Recuerdos y Parábolas

Política

Gabriel Miró


Cuento


En aquellos días de violencia, de odio y estruendo no veía Sigüenza la figura del hombre I aborrecido. Un humo de hoguera o de polvo lo cegaba. Pero muchos rugían:

¿Es que no veis cómo mira, cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es de reto execrable.

...Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel hombre ya no estaba.

Sigüenza pensó: «Se han cumplido los anhelos de la multitud; ¿no comenzarán ahora los tiempos de la timidez de las almas felices? Para nuestra dicha, sobraba un hombre, el cual ha desaparecido».

—Ha desaparecido —decían algunos—; pero ¿y si volviese?

—¿Y cómo ha de volver? —replicaban otros—. ¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?

No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era tan posible que sucediese, que la aceptaban como un hecho, y el «hecho», lo naturalmente realizable, tiene una mitigación en la ética de las muchedumbres.

...Otro hombre llegó. Sus ojos, un poquito estrábicos, nunca se saciaron de libros; los lentes dejaban en su mirada un brillo glacial; había en sus labios un gesto torcido y seco, aunque sonriese; parecía que masticase siempre una raíz amarga; su frente recogía todas las primeras claridades, porque era una frente de cumbre, y su palabra fue un milagro de oratoria, porque tenía emoción y substancia de vida y de saber. Trabajó hasta regar con su sudor la yerma viña. En todas partes resonaba su voz, su aviso; los otros no decían nada. Las gentes murmuraron: «La casa está llena, llena de amigos y discípulos que se han dormido después de cenar».

Y Sigüenza decía: No importa; nos dan la sensatez de un candoroso sueño, y no importa, porque este hombre acude a todos los menesteres.

Verdaderamente vivíamos confiados. Bastaba él. Abrió sendas, sendas de paz; algunas no las caminaba nadie.

Una mañana lo mataron.

Entonces bulleron hombrecitos, que chillaban agudamente jurando que eran lo mismo que el muerto. Y no les creían; pero todos se resignaban, porque si no se resignasen ¿qué harían? Y como no lo supiesen claramente, pues... se resignaban más.

El primer hombrecito que salió era de esos que llaman discretos. Se pensó en el hombre muerto y en el hombre desaparecido. Las almas vacilaban, desconfiaban de la pobre estirpe de los discretos.

Entonces dijeron: ¡Ahora saldrá otro, ahora saldrá otro, y veréis!

Parábola del pavo. Un día de verano se fueron Sigüenza y dos amigos por la orilla de la mar. Dentro de la caliente mañana pasaba el aleteo de una brisa deliciosa. Los tres levantinos sentíanse fuertes y ligeros, ganosos de caminar. Lo amaban y celebraban todo. ¡Qué raza la suya tan andariega y sobria! ¡Qué grande y alumbrado su paisaje!

A las doce parece que se cansó el aire de volar. El campo abrasaba; el Mediterráneo era de plomo; las menudas ascuas de las arenas traspasaban el calzado de los caminantes, y sus ojos buscaron angustiosamente la frescura de una fronda, el refrigerio de un pozo, el refugio de un casal.

Y hallaron un camino que se entraba por bancales de vides. Después seguían las tierras pedregosas, donde las redondas higueras levantinas bajan su miel y sus pámpanos generosamente a las manos de los hombres. El ramaje hervía de cigarras.

Y vieron el aljibe y el horno resplandecientes de blancura. Entre chumberas descoyuntadas apareció la masía, con los postigos entornados, al amor de un pino patriarcal que tamizaba de blandas tonadillas el silencio de la siesta. ¡Oh masía sosegada, llena de azul de mar y de los cielos! ¡Un libro de Horacio, la sombra de tu árbol, el agua de tu cisterna y la paz y visión infinita gozadas desde un aposento tuyo que huele a cofines de higos secos y a racimos de uvas de cuelga!...

Uno de los camaradas de Sigüenza, que era médico, le apartó de estos arrebatados conceptos y bienaventuranzas, con un grito de júbilo y de triunfo:

—A esta casa me llamaron para que viese una mocita enferma. Yo vine, la sané, no pedí dineros. Vayamos ahora a descansar.

