La masía estaba en las sierras de Alcoy, sierras ásperas, amontonadas, que se desgarran en hoces y barrancos. Algunas veces son delicadas y graciosas, y se recogen, se ciñen femeninamente la fragosidad de sus faldas y producen una cañada húmeda y obscura, un verdadero regazo, mullido, labrado, donde reposa algún olivo de vejez perdurable y fecunda y tiende sus raíces la higuera napolitana que resuena de abejas.
Sucede también que estas sierras, después de haberse mostrado abruptas, cerriles, enemigas hasta en su color de estaño, que da una cabal impresión de aridez, y aun en su huello, que no deja descansar ni tocarlo, se hinchan, se redondean gruesamente y prorrumpen en un vientre generoso, blando y suave: es una loma rotunda, tierna y olorosa, como un pan enorme que parece que huele y sabe a casa labradora: loma llena de grama, de romero, de tomillo, de árnica, de sendas y piedras musgosas, que, al levantarlas, muestran su jazilla de humedad avivada de gusanitos y hormigas que nos tienen miedo.
Al comienzo de las laderas reposaba la masía donde fue Sigüenza buscando sosiego y salud. Había mucha viña escalonada, un viejo olivar y un huerto seco, casi yermo dorante el verano; pero, llegadas las primeras lluvias otoñales, se agrieta la tierra y van apareciendo los cogollos tiernecitos de las azucenas, y resucitan las hojas, de un color tostado de amaranto, de los rosales, y los viejos arbustos de la hierbaluisa, y las lilas se cuajan de yemas jugosas, y los crisantemos, renegridos por la sed, reciben el alborozo del nuevo verdor, y en cada miga de los terrones surge la pelusa del musgo, de las malvas y de otras matas cuyas semillas revientan, y nacen equivocadamente las hijas calentadas por el sol otoñal, que después las abandona y se mueren.
El dueño de la hacienda, que ha pasado muchos ratos en la solana mirando rodar sobre los montes las nubes enormes y pesadas, aguardando las lluvias mansas y copiosas, las que hinchen las uvas que luego con el sol de San Miguel acaban de azucararse y madurar, este hidalgo de la masía ha oído las esquilas del ganado que pasta en su loma y en sus bancales, y con la compañía de Sigüenza sale a la cancilla del huerto.
El camino, tan callado, se puebla de un hondo ruido de pezuñas que resbalan y arrancan guijas, de cuernas y testuces que se topan, de retozos, de un balar grave de cabrón. Todo el ganado es de cabras rojas, pero a lo último destaca un cordero blanco y donoso. Van sabiendo apretadamente.
Mientras llegan, Sigüenza se entretiene quebrando con el cuento de su cayado las cortezas grietosas de la tierra del jardín para que las plantas recién nacidas logren salir y asomarse a la vida con más holgura, y cuando ve los brotes todavía pálidos de la obscuridad pasada, y reventando de zumo, Sigüenza se confiesa avergonzado, y anticipándose los remordimientos, que ha sentido el ansia de arrancarlos y oler y probar esos jugos espesos que hubieran teñido sus manos.
El hidalgo de la masía se asoma a la empalizada, y pregunta:
—Pastor, ¿lloverá o no? ¿Qué hará el tiempo?
El pastor ha hecho un movimiento como para meterse en el tiempo y enterarse, porque este hombre está verdaderamente fuera de todo tiempo; parece joven y parece viejo; es enjuto, doblado, leñoso; entre lo moreno de su piel rasurada con rudeza, una piel que se ahonda y se abulta cuando mueve las quijadas, resalta ferozmente su dentadura, grande y blanca como el meollo del palmito. Bajo la falda de su sombrero le cae una greña gris cruzándole la frente. Sus manos llevan esparto para hacer soga mientras camina, llevan piedras para avisar a las cabras, llevan la cayada, llevan un cabritillo trémulo, ensangrentado de recién parido; en sus manos parece que quepa todo lo que se le antoje traer, como en el fardelico de piel de choto que tiene a su espalda ceñido con cuerdas por los costados.
