sus fláccidos cuellos se hacían livores de iracundia; y volaron espantados los palomos heridos en el plumón de sus pechugas por los picos y patas de las gallinas que cacareaban injuriosas y audaces bajo el patrocinio rufianesco de su gallo. Parece que todo este odio lo originó el hallazgo de un gusanico muerto, caído de una sera de estiércol de que iba cargado un pobre asno que pasaba.

Y apenas descubierto el manjar, no se sabe si por uno de los palomos o de las hembras del pollo, lo codiciaron todos. Y se odiaron.

Entonces Sigüenza dijo:

—He aquí otra página del sabio libro de la Naturaleza. La paz y el amor de estas aladas criaturas han sido destruidos por un gusano muerto. Nosotros, los pobres hombres, somos capaces de las más grandes ternuras y virtudes, somos capaces de ser muy buenos, de querernos mucho hasta que nos inquieta y nos concita aquel «hecho» ciego, desconocido que antes le decía y que puede ser toda una gusanera.

—¡No sé qué dice! —repuso el señor capellán—. Pero, sin entenderle, le pido que no diga filosofías ni blasfemias...

—No son filosofías ni blasfemias. Recuerde, señor cura, que siendo usted soldado en Ultramar alzó los ojos y se le llenaron de la pureza de los cielos y de la hermosura de los campos, y supo leer en el glorioso libro de la Creación un bienaventurado mandamiento de paz y de amor, viendo la armonía del mundo. Y, usted, dijo: ¡No es lástima que se maten los hombres!

—¡Ya ve usted!

—¡Sí; pero eso lo sintió usted después de haber matado, quizá muy bizarramente y todo!


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.