Y fueron. Ladró un perro. Salió la familia labradora, y, reconocido el médico, todos les acogieron alborozadamente. La mujer decía, entre contenta y atribulada:

—¡A estas horas qué podré darles!

—¡No se apure; guísenos un arroz!

Pronto ardió la leña en el hogar. El marido paraba la mesa con mantel gordo y limpio; puso un pan moreno, enorme como una muela harinera; vasos recios, un pichel de mosto, tres escudillas. A poco trajeron la cazuela, negra y humeante.

Sigüenza y sus amigos se sirvieron, y cataron la comida. Era arroz con garbanzos; estaba crudo y desaborido...

El padre labrador, sentado en el portal, les sonreía con mucha complacencia de saciarles el hambre. Y les dijo:

—¡Coman, coman, que a luego saldrá el pavo y verán!

—¡Pavo, pavo y todo! —pensó Sigüenza.

Y los tres camaradas se miraban gozosamente.

Y apenas probaron ya el humilde guiso.

—Coman, coman hasta hartarse; después saldrá el pavo...

—Bien puede salir este animalito, que de esto no queremos.

—¿De verdad? ¡Bueno; saca el pavo! —dijo el labriego a su mujer.

Abriose una puerta de lo hondo; llameó el soleado corral y salió un pavo que tropezaba en sí mismo, lívido y rojo de gula; subiose a la mesita y picoteó vorazmente en la cazuela.

...Y salió otro hombrecito pisándose de la prisa que traía por subirse a la mesa de España.

Por aquel tiempo, otra figurita hablaba gallardamente en todos los lugares que podía. Príncipes y plebeyos le escuchaban.

Sigüenza dijo:

—¡He aquí un elocuente; aun hay patria!

Y salieron más hombrecitos sin llamarles ni esperarles ni nada. Ya se sentía el cansancio de tantos menores.

Y comenzaron las gentes a pensar en el hombre desaparecido. Sin salir de su apartamiento, se le veía que miraba, y sonreía y alzaba su frente lo mismo que en las horas de vocerío y de humo. Gritaron los amigos y los adversarios. Y ese hombre se alejaba y se hundía más en el silencio.

Pero no siempre el homne absente e el difunto se asemblan, sino que le parece a Sigüenza que la ausencia que inquieta y se siente de un modo complejo y agudo y hondo llega a confundirse con la presencia.

Cuanto más se apartaba aquel hombre más se le miraba y se oían sus pasos y se pronunciaba su nombre.

La emoción de este hombre traspasó toda una raza, que se cuidaba de él más que de sí misma, y le amaba y le aborrecía como nos queremos y maldecimos a nosotros mismos.

Parábola del perseguido. Abriéronse las puertas de la ciudad y salió un hombre corriendo. La muchedumbre le perseguía y gritaba:

—¡Fuera, fuera de aquí!

Habían sido tiranizados mucho tiempo. Se juntaron los doctos y los audaces.

Un retórico exclamó:

—Arruina la ciudad, ¡y no sale un Zenón que se corte la lengua con los dientes y se la escupa!

Entonces otro dijo:

—¡Lo que hizo Zenón con el tirano fue zamarrearle de una oreja!

Pero un sabio lo negó con textos de Demetrio:

—El tiranicida arrancó de un mordisco la nariz del odiado.

La asamblea determinó expulsar al hombre aciago.

Y el huido llegó a unas montañas cuyos ecos perpetuaban las voces:

—¡Fuera de nosotros!

El hombre entrose bajo un bosque. Y sus enemigos le buscaban sañudamente, gritándole siempre:

—¡Fuera, fuera de aquí!

El hombre vadeó un río, y la multitud también. Algunos poetas iban cantando la tenacidad de la raza.

El hombre corría por un llano. Y los perseguidores le miraban los pies, las vestiduras, las manos, los cabellos, todo. Y profirieron sus gritos:

—¡Fuera, fuera de nosotros!

Y el hombre volviose y les dijo:

—¡Pero si no me dejáis!

Y vio a lo lejos una ciudad abandonada, y buscó el refugio de su recinto.

Ya le alcanzaba la muchedumbre. Entraron juntos; delante el hombre, como un caudillo seguido de sus huestes.

Y hallaron que habían vuelto a su ciudad y a sus hogares.


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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