—Pastor, ¿qué hará el tiempo?
El pastor se pasa una mano por la boca, se tuerce los labios, se agarra el cuero de las mejillas y del pescuezo surcado como un bancal; se oye el ruido de rastrojo de su barba y mira al cielo lo mismo que a una res, y habla de las nubes como de una criatura galopa.
Lo que el hidalgo de la masía tomaba por promesas de lluvias no son sino boiras, brumas apretadas, que, después, el vuelo de cualquier vientecillo las va descogiendo y soltando, y las nieblas bajan y ciegan los horizontes; caen más y ciñen el huerto. Entonces la masía parece reducida, honda, murada, abismada, o parece altísima, sola en la inmensidad, subida sobre una blancura infinita. Y el ganado y el pastor se han perdido dentro de ese humo espeso, espumoso, de un torrente que se hubiera cuajado en la ladera. Pero en el gran silencio, entre las nieblas, llega clara la voz del nombre y el dulce desgranar de la esquila.
¿Qué hace ese cordero solito entre esas cabras, que ni siquiera lo miran?
El señor de la hacienda ha sonreído a Sigüenza.
Ese cordero es el presente del pastor, el precio por el pasto de su loma y de su viña después de vendimiada.
...A mediodía, los montes, el olivar, los maizales, unos chopos lejanos, todo se manifiesta desnudamente con un claro dibujo preciso, luminoso y dorado, y todo parece comunicado del azul del cielo levantino, cegador, y sobre las cumbres del confín de tramontana y del ocaso resplandece la rizada y gloriosa blancura de las grandes nubes, que una tía de Sigüenza contempla con arrobamiento mientras reza despacito:
«El Ángel del Señor anunció a María... Y concibió por obra del Espíritu Santo... Dios te salve... María...».
Las campanas de Alcoy resuenan perezosas en el pueblo moreno, amontonado, colgado en los barrancos y sobre el paisaje gozoso de sol.
Las cabras se mueven lentamente en los últimos
La tía de Sigüenza sigue mirando hacia la cumbre. Ve en aquellos fastuosos blancores los portales del cielo que su piedad le tiene prometido. Ella dice: «Gloria al Padre...», y pronuncia la palabra «gloria» de un modo craso y dulce, y a su sobrino le parece que dentro de la boca de la señora se deshace un pastel de crema y clara de nuevos hecho por las monjas Salesas de Orihuela, muy rico y muy pesado, o un pedazo de aquellas nubes que, según el pastor, no son sino de boira.
...Pasados algunos días, cuando Sigüenza llegaba a la casa de labor, que está apartada de la de los señores, todos los rapaces le salieron muy contentos gritándole:
—¡Van a matar al corderet!
—¡Pero quién ha de matarlo! —se decía Sigüenza, no viendo a ningún jifero.
En un bancal hondo de rastrojera estaba todo el ganado bajo la guarda de un mozo campesino de la masía.
Abrieron la puerta de la cuadra; los cincos rebulleron sobre el fondo negro y caliente de los pesebres, y apareció el pastor arrastrando a la res. Había estado encerrada dos días en aquella obscuridad, sin comer ni beber, porque, al cabo, «¡de qué podría aprovecharle!». Pues aun retozó de alegre apenas vio al cabrero.
—¿Y usted, pastor, usted mismo ha de degollarlo?
—Mire que soy carnicero y todo lo que se me presente... ¡Más borregos llevo ya muertos!... Pues, y castrarlos... ¡Más he castrado que pelos tengo yo!
Sigüenza nunca vio al pastor tan velludo como entonces.
Esperaba faenas y preparativos muy costosos.
