Razón y Virtudes de los Muertos

Gabriel Miró


Cuento


Dice Sigüenza que el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo.

Este autosentimiento, esta visión de sí mismo, es el principio y efecto, la flor y el fruto de su vida, la luz y la sal de su vida, de la vida del ser complejo, conjunto sociable de muchas vidas o células sedentarias. Parece que somos una suma, una emulsión de treinta trillones de células. (¿Treinta trillones o sesenta trillones? Es igual.)

Sigüenza mira su carne; mira también, honestamente, la carne de los demás.

¡Cuánta célula, Señor! Y se maravilla de que en algunos cuerpos se produzca la preciosa unidad del sentimiento de los treinta trillones.

El trastorno de una de las principales entrañas altera o extingue la armonía de esa multitud federativa de menudas criaturas anatómicas. Miles de ellas perecen, pero el hombre todavía subsiste; o muere el hombre, apagose el sentimiento de sí mismo, y muchos millares de células prosiguen viviendo.

¡Pero qué nos importa ya esa vida esparcida! —exclama Sigüenza, pensando, no como pensaría un biólogo, sino sólo como unidad, como hombre1.

La muerte del conjunto, la disociación de los treinta trillones de células ha cegado, ha deshecho ese sentirse a sí mismo, que, sea un gozoso o desventurado sentimiento, es infinitamente amable y es bueno, porque es voluntad alumbrada y saber que se vive. Por eso nos horroriza el morir y tememos la locura.

En la locura hay un estado de suplicio de la conciencia, o la pérdida, la disolución del propio concepto. Ya no se es como se ha sido. Y aunque el cuerdo, por ahínco de penitente, por afanes de filósofo, por ansias de perfección, haga propósitos de enmendarse y se abrase y sublime en la llama de la caridad, de la sabiduría y del trabajo, logra ese perfeccionamiento sin olvidarse de sí mismo en su pasado, y precisamente porque no lo olvida, porque no ha perdido el sentirse. Todo él es el mismo, y todo suyo, aunque la cumbre tenga más sol que la ladera, y aquélla es cumbre porque hay un hondo, un comienzo obscuro que la mantiene. ¿No nace la flor de la simiente oculta en la tierra estercolada?

La muerte y la locura —va pensando Sigüenza— son los males que más conturban el corazón del hombre. El de la muerte es inevitable, al menos por ahora. Pero, ¿y el de la locura?

Y he aquí que cuando Sigüenza salía de la oficina, mirándose un momento su carne, después que sus treinta trillones de células han vivido cinco horas de escritorio, pareciéndole entonces pocas células para tanto tiempo, Sigüenza lee la estupenda noticia de que un médico de Chicago confía haber hallado el remedio de la locura injertando en los pobres locos ciertas glándulas arrancadas de los cadáveres.

Estas glándulas segregan el divino licor de la razón que beben ávidamente las células nerviosas del cerebro.

El sabio fisiólogo ha ensayado su descubrimiento en dos mujeres. Todavía se desconoce su eficacia.

Este injerto, biológicamente, es verdadero, es viable. Ya sabéis, porque Sigüenza también lo sabe, que el hombre «no muere del todo en seguida».

Dastre, profesor de Fisiología de la Sorbona, ha dicho que «un organismo vivo no puede ser al mismo tiempo un cementerio»; que la muerte se difunde; que «es un fenómeno progresivo que comienza en un punto y se extiende al resto del hombre». Pero Dastre también ha dicho que «la muerte tiene un principio y un fin»; que después del certificado de defunción las uñas y los cabellos del muerto siguen creciendo, porque ese certificado «es un pronóstico de que el sujeto morirá, no de que esté y si muerto»; «que no hay muerte verdadera sino cuando la muerte universal de todos los elementos que componen el individuo se ha cumplido». Cita el caso del fisiólogo ruso Kuliabko, que hizo latir isócronamente el corazón de un hombre dieciocho horas después del fallecimiento oficial. Y añade: «Es preciso recurrir a artificios de destrucción de una gran violencia para matar de un golpe una célula...». «Una acción mecánica capaz de triturar de una vez todas las partes vivas de un ser complejo, de un animal, de una planta, habría de poseer un impulso inconcebible...».

Esas glándulas, halladas por el sabio de Chicago en los cadáveres para remedio de la locura, pueden verdaderamente estar aún vivas. Y claro que si estaban vivas dentro de un muerto, mejor pueden vivir en el cultivo de un organismo que vive.

Ya se han cumplido las profecías de que el elemento se acomoda al plan orgánico sin mengua ni violencia de su naturaleza; que procede en el sitio que le fue dado como procedería en otra parte hallando el mismo líquido, el mismo alimento que le estimulase y nutriese.

¿Sanarán los cerebros de las dos mujeres locas con ese injerto de razón, de luz, tomado de la tristeza y negrura de un cadáver?

Y Sigüenza, como exotérico del culto de las ciencias médicas, como profano de estas disciplinas del saber, se ha contestado que sí que es posible que curen, que se salven esas desdichadas mujeres. Es verdad que precisamente por no estar iniciado ha podido contestarse todo lo contrario y sonreír de la audacia del sabio médico de Chicago.

Y en seguida que Sigüenza «ha creído», la esperanza y la inquietud han conturbado su ánima, porque si ese injerto redime al loco, ¿no se habrá iniciado la posible posesión de la gracia y de la salud éticas por medios fisiológicos? ¿No puede llegar un día maravillosamente clínico en que se cultiven y se injerten las substancias y glándulas de los cadáveres de hombres virtuosos, prudentes y heroicos?

Y no puede Sigüenza compadecerse de los esforzados, de los santos y de los sabios que fueron y que son a costa de recios sacrificios, cuando las gentes de mañana puedan igualarles y aventajarles con inyecciones de virtud, de fortaleza y de ingenio; no puede apiadarse de ellos, pues merecieron la gloriosa misión de ir formando la flora microbiana del perfeccionamiento de la humanidad.

Al júbilo de la esperanza ha sucedido en Sigüenza la inquietud, la queja de su conciencia, del asustado sentimiento de sí mismo.

Sigüenza tiembla imaginando los futuros esplendores científicos.

La herencia fisiológica, el medio social, el trabajoso pulir nuestro interior, nuestra voluntad, nos acercan al bien y semejanza de los grandes corazones y entendimientos. Pero queriéndoles y admirándoles, ¿consentiríamos en trocarnos por ellos, disolvernos en ellos como anhela el místico fundirse en Dios?

Una pasión violenta hinca en el amante el encendido deseo de ser como lo amado, de vivir dentro de su sangre, de sus nervios, de su aliento; de vivir, de fundirse en su misma vida, pero con la ciega protesta de ser al mismo tiempo quien es, de no perderse del todo para poder gozar de lo que se ama. De modo que ni por ansias de sabiduría, de belleza, de virtud ni de amor renunciamos a nosotros.

Y ese injerto del sabio de Chicago y las venideras maravillas médicas, ¿no llevan la levadura de un peligro para la propia personalidad? En tanto que esto se realiza y se averigua, le queda tiempo a Sigüenza para descubrir si en la frase: «Yo no me cambio por nadie», palpita un legítimo egoísmo o una pobre vanagloria o una conciencia, legado de muchas conciencias ancestrales.

Y con estos pensamientos se aparta de haber vivido en siglos futuros, en los que, no hallándole muy cabal de sosegadas virtudes, le aplicasen una «vacuna», un injerto de glándula de bondad de un varón muy bueno, muy siervo de Dios, pero que fuese un entusiasta secretario de Ayuntamiento, enamorado del Alcubilla, o coleccionista de sellos...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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