El pastor agarró al cordero de un puñado, y de su mano recia y fosca desbordaba la blancura trémula de la lana. Entraron al lagar oloroso; desde dentro aparecía un trozo cuadrado de la mañana campesina, hasta muy lejos, toda llena de sol, con una greca de pámpanos de la vieja parra del portal. Trajeron los lebrillos hondos y vidriados para recoger la sangre y las entrañas. Y Sigüenza sentía como una duda angustiosa viendo al animante, todavía vivo, lamiendo el borde de aquellas vasijas que aguardaban su vida.
En seguida se lo puso el cabrero entre los hinojos mientras sacaba de su faja una crizneja tiernecita y delgada que aun olía a esparto verde. Lo derribó y atole en un manojo los brazuelos y patas, y el corderito lamió también la cuerda tierna y gustosa.
Esperaba Sigüenza que blandiera el pastor una cuchilla enorme de matadero, y sólo empuñó un cuchillo viejo de cachas roñosas que tenían dos peces de latón incrustados, y meneándolo como un serrucho, porque no estaba bien amolado, se lo fue hundiendo muy despacio. Se oía el ruido de pellejo, de carne, de garganta, de tendones rotos, y en el lebrillo empezó a humear la sangre silenciosa y apretada. El cordero miraba a Sigüenza, le miraba dilatando las pupilas, donde se copió un momento el alborozo del paisaje; le miraba... hasta que le fue cegando un telo lívido. No se movía, y aquel cuchillo rudo y corto le había desgarrado el cuello limándolo.
—¡Sí que pateará así que lo desñugue!
Y al desatarlo se cumplieron las palabras del pastor. El recental tuvo una convulsión crispadora horrenda; aun quiso incorporarse con la cabeza caída, colgando, ensangrentada. Después se derribó y le rugía el resuello por la herida.
El cabrero comenzó a desollarlo; pero le pidió Sigüenza que lo dejase morir del todo, y se detuvo mientras enjugaba la faca en las blancas lanas de los ijares.
—Tuviera vista de poder la cordera, la madre, que está allá, en aquel casal, y a buen seguro que veía lo que hemos hecho con su hijo...
A Sigüenza le tembló ruidosamente el corazón.
Y el pastor, con la baqueta de un fusil viejo, horadó la piel de una de las ancas; pegó su boca de crueldad en la hendedura y fue soplando; entraba el viento como un oleaje sonoro desgajando la zalea de la carne y de todos los miembros, y el corderito se infló hasta agrandarse monstruosamente. Y todos se reían tañéndolo. Así hinchado sacábase la piel sin rasgar el cuerpo. Y la zamarra fue arrancada cabalmente por las toscas manos del pastor, que entonces resbalaban suaves y primorosas.
Y ya desnuda, azulada, reluciente la res, la colgaron de la viga de la prensa para vaciarla.
Y al hundirle el cuchillo, el pastor puso su mirada en los campos soleados, y suspiró con risa mansa y dulce.
—¿Qué le parece, si se pudiera hacer lo mismo con algunos, teniendo igual pena que por éste?
Y apareció el corazón goteando.
—Pastor, ¿qué hará el tiempo?
El pastor se ha vuelto súbitamente al cielo, para hincarse dentro del tiempo. Su mirada ha recorrido todos los confines. Ahora sí que por Levante se cuajaban las nubes en temporal de lluvias.
El señor de la masía y Sigüenza contemplan el tuerto, que parece recogerse estremecido, sintiendo cercana la gracia del agua. Un macizo de lilas ha florecido por la dulce circulación de la savia de otoño.
El ganado se esparce en la viña haciendo el libre y gustoso esquilmo del pámpano y del redrojo.
Y Sigüenza mira con aborrecimiento a esas cabras voraces que gozan de la abundancia de la sierra por el sacrificio del corderito blanco; pero en seguida se arrepiente Sigüenza: ¿acaso no alabó él durante la comida lo tierno de las piernas asadas de la víctima, y no salió después al huerto, notándose muy bueno y amando todos los gusanicos y todos los brotes y verduras?...